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La indiferencia como activismo político.

Hakim Márquez Duband.

Resumen: Todas y cada una de las propuestas políticas que se han ensayado desde
que el hombre estableció contratos sociales para dejar el liderazgo de sus destinos a
unos pocos, han terminado por acumular las dudas suficientes para una nueva
generación de escépticos de la hora aciaga que damos en llamar posmodernidad. Al
mismo tiempo, la consolidación del individualismo como filosofía práctica ha tenido a su
favor el descreimiento hacia toda tendencia que intente incluir la alteridad como
conocimiento, y la indiferencia es el estado de ánimo que caracteriza a la mayoría de
los individuos dentro de una sociedad. La indiferencia debería concebirse como una
forma importante de activismo político que equilibra las fuerzas. Ella responde a una
compleja imbricación de valores contradictorios y complejos, en el campo de lo ético, lo
cultural, lo social, lo económico y lo político, que deben ser tomados en cuenta como
“silencio” que rodea el discurso del mundo político.

La Modernidad es un período que parece agonizar bajo la misma presión de la que surgió: la
duda. Con su languidez se debilitan también sus ideas, y la fuerza de aquellos que deben
llevarlas a la práctica. Han fracasado en cumplir su promesa, una tras otra, las grandes
propuestas para constituir sistemas racionales que permitieran organizar la vida en común de
los humanos. Las atrocidades, los fracasos, las injusticias y las decepciones se acumulan en
los distintos bandos que han movido el mundo de la actividad política. Un fantasma recorre el
mundo: el error. Nos hemos equivocado tantas veces que el miedo a equivocarnos con el
siguiente plan de acción nos tiene no sólo paralizados, sino peor aún, indiferentes. Ninguna
premisa mueve a la acción, a apoyar una iniciativa, a solidarizarse, a colaborar.

Ecologismo y feminismo ostentan la bandera de ser de las pocas actividades políticas que
cuentan con un cierto prestigio y una cierta participación de grupos numerosos. Pero en ambos
movimientos se pueden percibir los embates de la duda por las preguntas difíciles que surgen a
partir de sus principios y que seguramente no tienen una respuesta definitiva. Es ahí donde
radica el problema. El límite del error. El hombre moderno estuvo convencido de que los
avances de la ciencia y de los sistemas racionales nos conducirían inexorablemente a alcanzar
verdades inmutables. Pero en realidad nos vemos enfrentados una y otra vez con
planteamientos contradictorios que aspiran ostentar el mismo rango de verdad. O con hechos
que parecen mostrar verdades incompletas, inacabadas, y que por esa parcialidad son
desechadas inmediatamente como conocimiento no válido.
Esto es, en mi opinión, lo que alienta la deserción de las filas del activismo político. No existe
consenso, y la sociedad se hace cada vez más refractaria a las estrategias para generarlo.
Los medios de comunicación, poder que lucha denodadamente en la retaguardia para
mantener las filas cerradas en alguna dirección (conservadora o liberal, de derecha, izquierda o
centro), se ven empujados por la indiferencia de su público a llenar sus espacios de recursos
distractores y entretenidos, lejos de cualquier compromiso ideológico. La figura poderosa que
ostentaban como “vigilantes” del proceso de crecimiento de las sociedades ha retornado al
papel del titiritero que montaba fantasías para divertir a la aldea, ahora global. Su estructura,
hueca a fuerza de malas interpretaciones, embauques con intenciones claras, parcialidades
asombrosas y el eterno juego del dinero pesando en la balanza de las opiniones y los juicios
hacen que su versión de la realidad sea solo eso: una versión, muchas veces poco sustentada.

El individuo indiferente está instalado en el centro de su hogar donde puede controlar, más o
menos, lo que es su verdad: los giros del carro, la hipoteca, el dinero para el mercado, el pago
de la universidad de sus hijos, la jubilación temprana. Más allá de eso el mundo queda muy
lejos, y nada puede realmente afectar su pequeño círculo de influencia. Y esto no es un
fenómeno nuevo. La contradicción se levanta cuando el activismo político se atribuye una
adhesión irrestricta, un compromiso casi irreflexivo con una causa cualquiera, a un lado de esa
zona de seguridad. El complejo tejido de posturas contradictorias, ambiguas y antagónicas
que conforman la “mayoría silenciosa” dificulta un compromiso como el que requiere el
activismo político.

La verdad, podría decirnos Heráclito, esta hecha de opuestos y contradicciones que forman un
todo. Sin la lucha que se establece entre fuerzas opuestas, el equilibrio que conocemos como
“nuestro mundo”, desaparecería. La realidad que cada individuo debe vivir lo obliga a tomar
decisiones que no siempre están encaminadas hacia una misma dirección, y en el complejo
tramado de individuos que conforman una sociedad, las estrategias de acción que se intenten
deben contar siempre con la resistencia, la deformación, la desviación y el cambio que las
mismas sufrirán durante su aplicación y en sus efectos. Si el activismo político estuviera
integrado sólo por individuos convencidos de una verdad particular es muy posible que nunca
se hubieran dado las alternancias entre cambio y estabilidad que han caracterizado la historia,
y el conflicto radical hubiera sido la tónica de nuestra historia. El silencio que rodeaba las
verdades de los bandos en pugna contribuyó en ciertos momentos a su concreción, en otros a
su desaparición, en otros a su modificación.

La indiferencia, es postura fuera de la diferencia, lugar que no es ni uno ni otro, participación


equilibrada de todas las posibilidades estando a un lado de las posibilidades planteadas,
alejado del problema mismo de la diferencia. Descartes diría de ella en su cuarta meditación,
que era el “degré le plus bas de la liberté”, y con esto intentaba acicatear los ánimos para no
conformarse con un estado en el que no sentíamos inclinación alguna por ninguna de las
opciones posibles, y en el que nuestra reflexión debía usar la luz natural de nuestra
entendimiento para encontrar lo verdadero. Sentir la inclinación hacia algo que nos parece
verdad y dirigir nuestra voluntad en esa dirección no es perder libertad. Pero tampoco es un
error el detenerse a reflexionar, o el abstenerse de emitir juicios o tomar decisiones en aquello
de lo que no tenemos certezas.

Por el contrario, la indiferencia puede resultar un excelente tipo de activismo político. La


indiferencia es “buffer”, mediación, tiempo necesario para la maduración de las decisiones,
exigencia de planes refinados que incluyan la complejidad de la masa indiferente. Es el
silencio que rechaza los discursos tremendamente simplificados de los activismos políticos
tradicionales, porque en su seno incluye todas las posibilidades en una compleja interconexión
que es propia de la realidad (con relaciones causales y no causales, multi-variables, probables
o azarosas, lineales y cíclicas, convergentes y divergentes), y en la ambigüedad de nuestra
forma de percibirla (coexistencia de la opacidad, la transparencia, la duda y la convicción).

Ser indiferentes activos no significa un regreso al estoicismo porque siempre tendremos la


posibilidad de escoger los placeres y las angustias que habrán de desvelarnos. Ser
indiferentes activos no es ser anárquicos porque las instituciones de nuestro orden social son
necesarias (aunque no inmutables) y su eliminación estaría basada en una pretensión de
conocer la verdad que encierra esa supresión. Ser indiferentes activos no significa estar fuera
de la ética, porque inevitablemente tendremos que tomar decisiones que están basadas en lo
que pensamos que es bueno y malo. Pero implica tener una ética compleja, que valore
también las posibilidades antagónicas a lo que pensamos es mejor, que las comprenda dentro
de su contexto e intente las estrategias que acomoden las posibles posturas ante una misma
situación, sin desconocer el descontento que puede generarse y el error en el que pueden
confluir las decisiones tomadas, precisamente para trabajar de nuevo sobre aquello de lo que
nos arrepentimos, sin que nos paralice la inseguridad de una aceptación de nuestras
debilidades a la hora de apostar por una vía y no por otra. Una cierta indiferencia ética es la
falta de pasión que es necesaria para aplicar un castigo justo.

La indiferencia activa implica la inmensa ventaja de poder conversar con todos los
interlocutores que están involucrados en el quehacer político. Es un distanciamiento desde lo
autónomo y lo independiente hacia posturas rígidas o extremas que pretenden el monopolio de
la verdad. Es un compromiso con las soluciones más justas y equitativas. Es una postura que
no implica un “justo medio” (soluciones que terminan en una satisfacción mediocre de las
necesidades de los bandos en pugna) sino en la búsqueda de una “tierra de nadie” en dónde
puedan coexistir todas las propuestas imbricadas, apuntando en las direcciones donde
consideren que son más efectivas y ocupando el puesto que le de su peso específico dentro de
la situación particular. La indiferencia activa es una moderación comprometida, es una
diplomacia involucrada. El indiferente activo asume su posición como “otro” dentro del mundo
político, busca su reconocimiento como tal y aprovecha sus ventajas comparativas: conoce los
planteamientos antagónicos de las partes en pugna porque su apertura al diálogo esta
sustentada en su falta de compromiso con una postura fija; no está interesado en una solución
determinada porque no está convencido de que una dirección o la otra sea la correcta y sin
necesidad de corrección, y por eso busca traer a colación las fallas y las debilidades que el
“otro” plantea sobre cada solución determinada, de modo de explorar sin miedo las
posibilidades de concreción de una estrategia política; ejerce la crítica sin temores y sin
ferocidad porque no critica las posturas, critica la posibilidad de que esas posturas reflejen la
compleja estructura de la realidad. El indiferente amortigua y retrasa, y con frecuencia se ha
convertido en el principal centro de interés de la iniciativa política. Lastima que muchas veces
lo haya sido para denigrarla como postura cobarde o ignorante. Es el voto incierto que exige
mejores planteamientos. Es el votante indeciso que castiga a quién no aclara sus posturas. El
indiferente es un interlocutor válido e importantísimo que debe ser cada vez más reconocido
por las organizaciones políticas. Pero también por los ámbitos que tienen la obligación de
formar a los que serán los hombres políticos del mañana: la educación, la cultura, los medios
de comunicación, la iglesia, las organizaciones vecinales, etc.

La indiferencia como activismo político es una postura que debe ser cultivada como cualquiera
otra. Pero normalmente es tratada como problema a resolver y no como actitud posible dentro
del ámbito político. Porque es postura difícil, errática y poco confiable. Al indiferente se le
achacan los eventos “que hubieran podido evitarse con su participación”. Se le critica su
quietismo. Pero estos argumentos incurren en dos falacias. La primera esta basada en una
petición de principio: todo aquel que no esta convencido de una verdad particular, está
favoreciendo la contraria. Por tanto, si el indiferente no está totalmente convencido de lo que
un bando le plantea, y no participa activamente dentro de las estrategias que esta verdad exige
para su concreción, entonces le está haciendo el juego a la verdad contraria, y está
participando dentro de las estrategias de este contrario. La segunda esta sustentada en la
exclusión de puntos medios, e implica que lo político es un proceso dialéctico en el que
participan dos (o más) verdades en pugna, y la única forma de participación es la adherencia a
una de ellas, utilizando la reflexión sólo para convencer(se) del error en otras posturas. La falta
de compromiso con alguna de estas verdades conlleva el convertirse en un individuo a-político.
Ambos argumentos llevan a un menosprecio de la duda y el proceso reflexivo alrededor de ella.
El silencio de la “mayoría silenciosa” es un silencio escéptico del que sólo sale cuando en un
contexto particular, cada individuo toma una decisión en cualquiera de las direcciones posibles.
El proceso reflexivo que haya dado lugar a esa decisión depende (afortunadamente para los
activistas políticos tradicionales que luchan denodadamente para generar un consenso) de lo
que haya ocurrido a su alrededor en el proceso de pugna. Más largo o más corto, más
profundo o más superficial, la reflexión del indiferente termina siendo un resultado de la
realidad compleja que lo rodea, e incluso la decisión más “quietista”, la abstención de toda
participación en los procesos políticos representa un factor importantísimo de análisis para
aquellos que están encargados de estudiar, dirigir, organizar y planificar el desarrollo de la
sociedad.

La indiferencia, está ubicada en un rango de grises entre el blanco y el negro, siendo blanco y
negro minorías. Entre los dos extremos la subdivisión es inmensa: aquel que no se siente
blanco totalmente pero “tiende” hacia el blanco, aquel que le gusta el blanco y el negro, pero
obligado a opinar, algunos días dice blanco y otros dice negro, sin razones obvias; aquel que le
parece que blanco y negro tienen la razón y escoge según el último argumento que le
convenció en un momento dado; aquel que odia lo blanco pero odia más lo negro, y así
sucesivamente. La indiferencia está escondida incluso en los sondeos y las estadísticas,
cuando el indiferente, por miedo a mostrar la debilidad que tradicionalmente se le ha atribuido a
la indiferencia, toma una decisión por uno o por otro sin que esto represente su decisión final
(de ahí la falibilidad de las encuestas).

Sólo es lo que pasa por su cerrado tamiz (que no es necesariamente un tamiz racional), lo que
mueve su inercia, lo que se transfigura en algo claro y distinto (aunque sea temporalmente), lo
que se concreta en su seno, lo que puede mover la historia, hacerse real o cambiar la realidad.
En su silencio reposan todas las alternativas, todas las posibilidades, todos los principios y
todas las verdades en una universalidad que esta hecha de individuos que no poseen
mecanismos para ponerse de acuerdo, para compartir su alteridad. Amistad, amor, solidaridad
no son los elementos que hacen posible la intersubjetividad, sino que está se da en el seno de
la indiferencia, en el silencio que todos compartimos y que está hecho de posibilidades que nos
convencen más o menos. Es una relación con un todo que está en silencio, y que se verbaliza
o se transforma en acción a través de individuos que conciben claramente una porción de ese
todo, y se encargan de divulgarla. Cada una de esas porciones reverbera en el todo del que
formamos parte, y en algún momento termina concretándose en una acción o en una
abstención. El juego político no es una pugna entre verdades opuestas, sino que es una pugna
entre verdades que se amortizan en un todo silencioso. Y en el centro está la indiferencia.

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