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CAPÍTULO 5
DE FUMAR Y DEL INCIENSO
El mundo se divide hoy en fumadores y no fumadores. Es cierto que los
fumadores causan alguna molestia a los no fumadores, pero tal molestia es
física, en tanto que la molestia que los no fumadores causan a los fumadores
es espiritual. Hay, claro está, muchos no fumadores que no tratan de
entrometerse con los fumadores, y se puede adiestrar a las esposas hasta que
toleren que sus maridos fumen en cama. Este es el signo más seguro de un
matrimonio feliz y afortunado. Se presume a veces, sin embargo, que los no
fumadores son moralmente superiores, y que tienen algo de qué
enorgullecerse, sin comprender que les falta uno de los grandes placeres de la
humanidad. Estoy dispuesto a admitir que fumar es ana debilidad moral, pero
por otra parte debemos precavernos del hombre sin debilidades morales. No se
puede confiar en él. Es fácil que sea siempre sobrio y no cometa un solo error.
Seguramente sus costumbres han de ser regulares, su existencia más
mecánica, y su cabeza mantendrá siempre la supremacía sobre su corazón.
Por mucho que me gusten las personas razonables, odio a los seres
completamente racionales. Por esa razón estoy siempre atemorizado e
incómodo cuando entro en una casa donde no hay ceniceros. Suele ocurrir
entonces que la habitación sea demasiado limpia y ordenada, que los
almohadones estén en su debido lugar y que la gente sea correcta y no
emotiva. E inmediatamente debo asumir mi mejor comportamiento, lo cual
significa el comportamiento más incómodo.
Los beneficios morales y espirituales no han sido apreciados jamás por
estas almas correctas y rígidas e inemotivas y poco poéticas. Pero como los
fumadores somos atacados generalmente por el aspecto moral, y no el
artístico, debo empezar con una defensa de la moral del fumador, que es, en
conjunto, más alta que la del no fumador. El hombre que tiene una pipa en la
boca es el hombre que atrae mi corazón. Es más afable, más sociable, tiene
más indiscreciones íntimas que revelar, y a veces es muy brillante en la
conversación, y de cualquier modo se me ocurre que gusta de mí tanto como
yo gusto de él. Estoy en un todo de acuerdo con Thackeray, que escribió: "La
pipa extrae sabiduría de los labios del filósofo, y cierra la boca del tonto; genera
un estilo de conversación que es contemplativo, pensativo, benevolente y
llano".
Un fumador puede tener las uñas más sucias, pero esto no importa
cuando su corazón es cálido; y de cualquier manera, un estilo de conversación
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contemplativo, pensativo, benevolente y llano es algo tan raro que uno está
dispuesto a pagar alto precio por gozarlo. Y, lo más importante, un hombre que
tiene una pipa en la boca es siempre feliz y, al fin y al cabo, la felicidad es la
más grande de las virtudes morales. Maggin dice que "ningún fumador de
cigarros se ha suicidado jamás", y es aun más cierto que ningún fumador de
pipa disputa jamás con su esposa. La razón es perfectamente clara: no se
puede tener una pipa entre los dientes y gritar a la vez a todo lo que da la voz.
Jamás se ha visto a nadie hacer tal cosa. Porque uno habla naturalmente en
voz baja cuando fuma en pipa. Lo que ocurre cuando un marido fumador se
enoja, es que enciende inmediatamente un cigarrillo o una pipa y queda
malhumorado. Pero no le durará mucho. Porque su emoción ha encontrado ya
un escape, y aunque quiera seguir pareciendo enojado a fin de justificar su
indignación o su idea de haber sido insultado, no puede hacerlo, porque el
suave humo de la pipa es demasiado agradable y calmante, y al dejar escapar
el humo también parece que deja salir, aliento tras aliento, su furor
almacenado. Por eso, cuando una esposa que es prudente ve que su marido
está por ser dominado por la rabia, debe ponerle suavemente una pipa en la
boca y decirle: "¡Vamos! No te acuerdes más". Esta fórmula siempre da
resultado. Una esposa puede fallar, pero una pipa nunca.
El valor artístico y literario de fumar puede ser apreciado mejor solamente
cuando imaginamos lo que pierde un fumador al dejar de fumar por un breve
período. Todo fumador, en algún momento alocado, ha intentado abjurar de su
lealtad a la Señora Nicotina, y después de cierta lucha con su imaginaria
conciencia, ha recobrado los sentidos. Una vez cometí la tontería de dejar de
fumar durante tres semanas, pero al fin de ese período mi conciencia me instó
irresistiblemente a que tomara otra vez el buen camino. Juré que jamás
reincidiría, que seguiría siendo un devoto de su altar hasta mi segunda niñez,
en que puede concebirse que seré presa de algunas señoras de la Sociedad
de Templanza. Cuando llega esa desgraciada ancianidad, es claro, ya no es
uno responsable de sus acciones. Pero en tanto me quede cierta fuerza de
voluntad y sentido moral, no lo intentaré de nuevo. Como si no hubiera visto la
tontería de una cosa así, la absoluta inmoralidad de tratar de negarse la fuerza
espiritual y el sentido de bienestar moral que da este útil invento. Porque,
según Haldane, el gran bioquímico inglés, fumar se cuenta como uno de los
cuatro inventos en la historia de la humanidad que han dejado una honda
influencia biológica en la cultura humana.
La historia de esas tres semanas en que hice el juego del cobarde ante mi
mejor yo, y me negué voluntariamente algo que sabía era de gran fuerza de
elevación del alma, es por cierto una historia vergonzosa. Ahora que puedo
recordarlo en una forma desaprensiva y racional, me resulta imposible
comprender cómo duró tanto ese ataque de irresponsabilidad moral. Si fuera a
detallar mi odisea espiritual de día y de noche durante esas tres semanas, a la
manera de Joyce, estoy seguro de que podría llenar tres mil buenas líneas
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fumaba, y tenía la impresión de ser un pecador olvidado por Dios. Cada vez era
más aparente para mí la insensatez de lo que hacía. En ese momento de clara
visión advertí que era un loco al no fumar. Traté de pensar en las razones por
las cuales había decidido dejar de fumar, y no se me ocurrió ninguna valedera.
Después, mí conciencia empezó a roerme el alma. Porque, me dije, ¿qué
es el pensamiento sin la imaginación, y cómo puede echarse a vuelo la
imaginación con las alas cortadas de un alma sombría que no fuma? Por fin,
una tarde visité a una señora. Ya estaba mentalmente preparado para la
reconversión. No había nadie más que nosotros, y al parecer íbamos a tener un
verdadero tete-á-tete. La señora, joven, estaba fumando con un brazo apoyado
en la rodilla cruzada, un poco inclinada hacia adelante, y parecía ávida de
conversar en su mejor estilo. Sentí que había llegado el momento. Me ofreció la
caja, y saqué un cigarrillo, firmemente, lentamente, sabiendo que con este acto
me había recobrado de mi ataque temporal de degradación moral.
Volví a casa e inmediatamente envié a mi sirviente a que me comprara
una caja de Capstan Minum. Del lado derecho de mi escritorio había una marca
regular, quemada en la madera por mi costumbre de colocar cigarrillos
encendidos en el mismo sitio. Yo había calculado que se necesitarían de siete
a ocho años para quemar el espesor de la madera, y había lamentado observar
que después de mi vergonzosa resolución, sólo permanecía quemado hasta
medio centímetro. Con gran deleite, pues, tuve el placer de poner otra vez el
cigarrillo encendido en la vieja marca, y allí está trabajando felizmente ahora,
tratando de reanudar su largo viaje adelante.
En contraste con el vino, hay comparativamente pocos elogios del tabaco
en la literatura china, porque la costumbre de fumar recién fue introducida, por
los marineros portugueses, hacia el siglo XVI. He recorrido toda la literatura
china desde ese período, pero sólo he encontrado unas pocas líneas dispersas
e insignificantes, indignas por cierto de la fragante hoja. Tiene que provenir
evidentemente de algún graduado de Oxford una oda en alabanza del tabaco.
El pueblo chino, no obstante, tuvo siempre un alto sentido del olfato, como se
evidencia en su aprecio por el té y el vino y la comida. En ausencia del tabaco
ha desarrollado el arte de quemar incienso, que en la literatura china se
clasifica siempre en la misma categoría, y se menciona en el mismo plano que
el té y el vino. Desde la época más temprana, ya en la Dinastía Han, cuando el
Imperio Chino extendía su dominio a Indochina, el incienso, traído como tributo
desde el sur, se empleaba en la corte y en las casas de hombres ricos. En los
libros sobre el arte de vivir se han dedicado siempre algunas secciones a una
discusión de las variedades y la calidad y la preparación del incienso. En el
capítulo respectivo del libro K'aop'an Yüshih, escrito por T'u Lung, tenemos la
siguiente descripción del goce del incienso:
Los beneficios del uso del incienso son múltiples. Los sabios reclusos y
muy inteligentes, dedicados a sus discusiones sobre la verdad y la religión,
sienten que quemar una ramita de incienso les despeja la mente y les
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