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OTOÑO SANGRIENTO

(Presentación de la novela por Txema


Arinas, autor de “El Sitio”, Akrón
Editorial)

Otoño Sangriento de M.C. Mendoza es una


novela de doble género, en este caso negro
e histórico. Una combinación que en muchos
casos suele presentar dos inconvenientes
principales. Por un lado está el riesgo de que
el lector acabe decantándose por uno de
estos dos aspectos de la novela en
detrimento del otro, acaso como
consecuencia de la preeminencia o mejor
desarrollo y mayor interés de éste sobre el
segundo. Pero también puede suceder todo
lo contrario, que en el intento de ensamblaje
de ambos género ninguno llegue a cuajar
del todo.

No es el caso de Otoño Sangriento, con lo


que ya les adelanto la que a mi juicio es la
mayor virtud de esta novela, porque si hay
algo que destacar en esta novela, entre
otras muchas virtudes de las que vamos a
hablar, está ese perfecto maridaje de la
trama negra o policíaca con su contexto
histórico.

De ese modo, siguiendo una tradición


literaria que tiene como tema principal las

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diferentes y controvertidas teorías acerca de
la verdadera personalidad de Jack el
Destripador, una literatura de la que hay
que destacar a escritores como Patricia
Cornwell en Retrato de un Asesino o la más
reciente revisión del estrangulador
londinense de la mano de Trevor Marriott, el
cual publicó el libro ‘Jack el Destripador’:
investigación del siglo XXI, en el que
exponía la hipótesis de que Jack el
Destripador no se hubiera limitado a matar
en Londres, atribuyéndole también una serie
similar de asesinatos cometidos en Managua
(Nicaragua) en 1889, hay que destacar que
en Otoño Sangriento, y siempre como
homenaje certero a uno de los mayores
clásicos de la novela negra o policíaca, si no
el mayor, Sir Arthur Conan Doyle, y sus
mundialmente conocidos personajes, el
inspector Sherlock Holmes y su ayudante y
amigo el doctor Watson, la autora crea su
muy personal réplica en las figuras de los
detectives Christophe La Barthe y Emma
Halvick, los cuales se verán inmersos en
una investigación pareja a la que el famoso
inspector inglés nunca llevó a cabo en las
novelas de Conan Doyle, porque, según
declaró éste mismo, convertirlo en
personaje literario podría haber dado lugar a
la exaltación del asesino. Nada más lejos de
la intención del escritor, el cual, por otra
parte, observó los acontecimientos
relacionados con el asesino en serie con un
interés más periodístico que literario.

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Así pues, con los asesinatos de Jack el
Destripador como referente inmediato y
contemporáneo de los detectives franceses
creados por la autora de Otoño Sangriento,
un en apariencia frívolo e impetuoso
caballero que al igual que su trasunto inglés
parece condenado a la soltería, en este caso
a la más canalla, la del mujeriego resignado
a serlo, y su contrapunto, la joven doctora
Halvick, una verdadera rareza de su tiempo
como mujer con estudios y de ideas liberales
o modernas, la cual se describe a sí misma
como mujer atractiva, inteligente y
deliciosamente divertida, ambos son
llamados a España por los responsables de
la parroquia de San Andrés de Madrid para
resolver el asesinato de un sacerdote. A
partir de ese momento los dos protagonistas
tendrán que hacer frente no sólo al
desarrollo de sus pesquisas y los luctuoso
acontecimientos que las suceden y hacen
que éstas avancen o retrocedan, como en
toda buena trama policíaca, y a fe mía que
ésta lo es, sino también al entorno en el que
se mueven, que no es otro que el Madrid de
1888 y por extensión la España de entonces,
quizás no sólo el marco en el que se
desarrolla la novela, sino también, o sobre
todo, el protagonista principal.

Siendo así, la autora de Otoño Sangriento


parece servirse de la trama policíaca, y muy
en especial de la personalidad dispar de
cada uno de los dos detectives, para trazar
el retrato de ese Madrid y esa España del

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XIX en contraste con esa Europa
contemporánea de la que proceden los dos
personajes. De ese modo, y aquí ya nos
podemos remitir a toda una tradición del
escritor o intelectual extranjero, por lo
general inglés o francés, que siguiendo o
anticipando la estela del inglés Gerald
Brenan con su Al Sur de Granada, el francés
barón de Massias con El Prisionero en
España o el propio Victor Hugo con su obra
de 1843 Los Pirineos, levantaban acta de de
la total decadencia, atraso y atavismos de
una España cuyo descubrimiento era
parecido al que otros viajeros operaban en
el lejano Oriente o por el estilo. De ese modo
encontramos al detective Christophe La
Barthe haciéndose la siguiente reflexión
durante el viaje en tren desde Irán a Madrid:

“…Christophe trataba de entender las


razones que convertían a aquella
capital de tercera categoría, sin trazas
monumentales, zafia y atrasada, en
tan atractiva para su ayudante. ¿Acaso
no resultaba la cosmopolita Londres un
lugar más divertido y apasionante
para una mujer moderna? ¿No se lo
había pasado en grande las otras veces
que habían visitado la capital británica,
tan brumosa y razonablemente
adelantada a su tiempo? Emma, por lo
demás, tras su inicial entusiasmo,
desde que entraran en España, no
había hecho otra cosa que quejarse de
lo poco que se parecía el país a las

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estampas y grabados, y a otras
referencias.”

En efecto, este párrafo nos pone sobre aviso


no sólo de los prejuicios extranjeros acerca
de la España de entonces, perjuicios
inducidos en gran parte por esa literatura de
viaje a la que nos referíamos antes y que
habían hecho de nuestro país una especie
de Oriente de aquí al lado, sino también de
la intención de la autora por convertir ese
Madrid del que habla el detective francés en
un escenario para su trama negra tan digno,
divertido y apasionante como el Londres de
Jack el Destripador.

Con todo, nuestros detectives tropezarán


con la peculiar idiosincrasia de esa España
con un siglo a cuestas de luchas
encarnizadas entre los defensores de lo
viejo que encarnaba el Antiguo Régimen y
los contados partidarios de la modernización
del país.

El primer contacto con los primeros lo será


en la figura del Padre Julián de Goicoechea y
su sobrina como representantes del
predominio casi absoluto de la religión en
todas las facetas de la vida social de la
mayoría de los españoles, y más en concreto
de la autoridad de una Iglesia Católica
esencialmente oscurantista y enemiga de
cualquier cambio, o amago de, que pudiera
poner en peligro su posición. Los segundos,
esa parte de la sociedad española de

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entonces que a fuerza de minoritaria,
hostigada e instruida tendía que serlo
también selecta, tomaran cuerpo en los
personajes del culto y extravagante indiano
Arturo Balmaseda y Angélica de Mendoza,
esposa del primero y también discípula de
su particular concepción de la realidad, la
cual no es sino el resultado de su
seguimiento de las principales corrientes
filosóficas más innovadoras e iconoclastas
del momento, a destacar Nietzsche y su idea
del superhombre, concepto repetidamente
malinterpretado o tergiversado por casi todo
aquel que parece acercarse al mismo.

Pero no serán los únicos personajes o


prototipos de españoles con los que
nuestros protagonistas tendrán que bregar
en ese Madrid de finales del XIX. A lo largo
de la novela, e insisto, siempre en perfecta
conjunción con el desarrollo de la trama, la
autora nos irá presentando los más diversos
ambientes de la capital española, desde los
más refinados de las clases acomodadas
como la de los píos Goicoechea o el inquieto
e inquietante indiano Balmaseda, a ese otro
de los bajos fondos entre los que el asesino
del padre Hontañón, encontrará a sus
próximas víctimas, una vez más en claro
paralelismo con el Londres de Jack el
Destripador. Será entonces cuando aparezca
el nombre de Erebus con el que el asesino
de Madrid se presenta al público, Erebus,
dios primordial de la mitología griega que

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personifica la oscuridad, que llena todos los
agujeros del mundo.

De cómo los dos detectives franceses siguen


la pista a Erebus y descubren su identidad
es de lo que trata la trama del libro, de
modo que me cuidaré y mucho de revelar
nada, acaso solo subrayar lo
verdaderamente sorprendente del final, una
resolución de los crímenes que cubre y con
creces las expectativas que genera la trama.
Eso sí, puedo asegurarle que ésta cumple
con todas las expectativas de los aficionados
al género negro, en este caso ya no sólo
como sinónimo de policíaco, sino incluso
como superación de éste, pues según lo
definió el famoso escritor Raymond Chandler
en su libro El Simple arte de matar, la novela
negra agrega a las características del
género policiaco cierta violencia, los
crímenes se basan en las debilidades
humanas como la rabia, ansias de poder,
envidia, odio, avaricia, pasiones, etc. Por
esta razón aparece un lenguaje más crudo,
donde se le da más importancia a la acción
que al análisis del crimen. Y sobre todo, y en
mi opinión lo que la hace realmente
interesante como instrumento literario, en
este tipo de relato importa más la
descripción de la sociedad donde nacen los
criminales y la reflexión sobre el deterioro
ético.

Ahora bien, no puedo acabar esta reseña de


Otoño Sangriento sin hacer referencia a otro

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de los paralelismos u homenajes que la
autora hace con la historia de Jack el
Destripador, y que no es otro que el
peligroso ascendiente que empieza a tener
la prensa a partir de finales del XIX y
principios del XX, en la conformación de la
opinión pública a partir de unos hechos que
muchas veces son manipulados con el único
fin de vender periódicos. De este modo, la
autora nos recuerda en el siguiente párrafo
el protagonismo de la prensa británica en el
caso del estrangulador de Londres
poniéndolo en relación con la propia trama
de su novela:

Como había ocurrido en Londres,


algunas redacciones recibieron cartas
del supuesto asesino. Así fue en El
Imparcial y El Globo, que incluso
reprodujeron, pese a las críticas de
Christophe, quien recordó al juez y a
los directores de periódicos que lo
único que hacían era seguir el camino
trazado por Ebebus. De todas formas
estas mostraban un tono delirante y sin
sentido, incluso la que tenía una letra
más parecida a las de las tarjetas,
como si fueran un objetivo en sí
mismas y no un medio para transmitir
un mensaje.

No olvidemos que de entre las múltiples


versiones que se conocen acerca de la
verdadera historia de Jack el Destripador

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hay una que apunta a la prensa londinense
como los inventores e inductores del
personaje con el único fin de aumentar la
tirada de sus periódicos.

Asimismo, y como ejemplo de uno de los


variados y jugosos ingredientes que
conformar la novela de M.C. Mendoza, la
autora también nos ofrece una interesante
reflexión metaliteraria de la boca del
personaje del joven escritor francés
Bonnard, según él venido a España en busca
de inspiración, cuando los dos detectives le
interpelan acerca del resultado de su
manuscrito, el cual parece basarse en la
investigación que éstos llevan a cabo, que
no me resisto a comentar porque en ella la
autora no sólo resume no sólo la esencia de
su novela sino incluso el del género negro:

“Tiene razón –aclaró Bonnard-. Pensé


que sería más original así. Esto no se
ha visto nunca, es un terreno
inexplorado. Lo que no sé es cómo lo
recibirá el público. Oh, no saben lo que
cuesta anticiparse al lector, sobre todo
en novela como la que yo he
concebido, donde cualquiera puede ser
el asesino. El juego consiste en que el
lector lo averigüe antes que el
detective, pero al tiempo ha de saber
lo mismo que él, no ocultarle ningún
dato, ni sacarse ningún culpable de la
manga. El lector, no obstante, juega
con ventaja: a diferencia de la vida

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real, el número de posibles asesinos
está limitado por la propia narración.
Erebus podría ser cualquiera, incluso
alguien que ustedes no conozcan, ya
que esto es la realidad; pero si fuera
una novela, indudablemente sería
alguien cercano!

Por último, y siquiera como mera anécdota


más o menos significativa, me gustaría
señalar ya que nos encontramos en Oviedo
y la escritora es asturiana, un hecho que a
mí me llama poderosamente la atención y
que es la coincidencia, cuando no el
resultado del influjo de la conocidísima
Semana Negra de Gijón, y de todos modos
qué importa, en un mismo tiempo y en un
espacio muy concreto como es Asturias, de
una generación de escritores que no sólo
cultivan la novela negra, sino que además lo
hacen en cualquiera de sus más diversas
vertientes, nombres como Nacho Guirado,
Alejandro M. Gallo, Ignacio del Valle, Miguel
Barrero e incluso Ricardo Menéndez Salmón,
el cual, sin dedicarse específicamente a ello,
también ha flirteado con el género en su
novela Derrumbe. Estamos hablando de una
generación de escritores asturianos que
además de cosechar premios y elogios de la
crítica también disfruta del reconocimiento
del público a escala nacional e incluso
internacional, una generación a la que se
suma, sin lugar a dudas, M.C. Covadonga
con todo el peso de esta magnífica novela
que hoy presentamos: Otoño Sangriento.

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Txema Arinas
Oviedo, 24 de Febrero de 2010

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