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Sinuosidades de lo político
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Sinuosidades de lo político
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Sinuosidades de lo político

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Lo político es el intento por nombrar la incomodidad estructural de los que
sobran, de los que patean piedras, de los sin nombre. Sin embargo, lo
innombrable emerge de manera sinuosa de tanto en tanto. A contrapelo de
los guardianes de la verdad oficial, se acuña en el coraje de quien dice la
verdad; del que insiste en el antagonismo; del que no reniega del nombre
del pueblo; del que ve en la plebe una posibilidad de ser comunidad.
Este es un libro que se escribe siguiendo la huella teórica y política de esa
búsqueda por el nombre de los sin rostro. Son textos e intervenciones
variados, escritos en diversos tiempos, precisamente porque su estrategia
ha sido tomar múltiples hebras de un mismo nudillo. Aquí se recorre de
frente y sin falsas ilusiones las sinuosidades de lo político en el Chile
posgolpe de 1973. Estudia sus prácticas, tensiones y contradicciones, pero
sobre todo da cuenta de las batallas pendientes que quedaron olvidadas
en las experiencias emancipadoras pasadas.
Para el autor, pensar lo político hoy requiere preguntarse cómo hacer
posible condiciones de vida individual y colectiva más solidarias, justas y
emancipadoras (o socialistas) para la mayoría de la población en
condiciones no solo de respeto, sino
LanguageEspañol
Release dateNov 15, 2023
ISBN9789566203537
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    Sinuosidades de lo político - Ricardo Camargo

    frente.png

    Registro de la Propiedad Intelectual Nº 2023-A-9424

    ISBN: 978-956-6203-52-0

    ISBN digital: 978-956-6203-53-7

    Imagen de portada: Pieter Brueghel el Viejo. Dulle Griet. Óleo sobre madera, c. 1563.

    Diseño de portada: Paula Lobiano

    Corrección y diagramación: Antonio Leiva

    © ediciones / metales pesados

    © Ricardo Camargo

    Todos los derechos reservados

    E mail: ediciones@metalespesados.cl

    www.metalespesados.cl

    Madrid 1998 - Santiago Centro

    Teléfono: (56-2) 26328926

    Santiago de Chile, octubre de 2023

    Impreso por Andros Impresores

    Diagramación digital: Paula Lobiano

    Para Andrea y nuestro hijo Clemente

    Índice

    Introducción

    I. El devenir de lo político

    Parrhesía. El lugar del «decir veraz» en el juego democrático

    El problema de la universalidad en la teoría populista

    Las aporías del constitucionalismo moderno

    Para una crítica de la violencia (divina)

    II. Laclau, un pensador político

    Laclau y lo político

    Articulación y asalto, los dos momentos de lo político

    Nunca más sin el pueblo. La razón populista

    Ernesto Laclau, un pensador político de influencia para la (nueva) izquierda chilena

    Laclau en debate. Entrevista de Ricardo Camargo

    III. Chile y la porfía de lo político

    El carácter traumático del consenso en torno al «modelo chileno»

    La matriz ideológica del Chile «concertacionista» (1990-2007)

    Frente Amplio. Los dos clivajes y la primacía de lo político

    El proceso constituyente chileno y los límites de lo constituido

    Entrevista a Gabriel Boric, diciembre de 2011

    Epílogo. Nunca es tan oscuro como cuando va a amanecer

    Agradecimientos

    Bibliografía

    Introducción

    El debate entre lo político y la política ya lleva algunos años desde su enunciación más formal en el trabajo de Oliver Marchart (2007). Desde entonces, dicha distinción ha buscado situarse en los discursos académicos, fundamentalmente en la academia anglosajona y en menor medida en la hispanoamericana, con suerte dispar. En su formulación más general, la distinción busca hacer notar que tras la idea tradicional de política entendida como orden o arreglo institucional surge la necesidad de una noción, un nombre, que designe aquel rastro, energía, o incluso para hablar sin eufemismos de sectores sociales o grupos de individuos marginados –los inmigrantes, los judíos, los gitanos, los palestinos, los delincuentes, los separatistas, los terroristas, los invertidos, los anormales, los queer, los parahumanos, los «Otros»–, que escapan constantemente a dicho orden, ya sea porque no son considerados o incluidos, o porque no se supeditan a él. Pero que sin embargo reclaman para sí y por sí, con más o menos intensidad, y en dinámicas que muchas veces resultan decisivas para la vida social, el apelativo de lo político, generándose una tensión en y para dicho orden de la política. Una tensión que tradicionalmente ha sido teorizada, ya sea como una energía disociativa-antagonista –como los trabajos desde Schmitt hasta Laclau sugieren–, o acentuado su carácter asociativo original o primario –como los textos de Arendt o Habermas indican–. Una distinción –valga decirlo– que en sí misma obliga a una elección espuria que convendría poner en discusión –tal y como se hace en el capítulo «Articulación y asalto» de este libro–. Pero incluso aceptándola tentativamente como distinción válida, lo realmente interesante tras ella es el esfuerzo por nombrar ese rastro que ha buscado ser insistentemente eliminado en los relatos oficiales que dan cuenta de la fijación del orden político. De hecho, uno podría describir la historia política de la humanidad como un permanente esfuerzo (fallido) por fijar esos deslindes; la edificación de la gran muralla que deja siempre un exterior expectante y/o amenazante. Y ahí están, como testimonios gráficos, los enunciados excluyentes propuestos por el fascismo, el nazismo y el socialismo real que bregaron durante el «corto siglo XX»  –a decir de Hobsbawm– por insistentemente fijar de una vez y para siempre el Orden. Si algo estuvo en disputa en las luchas de las grandes ideologías del siglo XX era precisamente la autoría exclusiva del forjamiento de la llave que cerrara definitivamente el horizonte de sentido de la vida en común, de sus instituciones fundamentales y sobre todo de las relaciones matrices que la posibilitaban. A veces se pasa por alto, pero la disputa entre capitalismo y socialismo señera en los años 1945-1989 –la mentada Guerra Fría– no fue solo por la imposición de un modelo de producción económica sobre otro, sino una competencia feroz por la cerradura ontológica definitiva de la vida política. Una competencia que se mostró finalmente vana, puesto que incluso hoy, más de tres décadas después de la caída del socialismo soviético y el «fin de la historia» y el advenimiento de la «victoria definitiva» del marco liberal capitalista –como se creyó ingenuamente en los años noventa que siguieron–, resurgen una vez más versiones reforzadas de la política; edificaciones singulares de un orden societal excluyente, autoritario, ¿antiliberal? Nuevos muros y zanjas se anuncian por doquier –y ahí están Trump y Bolsonaro con sus retóricas chovinistas y neofascistas para atestiguarlo–. Sin embargo, si se observa con atención –más allá de la desolación, digamos–, lo que parece mostrar esta porfía de la historia que no llega nunca a su fin es algo más inherente y singular que se encuentra en los derroteros peculiares del orden social, de su «naturaleza», si se permite esta ligereza, o más bien de la gubernamentalidad que lo rige, como bien diría el archivista de Poitiers.

    Si el orden de la política vuelve a mostrarse (¿alguna vez no lo ha hecho?) desafiante en su puerilidad, agobiante en su rigidez y arbitrario en la letanía eterna de su autojustificación, no es porque no tenga exteriores que lo disputen, sino porque el cierre ontológico que hoy lo garantiza, el capitalismo global, liberal e iliberal, se observa a sí mismo como un horizonte inescapable –y quizás en este sentido la «victoria o derrota haya sido definitiva»–. Pero que un horizonte se presente como insuperable –y produzca dicho efecto en quienes lo observan– no equivale a decretar la muerte de aquellos que, revolcándose en su estiércol arrojado, de todas formas yacen tras los muros y las zanjas. Su presencia es condición de posibilidad e imposibilidad del orden social. Más aún, en la apariencia colosal de ese hierro fundido de los muros edificados –los límites– cohabita su debilidad máxima, la fatiga de materiales. Los muros están ahí para ser derribados y los «Otros» que pernoctan el despoblado del más allá siempre lo han sabido. En su propia situación yace la posibilidad de su presentación. De su irrupción, siempre explosiva y fracturante –y ahí está el 18 de octubre de 2019 chileno para atestiguarlo–, se alimenta la porfía del reclamo de un nombre de bautismo:

    «¿Es una revuelta?» –preguntó vacilante Luis XVI.

    «No señor, es una revolución» –respondió impávido el duque de Liancourt.

    Lo político es lo que nombra la incomodidad estructural de los que sobran, de los que patean piedras.

    Pero antes referíamos a la suerte dispar de acogida de esta distinción de la política y lo político en la academia anglosajona e hispanoamericana. Y la razón hay que buscarla en los nuevos lenguajes impuestos y dominantes que aparecen. La política no ha quedado silente. Aprendiendo de La Bastilla ha recreado una vez tras otra los 18 de brumario para defenderse –y ahí está la historia de los golpes de Estado–, sin los cuales ella, la política, no hubiese sobrevivido un segundo –y la historia reciente de Chile muestra cuán persistente es ese entramado impuesto a sangre y fuego por la violencia fundante de un golpe.

    Sin embargo, en los tiempos que corren, la fuerza no es el factor más explicativo. Es la seducción de la técnica. La tecnopolítica ha reemplazado la pregunta por la vida en común –que mal que mal, en retórica al menos, la política nunca evadió– con las exigencias de la eficiencia y lo lucrativo del coexistir. Cuando Arendt primero y Habermas después advertían de la colonización de la esfera pública por parte de la economía, anunciaban precisamente aquello: la consolidación del más colosal de los muros de exclusión, aquel que distingue entre los que son productivos y los que no. Cuando ello ocurre, el pensamiento crítico acera sus armas y es posible distinguir hombro a hombro –desde Foucault a Žižek– a todos haciendo el mismo punto: el capitalismo es el único equipo que queda en cancha y la vida ha devenido solo actividad productiva, o sea biopolítica.

    En este escenario no es extraño entonces que los ejercicios al interior de la esfera de la política se vuelvan meras pantomimas, simulacros espectrales, aquello que Tomás Moulian llamó pseudopolítica y que Castoriadi, citado por Zygmunt Bauman, refleja con más precisión que nadie: «Los políticos son impotentes […] Ya no tienen un programa. Su único objetivo es el poder». Lo que lleva a Bauman a concluir –una conclusión con la que concordamos–: «El rasgo más conspicuo de la política contemporánea […] es su insignificancia» (2011: 11).

    Se trata de una insignificancia que no es sinónimo de impotencia, sino que es consecuencia de su pura manifestación violenta que ya ha operado, normalizando a los salvajes, convirtiendo en sal a todos y cada uno de los hijos de la pareja rebelde –todo para que el Estado y el derecho puedan existir; la operatoria de la excepción que ha devenido en regla, como Agamben, siguiendo a Benjamin, anuncia como sino del siglo que vivimos–. Y por eso la política ahora yace tranquila, en un sueño profundo que no tiene necesidad de interrumpir porque en el presente licuado que habitamos, como espeta finalmente el sociólogo que vivió un siglo para advertirnos:

    […] los cambios de gobierno –o incluso de «sector político»– no implican una divisoria de aguas, sino, en el mejor de los casos, apenas una burbuja en la superficie de una corriente que fluye sin detenimiento, monótonamente, con oscura determinación, en su propia dirección, arrastrada por su propio impulso (ibid.: 12).

    Pero a pesar de todo, lo innombrable emerge de tanto en tanto; mal que mal, lo líquido siempre puede volver a ser sólido. A contrapelo de los guardianes de la verdad oficial, el nuevo nombre se acuña en el coraje de quien dice la verdad; del que insiste en el antagonismo, del que no reniega del nombre del pueblo, del que ve en la plebe una posibilidad de ser comunidad. Este es un libro que se escribe siguiendo la huella teórica y política de esa búsqueda implacable por una nueva moneda. Son textos e intervenciones variados y escritos en diversos tiempos, precisamente porque su estrategia ha sido tomar múltiples hebras de un solo nudillo que como bien sabemos está debidamente resguardado por sus celadores, que aunque dormidos están prestos a despertar cuando el Orden lo requiera –¡a no engañarse tras un optimismo ingenuo, ningún discurso espurio de la unidad o reconciliación nacional puede negar esta realidad centenaria!–. Tenemos, sin embargo, la confianza de que un ejercicio fragmentario, como el que aquí se ofrece, permita una aproximación a la perenne presencia de lo político, a su incomodidad productiva con el Orden… una aproximación en todo caso que siempre será oblicua, indirecta, parcial, contaminada. No se pretende más.

    La primera parte, «El devenir de lo político», contiene cuatro textos que se aproximan a esta energía escurridiza desde las herencias que la teoría democrática en su mejor versión nos ha legado, en sus aciertos como en sus problemas, buscando siempre en sus intersticios poco explorados las claves de su revitalización. El capítulo «Parrhesía. El lugar del «decir veraz» en el juego democrático» analiza la práctica de la parrhesía que Michel Foucault investiga genealógicamente en sus últimos seminarios del Collège de France, como una de las maneras originales de constitución de uno mismo en la cultura grecolatina antigua. La noción de parrhesía es desplegada en toda su contemporaneidad política, afirmándose que constituye un complemento fundamental para la tesis agonística de la democracia, en especial la defendida por Chantal Mouffe. El «decir veraz» del parrhesiasta, al interpelar de manera radical el statu quo de la identidad colectiva constituida en el proceso de politización propio de la democracia radical, subvierte y transforma dicha identidad en un objeto permanente de disputa. Se intenta así recuperar el sentido del polemos propio de la práctica democrática.

    El capítulo «El problema de la universalidad en la teoría populista» despliega el debate entre redistribución y reconocimiento que han protagonizado Nancy Fraser y Judith Butler. Ello permite reabrir una discusión de la teoría del populismo, a saber: ¿cómo construir la universalidad de la política en un contexto de demandas socioeconómicas irresueltas y de luchas de reconocimiento ascendentes? Tres modelos están en juego, los cuales adquieren particular relevancia en el contexto latinoamericano actual de ascenso de las derechas. El de Fraser, donde prima la igualdad y la supeditación de las diferencias. El de Laclau-Mouffe, donde la universalidad es una relación hegemónica. Y el de Butler, en donde la única universalidad posible es la que mantiene el conflicto de modos políticamente productivos. Un debate que permite apreciar el error de la tesis que interesadamente viene sosteniendo que el giro de las izquierdas en favor de las luchas culturales ha sido el culpable de la emergencia de los neofascismos tipo Bolsonaro. Por el contrario, dichas luchas forman parte indispensable de una disputa mayor: la defensa de la universalidad del populismo democrático.

    El capítulo «Las aporías del constitucionalismo moderno» va a problematizar la pretensión sobre la cual se ha asentado el constitucionalismo, a saber: el control del arbitrio para el resguardo de la libertad. Como se observa en este capítulo, se trata de una pretensión construida en un continuo que va desde la oposición entre estado de naturaleza y sociedad política formulado, entre otros, por Suárez y Locke, pasando por la pregunta de la legitimidad de las restricciones de las libertades individuales asentada por Rousseau, y terminando en la conjunción entre constitucionalismo y democracia ensayada por Pettit. En el capítulo se recrea dicho trazado, resaltando la aporía fundamental que parece residir en el corazón del constitucionalismo moderno correspondiente al desplazamiento pero nunca extinción del arbitrio del soberano. Pero si es solo al retraso del arbitrio a lo que podemos aspirar en el constitucionalismo, entonces son las condiciones de posibilidades del no-arbitrio de lo político las que hay que repensar urgentemente.

    El capítulo «Para una crítica de la violencia (divina)», que cierra la primera parte del libro, presenta un conjunto de apuntes sobre una cuestión siempre difícil y compleja de explorar: la violencia. Siguiendo la reflexión a la que nos invita Walter Benjamin en su texto «Para una crítica de la violencia», es posible observar que habitamos una época en que la inscripción original de la violencia parece invisibilizada a través de su apabullante exposición criminalizada en los medios masivos de comunicación, que la oponen en una distancia inconmensurable a la justicia y el derecho. Donde hay derecho –se nos dice– deja ya de haber violencia. Y hace, por tanto, contraintuitivo pensarla (a la violencia), en una relación incestuosa con el derecho, menos aún concebirla, en los tiempos que corren, en algún sentido político y no meramente delincuencial, al margen del derecho, como se propone explorar en el capítulo. Para ello, las lecturas formuladas del texto de Benjamin por Carl Schmitt, Giorgio Agamben y Slavoj Žižek permiten volver a replantear una pregunta hoy excluida, a saber: ¿en qué sentido la violencia puede ser considerada política?

    La segunda parte, «Laclau, un pensador político», contiene un conjunto de textos e intervenciones en las que, haciendo mérito del legado intelectual de Ernesto Laclau, se intenta repensar las posibilidades de lo político, siguiendo la convicción de que es el uso (que siempre es abuso) de un autor lo que constituye el mejor tributo que se pueda hacer en su homenaje.

    La sección se inicia con el capítulo «Laclau y lo político», que constituye una intervención cuasi poética de los bordes que Laclau fija en su teorización de lo político. Sirve como el opus de esta sección.

    En el capítulo «Articulación y asalto, los dos momentos de lo político» se presenta, e inmediatamente se pone en cuestión, la distinción matriz que irradia las reflexiones de este libro, la de la política y lo político como dos momentos opuestos y excluyentes: uno, acentuando el antagonismo, y el otro, la deliberación. Siguiendo a Schmitt, el autor negado, Laclau-Mouffe, Žižek y finalmente Foucault, se construye una tesis simple que está en la base de toda articulación política democrática de carácter emancipatorio: la lucha política siempre ha contenido ambos momentos, articulación y asalto. La exclusión del primero lleva a una política vacía, una cáscara superestructural que solo puede alimentar el ego ingenuo de profetas desarmados. La omisión del segundo perpetúa la política como administración, el sueño tecnopolítico que no logra representarse el asalto del poder. Más allá de que el poder no yace más tranquilo en el «Palacio de Invierno», ello no significa que no pueda (deba) ser disputado de la manera que se debe: «como ladrón en la noche» (Apocalipsis 3,3).

    El capítulo «Nunca más sin el pueblo. La razón populista» presenta una reseña no académica del libro La razón populista de Laclau, destacando la interpelación que dicha obra nos hace para pensar los procesos constituyentes a partir de un pueblo que no es sinónimo –más bien su opuesto inclusivo– del tranquilo conjunto agregado de votantes que imagina el liberalismo democrático.

    El capítulo «Ernesto Laclau, un pensador político de influencia para la (nueva) izquierda chilena» es una intervención que analiza, a manera de propuesta, las influencias no siempre reconocidas que el pensamiento de Laclau y Mouffe han tenido en la práctica política de las izquierdas en Chile, desde la renovación socialista hasta el actual proceso de constitución de la nueva izquierda chilena. Como suele ocurrir, los legados no siempre coinciden con las intenciones de sus testadores, y los que heredan no siempre están dispuestos a reconocer sus deudas testadas.

    El texto «Laclau en debate. Entrevista de Ricardo Camargo», que cierra esta sección, ofrece una entrevista del autor a Ernesto Laclau realizada en 2009, quizás un año en donde Ernesto comenzaba a hacer el balance de sus obras y sobre todo de sus combates.

    La tercera parte, «Chile y la porfía de lo político», puede ser leída como un recorrido, en ningún caso lineal, de las desventuras de lo político en el Chile actual –ese Chile que aún es la copia (in)feliz del golpe del ’73.

    El capítulo «El carácter traumático del consenso en torno al modelo chileno» propone una relectura del consenso sobre el «modelo chileno» (estabilidad democrática y economía neoliberal) pos Pinochet, alcanzado por la elite política que arriba al poder en marzo de 1990. Siguiendo una interpretación «sintomática» –como la ofrecida por Althusser y Balibar (1970)–, se establece que el consenso, lejos de corresponder exclusivamente a un ejercicio de racionalidad política, está primordialmente basado en un traumático proceso de reconstitución de identidad discursiva generacional, producido tras el golpe de Estado de 1973. Un «consenso traumático», como expresión de una generación que aborrece el conflicto, constituirá una de las claves explicativas de la especificidad del modelo chileno.

    El capítulo «La matriz ideológica del Chile concertacionista (1990-2007)» establece una relectura del proyecto de modernización del Crecimiento con Equidad, vigente en el corazón del Chile «concertacionista». Siguiendo el triple sentido otorgado a la noción de ideología por Žižek (1994: 9), se sostiene que es útil observar dicho proyecto como una matriz ideológica, la que presenta particularidades tanto a nivel del paradigma doctrinario que la constituye, la fórmula modernizadora propuesta, los principios y lógicas de actuación que guían a las elites políticas, así como en su «ajuste táctico» observado a partir de la primera década del siglo XXI. Todo ello ha dado lugar a una matriz de alta potencia hegemónica, asentada en la perpetuación del estatus otorgado al factor equidad en la fórmula modernizadora La equidad deviene así en un explanandum, la que es marginada de la imaginación de los ciudadanos –y termina siendo expulsada de lo político.

    El capítulo «Frente Amplio. Los dos clivajes y la primacía de lo político» es una intervención –que tiene visos de explicación pero también de exhortación– escrita al comienzo del nuevo ciclo de la tensión entre lo político que no termina de emerger (2016-2017) y la vieja política que, lejos de ser derrotada, prepara silente sus armas –el realismo, la cooptación, la inercia institucional, etc.– para responder a la amenaza en ciernes. Un claroscuro que saluda la buena nueva de las fuerzas que emergen, el Frente Amplio, pero que advierte que lo que enfrentan es un adversario portentoso. Uno que, de no mediar una apelación y constitución central de un pueblo frenteamplista, terminará (¿ya lo ha hecho?) imponiendo sus términos, a saber: que la disputa se dé en el plano de la mera administración de un orden ajeno, el que buscó (¿prometió? ¡¿otra vez una falsa promesa?!) en sus inicios desafiar con la pasión de una juventud que en los tiempos que corren envejece cada vez más rápido.

    El capítulo «El proceso constituyente y los límites de lo constituido» es el texto más teórico, pero también el más político que contiene esta tercera parte. Y no podía ser de otra forma, pues la política y la teoría parecen birlarse mutuamente en lo que va desde octubre de 2019 a diciembre de 2023. Un tiempo de encrucijadas. El capítulo, siguiendo la propuesta de la «tercera vía constitucional» desplegada por Curcó, propone una lectura del proceso constituyente chileno, en donde las dimensiones normativas y descriptivas debieran aparecer conjugadas si no se quiere –como ha ocurrido– participar de un baile de equivocaciones. En dicho escenario, recurrir a una racionalidad antigua de corte aristotélico permitiría observar los procesos constituyentes, incluido el chileno, como expresiones inacabadas de un nuevo orden que se demanda y que la consagración constitucional retrospectiva del mismo no debería desconocer. Entendido así, el proceso constituyente chileno generado a partir del 18 de octubre de 2019 ofrece riesgos pero también oportunidades inmensas de cara al desafío de establecer un nuevo marco social más inclusivo y radicalmente democrático. Una posibilidad abierta telúricamente, luego cerrada oblicuamente pero –lo que es más importante– aún (¿siempre?) latente, a pesar de los interesados en clausurarla definitivamente –los viejos celadores, y sus inesperados nuevos integrantes, del Orden, del viejo orden de siempre…

    La sección termina con el anexo «Entrevista a Gabriel Boric, diciembre de 2011». A no dudar, Gabriel Boric ha sido uno de los protagonistas centrales de las sinuosidades de lo político en el Chile de los últimos doce años. Esta entrevista captura el momento inicial del derrotero biográfico político de Boric, cuando comenzaba su carrera como presidente de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile en diciembre de 2011. Un camino que lo llevaría diez años después a ser electo presidente de la República de Chile en diciembre de 2021. En el relato se observa la conciencia de esa generación por «politizar lo social y socializar lo político», la que conviene observar casi como un manifiesto, y al mismo tiempo como un recordatorio del antiguo y sabio título de aquel poco leído texto del Nobel colombiano Gabriel García Márquez: Cuando era feliz e indocumentado.

    A manera de epílogo, «Nunca es tan oscuro como cuando va a amanecer» presenta una reflexión final de cara al momento en que se termina de escribir este libro, a saber: a cincuenta años del golpe de Estado de 1973. Se esboza acá un alegato de continuidad que lejos de conmemorar busca reivindicar. La reivindicación tiene por objeto aquellas singulares batallas desde lo político en pos de una vida colectiva emancipada que durante la Unidad Popular se produjeron: la vía chilena al socialismo. Un esfuerzo mayor, de horizonte de sentidos, que tal como entonces se presenta hoy en un contexto de radicalización neoliberal, como más urgente y legítimo que nunca. Aunque, claro, requerirá de su propia originalidad histórica.

    Ricardo Camargo

    Brighton, julio de 2023

    Parrhesía

    El lugar del «decir veraz» en el juego democrático

    ¹

    En el contexto de las investigaciones llevadas a cabo por Michel Foucault en sus últimos seminarios del Collège de France, la parrhesía aparece vinculada a tres significados, todos relacionados con el ejercicio del habla. El primero alude al hecho de «hablarlo todo», sin guardarse nada, que es otra manera de decir «poner todo en juego»; el segundo refiere a la expresión «hablar claro», que enfatiza la trasparencia del mensaje y, por tanto, una aspiración a que este produzca sin contratiempos el efecto deseado, y el tercero subraya el hecho de un «hablar franco» o «hablar veraz», que incluye la pretensión de un decir en algún sentido verdadero (Álvarez Yágüez 2017: 53). En sus traducciones al inglés más recurrentes, la parrhe­sía denota aún dos sentidos adicionales: «free speech» (Burch 2009: 74), esto es, libertad de habla, y «fearless speech» (Foucault 2001), correspondiente a hablar sin miedo.

    Los trabajos sobre parrhesía en Foucault han sido objeto de abundante y constante tratamiento en la literatura especializada desde hace treinta años (Bennington 2016; Cadahia 2010; Dávila 2007; Dyrberg 2014; Gross 2014; Flynn 1987; Folkers 2016; Han 2002; Maxwell 2019; McGushin 2007; Rosenberg y Milchman 2009); en ellos se destaca uno u otro de los significados antes aludidos.

    En lo que a este texto respecta y a fin de determinar cuál de estos sentidos expresa de mejor forma el carácter específico de la noción de parrhesía que aquí usaremos, me referiré en la sección que sigue a los elementos centrales que a mi juicio la constituyen, de acuerdo al análisis textual que al respecto realiza el propio Foucault en sus últimos cursos del Collège de France, a saber: La hermenéutica del sujeto (1981-1982) (2008), El gobierno de sí y de los otros (1982-1983) (2009) y El coraje de la verdad (1983-1984) (2010). Enseguida, en la segunda sección, analizaré la relación que Foucault establece entre la parrhesía y la democracia. Para terminar, en la tercera sección sostengo que la parrhesía, reconstruida en la forma en que este trabajo sugiere, configura un elemento dinamizador de la democracia radical, en especial de la teorizada por Chantal Mouffe². Junto al agonismo externo («nosotros versus ellos»), característico de la tesis de Mouffe, es posible constituir a través de la parrhesía otro agonismo que opera al interior del «nosotros», resultante del primer agonismo. Este segundo agonismo, configurado mediante el ejercicio crítico del parrhesiastés, vendrá a dinamizar el demos propio de la democracia radical y plural de Mouffe.

    Parrhesía en Foucault

    En la clase del 10 de marzo (primera hora) de «La hermenéutica del sujeto», Foucault va a sugerir dos características iniciales de la parrhesía: señala que se trata tanto de un hablar franco como verdadero (2008: 355). Para precisar este punto, va a distinguir la parrhesía de otras dos prácticas clásicas del habla: la adulación y la retórica.

    La adulación, a diferencia de la parrhesía, no constituye un hablar franco. Su finalidad es que aquel a quien va dirigido el habla mantenga su dependencia con el ego o la ignorancia, elementos que habitualmente la adulación reafirma. En ello será radicalmente opuesta a la parrhesía, un decir que, a partir de su franqueza, producirá un efecto transformador o de desestabilización del estatus en el que se encuentran tanto el receptor como el emisor del decir parrhesiástico.

    La parrhesía también se distinguirá de la retórica, entendida esta última como «el arte de la persuasión». El retor no está compelido a decir la verdad, sino tan solo a persuadir de un decir que eventualmente podría no ser veraz. La parrhesía, en cambio, es siempre un hablar verdadero que no busca convencer, sino impactar. La conclusión de esto es que la parrhesía, a diferencia de la retórica, no es una techné que pueda y deba aprenderse para practicarse. Por el contrario, la parrhesía está disponible para ser ejercida en principio por todos (aunque, como veremos, solo algunos pueden realizarla).

    Una tercera característica de la parrhesía que a Foucault le interesa resaltar es la concordancia entre lo que se dice (o hace) y lo que se cree como verdadero (la verdad). Él expresa esta idea en los siguientes términos: «Un parrhesiastés dice lo que es verdadero porque sabe que ello es verdad; y sabe que es verdad porque es realmente verdad» (2001: 14). Esta correspondencia será luego formalizada como una de las cuatro condiciones de la parrhesía política democrática (la condición de hecho), como veremos más adelante, y será clave para entender la parrhesía como un factor dinamizador y fundamental de la democracia, como se sostiene en este texto.

    El cuarto rasgo de la parrhesía identificado por Foucault es el riesgo envuelto en su ejercicio. Se trata de un riesgo experimentado por el parrhesiastés que dice la

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