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PRESENTACIÓN DE LA CARTA ENCÍCLICA SPE SALVI

BENEDICTO XVI

Jerez de la Frontera, 28 de enero de 2008

El Magisterio que viene desarrollando en estos casi tres años de pontificado el


Papa Ratzinger está centrado en cuestiones nucleares del cristianismo en el contexto
histórico de la posmodernidad que invade la cultura occidental y que está
produciendo una fuerte secularización, un relativismo moral y laicismo exacerbado
que está poniendo en cuestión el estatuto del hecho religioso en la sociedades
democráticas. El reduccionismo del concepto de razón, junto con el subjetivismo
individualista, impide que el hombre se abra al horizonte de la esperanza.
Si en su primera encíclica, Deus Caritas est, tuvo como cometido el señalar el
corazón del cristianismo que es la revelación del “Dios que es amor, predica amor y
envía amor”, ahora, en Spe salvi (salvados por la esperanza), nos invita a mirar con
confianza a ese Dios que nos garantiza un futuro de salvación que actúa ya en el
presente.
Algunos han tachado a la encíclica de “espiritualista, abstracta y banalmente
retórica”. Estas críticas proceden de posiciones de un cristianismo secularizado donde
ya no cuentan el dogma, la moral y la Iglesia1. La encíclica no es un pequeño tratado
sobre la virtud teologal de la esperanza. El ínterin de la encíclica no se desenvuelve
por aspectos ya abordados por el Vaticano II o por temas concretos estudiados por
autores como Ernst Bloch, Jürgen Moltmann o los teólogos de la liberación. No es
ése el camino que ha elegido el Papa; de ahí que su planteamiento resulte original,
actual y concreto, porque tiende a dar respuesta a los problemas de la fe de los
católicos al inicio de un nuevo milenio, diferentes a los de la época conciliar. La
debilidad del hombre contemporáneo, su cansancio existencial y la pérdida de la
alegría de vivir se superan cuando se vuelve a las fuentes de la esperanza, que están
precisamente en la Biblia. Por eso mismo el Papa se basa en los fundamentos de
siempre: la doctrina bíblica, patrística y de la espiritualidad cristiana.
La encíclica comprende cuatro grandes temas: La fe, sustancia de la
esperanza; La dimensión histórica de la esperanza; El rostro de la esperanza; y
Cultivar la esperanza. El estudio detenido de estos apartados lleva al lector a hacerse
grandes interrogantes sobre asuntos tales como: el concepto de razón dominante; la
relación entre el progreso y la necesidad de la ética; si es más humano y justo un
mundo sin Dios; la relación del sufrimiento con el amor; o qué es lo que nos

1
Cf. G. VATTIMO, “Consideraciones sobre la esperanza”, El Mundo, 12 de enero de 2008, pp. 4-5.
1
encontramos al final de nuestros días. La encíclica Spe salvi no deja indiferentes a
nadie. Hace pensar, nos estimula a la oración, y nos lleva a descubrir a la Iglesia
como espacio de esperanza para las culturas.

I. LA FE, SUSTANCIA DE LA ESPERANZA.

Una de las grandes aportaciones del cristianismo al pensamiento de la humanidad ha


sido su oferta de esperanza. Mucho antes de que los filósofos del siglo XX hablaran
de la esperanza como virtud humana, los discípulos de Jesús ya la teníamos como uno
de los tres pilares teologales que configuran la existencia cristiana. Mediante la
confianza en el Dios que siempre cumple su palabra, “gustamos ya en este mundo la
esperanza de una vida futura que nos saciará totalmente”2.
Las grandes tragedias mundiales del pasado siglo motivaron que el
pensamiento filosófico, dominado por la nada de Sartre y la desesperanza de
Heidegger, fuera sustituido por una nueva confianza en el futuro y a tratar de
descubrir en la historia y en la cultura humana una llamada inherente de apertura a
“un mañana mejor”. Así, desde Marcel al Moltmann, desde Laín Entralgo a Bloch, se
plantea la conexión entre la esperanza y la experiencia religiosa. Para el personalista
Mounier, la esperanza pertenece a la condición ontológica del hombre, debido a la
situación de homo viator del ser humano y de la historia, que tiende a un fin. De ahí
que vivir en esperanza o desesperación sea “aceptar o rechazar el ser persona”.
Al inicio de este nuevo milenio se percibe el vacío que deja la ausencia de los
grandes principios y valores. Han fracasado muchas cosas: aquel viejo progresista
que quiso cambiar el mundo, hoy te lo encuentras como un ferviente adorador del
dios Mammón. La ilustración de la postmodernidad ha sucumbido ante los mitos y
renuncia a la esperanza. Tanto predicar la muerte de Dios ha traído consigo la
ausencia de sentido a la vida humana. Y la tan proclamada sociedad del bienestar no
alcanza la realización personal, aumentando alarmantemente los estados de ansiedad,
angustia, depresiones, suicidio etc. Por lo tanto, es hora de preguntarse qué es más
humano, vivir en la desesperanza y darle una victoria más a los sistemas que
encarnaron Hitler y Stalin; o, más bien, recuperar el imperativo de la esperanza que
habita en el alma de la persona y que es el motor de la historia y de la vida.
Mientras en Grecia la esperanza no dejó de ser un engaño, hubo un pueblo
insignificante y pobre llamado Israel que se puso en camino y no aceptó la idea del
eterno retorno. Creyó en un Dios personal, intrahistórico, que le da una promesa y
hace una alianza con ellos.
El cristianismo, nacido del tronco hebreo, afirma que las antiguas promesas se
han cumplido en la encarnación-muerte-resurrección de Jesucristo, Hijo de Dios vivo,
el Mesías anunciado y esperado de las naciones. Él es nuestra única esperanza de
salvación (cf. 1Tim 1,1). Pues bien, Benedicto XVI se ha percatado de esa desilusión
que invade el pensamiento y la vida de la gente de hoy y, ya desde el principio de Spe
Salvi, nos sitúa en la dinámica del Evangelio de la Esperanza, que “no es solamente
una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que
comporta hechos y cambia la vida. La puerta oscura del tiempo, del futuro, ha sido
abierta de par en par. Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una
2
SAN AGUSTÍN, Comentario sobre el Salmo 39.
2
vida nueva” (n. 2). Con razón, diría en su día Chersterton: “Lo que esa universal y
combativa fe cristiana trajo al mundo, fue la esperanza”.
Ahora bien, ¿qué certeza tenemos de que esa esperanza es fiable, es decir no es
un sueño, un engaño, una proyección de mis deseos? Para responder a ello comienza
afirmando cómo en la Escritura las palabras “fe” y “esperanza” parecen
intercambiables. De tal manera que la fe es la sustancia de la esperanza, y eso se ve
en el testimonio de los primeros cristianos, en los que se percibe que viven en la
confianza de poseer una fuerza que ilumina el camino de su existencia: “Pablo
recuerda a los Efesios cómo antes de su encuentro con Cristo no tenían en el mundo
‘ni esperanza ni Dios’ (Ef 2,22)… En el mismo sentido les dice a los Tesalonicenses:
‘No os aflijáis como los hombres sin esperanza’ (1Ts 4,13)” (n. 2).
La certeza viene por la fe en la revelación de Dios que, mediante la
encarnación-pasión-muerte-resurrección del Hijo, nos ha concedido el Espíritu para
acceder al verdadero conocimiento de Dios: “Llegar a conocer a Dios, al Dios
verdadero, eso es lo que significa recibir la esperanza” (n. 3). Para ello pone el
ejemplo de una santa de nuestros días, la africana Josefina Bakhita, que -a través del
conocimiento de la esperanza cristiana- “fue redimida y ya no se sentía esclava, sino
hija libre de Dios… porque antes estaba en el mundo sin esperanza y sin Dios” (n. 3).
Además hará un breve recorrido por el NT para expresar la genuino de la esperanza
cristiana, que no está basada en un “mensaje socio-revolucionario como el de
Espartaco” (n. 4). Ni tampoco en el mito, en la religión de Estado, el racionalismo
filosófico o las fuerzas cósmicas. Por el contrario, es una Persona que se ha revelado
como amor que da sentido a la vida (n. 5). Los sarcófagos de los primeros tiempos
del cristianismo representan a Cristo bajo las imágenes de filósofo y de pastor,
figuras que nos hablan de esa “nueva esperanza que brotaba en la vida de los
creyentes (n. 6). Por eso citará el texto a los Hebreos 11,1: “La fe es el fundamento de
lo que se espera y la prueba de lo que no se ve”. Sobre esto ahondará en los nn. 7-9.
En la actualidad las dos formulaciones extremas del Credo (“creo en Dios” y
“creo en la vida eterna”) están en crisis. Por eso mismo, una vez que ha dejado claro
que el objeto de la esperanza es Dios que se revela en Cristo, se plantea qué nos trae
esa salvación y, desde el n. 10, entra a tratar el tema de la vida eterna a partir de la
formulación litúrgica de la petición del bautismo. Se pregunta: ¿Queremos realmente
vivir eternamente? Por un lado, no queremos morir, pero, por otro, no deseamos
seguir existiendo ilimitadamente. Lo que verdaderamente desea el ser humano es la
vida bienaventurada, que no sabemos cómo es, pero sí sabemos de su existencia y
experimentamos la fuerza que nos hace caminar hacia ella. Esta realidad desconocida
es la vida en plenitud: “La eternidad no es un continuo sucederse de días del
calendario, sino como el momento pleno de satisfacción, en el cual la totalidad nos
abraza y nosotros abrazamos la totalidad” (n. 12). ¿Qué es la vida eterna? Es
sumergirse en el océano del amor infinito.

II. DIMENSIÓN HISTÓRICA DE LA ESPERANZA.

En el tiempo moderno se ha acusado al cristianismo de predicar una tipo


esperanza individualista, abandonando al mundo en su miseria. Sin embargo, la
salvación cristiana siempre ha sido considerada como una realidad comunitaria. Para

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demostrar eso aludirá a una obra fundamental de Henri de Lubac, Catolicismo:
aspectos sociales del dogma, para adentrarse luego en la teología de los Padres sobre
el tema. Concluye de esta manera: “Esta vida verdadera, hacia la cual tratamos de
dirigirnos siempre de nuevo, comporta estar unidos existencialmente a un ‘pueblo’ y
sólo puede realizarse para cada persona dentro de este ‘nosotros’ (n. 14).
En los nn. 16-23 se ha planteado qué es el progreso, la relación de éste con la
razón, la libertad y la moral. Hará un recorrido por la historia de cómo se ha
configurado la esperanza como fe en el progreso y de cómo esa esperanza
intramundana ha fracasado, tanto en el capitalismo, como en el marxismo.
Necesariamente el progreso necesita del crecimiento de la humanidad si quiere ser
verdaderamente humano. El verdadero error del materialismo es contemplar al
hombre como si fuera “sólo producto de condiciones económicas y no es posible
curarlo sólo desde fuera, creando condiciones económicas favorables” (n. 21). Si el
progreso necesita del crecimiento moral de la humanidad, entonces la razón debe
abrirse a las fuerzas salvadoras de la fe y el discernimiento moral a fin de que sea
razón realmente humana: “Si el progreso técnico no se corresponde con un progreso
en la formación ética del hombre, con el crecimiento del hombre interior, no es un
progreso sino una amenaza para el hombre y para el mundo” (n. 22).
Así pues, la razón no puede estar limitada únicamente al “poder” y al “hacer”,
sino que es necesario que el concepto de razón se abra “a las fuerzas salvadoras de la
fe, al discernimiento entre el bien y el mal. Sólo de este modo se convierte en una
razón realmente humana… Razón y fe se necesitan mutuamente para realizar su
verdadera naturaleza y su misión” (n. 23). Un reino de Dios sin Dios desemboca en
un reino inhumano, la razón necesita de la fe para llegar a ser ella misma, ambas se
necesitan mutuamente.

III. EL ROSTRO DE LA ESPERANZA.

¿Qué podemos esperar? Y, ¿qué es lo que podemos esperar? Para responder a


estas cuestiones Benedicto XVI introduce un nuevo factor: la relación del progreso
con la libertad humana:
“El progreso acumulativo sólo es posible en lo material… En cambio, en el
ámbito de la conciencia ética y de la decisión moral, no existe una posibilidad
similar de incremento, por el simple hecho de que la libertad del ser humano es
siempre nueva y tiene que tomar siempre de nuevo sus decisiones… La libertad
debe ser conquistada para el bien una y otra vez” (n. 24).
Quiere decir que el sujeto de la historia es el hombre con su razón y libertad.
La utopía del progreso racional intentó marginar a lo íntimo y ultramundano la
esperanza cristiana, como la “espera en el cielo”. Pero también los cristianos, ante los
éxitos de la ciencia, se concentraron excesivamente en la salvación del individuo,
achicando su esperanza histórica, aunque, a pesar de este empequeñecimiento nunca
dejó de atender a los débiles (n. 25).
Actualmente, el hombre contemporáneo ha endiosado su propia libertad,
olvidando su fragilidad. Se ríe del pecado, vive de espaldas a Dios y está ilusionado

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con el progreso, donde tiene puestas muchas de sus esperanzas. Sin embargo, llega el
momento de las desilusiones, pues no hay resultados que sostengan esas
expectaciones. Porque la verdadera esperanza del hombre sólo puede venir de Dios,
de ese Dios que nos ha amado y que nos sigue amando hasta el extremo (cf. Jn 13,1;
19,30). De ahí que Benedicto XVI despeje ese espejismo actual cuando afirma:
“El hombre nunca puede ser redimido solamente desde el exterior. Francis
Bacon y los seguidores de la corriente de pensamiento de la edad moderna
inspirada en él, se equivocaban al considerar que el hombre sería redimido por
medio de la ciencia… La ciencia puede contribuir mucho a la humanización
del mundo… Pero no es la ciencia la que redime al hombre. El hombre es
redimido por un amor incondicional” (nn. 25-26).
Por eso, el hombre puede tener múltiples esperanzas intramundanas, pero si no
tiene a Dios le faltan razones para esperar. Porque la verdadera esperanza que resiste
a todas las desilusiones es la que viene de Dios y a Dios nos lleva. No de cualquier
Dios, sino Aquel que “nos ha amado y que nos sigue amando hasta el extremo”.
Vivimos anhelando la plenitud de esa “Vida y Amor”, quienes viven en esa tensión
realizan el futuro en el presente (lenguaje preformativo), de tal manera que no hay
dos vidas, sino una, la vida eterna, que “es relación con quien es la fuente de la vida”
(n. 27).
La fisonomía de la esperanza cristiana se caracteriza porque no es
individualista, no puede estar basada en las ciencias, no está reñida con la razón,
abarca el ideal de libertad. La esperanza moderna, que busca un futuro de concordia,
no será verdadera si no se refiere a cada persona, el mundo mejor del mañana no es
suficiente objeto del esperar. Las esperanzas de cada día, sin la gran esperanza, no
bastan y ésta sólo puede ser el don de Dios, sólo su amor nos da la posibilidad de
perseverar en un mundo imperfecto. “Y, al mismo tiempo, su amor es para nosotros
la garantía de que existe aquello que sólo llegamos a intuir vagamente y que, sin
embargo, esperamos en lo más íntimo de nuestro ser: la vida que es realmente vida”
(n. 31).

IV. LA ESPIRITUALIDAD DE LA ESPERANZA.

La última cuestión de la encíclica Spe Salvi son los “lugares” de aprendizaje y


ejercicio de la esperanza:

1º. La oración como escuela de la esperanza.

Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Por eso llega a decir
textualmente: “El que reza nunca está totalmente solo” (n. 32). Expone el caso de los
trece años de prisión del Cardenal Nguyen Van Thuan, para quien, “en una situación
de desesperación aparentemente total, la escucha de Dios, el poder hablarle, fue una
fuerza de creciente esperanza” (n. 32) Como enseño San Agustín, orar a Dios en todo

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momento y lugar, aún en las circunstancias en las que no se siente a Dios por ninguna
parte, entonces es cuando más se ensancha y se purifica el corazón.
Ahora bien, ¿cómo es ese diálogo amoroso con Dios?: “Rezar no significa salir
de la historia y retirarse en el rincón privado de la propia felicidad. El modo
apropiado de orar es un proceso de purificación interior que nos hace capaces para
Dios y, precisamente por eso, capaces también para los demás. En la oración, el
hombre ha de aprender qué es lo que verdaderamente puede pedirle a Dios, lo que es
digno de Dios. Ha de aprender que no puede rezar contra el otro. Ha de aprender que
no puede pedir cosas superficiales y banales que desea en ese momento, la pequeña
esperanza equivocada que lo aleja de Dios” (n. 33).
La oración personal ha de estar en relación con la oración de la Iglesia, para
que, mediante esta interrelación, nos vaya haciendo idóneos ante Dios y nos
constituya en ministros de la esperanza para los demás (n. 34).

2º. El actuar y el sufrir.

Toda actuación seria y recta del hombre está impulsada por una esperanza,
pero el esfuerzo cotidiano por continuar nuestra vida y por el futuro de todos nos
cansa o se convierte en fanatismo, por ello es necesario la iluminación de la luz de
aquella esperanza para superar toda frustración y que nos haga ver que, por lo tanto,
“mi vida personal y la historia en su conjunto están custodiadas por el poder
indestructible del Amor” que da sentido para seguir actuando (n. 35). Nuestro actuar,
tanto en los momentos buenos, como en los malos, brota de la esperanza fundada en
las promesas de Dios.
Al igual que el obrar, también el sufrimiento forma parte de la existencia
humana. La causa del sufrimiento está tanto en nuestra propia finitud, como en la
gran cantidad de culpas acumuladas a lo largo de la historia y que crece de modo
incesante también en el presente. Ocurre que el hombre se ve impotente para eliminar
las fuentes del sufrimiento, por ello sólo un Dios que ha tomado la condición de
menesteroso nos puede ayudar a dar sentido al sufrimiento:
San Pablo exhortará a los cristianos “Vivid alegres por la esperanza” (Rom
12,12), que es consuelo, paz, abandono, resignación, gozo…, como consecuencia de
la revelación del Misterio que se nos ha dado gratuitamente. Habiendo sido
“agraciados”, experimentamos una alegría constante que nos permite soportar con
paciencia los sufrimientos, que se ven transformados mediante la fuerza de la
esperanza que proviene de la fe. Acerca de cómo el cristiano conserva la perfecta
alegría en medio de las amarguras de cada día, Benedicto XVI nos dice: “Lo que cura
al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de
aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la
unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito” (n. 37). Ejemplos vivos son los
santos y mártires de cada época. El Papa nos remitirá aquí al caso del mártir
vietnamita Pablo Le-Bao-Thin (+ 1857). Con la fe en esta fuerza ha surgido la

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esperanza de salvación del mundo, la esperanza que proviene de la fe transforma el
sufrimiento.
El Papa insiste en que el sufrir no es ajeno al amar. Ni el mismo Dios, que ha
mostrado su amor, ha estado ajeno al sufrimiento. El amor y el sufrimiento no son
dos caras de la misma moneda (o se ama o se sufre), sino la misma cara de la misma
moneda (se sufre porque se ama). Por eso, aunque al amar suframos, no nos estamos
alejando de la esperanza: “Digámoslo una vez más: la capacidad de sufrir por amor
de la verdad es un criterio de humanidad. No obstante, esta capacidad de sufrir
depende del tipo y de la grandeza de la esperanza que llevamos dentro y sobre la que
nos basamos. Los santos pudieron recorrer el gran camino del ser hombre del mismo
modo en que Cristo lo recorrió antes de nosotros, porque estaban repletos de la gran
esperanza” (n. 41).

3º. El Juicio como lugar de aprendizaje y ejercicio de la esperanza.

Digamos que un tema tan olvidado como los “novísimos” (muerte, juicio,
infierno y gloria) es tratado en los nn. 41-48. Comienza la exposición aludiendo a la
fe del Credo cuando dice: “De nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y
muertos”. El Juicio final ha influido en los cristianos para ordenar su vida presente y
como esperanza en la justicia divina. Dios sería cruel si a todos nos tratase por igual,
si dejase que al término de la historia, tras el juicio final, víctimas y verdugos
disfrutaran de lo mismo; Lázaro y Epulón tuvieron distinta vida y luego se abrió un
gran abismo entre ellos dos. Optamos por la vida o el infierno (n. 45). Cada acción
del hombre mira a uno u otro lado: “Lo que ha hecho cada uno saldrá a la luz; el día
del juicio lo manifestará, porque ese día despuntará como fuego y el fuego pondrá a
prueba la calidad de cada construcción… Para salvarse es necesario atravesar el
‘fuego’ (purificador) en primera persona para llegar a ser definitivamente capaces de
Dios y poder tomar parte en la mesa del banquete nupcial eterno” (n. 46).
Sin embargo, el juicio de Dios es nuestro consuelo y esperanza, tanto porque es
justicia, como porque es gracia: si sólo fuera gracia haría vano lo terrenal, si sólo
fuera justicia sería motivo de tremendo temor. Por eso dirá: “La injusticia de la
historia no puede ser la última palabra en absoluto, llega a ser plenamente
convincente la necesidad del retorno de Cristo y de la vida nueva” (n. 43).
La protesta contra Dios ante la injusticia no vale en un mundo que vive de
espaldas a Dios y sin apertura a la gran esperanza. “Sólo Dios puede crear justicia. Y
la fe nos da esta certeza… Éste es nuestro consuelo y nuestra esperanza” (n. 44).
Como nadie vive solo y ninguno peca solo, nadie se salvo solo; de ahí que la
esperanza cristiana tenga una dimensión comunitaria que el Papa expresa de este
modo: “Nuestra esperanza es siempre y esencialmente también esperanza para los
otros; sólo así es realmente esperanza para mí. Como cristianos nunca deberíamos
preguntarnos solamente: ¿Cómo puedo salvarme yo mismo? Deberíamos
preguntarnos también: ¿Qué puedo hacer para que otros se salven y para que surja

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también para ellos la estrella de la esperanza? Entonces habré hecho el máximo
también para mi salvación” (n. 48).

Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir
rectamente. Ellas son luces de esperanza. Pues bien, el Papa nos invita a mirar a
María, madre de la Esperanza, que esperó y nos enseña a esperar. Benedicto XVI,
con esta encíclica, nos da razones para la esperanza, razones que derivan de la
aceptación de Dios, del cual procede toda vida, amor, justicia y gracia. La seguridad
de esas razones vienen de que aquel “que cree en Dios no está solo”. O dicho en
términos paulinos: “Nadie nos puede separar del amor de Dios manifestado en Cristo
Jesús” (Rom 8,39).

+ Juan del Río Martín


Obispo de Asidonia-Jerez

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