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Éoses; después nace el uránida Jápeto, ya citado, y Tea, y Rea, por otros llamada Cibe-
les, la prudentísima Temis, Mnemósine, madre de las nueve musas, Febe de áurea
corona y la amable Tetis, que engendró al muy belicoso Aquiles tras unirse a Peleo.
Después de estos once aparece Cronos de mente retorcida y obscuros designios,
quien, como es consabido, emasculó a su padre Urano arrebatándole así el mando
universal.
De las gotas de la divina sangre que esparció el inmortal miembro, Gea engendró a
las Erinias, que según algunos son tres: Aleto, Tisífone y Megera, mas en realidad sólo
hay una: Adrastea de inexorables brazos, de los cuales ni siquiera los dioses pueden
sustraerse. También de la sangre del inmortal miembro, la diosa madre engendró a los
gigantes, éstos son, entre otros: Efialtes, Eurito, Critio, Mimante, Encelado, Polibotes,
Hipólito o Gración y Alcioneo, quien era el gerifalte de todos ellos; otrosí de su vien-
tre salieron todas las jóvenes ninfas, tales como las oceánides y las nereidas que habi-
tan los mares, las náyades de los ríos y arroyos, las dríades y amadríades que moran en
los árboles y arbustos, las oréades de los montes y montañas, las napeas y auloníades
de los valles, las melíades que de los ramosos fresnos hacen habitación y las agrosinias
que engalanan los fértiles campos. Por ende, las ninfas más ilustres son: Calipso,
Circe, Faetusa, Lampetcia, Cirene, Asia y Clímene.
Asimismo, de la espuma de los eternos genitales que fueron lanzados al proceloso
Piélago nació una maravillosa doncella. Primero navegó hacia la divina Citera y des-
pués a Chipre. Salió del mar la bella y augusta diosa, y bajo sus delicados pies crecía la
hierba en torno. Afrodita la llaman dioses y hombres, pero también Citerea, Ciprogé-
nea o Filomédea. Su ministerio es doble: Mientras que Afrodita Urania patrocina la
reproducción de los seres y el más excelso amor, Afrodita Pandemo tiene a su cargo el
cegador deleite sexual, perdición de muchos, provecho de pocos.
La esclarecida Rea, por su parte, entregada a Cronos de tremebunda voracidad, tu-
vo famosos hijos, tales como Histia, la agrícola Deméter que presta lozanía a campos y
parterres, Hera de áureas sandalias e inmensos ojos, el poderoso Hades que reside
bajo la negruzca tierra con implacable corazón, el sacudidor Ennosiego, más conocido
con el nombre de Posidón, y el resonante Zeus, padre de dioses y de hombres, por
cuyo trueno tiembla la anchurosa tierra.
Entonces Jápeto se llevó a la rubicunda Clímene, oceánide ilustre por
Estirpe
de Plata
sus finos tobillos, y subió a su mismo lecho enardecido por la pasión
amorosa que se le despertó al contemplar sus perfectos pies, obra maestra
de Cronos. Ésta le dio un hijo: El intrépido Atlas que sostiene la tierra con sus ferru-
gientas espaldas, y parió también al muy ilustre Menetio, que debido a su desmedida
audacia Zeus lo hundió en el Erebo abisal, y a Epimeteo, quien desde siempre fue
ruina para los mortales que se alimentan de pan.
A su vez, el japetónida Atlas entró a la muy encumbrada Etra, hija de Érebo y No-
che, y de su amorosa unión nació Coronis, una de las afamadas Híades que crío al
oblicuo Dionisio. Esta Coronis se ayuntó a Tántalo, el que sufre arduos tormentos,
pues se encuentra sumergido hasta el mentón en las aguas de un lago penando de
hambre y de sed, pero en vano saciarse pretende: Cada vez que a beber se agacha con
ardor, escápasele toda el agua como absorbida por un dios y en torno a sus pies des-
cúbrese la tierra negruzca. Corpulentos frutales sus ramas tiéndenle a la frente con
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espléndidos frutos; perales, granados, manzanos, bien cuajados olivos, higueras reple-
tas de dulces higos; mas apenas el anciano alarga sus macilentas manos a ellos cuando
un viento veloz los alza a las nubes sombrías.
Este Tántalo es hijo de Zeus que embraza la égida y de Plote, la nereida de mirada
glauca que afloja los miembros. A su vez, Tántalo y Coronis engendraron a Pélope,
quien recibió del mismísimo Hermes, dios de los caminos, el cetro helicoidal que
acostumbraba a llevar consigo, y a Níobe de bucles dorados, a la que doce hijos se le
murieron en palacio, seis hijas y seis hijos en plena juventud, asaetados por la diosa
montaraz.
Pélope, el varón de azarosa vida que dio nombre al egregio Peloponeso,
Estirpe
de Cobre
subió al lecho de la augusta Hipodamia, y ésta dio a luz a Tiestes y al muy
belicoso Atreo, quien unido a la hermosa Aérope, hija de Crateo, hijo de
Minos, rey de Creta y vástago de Zeus y Europa, engendró a los famosos hermanos
Agamenón, pastor de huestes, y Menelao, valeroso en el grito de guerra. Que Europa y
Cadmo eran hijos de Agenor, así como que Zeus domeñó a aquella en Creta una vez
transformado en toro y habiéndola seducido en la playa de Tiro, es un célebre suceso
que ya los antiguos cantaron con aladas e inmortales palabras.
Menelao desposó a la bellísima Helena, fémina de turgentes senos y alba tez, her-
mana de Filónoe, Clitemestra y los ilustres gemelos Cástor y Polideuces, todos ellos
vástagos de Tindáreo y Leda, mujer alrededor de la cual dicen que Zeus, prendado de
su beldad, se metamorfoseó en cisne anacarado con tal de gozarla, después de lo cual
se dice que Leda quedó encinta de dos huevos; en uno se criaron Pólux y Helena, y en
el otro Cástor y Clitemestra. Que por la ebúrnea Helena los más granados varones
estaban dispuestos a obsequiar las mayores dotes, ora Odiseo hijo de Laertes ora To-
ante, quien sin verla ofrecía innúmeras ovejas y torvos bueyes; bien Podarces bien
Protesilao Actórida; ya fuera Menesteo hijo de Peteo o bien Licomedes; Biante, Me-
lampo, bien el propio Ayax Telamónida, Elefenor Calcodontíada o Idomeneo rey de
Creta, hijo del divino Deucalión; todos, en fin, ¿no los enumeró el augusto pastor
nacido a los pies del monte Helicón?
Asimismo, también por todos es conocido que Paris, hijo del rey Príamo de Ilión,
tras conceder el falaz premio a Afrodita en un certamen de belleza en el cual además
participaban Filomedea, Hera y Atenea ―Paris ejercía de árbitro―, como contraparti-
da a la prevaricación éste se llevó a la ebúrnea Helena hacia Ilio, tierra de pastizales y
solípedos caballos, provocando así la cólera de los átridas Agamenón, pastor de hues-
tes, y Menelao, valeroso en el grito de guerra. Ellos convocaron a la poderosa flota de
los panaqueos, en número inaudito, para zarpar con negras intenciones desde la ínsu-
la de Eubea en dirección al Orto, Zéfiro en popa, a fin de abarloar los combos y bru-
nos bajeles en la playa de la ventosa Troya, ciudad de altas murallas y opulencia sin
cuento ni par.
Transcurridos diez años de infame guerra, la confederación panhelénica, ya fueran
argivos o dánaos, beocios, focidios o locrios, abantes, poseedores de Eubea, atenien-
ses, pueblo del magnánimo Erecteo, fueran micénicos, corintios, lacedemonios o
tracios, arcadios, eolios, epeos, bien cefalenios, etolios, cretenses o rodios, bien
mirmídones, helenes o aqueos, todos, salieron victoriosos de la ventosa Ilio y empren-
dieron el no menos difícil retorno hacia sus tan añorados hogares.
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Así pues, Menelao, caro a Zeus, recuperó a la ebúrnea y siempre joven Helena y
desposaron a su hija Hermíone con el morigerado Orestes, de quien ésta engendró a
Tisamenes, varón belicoso que sucedió a su padre en el trono de la afamada Esparta.
Éste, antes de morir en un combate fratricida contra los jonios en la región de la
Acaya, tuvo tiempo de perpetuar su noble estirpe, pues ayuntóse rebosante de pasión
amorosa con la argiva Cliómene, que debió huir a la ínsula de Creta, transida de
dolor, porque Tisamenes fue expatriado del Peloponeso y, por tanto, era también su
semilla rechazada.
Cliómene dio a luz un varón al que puso el nombre de Tálamo, quien vivió en
Creta fecundando muchos vientres de hermosas doncellas, tal era su irresistible en-
canto.
Uno de los hijos engendrados fue el prudente Nearco, émulo de Zeus,
Estirpe de quien se abarloó en el venerable Egipto con el admirable propósito de
Hierro
iniciarse en los misterios de Isis y Osiris. Se dice que fue allà donde el
dios alado Hermes, caduceo en mano por ser el mensajero de los inmortales dioses,
reveló a Nearco que el ser es uno, finito, eterno, inmutable e ingenerado. Es uno
porque, en efecto, no puede sino ser completo y perfectamente cabal; es finito porque
es uno, y el uno es el único número finito y cabal; es eterno porque es perfecto; inmu-
table porque no precisa modificación alguna e ingenerado porque aquello que es
jamás podrá sostenerse que anteriormente no haya sido, pues, decid, mortales, ¿de
dónde provendría?, y si ciertamente tiene procedencia, ¿no es obligado afirmar que ya
existía antes?
Por otro lado, Hermes, el dios de plumíferas sienes y portador del afamado caduceo
que le obsequió Febo Apolo, prosiguió revelando al prudente Nearco que, a fuerza de
existir el ser, Adrastea dispuso un devenir, que no le es contrario ―como por lo
común se cree, pues contrario a lo que existe es preciso que no sea de ningún modo―,
sino que le complementa siendo de naturaleza múltiple, infinita, pasajera, siempre
generada y en incesante mutación. Es múltiple porque padece la afección del espacio
―ya que está pero no es―, y todo espacio, a su vez, debe estar en algún lugar, y ese
lugar, en algún sitio, y así interminablemente; es infinita debido a que es múltiple,
además de porque finita sólo existe la unidad, por ende, porque entre un punto de
origen y un punto final siempre se hallará un punto medio; es perecedera porque
sufre la afectación del tiempo, crisol de los mortales de azaroso devenir; siempre se
genera a sí misma porque es infinita y múltiple, y es siempre mutable porque la multi-
plicidad debe ser infinita por lo que, en efecto, jamás es igual a sí misma.
De lo dicho, Nearco concluyó que todo es y está siendo uno y múltiple, finito e in-
finito, eterno y perecedero, ingendrado y en incesante generación e inmutable y jamás
igual a sí mismo.
Hermes, el dios del alado chambergo, también reveló a Nearco que el número ma-
yor es el uno, siendo todos los demás menores y, por lo tanto, en menor proporción
cuanto mayor sea la distancia que les separe respecto de la unidad. Así pues, según la
revelación, el número dos son las dos mitades del número uno, y el cuatro representa
los cuartos del mismo, por lo que el uno es límite y finitud y los demás números re-
presentan la ausencia de límite y la infinitud. De todo ello Nearco dedujo que estos
últimos están todos subordinados a la unidad primordial.
Marco Pagano 7
Que ésto se dijo desde entonces y que más tarde se pergeñó en la Magna Grecia ex-
tendiéndose hacia el naciente, es algo que pocos conocen, y, aun conociéndolo, todav-
ía menos lo comprenden por completo.
Nearco, prudentísimo varón, se ayuntó una sola vez con la sacerdotisa del templo
de Heliópolis Aretusa, hija de Phineé y Coor, y realizaron el coito por espacio de tres
días con sus noches antes de que Nearco, iniciado ya en los misterios herméticos,
eyaculara en el seno de la hasta entonces virgen Aretusa introduciendo la simiente de
la cual nacerían los mellizos Agatón y Páralos. Éste último se dirigió hacia el Aquilón y
abarloó su combo bajel en la afamada ínsula de Creta, donde domeñó a la doncella
Eriaikinia de albos pies y torneada cintura, maravilla el contemplarla, para que ésta
diera a luz al deiforme Glauconio.
Merced a su irresistible figura, Glauconio sedució a Lavinia, hija de Ámata y el muy
encumbrado Latino, y ambos fundaron hogar en la isla de Lemnos, lugar donde la
fértil Lavinia, de ancho caderamen, tuvo varias hijas e hijos de entre los cuales des-
colló Aristómenes, que lanzaba su pica más allá que cualquier otro mortal y que
además, merced a su ascendencia, soportaba el quemor de las brasas en sus pies con
mayor entereza que cualquiera de sus semejantes. Tanto era así, que por sus dotes
cautivó a Feronia, diosa de rubicundas mejillas, la cual engendró de Aristómenes al
broncíneo Aristofonte, émulo de Zeus en astucia.
Este Aristofonte emprendió singladura hasta llegar a Fenicia y se afincó en la ciu-
dad de Tiro. Allí desposó a la oriunda Mirza, doncella de la noble prosapia del rey
Hiram, el mismo que prestó su ayuda a los reyes de Israel David y Salomón cuando
éstos, henchidos de orgullo, iniciaron la construcción del templo consagrado a Yahvé,
su dios gentilicio. Sin embargo, fueron muchos y muy virulentos los oráculos que
contra Tiro compusieron los profetas de Yahvé, dios de muchedumbres y rebaños,
tropeles y crasas recuas.
En resumidas cuentas, Aristofonte y Mirza desnudaron sus miembros y, en hermo-
sa cópula, engendraron al muy felice Ebaupolmo, quien mezcló su mortal estirpe con
la divina.
Fue la muy torneada Afrodita, de lozana entrepierna y enhiestos pezones, la diosa
que reveló a Ebaupolmo la eximia condición que a todo varón acompaña, sin excep-
ción ni acepción, por el solo hecho de ser hombre.
Barbechando estaba el aristofontíada cuando apareciósele la muy torneada diosa.
Ante semejante visión, sin cuento ni par, Ebaupolmo sintió sus miembros languidecer
y sus mejillas tornáronse bermejas de ardor, tal era su deliciosa mocedad.
Afrodita de turgentes nalgas, Calípiga portadora de frutos sin cuento, reveló a
Ebaupolmo que como él, todo varón posee para sí la virginidad vitalicia, don de los
ínclitos dioses, que sellaron la alianza recubriendo el miembro viril con el sagrado
prepucio. Sin embargo, extraviados pueblos reos de una irracional mojigatería, desde
antiguo circuncidan el sello sagrado de los neonatos, cercenando así su legítima ente-
reza cual falo que desgarra el himen femíneo, ¡oh, necios!, aun persiguiendo bienes no
encuentran más que desdichas.
Tras la revelación, Afrodita Calípiga se entregó por completo al muy felice Ebau-
polmo para que éste inseminara su vientre feraz, y, culminada la mirífica copulación,
la diosa navegó hasta Chipre con objeto de dar a luz el fruto de sus entrañas.
8 Testamento Genealógico Vital
Iscómaco participó en la expedición de los diez mil griegos que fue constituida, en-
tre otros motivos, para dar visitación al gran rey de Persia. Cuando la polis del Ática se
alió con Tebas para derrotar a Esparta, él, aun ser un ateniense patriota, luchó en el
bando de los espartanos debido a que el voto militar le obligaba a ello; tal era su apre-
cio por la palabra y el honor. Creía Iscómaco en la patria común para todos los esta-
dos griegos y, en efecto, alternaba la mortífera espada del dios Ares con la grácil pluma
de Clío. Sus nobles escritos han educado ya a gran cantidad de hombres de bien.
Iscómaco se desposó con una mujer de la localidad de Dárdanos llamada Filesia, de
la cual quedó prendado durante el viaje de vuelta por el ínclito Helesponto. La pareja
encontró asiento en Escilunte, ciudad del Peloponeso, a cien mil metros de Esparta, y
allí criaron a sus dos retoños Grilos y Diodoro.
Diodoro, vástago de Iscómaco y Filesia, se ayuntó con Nauplia, doncella discreta
pero que parecía la viva efigie de un asno, engendrando así al robusto y patiestevado
Hermolao, quien siendo muy joven decidió trasladarse a la ilustre Siracusa y, poste-
riormente, se estableció en Crotona, la ciudad de los pitagorinos.
Este Hermolao participó de una eminente doctrina que, ya en el ocaso de su vida,
sostuvo el semideo Aristocles de Atenas, varón circunspecto sin cuento ni par.
A Hermolao se le fue revelado que en todos los seres hay tres elementos indispen-
sables para que se produzca el conocimiento; en efecto, el cuarto es el conocimiento
mismo y el quinto el objeto que se conoce. El primer elemento es la palabra, el segun-
do es su definición y el tercero la imagen sensible del concepto; con ello se adquiere el
conocimiento del ser. Estos cinco elementos inherentes a todo ser corresponden a los
cinco cuerpos regulares, a saber, el tetraedro, el cubo, el octaedro, el icosaedro de
veinte bases triangulares equiláteras y el nobilísimo cuerpo regular llamado dodecae-
dro, formado por doce bases pentagonales equiláteras. Asimismo, de los cinco ele-
mentos solamente el cuarto y el quinto son inmutables, por más que sólo el quinto es
causa y objeto de todos los demás cuerpos.
Lo aquí explicado es verdad, ahora bien, que la muchedumbre lo desconoce y que
la mayoría que lo ha oído no lo comprende, tampoco es menos cierto.
Hermolao se ayuntó con Fanotea, y ésta concibió por cubrición al muy adorable
Hermógenes, quien siendo mozo entendió que no hay número mayor que el uno, así
como que la multiplicidad es necesariamente infinita.
Hermógenes subió al lecho de Lampasia, y tuvieron infinidad de vástagos que se
esparcieron por la haz de la tierra, sustento de mortales, de entre los cuales descolló
Hermión, quien descubrió que la naturaleza es obra de los inmortales dioses, por
cuanto aquello fabricado por el humano no es sino artificio e imitación de aquélla.
Por ende, advirtió que el mejor de los artes no sólo imita a la naturaleza, sino a los
dioses eternos, de los cuales todo es efecto y fenómeno.
Hermión también advirtió que el ser es creador, unidad, indivisible, esencia, inva-
riable, finito, atemporal, unigénito, racional, ciencia, apodíctico, absoluto, qué, obje-
to, determinado, significado y causa; y que, por otro lado, el estar es creación,
multiplicidad, divisible, apariencia, variable, infinito, temporal, generado, irracional,
arte, circunstancial, relativo, cómo, sujeto, indeterminado, significante y efecto.
10 Testamento Genealógico Vital
Todo ello son conceptos que se entendieron otrora, mas hogaño es improbable que
alguien acceda a su significado y, en tal caso, más difícil aún es que le sirva de verda-
dero provecho.
Hermión, que fue un auténtico pitagórico, domeñó a la hermosa Casandra dos ve-
ces, de las cuales ésta quedó encinta de un varón llamado Critón y de un hermafrodi-
ta que llevó el nombre de Cinoscéfalo.
Este Cinoscéfalo recibió la visitación del Pitio Apolo, y el lumínico dios pronunció
un sublime oráculo mientras tañía con maestría su heptacorde lira, eximio presente
que le obsequió el plumífero Hermes.
Cinoscéfalo recibió del Pitio Apolo el conocimiento de los cinco artes y de las cin-
co ciencias nobles, de las cuales se derivan todas las demás ciencias y disciplinas así
como todos los demás artes y artesanías.
Tal como le refirió Timbreo los cinco artes nobles, nombrados de menor a mayor
valor son: La arquitectura y la escultura, si bien uno y otro son el mismo pero em-
pleado para diferentes magnitudes, la pintura y el arte de la poesía. Todos ellos hasta
aquí citados están sujetos a temporalidad y al devenir del Uránida voraz; sin embargo,
dos son los artes eternos: La música de cíclicas resonancias y la filosofía de cumbres
doradas.
A la par, las cinco ciencias nobles, mencionadas de menor a mayor consideración
son: La física y la química, si bien una y otra son la misma pero empleada respecto a
diferentes magnitudes, la biología y la ciencia de la filología. Todas ellas hasta aquí
citadas sujetas a temporalidad y al devenir del Uránida voraz; sin embargo, dos son las
ciencias eternas: Las matemáticas de profunda raíz y la muy augusta medicina que
asemeja a los hombres con los dioses.
En efecto, el objeto de todo arte es la filosofía de cumbres doradas, por lo que toda
actividad carente de sentido filosófico no es arte, ni noble ni vulgar; dígase a ello
artesanía o artificio y se hablará con propiedad. A su vez, la muy augusta medicina es
objeto y causa de toda ciencia y, en definitiva, lo que otorga toda ciencia es el bienes-
tar del cuerpo con el alma, así como todo arte proporciona la armonía del alma consi-
go misma.
Que el arte y la ciencia no están separados y que, por ende, guardan completa rela-
ción entre sí como le ocurre al cuerpo con el alma y a la fe respecto a la razón, es algo
que sólo un profano podría omitir.
Tan pronto como recibió el oráculo de Pitio Apolo, el hermafrodita Cinoscéfalo
quedó preñado de un varón cuyo nombre fue Lisímaco, y creció hasta ser dueño de
una cuadrilla de albos bueyes.
Este Lisímaco se ayuntó con la muy amable Irene, y, mientras gozaban de un delei-
toso coito en el lecho de amor, cuando la grácil dama se tumbó de espaldas, estiró sus
piernas y las desplegó abriéndolas de par en par dejando su empapado e hinchado
sexo al descubierto, cuando deslizó sus femíneas manos por la venusta entrepierna y,
¡maravilla contemplarlo!, explayó la húmida colina desnudando así la fértil sima, Irene
reveló a Lisímaco que, del fruto de su incipiente unión, lo primero a considerar sería
la esencia misma de su alma y, después, los dones que los ínclitos dioses a bien consi-
deraran de su provecho y dignidad. Estos dos elementos le acompañarían durante
toda su vida, pero no así los tres subsiguientes.
Marco Pagano 11
Poseída por el demón que guardaba por ella, Irene continuó diciendo que los ele-
mentos temporales que padecería su futuro hijo serían, en primera instancia, los dotes
ingénitos reflejados en su naturaleza, luego, la temprana formación que recibiera de su
alrededor y, por último, la experiencia que adquiriese de su propio devenir.
Todo ello, en fin, tiritando de ferviente deseo, Irene entre dientes musitó que cons-
tituiría el fruto de su unión, tras lo cual Lisímaco, enardecido por la cercanía del más
vivo deleite, penetró a placer y en acompasado vaivén el mullido sexo de Irene, que
por entonces permanecía túmido de gusto y amablemente dilatado merced a la in-
conmensurable pericia de sus delicados dedos.
El regosto de ambos aumentó de intensidad hasta que orgasmo y eyaculación se
dieron feliz cita. Cuánto elixir derramaría el abotagado falo en el interior de la vagina
palpitante, que ésta no cesó de rezumarlo hacia el exterior por espacio de tres días con
sus noches; por cierto, el mismo tiempo que el extasiante placer embargó a la muy
agraciada Irene.
Del asombroso apareamiento nació el giganteo Pactólides, cuyo cuerpo se levantaba
casi seis codos del suelo. Por su colosal poder fue inmediatamente reclutado para
servir en el ejército del astuto Amílcar Barca, fundador de ilustres ciudades como la
gran Barcino.
Era Pactólides un mozo cuando batalló en las filas del ejército cartaginés, no obs-
tante, a tal punto montaraz que no salió de la forja lanza ni flecha alguna que consi-
guiera traspasar su curtida piel. Por su fuerza era capaz de levantar rocas que a
cualquiera le parecerían peñascos, y disparaba su enorme pica a tal distancia que
perdíase entre el vasto horizonte. Su broquel lucía unas dimensiones que podía servir
de mesa a un escuadrón, y sus prodigiosas grebas bien podían rodear el tronco de una
encina adulta.
Concluidas las primeras guerras púnicas, Pactólides se recluyó en Cartago llevándo-
se consigo a su mujer Andrómaca, rolliza y de amplio caderamen, no obstante, hete
aquí el formidable tamaño del falo de Pactólides, ya que inseminó el vientre de su
esposa no entrándola, como cabría suponer, sino acomodando la cúspide del purpú-
reo glande entre los tumescentes labios vaginales y, en última instancia, regando el
interior con un poderoso torrente fecundador, ¡horror causaría contemplar semejante
escena!
De dicha copulación nació Ausonio, que por cierto acompañó a su ya octogenario
padre en la memorable expedición de Aníbal ―ésa en la cual cruzó los Alpes y venció
en el lago Trasímeno y en Cannas― tras lo cual dispensole digna sepultura en la ribera
del río Rubicón, y decidió afincarse en Roma donde casó y engendró hijos.
Desposó Ausonio a la púber Escribiona, y, entre otros muchos, engendró al perspi-
caz Amarilio Pompilio, caro al dios de plumíferas sienes, quien al declamar sus discur-
sos provocaba el renacimiento de animales y plantas, al tiempo que sanaba e infundía
vigor a los entecos de entre quienes le oían. En efecto, cuando Pompilio declamaba
ante el auditorio, el inmortal éter rielaba a su alrededor a borbollones, y las edifica-
ciones contiguas al estrado mecían sus recios fundamentos, ¡prodigioso hecho!, si-
guiendo la misma cadencia que Amarilio infundía a sus divinales proclamas. Él fue
quien llamó universo al uno en movimiento, amén de quien se erigió en espejo y luz
de los subsiguientes oradores que habitaron la ciudad de las siete colinas.
12 Testamento Genealógico Vital