tropos , Pierre Fontanier sostiene que la palabra "figura" (1)
-en la expresión "figura del discurso"- no nos pone en
presencia de un tropo. Si bien esta palabra, explica Fontanier, ha sido seleccionada a partir de una analogía con el cuerpo, es decir, ha sido seleccionada por metáfora, esta metáfora "no podría ser vista como una verdadera figura porque no tenemos en la lengua otra palabra para la misma idea"(2). La palabra "figura" nos pondría ante una catacresis pero la catacresis no es una figura -argumenta Fontanier aunque con recurrentes vacilaciones- porque supone la obligada extensión del sentido de un término, pero no el reemplazo de un sentido literal por un sentido figurado urdido con la intención de dar más fuerza y belleza a la expresión. Más adelante volveré sobre el importante -fundamental, diría- tema de la naturaleza y función de la catacresis porque lo que me interesa por ahora es llamar la atención sobre el hecho -registrado por Fontanier y por toda la tradición retórica- de que el término figura proviene de una relación analógica entre cuerpo y palabra.
Para explicar un poco más esa catacresis habría
que señalar que no se trata, como parece suponer Fontanier, de una analogía con un cuerpo sin especificación -al que este autor define como "la forma exterior de un hombre, de un animal o de cualquier objeto palpable"- sino con el cuerpo humano; pero tampoco se trata de una analogía con el cuerpo humano en sentido general sino con un cuerpo modelado por la gimnasia o por la danza que, por decirlo así, quiere dejar de serlo para mostrarse como resultado de una disciplina artística. La "figura" sería originalmente, entonces, la que hace el gimnasta o el bailarín cuando, frente a un público también educado por el arte, tensa su cuerpo y lo ofrece a la mirada convertido en espectáculo. Así, el cuerpo hace figura en el momento en que trasciende su densidad somática y adquiere la propiedad de ser pura forma.
Tomando en cuenta esta última definición
tendríamos que precisar que en la expresión "figura del discurso" la relación analógica no se establece entre "figura" y "cuerpo" sino entre cuerpo y discurso pues al igual que aquél, éste también hace figura cuando se ofrece como forma artística, en esos privilegiados momentos en que la aplicación exhaustiva de una disciplina lo deja en condiciones de ser contemplado como un espectáculo por un público que, educado en la misma disciplina, se ha vuelto sensible, más que al contenido del mensaje, a la forma que lo manifiesta. La antigua tradición griega en la que nació el arte de la retórica y la cultura clásica que lo desarrolló pensaron el cuerpo en dos estados extremos: el cuerpo en reposo o distensión, un cuerpo sordo a la forma y, por otra parte, un cuerpo tenso, moldeado por el ejercicio que termina haciendo de él una obra de(l) arte. De igual modo, esta tradición pensó, por una parte, en una forma llana del discurso, un discurso de valor puramente práctico cuya manifestación expusiera un grado cero de la figura y, por la otra, en el discurso artístico o retórico, un discurso construido sobre las leyes de la proporción y el efecto, esto es el discurso hecho figura. Esta oposición que muestra tanto al cuerpo como al discurso emplazados en puntos extremos de una línea que une la máxima tensión con la máxima distensión es semejante a la oposición que pensó Paul Valéry al expresar que la diferencia que separa a la prosa de la poesía es la que separa a la marcha, o el paso normal, de la danza: en el primer caso se persigue un fin puramente práctico, el cual se agota en cuanto el individuo llega a su destino, y en el segundo, en el caso de la danza, el cuerpo se mueve en el espacio sin finalidad alguna o mejor dicho teniendo como finalidad el placer del movimiento mismo. Análogamente, siempre según Valéry, en la utilización prosaica del lenguaje el mensaje se agota en cuanto es comprendido por su destinatario mientras en la construcción poética el mensaje perdura pues se constituye como una arquitectura de ritmos y cantidades que se sostienen unos a otras. "La poesía es un arte del lenguaje -dice Valéry-. El lenguaje, sin embargo, es una creación práctica. Observemos en primer lugar que toda comunicación entre los hombres sólo tiene alguna certeza en la práctica y por la verificación que nos da la práctica. Yo le pido fuego. Usted me da fueg me ha comprendido"(3).
Esta atención a los extremos -de los movimientos
del cuerpo, de la significación de la frase- propuesta tanto por Valéry como por la tradición clásica tienen una intención, debemos suponer, metodológica. No se puede imaginar que ni esta tradición ni el poeta francés hayan ignorado que un discurso puramente práctico, con un grado cero de la figura, tanto como un cuerpo en puro reposo o movido por un fin enteramente utilitario, un cuerpo que no se perciba a sí mismo, en mayor o menor grado, como un espectáculo para los demás, es, más que un hecho de la realidad, una construcción del pensamiento abstracto. Creo que Valéry no se habría sorprendido si algún profesor de retórica le hubiese hecho ver que la frase escogida por él como ejemplo de la pura demanda práctica está sin embargo construida sobre una metonimia así como también sobre una implicación o sea una forma de la sinécdoque. En efecto, si el demandante solicita "fuego" es porque confía en que su interlocutor entenderá que lo que le está pidiendo no es propiamente fuego sino un instrumento capaz de auxiliarlo en su decisión de encender un cigarrillo. El "fuego" estrictamente no se da ni se pide; lo que se pide es un encendedor, un cerillo, o una brasa, objetos que pueden servir como causa instrumental del efecto deseado. Por lo tanto, estamos aquí ante un desplazamiento metonímico (efecto por causa) a la vez que un movimiento sinecdóquic "fuego" tiene un campo semántico expansivo, generalizante, mientras "encendedor" o "cerillo" suponen una focalización en el interior de ese campo, una selección y por lo tanto una restricción particularizante. Pero hay más todavía: el propio Paul Valéry se encarga de advertir de inmediato que, poniendo atención ya no al sentido (por completo laxo según él, como vimos) sino al sonido, la frase revela su potencial retórico. En efecto, si el interlocutor -o incluso el propio locutor-, una vez que el contenido semántico queda absorbido por la acción consecuente ("Yo le pido fuego; usted me da fuego") se detiene sobre la forma de la expresión, es decir la forma sonora de la frase (donnez moi du feu) puede descubrir que esa forma tiene una organización capaz de significar por sí misma y de manera independiente de la forma del contenid "Cosa extraña -escribirá Valéry-: el sonido y como la figura de su frasecita vuelve a mí, se repite como si se complaciera en mí; y me gusta oírme decir esa frasecita que ha perdido casi su sentido, que ha cesado de servir y que sin embargo quiere vivir todavía, pero con una vida completamente distinta"(4) Esa "vida completamente distinta" es la vida tocada por el arte, lo que quiere decir que cualquier frase, bien mirada (esto es: estéticamente oída), revela su forma, se entrega como una pequeña melodía, en suma: hace figura.
2. Un escenario para el cuerpo
Un discurso que presentara el grado cero de la
figura sería un discurso cuidadosamente urdido por un gramático para fines de observación, un objeto de laboratorio. Incluso no sabríamos definir, y acaso tampoco enteramente construir, un discurso que alcanzara en todas sus partes ese grado. En el caso del cuerpo, si pensamos que la vida social exige, en todo los casos, un modo de conducirse ante los demás, deberemos concluir que cualquier forma del intercambio social demanda cuerpos que en alguna medida hagan figura. Un cuerpo laxo, un cuerpo del todo indiferente a las miradas que caen sobre él, es el cuerpo de un hombre dormido, abrumado por la enfermedad o anonadado por la depresión: un cuerpo colocado al margen de la vida social, informe y desamparado. El cuerpo siempre es el centro de una tensión, una organización del esfuerzo destinada a componer un objeto suficientemente resistente como para soportar el peso que la mirada del otro pone sobre él. Soportar y aun triunfar. Entre el cuerpo del bailarín que se exhibe en un escenario y el del hombre que pasa por la calle hay, si queremos verlo así, una diferencia de grado, acaso la diferencia que va de la figura de invención a la figura de uso, y aun esto resulta dudoso. Un cuerpo hace también de la calle su escenario, ostenta su propio estilo de permanecer erguido ante los demás, aunque esa ostentación no sea en ese momento la finalidad primordial de su desplazamiento. Una estrofa tomada de un clásico tango argentino que describe una escena callejera -típica de este género y acaso típica de un estilo de sociabilidad urbana- puede servirnos de ejempl
Hoy, después de un año atroz,
te vi pasar;
me mordí pa no llamarte;
ibas linda como un sol:
se paraban pa mirarte. (5)
Esta estrofa reproduce tres formas del movimiento
corporal, tres formas de situar el cuerpo ante la mirada y de dirigir la mirada hacia el cuerpo, que son otros tantos modos de la tensión y otras tantas manifestaciones del deseo. Retroceder, avanzar, detenerse. Mirar para no ser mirado (caso del hombre herido); no mirar para ser mirado (caso de la mujer triunfante); mirar para ser mirado (caso de los hombres cuya intención más profunda es atraer la atención de su objeto de deseo, ser ellos a su vez objeto de deseo para aquella mujer). Esto compondría sucesivamente una figura de la retracción, una figura de la ostensión y una figura de la expectación complementada por la ostensión. Los cuerpos, por su lado, y las miradas, por el suyo, forman una estructura tensiva, estructura compuesta de tres miembros.
Ahora bien: si atendemos al último verso de la
citada estrofa ("se paraban pa mirarte") podremos observar que el verso no especifica el sexo de los mirones. Así, si hemos inferido que los que "se paraban" son hombres antes que mujeres es no sólo porque se trata de la opción más verosímil sino también porque de ese modo se estructura mejor el cuadro de las oposiciones. Sin embargo, para hacerlo hemos debido emplazar nuestra mirada en la posición del sujeto que describe la escena, un hombre sin brillo torturado por la contemplación de ese cuerpo luminoso que ya no podrá poseer, y que se castiga advirtiendo cómo otros se muestran sin inhibiciones como candidatos competentes para esa dicha que en algún momento estuvo a su disposición. Pero si cambiamos el punto de mira, si, siguiendo otra deriva en el trazo de la verosimilitud, ya no miramos la escena desde la perspectiva de ese varón sufriente y pasamos a observarla desde la posición de un simple espectador o de un director que quiere llevar a la escena teatral este evento callejero, nos tendríamos que imaginar -pues que es típico para estos casos tanto en el comportamiento social como en los géneros artísticos que lo representan- que entre los que "se paraban" hay también mujeres que cumplen su propio rol. Al contrario del hombre que elige la oscuridad como destino, y también al contrario de los hombres que se adelantan hacia el foco de luz, aquellas mujeres se detienen con la intención de recorrer el camino opuest interponer su silenciado cuerpo ante la mirada de los hombres para restaurar la verdad de los valores, para hacer en ellos una saludable violencia con el fin de salir de la sombra a que ese falso sol (esa coqueta) las ha relegado, mostrando que, como se dice, "no todo lo que brilla es oro" y recuperando para ellas el foco de la atención al desplazar a quien momentáneamente lo ocupa sólo por una distracción de esos ingenuos que equivocan el objeto del deseo. La figura que trazan es, pues, la de la retracción-ostensión complementada por la expectación. La posición de esas mujeres (que en realidad es siempre, una mujer) al mismo tiempo que repite un rasgo de cada uno los otros personajes de la escena, se opone a ellos de distintos modos, y ocupando invariablemente una posición inversa: heridas, su empeño consiste en avanzar desde la marginalidad hacia la posición central; coquetas, luchan por emplazar al ser ahí donde se impone el parecer; mironas, quieren sobre todo ser miradas para enseñar que el mirón siempre se equivoca de cuerpo, que el pararse a mirar, a mirar un cuerpo diferente del suyo, es ocupación de ingenuos o de frívolos. De modo que si le agregáramos este cuarto componente habríamos completado el cuadro de las posiciones y movimientos del cuerpo, y de las direcciones de la mirada con el cuadro de las modalidades del temer (el oscuro), del saber (la radiante), del querer (los mirones) y del deber ser visto (las envidiosas), y la del poder-temer, del no querer-poder, del poder-querer y del temer-querer mirar. Tendríamos, pues, figuras y modos del cuerpo, figuras y modos de la mirada tanto como figuras y modos del deseo, esto es: una retórica del cuerpo y una retórica de la mirada que se realizan, ambas, sobremodalizadas por el deseo. 3. Imperfección y poder de la mirada
Habiendo sugerido este cuadro, esta estructura
tensiva sobremodalizada por el deseo y organizada por las posiciones del cuerpo y las direcciones de la mirada, podemos aquí llamar la atención sobre el hecho de que mirada y cuerpo se proyectan una sobre otro ora como oposición, ora como continuidad. En efecto, siendo el cuerpo el punto central a partir del cual cada sujeto organiza la gramática del espacio exteroceptivo (el arriba y el abajo, el atrás y el adelante, el aquí y el allá, etc.), es también el centro de un espectáculo sobre el que la mirada converge o, mejor dicho, que la mirada crea. La mirada figurativiza al cuerpo, lo pone de pie y en tensión. El cuerpo a su vez encuentra en la mirada no sólo esa fuerza que viene sobre él sino también el espacio donde él puede continuarse. El sujeto sabe que su cuerpo "hace figura", se vuelve espectáculo para la mirada pero también sabe que él, por la posición que ocupa, siendo al mismo tiempo el más interesado en presenciar ese espectáculo, en medir qué efecto produce el estilo de tensión que ha impuesto a su cuerpo, es, por definición, el único que no puede contemplarlo. Para contemplarlo no sólo tendría que tener los ojos emplazados en otro lugar, sino sobre todo tener otros ojos. Por ello, si quiere saber algo acerca de ese espectáculo que su cuerpo difunde no podrá sino recuperarlo en la mirada que se posa sobre él, inferirlo a partir de las reacciones del otro sobre el cual su propio cuerpo se estampa y se continúa. Pero esa contemplación es siempre insuficiente, siempre insatisfactoria, siempre enigmática. Por ello, en un nuevo esfuerzo, el sujeto tratará de ver su cuerpo no sólo reflejado en la mirada del otro sujeto, o estampado en la figura del cuerpo que tiene frente a él, sino también derramado, aquí y allá, en las figuras del mundo. El mundo, pues, adquirirá las formas y modalidades de su cuerpo, cada objeto erguido sobre el suelo tendrá una cabeza o unos pies, tendrá un frente y tendrá flancos o costados, del mismo modo que un objeto cuya dimensión predominante sea horizontal estará tendido y su forma sugerirá cómo recorrerlo, sugerirá hacia dónde y desde dónde mira. El hecho de que el sujeto no vea la figura que hace su cuerpo es lo que marca a la vez la imperfección y la potencia de su mirada. Tal imperfección se compensa y tal potencia se ejercita en la producción de continuas catacresis mediante las cuales el cuerpo se expande y se continúa en el mundo haciendo de este último un horizonte de semejanzas y de metamorfosis. De este modo el cuerpo no sólo hace figura sino que también, y sobre todo, hace signo, convierte al mundo en texto.
De ahí que el arte de componer un texto sea
equivalente al arte de formar un cuerpo, no un cuerpo laxo sino un cuerpo tenso que esté condiciones de mostrarse como un espectáculo para una mirada que juzgará su valor teniendo en cuenta la virtud con que sus partes han sido seleccionadas, ordenadas y verbalizadas. El texto retórico, en todas y cada una de sus partes, está asociado a la idea de lugar, de disposición, de ordenamiento, de juego de oposiciones y paralelismos, como si se tratara de un organismo destinado a la visión, no a la audición. Si la audición es el órgano que recoge de manera inmediata la presencia y las características de ese texto, ello ocurre porque el discurso se manifiesta en la sucesividad temporal como verbum. Pero no se trata, en el fondo, del verbum sino de la res, de la "cosa" a cuya forma no se accede sino por la visión. Figura y visión o visión y figura no son sino la performance del cuerpo. 4. El concepto de figura
Ahora bien; si lo dicho hasta aquí es correcto o por
lo menos aceptable, la primera observación que puede hacerse de la figura es que ella se dice de varias maneras y que para hablar de la figura es inevitable seguir construyendo figuras. Por eso siempre se hará necesario volver al principio, a la definición misma de figura, cosa que no han dejado de hacer, una y otra vez, los estudiosos del discurso retórico. Y si de buscar una definición para la figura se trata, resulta casi inevitable partir de la más célebre de entre ellas, la que registró Aristóteles en su Poética. Aristóteles, es verdad, no trató de definir la figura en general sino la metáfora pero esa definición incluye los procedimientos que después serían atribuidos a la metonimia y a la sinécdoque. Dicha definición dice así: "Metáfora es la transposición del nombre de una cosa a otra, transposición que se hace del género a la especie, de la especie al género, de la especie a la especie, o siguiendo una relación de analogía."(5). En su enjundiosa meditación La metáfora viva(6), Paul Ricoeur estudia la deriva que ha seguido esta definición a lo largo del tiempo y a lo ancho de las escuelas y, aunque advierte que esta definición es restrictiva si atendemos al concepto definido y, generalizando, si atendemos al contenido de la definición, él mismo la utiliza ya desde el título de su libro, título en el cual "metáfora" equivale a figura, figura de la elocución. La generalización del campo semántico de la metáfora es frecuente en nuestros días. Gran número de estudiosos, en efecto, recurren a ella como si la definición aristotélica nos revelara todo -o al menos lo esencial- de la metáfora y en general de la figura.
Pero basta detenerse un momento sobre la
definición de Aristóteles para observar que ella no tiene en cuenta la dimensión pragmática -dimensión propia de la intención retórica-, es decir, no tiene en cuenta el efecto que la figura está llamada a cumplir en el destinatario del discurso que la contiene, sino sólo el procedimiento para construirla. No podemos saber si para Aristóteles el efecto estaba implícito en el procedimiento y por lo tanto bastaba con hablar de éste para invocar a aquél, pero sí podemos saber que quien piensa de esta manera corre el peligro de alejarse de la idea que la retórica tuvo del discurso y por lo tanto de las figuras. Es difícil creer, desde luego, que Aristóteles cayera en este confusión no sólo por el incansable poder y el realismo de su pensamiento sino sobre todo porque, contemporáneo de Demóstenes, pensó en el momento en que los maestros griegos terminaron de dar forma y esplendor a ese arte que se convertiría en una de las instituciones que sirvieron de base a la cultura de Occidente. No debe olvidarse que esta definición de la metáfora está contenida en la Poética, un tratado escrito desde una perspectiva que hoy llamaríamos estructural (razón por la cual los estructuralistas volvieron sobre él con fruición) en el que se dedica a construir una teoría de la composición de los géneros poéticos de su tiempo. Lo que Aristóteles pensó de la retórica debe ser buscado más naturalmente en su Retórica, tratado en que vuelve sobre la metáfora pero esta vez específicamente sobre la "metáfora de analogía" cuyo uso es siempre recomendable para el orador porque tiene la propiedad de "sensibilizar los objetos" poniéndolos "ante los ojos"(7) del oyente . Como se sabe, en la Retórica, Aristóteles se dedica básicamente al estudio de las pasiones, de los tópicos y de las formas de la argumentación entimemática pues el arte del orador consiste en encontrar el estilo que de manera más eficaz pueda mover el ánimo del oyente. La retórica -ello se desprende abundamente del tratado de Aristóteles- es una forma de la política. Quizá entonces esa afición por interesarnos en la constitución semántica de la figura antes que en su propiedad movilizante deba ser atribuido a nuestros actuales hábitos de pensamiento. A la retórica clásica, en efecto, más que el discurso como tal lo que le interesaba era el estudio de sus propiedades movilizantes, su capacidad perlocutiva o si se quiere performativa. Pero dado que el lenguaje era visto básicamente como un vehículo de comunicación, el estudio de su funcionamiento suponía el conocimiento del lenguaje mismo. En cuanto a las figuras, si la retórica se ocupó tanto de ellas es porque consideró que eran la fuente del poder transformador del discurso y, sobre todo, porque pensó que por virtud de un adecuado uso de las figuras es como un discurso se convierte en obra de arte. Pero, volviendo a nuestro tema, subrayemos que no basta con que haya transposición para que haya figura, es decir, tensión verbal y efecto estético. No sólo puede ocurrir que la transposición del nombre de una cosa a otra no produzca mayor impacto en el destinatario del mensaje sino que una cosa nombrada con su nombre propio se convierta, no obstante, en causa de un efecto retórico. Cuando César Vallejo escribe:
¡Han rezado a Dios,
aquí;
se han sentado en tu cama, hablando a voces
entre tu soledad y tus cositas; (8)
evidentemente la palabra más cargada de expresividad,
la más efectiva, es la palabra "cositas" (y eso lo han mostrado los numerosos estudios críticos que incluyen este poema), palabra tan pregnante y tan característica del estilo "vallejiano" que deja en sombras la metáfora - entendida como transposición de contenidos semánticos- presente en ese mismo verso. Obsérvese, por ejemplo, que el sustantivo "soledad", por virtud del adverbio entre, pasa de designar una entidad abstracta, intangible, a designar algo concreto, corpóre la soledad, aquí, es un objeto implantado en un espacio, espacio en el que los moradoras de la casa se instalan y que queda delimitado de una parte por esa "soledad" y de la otra por las "cositas". "Soledad", evidentemente, está empleado en un sentido metafórico. Pero esa metáfora queda sin embargo como desactivada, o por lo menos ensombrecida, por la presencia de aquellas "cositas" cuya carga expresiva es de tal modo predominante que ocupa, por decirlo así, casi toda la escena, esto es, casi toda la atención. Para encontrarle una explicación retórica a la carga expresiva del sustantivo "cositas" podemos decir tal vez que en él se ha operado una transposición pero no del nombre de una cosa a otra sino de un contexto discursivo a otr la palabra "cositas", en efecto, no parece propia del discurso poético, sino del discurso de lo familiar y privado. En una situación de dramatismo que impregna a las palabras de cierta gravedad ceremonial, esta otra palabra irrumpe no sólo con su coloquialidad sino con su evocación de una ternura infantil y en eso, en el desplazamiento operado entre dos ámbitos discursivos, consistiría la transposición. Es como si la aparición de esa palabra quebrara la gravedad del discurso y en esa quiebra hiciera aparecer otra dimensión, la de la intimidad; como si la evocación del campesino que ahora se ha convertido en soldado para enfrentar la muerte no evocara en verdad suficientemente su vida: la verdadera vida, la verdadera minuciosa identidad del campesino no se revela en esas imágenes dramáticas (su cuerpo doblado sobre la tierra arada, su cuerpo expuesto a las balas enemigas) sino en la ternura sin brillo de un hombre demorado por sus "cositas".
Sería exagerado decir que en el poema de Vallejo el
sustantivo "soledad" está por completo privado de expresividad, pero su relativo empobrecimiento motivado por su vecindad con la tensiva presencia del sustantivo "cositas" nos puede indicar que la construcción de figuras tiene que ver quizá más con el contexto que con las transformaciones semánticas de un vocablo. De aquí podríamos deducir que si un efecto implica un procedimiento, lo contrario no necesariamente ocurre: puede haber un procedimiento de transformación semántica que no sea portador de un efecto. Esto ocurre a menudo con las llamadas "figuras de uso", en general las catacresis y las figuras lexicalizadas que han entrado a formar parte de la comunicación habitual: nadie acusa la presencia de una importante transposición de sentido cuando oye hablar del "puño" de la camisa, de la "falda" de una montaña o del "dorado" de una piel.
De este modo, volviendo a la definición de
Aristóteles, podríamos observar que la metáfora -o la figura- no consiste tanto en la transposición de un sentido en el interior de un nombre sino en una suerte de euforización o potenciación de un significado. Si digo - citando otra vez el tango de Enrique Santos Discépolo- "Sol de mi vida" no estoy transponiendo o reemplazando el nombre "mujer" -que supuestamente debería estar allí- sino expandiendo el significado de "sol": para que "sol" signifique "mujer" del modo como quiero que signifique, necesito que en primer lugar signifique "sol", y que a este significado agregue otro, en este caso "mujer", es decir que concurran dos significaciones para que el significante duplique su potencia. Y si este proceso ocurre en el nivel vertical o paradigmático, otro proceso de potenciación semejante ocurrirá en la dirección horizontal del sintagma, potenciación que recae sobre "vida": así, "vida" se enriquece con un nuevo semantismo y ahora significa, también, lugar -o si se quiere "rincón"- oscuro, lugar oscuro desde que fue abandonado por el sol.
Todavía podemos observar que para interpretar
estos últimos matices ha llegado a nosotros, junto con la fórmula "sol de mi vida", el eco de una tradición retórica de la que se beneficia el tango pero que puede remontarse a la lírica petrarquesca en la que las mujeres bellas son rubias y brillan como el sol o como el oro. Volviendo entonces a la frase "ibas linda como un sol", ahora podemos decir que tal frase describe no sólo el poder de una belleza sino sus características físicas: la mujer que va por la calle es rubia, clara hasta el enceguecimiento. Y también podemos decir, ateniéndonos esta vez a una retórica más propia del tango, que un hombre solo, un hombre que gozó de esa claridad pero que fue abandonado por ella, es un desierto rincón entregado a la oscuridad.
5. La figura como "tropo"
En cuanto a la definición de Aristóteles, lo que
resulta indudable es que ella se refiere a lo que la tradición retórica llamó "figura de palabras" o más propiamente "tropo". Este último nombre nos da un nuevo motivo para avanzar en nuestras observaciones: "tropo" equivale a decir "tropiezo"; cuando un cuerpo encuentra un obstáculo para su libre deslizamiento, un obstáculo por efecto del cual dicho cuerpo es obligado a efectuar un giro sobre sí mismo, el cuerpo realiza un accidental movimiento que lo convierte en un "tropo", un "tropezado". Observando estos pequeños traumas que desvían la marcha normal de los cuerpos, nuestros clásicos pensaron que otro tanto ocurría con las palabras sacadas de lugar, violentadas en su marcha por una suerte de tropiezo discursivo. Una palabra que tropieza, una palabra que se desvía de modo tal que su flujo semántico queda abruptamente modificado se convierte en un "tropo". Es claro que entre el accidente del cuerpo y el accidente de la palabra hay una diferencia esencial: aquél es resultado de un azar -o en todo caso de la intervención de una ley de la naturaleza- mientras que éste es resultado de un trabajo artístico pues el tropo retórico resulta de un cálculo del manipulador de las palabras -orador o escritor. Así, si los retóricos clásicos -y aun los modernos- llamaron tropo a esta manipulación del semantismo obrado para lograr un efecto, ello se debe a que atendieron a un aspecto de la comparación y procedieron a generalizarlo. Dicha comparación, por lo tanto, comporta una sinécdoque. Esta observación nos lleva una vez más a tropezar (¿emplearé ese tropo?) con la relación, fundante, entre el cuerpo y el discurso o, como preferiría un clásico, entre el cuerpo y la palabra. Y a tropezar (¿lo repetiré?) también con la propia palabra instalada, por obra de una ideología lingüística que prefiere pensar en la "palabra" no en el sentido de "habla" o "discurso" sino como "vocablo" o sea como las unidades verbales que componen la frase. Así, si bien en el uso puede entenderse por "palabra" tanto la facultad de hablar (por ejemplo en la frase: "El hombre es el único animal dotado de palabra") como el habla misma ("Un orador de palabra vibrante") o bien la menor unidad verbal que, en la escritura aparece separada de las otras unidades por un espaciamiento (lo cual indicaría que la palabra entendida de tal modo es una convención de la escritura), cuando se habla de "figuras de palabra", se la entiende de esta última manera. Claro que esta manera de entender el contenido semántico de la voz "palabra" no deja de causar desazón en los lingüistas quienes preferirían verla desterrada de su léxico (al respecto es notable la imprecisión o las vacilaciones con que los diccionarios tratan de definir este término), pero ello, una vez más, nos advierte que la disciplina retórica no estaba demasiado preocupada por esclarecer problemas de orden semántico.
La palabra, en efecto, unidad inestable e incluso
tardía (recuérdese que en la lengua hablada su continuo fluir hace que algo como la palabra sea inimaginable y que en la escritura las segmentaciones de la línea gráfica llegaron después de siglos y siempre fueron -aún lo son- el resultado de convenciones azarosas) parece poco apta para llenar el lugar a que ha sido naturalmente destinada. De hecho siempre que se ha pensado en "la palabra" no se ha pensado sino en el nombre y en el verbo o sea en aquellos núcleos discursivos que pueden ser objeto de representación visual -como había venido ocurriendo con las escrituras ideográficas y aun en las pictografías- y que son capaces de funcionar a la vez como emergentes y como abreviaturas (condensaciones) del discurso. El nombre y el verbo tienen la peculiaridad de poner algo - un objeto, una acción- "delante de los ojos" para decirlo con una expresión cara a Aristóteles; esto es, tienen la peculiaridad de transformar un espacio de condensación semántica en un espacio para la mirada, en un espectáculo. Esta espectacularidad del nombre y del verbo crean la ilusión de que están consagrados a señalar algo que existe por completo y desde siempre fuera del discurso. Todos sabemos que Adán fue encargado por Dios de dar a -o de reconocer en- las cosas su nombre propio, y a los latinoamericanos nos consta que en el caserío de Macondo hubo una vez en que sus habitantes, aquejados por la enfermedad del olvido, fueron privados de las palabras y por lo tanto obligados a señalar las cosas con el dedo. Las cosas son lo que está ahí, delante de los ojos, y al parecer no sólo los autores del mito narrado en el Génesis, o García Márquez, sino ya el propio Saussure habrían sido víctimas de esta ilusión naturalista. Según los autores del Curso, en efecto, Saussure, habría ilustrado el concepto de signo con dibujos, habría dicho que el "signo" árbol contiene la imagen -imagen visual- del árbol y que por lo tanto al significarlo no hace sino confirmar que el árbol estaba ahí, "delante de los ojos". Incluso Saussure, que tanto insistió en que la lengua no es una nomenclatura sino un sistema de signos, habría dibujado un árbol más o menos geométrico bajo el dibujo de la palabra "árbol" (¿o lo dibujarían sus alumnos?). Pero esa tenaz ilusión se sostiene ya menos fácilmente en cuanto se invoca una fórmula como "árbol de la esperanza" tomada de la corta plegaria de la que está sembrada la correspondencia de Frida Kalo ("Árbol de la esperanza mantente firme"). ¿Cómo hubiera dibujado Saussure este árbol? Y si él nos hubiese dicho que en ese ejemplo la palabra (¿el signo?) árbol es una metáfora, ¿cómo habría dibujado la esperanza -ella sí usada en sentido "propio"-, cómo nos habría sugerido que la esperanza estaba desde siempre ahí, antes de que los hombres inventaran la palabra que puede nombrarla? No, evidentemente Saussure no hubiera hecho eso, ni hubiera aprobado que alguien lo intentara. Porque en verdad la esperanza sólo puede habitar en el discurso. He aquí que las palabras no nos dejan ver el discurso que las contiene pero, paradójicamente, es la existencia del discurso lo que nos hace ver, y magnificar, las palabras. Creer, en términos atomísticos, que primero están las palabras y que su laboriosa reunión va conformando los discursos es caer en un prejuicio realista, naturalizante, que supone que, aun, primero que las palabras están las cosas ya formadas a las cuales aquéllas dan nombre. Pero las palabras, lo que, sin saber bien a qué nos referimos llamamos palabras, nada pueden significar sino en el contexto de un discurso o al menos de una frase y esto ya lo había advertido claramente Foucault en Las palabras y las cosas.
6. Lo "propio" y lo "figurado"
Como quiera que sea, en el citado pasaje de la
Poética, Aristóteles está de hecho dando sustento a la tradición que sostiene que las cosas tienen un nombre que les es "propio" o primitivo pero que pueden adquirir otro, u otros, mediante un procedimiento de transformación: este segundo nombre, consecuencia de una derivación, sería el nombre figurado. No podemos saber si esto era todo lo que Aristóteles pensaba sobre el tema o si esa tradición ha retenido sólo un aspecto pues, por un lado, como sabemos, de la Poética contamos con una versión incompleta y, por otro, Aristóteles tenía una visión muy aguda de la complejidad de los procesos discursivos como para hacernos sospechar que pudo también haber pensado este tema desde otras perspectivas. Pero remitiéndonos a esta definición que se cuenta en nuestro haber, podríamos decir que, al proponerla, Aristóteles está recurriendo a una tradición onomasiológica cuya exposición más nítida ha llegado hasta nosotros en el Cratilo de Platón. En el Cratilo, en efecto, Sócrates asegura que los nombre -sustantivo, adjetivo o verbo- actúan como una "imitación" de la cosa - o de la acción- designada, si bien admite que algunos, por el ejemplo el nombre de los números, han sido instituidos por convención o que muchos de los nombres que circulan han perdido ya su forma primitiva y han sido objeto de una transformación cuyo resultado es que dicho nombre segundo ocupe el lugar del primero instalándose en ese lugar como nombre propio. Recuérdese que aquel diálogo platónico comienza con el desconcierto de Hermógenes a quien Cratilo le ha asegurado que ése, Hermógenes, no puede ser su nombre "propio" -esto es que él no puede llamarse así- puesto que Hermógenes viene de Hermes, dios del comercio y la ganancia, y tal nombre sólo puede aplicarse con propiedad a un hombre rico, no a un razonador sin fortuna.
El nombre de una persona, pues, para ser su
nombre propio debía corresponder precisamente a alguna de sus propiedades características: por ejemplo su temperamento, su oficio, algún hecho del que ha sido protagonista, etc. En la célebre compilación de hagiografías compuesta hacia el siglo XII por Santiago de la Vorágine y conocida bajo el nombre de La leyenda dorada, se lee que San Cristóbal adoptó ese nombre - Christóforo, el portador de Cristo- después de su conversión, y que obró con propiedad al cambiárselo pues él había llevado a Cristo sobre sus espaldas y seguía llevándolo en su conciencia, lo cual era una razón suficiente para que renunciara al nombre de Réprobo que era el que le convenía antes, cuando era un pecador impenitente(9).
La tradición que sostiene la originalidad del nombre
propio y que, al hacerlo, sostiene a la vez que el lenguaje verbal se origina en el nombre y que en suma es una serie abierta de nombres llega con fuerza por lo menos hasta Du Marsais y sigue prolongándose en los tratados de retórica escritos hasta entrado el siglo XX. Esta tradición ha sido cuestionada por el pensamiento estructuralista y en general por los lingüistas que empezaron a pensar, incluso desde antes de Saussure, que la lengua es un sistema y que por lo tanto lo original es el sistema completo, no las palabras y, en el dominio de la comunicación social, en el principio está el discurso. En su esclarecedor artículo "Tropos y semántica lingüística", François Rastier denuncia lo que él llama "la gramaticalización de la retórica", la cual a su vez es una consecuencia de una naturalización de la gramática. De esta gramaticalización no se habrían librado ni siquiera los pensadores estructuralistas o los neorretóricos quienes de una u otra manera aceptan que las figuras son una suerte de "desviación" del uso corriente de los vocablos y que por lo tanto en el origen existiría un discurso blanco, sin desviaciones ni opacidades (ni adscripción a algún género), que la gramática está encargada de describir. Criticando esta posición, insistiendo en que es a la semántica y no la gramática "a la que le toca describir el funcionamiento lingüístico de los tropos", Rastier invoca una corriente en el pensamiento lingüístico que se empeña en revertir este prejuicio racionalista, también naturalizante y en última instancia también metafísc "Para los semánticos 'continentales' entre los que me cuento, dice, el sentido primero, sea etimológico (histórico) u original (etiológico), no forma parte de la definición de un semema: un semema se define dentro de una red de oposiciones sincrónicas"(10).
Parece más lógico pensar, como Rastier, que el
nombre -para no hablar todavía de signo- tiene un significado que proviene de su contexto discursivo. Es el discurso el que decide la significación y, en todo caso, establece lo que debemos ver como propio o figurado. La retórica está en el principio y aun la gramática, en tanto discurso, es un género retórico. Para poder significar, cualquier frase necesita adscribirse a un género, a una producción discursiva. Los géneros, pues, fuente de toda significación, son los que señalan cómo debe entendérsela. Una frase como "David mató a Goliat" puede ser una información bíblica, una metáfora (si me estoy refiriendo por ejemplo a la guerra de Vietnam en cuyo caso podría haber dicho igualmente "El ratón venció al león") o la simple muestra de una estructura gramatical en cuyo caso valdría lo mismo decir que David mató a Goliat, que Goliat mató a David o que Juan compró una casa.
7. La clasificación de las figuras
Retornando a la elocutio, las tendencias
contemporáneas nos han acostumbrado a pensar las figuras como tropos e incluso a reducirlas progresivamente a los grandes tropos: la metáfora especialmente, la metonimia también (sobre todo desde que Lacan, siguiendo la lección de Jakobson, se preocupó tan vigorosamente por mostrar su importancia en el psicoanálisis), o la sinécdoque. Podría discutirse si estas figuras son verdaderamente tropos, o únicamente tropos ("figuras de palabra") pero lo que me interesa por ahora es recordar que siempre se ha reconocido, aunque últimamente este reconocimiento haya quedado relativamente en sombras, que existen figuras más allá de los tropos. Es inevitable en este punto volver sobre Fontanier quien, como se sabe, dedicó la segunda parte de su Manual, o el segundo libro que lo compone, a estudiar las Figuras que no son tropos (Figures outres que les tropes). Es verdad que esta clasificación que procede por negación no hace sino mostrar que los elementos que conforman la positividad, es decir esa clase de figuras, forman un conjunto impreciso. Sin embargo, aventurarse por esta imprecisión, tratar de organizar sus líneas interiores y sus líneas fronterizas es algo que los retóricos no se cansaron de intentar como si el estudio de la retórica fuera básicamente una taxonomía: los críticos contemporáneos, gente siempre dispuesta, como por otra parte son los críticos de cualquier época, a ver la paja en el ojo ajeno a aunque a veces tengan razón, hablaron, a propósito de este intento sin pausa, de un "exceso taxonómico" y hasta de un "furor clasificatorio" que habría hecho presa de los retóricos. Esta crítica, es de suponer, difícilmente hubiera hecho detenerse a hombres como Fontanier, quien estaba convencido de que en todo momento trabajaba a favor de la inteligibilidad. Como se lee en la Advertencia con que se abre, este Manual inmediatamente después de aparecer fue adoptado para uso de los colegios, con lo cual venía a ubicarse en el lugar que había ocupado hasta entonces el Traité des Tropes(11), esa "obra maestra" de Du Marsais que había sido la indiscutible autoridad durante aproximadamente un siglo. Pero esta chef-d'oeuvre, según explica poco después Fontanier en el Prefacio, siempre le había parecido a él que dejaba mucho que desear "desde el punto de vista de la exactitud y de la precisión" (sous le rapport de l'exactitude et de la précision); sobre todo, explica Fontanier, la obra de Du Marsais le había parecido falta de "este orden, de este método tan esencial en una obra de este género" (cet ordre, de cette méthode si essentielle dans un ouvrage de ce genre). Fontanier, pues, consideró que el universo móvil de las figuras podía resultar más inteligible si se reducía a cuatro grandes clases: 1) las figuras de construcción que operan en el nivel de la sintaxis; 2) las figuras de elocución que dan énfasis a la dicción como la consonancia, el epíteto, la sinonimia o la repetición; 3) las figuras de estilo, encargadas de darle realce y vivacidad: si bien esta clasificación podría extenderse a todas las figuras en tanto todas producen el efecto de realce y vivacidad (si bien esta clasificación, en un sentido, abarca el todo y la parte), hay ciertas figuras como la interrogación, la exclamación, la aliteración, la descripción o el dialogismo cuya función es específicamente realzar el estilo; y 4) las figuras de pensamiento que provienen de la imaginación, del razonamiento, de la relación, entre otros procedimientos que podemos reconocer en el discurso y que son, por ejemplo, la prosopopeya, el paralelismo, la dubitación o la ironía. De acuerdo a Fontanier, entonces, todo puede ser figura lo que quiere decir que un problema más arduo que reconocer la existencia de figuras en el discurso sería el de reconocer su inexistencia.
Diríamos que el afán taxonómico llega a su apogeo
con Fontanier cuyo procedimiento para dividir las figuras fue calificado por Gérard Genette, en su Introducción a Les figures du discours, como "obra maestra de la inteligencia taxonómica", sobre todo porque establecía, implícitamente, una comparación con la clasificación de los tropos propuesta un siglo antes por Du Marsais, comparación que Genette -y el propio Fontanier- consideraban restrictiva e insatisfactoria. Esta opinión, hay que decirlo, no ha sido compartida en general por los neorretóricos quienes se dedicaron a corregir, más aun que la clasificación misma, el criterio metodológico sobre la cual se basaba. Sin embargo podría decirse en su descargo que Fontanier no escribió su Manual para alimentar a los críticos sino por una razón más modesta (en cierto sentido) y sobre todo más útil: dotar de un instrumento convincente a los profesores de retórica que cada día debían recomenzar la clase ante sus estudiantes. La falla, o en todo caso la limitación, de Fontanier, sería la de no haber procedido con el rigor del lingüista y, en consecuencia, de no haber atendido suficientemente a la composición semántica de los términos así como a los procesos intrínsecos de la significación. Y esta falla, esta limitación, es la que trataron de superar los neorretóricos, desde Jakobson en adelante, aunque, también hay que decirlo, mucho aprendieron de él. Pero entendámonos: no es que Fontanier, como a su turno Du Marsais y todos los que siguieron la tradición clásica, hicieran caso omiso del aspecto semántico de las figuras. Puesto que se refirieron básicamente a las figuras portadoras de significación y a las transformaciones del significado, no podían situarse sino en la dimensión semántica del tropo. Pero en tanto veían este proceso desde la perspectiva del uso (Du Marsais, como es sabido comienza por definir los tropos como términos alejados del uso natural y con ello seguía una vasta tradición a la que también vendría a incorporarse Fontanier), en última instancia su interés es más bien de orden pragmático que semántico. Estos hombres consideraron el valor de las palabras en el momento de su intercambio y aun más específicamente en el momento de su recepción.
Por su parte Roman Jakobson, como se sabe,
apoyado en el Curso de Ferdinand de Saussure, entendió que el reconocimiento, en la cadena hablada, de un eje paradigmático y un eje sintagmático podría ser transpuesto con felicidad al de un eje metáfórico y un eje metonímico y hacer, por lo tanto, de la metáfora y la metonimia los dos núcleos organizadores del campo de la retórica o, en general, de las operaciones discursivas. También se sabe que esta osadía de Jakobson resultó fecunda desde que entusiasmó tanto a lingüistas como a psicoanalistas aunque pronto se mostró insuficiente porque dejaba de lado otro núcleo importante en la constelación de unidades retóricas como empezó a ser la sinécdoque, aparte de que ignoraba otros niveles del discurso. Gérard Genette, habló, como también se sabe, de una "restricción generalizada" de la retórica, disciplina que, de la antigüedad al siglo XX no sólo había perdido la mayoría de sus partes hasta quedar reducida a la elocutio, sino que aun continuó esa reducción dentro de la propia elocutio, la cual ahora abarcaba dos, todo lo más tres, figuras centrales(12). Esta restricción es la que trató de levantar el Grupo µ de Lieja(13) al proponer una clasificación igualmente sistemática, igualmente basada en criterios lingüísticos, pero mucho más abarcadora, tan abarcadora y tan sistemática que en su momento llegó a parecer definitiva. El Grupo µ dividió el campo de las figuras retóricas en cuatro conjuntos que respondían a un orden gramatical, conjuntos a los que respectivamente llamó metaplasmos (figuras del sonido o prosódicas), metataxis (figuras sintácticas), metasememas (figuras semánticas) y metalogismos (conjunto este último que incluyen no sin vacilación y que comprendería las llamadas figuras del pensamiento). Son notables, por ejemplo, sus análisis de los metasememas, en especial cuando se aplican al estudio de las grandes figuras y es difícil no recordar la novedosa y esclarecedora explicación de la metáfora como una doble sinécdoque (particularizante primero y generalizante después) a partir de una minuciosa observación de la organización de los semas; la metáfora, según ello, aparece en el momento en que, entre dos sememas, se abre un espacio común en el que un cierto número de semas se repiten haciendo posible la relación analógica (el paso de un nombre a otro) cosa que, (y ésta es una observación que corre por nuestra cuenta) permite pensar que para que haya semejanza debe hacerse presente también la diferencia Si comparamos esta clasificación con la de Fontanier podremos fácilmente concluir que la del Grupo µ (aunque siguiera pensando en las figuras como una "desviación" operada en las formas usuales de la comunicación verbal) es, desde el punto de vista lingüístico, mucho más rigurosa y sistemática, que está apoyada en criterios más asibles y que resulta más exhaustiva aunque selecciona, de cualquier modo, un universo más limitado de figuras del discurso. En nuestro medio, Helena Beristáin se ha basado en estos estudios para enseñar la práctica del análisis de la lírica en un libro llamado Análisis estructural del poema lírico(14), libro que desde hace varios años viene sacando de sus habituales penurias a los profesores (no son muchos, es verdad) que toman el lenguaje lírico como tema de sus clases.
Sin embargo si uno quisiera alegar en favor de la
clasificación intentada por Fontanier y en contra de la llevada a cabo por el Grupo µ podría argumentar que este último ha encontrado un terreno más sólido donde fundar su clasificación pero a costa de abandonar -como se viene haciendo desde los días de Jakobson- el espacio propio de la retórica, espacio al que Fontanier se mantuvo en todo momento fiel. En realidad, si la retórica enseña una clasificación de las figuras es para que quien la aprenda no esté tanto versado en los procesos intrínsecos del discurso o en la organización sémica de los sememas, sino para que esté condiciones de reflexionar sobre la belleza y la eficacia comunicativa de las palabras y quede iniciado en la práctica del arte de hablar. La retórica como disciplina se dirige a una práctica, a un hacer verbal persuasivo y por lo tanto si queremos verla desde la lingüística tendremos que decir que está mucho más próxima a la pragmática que a la semántica aunque ésta, más que aquélla, pueda hacernos entender mejor ciertos procesos del sentido. La semántica, en todo caso, podría ser una ciencia auxiliar de la retórica pero inútilmente podría intentar colocarse en el lugar de ella. En última instancia, y hablando con rigor, el resultado de las investigaciones del Grupo µ y el de la experiencia de Fontanier son incomparables; uno no puede corregir al otro porque si bien ambos aparentemente tratan la misma materia lo hacen desde espacios diferentes y sobre todo con fines diferentes: mientras el Grupo µ está preocupado por ver, y mostrar, con claridad cómo se realizan los procesos de transformación del sentido en el interior del discurso, Fontanier está preocupado por la comunicación, por la palabra en cuanto actúa depositando en el otro su carga semántica y sobre todo por lograr que los estudiantes que recurran a su Manual (y consta que fueron muchos pues era de uso obligado en los programas escolares) sepan cómo un grupo de palabra, o un giro verbal, utilizados en un sentido o en otro, mueven el ánimo también en un sentido o en otro, realzan la expresión, convencen con su fuerza o su belleza, o por el contrario hacen fracasar el propósito comunicativo. Fontanier está convencido de que el conocimiento de las figuras contribuye decisivamente al conocimiento del "genio del lenguaje" y que por lo tanto sus lecciones ayudan a ordenar teóricamente una competencia práctica que todo hablante tiene. Las figuras son usadas por todos. Pero sólo aquéllos que conocen su composición y que están en condiciones de reflexionar sobre ellas son los que pueden a la vez tanto aprender a usarlas de manera artística como penetrar en los secretos del lenguaje. Hablando de la "Utilidad del conocimiento de las figuras" (Utilité de la connaissance des figures), Fontanier introduce este comentari
On ne demandera s'il est utile d'étudier, de connaître
les figures? Oui, répondrons-nous, rien de plus utile, et même de plus nécessaire, pour ceux qui veulent pénétrer le génie du langage [...]. Ne pas chercher à les connaître, ce serait donc renoncer en quelque sorte à connaître l'art de penser et d'ecrire dans ce qu'il à de plus fin et de plus délicat: ce serait, a-peu- près, rénoncer à connaître les lois, les principes du goût(15). [Se nos preguntará si es útil estudiar, conocer las figuras. Sí, responderemos, nada hay de más útil, y aun de más necesario, para aquéllos que quieren penetrar el genio del lenguaje [...]. No intentar conocerlas, sería pues de alguna manera renunciar a conocer el arte de pensar y escribir en lo que él tiene de más fino y de más delicad sería, poco menos, renunciar a conocer las leyes, los principios del gusto.] Fontanier, por lo tanto está siempre del lado de lo que hoy quizá llamaríamos literatura y que siempre se llamó elocuencia y si nosotros pensamos que aprenderemos más sobre las figuras indagando en los procesos semánticos que en las reglas de la composición es porque acaso hemos olvidado el lugar preponderante que la cultura clásica reservó para el arte.
Desde luego, ello no significa que observar la
retórica desde la perspectiva de la semántica -o desde la de la semiótica- sea tiempo perdido. Comprender cómo opera la figura en el interior del discurso nos puede servir para comprender cómo opera en el interior del sujeto y, más aun, nos lleva a comprender que la retórica, así como una teoría de la comunicación, es también una teoría del sujeto. Específicamente, del sujeto movido por el deseo de actuar sobre el otro, para que este último adquiera sobre las cosas -y sobre la propia lengua- un punto de vista, esto es, un modo de mirar, semejante al suyo.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
1) Me estoy refiriendo al Manuel classique pour l'etude
des tropes, de 1821, que junto con Des figures du discours outre que troupes, segundo tratado de Fontanier que fue publicado en 1827, integraría posteriormente un volumen único conocido como Les figures du discours. Para el presente trabajo he consultado la edición de Flammarion hecha en Paris en 1968, con prólogo de Gérard Genette.
2) Id. p.63. En esta misma página se localiza la cita que
viene a continuación.
3) Paul Valéry, "Poesía y pensamiento abstracto" en
Variedad II, Losada, Buenos Aires, 1956; p.177; trad. de Aurora Bernárdez.
4) Confesión, de Enrique Santos Discépolo.
5) Poética, Aguilar, Madrid, 1963; trad. Francisco de P.
Samaranch; p.82. 6) La metáfora viva, Ediciones Europa, Madrid, 1980; trad. de Agustín Neira.
7) Retórica, libro III, cap.11, p.200
8) Este fragmento pertenece al poema VIII de "Poemas
póstumos II (España aparta de mí este cáliz) según el orden establecido en OBRA POÉTICA de la Colección Archivos (edición ALLCA XX/Fondo de Cultura Económica, 1988)
9) La leyenda dorada fue editada, en dos tomos, por
Alianza Forma, Madrid, en 1982, con traducción del latín de Fray José Manuel Macías. La leyenda de San Cristóbal se encuentra en el tomo I.
10) Revista Morphé No.8, enero-junio 1993, Universidad
Autónoma de Puebla; pp. 57-58; trad. de Raúl Dorra.
11) Existe una moderna edición del Traité des Tropes
(seguido de Jean Paulhan, Traité des Figures), hecha por Le nouveaux commerce, Paris, 1977).
12) "La retórica restringida" en Investigaciones retóricas
I I , R e v. C O M U N I C A C I O N E S N o . 1 6 , Ti e m p o contemporáneo, Buenos Aires, 1974. 13) ver Rhétorique Générale, Librairie Larousse, Paris, 1970.
14) Cuadernos del Seminario de Poética, UNAM, México,