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¿Es realmente la desaparición del libro una calamidad?

Solemos dar por como hecho reconocido e incuestionable la importancia que


tienen los libros en la cultura. Los aceptamos como bienes culturales más por
costumbre que por auténtico conocimiento de causa. Profundamente
significativo me parece que el común de la gente al hablar de libros les
conceda cierto grado de importancia, no obstante no tener gran familiaridad
con ellos. Es decir, todos acordamos en hacer de la lectura más o menos un
arma intelectual e imaginativa, educativa y civilizadora, pero es escaso, de
entre todos aquellos que la promocionan, el elemental hábito de la lectura. Y a
las pruebas me remito: México ocupa el sitio número 107, de entre 108 países,
en cuanto al índice medio de lectura, según la ONU y la OCDE (Organización
para la Cooperación y el Desarrollo Económico). Nos encontramos a un pelo de
la mediocridad total. O, como solemos decir, apenas si la hemos librado; jodido
el que quedó al final. Estamos hablando que en nuestro país apenas si se leen,
según algunas encuestas, 2.8 libros al año, mientras que otras, más
desoladoras pero quizás más realistas apunten a un triste 1.2, si no es que
menos. La verdad es que en México no se lee, y que a muchas personas
tampoco les interesan los libros. Ni para leerlos, ni para tenerlos cerca, o, como
dijera Guillermo Sheridan, ya ni para prótesis de la pata rota de la cama.

Entonces, vale la pena preguntarse, y de ahí el título de mi presentación: ¿es


realmente la desaparición del libro una calamidad? Yo creo, y eso me
entristece un poco, pero admito que no lo suficiente como para rasgarme las
vestiduras, que no. Al menos entre nosotros, no, no hay calamidad, no habrá ni
siquiera un gran alboroto. Será, seamos cínicos, muy poco lo que se pierda.

¿Por qué? Simplemente porque los libros no existen si no tienen lectores. De


nada sirven las obras del Marqués de Sade, si no hemos comprendido, a través
de su lectura, que las matemáticas del sexo son para él series infinitas;
reconocer en Corín Tellado una sutil pornógrafa nos será siempre vedado por
que desconocemos los ensayos dedicados a ella por Guillermo Cabrera
Infante; o, las sabrosas anécdotas que narra Bioy Casares sobre Borges nunca
habrán sucedido, por la sencilla razón que no hay nadie para recrearlas en su
mente a través de la lectura. Es todo muy sencillo, sin lectores, los libros no
funcionan. La calamidad, por decirlo de una manera rimbombante, no es el
arribo de las nuevas tecnologías y con ello la desaparición del libro impreso,
sino la ausencia de lectores. La muerte por indiferencia.

Es claro que esto que acabo de mencionar obedece más a un intento de


sembrar una inquietud o extender una preocupación que a plantear una
respuesta definitiva a la problemática que aquí nos reúne. Nos preguntamos
por aquello que pueda suceder al enfrentar el papel impreso con los brillantes
monitores de computadora, en una supuesta lucha por la supervivencia. Pero,
por lo dicho anteriormente, salta a la vista que de cualquier forma, el libro, ya
ha perdido unas cuantas batallas.
De hecho, mi intención se dirige más hacia las posibilidades que los nuevos
formatos ofrecen para que podamos leer, y no tanto en la remota posibilidad de
que los libros, tal cual los conocemos, desaparezcan. Algo que, les adelanto,
no va a suceder. De cualquier forma, como ya podrán sospechar, en el fondo si
desaparecen o no, no me preocupa tanto como crear nuevos lectores, situación
que, en lo personal, sí me parece crítica. Debido a que es ese el nudo central
de la cuestión de la supervivencia de la lectura.

Es una evidencia que los medios electrónicos nos han obligado a cambiar la
manera de concebir la relación que tenemos con la música, el cine, la cultura,
la información y hasta las relaciones sociales. De ahí que he formulado una
tesis algo aventurada, pero que me gusta pronunciar en cada oportunidad que
tengo. Esta dice más o menos así: hoy en día leemos y escribimos más de lo
que hace diez o veinte años se leía y se escribía. Digo que es aventurada
porque al menos por el momento no tengo la suficiente cantidad de
información, como se suele hacer en estos casos, para sostenerla con total
seguridad; sin embargo, creo que soy lo suficientemente sensato, y estoy
seguro que todos ustedes también, como para no percibir lo que sucede a
nuestro alrededor. La cantidad de dispositivos que tenemos a la mano,
mediante los cuales podemos leer y escribir, son más de los que poseíamos
siquiera diez años atrás. Algunos analistas sugieren que pronto, si no es que ya
está sucediendo, la tecnología realmente cimbrará el mundo de los libros y la
información. Sabemos que ya existen periódicos y revistas en línea, blogs,
chats, correos electrónicos y que también, en la red, podemos encontrar libros
en formato PDF sin costo alguno; pero seamos honestos, ¿cuantas personas
realmente frecuentan ya todos los periódicos en línea a los que puede tener
acceso, o quién prefiere leer en la pantalla de la computadora si tiene el libro
impreso? La gran novedad en los terrenos informativos o librescos aún no ha
llegado. Para poner esto en términos más claros, digamos que lo que el Ipod
fue para la música, aún no aparece en las áreas informativas y
epistemológicas.
¿Por qué será esto? Pregunta paréntesis que nos servirá para entender un
poco más los terrenos en los que nos movemos.

La respuesta es muy interesante, y de hecho ya ha sido esbozada desde hace


algunas décadas por George Steiner, un profesor y crítico notable por su
agilidad mental tanto como por su amor por los libros, si no es que ya sugerida
mucho antes por Walter Benjamin, un intelectual que gustaba apretar párrafos,
coleccionar rarezas y salir a dar largos paseos sin rumbo ni destino. Lo que
sugieren estos pensadores es que ya desde el arribo del fonógrafo, la lectura
-otrora esparcimiento para la burguesía- quedó desbancada ante la posibilidad
de recreación y placer que representa escuchar música en la comodidad del
hogar; de ahí que las bibliotecas decimonónicas cedieran el espacio a las
discotecas y estas a su vez a los cd’s para que estos cedieran lugar a los
Ipods. Como ven, la lógica actual es básicamente la misma. La música, es una
experiencia sensorial lúdica e intelectiva más accesible, aún la más complicada
de ella, en comparación con la lectura. Por ello siempre ha estado adelante en
cuanto a desarrollos tecnológicos. Y, aunque nos de pena decirlo, el libro no ha
tenido gran evolución desde Gutemberg.
Una anécdota que vale la pena recordar, precisamente por la actualidad que
aún hoy todavía muestra, es la de Amado Nervo ante el cinematógrafo,
trabajando en conjunto con el fonógrafo, recientemente llegado a México. Fue
tal su asombro y maravilla ante el despliegue tecnológico que sin empacho
alguno, siendo él hombre de letras, auguró la desaparición del libro, nada más
y nada menos, que por inútil.
Entonces, retomando el hilo de la exposición, actualmente leemos y escribimos
más que hace diez años porque tenemos celulares inteligentes, chats,
messenger, blogs, redes sociales, periódicos en línea, libros digitales, etc. Sin
embargo, la tecnología en esta área aún no llega al punto de no retorno. Para
intentar, aunque sea un breve esbozo y arriesgándonos a perder el piso, de lo
que esto pudiera significar, podríamos, primero, esperar que suceda ya el gran
giro tecnológico que facilite la experiencia de la lectura. Es decir, desarrollar
pantallas que sean cómodas de leer, dispositivos que trabajen con diversos
formatos de texto, posibilidad de acceso a internet y capacidades para
descargar libros, no sólo betsellers, sino textos en distintos idiomas desde
distintos sitios. Quizás el aparato que más se acerca actualmente a estas
características, sin cumplirlas del tod, es el Kindle, de Amazon.
Desafortunadamente este aparato aún está en pañales en lugares fuera del
primer mundo.
Por otra parte, tendría que aparecer una plataforma tipo Itunes, pero en versión
literaria, que venga a alterar la forma no tanto cómo leemos sino en cómo
accedemos a los textos. Por ejemplo, no sólo comprar libros completos, sino
incluso poder adquirir ensayos sueltos, investigaciones académicas, cuentos
infantiles, diccionarios, libros descatalogados y facsímiles, todo en un mismo
lugar.
Y, tercero, la parte fundamental, particularmente para nuestro país, y por tanto,
más complicada de llevar a cabo, sería la digitalización de los acervos
institucionales y educativos para ponerlos a disposición, de manera gratuita,
para cualquier usuario de la red de bibliotecas públicas. Esos tres elementos,
me parece, podrían suscitar efectivamente un cambio radical de paradigma.

Al principio dije, sin dar mayor explicación, que el libro impreso tampoco
desaparecerá. Bien, ya es tiempo de explicarlo, el libro impreso no
desaparecerá así de simple debido a que hay una industria grande y, aunque
nos parezca extraño a nosotros que somos el lugar 107 de lectores en el
mundo, también muy poderosa. Pero hay más, los libros impresos no
desaparecerán básicamente porque son un gran invento. Ya sé que dije que no
han evolucionado gran cosa desde Gutemberg, pero nunca mencioné que no
hayan sido un gran invento. Pues bien, el libro tiene entre otras ventajas, como
dice Juan Villoro, no necesitar baterías, propiciar la experiencia de pesar y
acariciar las palabras, vivir la auténtica portabilidad, ver los días pasar en un
sólo sistema operativo que, además, no necesita actualizaciones. Vamos, aún
siendo un país de no lectores, a pesar de tener presidentes que sugieren no
leer los periódicos para ser más felices, de líderesas de “maestros” que no
pueden pronunciar AH1N1 sin trastabillar o sucumbir ante una palabra como
“epidemiológica”, o secretarios del trabajo que prohiben a sus hijas que lean
novelitas de Carlos Fuentes; a pesar de todo eso, hay gente que sí lee, y que
sabe apreciar no tanto un formato como sí un estilo de vida. Pues como decía
Kafka, un libro debe ser como un pico de hielo que rompa el mar congelado
que tenemos dentro, algo que no desaparece de ningún texto sólo por verterlo
en un nuevo formato.

No me considero un integrado ni mucho menos un apocalíptico, según la


categorización que realizara Umberto Eco en el texto homónimo, o en términos
más simples, ni creo que los libros vayan a desaparecer, ni tampoco en el
progreso tecnológico como para suponer que nos llevará al paraíso terrenal.
Prefiero verme a mí mismo como un simple curioso, a veces excéntrico, a
veces reaccionario, en ocasiones ingenuo, pero sobre todo, apasionado por
vivir en este tiempo en el que estoy inserto. De ahí mi interés por no apostar
por una respuesta definitiva, ni tan pretencioso para pretender abordar un
problema que por su cercanía me sobrepasa, sino para comunicarles, espero
que de manera amena, mi asombro, perplejidad y dudas por esta nueva era
que se insinúa y, así, cada uno generar sus propias conclusiones.

Ramón Castillo.

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