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BENEDICTO XVI
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Cf. G. VATTIMO, “Consideraciones sobre la esperanza”, El Mundo, 12 de enero de 2008, pp. 4-5.
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encontramos al final de nuestros días. La encíclica Spe salvi no deja indiferentes a
nadie. Hace pensar, nos estimula a la oración, y nos lleva a descubrir a la Iglesia
como espacio de esperanza para las culturas.
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demostrar eso aludirá a una obra fundamental de Henri de Lubac, Catolicismo:
aspectos sociales del dogma, para adentrarse luego en la teología de los Padres sobre
el tema. Concluye de esta manera: “Esta vida verdadera, hacia la cual tratamos de
dirigirnos siempre de nuevo, comporta estar unidos existencialmente a un ‘pueblo’ y
sólo puede realizarse para cada persona dentro de este ‘nosotros’ (n. 14).
En los nn. 16-23 se ha planteado qué es el progreso, la relación de éste con la
razón, la libertad y la moral. Hará un recorrido por la historia de cómo se ha
configurado la esperanza como fe en el progreso y de cómo esa esperanza
intramundana ha fracasado, tanto en el capitalismo, como en el marxismo.
Necesariamente el progreso necesita del crecimiento de la humanidad si quiere ser
verdaderamente humano. El verdadero error del materialismo es contemplar al
hombre como si fuera “sólo producto de condiciones económicas y no es posible
curarlo sólo desde fuera, creando condiciones económicas favorables” (n. 21). Si el
progreso necesita del crecimiento moral de la humanidad, entonces la razón debe
abrirse a las fuerzas salvadoras de la fe y el discernimiento moral a fin de que sea
razón realmente humana: “Si el progreso técnico no se corresponde con un progreso
en la formación ética del hombre, con el crecimiento del hombre interior, no es un
progreso sino una amenaza para el hombre y para el mundo” (n. 22).
Así pues, la razón no puede estar limitada únicamente al “poder” y al “hacer”,
sino que es necesario que el concepto de razón se abra “a las fuerzas salvadoras de la
fe, al discernimiento entre el bien y el mal. Sólo de este modo se convierte en una
razón realmente humana… Razón y fe se necesitan mutuamente para realizar su
verdadera naturaleza y su misión” (n. 23). Un reino de Dios sin Dios desemboca en
un reino inhumano, la razón necesita de la fe para llegar a ser ella misma, ambas se
necesitan mutuamente.
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con el progreso, donde tiene puestas muchas de sus esperanzas. Sin embargo, llega el
momento de las desilusiones, pues no hay resultados que sostengan esas
expectaciones. Porque la verdadera esperanza del hombre sólo puede venir de Dios,
de ese Dios que nos ha amado y que nos sigue amando hasta el extremo (cf. Jn 13,1;
19,30). De ahí que Benedicto XVI despeje ese espejismo actual cuando afirma:
“El hombre nunca puede ser redimido solamente desde el exterior. Francis
Bacon y los seguidores de la corriente de pensamiento de la edad moderna
inspirada en él, se equivocaban al considerar que el hombre sería redimido por
medio de la ciencia… La ciencia puede contribuir mucho a la humanización
del mundo… Pero no es la ciencia la que redime al hombre. El hombre es
redimido por un amor incondicional” (nn. 25-26).
Por eso, el hombre puede tener múltiples esperanzas intramundanas, pero si no
tiene a Dios le faltan razones para esperar. Porque la verdadera esperanza que resiste
a todas las desilusiones es la que viene de Dios y a Dios nos lleva. No de cualquier
Dios, sino Aquel que “nos ha amado y que nos sigue amando hasta el extremo”.
Vivimos anhelando la plenitud de esa “Vida y Amor”, quienes viven en esa tensión
realizan el futuro en el presente (lenguaje preformativo), de tal manera que no hay
dos vidas, sino una, la vida eterna, que “es relación con quien es la fuente de la vida”
(n. 27).
La fisonomía de la esperanza cristiana se caracteriza porque no es
individualista, no puede estar basada en las ciencias, no está reñida con la razón,
abarca el ideal de libertad. La esperanza moderna, que busca un futuro de concordia,
no será verdadera si no se refiere a cada persona, el mundo mejor del mañana no es
suficiente objeto del esperar. Las esperanzas de cada día, sin la gran esperanza, no
bastan y ésta sólo puede ser el don de Dios, sólo su amor nos da la posibilidad de
perseverar en un mundo imperfecto. “Y, al mismo tiempo, su amor es para nosotros
la garantía de que existe aquello que sólo llegamos a intuir vagamente y que, sin
embargo, esperamos en lo más íntimo de nuestro ser: la vida que es realmente vida”
(n. 31).
Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Por eso llega a decir
textualmente: “El que reza nunca está totalmente solo” (n. 32). Expone el caso de los
trece años de prisión del Cardenal Nguyen Van Thuan, para quien, “en una situación
de desesperación aparentemente total, la escucha de Dios, el poder hablarle, fue una
fuerza de creciente esperanza” (n. 32) Como enseño San Agustín, orar a Dios en todo
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momento y lugar, aún en las circunstancias en las que no se siente a Dios por ninguna
parte, entonces es cuando más se ensancha y se purifica el corazón.
Ahora bien, ¿cómo es ese diálogo amoroso con Dios?: “Rezar no significa salir
de la historia y retirarse en el rincón privado de la propia felicidad. El modo
apropiado de orar es un proceso de purificación interior que nos hace capaces para
Dios y, precisamente por eso, capaces también para los demás. En la oración, el
hombre ha de aprender qué es lo que verdaderamente puede pedirle a Dios, lo que es
digno de Dios. Ha de aprender que no puede rezar contra el otro. Ha de aprender que
no puede pedir cosas superficiales y banales que desea en ese momento, la pequeña
esperanza equivocada que lo aleja de Dios” (n. 33).
La oración personal ha de estar en relación con la oración de la Iglesia, para
que, mediante esta interrelación, nos vaya haciendo idóneos ante Dios y nos
constituya en ministros de la esperanza para los demás (n. 34).
Toda actuación seria y recta del hombre está impulsada por una esperanza,
pero el esfuerzo cotidiano por continuar nuestra vida y por el futuro de todos nos
cansa o se convierte en fanatismo, por ello es necesario la iluminación de la luz de
aquella esperanza para superar toda frustración y que nos haga ver que, por lo tanto,
“mi vida personal y la historia en su conjunto están custodiadas por el poder
indestructible del Amor” que da sentido para seguir actuando (n. 35). Nuestro actuar,
tanto en los momentos buenos, como en los malos, brota de la esperanza fundada en
las promesas de Dios.
Al igual que el obrar, también el sufrimiento forma parte de la existencia
humana. La causa del sufrimiento está tanto en nuestra propia finitud, como en la
gran cantidad de culpas acumuladas a lo largo de la historia y que crece de modo
incesante también en el presente. Ocurre que el hombre se ve impotente para eliminar
las fuentes del sufrimiento, por ello sólo un Dios que ha tomado la condición de
menesteroso nos puede ayudar a dar sentido al sufrimiento:
San Pablo exhortará a los cristianos “Vivid alegres por la esperanza” (Rom
12,12), que es consuelo, paz, abandono, resignación, gozo…, como consecuencia de
la revelación del Misterio que se nos ha dado gratuitamente. Habiendo sido
“agraciados”, experimentamos una alegría constante que nos permite soportar con
paciencia los sufrimientos, que se ven transformados mediante la fuerza de la
esperanza que proviene de la fe. Acerca de cómo el cristiano conserva la perfecta
alegría en medio de las amarguras de cada día, Benedicto XVI nos dice: “Lo que cura
al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de
aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la
unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito” (n. 37). Ejemplos vivos son los
santos y mártires de cada época. El Papa nos remitirá aquí al caso del mártir
vietnamita Pablo Le-Bao-Thin (+ 1857). Con la fe en esta fuerza ha surgido la
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esperanza de salvación del mundo, la esperanza que proviene de la fe transforma el
sufrimiento.
El Papa insiste en que el sufrir no es ajeno al amar. Ni el mismo Dios, que ha
mostrado su amor, ha estado ajeno al sufrimiento. El amor y el sufrimiento no son
dos caras de la misma moneda (o se ama o se sufre), sino la misma cara de la misma
moneda (se sufre porque se ama). Por eso, aunque al amar suframos, no nos estamos
alejando de la esperanza: “Digámoslo una vez más: la capacidad de sufrir por amor
de la verdad es un criterio de humanidad. No obstante, esta capacidad de sufrir
depende del tipo y de la grandeza de la esperanza que llevamos dentro y sobre la que
nos basamos. Los santos pudieron recorrer el gran camino del ser hombre del mismo
modo en que Cristo lo recorrió antes de nosotros, porque estaban repletos de la gran
esperanza” (n. 41).
Digamos que un tema tan olvidado como los “novísimos” (muerte, juicio,
infierno y gloria) es tratado en los nn. 41-48. Comienza la exposición aludiendo a la
fe del Credo cuando dice: “De nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y
muertos”. El Juicio final ha influido en los cristianos para ordenar su vida presente y
como esperanza en la justicia divina. Dios sería cruel si a todos nos tratase por igual,
si dejase que al término de la historia, tras el juicio final, víctimas y verdugos
disfrutaran de lo mismo; Lázaro y Epulón tuvieron distinta vida y luego se abrió un
gran abismo entre ellos dos. Optamos por la vida o el infierno (n. 45). Cada acción
del hombre mira a uno u otro lado: “Lo que ha hecho cada uno saldrá a la luz; el día
del juicio lo manifestará, porque ese día despuntará como fuego y el fuego pondrá a
prueba la calidad de cada construcción… Para salvarse es necesario atravesar el
‘fuego’ (purificador) en primera persona para llegar a ser definitivamente capaces de
Dios y poder tomar parte en la mesa del banquete nupcial eterno” (n. 46).
Sin embargo, el juicio de Dios es nuestro consuelo y esperanza, tanto porque es
justicia, como porque es gracia: si sólo fuera gracia haría vano lo terrenal, si sólo
fuera justicia sería motivo de tremendo temor. Por eso dirá: “La injusticia de la
historia no puede ser la última palabra en absoluto, llega a ser plenamente
convincente la necesidad del retorno de Cristo y de la vida nueva” (n. 43).
La protesta contra Dios ante la injusticia no vale en un mundo que vive de
espaldas a Dios y sin apertura a la gran esperanza. “Sólo Dios puede crear justicia. Y
la fe nos da esta certeza… Éste es nuestro consuelo y nuestra esperanza” (n. 44).
Como nadie vive solo y ninguno peca solo, nadie se salvo solo; de ahí que la
esperanza cristiana tenga una dimensión comunitaria que el Papa expresa de este
modo: “Nuestra esperanza es siempre y esencialmente también esperanza para los
otros; sólo así es realmente esperanza para mí. Como cristianos nunca deberíamos
preguntarnos solamente: ¿Cómo puedo salvarme yo mismo? Deberíamos
preguntarnos también: ¿Qué puedo hacer para que otros se salven y para que surja
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también para ellos la estrella de la esperanza? Entonces habré hecho el máximo
también para mi salvación” (n. 48).
Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir
rectamente. Ellas son luces de esperanza. Pues bien, el Papa nos invita a mirar a
María, madre de la Esperanza, que esperó y nos enseña a esperar. Benedicto XVI,
con esta encíclica, nos da razones para la esperanza, razones que derivan de la
aceptación de Dios, del cual procede toda vida, amor, justicia y gracia. La seguridad
de esas razones vienen de que aquel “que cree en Dios no está solo”. O dicho en
términos paulinos: “Nadie nos puede separar del amor de Dios manifestado en Cristo
Jesús” (Rom 8,39).