cumplir… en el reino de los cielos” Mateo 5.17-20 En los versículos 17-19 vemos la importancia de la Ley para el Señor Jesucristo. En primer lugar él nos dice que ha venido a cumplir la Ley; en segundo, nos enseña la trascendencia de la misma; y en tercer lugar, aprendemos sobre el resultado de su incumplimiento. Sin lugar a dudas este texto es más que suficiente para acallar a todos aquellos que acusaban al Señor Jesucristo de incumplir y menospreciar la Ley de Dios. Nadie en esta tierra puede decir como el Señor: “¿Quién de vosotros me redarguye de pecado”. Hemos visto en los artículos anteriores que el género humano está bajo la condenación de la Ley de Dios, la cual es la expresión misma de Su santo carácter. La Ley nunca ha tenido el propósito de traer salvación mediante su cumplimiento, ya que esto es imposible a causa del pecado. Recordemos que el pecado no sólo afecta las acciones del hombre sino su propia voluntad y aún su naturaleza. Por esta razón el hombre, en términos generales, no puede ni desea cumplir la Ley. Ésta es la gran tragedia, eso es, que “la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz”. Es imposible que el hombre alcance salvación por sus propios esfuerzos, ya que ni puede, ni quiere. Hay muchos que afirman que la Ley, en un principio, tenía como propósito salvar al hombre. Pero vista su ineficacia se abrió el camino de la gracia. Ahora bien, entendiendo un poco de la naturaleza del pecado, esta idea es sencillamente absurda e irrelevante. Lo que la Ley ha hecho es traer a luz el pecado y condenarnos tajantemente. Esto es lo que dice el apóstol Pablo en Romanos 3.20 donde leemos: “ya que por las obras de la ley (el cumplimiento de la misma) ningún ser humano será justificado delante de él; porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado”. Al condenarnos, la Ley ha traído a luz la necesidad absoluta de un Redentor, alguien que nos redimiese de su tiranía. A esto se refiere el apóstol Pablo al decir que la Ley “ha sido nuestro ayo, para llevarnos a Cristo, a fin de que fuésemos justificado por la fe” (Gálatas 3.24). La Santidad y Justicia de Dios debían ser reivindicadas para que el hombre pudiese ser verdaderamente perdonado. Pero entendemos que aquel que nos redimiese, tendría que, a su vez, cumplir a la perfección cada uno de los requisitos, tanto negativos como positivos, de la Ley de Dios. Además, para que dicha redención fuese aceptada, el único que podía pagar esa deuda, entendiendo que el endeudado era incapaz de hacerlo, era aquel al que se le debía (el propio Dios). Por último, para que el rescate (el precio de la deuda) fuese acepto, tal redentor debía ser hombre, pues el hombre es el endeudado. En vista de estos requisitos el único capaz de redimir la deuda de pecado del hombre con Dios, es el propio Dios hecho hombre, que, cumpliendo a la perfección cada uno de los requisitos de la Ley, pagase a su vez la condenación de la misma; y esto para que aquellos que somos culpables, pudiésemos ser perdonados por la sencilla aceptación de lo que el Dios-Hombre hizo en la Cruz del Calvario. Dios, por su amor con que nos amó, ha redimido a su pueblo escogido mediante la sangre de su amado Hijo derramada por el cruel golpe de la Ley. A Nuestro Dios sea la gloria, y al Cordero que está sentado en el trono. Como nos dice la belleza del Salmo 85.10: “La misericordia y la verdad se encontraron; la justicia y la paz se besaron”. Que por la gracia de Dios nuestros ojos sean abiertos a tan grande salvación. Hasta aquí hemos estudiado un poco de la naturaleza y el propósito de la Ley concerniente a la salvación de los hombres.