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Robert S. Boynton
El Malpensante N° 65
Septiembre - Octubre de 2005
Un fantasma prestigioso
Gay Talese, sin embargo, es una figura emblemática de las más altas esferas del
periodismo escrito, llámense éstas periodismo literario, Nuevo Periodismo o literatura
de no ficción. Mucho se ha hablado de la fructífera y hasta mágica relación entre la
literatura y el periodismo, pero lo cierto es que en el pasado esta conexión apenas
dependía de que hubiera escritores que a veces ejercían el periodismo, y periodistas
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que a veces se sentaban a escribir cuentos, ensayos o novelas. El eslabón verdadero
como tal, el texto que a su vez fuese alto periodismo y buena literatura, era muy raro. A
estas alturas, en cambio, en las buenas revistas uno puede encontrar con alguna
frecuencia esos cuentos anclados en la realidad que se llaman crónicas o reportajes y
que ya no tratan en exclusiva de las celebridades y de los grandes protagonistas del
acontecer noticioso, sino que se meten con personajes mucho más diversos.
Talese nació en Ocean City, New Jersey, en 1932, hijo de la familia católica formada
por un sastre italiano recién emigrado a Estados Unidos. En su juventud hizo a fondo
el aprendizaje de las redacciones aceleradas e inmediatistas, en particular de la del
New York Times, pero pronto entendió que lo suyo era el periodismo en profundidad y
se dedicó a escribir grandes reportajes para la revista Esquire. Éstos a su vez lo
llevaron a publicar libros completos en una tradición que recibió sus primeros grandes
impulsos de Hiroshima de John Hersey y A sangre fría de Truman Capote, ambos
publicados in extenso por The New Yorker.
(A.H.)
Siento curiosidad sobre la manera en que la gente común enfrenta épocas tumultuosas
y sobre el conflicto entre la tradición y el cambio, ya sea en una revolución sexual o en
una revolución de valores culturales. Quiero explorar esos cambios a través de
personajes que no tengan nombres reconocidos, que no sean famosos.
¿Es por esto que —aparte de Sinatra, DiMaggio, Peter O’Toole, Floyd Patterson y Joe
Louis— usted ha escrito tan poco sobre celebridades?
Sí. No escribo sobre celebridades a menos que el hecho de la celebridad sea secundario
para la historia. Por ejemplo, aunque Sinatra era la celebridad de las celebridades
cuando yo escribí sobre él, yo me refería a que cumplía 50 años, a que la voz le fallaba y
se sentía solo. El tema era más la crisis del mediodía que su celebridad.
¿Cómo decide que una idea no noticiosa como ésa puede convertirse en un buen
reportaje?
Yo escribo por escenas, de modo que busco escenas prometedoras. Cuando escribí “El
puente”, traté de visualizar el puente Verrazano [puente neoyorquino que une a Staten
Island con Brooklyn, inaugurado en 1964] y los hombres que cuelgan del cielo, a
manera de imagen. La escena que abre El reino y el poder es la de un subdirector en su
oficina. La que abre Honrarás a tu padre es la de un portero que ve, pero en realidad
no mira, una demostración callejera. La mujer de tu prójimo comienza con un niño
que ve a una mujer desnuda en un quiosco de revistas en Chicago. En Unto the Sons
abro con una escena mía en la playa. Todas las escenas anteriores podrían estar en
películas. Supongo que esencialmente trato de escribir una película.
Una vez estuve en la casa de Francis Ford Coppola en Napa mientras él filmaba
Tucker, su película sobre el constructor de automóviles. Allí me mostró una serie de
tarjetas de 12 x 8 con las escenas que tenía planeadas. Yo siempre he organizado mis
libros y artículos de la misma manera. Si te fijas en “Frank Sinatra está resfriado”
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[Esquire, abril de 1966], es escena, escena, escena. La primera es en un bar, la segunda
en un nightclub, la tercera en los estudios de la NBC. Como en una película.
Por ejemplo, fui a China después de ver a Lu Ying jugar fútbol en la televisión. Sabía
que si convencía a la gente de Nike o de Adidas, quizá podría encontrarla, pues esas
Le dije que quería averiguar lo que significaba para alguien como Lu Ying pasar por ese
tipo de derrota. Le expliqué que yo creía que ella era uno poco como la propia China,
que se sobreponía a la adversidad y a la desilusión. Todos sabemos qué es la desilusión.
Uno no puede ganar siempre la carrera. Hasta Michael Jordan falla más tiros de los
que convierte. Es un tema universal. Y Wong empezó a captar mi idea.
Cuando escribía La mujer de tu prójimo, había un personaje llamado John Bolero, que
al comienzo me confió ciertas revelaciones y luego pretendió que fueran confidenciales.
Al oír esto, de inmediato viajé a Los Ángeles para hablar con él y con su mujer. Les
dije: “Ustedes no pueden hacer esto. El punto es que ustedes al aparecer declaran su
individualidad, y sin nombre ustedes ya no son ustedes. ¡Son alguien diferente!”.
Finalmente logré que él levantara la restricción. Tuve que hacerle entender que lo que
estábamos haciendo, como socios, era tan importante que debía honrar nuestro
acuerdo previo.
El día siguiente le dije a Patrick Wong: “Sabe, acabo de caer en cuenta de que Lu Ying
no es el centro de mi historia. ¡Su madre es la historia! Verá, en Estados Unidos
tenemos unas madres activistas, mujeres privilegiadas que llevan a sus hijas a jugar
fútbol en grandes camionetas. Pero en China las madres de estas futbolistas no tienen
carro ni ninguno de esos privilegios. Vienen de familias muy pobres”. Le expliqué que
las heroínas no eran las jugadoras que son vistas por millones en la televisión. No, las
verdaderas heroínas anónimas ¡eran las madres de estas chicas!
Mi estrategia fue evitar los lugares de entrenamiento —que eran oficiales— y obtener la
historia por intermedio de las madres. Enfocándome en las madres de las futbolistas,
esperaba que la presión cedería y así podría obtener la historia que realmente quería.
Por fin pude echarle mi cuento a la madre de Lu Ying en el lobby de mi hotel. Le dije
que pensaba que su vida había influido en la de su hija, que ella me parecía una típica
madre china del presente, de esas que habían salido de la pobreza, de la Revolución
Cultural y que, sin embargo, habían logrado que sus hijas tuvieran la libertad de jugar
al fútbol. Ella pareció interesada, de modo que hicimos otra cita para encontrarnos en
el mismo lobby cuatro días después. Esta vez hablamos con más libertad y le pregunté
si podía visitarla en su casa. Estuvo de acuerdo y una semana más tarde mi intérprete y
yo fuimos hasta el hutan en el que vive. Era una edificación en la que habitaban 25
personas, toda una familia en un lugar muy estrecho. Vi dónde dormía Lu Ying; encima
de la cama tenía una foto de Michael Jordan. Sus pequeños pares de guayos estaban
alineados contra la pared. ¡Era maravilloso!
Y mientras hablábamos me presentaron a una viejita que era la madre de la madre: ¡la
abuela de Lu Ying! La abuela sufría de “pies vendados”1. Había vivido en la China
prerrevolucionaria. Pensé: “Un momento, ésta es una historia generacional sobre una
abuela, una madre y Lu Ying”. Y volvía y volvía a visitarlas.
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De modo que para responder su pregunta sobre cómo obtengo todo el acceso que
necesito, lo obtengo un paso a la vez. Me vendo gradualmente en cada paso. Lo
esencial es estar allí y conocer a la gente.
El idioma ni siquiera es importante cuando trabajo una historia en un país cuya lengua
conozco. No me interesaba entrevistar a Sinatra para escribir “Frank Sinatra está
resfriado”. Saqué más información de observarlo y de observar las reacciones de
quienes lo rodeaban, que la que habría obtenido si hubiéramos conversado. Hace poco,
cuando escribí para Esquire sobre el viaje de Muhammad Alí a Cuba, no hablé con él
porque ya no puede hacerlo con claridad. Mi reportería es más visual que verbal. Mi
reportería depende menos de hablar con la gente que de lo que he llamado “el fino arte
de frecuentar”.
En el libro que está escribiendo ahora, hay una escena en una convención de
urólogos en Las Vegas en la que una uróloga y John Bobbit miran una película porno
en su cuarto de hotel para saber si a él el pene le funciona.
Sí, es una escena estupenda en la que Suzanne Frye, una de las pocas urólogas de
Estados Unidos, sostiene el pene erecto de John y habla sobre su flujo sanguíneo.
Dejo la alcoba conyugal y subo al cuarto piso, que es donde tengo mi ropa. Me ducho y
me pongo chaqueta y corbata. Salgo a la esquina a comprar el New York Times,
aunque no lo leo en ese momento. Pero si no lo compro por la mañana, se agota y odio
eso. Luego bajo a mi oficina, que tiene una entrada del todo independiente de la de la
casa.
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Me hago el desayuno en la cocinita que hay, usualmente café y un muffin integral, y lo
llevo hasta mi escritorio. En ese momento ya son tal vez las ocho y media. No tengo
teléfono ni e-mail en mi oficina, de modo que nada me perturba. A las doce y media me
hago un pequeño sándwich. Como comer arruina mi concentración, a la una y media
voy al gimnasio.
En el gimnasio pedaleo en una estática mientras leo el periódico y luego hago otros
ejercicios. Eso mata un par de horas. Hacia las tres regreso y a las cuatro subo a la casa
por primera vez desde que bajé a las ocho de la mañana. Trabajo en mi escritorio del
cuarto piso, contesto llamadas, miro el correo y pago cuentas. Vuelvo a bajar a la
oficina a las cinco y miro lo que he escrito en el día. Trato de continuar escribiendo
hasta las ocho de la noche.
Luego salgo. Me gusta salir. Todas las noches. Adoro los restaurantes. No
necesariamente los sofisticados, sino cualquier restaurante. Trato de regresar a casa
hacia la medianoche o un poco antes. Alcanzo a ver el fin de The Charlie Rose Show.
En los fines de semana voy a mi casa en Ocean City, donde vive mi madre de 95 años.
Allá tengo una oficina idéntica a la de la ciudad, me levanto por la mañana y repito el
proceso. O sea que no cambia nada en los siete días de la semana.
Cuando tengo por ahí cuatro o cinco páginas en mayúsculas, las paso a máquina a
triple espacio en una máquina eléctrica. Luego edito y reescribo esas oraciones una y
otra vez hasta que tengo una única página a máquina que me satisface.
Después tomo esa página y la pego a la pared con un alfiler. Tengo paneles de icopor
para el efecto. Luego repito todo el proceso otra vez, escribo otra página y la pego a la
pared al lado de la anterior. Son como piezas de ropa en un tendedero. Tengo cuatro o
cinco paneles de icopor, de modo que puedo poner hasta treinta y cinco páginas
seguidas en tres filas.
No soy de aquellos que por el camino pueden escribir reseñas, columnas y hasta
artículos de revista. Porque quiero concentrarme de veras en lo que estoy haciendo. No
quiero quitarle tiempo a mi libro. Claro que hay mucha gente que demuestra que estoy
equivocado. John Updike puede escribir diez novelas en el tiempo en que yo no he
hecho nada. Me gustaría ser sobrehumano como él, pero no lo soy.
Este tono proviene de mis escritores favoritos, todos con voces maravillosas: Guy de
Maupassant, el primer autor de ficción que leí en inglés. También están John Fowles,
William Sty-ron (que escribió una parte de Las confesiones de Nat Turner cuando
vivía aquí conmigo), John O’Hara e Irwin Shaw. Los diálogos de O’Hara, que en muy
pocas palabras era capaz de plantear una situación. El primer Irwin Shaw, como en su
cuento “Las chicas y sus vestidos de verano”, tan bellamente escrito. Yo crecí leyendo a
Fitzgerald y a Hemingway.
Antes de La mujer de tu prójimo, usted raramente aparecía en sus escritos. ¿Por qué?
Si voy a aparecer en un texto, más vale que haya una razón poderosa para ello. Antes
de La mujer de tu prójimo, el material no lo exigía. Un libro como Honrarás a tu
padre trata de Bill Bonanno, con quien yo me identificaba. Teníamos la misma edad y
Razón de más para sorprenderse cuando usted se describe en tercera persona al final
de La mujer de tu prójimo (“Talese empezó a considerar a las masajistas como
especies de terapistas sin licencia”).
Lo hice así porque no creí que pudiera usar la primera persona en ese libro. Quería
preservar el sentimiento de neutralidad, pues gran parte del sexo sobre el que escribía
era del tipo neutral. Sí consideré involucrarme y se me ocurrió terminar en un campo
nudista cerca de Ocean City. Mucha gente opinó que eso resultaba un tanto
exhibicionista.
Usted tiene una técnica muy personal para conectar a los personajes en sus libros.
Por ejemplo, rastrea el cuchillo que Lorena Bobbit utilizó para cercenarle el pene a su
marido hasta un almacén Ikea, donde lo compró. Luego encuentra a la mujer que se
lo vendió. La mujer de tu prójimo empieza con un niño viendo a una modelo desnuda
en una revista. Después rastrea ambas vidas. ¿Por qué hace eso?
Quiero transmitir el asombro de la realidad. Creo que si uno excava lo suficiente dentro
de los personajes, éstos se vuelven tan reales que sus historias adquieren un aire
imaginario. Parecen de ficción. Yo aspiro a evocar la corriente ficcional que fluye bajo
el río de la realidad.
1. De acuerdo con la leyenda, una cortesana del palacio imperial, quizá la esposa del
emperador, aprendió a interpretar sobre un piso con forma de loto un baile muy
seductor con los pies vendados. Después la práctica de vendar los pies se generalizó
entre damas de noble alcurnia y luego se extendió a todas las áreas de la sociedad
feudal, pasando de un mero capricho a una cruel imposición. Los pies pequeños eran
considerados la máxima expresión de intimidad y sensualidad en el cuerpo femenino.
Toda muchacha con los pies correctamente atrofiados tenía las mejores perspectivas de
casamiento, y hasta las prostitutas con las extremidades inferiores dolorosamente
truncadas solían atraer a los clientes más ricos.
Así, a partir de los cuatro o cinco años las madres vendaban los pies de sus hijas en
forma de medialuna, doblándoles hacia adentro en forma de cuña los ochos dedos
menores de ambos pies y obligándolas a caminar de esta forma antinatural con el
objetivo de que al llegar a la edad adulta los pies no superaran los diez centímetros. El
sufrimiento de las niñas era indescriptible y a veces conducía a la muerte. Los “pies de
loto dorado” resultaban arqueados, con cuatro dedos quebrados adheridos a la planta,
y las únicas partes en contacto con el suelo eran el talón calloso y el dedo gordo.
Aunque parezca increíble, estos pies fueron durante un milenio el tesoro oculto de las
mujeres chinas y contemplarlos se convirtió en el placer más evocado por los hombres
del reino. Los zapatitos que los cubrían eran un trofeo que se mostraban con orgullo a
los amigos.