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EL CUERPO QUE HACE FIGURA

Raúl Dorra Zech

1. Entre la lasitud y el esplendor

En su Manual clásico dedicado al estudio de los


tropos , Pierre Fontanier sostiene que la palabra "figura"
(1)

-en la expresión "figura del discurso"- no nos pone en


presencia de un tropo. Si bien esta palabra, explica
Fontanier, ha sido seleccionada a partir de una analogía
con el cuerpo, es decir, ha sido seleccionada por
metáfora, esta metáfora "no podría ser vista como una
verdadera figura porque no tenemos en la lengua otra
palabra para la misma idea"(2). La palabra "figura" nos
pondría ante una catacresis pero la catacresis no es una
figura -argumenta Fontanier aunque con recurrentes
vacilaciones- porque supone la obligada extensión del
sentido de un término, pero no el reemplazo de un
sentido literal por un sentido figurado urdido con la
intención de dar más fuerza y belleza a la expresión. Más
adelante volveré sobre el importante -fundamental, diría-
tema de la naturaleza y función de la catacresis porque lo
que me interesa por ahora es llamar la atención sobre el
hecho -registrado por Fontanier y por toda la tradición
retórica- de que el término figura proviene de una relación
analógica entre cuerpo y palabra.

Para explicar un poco más esa catacresis habría


que señalar que no se trata, como parece suponer
Fontanier, de una analogía con un cuerpo sin
especificación -al que este autor define como "la forma
exterior de un hombre, de un animal o de cualquier objeto
palpable"- sino con el cuerpo humano; pero tampoco se
trata de una analogía con el cuerpo humano en sentido
general sino con un cuerpo modelado por la gimnasia o
por la danza que, por decirlo así, quiere dejar de serlo
para mostrarse como resultado de una disciplina artística.
La "figura" sería originalmente, entonces, la que hace el
gimnasta o el bailarín cuando, frente a un público también
educado por el arte, tensa su cuerpo y lo ofrece a la
mirada convertido en espectáculo. Así, el cuerpo hace
figura en el momento en que trasciende su densidad
somática y adquiere la propiedad de ser pura forma.

Tomando en cuenta esta última definición


tendríamos que precisar que en la expresión "figura del
discurso" la relación analógica no se establece entre
"figura" y "cuerpo" sino entre cuerpo y discurso pues al
igual que aquél, éste también hace figura cuando se
ofrece como forma artística, en esos privilegiados
momentos en que la aplicación exhaustiva de una
disciplina lo deja en condiciones de ser contemplado
como un espectáculo por un público que, educado en la
misma disciplina, se ha vuelto sensible, más que al
contenido del mensaje, a la forma que lo manifiesta. La
antigua tradición griega en la que nació el arte de la
retórica y la cultura clásica que lo desarrolló pensaron el
cuerpo en dos estados extremos: el cuerpo en reposo o
distensión, un cuerpo sordo a la forma y, por otra parte,
un cuerpo tenso, moldeado por el ejercicio que termina
haciendo de él una obra de(l) arte. De igual modo, esta
tradición pensó, por una parte, en una forma llana del
discurso, un discurso de valor puramente práctico cuya
manifestación expusiera un grado cero de la figura y, por
la otra, en el discurso artístico o retórico, un discurso
construido sobre las leyes de la proporción y el efecto,
esto es el discurso hecho figura. Esta oposición que
muestra tanto al cuerpo como al discurso emplazados en
puntos extremos de una línea que une la máxima tensión
con la máxima distensión es semejante a la oposición
que pensó Paul Valéry al expresar que la diferencia que
separa a la prosa de la poesía es la que separa a la
marcha, o el paso normal, de la danza: en el primer caso
se persigue un fin puramente práctico, el cual se agota en
cuanto el individuo llega a su destino, y en el segundo, en
el caso de la danza, el cuerpo se mueve en el espacio sin
finalidad alguna o mejor dicho teniendo como finalidad el
placer del movimiento mismo. Análogamente, siempre
según Valéry, en la utilización prosaica del lenguaje el
mensaje se agota en cuanto es comprendido por su
destinatario mientras en la construcción poética el
mensaje perdura pues se constituye como una
arquitectura de ritmos y cantidades que se sostienen
unos a otras. "La poesía es un arte del lenguaje -dice
Valéry-. El lenguaje, sin embargo, es una creación
práctica. Observemos en primer lugar que toda
comunicación entre los hombres sólo tiene alguna
certeza en la práctica y por la verificación que nos da la
práctica. Yo le pido fuego. Usted me da fueg me ha
comprendido"(3).

Esta atención a los extremos -de los movimientos


del cuerpo, de la significación de la frase- propuesta tanto
por Valéry como por la tradición clásica tienen una
intención, debemos suponer, metodológica. No se puede
imaginar que ni esta tradición ni el poeta francés hayan
ignorado que un discurso puramente práctico, con un
grado cero de la figura, tanto como un cuerpo en puro
reposo o movido por un fin enteramente utilitario, un
cuerpo que no se perciba a sí mismo, en mayor o menor
grado, como un espectáculo para los demás, es, más
que un hecho de la realidad, una construcción del
pensamiento abstracto. Creo que Valéry no se habría
sorprendido si algún profesor de retórica le hubiese
hecho ver que la frase escogida por él como ejemplo de
la pura demanda práctica está sin embargo construida
sobre una metonimia así como también sobre una
implicación o sea una forma de la sinécdoque. En efecto,
si el demandante solicita "fuego" es porque confía en que
su interlocutor entenderá que lo que le está pidiendo no
es propiamente fuego sino un instrumento capaz de
auxiliarlo en su decisión de encender un cigarrillo. El
"fuego" estrictamente no se da ni se pide; lo que se pide
es un encendedor, un cerillo, o una brasa, objetos que
pueden servir como causa instrumental del efecto
deseado. Por lo tanto, estamos aquí ante un
desplazamiento metonímico (efecto por causa) a la vez
que un movimiento sinecdóquic "fuego" tiene un campo
semántico expansivo, generalizante, mientras
"encendedor" o "cerillo" suponen una focalización en el
interior de ese campo, una selección y por lo tanto una
restricción particularizante. Pero hay más todavía: el
propio Paul Valéry se encarga de advertir de inmediato
que, poniendo atención ya no al sentido (por completo
laxo según él, como vimos) sino al sonido, la frase revela
su potencial retórico. En efecto, si el interlocutor -o
incluso el propio locutor-, una vez que el contenido
semántico queda absorbido por la acción consecuente
("Yo le pido fuego; usted me da fuego") se detiene sobre
la forma de la expresión, es decir la forma sonora de la
frase (donnez moi du feu) puede descubrir que esa forma
tiene una organización capaz de significar por sí misma y
de manera independiente de la forma del contenid "Cosa
extraña -escribirá Valéry-: el sonido y como la figura de su
frasecita vuelve a mí, se repite como si se complaciera en
mí; y me gusta oírme decir esa frasecita que ha perdido
casi su sentido, que ha cesado de servir y que sin
embargo quiere vivir todavía, pero con una vida
completamente distinta"(4) Esa "vida completamente
distinta" es la vida tocada por el arte, lo que quiere decir
que cualquier frase, bien mirada (esto es: estéticamente
oída), revela su forma, se entrega como una pequeña
melodía, en suma: hace figura.

2. Un escenario para el cuerpo

Un discurso que presentara el grado cero de la


figura sería un discurso cuidadosamente urdido por un
gramático para fines de observación, un objeto de
laboratorio. Incluso no sabríamos definir, y acaso
tampoco enteramente construir, un discurso que
alcanzara en todas sus partes ese grado. En el caso del
cuerpo, si pensamos que la vida social exige, en todo los
casos, un modo de conducirse ante los demás,
deberemos concluir que cualquier forma del intercambio
social demanda cuerpos que en alguna medida hagan
figura. Un cuerpo laxo, un cuerpo del todo indiferente a
las miradas que caen sobre él, es el cuerpo de un
hombre dormido, abrumado por la enfermedad o
anonadado por la depresión: un cuerpo colocado al
margen de la vida social, informe y desamparado. El
cuerpo siempre es el centro de una tensión, una
organización del esfuerzo destinada a componer un
objeto suficientemente resistente como para soportar el
peso que la mirada del otro pone sobre él. Soportar y aun
triunfar. Entre el cuerpo del bailarín que se exhibe en un
escenario y el del hombre que pasa por la calle hay, si
queremos verlo así, una diferencia de grado, acaso la
diferencia que va de la figura de invención a la figura de
uso, y aun esto resulta dudoso. Un cuerpo hace también
de la calle su escenario, ostenta su propio estilo de
permanecer erguido ante los demás, aunque esa
ostentación no sea en ese momento la finalidad
primordial de su desplazamiento. Una estrofa tomada de
un clásico tango argentino que describe una escena
callejera -típica de este género y acaso típica de un estilo
de sociabilidad urbana- puede servirnos de ejempl

Hoy, después de un año atroz,

te vi pasar;

me mordí pa no llamarte;

ibas linda como un sol:

se paraban pa mirarte. (5)

Esta estrofa reproduce tres formas del movimiento


corporal, tres formas de situar el cuerpo ante la mirada y
de dirigir la mirada hacia el cuerpo, que son otros tantos
modos de la tensión y otras tantas manifestaciones del
deseo. Retroceder, avanzar, detenerse. Mirar para no ser
mirado (caso del hombre herido); no mirar para ser
mirado (caso de la mujer triunfante); mirar para ser
mirado (caso de los hombres cuya intención más
profunda es atraer la atención de su objeto de deseo, ser
ellos a su vez objeto de deseo para aquella mujer). Esto
compondría sucesivamente una figura de la retracción,
una figura de la ostensión y una figura de la expectación
complementada por la ostensión. Los cuerpos, por su
lado, y las miradas, por el suyo, forman una estructura
tensiva, estructura compuesta de tres miembros.

Ahora bien: si atendemos al último verso de la


citada estrofa ("se paraban pa mirarte") podremos
observar que el verso no especifica el sexo de los
mirones. Así, si hemos inferido que los que "se paraban"
son hombres antes que mujeres es no sólo porque se
trata de la opción más verosímil sino también porque de
ese modo se estructura mejor el cuadro de las
oposiciones. Sin embargo, para hacerlo hemos debido
emplazar nuestra mirada en la posición del sujeto que
describe la escena, un hombre sin brillo torturado por la
contemplación de ese cuerpo luminoso que ya no podrá
poseer, y que se castiga advirtiendo cómo otros se
muestran sin inhibiciones como candidatos competentes
para esa dicha que en algún momento estuvo a su
disposición. Pero si cambiamos el punto de mira, si,
siguiendo otra deriva en el trazo de la verosimilitud, ya no
miramos la escena desde la perspectiva de ese varón
sufriente y pasamos a observarla desde la posición de un
simple espectador o de un director que quiere llevar a la
escena teatral este evento callejero, nos tendríamos que
imaginar -pues que es típico para estos casos tanto en el
comportamiento social como en los géneros artísticos
que lo representan- que entre los que "se paraban" hay
también mujeres que cumplen su propio rol. Al contrario
del hombre que elige la oscuridad como destino, y
también al contrario de los hombres que se adelantan
hacia el foco de luz, aquellas mujeres se detienen con la
intención de recorrer el camino opuest interponer su
silenciado cuerpo ante la mirada de los hombres para
restaurar la verdad de los valores, para hacer en ellos
una saludable violencia con el fin de salir de la sombra a
que ese falso sol (esa coqueta) las ha relegado,
mostrando que, como se dice, "no todo lo que brilla es
oro" y recuperando para ellas el foco de la atención al
desplazar a quien momentáneamente lo ocupa sólo por
una distracción de esos ingenuos que equivocan el objeto
del deseo. La figura que trazan es, pues, la de la
retracción-ostensión complementada por la expectación.
La posición de esas mujeres (que en realidad es siempre,
una mujer) al mismo tiempo que repite un rasgo de cada
uno los otros personajes de la escena, se opone a ellos
de distintos modos, y ocupando invariablemente una
posición inversa: heridas, su empeño consiste en avanzar
desde la marginalidad hacia la posición central; coquetas,
luchan por emplazar al ser ahí donde se impone el
parecer; mironas, quieren sobre todo ser miradas para
enseñar que el mirón siempre se equivoca de cuerpo,
que el pararse a mirar, a mirar un cuerpo diferente del
suyo, es ocupación de ingenuos o de frívolos. De modo
que si le agregáramos este cuarto componente
habríamos completado el cuadro de las posiciones y
movimientos del cuerpo, y de las direcciones de la mirada
con el cuadro de las modalidades del temer (el oscuro),
del saber (la radiante), del querer (los mirones) y del
deber ser visto (las envidiosas), y la del poder-temer, del
no querer-poder, del poder-querer y del temer-querer
mirar. Tendríamos, pues, figuras y modos del cuerpo,
figuras y modos de la mirada tanto como figuras y modos
del deseo, esto es: una retórica del cuerpo y una retórica
de la mirada que se realizan, ambas, sobremodalizadas
por el deseo.
3. Imperfección y poder de la mirada

Habiendo sugerido este cuadro, esta estructura


tensiva sobremodalizada por el deseo y organizada por
las posiciones del cuerpo y las direcciones de la mirada,
podemos aquí llamar la atención sobre el hecho de que
mirada y cuerpo se proyectan una sobre otro ora como
oposición, ora como continuidad. En efecto, siendo el
cuerpo el punto central a partir del cual cada sujeto
organiza la gramática del espacio exteroceptivo (el arriba
y el abajo, el atrás y el adelante, el aquí y el allá, etc.), es
también el centro de un espectáculo sobre el que la
mirada converge o, mejor dicho, que la mirada crea. La
mirada figurativiza al cuerpo, lo pone de pie y en tensión.
El cuerpo a su vez encuentra en la mirada no sólo esa
fuerza que viene sobre él sino también el espacio donde
él puede continuarse. El sujeto sabe que su cuerpo "hace
figura", se vuelve espectáculo para la mirada pero
también sabe que él, por la posición que ocupa, siendo al
mismo tiempo el más interesado en presenciar ese
espectáculo, en medir qué efecto produce el estilo de
tensión que ha impuesto a su cuerpo, es, por definición,
el único que no puede contemplarlo. Para contemplarlo
no sólo tendría que tener los ojos emplazados en otro
lugar, sino sobre todo tener otros ojos. Por ello, si quiere
saber algo acerca de ese espectáculo que su cuerpo
difunde no podrá sino recuperarlo en la mirada que se
posa sobre él, inferirlo a partir de las reacciones del otro
sobre el cual su propio cuerpo se estampa y se continúa.
Pero esa contemplación es siempre insuficiente, siempre
insatisfactoria, siempre enigmática. Por ello, en un nuevo
esfuerzo, el sujeto tratará de ver su cuerpo no sólo
reflejado en la mirada del otro sujeto, o estampado en la
figura del cuerpo que tiene frente a él, sino también
derramado, aquí y allá, en las figuras del mundo. El
mundo, pues, adquirirá las formas y modalidades de su
cuerpo, cada objeto erguido sobre el suelo tendrá una
cabeza o unos pies, tendrá un frente y tendrá flancos o
costados, del mismo modo que un objeto cuya dimensión
predominante sea horizontal estará tendido y su forma
sugerirá cómo recorrerlo, sugerirá hacia dónde y desde
dónde mira. El hecho de que el sujeto no vea la figura
que hace su cuerpo es lo que marca a la vez la
imperfección y la potencia de su mirada. Tal imperfección
se compensa y tal potencia se ejercita en la producción
de continuas catacresis mediante las cuales el cuerpo se
expande y se continúa en el mundo haciendo de este
último un horizonte de semejanzas y de metamorfosis.
De este modo el cuerpo no sólo hace figura sino que
también, y sobre todo, hace signo, convierte al mundo en
texto.

De ahí que el arte de componer un texto sea


equivalente al arte de formar un cuerpo, no un cuerpo
laxo sino un cuerpo tenso que esté condiciones de
mostrarse como un espectáculo para una mirada que
juzgará su valor teniendo en cuenta la virtud con que sus
partes han sido seleccionadas, ordenadas y verbalizadas.
El texto retórico, en todas y cada una de sus partes, está
asociado a la idea de lugar, de disposición, de
ordenamiento, de juego de oposiciones y paralelismos,
como si se tratara de un organismo destinado a la visión,
no a la audición. Si la audición es el órgano que recoge
de manera inmediata la presencia y las características de
ese texto, ello ocurre porque el discurso se manifiesta en
la sucesividad temporal como verbum. Pero no se trata,
en el fondo, del verbum sino de la res, de la "cosa" a cuya
forma no se accede sino por la visión. Figura y visión o
visión y figura no son sino la performance del cuerpo.
4. El concepto de figura

Ahora bien; si lo dicho hasta aquí es correcto o por


lo menos aceptable, la primera observación que puede
hacerse de la figura es que ella se dice de varias
maneras y que para hablar de la figura es inevitable
seguir construyendo figuras. Por eso siempre se hará
necesario volver al principio, a la definición misma de
figura, cosa que no han dejado de hacer, una y otra vez,
los estudiosos del discurso retórico. Y si de buscar una
definición para la figura se trata, resulta casi inevitable
partir de la más célebre de entre ellas, la que registró
Aristóteles en su Poética. Aristóteles, es verdad, no trató
de definir la figura en general sino la metáfora pero esa
definición incluye los procedimientos que después serían
atribuidos a la metonimia y a la sinécdoque. Dicha
definición dice así: "Metáfora es la transposición del
nombre de una cosa a otra, transposición que se hace
del género a la especie, de la especie al género, de la
especie a la especie, o siguiendo una relación de
analogía."(5). En su enjundiosa meditación La metáfora
viva(6), Paul Ricoeur estudia la deriva que ha seguido esta
definición a lo largo del tiempo y a lo ancho de las
escuelas y, aunque advierte que esta definición es
restrictiva si atendemos al concepto definido y,
generalizando, si atendemos al contenido de la definición,
él mismo la utiliza ya desde el título de su libro, título en el
cual "metáfora" equivale a figura, figura de la elocución.
La generalización del campo semántico de la metáfora es
frecuente en nuestros días. Gran número de estudiosos,
en efecto, recurren a ella como si la definición aristotélica
nos revelara todo -o al menos lo esencial- de la metáfora
y en general de la figura.

Pero basta detenerse un momento sobre la


definición de Aristóteles para observar que ella no tiene
en cuenta la dimensión pragmática -dimensión propia de
la intención retórica-, es decir, no tiene en cuenta el
efecto que la figura está llamada a cumplir en el
destinatario del discurso que la contiene, sino sólo el
procedimiento para construirla. No podemos saber si
para Aristóteles el efecto estaba implícito en el
procedimiento y por lo tanto bastaba con hablar de éste
para invocar a aquél, pero sí podemos saber que quien
piensa de esta manera corre el peligro de alejarse de la
idea que la retórica tuvo del discurso y por lo tanto de las
figuras. Es difícil creer, desde luego, que Aristóteles
cayera en este confusión no sólo por el incansable poder
y el realismo de su pensamiento sino sobre todo porque,
contemporáneo de Demóstenes, pensó en el momento
en que los maestros griegos terminaron de dar forma y
esplendor a ese arte que se convertiría en una de las
instituciones que sirvieron de base a la cultura de
Occidente. No debe olvidarse que esta definición de la
metáfora está contenida en la Poética, un tratado escrito
desde una perspectiva que hoy llamaríamos estructural
(razón por la cual los estructuralistas volvieron sobre él
con fruición) en el que se dedica a construir una teoría de
la composición de los géneros poéticos de su tiempo. Lo
que Aristóteles pensó de la retórica debe ser buscado
más naturalmente en su Retórica, tratado en que vuelve
sobre la metáfora pero esta vez específicamente sobre la
"metáfora de analogía" cuyo uso es siempre
recomendable para el orador porque tiene la propiedad
de "sensibilizar los objetos" poniéndolos "ante los ojos"(7)
del oyente . Como se sabe, en la Retórica, Aristóteles se
dedica básicamente al estudio de las pasiones, de los
tópicos y de las formas de la argumentación
entimemática pues el arte del orador consiste en
encontrar el estilo que de manera más eficaz pueda
mover el ánimo del oyente. La retórica -ello se desprende
abundamente del tratado de Aristóteles- es una forma de
la política. Quizá entonces esa afición por interesarnos en
la constitución semántica de la figura antes que en su
propiedad movilizante deba ser atribuido a nuestros
actuales hábitos de pensamiento.
A la retórica clásica, en efecto, más que el discurso
como tal lo que le interesaba era el estudio de sus
propiedades movilizantes, su capacidad perlocutiva o si
se quiere performativa. Pero dado que el lenguaje era
visto básicamente como un vehículo de comunicación, el
estudio de su funcionamiento suponía el conocimiento del
lenguaje mismo. En cuanto a las figuras, si la retórica se
ocupó tanto de ellas es porque consideró que eran la
fuente del poder transformador del discurso y, sobre todo,
porque pensó que por virtud de un adecuado uso de las
figuras es como un discurso se convierte en obra de arte.
Pero, volviendo a nuestro tema, subrayemos que no
basta con que haya transposición para que haya figura,
es decir, tensión verbal y efecto estético. No sólo puede
ocurrir que la transposición del nombre de una cosa a
otra no produzca mayor impacto en el destinatario del
mensaje sino que una cosa nombrada con su nombre
propio se convierta, no obstante, en causa de un efecto
retórico. Cuando César Vallejo escribe:

¡Han rezado a Dios,

aquí;

se han sentado en tu cama, hablando a voces

entre tu soledad y tus cositas; (8)

evidentemente la palabra más cargada de expresividad,


la más efectiva, es la palabra "cositas" (y eso lo han
mostrado los numerosos estudios críticos que incluyen
este poema), palabra tan pregnante y tan característica
del estilo "vallejiano" que deja en sombras la metáfora -
entendida como transposición de contenidos semánticos-
presente en ese mismo verso. Obsérvese, por ejemplo,
que el sustantivo "soledad", por virtud del adverbio entre,
pasa de designar una entidad abstracta, intangible, a
designar algo concreto, corpóre la soledad, aquí, es un
objeto implantado en un espacio, espacio en el que los
moradoras de la casa se instalan y que queda delimitado
de una parte por esa "soledad" y de la otra por las
"cositas". "Soledad", evidentemente, está empleado en
un sentido metafórico. Pero esa metáfora queda sin
embargo como desactivada, o por lo menos
ensombrecida, por la presencia de aquellas "cositas"
cuya carga expresiva es de tal modo predominante que
ocupa, por decirlo así, casi toda la escena, esto es, casi
toda la atención. Para encontrarle una explicación
retórica a la carga expresiva del sustantivo "cositas"
podemos decir tal vez que en él se ha operado una
transposición pero no del nombre de una cosa a otra sino
de un contexto discursivo a otr la palabra "cositas", en
efecto, no parece propia del discurso poético, sino del
discurso de lo familiar y privado. En una situación de
dramatismo que impregna a las palabras de cierta
gravedad ceremonial, esta otra palabra irrumpe no sólo
con su coloquialidad sino con su evocación de una
ternura infantil y en eso, en el desplazamiento operado
entre dos ámbitos discursivos, consistiría la transposición.
Es como si la aparición de esa palabra quebrara la
gravedad del discurso y en esa quiebra hiciera aparecer
otra dimensión, la de la intimidad; como si la evocación
del campesino que ahora se ha convertido en soldado
para enfrentar la muerte no evocara en verdad
suficientemente su vida: la verdadera vida, la verdadera
minuciosa identidad del campesino no se revela en esas
imágenes dramáticas (su cuerpo doblado sobre la tierra
arada, su cuerpo expuesto a las balas enemigas) sino en
la ternura sin brillo de un hombre demorado por sus
"cositas".

Sería exagerado decir que en el poema de Vallejo el


sustantivo "soledad" está por completo privado de
expresividad, pero su relativo empobrecimiento motivado
por su vecindad con la tensiva presencia del sustantivo
"cositas" nos puede indicar que la construcción de figuras
tiene que ver quizá más con el contexto que con las
transformaciones semánticas de un vocablo. De aquí
podríamos deducir que si un efecto implica un
procedimiento, lo contrario no necesariamente ocurre:
puede haber un procedimiento de transformación
semántica que no sea portador de un efecto. Esto ocurre
a menudo con las llamadas "figuras de uso", en general
las catacresis y las figuras lexicalizadas que han entrado
a formar parte de la comunicación habitual: nadie acusa
la presencia de una importante transposición de sentido
cuando oye hablar del "puño" de la camisa, de la "falda"
de una montaña o del "dorado" de una piel.

De este modo, volviendo a la definición de


Aristóteles, podríamos observar que la metáfora -o la
figura- no consiste tanto en la transposición de un sentido
en el interior de un nombre sino en una suerte de
euforización o potenciación de un significado. Si digo -
citando otra vez el tango de Enrique Santos Discépolo-
"Sol de mi vida" no estoy transponiendo o reemplazando
el nombre "mujer" -que supuestamente debería estar allí-
sino expandiendo el significado de "sol": para que "sol"
signifique "mujer" del modo como quiero que signifique,
necesito que en primer lugar signifique "sol", y que a este
significado agregue otro, en este caso "mujer", es decir
que concurran dos significaciones para que el significante
duplique su potencia. Y si este proceso ocurre en el nivel
vertical o paradigmático, otro proceso de potenciación
semejante ocurrirá en la dirección horizontal del
sintagma, potenciación que recae sobre "vida": así, "vida"
se enriquece con un nuevo semantismo y ahora significa,
también, lugar -o si se quiere "rincón"- oscuro, lugar
oscuro desde que fue abandonado por el sol.

Todavía podemos observar que para interpretar


estos últimos matices ha llegado a nosotros, junto con la
fórmula "sol de mi vida", el eco de una tradición retórica
de la que se beneficia el tango pero que puede
remontarse a la lírica petrarquesca en la que las mujeres
bellas son rubias y brillan como el sol o como el oro.
Volviendo entonces a la frase "ibas linda como un sol",
ahora podemos decir que tal frase describe no sólo el
poder de una belleza sino sus características físicas: la
mujer que va por la calle es rubia, clara hasta el
enceguecimiento. Y también podemos decir,
ateniéndonos esta vez a una retórica más propia del
tango, que un hombre solo, un hombre que gozó de esa
claridad pero que fue abandonado por ella, es un desierto
rincón entregado a la oscuridad.

5. La figura como "tropo"

En cuanto a la definición de Aristóteles, lo que


resulta indudable es que ella se refiere a lo que la
tradición retórica llamó "figura de palabras" o más
propiamente "tropo". Este último nombre nos da un nuevo
motivo para avanzar en nuestras observaciones: "tropo"
equivale a decir "tropiezo"; cuando un cuerpo encuentra
un obstáculo para su libre deslizamiento, un obstáculo
por efecto del cual dicho cuerpo es obligado a efectuar un
giro sobre sí mismo, el cuerpo realiza un accidental
movimiento que lo convierte en un "tropo", un
"tropezado". Observando estos pequeños traumas que
desvían la marcha normal de los cuerpos, nuestros
clásicos pensaron que otro tanto ocurría con las palabras
sacadas de lugar, violentadas en su marcha por una
suerte de tropiezo discursivo. Una palabra que tropieza,
una palabra que se desvía de modo tal que su flujo
semántico queda abruptamente modificado se convierte
en un "tropo". Es claro que entre el accidente del cuerpo
y el accidente de la palabra hay una diferencia esencial:
aquél es resultado de un azar -o en todo caso de la
intervención de una ley de la naturaleza- mientras que
éste es resultado de un trabajo artístico pues el tropo
retórico resulta de un cálculo del manipulador de las
palabras -orador o escritor. Así, si los retóricos clásicos -y
aun los modernos- llamaron tropo a esta manipulación
del semantismo obrado para lograr un efecto, ello se
debe a que atendieron a un aspecto de la comparación y
procedieron a generalizarlo. Dicha comparación, por lo
tanto, comporta una sinécdoque.
Esta observación nos lleva una vez más a tropezar
(¿emplearé ese tropo?) con la relación, fundante, entre el
cuerpo y el discurso o, como preferiría un clásico, entre el
cuerpo y la palabra. Y a tropezar (¿lo repetiré?) también
con la propia palabra instalada, por obra de una ideología
lingüística que prefiere pensar en la "palabra" no en el
sentido de "habla" o "discurso" sino como "vocablo" o sea
como las unidades verbales que componen la frase. Así,
si bien en el uso puede entenderse por "palabra" tanto la
facultad de hablar (por ejemplo en la frase: "El hombre es
el único animal dotado de palabra") como el habla misma
("Un orador de palabra vibrante") o bien la menor unidad
verbal que, en la escritura aparece separada de las otras
unidades por un espaciamiento (lo cual indicaría que la
palabra entendida de tal modo es una convención de la
escritura), cuando se habla de "figuras de palabra", se la
entiende de esta última manera. Claro que esta manera
de entender el contenido semántico de la voz "palabra"
no deja de causar desazón en los lingüistas quienes
preferirían verla desterrada de su léxico (al respecto es
notable la imprecisión o las vacilaciones con que los
diccionarios tratan de definir este término), pero ello, una
vez más, nos advierte que la disciplina retórica no estaba
demasiado preocupada por esclarecer problemas de
orden semántico.

La palabra, en efecto, unidad inestable e incluso


tardía (recuérdese que en la lengua hablada su continuo
fluir hace que algo como la palabra sea inimaginable y
que en la escritura las segmentaciones de la línea gráfica
llegaron después de siglos y siempre fueron -aún lo son-
el resultado de convenciones azarosas) parece poco apta
para llenar el lugar a que ha sido naturalmente destinada.
De hecho siempre que se ha pensado en "la palabra" no
se ha pensado sino en el nombre y en el verbo o sea en
aquellos núcleos discursivos que pueden ser objeto de
representación visual -como había venido ocurriendo
con las escrituras ideográficas y aun en las pictografías- y
que son capaces de funcionar a la vez como emergentes
y como abreviaturas (condensaciones) del discurso. El
nombre y el verbo tienen la peculiaridad de poner algo -
un objeto, una acción- "delante de los ojos" para decirlo
con una expresión cara a Aristóteles; esto es, tienen la
peculiaridad de transformar un espacio de condensación
semántica en un espacio para la mirada, en un
espectáculo. Esta espectacularidad del nombre y del
verbo crean la ilusión de que están consagrados a
señalar algo que existe por completo y desde siempre
fuera del discurso. Todos sabemos que Adán fue
encargado por Dios de dar a -o de reconocer en- las
cosas su nombre propio, y a los latinoamericanos nos
consta que en el caserío de Macondo hubo una vez en
que sus habitantes, aquejados por la enfermedad del
olvido, fueron privados de las palabras y por lo tanto
obligados a señalar las cosas con el dedo. Las cosas son
lo que está ahí, delante de los ojos, y al parecer no sólo
los autores del mito narrado en el Génesis, o García
Márquez, sino ya el propio Saussure habrían sido
víctimas de esta ilusión naturalista. Según los autores del
Curso, en efecto, Saussure, habría ilustrado el concepto
de signo con dibujos, habría dicho que el "signo" árbol
contiene la imagen -imagen visual- del árbol y que por lo
tanto al significarlo no hace sino confirmar que el árbol
estaba ahí, "delante de los ojos". Incluso Saussure, que
tanto insistió en que la lengua no es una nomenclatura
sino un sistema de signos, habría dibujado un árbol más
o menos geométrico bajo el dibujo de la palabra
"árbol" (¿o lo dibujarían sus alumnos?). Pero esa tenaz
ilusión se sostiene ya menos fácilmente en cuanto se
invoca una fórmula como "árbol de la esperanza" tomada
de la corta plegaria de la que está sembrada la
correspondencia de Frida Kalo ("Árbol de la esperanza
mantente firme"). ¿Cómo hubiera dibujado Saussure este
árbol? Y si él nos hubiese dicho que en ese ejemplo la
palabra (¿el signo?) árbol es una metáfora, ¿cómo habría
dibujado la esperanza -ella sí usada en sentido "propio"-,
cómo nos habría sugerido que la esperanza estaba
desde siempre ahí, antes de que los hombres inventaran
la palabra que puede nombrarla? No, evidentemente
Saussure no hubiera hecho eso, ni hubiera aprobado que
alguien lo intentara. Porque en verdad la esperanza sólo
puede habitar en el discurso. He aquí que las palabras no
nos dejan ver el discurso que las contiene pero,
paradójicamente, es la existencia del discurso lo que nos
hace ver, y magnificar, las palabras. Creer, en términos
atomísticos, que primero están las palabras y que su
laboriosa reunión va conformando los discursos es caer
en un prejuicio realista, naturalizante, que supone que,
aun, primero que las palabras están las cosas ya
formadas a las cuales aquéllas dan nombre. Pero las
palabras, lo que, sin saber bien a qué nos referimos
llamamos palabras, nada pueden significar sino en el
contexto de un discurso o al menos de una frase y esto
ya lo había advertido claramente Foucault en Las
palabras y las cosas.

6. Lo "propio" y lo "figurado"

Como quiera que sea, en el citado pasaje de la


Poética, Aristóteles está de hecho dando sustento a la
tradición que sostiene que las cosas tienen un nombre
que les es "propio" o primitivo pero que pueden adquirir
otro, u otros, mediante un procedimiento de
transformación: este segundo nombre, consecuencia de
una derivación, sería el nombre figurado. No podemos
saber si esto era todo lo que Aristóteles pensaba sobre el
tema o si esa tradición ha retenido sólo un aspecto pues,
por un lado, como sabemos, de la Poética contamos con
una versión incompleta y, por otro, Aristóteles tenía una
visión muy aguda de la complejidad de los procesos
discursivos como para hacernos sospechar que pudo
también haber pensado este tema desde otras
perspectivas. Pero remitiéndonos a esta definición que se
cuenta en nuestro haber, podríamos decir que, al
proponerla, Aristóteles está recurriendo a una tradición
onomasiológica cuya exposición más nítida ha llegado
hasta nosotros en el Cratilo de Platón. En el Cratilo, en
efecto, Sócrates asegura que los nombre -sustantivo,
adjetivo o verbo- actúan como una "imitación" de la cosa -
o de la acción- designada, si bien admite que algunos,
por el ejemplo el nombre de los números, han sido
instituidos por convención o que muchos de los nombres
que circulan han perdido ya su forma primitiva y han sido
objeto de una transformación cuyo resultado es que dicho
nombre segundo ocupe el lugar del primero instalándose
en ese lugar como nombre propio. Recuérdese que aquel
diálogo platónico comienza con el desconcierto de
Hermógenes a quien Cratilo le ha asegurado que ése,
Hermógenes, no puede ser su nombre "propio" -esto es
que él no puede llamarse así- puesto que Hermógenes
viene de Hermes, dios del comercio y la ganancia, y tal
nombre sólo puede aplicarse con propiedad a un hombre
rico, no a un razonador sin fortuna.

El nombre de una persona, pues, para ser su


nombre propio debía corresponder precisamente a
alguna de sus propiedades características: por ejemplo
su temperamento, su oficio, algún hecho del que ha sido
protagonista, etc. En la célebre compilación de
hagiografías compuesta hacia el siglo XII por Santiago de
la Vorágine y conocida bajo el nombre de La leyenda
dorada, se lee que San Cristóbal adoptó ese nombre -
Christóforo, el portador de Cristo- después de su
conversión, y que obró con propiedad al cambiárselo
pues él había llevado a Cristo sobre sus espaldas y
seguía llevándolo en su conciencia, lo cual era una razón
suficiente para que renunciara al nombre de Réprobo que
era el que le convenía antes, cuando era un pecador
impenitente(9).

La tradición que sostiene la originalidad del nombre


propio y que, al hacerlo, sostiene a la vez que el lenguaje
verbal se origina en el nombre y que en suma es una
serie abierta de nombres llega con fuerza por lo menos
hasta Du Marsais y sigue prolongándose en los tratados
de retórica escritos hasta entrado el siglo XX. Esta
tradición ha sido cuestionada por el pensamiento
estructuralista y en general por los lingüistas que
empezaron a pensar, incluso desde antes de Saussure,
que la lengua es un sistema y que por lo tanto lo original
es el sistema completo, no las palabras y, en el dominio
de la comunicación social, en el principio está el discurso.
En su esclarecedor artículo "Tropos y semántica
lingüística", François Rastier denuncia lo que él llama "la
gramaticalización de la retórica", la cual a su vez es una
consecuencia de una naturalización de la gramática. De
esta gramaticalización no se habrían librado ni siquiera
los pensadores estructuralistas o los neorretóricos
quienes de una u otra manera aceptan que las figuras
son una suerte de "desviación" del uso corriente de los
vocablos y que por lo tanto en el origen existiría un
discurso blanco, sin desviaciones ni opacidades (ni
adscripción a algún género), que la gramática está
encargada de describir. Criticando esta posición,
insistiendo en que es a la semántica y no la gramática "a
la que le toca describir el funcionamiento lingüístico de
los tropos", Rastier invoca una corriente en el
pensamiento lingüístico que se empeña en revertir este
prejuicio racionalista, también naturalizante y en última
instancia también metafísc "Para los semánticos
'continentales' entre los que me cuento, dice, el sentido
primero, sea etimológico (histórico) u original (etiológico),
no forma parte de la definición de un semema: un
semema se define dentro de una red de oposiciones
sincrónicas"(10).

Parece más lógico pensar, como Rastier, que el


nombre -para no hablar todavía de signo- tiene un
significado que proviene de su contexto discursivo. Es el
discurso el que decide la significación y, en todo caso,
establece lo que debemos ver como propio o figurado. La
retórica está en el principio y aun la gramática, en tanto
discurso, es un género retórico. Para poder significar,
cualquier frase necesita adscribirse a un género, a una
producción discursiva. Los géneros, pues, fuente de toda
significación, son los que señalan cómo debe
entendérsela. Una frase como "David mató a Goliat"
puede ser una información bíblica, una metáfora (si me
estoy refiriendo por ejemplo a la guerra de Vietnam en
cuyo caso podría haber dicho igualmente "El ratón venció
al león") o la simple muestra de una estructura gramatical
en cuyo caso valdría lo mismo decir que David mató a
Goliat, que Goliat mató a David o que Juan compró una
casa.

7. La clasificación de las figuras

Retornando a la elocutio, las tendencias


contemporáneas nos han acostumbrado a pensar las
figuras como tropos e incluso a reducirlas
progresivamente a los grandes tropos: la metáfora
especialmente, la metonimia también (sobre todo desde
que Lacan, siguiendo la lección de Jakobson, se
preocupó tan vigorosamente por mostrar su importancia
en el psicoanálisis), o la sinécdoque. Podría discutirse si
estas figuras son verdaderamente tropos, o únicamente
tropos ("figuras de palabra") pero lo que me interesa por
ahora es recordar que siempre se ha reconocido, aunque
últimamente este reconocimiento haya quedado
relativamente en sombras, que existen figuras más allá
de los tropos. Es inevitable en este punto volver sobre
Fontanier quien, como se sabe, dedicó la segunda parte
de su Manual, o el segundo libro que lo compone, a
estudiar las Figuras que no son tropos (Figures outres
que les tropes). Es verdad que esta clasificación que
procede por negación no hace sino mostrar que los
elementos que conforman la positividad, es decir esa
clase de figuras, forman un conjunto impreciso. Sin
embargo, aventurarse por esta imprecisión, tratar de
organizar sus líneas interiores y sus líneas fronterizas es
algo que los retóricos no se cansaron de intentar como si
el estudio de la retórica fuera básicamente una
taxonomía: los críticos contemporáneos, gente siempre
dispuesta, como por otra parte son los críticos de
cualquier época, a ver la paja en el ojo ajeno a aunque a
veces tengan razón, hablaron, a propósito de este intento
sin pausa, de un "exceso taxonómico" y hasta de un
"furor clasificatorio" que habría hecho presa de los
retóricos. Esta crítica, es de suponer, difícilmente hubiera
hecho detenerse a hombres como Fontanier, quien
estaba convencido de que en todo momento trabajaba a
favor de la inteligibilidad. Como se lee en la Advertencia
con que se abre, este Manual inmediatamente después
de aparecer fue adoptado para uso de los colegios, con
lo cual venía a ubicarse en el lugar que había ocupado
hasta entonces el Traité des Tropes(11), esa "obra
maestra" de Du Marsais que había sido la indiscutible
autoridad durante aproximadamente un siglo. Pero esta
chef-d'oeuvre, según explica poco después Fontanier en
el Prefacio, siempre le había parecido a él que dejaba
mucho que desear "desde el punto de vista de la
exactitud y de la precisión" (sous le rapport de l'exactitude
et de la précision); sobre todo, explica Fontanier, la obra
de Du Marsais le había parecido falta de "este orden, de
este método tan esencial en una obra de este
género" (cet ordre, de cette méthode si essentielle dans
un ouvrage de ce genre). Fontanier, pues, consideró que
el universo móvil de las figuras podía resultar más
inteligible si se reducía a cuatro grandes clases: 1) las
figuras de construcción que operan en el nivel de la
sintaxis; 2) las figuras de elocución que dan énfasis a la
dicción como la consonancia, el epíteto, la sinonimia o la
repetición; 3) las figuras de estilo, encargadas de darle
realce y vivacidad: si bien esta clasificación podría
extenderse a todas las figuras en tanto todas producen el
efecto de realce y vivacidad (si bien esta clasificación, en
un sentido, abarca el todo y la parte), hay ciertas figuras
como la interrogación, la exclamación, la aliteración, la
descripción o el dialogismo cuya función es
específicamente realzar el estilo; y 4) las figuras de
pensamiento que provienen de la imaginación, del
razonamiento, de la relación, entre otros procedimientos
que podemos reconocer en el discurso y que son, por
ejemplo, la prosopopeya, el paralelismo, la dubitación o la
ironía. De acuerdo a Fontanier, entonces, todo puede ser
figura lo que quiere decir que un problema más arduo
que reconocer la existencia de figuras en el discurso
sería el de reconocer su inexistencia.

Diríamos que el afán taxonómico llega a su apogeo


con Fontanier cuyo procedimiento para dividir las figuras
fue calificado por Gérard Genette, en su Introducción a
Les figures du discours, como "obra maestra de la
inteligencia taxonómica", sobre todo porque establecía,
implícitamente, una comparación con la clasificación de
los tropos propuesta un siglo antes por Du Marsais,
comparación que Genette -y el propio Fontanier-
consideraban restrictiva e insatisfactoria. Esta opinión,
hay que decirlo, no ha sido compartida en general por los
neorretóricos quienes se dedicaron a corregir, más aun
que la clasificación misma, el criterio metodológico sobre
la cual se basaba. Sin embargo podría decirse en su
descargo que Fontanier no escribió su Manual para
alimentar a los críticos sino por una razón más modesta
(en cierto sentido) y sobre todo más útil: dotar de un
instrumento convincente a los profesores de retórica que
cada día debían recomenzar la clase ante sus
estudiantes. La falla, o en todo caso la limitación, de
Fontanier, sería la de no haber procedido con el rigor del
lingüista y, en consecuencia, de no haber atendido
suficientemente a la composición semántica de los
términos así como a los procesos intrínsecos de la
significación. Y esta falla, esta limitación, es la que
trataron de superar los neorretóricos, desde Jakobson en
adelante, aunque, también hay que decirlo, mucho
aprendieron de él. Pero entendámonos: no es que
Fontanier, como a su turno Du Marsais y todos los que
siguieron la tradición clásica, hicieran caso omiso del
aspecto semántico de las figuras. Puesto que se
refirieron básicamente a las figuras portadoras de
significación y a las transformaciones del significado, no
podían situarse sino en la dimensión semántica del tropo.
Pero en tanto veían este proceso desde la perspectiva
del uso (Du Marsais, como es sabido comienza por
definir los tropos como términos alejados del uso natural
y con ello seguía una vasta tradición a la que también
vendría a incorporarse Fontanier), en última instancia su
interés es más bien de orden pragmático que semántico.
Estos hombres consideraron el valor de las palabras en
el momento de su intercambio y aun más
específicamente en el momento de su recepción.

Por su parte Roman Jakobson, como se sabe,


apoyado en el Curso de Ferdinand de Saussure,
entendió que el reconocimiento, en la cadena hablada, de
un eje paradigmático y un eje sintagmático podría ser
transpuesto con felicidad al de un eje metáfórico y un eje
metonímico y hacer, por lo tanto, de la metáfora y la
metonimia los dos núcleos organizadores del campo de
la retórica o, en general, de las operaciones discursivas.
También se sabe que esta osadía de Jakobson resultó
fecunda desde que entusiasmó tanto a lingüistas como a
psicoanalistas aunque pronto se mostró insuficiente
porque dejaba de lado otro núcleo importante en la
constelación de unidades retóricas como empezó a ser la
sinécdoque, aparte de que ignoraba otros niveles del
discurso. Gérard Genette, habló, como también se sabe,
de una "restricción generalizada" de la retórica, disciplina
que, de la antigüedad al siglo XX no sólo había perdido la
mayoría de sus partes hasta quedar reducida a la
elocutio, sino que aun continuó esa reducción dentro de
la propia elocutio, la cual ahora abarcaba dos, todo lo
más tres, figuras centrales(12). Esta restricción es la que
trató de levantar el Grupo µ de Lieja(13) al proponer una
clasificación igualmente sistemática, igualmente basada
en criterios lingüísticos, pero mucho más abarcadora, tan
abarcadora y tan sistemática que en su momento llegó a
parecer definitiva. El Grupo µ dividió el campo de las
figuras retóricas en cuatro conjuntos que respondían a un
orden gramatical, conjuntos a los que respectivamente
llamó metaplasmos (figuras del sonido o prosódicas),
metataxis (figuras sintácticas), metasememas (figuras
semánticas) y metalogismos (conjunto este último que
incluyen no sin vacilación y que comprendería las
llamadas figuras del pensamiento). Son notables, por
ejemplo, sus análisis de los metasememas, en especial
cuando se aplican al estudio de las grandes figuras y es
difícil no recordar la novedosa y esclarecedora
explicación de la metáfora como una doble sinécdoque
(particularizante primero y generalizante después) a partir
de una minuciosa observación de la organización de los
semas; la metáfora, según ello, aparece en el momento
en que, entre dos sememas, se abre un espacio común
en el que un cierto número de semas se repiten haciendo
posible la relación analógica (el paso de un nombre a
otro) cosa que, (y ésta es una observación que corre por
nuestra cuenta) permite pensar que para que haya
semejanza debe hacerse presente también la diferencia
Si comparamos esta clasificación con la de
Fontanier podremos fácilmente concluir que la del Grupo
µ (aunque siguiera pensando en las figuras como una
"desviación" operada en las formas usuales de la
comunicación verbal) es, desde el punto de vista
lingüístico, mucho más rigurosa y sistemática, que está
apoyada en criterios más asibles y que resulta más
exhaustiva aunque selecciona, de cualquier modo, un
universo más limitado de figuras del discurso. En nuestro
medio, Helena Beristáin se ha basado en estos estudios
para enseñar la práctica del análisis de la lírica en un libro
llamado Análisis estructural del poema lírico(14), libro que
desde hace varios años viene sacando de sus habituales
penurias a los profesores (no son muchos, es verdad)
que toman el lenguaje lírico como tema de sus clases.

Sin embargo si uno quisiera alegar en favor de la


clasificación intentada por Fontanier y en contra de la
llevada a cabo por el Grupo µ podría argumentar que
este último ha encontrado un terreno más sólido donde
fundar su clasificación pero a costa de abandonar -como
se viene haciendo desde los días de Jakobson- el
espacio propio de la retórica, espacio al que Fontanier se
mantuvo en todo momento fiel. En realidad, si la retórica
enseña una clasificación de las figuras es para que quien
la aprenda no esté tanto versado en los procesos
intrínsecos del discurso o en la organización sémica de
los sememas, sino para que esté condiciones de
reflexionar sobre la belleza y la eficacia comunicativa de
las palabras y quede iniciado en la práctica del arte de
hablar. La retórica como disciplina se dirige a una
práctica, a un hacer verbal persuasivo y por lo tanto si
queremos verla desde la lingüística tendremos que decir
que está mucho más próxima a la pragmática que a la
semántica aunque ésta, más que aquélla, pueda
hacernos entender mejor ciertos procesos del sentido. La
semántica, en todo caso, podría ser una ciencia auxiliar
de la retórica pero inútilmente podría intentar colocarse
en el lugar de ella. En última instancia, y hablando con
rigor, el resultado de las investigaciones del Grupo µ y el
de la experiencia de Fontanier son incomparables; uno
no puede corregir al otro porque si bien ambos
aparentemente tratan la misma materia lo hacen desde
espacios diferentes y sobre todo con fines diferentes:
mientras el Grupo µ está preocupado por ver, y mostrar,
con claridad cómo se realizan los procesos de
transformación del sentido en el interior del discurso,
Fontanier está preocupado por la comunicación, por la
palabra en cuanto actúa depositando en el otro su carga
semántica y sobre todo por lograr que los estudiantes
que recurran a su Manual (y consta que fueron muchos
pues era de uso obligado en los programas escolares)
sepan cómo un grupo de palabra, o un giro verbal,
utilizados en un sentido o en otro, mueven el ánimo
también en un sentido o en otro, realzan la expresión,
convencen con su fuerza o su belleza, o por el contrario
hacen fracasar el propósito comunicativo. Fontanier está
convencido de que el conocimiento de las figuras
contribuye decisivamente al conocimiento del "genio del
lenguaje" y que por lo tanto sus lecciones ayudan a
ordenar teóricamente una competencia práctica que todo
hablante tiene. Las figuras son usadas por todos. Pero
sólo aquéllos que conocen su composición y que están
en condiciones de reflexionar sobre ellas son los que
pueden a la vez tanto aprender a usarlas de manera
artística como penetrar en los secretos del lenguaje.
Hablando de la "Utilidad del conocimiento de las
figuras" (Utilité de la connaissance des figures), Fontanier
introduce este comentari

On ne demandera s'il est utile d'étudier, de connaître


les figures? Oui, répondrons-nous, rien de plus utile,
et même de plus nécessaire, pour ceux qui veulent
pénétrer le génie du langage [...]. Ne pas chercher à
les connaître, ce serait donc renoncer en quelque
sorte à connaître l'art de penser et d'ecrire dans ce
qu'il à de plus fin et de plus délicat: ce serait, a-peu-
près, rénoncer à connaître les lois, les principes du
goût(15).
[Se nos preguntará si es útil estudiar, conocer las
figuras. Sí, responderemos, nada hay de más útil, y aun
de más necesario, para aquéllos que quieren penetrar el
genio del lenguaje [...]. No intentar conocerlas, sería pues
de alguna manera renunciar a conocer el arte de pensar
y escribir en lo que él tiene de más fino y de más delicad
sería, poco menos, renunciar a conocer las leyes, los
principios del gusto.]
Fontanier, por lo tanto está siempre del lado de lo
que hoy quizá llamaríamos literatura y que siempre se
llamó elocuencia y si nosotros pensamos que
aprenderemos más sobre las figuras indagando en los
procesos semánticos que en las reglas de la composición
es porque acaso hemos olvidado el lugar preponderante
que la cultura clásica reservó para el arte.

Desde luego, ello no significa que observar la


retórica desde la perspectiva de la semántica -o desde la
de la semiótica- sea tiempo perdido. Comprender cómo
opera la figura en el interior del discurso nos puede servir
para comprender cómo opera en el interior del sujeto y,
más aun, nos lleva a comprender que la retórica, así
como una teoría de la comunicación, es también una
teoría del sujeto. Específicamente, del sujeto movido por
el deseo de actuar sobre el otro, para que este último
adquiera sobre las cosas -y sobre la propia lengua- un
punto de vista, esto es, un modo de mirar, semejante al
suyo.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

1) Me estoy refiriendo al Manuel classique pour l'etude


des tropes, de 1821, que junto con Des figures du
discours outre que troupes, segundo tratado de Fontanier
que fue publicado en 1827, integraría posteriormente un
volumen único conocido como Les figures du discours.
Para el presente trabajo he consultado la edición de
Flammarion hecha en Paris en 1968, con prólogo de
Gérard Genette.

2) Id. p.63. En esta misma página se localiza la cita que


viene a continuación.

3) Paul Valéry, "Poesía y pensamiento abstracto" en


Variedad II, Losada, Buenos Aires, 1956; p.177; trad. de
Aurora Bernárdez.

4) Confesión, de Enrique Santos Discépolo.

5) Poética, Aguilar, Madrid, 1963; trad. Francisco de P.


Samaranch; p.82.
6) La metáfora viva, Ediciones Europa, Madrid, 1980;
trad. de Agustín Neira.

7) Retórica, libro III, cap.11, p.200

8) Este fragmento pertenece al poema VIII de "Poemas


póstumos II (España aparta de mí este cáliz) según el
orden establecido en OBRA POÉTICA de la Colección
Archivos (edición ALLCA XX/Fondo de Cultura
Económica, 1988)

9) La leyenda dorada fue editada, en dos tomos, por


Alianza Forma, Madrid, en 1982, con traducción del latín
de Fray José Manuel Macías. La leyenda de San
Cristóbal se encuentra en el tomo I.

10) Revista Morphé No.8, enero-junio 1993, Universidad


Autónoma de Puebla; pp. 57-58; trad. de Raúl Dorra.

11) Existe una moderna edición del Traité des Tropes


(seguido de Jean Paulhan, Traité des Figures), hecha por
Le nouveaux commerce, Paris, 1977).

12) "La retórica restringida" en Investigaciones retóricas


I I , R e v. C O M U N I C A C I O N E S N o . 1 6 , Ti e m p o
contemporáneo, Buenos Aires, 1974.
13) ver Rhétorique Générale, Librairie Larousse, Paris,
1970.

14) Cuadernos del Seminario de Poética, UNAM, México,


1989.

15) P. Fontanier, op.cit., p.67.

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