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El taller de Gay Talese

Robert S. Boynton

Traductor Andrés Hoyos

El Malpensante N° 65
Septiembre - Octubre de 2005

Un fantasma prestigioso

Pese a su renombre internacional, Gay Talese es hoy por hoy


un fantasma para nosotros, un fantasma prestigioso. Sus libros
hace mucho que no se editan en ninguna de las perezosas y
predecibles capitales del mundo editorial en español, y algunos
de ellos, como Unto the Sons (1992), el último que publicó en
inglés, nunca se tradujeron a nuestra lengua. Aquí sí cabe eso
de que todo tiempo pasado fue mejor, pues los libros de Talese
hacían parte del catálogo de Grijalbo en los años setenta, si bien parece que al ser
devorada por el grupo italiano Mondadori, que a su vez sirvió de comida para el gran
tiburón alemán Bertelsmann, la vieja editorial española se vio obligada a “depurar” su
catálogo de cosas buenas para publicar maravillas como La dieta South Beach o
Descubre tu destino con el monje que vendió su Ferrari.

Gay Talese, sin embargo, es una figura emblemática de las más altas esferas del
periodismo escrito, llámense éstas periodismo literario, Nuevo Periodismo o literatura
de no ficción. Mucho se ha hablado de la fructífera y hasta mágica relación entre la
literatura y el periodismo, pero lo cierto es que en el pasado esta conexión apenas
dependía de que hubiera escritores que a veces ejercían el periodismo, y periodistas
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que a veces se sentaban a escribir cuentos, ensayos o novelas. El eslabón verdadero
como tal, el texto que a su vez fuese alto periodismo y buena literatura, era muy raro. A
estas alturas, en cambio, en las buenas revistas uno puede encontrar con alguna
frecuencia esos cuentos anclados en la realidad que se llaman crónicas o reportajes y
que ya no tratan en exclusiva de las celebridades y de los grandes protagonistas del
acontecer noticioso, sino que se meten con personajes mucho más diversos.

Talese nació en Ocean City, New Jersey, en 1932, hijo de la familia católica formada
por un sastre italiano recién emigrado a Estados Unidos. En su juventud hizo a fondo
el aprendizaje de las redacciones aceleradas e inmediatistas, en particular de la del
New York Times, pero pronto entendió que lo suyo era el periodismo en profundidad y
se dedicó a escribir grandes reportajes para la revista Esquire. Éstos a su vez lo
llevaron a publicar libros completos en una tradición que recibió sus primeros grandes
impulsos de Hiroshima de John Hersey y A sangre fría de Truman Capote, ambos
publicados in extenso por The New Yorker.

El mundo narrativo de Talese muestra ciertas predilecciones: le interesan los


perdedores, algo poco explorado por el periodismo hasta la llegada de cronistas como
él, y son justamente famosos los perfiles que involucran a campeones negros de boxeo,
típicos ganadores de breve relumbrón que luego pasan el resto de sus vidas saltando
matones cuesta abajo. También puede decirse, pues Talese a veces ha sido criticado por
ello, que sus textos privilegian el mundo de los italoamericanos, en particular el de la
mafia, y el mundo masculino en general.

En la presente entrevista, Talese habla de los pormenores del métier de cronista y


reportero. A través de detalles a veces increíbles se nos revela como un obsesivo y un
perfeccionista, algo que se puede ver con facilidad en su prosa que nadie llamaría
espontánea o difusa. Vale la pena seguirlo en sus pesquisas para entender por qué él sí
llega al fondo de unas cuantas cosas, mientras tantos otros redactores apurados se
quedan en los extramuros o en la superficie de la gran variedad.

(A.H.)

Se considera parte de alguna tradición periodística, digamos, del periodismo


literario, del Nuevo Periodismo o de “la literatura de la realidad”?
No, todo eso es pura mierda. Tom Wolfe, a modo de cumplido, me incluyó en el Nuevo
Periodismo, denominación que nunca me gustó. El problema es que cuando escribes
no ficción tienes que entrar en alguna categoría o de lo contrario las librerías no saben

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dónde poner tu libro. De ahí todos esos nombres, como “biografías recientes” y tal. Yo
no quepo en ninguna de esas categorías. Sólo quiero escribir sobre la gente algo que
parezca un cuento, pero con nombres reales.

¿Qué temas le atraen?


Los temas que me involucran son, literalmente, aquellos que me involucran. Escribo
historias que están conectadas con mi vida. Aunque a primera vista los míos pueden
parecer textos de no ficción sobre las experiencias de otros, si me atraen es en primer
lugar porque me veo en ellas.

Siempre he trabajado así. Mi primer libro, A Serendipiter’s Journey [Los paseos de un


afortunado], provino de las observaciones que hice mientras caminaba por la ciudad
de Nueva York. The Overreachers [Los exagerados] salió de mi curiosidad por los
personajes raros que construyen puentes. El reino y el poder trata de la gente rara que
trabaja en el New York Times. Honrarás a tu padre es sobre un hijo de la mafia
italiana con un pasado bastante parecido al mío. La mujer de tu prójimo provino de mi
rígida formación católica. Unto the Sons [A los hijos] es un libro sobre la familia de mi
padre. Y el libro en el que actualmente trabajo trata de las dificultades que he
experimentado para escribir en los últimos diez años.

¿Sobre qué tipo de personas le gusta escribir?


Sobre gente con la que pueda relacionarme emocional-mente. Pasamos tanto tiempo
juntos que tenemos una suerte de affaire en el proceso. Me les acerco tanto que puedo
escribir sobre ellos como si escribiera sobre mi esposa o sobre una amante perdida
hace tiempo.

Siento curiosidad sobre la manera en que la gente común enfrenta épocas tumultuosas
y sobre el conflicto entre la tradición y el cambio, ya sea en una revolución sexual o en
una revolución de valores culturales. Quiero explorar esos cambios a través de
personajes que no tengan nombres reconocidos, que no sean famosos.

¿Es por esto que —aparte de Sinatra, DiMaggio, Peter O’Toole, Floyd Patterson y Joe
Louis— usted ha escrito tan poco sobre celebridades?
Sí. No escribo sobre celebridades a menos que el hecho de la celebridad sea secundario
para la historia. Por ejemplo, aunque Sinatra era la celebridad de las celebridades
cuando yo escribí sobre él, yo me refería a que cumplía 50 años, a que la voz le fallaba y
se sentía solo. El tema era más la crisis del mediodía que su celebridad.

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El problema a la hora de escribir sobre celebridades es que la pertinencia de tu texto
dependerá de que ellos sigan siendo célebres. Los escritos sobre celebridades envejecen
muy rápido. Por eso nunca escribí sobre política. Una figura política sí que pasa rápido.
Ya sea que se trate de George McGovern, de Jimmy Carter o de Bill Clinton, esas
historias no envejecen bien. Siento más curiosidad por aquello que no es “noticia”.

¿Y cómo encuentra esas historias que “no son noticia”?


Observando. Una de las principales historias de mi libro actual me llegó cuando asistía
a un partido de fútbol femenino en julio de 1999 entre Estados Unidos y China en el
Rose Bowl. Hacia el final del segundo tiempo, una jugadora china falló un pénalti y
China perdió el partido. Pensé: “Mira qué interesante”. Aquí está Lu Ying, una chica de
25 años a la que están mirando millones en el mundo. Por mis lecturas sobre la
Revolución Cultural yo sabía, además, que era poco probable que su madre hubiera
sido una atleta o algo parecido a las madres activistas que tenemos aquí.

Semejante chica de seguro no puede estar acostumbrada a tener una audiencia


internacional de ese tamaño. Después de fallar el cobro crucial, Lu Ying se montó en
un avión en Los Ángeles y viajó a China. El viaje es muy largo para pasarlo pensando
en tu fracaso. La vi del mismo modo en que vi a Floyd Patterson [un boxeador de peso
pesado, dos veces noqueado por Sonny Liston en peleas por el título de los pesados].
Como alguien que se sobrepuso a la derrota y a la humillación. Caen y se paran de
nuevo. Lu Ying se vuelve la mediocampista que falla un cobro y pierde el partido para
China, pero que luego sigue con su vida. Ésa es una gran historia.

¿Cómo decide que una idea no noticiosa como ésa puede convertirse en un buen
reportaje?
Yo escribo por escenas, de modo que busco escenas prometedoras. Cuando escribí “El
puente”, traté de visualizar el puente Verrazano [puente neoyorquino que une a Staten
Island con Brooklyn, inaugurado en 1964] y los hombres que cuelgan del cielo, a
manera de imagen. La escena que abre El reino y el poder es la de un subdirector en su
oficina. La que abre Honrarás a tu padre es la de un portero que ve, pero en realidad
no mira, una demostración callejera. La mujer de tu prójimo comienza con un niño
que ve a una mujer desnuda en un quiosco de revistas en Chicago. En Unto the Sons
abro con una escena mía en la playa. Todas las escenas anteriores podrían estar en
películas. Supongo que esencialmente trato de escribir una película.
Una vez estuve en la casa de Francis Ford Coppola en Napa mientras él filmaba
Tucker, su película sobre el constructor de automóviles. Allí me mostró una serie de
tarjetas de 12 x 8 con las escenas que tenía planeadas. Yo siempre he organizado mis
libros y artículos de la misma manera. Si te fijas en “Frank Sinatra está resfriado”
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[Esquire, abril de 1966], es escena, escena, escena. La primera es en un bar, la segunda
en un nightclub, la tercera en los estudios de la NBC. Como en una película.

No muchos italoamericanos de mi generación se hicieron escritores, pero muchos sí


utilizaron sus habilidades visuales para hacer películas: Coppola, Scorsese, etc. Son
directores comerciales, no Fellinis. El artista italoamericano es un empresario y por lo
tanto enfatiza el aspecto más comercial de su experiencia pasada: la mafia. Aunque
ellos no hayan tenido experiencias directas con la mafia, es lo que vende, ya sea con
Los Soprano o con El padrino.

¿Cómo decide a quién entrevistar?


No suelo estar seguro al principio. Simplemente voy adonde creo que hay una historia.
Si la historia es la construcción del puente Verrazano, nada está construido cuando
comienzo. De modo que empiezo por el ingeniero, que ha concebido el puente en su
mente. Él está tomando en cuenta cualquier cantidad de fuerzas físicas, incluyendo la
curvatura de la Tierra. Está creando un teatro, una obra de arte con un arco como
proscenio, que abarca el tiempo, un escenario para miles de actores. Cuando escribí
sobre el New York Times, el edificio en sí era el teatro. No sé quiénes son los actores al
principio, no conozco la trama, pero conozco el escenario y el teatro. Encuentro los
personajes simplemente yendo al “teatro”. A medida que paso más tiempo allí,
emergen. Es casi como si yo los imaginara y, de repente, ellos aparecieran
misteriosamente.

¿Tiene alguna rutina para las entrevistas?


Aunque no puedo comenzar el proceso como compañero de alguien, convertirme en
eso es mi propósito último. Necesito pasar con alguien el tiempo suficiente como para
observar cambios significativos en su vida. Quiero viajar con la gente en el tiempo,
ponerme en situación de ver lo que ven. Luego quiero llegar hasta el mero frente de
batalla.

¿Cómo convence a la gente de que hable con usted?


A veces es un proceso largo. Tengo que venderme. Si algún talento tengo, es saber
meter el pie por la rendija de la puerta. Esto proviene de tener un interés auténtico en
la gente y de tratarlos con respeto. No soy abusivo. No hay una sola persona —haya yo
escrito sobre ella de forma favorable o desfavorable— a quien no pudiera volver a ver.

Por ejemplo, fui a China después de ver a Lu Ying jugar fútbol en la televisión. Sabía
que si convencía a la gente de Nike o de Adidas, quizá podría encontrarla, pues esas

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compañías abastecían al equipo. Por fin pude hablar con Patrick Wong, el director
local de Nike, y lo llevé a almorzar. Él se convirtió en mi contacto más importante en
China. Resultó que tenía un hermano en Brooklyn y desarrollamos un vínculo. Se
volvió mi hombre, mi hermano chino. Uno necesita a alguien así para cualquier
historia. Le vendí mi imagen y le vendí mi historia. Claro, yo estaba en Beijing, pero él
fue quien de veras me introdujo en China.

Le dije que quería averiguar lo que significaba para alguien como Lu Ying pasar por ese
tipo de derrota. Le expliqué que yo creía que ella era uno poco como la propia China,
que se sobreponía a la adversidad y a la desilusión. Todos sabemos qué es la desilusión.
Uno no puede ganar siempre la carrera. Hasta Michael Jordan falla más tiros de los
que convierte. Es un tema universal. Y Wong empezó a captar mi idea.

¿Establece reglas básicas para distinguir lo que es confidencial y lo que no antes de


empezar?
Yo no empiezo así porque las entrevistas que hago no son polvos de una noche. La
persona que entrevisto tiene que entender que nos estamos embarcando en una
relación de largo plazo, donde nada tendrá que ser confidencial. Claro, acepto ciertas
condiciones y las cumplo. Pero si me dicen que algo es confidencial, simplemente no
hablo con ellos. Insisto en que todas las citas deben asignarse a nombres reales.

Cuando escribía La mujer de tu prójimo, había un personaje llamado John Bolero, que
al comienzo me confió ciertas revelaciones y luego pretendió que fueran confidenciales.
Al oír esto, de inmediato viajé a Los Ángeles para hablar con él y con su mujer. Les
dije: “Ustedes no pueden hacer esto. El punto es que ustedes al aparecer declaran su
individualidad, y sin nombre ustedes ya no son ustedes. ¡Son alguien diferente!”.
Finalmente logré que él levantara la restricción. Tuve que hacerle entender que lo que
estábamos haciendo, como socios, era tan importante que debía honrar nuestro
acuerdo previo.

¿Qué política tiene sobre el cambio de nombres?


Aparte de que me consterna, no me interesa nadie que cambia los nombres al escribir
no ficción. No me importa sobre quién está escribiendo. Si estoy leyendo una revista y
veo un nombre cambiado, la dejo.

¿Cómo hace para convencer a la gente de darle tanto acceso?


Lo primero que hago es explicar por qué la persona es tan importante para mí. Les digo
que hay algo importante en ellos, algo que todavía no sé y que no ha sido explorado.
Tengo que convencerlos de que lo que hago vale la pena.
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De acuerdo, con eso puede que le den una tarde. ¿Cómo los convence de que le den
días, semanas, meses?
Voy a contarle cómo fue en China. Tras varias comidas con el señor Wong de Nike,
obtuve permiso para ir al lugar en que el equipo chino entrenaba para los Juegos
Olímpicos de Sydney. Las vi jugar, les di la mano y me hice tomar fotos con ellas.
Entonces un burócrata del Ministerio de los Deportes dijo: “Gracias, señor Talese.
Logró lo que quería. Hasta luego”. Yo contesté: “¿Qué? ¡No obtuve nada! Quiero volver
a verla”. Me dijo que la chica estaba demasiado ocupada, y yo regresé a mi hotel muy
frustrado.

El día siguiente le dije a Patrick Wong: “Sabe, acabo de caer en cuenta de que Lu Ying
no es el centro de mi historia. ¡Su madre es la historia! Verá, en Estados Unidos
tenemos unas madres activistas, mujeres privilegiadas que llevan a sus hijas a jugar
fútbol en grandes camionetas. Pero en China las madres de estas futbolistas no tienen
carro ni ninguno de esos privilegios. Vienen de familias muy pobres”. Le expliqué que
las heroínas no eran las jugadoras que son vistas por millones en la televisión. No, las
verdaderas heroínas anónimas ¡eran las madres de estas chicas!

Mi estrategia fue evitar los lugares de entrenamiento —que eran oficiales— y obtener la
historia por intermedio de las madres. Enfocándome en las madres de las futbolistas,
esperaba que la presión cedería y así podría obtener la historia que realmente quería.

Por fin pude echarle mi cuento a la madre de Lu Ying en el lobby de mi hotel. Le dije
que pensaba que su vida había influido en la de su hija, que ella me parecía una típica
madre china del presente, de esas que habían salido de la pobreza, de la Revolución
Cultural y que, sin embargo, habían logrado que sus hijas tuvieran la libertad de jugar
al fútbol. Ella pareció interesada, de modo que hicimos otra cita para encontrarnos en
el mismo lobby cuatro días después. Esta vez hablamos con más libertad y le pregunté
si podía visitarla en su casa. Estuvo de acuerdo y una semana más tarde mi intérprete y
yo fuimos hasta el hutan en el que vive. Era una edificación en la que habitaban 25
personas, toda una familia en un lugar muy estrecho. Vi dónde dormía Lu Ying; encima
de la cama tenía una foto de Michael Jordan. Sus pequeños pares de guayos estaban
alineados contra la pared. ¡Era maravilloso!

Y mientras hablábamos me presentaron a una viejita que era la madre de la madre: ¡la
abuela de Lu Ying! La abuela sufría de “pies vendados”1. Había vivido en la China
prerrevolucionaria. Pensé: “Un momento, ésta es una historia generacional sobre una
abuela, una madre y Lu Ying”. Y volvía y volvía a visitarlas.
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De modo que para responder su pregunta sobre cómo obtengo todo el acceso que
necesito, lo obtengo un paso a la vez. Me vendo gradualmente en cada paso. Lo
esencial es estar allí y conocer a la gente.

¿Alguna vez hace entrevistas por e-mail o por teléfono?


No tengo e-mail, ni lo uso. Utilizo el teléfono para hacer citas, pero todas las
entrevistas las hago en persona. Siempre voy personalmente a todas partes. Quiero ver
a la gente a la que entrevisto, y quiero que me vean. Todo es visual.

¿Toma notas mientras conversa?


Siempre estoy anotando cosas que me parecen interesantes. Pero soy discreto. No uso
libretas porque son demasiado voluminosas. En cambio, corto en tiras las cartulinas
que traen las camisas cuando llegan de la lavandería y anoto en ellas. Siempre cargo un
bolígrafo y algunas de éstas [Talese saca unas cuantas tiras de cartulina del bolsillo de
su chaqueta].

¿Cómo hace entrevistas en lugares como China donde no habla la lengua?


La barrera lingüística no es realmente un problema porque, dondequiera que uno esté,
lo que la gente dice no es en realidad tan interesante. De entrada, no dicen
necesariamente lo que creen. Y lo que te dicen hoy no es lo mismo que te dirán
después, cuando ya los conozcas bien. Las entrevistas del principio casi no tienen
sentido. Todo lo que quiero es ver a la gente en su hábitat.

El idioma ni siquiera es importante cuando trabajo una historia en un país cuya lengua
conozco. No me interesaba entrevistar a Sinatra para escribir “Frank Sinatra está
resfriado”. Saqué más información de observarlo y de observar las reacciones de
quienes lo rodeaban, que la que habría obtenido si hubiéramos conversado. Hace poco,
cuando escribí para Esquire sobre el viaje de Muhammad Alí a Cuba, no hablé con él
porque ya no puede hacerlo con claridad. Mi reportería es más visual que verbal. Mi
reportería depende menos de hablar con la gente que de lo que he llamado “el fino arte
de frecuentar”.

¿Qué tanto le importa el lugar de la entrevista?


Mucho. Me gusta estar allí donde la persona trabaja. O entrevistar a la gente donde la
pueda ver interactuar con otros. No importa mucho quiénes: la mujer, la novia o una
corista con la que está involucrado. Me gusta que haya diálogo. De nuevo, pienso en
términos de cámara, que funcione visualmente. Quiero libertad para moverme y dar al

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lector cosas diferentes que mirar. No quiero puros primeros planos, como en un
documental. Quiero interacción, conversación, conflicto.

En el libro que está escribiendo ahora, hay una escena en una convención de
urólogos en Las Vegas en la que una uróloga y John Bobbit miran una película porno
en su cuarto de hotel para saber si a él el pene le funciona.
Sí, es una escena estupenda en la que Suzanne Frye, una de las pocas urólogas de
Estados Unidos, sostiene el pene erecto de John y habla sobre su flujo sanguíneo.

¿Montó usted esa escena?


Sí, la monté porque quería tener un personaje en la historia, fuera de John Bobbit y su
pene, que en realidad es un actor más. A veces encuentro una historia y necesito un
actor y una actriz para desempeñar los papeles de la historia. Yo hago de director.

¿En qué lugares específicos prefiere entrevistar a la gente?


Me encanta entrevistar a la gente en restaurantes, porque allí se relajan. Y, además,
uno puede fisgonear un poco a los vecinos. Los aviones también son magníficos para
una entrevista. Una vez volé con Joe DiMaggio desde San Francisco hasta el campo de
entrenamiento primaveral en Fort Lauderdale. Estuvimos sentados juntos seis horas y
hablamos de Truman Capote. Uno está ahí al lado. Hay gente alrededor. Sirven tragos
y comida. Todo conduce a la conversación.

¿Le cuesta más trabajo escribir que reportear?


A mí me cuesta mucho trabajo escribir. Me encanta la reportería y creo que soy un
reportero natural. Pero al escribir nada me satisface. Estoy lleno de ese sentido católico
del fracaso, de la ineptitud, de la falta de merecimiento. No soy lo suficientemente
bueno, podría ser mejor: ése es el mantra que me repito a cada rato.

Cuéntenos un poco cómo es su agenda diaria.


Me levanto a más tardar a las ocho. Duermo en el mismo cuarto con mi mujer pero no
le hablo en la mañana. Nuestra alcoba matrimonial no contiene nada mío: ni mi ropa,
ni mi cepillo de dientes, nada. En realidad es la alcoba de mi mujer, con su clóset, su
escritorio, sus manuscritos, su ropa. Le pertenece a ella. Yo sólo duermo allí.

Dejo la alcoba conyugal y subo al cuarto piso, que es donde tengo mi ropa. Me ducho y
me pongo chaqueta y corbata. Salgo a la esquina a comprar el New York Times,
aunque no lo leo en ese momento. Pero si no lo compro por la mañana, se agota y odio
eso. Luego bajo a mi oficina, que tiene una entrada del todo independiente de la de la
casa.
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Me hago el desayuno en la cocinita que hay, usualmente café y un muffin integral, y lo
llevo hasta mi escritorio. En ese momento ya son tal vez las ocho y media. No tengo
teléfono ni e-mail en mi oficina, de modo que nada me perturba. A las doce y media me
hago un pequeño sándwich. Como comer arruina mi concentración, a la una y media
voy al gimnasio.

En el gimnasio pedaleo en una estática mientras leo el periódico y luego hago otros
ejercicios. Eso mata un par de horas. Hacia las tres regreso y a las cuatro subo a la casa
por primera vez desde que bajé a las ocho de la mañana. Trabajo en mi escritorio del
cuarto piso, contesto llamadas, miro el correo y pago cuentas. Vuelvo a bajar a la
oficina a las cinco y miro lo que he escrito en el día. Trato de continuar escribiendo
hasta las ocho de la noche.

Luego salgo. Me gusta salir. Todas las noches. Adoro los restaurantes. No
necesariamente los sofisticados, sino cualquier restaurante. Trato de regresar a casa
hacia la medianoche o un poco antes. Alcanzo a ver el fin de The Charlie Rose Show.

En los fines de semana voy a mi casa en Ocean City, donde vive mi madre de 95 años.
Allá tengo una oficina idéntica a la de la ciudad, me levanto por la mañana y repito el
proceso. O sea que no cambia nada en los siete días de la semana.

Y la propia rutina de escribir, ¿cómo es?


Comienzo con una libreta amarilla a rayas y un lápiz. Lo primero que hago es que
intento imprimir una oración. Ojo que digo intento imprimir una oración, e imprimir,
no escribir. Uso grandes letras mayúsculas. En seguida le echo un vistazo, la cambio, la
reescribo, y trato de lograr otra. A veces me toma un par de días tener cinco o seis
oraciones en grandes mayúsculas. Éste es el inicio de una pieza.

Cuando tengo por ahí cuatro o cinco páginas en mayúsculas, las paso a máquina a
triple espacio en una máquina eléctrica. Luego edito y reescribo esas oraciones una y
otra vez hasta que tengo una única página a máquina que me satisface.

Después tomo esa página y la pego a la pared con un alfiler. Tengo paneles de icopor
para el efecto. Luego repito todo el proceso otra vez, escribo otra página y la pego a la
pared al lado de la anterior. Son como piezas de ropa en un tendedero. Tengo cuatro o
cinco paneles de icopor, de modo que puedo poner hasta treinta y cinco páginas
seguidas en tres filas.

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¿Por qué las pega a la pared?
Porque me ayuda a tener una perspectiva diferente: puedo ver cómo se mueven las
escenas, cómo funciona el lenguaje, cómo fluyen las oraciones. Me pierdo cuando
reescribo y quiero volver a ver el material. Quiero verlo con ojos frescos, como si otra
persona lo hubiera escrito. Solía pegar las páginas a la pared, luego sentarme en una
silla al otro lado de cuarto y de ahí mirarlas con binóculos. Pero mi oficina de ahora es
demasiado estrecha para eso.

¿Y ahora cómo logra la perspectiva diferente?


Me inventé otro sistema. A cambio de los binóculos, hago dos copias empastadas del
libro en proceso. La primera es de tamaño regular. La segunda contiene las mismas
páginas de la primera, pero reducidas en un 67% por la fotocopiadora. La misma
encuadernación, los mismos números en las páginas, pero como la copia es mucho más
pequeña, se ve muy diferente. Así logro el mismo efecto de distorsión que lograba con
los binóculos.

¿Usa este método sólo para proyectos grandes?


No, lo uso para todo: 50 palabras, 500 palabras, 5.000 palabras, no hay diferencia.
Para todo. Es por eso que no puedo aceptar encargos de revistas o reseñas. Diablos, ni
siquiera un titular lo puedo hacer rápido. Un editor me llama y me dice: “Te sientas y
lo sacas de un tirón”. ¡Pero yo nada lo puedo hacer de un tirón! Si acepto una reseña,
ahí mismo se esfuma un mes y medio de mi agenda. Claro, cumplo con la fecha de
entrega. Pero siempre apenas; es algo que aprendí cuando escribía para el Times.

¿Se exige una cierta cantidad de palabras diarias?


No, yo no trabajo así. Una vez le oí decir a Tom Wolfe que su estándar eran doce
páginas al día. ¡¡¡Doce páginas al día??? ¡Me noqueó con eso! ¡Me asombró! Yo apenas
hago lo mejor que puedo todos los días. No me importa si me toma un mes lograr una
sola oración. Todo cuanto importa es llegar a un punto en el que pueda decir: “No lo
puedo hacer mejor. Gay Talese no lo puede hacer mejor. Tal vez Philip Roth lo pueda
hacer mejor, tal vez León Tolstoi lo pueda hacer mejor, pero yo no lo puedo hacer
mejor”. Y de ahí paso al texto siguiente.

¿Reescribe mucho a medida que pasa el tiempo?


Muy poco. Cuando una de mis páginas está lista, está lista. Yo no desbarato el material
para reubicar pasajes al final. El tejido es demasiado apretado para poder mover
pedazos. No se trata de un borrador, es un texto definitivo.

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Soy como un sastre que cose y cose y cose. No escribo en grandes saltos. Escribo un
poquito a la vez y construyo de forma incremental. Me gustaría ir en línea recta, pero
no puedo evitar los giros y los desvíos. Sólo que no veo que haya tomado por un desvío
hasta que he avanzado más por el camino. Soy como un ciego que maneja un camión a
través de un túnel sin luces. No puedo ir rápido porque las luces son opacas y el túnel
es estrecho. A veces giro y voy en otra dirección. Pero entonces tengo que retroceder
para encontrar el camino.

¿En cuántos proyectos trabaja a la vez?


Sólo puedo hacer una cosa a la vez. He estado trabajando en mi actual libro desde
cuando publiqué el último en 1992. No he firmado nada importante en una década. El
único reportaje largo que escribí fue sobre la visita de Muhammad Alí a Castro en
Cuba. Seis revistas lo rechazaron hasta que Esquire se decidió a publicarlo.

No soy de aquellos que por el camino pueden escribir reseñas, columnas y hasta
artículos de revista. Porque quiero concentrarme de veras en lo que estoy haciendo. No
quiero quitarle tiempo a mi libro. Claro que hay mucha gente que demuestra que estoy
equivocado. John Updike puede escribir diez novelas en el tiempo en que yo no he
hecho nada. Me gustaría ser sobrehumano como él, pero no lo soy.

¿Qué clase de tono busca?


Busco un tono circunspecto, un tono gracioso que haga que todo parezca fácil. Como
cuando DiMa-ggio corría detrás de un fly de grandes ligas en el jardín central y parecía
atraparlo siempre justo a tiempo. No estoy diciendo que lo logre, pero es lo que yo
busco.

Este tono proviene de mis escritores favoritos, todos con voces maravillosas: Guy de
Maupassant, el primer autor de ficción que leí en inglés. También están John Fowles,
William Sty-ron (que escribió una parte de Las confesiones de Nat Turner cuando
vivía aquí conmigo), John O’Hara e Irwin Shaw. Los diálogos de O’Hara, que en muy
pocas palabras era capaz de plantear una situación. El primer Irwin Shaw, como en su
cuento “Las chicas y sus vestidos de verano”, tan bellamente escrito. Yo crecí leyendo a
Fitzgerald y a Hemingway.

Antes de La mujer de tu prójimo, usted raramente aparecía en sus escritos. ¿Por qué?
Si voy a aparecer en un texto, más vale que haya una razón poderosa para ello. Antes
de La mujer de tu prójimo, el material no lo exigía. Un libro como Honrarás a tu
padre trata de Bill Bonanno, con quien yo me identificaba. Teníamos la misma edad y

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los mismos antecedentes. No había razón para mi presencia, dado que él estaba allí y
podía representarme.

Razón de más para sorprenderse cuando usted se describe en tercera persona al final
de La mujer de tu prójimo (“Talese empezó a considerar a las masajistas como
especies de terapistas sin licencia”).
Lo hice así porque no creí que pudiera usar la primera persona en ese libro. Quería
preservar el sentimiento de neutralidad, pues gran parte del sexo sobre el que escribía
era del tipo neutral. Sí consideré involucrarme y se me ocurrió terminar en un campo
nudista cerca de Ocean City. Mucha gente opinó que eso resultaba un tanto
exhibicionista.

Usted tiene una técnica muy personal para conectar a los personajes en sus libros.
Por ejemplo, rastrea el cuchillo que Lorena Bobbit utilizó para cercenarle el pene a su
marido hasta un almacén Ikea, donde lo compró. Luego encuentra a la mujer que se
lo vendió. La mujer de tu prójimo empieza con un niño viendo a una modelo desnuda
en una revista. Después rastrea ambas vidas. ¿Por qué hace eso?
Quiero transmitir el asombro de la realidad. Creo que si uno excava lo suficiente dentro
de los personajes, éstos se vuelven tan reales que sus historias adquieren un aire
imaginario. Parecen de ficción. Yo aspiro a evocar la corriente ficcional que fluye bajo
el río de la realidad.

¿Cree usted que el periodismo puede llevar a la verdad?


No, yo creo que las opciones editoriales sobre lo que sale o no en periódicos y revistas
son tan subjetivas que uno casi nunca obtiene toda la verdad. Las huellas del editor
están por todas partes en lo que escoge. La selección de personajes en El reino y el
poder, para dar un ejemplo, demuestra que no existe esa cosa que llaman “el
periodismo objetivo”. Tampoco existe la verdad absoluta. Los reporteros pueden
encontrar lo que quieren encontrar. Todo reportero va a la batalla con la totalidad de
sus cicatrices a cuestas. Un reportero nunca acierta del todo. Logra lo que es capaz de
lograr, lo que quiere lograr.

Pero, ¿y qué hay sobre la verdad en su propia escritura?


Yo tengo un punto de vista calabrés, que me viene de descender de un pueblo muchas
veces invadido. Sufrimos de ver las cosas desde demasiados ángulos a la vez. Yo veo
muchos, muchos puntos de vista diferentes. Así que mi punto de vista consiste en tener
muchos puntos de vista. ¿Dónde está la verdad ahí?

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Nota del traductor

1. De acuerdo con la leyenda, una cortesana del palacio imperial, quizá la esposa del
emperador, aprendió a interpretar sobre un piso con forma de loto un baile muy
seductor con los pies vendados. Después la práctica de vendar los pies se generalizó
entre damas de noble alcurnia y luego se extendió a todas las áreas de la sociedad
feudal, pasando de un mero capricho a una cruel imposición. Los pies pequeños eran
considerados la máxima expresión de intimidad y sensualidad en el cuerpo femenino.
Toda muchacha con los pies correctamente atrofiados tenía las mejores perspectivas de
casamiento, y hasta las prostitutas con las extremidades inferiores dolorosamente
truncadas solían atraer a los clientes más ricos.

Así, a partir de los cuatro o cinco años las madres vendaban los pies de sus hijas en
forma de medialuna, doblándoles hacia adentro en forma de cuña los ochos dedos
menores de ambos pies y obligándolas a caminar de esta forma antinatural con el
objetivo de que al llegar a la edad adulta los pies no superaran los diez centímetros. El
sufrimiento de las niñas era indescriptible y a veces conducía a la muerte. Los “pies de
loto dorado” resultaban arqueados, con cuatro dedos quebrados adheridos a la planta,
y las únicas partes en contacto con el suelo eran el talón calloso y el dedo gordo.

Aunque parezca increíble, estos pies fueron durante un milenio el tesoro oculto de las
mujeres chinas y contemplarlos se convirtió en el placer más evocado por los hombres
del reino. Los zapatitos que los cubrían eran un trofeo que se mostraban con orgullo a
los amigos.

En 1911, año del establecimiento de la República en China, se promulgaron leyes que


prohibían el vendaje de los pies. Pero evidentemente esto no eliminó la práctica del
todo, de modo que en China todavía es posible ver ancianas como la abuela de Lu Ying,
con pies increíblemente pequeños, caminando con pasitos entrecortados y apoyándose
a veces en un bastón.

El taller de Gay Talese 14

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