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Documentación del Magisterio de la Iglesia

A. Concilio Vaticano II
A.1 Constitución Dogmática Lumen Gentium, 1964
A.2 Constitución Pastoral Gaudium et spes, 1965
B. Discursos de Juan Pablo II
B.1 Discurso en la Audiencia general del 26 de mayo de 1999
(Escatología universal: la humanidad en camino hacia el Padre)
B.2 Discurso en la Audiencia general del 2 de junio de 1999
(La muerte, encuentro con el Padre)
B.3 Discurso en la Audiencia general del 7 de julio de 1999
(Juicio y misericordia)
B.4 Discurso en la Audiencia general del 21 de julio de 1999
(El «cielo» como plenitud de intimidad con Dios)
B. 5 Discurso en la Audiencia general del 28 de julio de 1999
(El infierno como rechazo definitivo de Dios)
B. 6 Discurso en la Audiencia general del 4 de agosto de 1999
(El purgatorio: purificación necesaria para el encuentro con Dios)
B. 7 Discurso en la Audiencia general del 11 de agosto de 1999
(La vida cristiana como camino hacia la plena comunión con
Dios)
C. Otros documentos
C. 1. SAGRADA CONGREGACION PARA LA DOCTRINA DE LA FE
C.1.1 Carta sobre algunas cuestiones referentes a la escatología
a todos los Obispos miembros de las Conferencias Episcopales,
1979
C.1.2 Instrucción sobre algunos aspectos de la "teología de la
liberación"
Libertatis nuntius, 1984
C. 2. COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL
Algunas cuestiones actuales de Escatología, 1990 (1)
C. 3. CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA. COMISION PARA LA
DOCTRINA DE LA FE
Esperamos la Resurrección y la Vida Eterna,1995
A. Concilio Vaticano II
A.1. Constitución Dogmática Lumen Gentium, 1964
(...)
CAPITULO VII: INDOLE ESCATOLOGICA DE LA IGLESIA PEREGRINANTE Y SU
UNION CON LA IGLESIA CELESTIAL.
[Indole escatológica de nuestra vocación en la Iglesia]
48. La Iglesia a la que todos hemos sido llamados en Cristo Jesús y en la cual, por
la gracia de Dios, conseguimos la santidad, no será llevada a su plena perfección
sino "cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas" (Act. 3,21) y
cuando, con el género humano, también el universo entero, que está íntimamente
unido con el hombre y por él alcanza su fin, será perfectamente renovado (cf. Ef.
1,10; Col. 1,20; 2 Pe. 3,10-13).
Porque Cristo levantado en alto sobre la tierra atrajo hacia Sí a todos los hombres
(cf. J. 12,32); resucitando de entre los muertos (cf. Rom. 6,9) envió a su Espíritu
vivificador sobre sus discípulos y por El constituyó a su Cuerpo que es la Iglesia,
como Sacramento universal de salvación; estando sentado a la diestra del Padre,
sin cesar actúa en el mundo para conducir a los hombre a su Iglesia y por Ella
unirlos a Sí más estrechamente, y alimentándolos con su propio Cuerpo y Sangre
hacerlos partícipes de su vida gloriosa. Así que la restauración prometida que
esperamos, ya comenzó en Cristo, es impulsada con la venida del Espíritu Santo y
continúa en la Iglesia, en la cual por la fe somos instruidos también acerca del
sentido de nuestra vida temporal, en tanto que con la esperanza de los bienes
futuros llevamos a cabo la obra que el Padre nos ha confiado en el mundo y
labramos nuestra salvación (cf. Flp. 2,12).
La plenitud de los tiempos ha llegado, pues, hasta nosotros (cf. 1 Cor. 10,11), y la
renovación del mundo está irrevocablemente decretada y empieza a realizarse en
cierto modo en el siglo presente, ya que la Iglesia, aun en la tierra, se reviste de una
verdadera, si bien imperfecta, santidad. Y mientras no haya nuevos cielos y nueva
tierra, en los que tenga su morada la santidad (cf. 2 Pe. 3,13), la Iglesia
peregrinante, en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo,
lleva consigo la imagen de este mundo que pasa, y Ella misma vive entre las
criaturas que gimen entre dolores de parto hasta el presente, en espera de la
manifestación de los hijos de Dios (cf. Rom. 8,19-22).
Unidos, pues, a Cristo en la Iglesia y sellados con el sello del Espíritu Santo, "que
es prenda de nuestra herencia" (Ef. 1,14), somos llamados hijos de Dios y lo somos
de verdad (cf. 1 Jn. 3,1); pero todavía no hemos sido manifestados con Cristo en
aquella gloria (cf. Col. 3,4), en la que seremos semejantes a Dios, porque lo
veremos tal cual es (cf. 1 Jn. 3,2). Por tanto, "mientras habitamos en este cuerpo,
vivimos en el destierro lejos del Señor" (2 Cor. 5,6), y aunque poseemos las
primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior (cf. Rom. 8,23) y ansiamos estar
con Cristo (cf. Flp. 1,23). Ese mismo amor nos apremia a vivir más y más para
Aquel que murió y resucitó por nosotros (cf. 2 Cor. 5,15). Por eso ponemos toda
nuestra voluntad en agradar al Señor en todo (cf. 2 Cor. 5,9), y nos revestimos de la
armadura de Dios para permanecer firmes contra las asechanzas del demonio y
poder resistir en el día malo (cf. Ef. 6,11-13). Y como no sabemos ni el día ni la
hora, por aviso del Señor, debemos vigilar constantemente para que, terminado el
único plazo de nuestra vida terrena (cf. Heb. 9,27), si queremos entrar con El a las
nupcias merezcamos ser contados entre los escogidos (cf. Mt. 25,31-46); no sea
que, como aquellos siervos malos y perezosos (cf. Mt. 25,26), seamos arrojados al
fuego eterno (cf. Mt. 25,41), a las tinieblas exteriores en donde "habrá llanto y
rechinar de dientes" (Mt. 22,13-25,30). En efecto, antes de reinar con Cristo
glorioso, todos debemos comparecer "ante el tribunal de Cristo para dar cuenta
cada cual según las obras buenas o malas que hizo en su vida mortal (2 Cor. 5,10);
y al fin del mundo "saldrán los que obraron el bien, para la resurrección de vida; los
que obraron el mal, para la resurrección de condenación" (Jn. 5,29; cf. Mt. 25,46).
Teniendo, pues, por cierto, que "los padecimientos de esta vida presente son nada
en comparación con la gloria futura que se ha de revelar en nosotros" (Rom. 8,18;
cf. 2 Tim. 2,11-12), con fe firme esperamos el cumplimiento de "la esperanza
bienaventurada y la llegada de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo"
(Tit. 2,13), quien "transfigurará nuestro pobre cuerpo en un cuerpo glorioso
semejante al suyo" (Flp. 3,21) y vendrá "para ser" glorificado en sus santos y para
ser "la admiración de todos los que han tenido fe" (2 Tes. 1,10).
[Comunión de la Iglesia celestial con la Iglesia peregrinante]
49. Así, pues, hasta cuando el Señor venga revestido de majestad y acompañado
de todos sus ángeles (cf. Mt. 25,3) y destruida la muerte le sean sometidas todas
las cosas (cf. 1 Cor. 15,26-27), algunos entre sus discípulos peregrinan en la tierra
otros, ya difuntos, se purifican, mientras otros son glorificados contemplando
claramente al mismo Dios, Uno y Trino, tal cual es; mas todos, aunque en grado y
formas distintas, estamos unidos en fraterna caridad y cantamos el mismo himno de
gloria a nuestro Dios. Porque todos los que son de Cristo y tienen su Espíritu crecen
juntos y en El se unen entre sí, formando una sola Iglesia (cf. Ef. 4,16). Así que la
unión de los peregrinos con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo, de
ninguna manera se interrumpe; antes bien, según la constante fe de la Iglesia, se
fortalece con la comunicación de los bienes espirituales. Por lo mismo que los
bienaventurados están más íntimamente unidos a Cristo, consolidan más
eficazmente a toda la Iglesia en la santidad, ennoblecen el culto que ella misma
ofrece a Dios en la tierra y contribuyen de múltiples maneras a su más dilatada
edificación (cf. 1 Cor. 12,12-27). Porque ellos llegaron ya a la patria y gozan "de la
presencia del Señor" (cf. 2 Cor. 5,8); por El, con El y en El no cesan de interceder
por nosotros ante el Padre, presentando por medio del único Mediador de Dios y de
los hombres, Cristo Jesús ( 1 Tim. 2,5), los méritos que en la tierra alcanzaron;
sirviendo al Señor en todas las cosas y completando en su propia carne, en favor
del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia lo que falta a las tribulaciones de Cristo (cf.
Col. 1,24). Su fraterna solicitud ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad.
[Relaciones de la Iglesia peregrinante con la Iglesia celestial]
50. La Iglesia de los peregrinos desde los primeros tiempos del cristianismo tuvo
perfecto conocimiento de esta comunión de todo el Cuerpo Místico de Jesucristo, y
así conservó con gran piedad el recuerdo de los difuntos, y ofreció sufragios por
ellos, "porque santo y saludable es el pensamiento de orar por los difuntos para que
queden libres de sus pecados" (2 Mac. 12,46). Siempre creyó la Iglesia que los
apóstoles y mártires de Cristo, por haber dado un supremo testimonio de fe y de
amor con el derramamiento de su sangre, nos están íntimamente unidas; a ellos,
junto con la Bienaventurada Virgen María y los santos ángeles , profesó peculiar
veneración e imploró piadosamente el auxilio de su intercesión. A éstos, luego se
unieron también aquellos otros que habían imitado más de cerca la virginidad y la
pobreza de Cristo, y, en fin, otros, cuyo preclaro ejercicio de virtudes cristianas y
cuyos divinos carismas lo hacían recomendables a la piadosa devoción e imitación
de los fieles.
Al mirar la vida de quienes siguieron fielmente a Cristo, nuevos motivos nos
impulsan a buscar la Ciudad futura (cf. Heb. 13,14-11,10), y al mismo tiempo
aprendemos cuál sea, entre las mundanas vicisitudes, al camino seguro conforme al
propio estado y condición de cada uno, que nos conduzca a la perfecta unión con
Cristo, o sea a la santidad. Dios manifiesta a los hombres en forma viva su
presencia y su rostro, en la vida de aquellos, hombres como nosotros que con
mayor perfección se transforman en la imagen de Cristo (cf. 2 Cor. 3,18). En ellos,
El mismo nos habla y nos ofrece su signo de ese Reino suyo hacia el cual somos
poderosamente atraídos, con tan grande nube de testigos que nos cubre (cf. Heb.
12,1) y con tan gran testimonio de la verdad del Evangelio.
Y no sólo veneramos la memoria de los santos del cielo por el ejemplo que nos dan,
sino aún más, para que la unión de la Iglesia en el Espíritu sea corroborada por el
ejercicio de la caridad fraterna (cf. Ef. 4,1-6). Porque así como la comunión cristiana
entre los viadores nos conduce más cerca de Cristo, así el consorcio con los santos
nos une con Cristo, de quien dimana como de Fuente y Cabeza toda la gracia y la
vida del mismo Pueblo de Dios. Conviene, pues, en sumo grado, que amemos a
estos amigos y coherederos de Jesucristo, hermanos también nuestros y eximios
bienhechores; rindamos a Dios las debidas gracias por ello, "invoquémoslos
humildemente y, para impetrar de Dios beneficios por medio de su Hijo Jesucristo,
único Redentor y Salvador nuestro, acudamos a sus oraciones, ayuda y auxilios. En
verdad, todo genuino testimonio de amor ofrecido por nosotros a los
bienaventurados, por su misma naturaleza, se dirige y termina en Cristo, que es la
"corona de todos los santos", y por El a Dios, que es admirable en sus santos y en
ellos es glorificado".
Nuestra unión con la Iglesia celestial se realiza en forma nobilísima, especialmente
cuando en la sagrada liturgia, en la cual "la virtud del Espíritu Santo obra sobre
nosotros por los signos sacramentales", celebramos juntos, con fraterna alegría, la
alabanza de la Divina Majestad, y todos los redimidos por la Sangre de Cristo de
toda tribu, lengua, pueblo y nación (cf. Ap. 5,9), congregados en una misma Iglesia,
ensalzamos con un mismo cántico de alabanza de Dios Uno y Trino. Al celebrar,
pues, el Sacrificio Eucarístico es cuando mejor nos unimos al culto de la Iglesia
celestial en una misma comunión, "venerando la memoria, en primer lugar, de la
gloriosa siempre Virgen María, del bienaventurado José y de los bienaventurados
Apóstoles, mártires y santos todos".
[El Concilio establece disposiciones pastorales]
51. Este Sagrado Sínodo recibe con gran piedad tan venerable fe de nuestros
antepasados acerca del consorcio vital con nuestros hermanos que están en la
gloria celestial o aún están purificándose después de la muerte; y de nuevo
confirma los decretos de los sagrados Concilios Niceno II, Florentino y Tridentino.
Junto con esto, por su solicitud pastoral, exhorta a todos aquellos a quienes
corresponde para que traten de apartar o corregir cualesquiera abusos, excesos o
defectos que acaso se hubieran introducido y restauren todo conforme a la mejor
alabanza de Cristo y de Dios. Enseñen, pues, a los fieles que el auténtico culto a los
santos no consiste tanto en la multiplicidad de los actos exteriores cuanto en la
intensidad de un amor práctico, por el cual para mayor bien nuestro y de la Iglesia,
buscamos en los santos "el ejemplo de su vida, la participación de su intimidad y la
ayuda de su intercesión". Y, por otro lado, expliquen a los fieles que nuestro trato
con los bienaventurados, si se considera en la plena luz de la fe, lejos de atenuar el
culto latréutico debido a Dios Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo, más bien lo
enriquece ampliamente.
Porque todos los que somos hijos de Dios y constituimos una familia en Cristo (cf.
Heb. 3,6), al unirnos en mutua caridad y en la misma alabanza de la Trinidad,
correspondemos a la íntima vocación de la Iglesia y participamos con gusto
anticipado de la liturgia de la gloria perfecta del cielo. Porque cuando Cristo
aparezca y se verifique la resurrección gloriosa de los muertos, la claridad de Dios
iluminará la ciudad celeste y su Lumbrera será el Cordero (cf. Ap. 21,24). Entonces
toda la Iglesia de los santos, en la suma beatitud de la caridad, adorará a Dios y "al
Cordero que fue inmolado" (Ap. 5,12), a una voz proclamando "Al que está sentado
en el Trono y al Cordero: la alabanza el honor y la gloria y el imperio por los siglos
de los siglos" (Ap. 5,13-14). (...) Volver arriba
A.2. Constitución Pastoral Gaudium et spes, 1965
(...)
[El misterio de la muerte]
18. El máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor
y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por
la desaparición perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar la
perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo. La semilla de eternidad que en sí
lleva, por se irreductible a la sola materia, se levanta contra la muerte. Todos los
esfuerzos de la técnica moderna, por muy útiles que sea, no pueden calmar esta
ansiedad del hombre: la prórroga de la longevidad que hoy proporciona la biología
no puede satisfacer ese deseo del más allá que surge ineluctablemente del corazón
humano.
Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia, aleccionada por la
Revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino
feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre. La fe cristiana enseña
que la muerte corporal, que entró en la historia a consecuencia del pecado, será
vencida cuando el omnipotente y misericordioso Salvador restituya al hombre en la
salvación perdida por el pecado. Dios ha llamado y llama al hombre a adherirse a El
con la total plenitud de su ser en la perpetua comunión de la incorruptible vida
divina. Ha sido Cristo resucitado el que ha ganado esta victoria para el hombre,
liberándolo de la muerte con su propia muerte. Para todo hombre que reflexione, la
fe, apoyada en sólidos argumentos, responde satisfactoriamente al interrogante
angustioso sobre el destino futuro del hombre y al mismo tiempo ofrece la
posibilidad de una comunión con nuestros mismos queridos hermanos arrebatados
por la muerte, dándonos la esperanza de que poseen ya en Dios la vida verdadera.
(...)
[Tierra nueva y cielo nuevo]
39. Ignoramos el tiempo en que se hará la consumación de la tierra y de la
humanidad. Tampoco conocemos de qué manera se transformará el universo. La
figura de este mundo, afeada por el pecado, pasa, pero Dios nos enseña que nos
prepara una nueva morada y una nueva tierra donde habita la justicia, y cuya
bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos los anhelos de paz que surgen
en el corazón humano. Entonces, vencida la muerte, los hijos de Dios resucitarán
en Cristo, y lo que fue sembrado bajo el signo de la debilidad y de la corrupción, se
revestirá de incorruptibilidad, y, permaneciendo la caridad y sus obras, se verán
libres de la servidumbre de la vanidad todas las criaturas, que Dios creó pensando
en el hombre.
Se nos advierte que de nada le sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde a
sí mismo. No obstante, la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más
bien aliviar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la
nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del
siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal
y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede
contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de
Dios.
Pues los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad; en una
palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después
de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su
mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y
transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal: "reino
de verdad y de vida; reino de santidad y gracia; reino de justicia, de amor y de paz".
El Reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el
Señor, se consumará su perfección. (...) Volver arriba
B. DISCURSOS DE JUAN PABLO II
B.1. Discurso en la Audiencia general del 26 de mayo de 1999
(Escatología universal: la humanidad en camino hacia el Padre)
1. El tema sobre el que estamos reflexionando en este último año de preparación
para el jubileo, es decir, el camino de la humanidad hacia el Padre, nos sugiere
meditar en la perspectiva escatológica, o sea, en la meta final de la historia humana.
Especialmente en nuestro tiempo todo procede con increíble velocidad, tanto por los
progresos de la ciencia y de la técnica como por el influjo de los medios de
comunicación social. Por eso, surge espontáneamente la pregunta: ¿cuál es el
destino y la meta final de la humanidad? A este interrogante da una respuesta
especifica la palabra de Dios, que nos presenta el designio de salvación que el
Padre lleva a cabo en la historia por medio de Cristo y con la obra del Espíritu.
En el Antiguo Testamento es fundamental la referencia al Exodo, con su orientación
hacia la entrada en la Tierra prometida. El Éxodo no es solamente un
acontecimiento histórico, sino también la revelación de una actividad salvífica de
Dios, que se realizará progresivamente, corno los profetas se encargan de mostrar,
iluminando el presente y el futuro de Israel.
2. En el tiempo del exilio, los profetas anuncian un nuevo Éxodo, un regreso a la
Tierra prometida. Con este renovado don de la tierra, Dios no sólo reunirá a su
pueblo disperso entre las naciones; también transformará a cada uno en su
corazón, o sea, en su capacidad de conocer, amar y obrar: «Yo les daré un nuevo
corazón y pondré en ellos un espíritu nuevo: quitaré de su carne el corazón de
piedra y les daré un corazón de carne, para que caminen según mis preceptos,
observen mis normas y las pongan en práctica, y así sean mi pueblo y yo sea su
Dios» (Ez. 11, 19-20; cf. 36, 26-28).
El pueblo, esforzándose por cumplir las normas establecidas en la alianza, podrá
habitar en un ambiente parecido al que salió de las manos de Dios en el momento
de la creación: «Esta tierra, hasta ahora devastada, se ha hecho como jardín de
Edén, y las ciudades en ruinas, devastadas y demolidas, están de nuevo fortificadas
y habitadas» (Ez. 36, 35). Se tratará de una alianza nueva, concretada en la
observancia de una ley escrita en el corazón (cf. Jr. 3l, 31-34).
Luego la perspectiva se ensancha y se anuncia la promesa de una nueva tierra. La
meta final es una nueva Jerusalén en la que ya no habrá aflicción, como leemos en
el libro de Isaías: «He aquí que yo creo cielos nuevos y tierra nueva (...). He aquí
que yo voy a crear para Jerusalén alegría, y para su pueblo gozo. Y será mi alegría,
y mi pueblo mi gozo, y no se oirán más en ella llantos ni lamentaciones» (Is. 65, 17-
19).
3. El Apocalipsis, recoge esta visión. San Juan escribe: «Luego vi un cielo nuevo y
una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar
no existe ya. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto
a Dios, engalanada corno una novia ataviada para su esposo» (Ap. 21, 1-2).
El paso a este estado de nueva creación exige un compromiso de santidad, que el
Nuevo Testamento revestirá de un radicalismo absoluto, como se lee en la segunda
carta de san Pedro: «Puesto que todas estas cosas han de disolverse así, ¿cómo
conviene que seáis en vuestra santa conducta y en la piedad, esperando y
acelerando la venida del día de Dios, en el que los cielos, en llamas, se disolverán,
y los elementos, abrasados, se fundirán? Pero esperamos, según nos lo tiene
prometido, nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia» (2 P3, 11-13).
4. La resurrección de Cristo, su ascensión y el anuncio de su regreso abrieron
nuevas perspectivas escatológicas. En el discurso pronunciado al final de la cena,
Jesús dijo: «Voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un
lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también
vosotros» (Jn. 14, 2-3). Y san Pablo escribió a los Tesalonicenses: «El Señor
mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará
del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar. Después
nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto
con ellos, al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el
Señor» (1 Ts. 4, 16-17).
No se nos ha informado de la fecha de este acontecimiento final. Es preciso tener
paciencia, a la espera de Jesús resucitado, que, cuando los Apóstoles le
preguntaron si estaba a punto de restablecer el reino de Israel, respondió
invitándolos a la predicación y al testimonio: «A vosotros no os toca conocer el
tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad, sino que recibiréis la
fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en
Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra» (Hch. 1, 7- 8).
5. La tensión hacia. el acontecimiento hay que vivirla con serena esperanza,
comprometiéndose en el tiempo presente en la construcción del reino que al final
Cristo entregará al Padre: «Luego, vendrá el fin, cuando entregue a Dios Padre el
reino, después de haber destruido todo principado, dominación y potestad» ( 1 Co.
15, 24). Con Cristo, vencedor sobre las potestades adversarias, también nosotros
participaremos en la nueva creación, la cual consistirá en una vuelta definitiva de
todo a Aquel del que todo procede. «Cuando hayan sido sometidas a él todas las
cosas, entonces también el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a él todas las
cosas, para que Dios sea todo en todos» (1 Co. 15, 28).
Por tanto, debemos estar convencidos de que «somos ciudadanos del cielo, de
donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo» (F1p 3, 20). Aquí abajo no
tenemos una ciudad permanente (cf. Hb. 13, 14). Al ser peregrinos, en busca de
una morada definitiva, debemos aspirar, como nuestros padres en la fe, a una patria
mejor, «es decir, a la celestial» (Hb 11, 16). Volver arriba
B.2. Discurso en la Audiencia general del 2 de junio de 1999
(La muerte, encuentro con el Padre)
1. Después de haber reflexionado sobre el destino común de la humanidad, tal
como se realizará al final de los tiempos, hoy queremos dirigir nuestra atención a
otro tema que nos atañe de cerca: el significado de la muerte. Actualmente resulta
difícil hablar de la muerte porque la sociedad del bienestar tiende a apartar de sí
esta realidad, cuyo solo pensamiento le produce angustia. En efecto, como afirma el
Concilio, «ante la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su culmen»
(Gaudium et spes, 18). Pero sobre esta realidad la palabra de Dios, aunque de
modo progresivo, nos brinda una luz que esclarece y consuela.
En el Antiguo Testamento las primeras indicaciones nos las ofrece la experiencia
común de los mortales, todavía no iluminada por la esperanza de una vida feliz
después de la muerte. Por lo general se pensaba que la existencia humana concluía
en el «sheol», lugar de sombras, incompatible con la vida en plenitud. A este
respecto son muy significativas las palabras del libro de Job: «¿No son pocos los
días de mi existencia? Apártate de mí para que pueda gozar de un poco de
consuelo, antes de que me vaya, para ya no volver, a la tierra de tinieblas y de
sombras, tierra de negrura y desorden, donde la claridad es como la oscuridad» (Jb.
10, 20-22).
2. En esta visión dramática de la muerte se va abriendo camino lentamente la
revelación de Dios, y la reflexión humana descubre un nuevo horizonte, que recibirá
plena luz en el Nuevo Testamento.
Se comprende, ante todo, que, si la muerte es el enemigo inexorable del hombre,
que trata de dominarlo y someterlo a su poder, Dios no puede haberla creado, pues
no puede recrearse en la destrucción de los hombres (cf. Sb. 1, 13). El proyecto
originario de Dios era diverso, pero quedó alterado a causa del pecado cometido
por el hombre bajo el influjo del demonio, como explica el libro de la Sabiduría:
"Dios creó al hombre para la incorruptibilidad, le hizo imagen de su misma
naturaleza, mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la
experimentan los que le pertenecen» (Sb. 2, 23-24). Esta concepción se refleja en
las palabras de Jesús (cf. Jn. 8, 44) y en ella se funda la enseñanza de san Pablo
sobre la redención de Cristo, nuevo Adán (cf. Rm. 5, 12.17; 1 Co. 15, 21). Con su
muerte y resurrección, Jesús venció el pecado y ¡a muerte, que es su
consecuencia.
3. A la luz de lo que Jesús realizó, se comprende la actitud de Dios Padre frente a la
vida y la muerte de sus criaturas, Ya el salmista había intuido que Dios no puede
abandonar a sus siervos fieles en el sepulcro, ni dejar que su santo experimente la
corrupción (cf. Sal 16, 10). Isaías anuncia un futuro en el que Dios eliminará la
muerte para siempre, enjugando «las lágrimas de todos los rostros» (Is. 25, 8) y
resucitando a los muertos para una vida nueva: «Revivirán tus muertos; tus
cadáveres resurgirán. Despertarán y darán gritos de júbilo los moradores del polvo;
porque rocío luminoso es tu rocío, y la tierra parirá sombras» (Is. 26, 19). Así en vez
de la muerte como realidad que acaba con todos los seres vivos, se impone la
imagen de la tierra que, como madre, se dispone al parto de un nuevo ser vivo y da
a luz al justo destinado a vivir en Dios. Por esto «aunque los justos, a juicio de los
hombres, sufran castigos, su esperanza está llena de inmortalidad» (Sb. 3, 4).
La esperanza de la resurrección es afirmada magníficamente en el segundo libro de
los Macabeos por siete hermanos y su madre en el momento de sufrir el martirio.
Uno de ellos declara: «Por don del cielo poseo estos miembros, por sus leyes los
desdeño y de él espero recibirlos de nuevo» (2M7, 11). Otro, «ya en agonía, dice:
es preferible morir a manos de hombres con la esperanza que Dios otorga de ser
resucitados de nuevo por él» (2 M 7, 14). Heroicamente, su madre los anima a
afrontar la muerte con esta esperanza (cf. 2 M 7, 29).
4. Ya en la perspectiva del Antiguo Testamento los profetas exhortaban a esperar
«el día del Señor) con rectitud, pues de lo contrario sería «tinieblas y no luz» (cf.
Am. 5, 18. 20). En la revelación plena del Nuevo Testamento se subraya que todos
serán sometidos a juicio (cf. 1 P 4, 5; Rm. 14, 10). Pero ante ese juicio los justos no
deberán temer, dado que, en cuanto elegidos, están destinados a recibir la herencia
prometida; serán colocados a la diestra de Cristo, que los llamará «benditos de mi
Padre» (Mt. 25, 34; cf. 22, 14; 24, 22. 24).
La muerte que el creyente experimenta como miembro del Cuerpo místico abre el
camino hacia el Padre, que nos demostró su amor en la muerte de Cristo, «víctima
de propiciación por nuestros pecados» (cf. 1 Jn. 4, 10; cf. Rm. 5, 7). Como reafirma
el Catecismo de la Iglesia católica, la muerte, «para los que mueren en la gracia de
Cristo, es una participación en la muerte del Señor, para poder participar también en
su resurrección» (n. 1006).
Jesús «nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados, y ha hecho
de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre» (Ap. 1, 5-6). Ciertamente,
es preciso pasar por la muerte, pero ya con la certeza de que nos encontraremos
con el Padre cuando «este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser
mortal se revista de inmortalidad» (1 Co. 15, 54). Entonces se verá claramente que
(la muerte ha sido devorada en la victoria» (1 Co. 15, 54) y se la podrá afrontar con
una actitud de desafío, sin miedo: «¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde
está, oh muerte, tu aguijón?» (1 Co. 15, 55).
Precisamente por esta visión cristiana de la muerte, san Francisco de Asís pudo
exclamar en el Cántico de las criaturas: «Alabado seas, Señor mío, por nuestra
hermana la muerte corporal» (Fuentes franciscanas, 263). Frente a esta
consoladora perspectiva, se comprende la bienaventuranza anunciada en el libro
del Apocalipsis, casi como coronación de las bienaventuranzas evangélicas:
«Bienaventurados los que mueren en el Señor. Sí -dice el Espíritu-, descansarán de
sus fatigas, porque sus obras los acompañan» (Ap. 14,13). Volver arriba
B. 3. Discurso en la Audiencia general del 7 de julio de 1999
(Juicio y misericordia)
1. El salmo 116 dice: «El Señor es benigno y justo; nuestro Dios es misericordioso»
(Sal 116, 5). A primera vista, juicio y misericordia parecen dos realidades
inconciliables; o, al menos, parece que la segunda sólo se integra con la primera si
ésta atenúa su fuerza inexorable. En cambio, es preciso comprender la lógica de la
sagrada Escritura, que las vincula; más aún, las presenta de modo que una no
puede existir sin la otra.
El sentido de la justicia divina es captado progresivamente en el Antiguo
Testamento a partir de la situación de la persona que obra bien y se siente
injustamente amenazada. Es en Dios donde encuentra refugio y protección. Esta
experiencia la expresan en varias ocasiones los salmos que, por ejemplo, afirman:
«Yo sé que el Señor hace justicia al afligido y defiende el derecho del pobre. Los
justos alabarán tu nombre; los honrados habitarán en tu presencia» (Sal 140, 13-
14).
En la sagrada Escritura la intervención en favor de los oprimidos es concebida
sobre todo como justicia, o sea, fidelidad de Dios a las promesas salvíficas hechas
a Israel. Por consiguiente, la justicia de Dios deriva de la iniciativa gratuita y
misericordiosa por la que él se ha vinculado a su pueblo mediante una alianza
eterna. Dios es justo porque salva, cumpliendo así sus promesas, mientras que el
juicio sobre el pecado y sobre los impíos no es más que otro aspecto de su
misericordia. El pecador sinceramente arrepentido siempre puede confiar en esta
justicia misericordiosa (cf. Sal 50, 6. 16).
Frente a la dificultad de encontrar justicia en los hombres y en sus instituciones, en
la Biblia se abre camino la perspectiva de que la justicia sólo se realizará
plenamente en el futuro, por obra de un personaje misterioso, que progresivamente
irá asumiendo caracteres mesiánicos más precisos: un rey o hijo de rey (cf. Sal 72,
l), un retoño que «brotará del tronco de Jesé» (Is 11, l), un «vástago justo» (Jr 23, 5)
descendiente de David.
2. La figura del Mesías, esbozada en muchos textos sobre todo de los libros
proféticos, asume, en la perspectiva de la salvación, funciones de gobierno y de
juicio, para la prosperidad y el crecimiento de la comunidad y de cada uno de sus
miembros.
La función judicial se ejercerá sobre buenos y malos, que se presentarán juntos al
juicio, donde el triunfo de los justos se transformará en pánico y en asombro para
los impíos (cf. Sb 4, 20-5, 23; cf. también Dn 12, 1-3). El juicio encomendado al
«Hijo del hombre», en la perspectiva apocalíptica del libro de Daniel, tendrá como
efecto el triunfo del pueblo de los santos del Altísimo sobre las ruinas de los reinos
de la tierra (cf. Dn 7, 18 y 27).
Por otra parte, incluso quien puede esperar un juicio benévolo, es consciente de sus
propias limitaciones. Así se va despertando la conciencia de que es imposible ser
justos sin la gracia divina, como recuerda el salmista: «Señor, ( ... ) tú que eres
justo, escúchame. No llames a juicio a tu siervo, pues ningún hombre es inocente
frente a ti» (Sal 143, 1-2).
3. La misma lógica de fondo se vuelve a encontrar en el Nuevo Testamento, donde
el juicio divino está vinculado a la obra salvífica de Cristo.
Jesús es el Hijo del hombre, al que el Padre ha transmitido el poder de juzgar. El
ejercerá el juicio sobre todos los que saldrán de los sepulcros, separando a los que
están destinados a una resurrección de vida de los que experimentarán una
resurrección de condena (cf. Jn 5, 26-30). Sin embargo, como subraya el
evangelista san Juan, «Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al
mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3, 17). Sólo quien haya
rechazado la salvación, ofrecida por Dios con una misericordia ilimitada, se
encontrará condenado, porque se habrá condenado a sí mismo.
4. San Pablo profundiza, en sentido salvífico, el concepto de «justicia de Dios», que
se realiza «por la fe en Jesucristo, para todos los que creen» (Rm 3, 22). La justicia
de Dios está íntimamente unida al don de la reconciliación: si por Cristo nos
dejamos reconciliar con el Padre, podemos llegar a ser también nosotros, por medio
de él, justicia de Dios (cf. 2 Co 5, 18-21).
Así, justicia y misericordia se entienden como dos dimensiones del mismo misterio
de amor: «Pues Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con
todos ellos de misericordia» (Rm 11, 32). Por eso, el amor, que constituye la base
de la actitud divina y debe llegar a ser una virtud fundamental del creyente, nos
impulsa a tener confianza en el día del juicio, excluyendo todo temor (cf. 1 Jn 4, 18).
A imitación de este juicio divino, también el humano debe realizarse de acuerdo con
una ley de libertad, en la que debe prevalecer precisamente la misericordia:
«Hablad y obrad tal como corresponde a los que han de ser juzgados por la ley de
la libertad, porque tendrá un juicio sin misericordia el que no tuvo misericordia; pero
la misericordia "se siente superior al juicio» (St 2, 12-13).
5. Dios es Padre de misericordia y de toda consolación. Por esto, en la quinta
petición del Padre nuestro, la oración por excelencia, «nuestra petición empieza con
una confesión en la que afirmamos, al mismo tiempo, nuestra miseria y su
misericordia» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 2839). Jesús, al revelarnos la
plenitud de la misericordia del Padre, también nos enseñó que a este Padre tan
justo y misericordioso sólo se accede por la experiencia de la misericordia que debe
caracterizar nuestras relaciones con el prójimo. «Este desbordamiento de
misericordia no puede penetrar en nuestro corazón mientras no hayamos
perdonado a los que nos han ofendido. (... ) Al negarse a perdonar a nuestros
hermanos y hermanas, el corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al amor
misericordioso del Padre» lib., n. 2840).
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B.4. Discurso en la Audiencia general del 21 de julio de 1999
(El «cielo» como plenitud de intimidad con Dios)
1 . Cuando haya pasado la figura de este mundo, los que hayan acogido a Dios en
su vida y se hayan abierto sinceramente a su amor, por lo menos en el momento de
la muerte, podrán gozar de la plenitud de comunión con Dios, que constituye la
meta de la existencia humana.
Como enseña el Catecismo de la Iglesia católica, «esta vida perfecta con la
santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María,
los ángeles y todos los bienaventurados se llama "el cielo". El cielo es el fin último y
la realización de las aspiraciones mas profundas del hombre, el estado supremo y
definitivo de dicha» (n. 1024).
Hoy queremos tratar de comprender el sentido bíblico del «cielo», para poder
entender mejor la realidad a la que remite esa expresión.
2. En el lenguaje bíblico el «cielo», cuando va unido a la «tierra», indica una parte
del universo. A propósito de la creación, la Escritura dice: «En un principio creo Dios
el cielo y la tierra» (Gn 1, 1).
En sentido metafórico, el cielo se entiende como morada de Dios, que en. eso se
distingue de los hombres (cf. Sal, 104, 2 s; 115, 16; Is 66, l). Dios, desde lo alto del
cielo, ve y juzga (cf. Sal 113, 4-9) y baja cuando se le invoca (cf. Sal 18, 7. 10; 144,
5). Sin embargo, la metáfora bíblica da a entender que Dios ni se identifica con el
cielo ni puede ser encerrado en el cielo (cf. 1R 8, 27); y eso es verdad, a pesar de
que en algunos pasajes del primer libro de los Macabeos «el cielo» es simplemente
un nombre de Dios (cf. 1M 3, 18. 19. 50. 60; 4, 24. 55). A la representación del cielo
como morada trascendente del Dios vivo, se añade la de lugar al que también los
creyentes pueden, por gracia, subir, como muestran en el Antiguo Testamento las
historias de Enoc (cf. Gn 5, 24) y Elías (cf. 2R 2, 11). Así, el cielo resulta figura de la
vida en Dios. En este sentido, Jesús habla de «recompensa en los 1 cielos» (Mt 5,
12) y exhorta a «amontonar tesoros en el cielo» (Mt 6, 20; cf. 19, 21).
3. El Nuevo Testamento profundiza la idea del cielo también en relación con el
misterio de Cristo. Para indicar qué el sacrificio del Redentor asume valor perfecto y
definitivo, la carta a los Hebreos afirma que Jesús «penetró los cielos» (Hb 4, 14) y
«no penetró en un santuario hecho por mano de hombre, en una reproducción del
verdadero, sino en el mismo cielo» (Hb 9, 24). Luego, los creyentes, en cuanto
amados de modo especial por el Padre, son resucitados con Cristo y hechos
ciudadanos del cielo.
Vale la pena escuchar lo que a este respecto nos dice el apóstol Pablo en un texto
de gran intensidad: «Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos
amó, estando muertos a causa de nuestros pecados, nos vivificó juntamente con
Cristo —por gracia habéis sido salvados— y con él nos resucitó y nos hizo sentar
en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la
sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo
Jesús» (Ef 2, 4-7). Las criaturas experimentan la paternidad de Dios, rico en
misericordia, a través del amor del Hijo de Dios, crucificado y resucitado, el cual,
como Señor, está sentado en los cielos a la derecha del Padre.
4. Así pues, la participación en la completa intimidad con el Padre, después del
recorrido de nuestra vida terrena, pasa por la inserción en el misterio pascual de
Cristo. San Pablo subraya con una imagen espacial muy intensa este caminar
nuestro hacia Cristo en los cielos al final de los tiempos: «Después nosotros, los
que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos
(los muertos resucitados), al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos
siempre con el Señor. Consolados, pues, mutuamente con estas palabras» (1Ts 4,
17-18).
En el marco de la Revelación sabemos que el «cielo» o la «bienaventuranza» en la
que nos encontraremos no es una abstracción, ni tampoco un lugar físico entre las
nubes, sino una relación viva y personal con la santísima Trinidad. Es el encuentro
con el Padre, que se realiza en Cristo resucitado gracias a la comunión del Espíritu
Santo.
Es preciso mantener siempre cierta. sobriedad al describir estas realidades últimas,
ya que su representación resulta siempre inadecuada. Hoy el lenguaje personalista
logra reflejar de una forma menos impropia la situación de felicidad y paz en que
nos situará la comunión definitiva con Dios.
El Catecismo de la Iglesia católica sintetiza la enseñanza eclesial sobre esta verdad
afirmando que, «por su muerte y su resurrección, Jesucristo nos ha abierto» el cielo.
La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la
redención realizada por Cristo, que asocia a su glorificación celestial a quienes han
creído en él y han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad
bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a él» (n. 1026).
5. Con todo, esta situación final se puede anticipar de alguna manera hoy, ,tanto en
la vida sacramental, cuyo centro es la Eucaristía, como en el don de sí mismo
mediante la caridad fraterna. Si sabemos gozar ordenadamente de los bienes que el
Señor nos regala cada día, experimentaremos ya la alegría y la paz de que un día
gozaremos plenamente. Sabemos que en esta fase terrena todo tiene límite; sin
embargo, el pensamiento de las realidades últimas nos ayuda a vivir bien las
realidades penúltimas. Somos conscientes de que mientras caminamos en este
mundo estamos llamados a buscar «las cosas de arriba, donde está Cristo sentado
a la diestra de Dios» (Col 3, 1), para estar con él en el cumplimiento escatológico,
cuando en el Espíritu él reconcilie totalmente con el Padre «lo que hay en la tierra y
en los cielos» (Col 1, 20). Volver arriba
B. 5. Discurso en la Audiencia general del 28 de julio de 1999
(El infierno como rechazo definitivo de Dios)
1. Dios es Padre infinitamente bueno y misericordioso. Pero, por desgracia, el
hombre, llamado a responderle en la libertad, puede elegir rechazar definitivamente
su amor y su perdón, renunciando así para siempre a la comunión gozosa con él.
Precisamente esta trágica situación es lo que señala la doctrina cristiana cuando
habla de condenación o infierno. No se trata de un castigo de Dios infligido desde el
exterior, sino del desarrollo de premisas ya puestas por el hombre en esta vida. La
misma dimensión de infelicidad que conlleva esta oscura condición puede intuirse,
en cierto modo, a la luz de algunas experiencias nuestras terribles, que convierten
la vida, como se suele decir, en «un infierno».
Con todo, en sentido teológico, el infierno es algo muy diferente: es la última
consecuencia del pecado mismo, que se vuelve contra quien lo ha cometido. Es la
situación en que se sitúa definitivamente quien rechaza la misericordia del Padre
incluso en el último instante de su vida.
2. Para describir esta realidad, a sagrada Escritura utiliza un lenguaje simbólico, que
se precisará progresivamente. En el Antiguo Testamento, la condición de los
muertos no estaba aún plenamente iluminada por la Revelación. En efecto, por lo
general, se pensaba que los muertos se reunían en el sheol, un lugar de tinieblas
(cf. Ez 28, 8; 31, 14; Jb 10, 21 ss; 38, 17; Sal 30, 10; 88, 7. 13), una fosa de la que
no se puede salir (cf. Jb 7, 9), un lugar en el que no es posible dar gloria a Dios (cf.
Is 38, 18; Sal 6, 6).
El Nuevo Testamento proyecta nueva luz sobre la condición de los muertos, sobre
todo anunciando que Cristo, con su resurrección, ha vencido la muerte y ha
extendido su poder liberador también en el reino de los muertos.
Sin embargo, la redención sigue siendo un ofrecimiento de salvación que
corresponde al hombre acoger con libertad. Por eso, cada uno será juzgado «de
acuerdo con sus obras» (Ap 20, 13). Recurriendo a imágenes, el Nuevo Testamento
presenta el lugar destinado a los obradores de iniquidad como un horno ardiente,
donde «será el llanto y el rechinar de dientes» (Mt 13, 42; cf. 25, 30. 41) o como la
gehenna de «fuego que no se apaga» (Mc 9, 43). Todo ello es expresado, con
forma de narración, en la parábola del rico epulón, en la que se precisa que el
infierno es el lugar de pena definitiva, sin posibilidad de retorno o de mitigación del
dolor (cf. Le 16, 19-31).
También el Apocalipsis representa plásticamente en un «lago de fuego» a los que
no se hallan inscritos en el Ebro de la vida, yendo así al encuentro de una «segunda
muerte» (Ap 20, 13 ss). Por consiguiente, quienes se obstinan en no abrirse al
Evangelio, se predisponen a «una ruina eterna, alejados de la presencia del Señor y
de la gloria de su poder» (2 Ts 1,9).
3. Las imágenes con las que la sagrada Escritura nos presenta el infierno deben
interpretarse correctamente. Expresan la completa frustración y vaciedad de una
vida sin Dios. El infierno, más que un lugar, indica la situación en que llega a
encontrarse quien libre y definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida y
alegría. Así resume los datos de, la fe sobre este tema el Catecismo de la Iglesia
católica: «Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el amor
misericordioso de Dios, significa permanecer separados de él para siempre por
nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la
comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra
infierno» (n. 1033).
Por eso, la «condenación» no se ha de atribuir a la iniciativa de Dios, dado que en
su amor misericordioso él no puede querer sino la salvación de los seres que ha
creado. En realidad, es la criatura la que se cierra a su amor. La «condenación»
consiste precisamente en que el hombre se aleja definitivamente de Dios, por
elección libre y confirmada con la muerte, que sella para siempre esa opción. La
sentencia de Dios ratifica ese estado.
4. La fe cristiana enseña que, en el riesgo del «sí» y del «no» que caracteriza la
libertad de las criaturas, alguien ha dicho ya «no». Se trata de las criaturas
espirituales que se rebelaron contra el amor de Dios y a las que se llama demonios
(cf. concilio IV de Letrán: DS 800-801). Para nosotros, los seres humanos, esa
historia resuena como una advertencia: nos exhorta continuamente a evitar la
tragedia en la que desemboca el pecado y a vivir nuestra vida según el modelo de
Jesús, que siempre dijo «sí» a Dios.
La condenación sigue siendo una posibilidad real, pero no nos es dado conocer, sin
especial revelación divina, si los seres humanos, y cuáles, han quedado implicados
efectivamente en ella. El pensamiento del infierno —y mucho menos la utilización
impropia de las imágenes bíblicas— no debe crear psicosis o angustia; pero
representa una exhortación necesaria y saludable a la libertad, dentro del anuncio
de que Jesús resucitado ha vencido a Satanás, dándonos el Espíritu de Dios, que
nos hace invocar «Abbá, Padre» (Rm 8, 15; Ga 4, 6).
Esta perspectiva, llena de esperanza, prevalece en el anuncio cristiano. Se refleja
eficazmente en la tradición litúrgica de la Iglesia, como lo atestiguan, por ejemplo,
las palabras del Canon Romano: «Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus
siervos y de toda tu familia santa ( ... ), líbranos de la condenación eterna y
cuéntanos entre tus elegidos». Volver arriba
B. 6. Discurso en la Audiencia general del 4 de agosto de 1999
(El purgatorio: purificación necesaria para el encuentro con Dios)
1. Como hemos visto en las dos catequesis anteriores, a partir de la opción
definitiva por Dios o contra Dios, el hombre se encuentra ante una alternativa: o vive
con el Señor en la bienaventuranza eterna, o permanece alejado de su presencia.
Para cuantos se encuentran en la condición de apertura a Dios, pero de un modo
imperfecto, el camino hacia la bienaventuranza plena requiere una purificación, que
la fe de la Iglesia ilustra mediante la doctrina del «purgatorio» (cf. Catecismo de la
Iglesia católica, nn. 1030-1032).
2. En la sagrada Escritura se pueden captar algunos elementos que ayudan a
comprender el sentido de esta doctrina, aunque no esté enunciada de modo
explícito. Expresan la convicción de que no se puede acceder a Dios sin pasar a
través de algún tipo de purificación.
Según la legislación religiosa del Antiguo Testamento, lo que está destinado a Dios
debe ser perfecto. En consecuencia, también la integridad física es particularmente
exigida para las realidades que entran en contacto con Dios en el plano sacrificial,
como, por ejemplo, los animales para inmolar (cf. Lv 22, 22), o en el institucional,
como en el caso de los sacerdotes, ministros del culto (cf. Lv 21, 17-23). A esta
integridad física debe corresponder una entrega total, tanto de las personas como
de la colectividad (cf. 1R 8, 61), al Dios de la alianza de acuerdo con las grandes
enseñanzas del Deuteronomio (cf. Dt 6, 5). Se trata de amar a Dios con todo el ser,
con pureza de corazón y con el testimonio de las obras (cf . Dt 10, 12 s).
La exigencia de integridad se impone evidentemente después de la muerte, para
entrar en la comunión perfecta y definitiva con Dios. Quien no tiene esta integridad
debe pasar por la purificación. Un texto de san Pablo lo sugiere.
El Apóstol habla del valor de la obra de cada uno, que se revelará el día del juicio, v
dice: «Aquel, cuya obra, construida sobre el cimiento (Cristo), resista, recibirá la
recompensa. Mas aquel, cuya obra quede abrasada, sufrirá el daño. Él, no
obstante, quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego» (1Co 3, 14-
15).
3. Para alcanzar un estado de integridad perfecta es necesaria, a veces, la
intercesión o la mediación de una persona. Por ejemplo, Moisés obtiene el perdón
del pueblo con una súplica, en la que evoca la obra salvífica rea izada por Dios en
el pasado e invoca si fidelidad al juramento hecho a los padres (cf. Ex 32, 30 y vv.
11-13). La figura del Siervo del Señor, delineada por el libro de Isaías, se
caracteriza también por su función de interceder y expiar en favor de muchos; al
término de sus sufrimientos, él «verá la luz» y «justificará a muchos», cargando con
sus culpas (cf. Is 52, 13-53, 12, especialmente, 53, 11).
El Salmo 51 puede considerarse, desde la visión del Antiguo Testamento, una
síntesis del proceso de reintegración: el pecador confiesa y reconoce la propia culpa
(v. 6), y pide insistentemente ser purificado o «lavado» (vv. 4. 9. 12 y 16), para
poder proclamar la alabanza divina (v. 17).
4. El Nuevo Testamento presenta a Cristo como el intercesor, que desempeña las
funciones del sumo sacerdote el día de la expiación (cf. Hb 5, 7; 7, 25). Pero en él el
sacerdocio presenta una configuración nueva y definitiva. Él entra una sola vez en
el santuario celestial para interceder ante Dios en favor nuestro (cf. Hb 9, 23-26,
especialmente el v. 24). Es Sacerdote y, al mismo tiempo, «víctima de propiciación»
por los pecados de todo el mundo (cf. 1 Jn 2, 2).
Jesús, como el gran intercesor que expía por nosotros, se revelará plenamente al
final de nuestra vida, cuando se manifieste con el ofrecimiento de misericordia, pero
también con el juicio inevitable para quien rechaza el amor y el perdón del Padre.
El ofrecimiento de misericordia no excluye el deber de presentarnos puros o
íntegros ante Dios, ricos de esa caridad que Pablo llama «vínculo de la perfección»
(Col 3, 14).
5. Durante nuestra vida terrena, siguiendo la exhortación evangélica a ser perfectos
como el Padre celestial (cf. Mt 5, 48), estamos llamados a crecer en el amor, para
hallarnos firmes e irreprensibles en presencia de Dios Padre, en el momento de «la
venida de nuestro Señor Jesucristo, con todos sus santos» (1Ts 3, 12 s). Por otra
parte, estamos invitados a «purificamos de toda mancha de la carne y del espíritu»
(2Co 7, 1; cf. 1 Jn 3, 3), porque el encuentro con Dios requiere una pureza absoluta.
Hay que eliminar todo vestigio de apego al mal y corregir toda imperfección del
alma. La purificación debe ser completa, y precisamente esto es lo que enseña la
doctrina de la Iglesia sobre el purgatorio. Este término no indica un lugar, sino una
condición de vida. Quienes después de la muerte viven en un estado de purificación
ya están en el amor de Cristo, que los libera de los residuos de la imperfección (cf.
concilio ecuménico de Florencia, Decretum pro Graecis: Denzinger-Schönmetzer,
1304; concilio ecuménico de Trento, Decretum de justificatione y Decretum de
purgatorio: ib., 1580 y 1820).
Hay que precisar que el estado de purificación no es una prolongación de la
situación terrena, como si después de la muerte se diera una ulterior posibilidad de
cambiar el propio destino. La enseñanza de la Iglesia a este propósito es
inequívoca, y ha sido reafirmada por el concilio Vaticano 11, que enseña: «Como no
sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar
continuamente en vela. Así, terminada
única carrera que es nuestra vida en tierra (cf. Hb 9, 27), mereceremos entrar con él
en la boda y ser contados entre los santos y no nos mandarán ir, como siervos
malos y perezosos al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde "habrá llanto y
rechinar de dientes" (Mt 22, 13 y 25, 30)» (Lumen gentium, 48).
6. Hay que proponer hoy de nuevo un último aspecto importante, que la tradición de
la Iglesia siempre ha puesto de relieve: la dimensión comunitaria. En efecto,
quienes se encuentran en la condición de purificación están unidos tanto a los
bienaventurados, que ya gozan plenamente de la vida eterna, como a nosotros, que
caminamos en este mundo hacia la casa del Padre (cf. Catecismo de la Iglesia
católica, n. 1032).
Así como en la vida terrena los creyentes están unidos entre sí en el único Cuerpo
místico, así también después de la muerte los que viven en estado de purificación
experimentan la misma solidaridad eclesial que actúa en la oración, en los sufragios
y en la caridad de los demás hermanos en la fe. La purificación se realiza en el
vínculo esencial que se crea entre quienes viven la vida del tiempo presente y
quienes ya gozan de la bienaventuranza eterna. Volver arriba
B. 7. Discurso en la Audiencia general del 11 de agosto de1999
(La vida cristiana como camino hacia la plena comunión con Dios)
1. Después de haber meditado en la meta escatológica de nuestra existencia, es
decir, en la vida eterna, queremos reflexionar ahora en el camino que conduce a
ella. Por eso, desarrollarnos la perspectiva presentada en la carta apostólica Tertio
millennio adveniente: «Toda la vida cristiana es como una gran peregrinación hacia
la casa del Padre, del cual se descubre cada día su amor incondicional por toda
criatura humana, y en particular por el "hijo pródigo" (cf. Lc. 15, 11-32). Esta
peregrinación afecta a lo íntimo de la persona, prolongándose después a la
comunidad creyente para alcanzar a la humanidad entera» (n. 49). En realidad, lo
que el cristiano vivirá un día en plenitud, ya se ha anticipado en cierto modo ahora.
En efecto, la Pascua del Señor es inauguración de la vida del mundo futuro.
2. El Antiguo Testamento prepara el anuncio de esta verdad a través de la compleja
temática del Éxodo. El camino del pueblo elegido hacia la tierra prometida (cf. Ex 6,
6) es como un magnífico icono del camino del cristiano hacia la casa del Padre.
Obviamente, la diferencia es fundamental: en el antiguo Éxodo la liberación estaba
orientada a la posesión de la tierra, don provisional como todas las realidades
humanas; en cambio, el nuevo «Éxodo» consiste en el itinerario hacia la casa del
Padre, en una perspectiva de índole definitiva y de eternidad, que trasciende la
historia humana y cósmica. La tierra prometida del Antiguo Testamento se perdió de
hecho con la caída de los dos reinos y con el destierro de Babilonia, después del
cual se desarrolló la idea de un regreso como nuevo Éxodo. Sin embargo, este
camino no llevó únicamente a otro asentamiento de tipo geográfico o político, sino
que se abrió a una visión «escatológica» que ya preludiaba la revelación plena en
Cristo. En esta dirección se orientan precisamente las imágenes universalistas que,
en el libro de Isaías, describen el camino de los pueblos y de la historia hacia una
nueva Jerusalén, centro del mundo (cf. Is 56-66).
3. El Nuevo Testamento anuncia el cumplimiento de esta gran espera, señalando en
Cristo al Salvador del mundo: «Al llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su
Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la
ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Ga 4, 4-5). A la luz de este
anuncio, la vida presente ya está bajo el signo de la salvación. Esta se realiza en el
acontecimiento de Jesús de Nazaret, que culmina en la Pascua, pero su realización
plena tendrá lugar en la «parusía», en la última venida de Cristo.
Según el apóstol Pablo, este itinerario de salvación, que une el pasado con el
presente, proyectándolo al futuro, es fruto de un designio de Dios, centrado
totalmente en el misterio de Cristo.
Se trata del «misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se
propuso de antemano para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo
tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ef 1,
9-10; cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1042 ss).
En este designio divino, el presente es el tiempo del «ya, pero todavía no», tiempo
de la salvación ya realizada y del camino hacia su actuación perfecta: «Hasta que
lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al
estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo» (Ef. 4,13).
4. El crecimiento hacia esa perfección en Cristo y, por tanto, hacia la experiencia del
misterio trinitario, implica que la Pascua sólo se ha de realizar y celebrar
plenamente en el reino escatológico de Dios (cf. Lc. 22, 16). Pero el acontecimiento
de la encarnación de la cruz y de la resurrección constituye ya la revelación
definitiva de Dios. El ofrecimiento de redención que dicho acontecimiento entraña se
inscribe en la historia de nuestra libertad humana, llamada a responder a la
invitación de salvación. La vida cristiana es participación en el misterio pascual,
como camino de cruz y resurrección. Camino de cruz, porque nuestra existencia
pasa continuamente por la criba purificadora que lleva a superar el viejo mundo
marcado por el pecado. Camino de resurrección, porque el Padre, al resucitar a
Cristo, ha derrotado el pecado, por lo cual, en el creyente, el «juicio de la cruz» se
convierte en «justicia de Dios», es decir, en triunfo de su verdad y de su amor sobre
la perversidad del mundo.
5. La vida cristiana es, en definitiva, un crecimiento en el misterio de la Pascua
eterna, Por tanto, exige tener la mirada fija en la meta, en las realidades últimas, y,
al mismo tiempo, comprometerse en las realidades «penúltimas»: entre éstas y la
meta escatológica no hay oposición, sino, al contrario, una relación de mutua
fecundación. Aunque es preciso afirmar siempre el primado de lo eterno, eso no
impide que vivamos rectamente, a la luz de Dios, las realidades históricas (cf.
Catecismo de la Iglesia católica, n. 1048 ss). Se trata de purificar toda expresión de
lo humano y toda actividad terrena, para que en ellas se refleje cada vez más el
misterio de la Pascua del Señor. En efecto, como nos ha recordado el Concilio, la
actividad humana, que lleva siempre consigo el signo del pecado, es purificada y
elevada hasta la perfección por el misterio pascual, de modo que «los bienes de la
dignidad humana, la comunión fraterna y la libertad, es decir, todos los frutos de la
naturaleza y de nuestra diligencia, tras haberlos propagado por la tierra en el
Espíritu del Señor y según su mandato, los encontramos después de nuevo, limpios
de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el
reino eterno y universal» (Gaudium et spes, 39).
Esta luz de eternidad ilumina la vida y toda la historia del hombre sobre la tierra.
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C. Otros documentos
C.1 Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe
C.1.1 Carta sobre algunas cuestiones referentes a la Escatología
a todos los Obispos miembros de las Conferencias Episcopales
Los recientes Sínodos de los Obispos, dedicados respectivamente a la
evangelización y a la catequesis, han conseguido crear una conciencia más viva de
la necesidad de una perfecta fidelidad a las verdades fundamentales de la fe, de
manera especial hoy, cuando los profundos cambios de la comunidad humana y el
deseo de insertar la fe en los diversos ambientes culturales de los pueblos, imponen
un esfuerzo mayor que antaño, para hacer la fe accesible y comunicable. Esta
última exigencia, tan urgente actualmente, requiere la máximo atención para
asegurar la autenticidad y la integridad de la fe.
Por lo tanto, los responsables deben mostrarse extremamente atentos a todo lo que
pueda ocasionar en la conciencia común de los fieles una lenta degradación y una
pérdida progresiva de cualquier elemento del símbolo bautismal, indispensable para
la coherencia de la fe y unido inseparablemente a unas costumbres importantes en
la vida de la Iglesia.
Precisamente sobre uno de estos puntos ha parecido oportuno y urgente llamar la
atención de aquellos a quienes Dios ha confiado el cuidado de promover y defender
la fe, a fin de que prevengan los peligros que podrían comprometer esta misma fe
en la vida de los fieles.
Se trata del artículo del credo concerniente a la vida eterna y, por consiguiente, en
general, al más allá. Al proponer esta doctrina no pueden permitirse cesiones; ni
tampoco adoptar en la práctica un criterio imperfecto o incierto, sin poner en peligro
la fe y la salvación de los fieles.
A nadie se le oculta la importancia de este último articulo del símbolo bautismal:
expresa el término y el fin del designio de Dios, cuyo camino se describe en el
símbolo. Si no existe la resurrección, todo el edificio de la fe se derrumba, como
afirma vigorosamente San Pablo (cfr. 1 Cor 15). Si el cristiano no está seguro del
contenido de las palabras «vida eterna», las promesas del Evangelio, el sentido de
la creación y de la redención desaparecen, e incluso la misma vida terrena queda
desposeída de toda esperanza (cfr. Heb 11, l).
Ahora bien: ¿Cómo ignorar, en este punto, la angustia y la inquietud de tantos?
¿Cómo no ver que la duda se insinúa con sutileza en lo más profundo de los
espíritus? Aunque felizmente, en la mayoría de los casos, el cristiano no ha llegado
todavía a la duda positiva, a menudo deja de pensar en lo que sigue a la muerte, ya
que comienza a sentir que surgen en su interior interrogantes a los que teme
responder: ¿Existe algo después de la muerte? ¿Permanece algo de nosotros
mismos después de la muerte? ¿Nos espera tal vez la nada?
Hay que ver en ello, en parte, la repercusión que involuntariamente tienen en los
ánimos las controversias teológicas largamente difundidas en la opinión pública y de
las que la mayor parte de los fieles no está en condición de discernir ni el objeto ni
el alcance. Se oye discutir sobre la existencia del alma, sobre el significado de la
supervivencia; asimismo, se pregunta qué relación hay entre la muerte del cristiano
y la resurrección universal. Todo ello desorienta al pueblo cristiano, al no reconocer
ya su vocabulario y sus nociones familiares.
No se trata ciertamente de limitar, ni menos aún de coartar la investigación teológica
de la que tiene necesidad la fe de la Iglesia y de la que ésta se beneficia. Sin
embargo, esto no exime de la obligación de salvaguardar tempestivamente la fe del
cristiano sobre los puntos puestos en duda.
De este doble y difícil deber queremos recordar sumariamente la naturaleza y los
diversos aspectos en la delicada situación actual.
Ante todo es necesario que todos los que enseñan sepan discernir bien lo que la
Iglesia considera esencial en materia de fe, la misma investigación teológica no
puede tener otras finalidades que la de profundizarlo y explicarlo.
Esta Congregación, que tiene la responsabilidad de promover y de salvaguardar la
doctrina de la fe, se propone recoger aquí lo que, en nombre de Cristo, enseña la
Iglesia, especialmente sobre lo que acaece entre la muerte del cristiano y la
resurrección universal.
1) La Iglesia cree (cfr. el credo) en la resurrección de los muertos.
2) La Iglesia entiende que la resurrección se refiere a todo el hombre: para
los elegidos no es sino la extensión de la misma Resurrección de Cristo a los
hombres.
3) La Iglesia afirma la supervivencia y la subsistencia, después de la muerte,
de un elemento espiritual que está dotado de conciencia y de voluntad, de
manera que subsiste el mismo «yo» humano. Para designar este elemento,
la Iglesia emplea la palabra «alma», consagrada por el uso de la Sagrada
Escritura y de la tradición. Aunque ella no ignora que este término tiene en la
Biblia diversas acepciones, opina, sin embargo, que no se da razón alguna
válida para rechazarlo, y considera al mismo tiempo que un término verbal es
absolutamente indispensable para sostener la fe de los cristianos.
4) La Iglesia excluye toda forma de pensamiento o de expresión que haga
absurda e ininteligible su oración, sus ritos fúnebres, su culto a los muertos;
realidades que constituyen substancialmente verdaderos lugares teológicos.
5) La Iglesia, en conformidad con la Sagrada Escritura, espera «la gloriosa
manifestación de Jesucristo nuestro Señor» (Dei Verbum 1, 4) considerada,
por lo demás, como distinta y aplazada con respecto a la condición de los
hombres inmediatamente después de la muerte.
6) La Iglesia, en su enseñanza sobre la condición del hombre después de la
muerte, excluye toda explicación que quite sentido a la Asunción de la Virgen
María en lo que tiene de único, o sea, el hecho de que la glorificación
corpórea de la Virgen es la anticipación de la glorificación reservada a todos
los elegidos.
7) La Iglesia, en una línea de fidelidad al Nuevo Testamento y a la tradición,
cree en la felicidad de los justos que estarán un día con Cristo. Ella cree en el
castigo eterno que espera al pecador, que será privado de la visión de Dios,
y en la repercusión de esta pena en todo su ser. Cree, por último, para los
elegidos en una eventual purificación, previa a la visión divina; del todo
diversa, sin embargo, del castigo de los condenados. Esto es lo que entiende
la Iglesia, cuando habla del infierno y del purgatorio.
En lo que concierne a la condición del hombre después de la muerte, hay que temer
de modo particular el peligro de representaciones imaginativas y arbitrarias, pues
sus excesos forman parte importante de las dificultades que a menudo encuentra la
fe cristiana. Sin embargo, las imágenes usadas por la Sagrada Escritura merecen
respeto. Es necesario comprender el significado profundo de las mismas, evitando
el peligro de atenuarlas demasiado, ya que ello equivale muchas veces a vaciar de
su contenido las realidades que aquéllas representan.
Ni la Sagrada Escritura ni los teólogos nos dan la luz suficiente para una adecuada
descripción de la vida futura después de la muerte. El cristiano debe mantener
firmemente estos dos puntos esenciales: debe creer, por una parte, en la
continuidad fundamental existente, en virtud del Espíritu Santo, entre la vida
presente en Cristo y la vida futura -en efecto la caridad es la ley del reino de Dios y
por nuestra misma caridad en la tierra se medirá nuestra participación en la gloria
divina en el cielo-; pero, por otra parte, el cristiano debe ser consciente de la ruptura
radical que hay entre la vida presente y la futura, ya que la economía de la fe es
sustituida por la de la plena luz: nosotros estaremos con Cristo y «veremos a Dios»
(cfr. 1 Jn.3, 2); promesa y misterio admirables en los que consiste esencialmente
nuestra esperanza. Si la imaginación no puede llegar allí el corazón llega instintiva y
profundamente.
Después de haber recordado estos puntos doctrinales, séanos permitido ilustrar los
aspectos principales de la responsabilidad pastoral, tal como lo exigen las
circunstancias actuales y a, la luz de la prudencia cristiana.
Las dificultades inherentes a estos problemas crean graves deberes a los teólogos,
cuya misión es indispensable. Tienen ellos también derecho a nuestro estímulo y al
justo espacio de la libertad que exigen legítimamente sus métodos. Por nuestra
parte, es necesario recordar incesantemente a los cristianos la doctrina de la Iglesia
que constituye la base, tanto de la vida cristiana como de la investigación de los
expertos. Es necesario además hacer partícipes a los teólogos de nuestras
inquietudes pastorales con el fin de que sus estudios e investigaciones no sean
difundidas temerariamente entre los fieles, cuya fe está en peligro hoy más que
nunca.
El último Sínodo ha manifestado la preocupación que el Episcopado presta al
contenido esencial de la catequesis, en función del bien de los fieles. Es necesario
que todos los que están encargados de transmitirla posean una idea más clara de la
misma. Debemos también darles los medios para ser a la vez seguros en lo
esencial de la doctrina y estar atentos a no dejar que representaciones infantiles o
arbitrarias se confundan con la verdad de la fe.
Una vigilancia constante y valiente debe ejercerse a través de una comisión
doctrinal diocesana o nacional, acerca de la producción literaria, no sólo para
prevenir a los fieles tempestivamente de las obras doctrinales poco seguras, sino
sobre todo para darles a conocer las que son capaces de alimentar y sostener su fe.
Es ésta una obligación grave e importante que se hace urgente por la amplia
difusión de la prensa y por una descentralización de las responsabilidades que las
circunstancias hacen necesaria y que ha sido querida por los padres del Concilio
Ecuménico.
El Sumo Pontífice Juan Pablo II, durante la audiencia concedida al infrascrito
prefecto, ha aprobado esta carta, cuya preparación fue decidida en la asamblea
ordinaria de esta Sagrada Congregación, y ha ordenado que sea publicada.
Dado en Roma, en la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el 17 de
mayo de 1979
Francisco CARDENAL SEPER Prefecto
Jerónimo HAMER Arzobispo titular de Lora Secretario
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C.1.2. Instrucción sobre algunos aspectos de la "Teología de la Liberación",
Libertatis nuntius, 1984 (extracto)
(...)
X. UNA NUEVA HERMENÉUTICA
(...) 5. La nueva hermenéutica inscrita en las "teologías de la liberación" conduce a
una relectura esencialmente política de la Escritura. Por tanto se da mayor
importancia al acontecimiento del Éxodo en cuanto que es liberación de la
esclavitud política. Se propone igualmente una lectura política del Magnificat. El
error no está aquí en prestarle atención a una dimensión política de los relatos
bíblicos. Está en hacer de esta dimensión la dimensión principal y exclusiva, que
conduce a una lectura reductora de la Escritura.
6. Igualmente, se sitúa en la perspectiva de un mesianismo temporal, el cual es una
de las expresiones más radicales de la secularización del Reino de Dios y de su
absorción en la inmanencia de la historia humana. (...)
XI. ORIENTACIONES
(...) 16. Por esto los pastores deben vigilar la calidad y el contenido de la catequesis
y de la formación que siempre debe presentar la integridad del mensaje de la
salvación y los imperativos de la verdadera liberación humana en el marco de este
mensaje integral.
17. En esta presentación integral del misterio cristiano será oportuno acentuar los
aspectos esenciales que las "teologías de la liberación" tienden especialmente a
desconocer o eliminar: trascendencia y gratuidad de la liberación en Jesucristo,
verdadero Dios y verdadero hombre, soberanía de su gracia, verdadera naturaleza
de los medios de salvación, y en particular de la Iglesia y de los sacramentos. Se
recordará la verdadera significación de la ética para la cual la distinción entre el bien
y el mal no podrá ser relativizada, el sentido auténtico del pecado, la necesidad de
la conversión y la universalidad de la ley del amor fraterno. Se pondrá en guardia
contra una politización de la existencia que, desconociendo a un tiempo la
especificidad del Reino de Dios y la trascendencia de la persona, conduce a
sacralizar la política y a captar la religiosidad del pueblo en beneficio de empresas
revolucionarias. (...) Volver arriba
C.2 Comisión Teológica Internacional
Algunas cuestiones actuales de Escatología, 1990(1)
INTRODUCCIÓN
La perplejidad hoy frecuente ante la muerte y la existencia después de la muerte.
1. Sin la afirmación de la resurrección de Cristo la fe cristiana se hace vacía (cf. 1
Cor 15,14). Pero al haber una conexión íntima entre el hecho de la resurrección de
Cristo y la esperanza de nuestra futura resurrección (cf. 1 Cor 15,12), Cristo
resucitado constituye también el fundamento de nuestra esperanza, que se abre
más allí de los límites de esta vida terrestre. Pues «si solamente para esta vida
tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, somos los más dignos de compasión
de todos los hombres» (1 Cor 15,19). Sin tal esperanza sería imposible llevar
adelante una vida cristiana.
Esta conexión entre la firme esperanza de la vida futura y la posibilidad de
responder a las exigencias de la vida cristiana se percibía con claridad ya en la
Iglesia primitiva. Ya entonces se recordaba que los Apóstoles habían obtenido la
gloria por los padecimientos (2) ; y también aquellos que eran conducidos al martirio
encontraban fortaleza en la esperanza de alcanzar a Cristo por la muerte, y en la
esperanza de la propia resurrección futura (3). Los santos hasta nuestros tiempos,
movidos por esta esperanza o apoyados en ella, dieron la vida por el martirio o la
entregaron al servicio de Cristo y de los hermanos. Ellos ofrecen un testimonio,
mirando al cual los demás cristianos en su camino hacia Cristo se hacen más
fuertes. Tal esperanza levanta el corazón de los cristianos a las cosas celestes, sin
separarlos de cumplir también las obligaciones de este mundo, porque «la
esperanza de una nueva tierra no debe debilitar, sino más bien alentar, la solicitud
por perfeccionar esta tierra» (4).
Sin embargo, el mundo actual pone múltiples insidias a esta esperanza cristiana.
Pues el mundo actual está fuertemente afectado por el secularismo, «el cual
consiste en una visión autonomista del hombre y del mundo, que prescinde de la
dimensión del misterio, la descuida e incluso la niega. Este inmanentismo es una
reducción de la visión integral del hombre» (5) . El secularismo constituye como la
atmósfera en que viven muchísimos cristianos de nuestro tiempo. Sólo con dificultad
pueden librarse de su influjo. Por ello, no es extraño que también entre algunos
cristianos surjan perplejidades acerca de la esperanza escatológica.
Frecuentemente miran con ansiedad la muerte futura; los atormenta no sólo «el
dolor y la progresiva disolución de su cuerpo, sino también, y mucho más, el temor
de una perpetua desaparición» (6). Los cristianos en todos los tiempos de la historia
han estado expuestos a tentaciones de duda. Pero, en nuestros días, las
ansiedades de muchos cristianos parecen indicar una debilidad de la esperanza.
Como «la fe es garantía de lo que se espera, la prueba de las realidades que no se
ven» (Heb 11,1), convendrá tener más constantemente presentes las verdades de
la fe católica sobre la propia suerte futura. Intentaremos reunirlas en una síntesis,
subrayando, sobre todo, aquellos aspectos de ellas que pueden dar directamente
una respuesta a las ansiedades actuales. La fe sostendrá a la esperanza.
Pero antes de emprender esta tarea hay que describir los principales elementos de
los que parecen proceder las ansiedades actuales. Hay que reconocer que, en
nuestros días, la fe de los cristianos se ve sacudida no sólo por influjos que deban
ser considerados externos a la Iglesia. Hoy puede descubrirse la existencia de una
cierta «penumbra teológica». No faltan algunas nuevas interpretaciones de los
dogmas que los fieles perciben como si en ellas se pusieran en duda la misma
divinidad de Cristo o la realidad de su resurrección. Los fieles no reciben de ellas
apoyo alguno para la fe, sino más bien ocasión para dudar de otras muchas
verdades de la fe. La imagen de Cristo que deducen de tales reinterpretaciones no
puede proteger su esperanza. En el campo directamente escatológico deben
recordarse las controversias teológicas largamente difundidas en la opinión pública,
y de las que la mayor parte de los fieles no está en condiciones de discernir ni el
objeto ni el alcance. Se oye discutir sobre la existencia del alma, sobre el significado
de la supervivencia; asimismo, se pregunta qué relación hay entre la muerte del
cristiano y la resurrección universal. Todo ello desorienta al pueblo cristiano, al no
reconocer ya su vocabulario y sus nociones familiares» (7). Tales dudas teológicas
ejercen frecuentemente un influjo no pequeño en la catequesis y en la predicación;
pues cuando se imparte la doctrina, o se manifiestan de nuevo o llevan al silencio
acerca de las verdades escatológicas.
Con el fenómeno del secularismo está inmediatamente unida la persuasión
ampliamente difundida, y por cierto no sin la ayuda de los medios de comunicación,
de que el hombre, como las demás cosas que están en el espacio y el tiempo, sería
completamente material y con la muerte se desharía totalmente. Además, la cultura
actual que se desarrolla en este contexto histórico procura por todos los medios
dejar en el olvido a la muerte y los interrogantes que están inevitablemente unidos a
ella. Por otra parte, la esperanza se ve sacudida por el pesimismo acerca de la
bondad misma de la naturaleza humana, el cual nace del aumento de angustias y
aflicciones. Después de la crueldad inmensa que los hombres de nuestro siglo
mostraron en la segunda guerra mundial, se esperaba bastante generalmente que
los hombres enseñados por la acerba experiencia instaurarían un orden mejor de
libertad y justicia. Sin embargo, en un breve espacio de tiempo, siguió una amarga
decepción: «Pues hoy crecen por todas partes el hambre, la opresión, la injusticia y
la guerra, las torturas y el terrorismo y otras formas de violencia de cualquier clase»
(8)
. En las naciones ricas, muchísimos se ven atraídos «a la idolatría de la
comodidad material (al llamado consumismo)» (9), y se despreocupan de todos los
prójimos. Es fácil pensar que el hombre actual, esclavo, en tal grado, de los instintos
y concupiscencias y sediento exclusivamente de los bienes terrenos, no está
destinado a un fin superior.
De este modo, muchos hombres dudan si la muerte conduce a la nada o a una
nueva vida. Entre los que piensan que hay una vida después de la muerte, muchos
la imaginan de nuevo en la tierra por la reencarnación, de modo que el curso de
nuestra vida terrestre no sería único. El indiferentismo religioso duda del
fundamento de la esperanza de una vida eterna, es decir, si se apoya en la
promesa de Dios por Jesucristo o hay que ponerlo en otro salvador que hay que
esperar. La «penumbra teológica» favorece ulteriormente este indiferentismo, al
suscitar dudas sobre la verdadera imagen de Cristo, las cuales hacen difícil a
muchos cristianos esperar en Él.
2. También se silencia hoy la escatología por otros motivos, de los que indicamos al
menos uno: el renacimiento de la tendencia a establecer una escatología
intramundana. Se trata de una tendencia bien conocida en la historia de la teología
y que desde la Edad Media constituye lo que se suele llamar "la posteridad
espiritual de Joaquín de Fiore» (10).
Esta tendencia se da en ciertos teólogos de la liberación que insisten de tal manera
en la importancia de construir el reino de Dios ya dentro de nuestra historia, que la
salvación que trasciende la historia parece pasar a un segundo plano de atención.
Ciertamente, tales teólogos de ninguna manera niegan la verdad de las realidades
posteriores a la vida humana y a la historia. Pero cuando se coloca el reino de Dios
en una sociedad sin clases, la «tercera edad» en la que estarían vigentes el
«evangelio eterno» (Ap 14,6-7) y el reino del Espíritu, se introduce en una forma
nueva a través de una versión secularizada de ella (11). De este modo, se traslada un
cierto éskhaton* dentro del tiempo histórico. Ese éskhaton* no se presenta como
último absoluta, sino relativamente. Sin embargo, la praxis cristiana se dirige con tal
exclusividad a establecerlo, que surge una lectura reductiva del evangelio en la que
lo que pertenece a las realidades absolutamente últimas se silencia en gran parte.
En este sentido, en tal sistema teológico, el hombre «se sitúa en la perspectiva de
un mesianismo temporal, el cual es una de las expresiones más radicales de la
secularización del Reino de Dios y de su absorción en la inmanencia de la historia
humana» (12).
La esperanza teologal pierde su plena fuerza siempre que se la sustituye por un
dinamismo político. Esto sucede cuando de la dimensión política se hace "la
dimensión principal y exclusiva, que conduce a una lectura reductora de la
Escritura» (13). Es necesario advertir que un modo de proponer la escatología que
introduzca una lectura reductiva del evangelio, no se puede admitir, aunque no se
asumieran algunos elementos del sistema marxista que difícilmente fueran
conciliables con el cristianismo.
Es conocido que el marxismo clásico consideró a la religión como el «opio» del
pueblo; pues la religión «orientando la esperanza del hombre hacia una vida futura
ilusoria, lo apartaría de la construcción de la ciudad terrestre» (14). Tal acusación
carece de fundamento objetivo. Es más bien el materialismo el que priva al hombre
de verdaderos motivos para edificar el mundo. ¿Por qué habría que luchar, si no
hay nada que nos espere después de la vida terrena? «Comamos y bebamos, que
mañana moriremos» (Is 22,13). Por el contrario, es cierto «que la importancia de los
deberes terrenos no se disminuye por la esperanza del más allá, sino que más bien
su cumplimiento se apoya en nuevos motivos» (15).
No podemos, sin embargo, excluir que hayan existido no pocos cristianos que,
pensando mucho en el mundo futuro, hayan elegido un camino pietístico
abandonando las obligaciones sociales. Hay que rechazar tal modo de proceder.
Por el contrario, tampoco es lícito por un olvido del mundo futuro hacer una versión
meramente «temporalística» del cristianismo en la vida personal o en el ejercicio
pastoral. La noción de liberación «integral» propuesta por el magisterio de la Iglesia
(16)
conserva, a la vez, el equilibrio y las riquezas de los diversos elementos del
mensaje evangélico (17). Por ello, esta noción nos enseña la verdadera actitud del
cristianismo y el modo correcto de la acción pastoral, en cuanto que indica que hay
que apartar y superar las oposiciones falsas e inútiles entre la misión espiritual y la
diaconía a favor del mundo (18). Finalmente, esta noción es la verdadera expresión
de la caridad hacia los hermanos, ya que intenta liberarlos absolutamente de toda
esclavitud y, en primer lugar, de la esclavitud del corazón. Si el cristiano se
preocupa de liberar íntegramente a los otros, no se cerrará en modo alguno dentro
de sí mismo.
3. La respuesta cristiana a las perplejidades del hombre actual, como también al
hombre de cualquier tiempo, tiene a Cristo resucitado como fundamento y se
contiene en la esperanza de la gloriosa resurrección futura de todos los que sean de
Cristo (19), la cual se hará a imagen de la resurrección del mismo Cristo: «como
hemos llevado la imagen del [Adán] terreno, llevaremos la imagen del [Adán]
celeste» (1 Cor 15,49), es decir, del Mismo Cristo resucitado. Nuestra resurrección
será un acontecimiento eclesial en conexión con la parusía del Señor cuando se
haya completado el número de los hermanos (cf. Ap 6,11). Mientras tanto hay,
inmediatamente después de la muerte, una comunión de los bienaventurados con
Cristo resucitado que, si es necesario, presupone una purificación escatológica. La
comunión con Cristo resucitado, previa a nuestra resurrección final, implica una
determinada concepción antropológica y una visión de la muerte que son
específicamente cristianas. En Cristo que resucitó, y por él, se entiende la
«comunicación de bienes» (20) que existe entre todos los miembros de la Iglesia, de
la que el Señor resucitado es la cabeza. Cristo es el fin y la meta de nuestra
existencia; a él debemos encaminarnos con el auxilio de su gracia en esta breve
vida terrestre. La seria responsabilidad de este camino puede verse por la infinita
grandeza de aquel hacia el que nos dirigimos. Esperamos a Cristo, y no otra
existencia terrena semejante a ésta, como supremo cumplimiento de todos nuestros
deseos.
La esperanza cristiana de la resurrección
1. La resurrección de Cristo y la nuestra
1.1. El apóstol Pablo escribía a los Corintios: «Pues os transmití en primer lugar lo
que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; y
que fue sepultado; y que resucitó al tercer día según las Escrituras» (1 Cor 15,34).
Ahora bien, Cristo no sólo resucitó de hecho, sino que es «la resurrección y la vida»
(Jn 11,25) y también la esperanza de nuestra resurrección. Por ello, los cristianos
hoy, como en tiempos pasados, en el Credo Niceno-Constantinopolitano, en la
misma fórmula de la tradición inmortal de la santa Iglesia de Dios» (21), en la que
profesan la fe en Jesucristo que «resucitó al tercer día según las Escrituras»,
añaden: «Esperamos la resurrección de los muertos» (22). En esta profesión de fe
resuenan los testimonios del Nuevo Testamento: dos que murieron en Cristo,
resucitarán» (1 Tes 4,16).
«Cristo ha resucitado de entre los muertos, primicia de los que duermen» (1 Cor
15,20). Este modo de hablar implica que el hecho de la resurrección de Cristo no es
algo cerrado en sí mismo, sino que ha de extenderse alguna vez a los que son de
Cristo. Al ser nuestra resurrección futura «da extensión de la misma resurrección de
Cristo a los hombres» (23), se entiende bien que la resurrección del Señor es
ejemplar de nuestra resurrección. La resurrección de Cristo es también la causa de
nuestra resurrección futura: «porque, habiendo venido por un hombre la muerte,
también por un hombre viene la resurrección de los muertos» (1 Cor 15,21). Por el
nacimiento bautismal de la Iglesia y del Espíritu Santo resucitamos
sacramentalmente en Cristo resucitado (cf. Col 2,12). La resurrección de los que
son de Cristo debe considerarse como la culminación del misterio ya comenzado en
el bautismo. Por ello se presenta como la comunión suprema con Cristo y con los
hermanos y también como el más alto objeto de esperanza: «y así estaremos
siempre con el Señor» (1 Tes 4,17; «estaremos», ¡en plural!). Por tanto, la
resurrección final gloriosa será la comunión perfectísima, también corporal, entre los
que son de Cristo, ya resucitados, y el Señor glorioso. De todas estas cosas
aparece que la resurrección del Señor es como el espacio de nuestra futura
resurrección gloriosa y que nuestra misma resurrección futura ha de interpretarse
como un acontecimiento eclesial.
Por esta fe, como Pablo en el Areópago, también los cristianos de nuestro tiempo,
al afirmar esta resurrección de los muertos, son objeto de burla (cf. Hch 17,32). La
situación actual en este punto no es diversa de la que Orígenes describía en su
tiempo: «Además, el misterio de la resurrección, por no ser entendido, es
comentado con mofa por los infieles» (24).
Este ataque y esta burla no consiguieron que los cristianos de los primeros siglos
dejaran de profesar su fe en la resurrección, o los teólogos primitivos, de exponerla.
Todos los símbolos de la fe, como el ya citado, culminan en este artículo de la
resurrección. La resurrección de los muertos es «el tema monográfico más
frecuente de la teología preconstantiniana; apenas existe una obra de la teología
cristiana primitiva que no hable de la resurrección» (25). Tampoco tiene que
asustarnos la oposición actual.
La profesión de la resurrección desde el tiempo patrístico se hace de manera
completamente realística. Parece que la fórmula «resurrección de la carne» entró
en el Símbolo romano antiguo, y después de él en otros muchos, para evitar una
interpretación espiritualística de la resurrección que por influjo gnóstico atraía a
algunos cristianos (26). En el Concibo XI de Toledo (675) se expone la doctrina de
modo reflejo: se rechaza que la resurrección se haga «en una carne aérea o en otra
cualquiera»; la fe se refiere a la resurrección «en esta [carne] en que vivimos,
subsistimos y nos movernos»; esta confesión se hace por el «ejemplo de nuestra
Cabeza», es decir, a la luz de la resurrección de Cristo (27). Esta última alusión a
Cristo resucitado muestra que el realismo hay que mantenerlo de modo que no
excluya la transformación de los cuerpos que viven en la tierra en cuerpos gloriosos.
Pero un cuerpo etéreo, que sería una creación nueva, no corresponde a la realidad
de la resurrección de Cristo e introduciría, por ello, un elemento mítico. Los Padres
de este Concibo presuponen aquella concepción de la resurrección de Cristo que es
la única coherente con las afirmaciones bíblicas sobre el sepulcro vacío y sobre las
apariciones de Jesús resucitado (recuérdese el uso del verbo ophthe* para expresar
las apariciones del Señor resucitado y, entre los relatos de apariciones, las llamadas
«escenas de reconocimiento»); sin embargo, esa resurrección mantiene la tensión
entre continuidad real del cuerpo (el cuerpo que estuvo clavado en la cruz es el
mismo cuerpo que ha resucitado y se manifiesta a los discípulos) y la
transformación gloriosa de ese mismo cuerpo. Jesús resucitado no sólo invitó a los
discípulos para que lo palparan, porque «un espíritu no tiene carne y huesos como
veis que tengo yo», sino que les mostró las manos y los pies para que comprobaran
«que yo soy el mismo» (Lc 24,39: hoti egó eimi autós*); sin embargo, en su
resurrección no volvió a las condiciones de la vida terrestre y mortal. Así también, al
mantener el realismo para la resurrección futura de los muertos, no olvidamos, en
modo alguno, que nuestra verdadera carne en la resurrección será conforme al
cuerpo de la gloria de Cristo (cf. Flp 3,21). Este cuerpo que ahora está configurado
por el alma (psykhé*), en la resurrección gloriosa será configurado por el espíritu
(pneuma*) (cf. 1 Cor 15,44).
1.2. En la historia de este dogma constituye una novedad (al menos, después que
se superó aquella tendencia que apareció en el siglo II por influjo de los gnósticos)
el hecho de que en nuestro tiempo algunos teólogos someten este realismo a
crítica. La representación tradicional de la resurrección les parece demasiado tosca.
Especialmente las descripciones demasiado físicas del acontecimiento de la
resurrección suscitan dificultad. Por ello, se busca, a veces, refugio en cierta
explicación espiritualista de ella. Para ello piden una nueva interpretación de las
afirmaciones tradicionales sobre la resurrección.
La hermenéutica teológica de las afirmaciones escatológicas debe ser correcta (28).
No se las puede tratar como afirmaciones que se refieren meramente al futuro (que,
en cuanto tales, tienen otra situación lógica que las afirmaciones sobre realidades
pretéritas y presentes que pueden describirse prácticamente como objetos
comprobables), porque aunque con respecto a nosotros todavía no hayan sucedido
y, en este sentido, sean futuras, en Cristo ya se han realizado.
Para evitar las exageraciones tanto por una descripción excesivamente física como
por una espiritualización de los acontecimientos, se pueden indicar ciertas líneas
fundamentales:
1.2.1. Pertenece a una hermenéutica propiamente teológica la plena aceptación de
las verdades reveladas. Dios tiene ciencia del futuro que puede también revelar al
hombre como verdad digna de fe.
1.2.2. Esto se ha manifestado en la resurrección de Cristo, a la que se refiere toda
la literatura patrística cuando habla de la resurrección de los muertos. Lo que crecía
en el pueblo escogido en esperanza, se ha hecho realidad en la resurrección de
Cristo. Aceptada por la fe, la resurrección de Cristo significa algo definitivo también
para la resurrección de los muertos.
1.2.3. Hay que tener una concepción del hombre y del mundo, fundamentada por la
Escritura y la razón, que sea apta para que se reconozca la alta vocación del
hombre y del mundo, en cuanto creados. Pero hay que subrayar todavía más que
«Dios es el "novísimo" de la criatura. En cuanto alcanzado es cielo; en cuanto
perdido, infierno; en cuanto discierne, juicio; en cuanto purifica, purgatorio. Él es
aquello en lo que lo finito muere, y por lo que a él y en Él resucita. Él es como se
vuelve al mundo, a saber, en su Hijo Jesucristo, que es la manifestación de Dios y
también la suma de los "novísimos"» (29) . El cuidado requerido para conservar el
realismo en la doctrina sobre el cuerpo resucitado no debe olvidar la primacía de
este aspecto de comunión y compañía con Dios en Cristo (esa comunión nuestra en
Cristo resucitado será completa cuando también nosotros estemos corporalmente
resucitados), que son el fin último del hombre, de la Iglesia y del mundo (30).
1.2.4. También el rechazo del «docetismo» escatológico exige que no se entienda la
comunión con Dios en el último estadio escatológico como algo que será
meramente espiritual. Dios que en su revelación nos invita a una comunión última,
es simultáneamente el Dios de la creación de este mundo. También esta «Obra
primera» será finalmente asumida en la glorificación. En este sentido, afirma el
Concilio Vaticano II: «permaneciendo la caridad y su obra, toda la creación que Dios
creó por el hombre, será liberada de la esclavitud de la vanidad» (31).
1.2.5. Finalmente hay que advertir que en los Símbolos existen fórmulas dogmáticas
llenas de realismo con respecto al cuerpo de la resurrección. La resurrección se
hará «en esta carne, en que ahora vivimos» (32). Por tanto, es el mismo cuerpo el
que ahora vive y el que resucitará. Esta fe aparece claramente en la teología
cristiana primitiva. Así, san Ireneo admite la «transfiguración» de la carne, «porque,
siendo mortal y corruptible, se hace inmortal e incorruptible» en la resurrección final
(33)
; pero tal resurrección se hará «en los mismos [cuerpos] en que habían muerto:
porque de no ser en los mismos, tampoco resucitaron los que habían muerto» (34) .
Los Padres, por tanto, piensan que sin identidad corporal no puede defenderse la
identidad personal. La Iglesia no ha enseñado nunca que se requiera la misma
materia para que pueda decirse que el cuerpo es el mismo. Pero el culto de las
reliquias, por el que los cristianos profesan que los cuerpos de los santos «que
fueron miembros de Cristo y templo del Espíritu Santo» han de ser «resucitados y
glorificados» (35), muestra que la resurrección no puede explicarse
independientemente del cuerpo que vivió.
2. La parusía de Cristo, nuestra resurrección
2. l. A la resurrección de los muertos se atribuye en el Nuevo Testamento un
momento temporal determinado. Pablo, después de haber enunciado que la
resurrección de los muertos tendrá lugar por Cristo y en Cristo, añade: «Pero cada
cual en su rango: Cristo como primicias; luego, los de Cristo en su venida» (1 Cor
15,23: en te parousía autoú*). Se señala un acontecimiento concreto como
momento de la resurrección de los muertos. Con la palabra griega parousía* se
significa la segunda venida, todavía futura, del Señor en gloria, diversa de la
primera venida en humildad (36): la manifestación de la gloria (cf. Tit 2,13) y la
manifestación de la parusía (cf. 2 Tes 2,8) se refieren a la misma venida. El mismo
acontecimiento se expresa en el evangelio de Juan (6,54) con las palabras «en el
último día» (cf. también Jn 6,39-40). La misma conexión de acontecimientos se da
en la viva descripción de la carta 1 Tes 4,16-17, y es afirmada por la gran tradición
de los Padres: «a su venida todos los hombres han de resucitar» (37).
A esta afirmación se contrapone la teoría de la «resurrección la muerte». En su
forma principalmente difundida se explica de modo que aparece con grave
detrimento del realismo de la resurrección, al afirmar una resurrección sin relación al
cuerpo que vivió y que ahora está muerto. Los teólogos que proponen la
resurrección en la muerte quieren suprimir la existencia posmortal de un «alma
separada» que consideran como una reliquia del platonismo. Es muy inteligible el
temor que mueve a los teólogos favorables a la resurrección en la muerte; el
platonismo sería una desviación gravísima de la fe cristiana. Para ella el cuerpo no
es una cárcel, de la que haya que liberar al alma. Pero precisamente por esto no se
entiende bien que los teólogos que huyen del platonismo afirmen la corporeidad
final, o sea la resurrección de modo que no se vea que todavía se trate realmente
de «esta carne, en la que ahora vivimos» (38). Las antiguas fórmulas de fe hablaban,
con otra fuerza, de que había de resucitar el mismo cuerpo que ahora vive.
La separación conceptual entre cuerpo y cadáver, o la Introducción de dos
conceptos diversos en la noción de cuerpo (la diferencia se expresa en alemán con
las palabras Leib y Körper, mientras que en otras muchas lenguas ni siquiera se
puede expresar), apenas se entienden fuera de círculos académicos. La experiencia
pastoral enseña que el pueblo cristiano oye con gran perplejidad predicaciones en
las que, mientras se sepulta un cadáver, se afirma que aquel muerto ya ha
resucitado. Debe temerse que tales predicaciones ejerciten un influjo negativo en
los fieles, ya que pueden favorecer la actual confusión doctrinal. En este mundo
secularizado en el que los fieles se ven atraídos por el materialismo de la muerte
total, sería todavía más grave aumentar sus perplejidades.
Por otra parte, la parusía es en el Nuevo Testamento un acontecimiento concreto
conclusivo de la historia. Se fuerzan sus textos cuando se intenta explicar la parusía
como acontecimiento permanente, que no sería otra cosa sino el encuentro del
individuo en su propia muerte con el Señor.
2.2. «En el último día» (Jn 6,54), cuando los hombres resucitarán gloriosamente,
obtendrán la comunión completa con Cristo resucitado. Esto aparece claramente
porque la comunión del hombre con Cristo será entonces con la realidad existencial
completa de ambos. Además, llegada ya la historia a su final, la resurrección de
todos los consiervos y hermanos completará el cuerpo místico de Cristo (cf. Ap
6,11). Por eso, Orígenes afirmaba: «Es un solo cuerpo, el que se dice que resucita
en el juicio» (39). Con razón, el Concilio XI de Toledo no sólo confesaba que la
resurrección gloriosa de los muertos sucederá según el ejemplo de Cristo
resucitado, sino según el «ejemplo de nuestra Cabeza» (40).
Este aspecto comunitario de la resurrección final parece disolverse en la teoría de la
resurrección en la muerte, ya que tal resurrección se convertiría más bien en un
proceso individual. Por ello, no faltan teólogos favorables a la teoría de la
resurrección en la muerte, que han buscado la solución en lo que se llama el
atemporalismo: afirmando que después de la muerte no puede existir, de ninguna
manera, tiempo, reconocen que las muertes de los hombres son sucesivas, en
cuanto vistas desde este mundo; pero piensan que sus resurrecciones en la vida
posmortal, en la que no habría ninguna clase de tiempo, son simultáneas. Este
intento del atemporalismo, de que coincidan las muertes individuales sucesivas y la
resurrección colectiva simultánea, implica el recurso a una filosofía del tiempo que
es ajena al pensamiento bíblico. El modo de hablar del Nuevo Testamento sobre las
almas de los mártires no parece sustraerlas ni de toda realidad de sucesión ni de
toda percepción de sucesión (cf. Ap 6,9-1l). De modo semejante, si no hubiera
ningún aspecto de tiempo después de la muerte, ni siquiera uno meramente
análogo con el terrestre, no se entendería fácilmente por qué Pablo a los
Tesalonicenses, que interrogaban sobre la suerte de los muertos, les habla de su
resurrección con fórmulas futuras (anastésontai*) (cf. 1 Tes 4,13-18). Además, una
negación radical de toda noción de tiempo para aquellas resurrecciones, a la vez
simultáneas y ocurridas en la muerte, no parece tener suficientemente en cuenta la
verdadera corporeidad de la resurrección, pues no se puede declarar a un
verdadero cuerpo, ajeno de toda noción de tiempo. También las almas de los
bienaventurados, al estar en comunión con Cristo, resucitado de modo
verdaderamente corpóreo, no pueden considerarse sin conexión alguna con el
tiempo.
3. La comunión con Cristo inmediatamente después de la muerte según el
Nuevo Testamento
3. l. Los cristianos primitivos, sea que pensaran que la parusía estaba cercana, sea
que la considerasen todavía muy distante, aprendieron pronto por experiencia que
algunos de ellos eran arrebatados por la muerte antes de la parusía. Preocupados
por la suerte de ellos (cf. 1 Tes 4,13), Pablo los consuela recordándoles la doctrina
de la resurrección futura de los fieles difuntos: «los que murieron en Cristo,
resucitarán en primer lugar» (1 Tes 4,16). Esta persuasión de fe dejaba abiertas
otras cuestiones que tuvieron que plantearse pronto; por ejemplo: ¿en qué estado
se encontraban entre tanto tales difuntos? Para esta cuestión no fue necesario
elaborar una respuesta completamente nueva, pues en toda la tradición bíblica se
encontraban, ya hacía tiempo, elementos para resolverla. El pueblo de Israel, desde
los primeros estadios de su historia que nos son conocidos, pensaba que algo de
los hombres subsistía después de su muerte. Este pensamiento aparece ya en la
más antigua representación de lo que se llama el sheol.
3.2. La antigua concepción judía acerca del sheol en su primer estadio de evolución
era bastante imperfecta. Se pensaba que, en contraposición al cielo, estaba debajo
de la tierra. De ahí se formó la expresión «bajar al sheol (Gén 37,35; Sal 55,16,
etc.). Los que habitan allí se llaman refaim. Esta palabra hebrea carece de singular,
lo cual parece indicar que no se prestaba atención a una vida individual de ellos. No
alaban a Dios y están separados de él. Todos, como una masa anónima, tienen la
misma suerte. En este sentido, la persistencia posmortal que se les atribuye no
incluye todavía la idea de retribución.
3.3. Simultáneamente con esta representación empezó a aparecer la fe israelítica
que cree que la Omnipotencia de Dios puede sacar a alguien del sheol (1 Sam 2,6;
Am 9,2, etc.). Por esta fe se prepara la idea de resurrección de los muertos, que se
expresa en Dan 12,2 y en Is 26,19, y que en tiempos de Jesús prevalece
ampliamente entre los judíos, con la conocida excepción de los Saduceos (cf. Mc
12,18).
La fe en la resurrección introdujo una evolución en el modo de concebir el sheol. El
sheol ya no se concibe como el domicilio común de los muertos, sino como dividido
en dos estratos, de los que uno está destinado a los justos, y el otro a los impíos.
Los muertos se encuentran en ellos hasta el juicio último, en el que se pronunciará
la sentencia definitiva; pero ya en estos diversos estratos reciben, de modo inicial, la
retribución debida. Este modo de concebir aparece en el Henoch etiópico 22 (41) y se
presupone en Lc 16,19-31.
3.4. En el Nuevo Testamento se afirma un cierto estado intermedio de este tipo en
cuanto que se enseña pervivencia inmediatamente después de la muerte como
tema diverso de la resurrección, la cual, por cierto, en el Nuevo Testamento nunca
se pone en conexión con la muerte. Debe añadirse que, al afirmar esta pervivencia,
se subraya, como idea central, la comunión con Cristo.
Así, Jesús crucificado promete al buen ladrón: «Yo te aseguro (amén*): hoy estarás
conmigo en el Paraíso» (Lc 23,43). El Paraíso es un término técnico judío que
corresponde a la expresión «Gan Edén». Pero se afirma, sin describirlo
ulteriormente; el pensamiento fundamental es que Jesús quiere recibir al buen
ladrón en comunión consigo inmediatamente después de la muerte. Esteban en la
lapidación manifiesta la misma esperanza; en las palabras «Estoy viendo los cielos
abiertos y al Hijo del hombre que está en pie a la derecha de Dios» (Hch 7,56),
juntamente con su postrema oración «Señor Jesús, recibe mi espíritu» (Hch 7,59),
afirma que espera ser recibido inmediatamente por Jesús en su comunión.
En Jn 14,1-3, Jesús habla a sus discípulos de las muchas moradas que hay en casa
de su Padre. «Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volver y os tomaré
conmigo, para que donde esté yo, estéis también vosotros» (v.3). Apenas puede
dudarse de que estas palabras se refieren al tiempo de la muerte de los discípulos,
y no a la parusía, la cual en el evangelio de Juan pasa a un segundo plano (aunque
no en la primera carta de Juan). De nuevo, la idea de comunión con Cristo es
central. Él no es sólo «el Camino, [sino] la Verdad y la Vida» (Jn 14,6). Debe
advertirse la semejanza verbal entre monaí* (moradas) y menein* (permanecer).
Jesús nos exhorta, refiriéndose a la vida terrena: «Permaneced en mí, como yo en
vosotros» (Jn 15,4), «permaneced en mi amor» (v.9). Ya en la tierra, «si alguno me
ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos
morada (monén*) en él (Jn 14,23). Esta «morada» que es comunión se hace más
intensa más allá de la muerte.
3.5. Pablo merece especial atención. Sobre el estado intermedio, su principal pasaje
es Flp 1,21-24: «Pues para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia. Pero si
el vivir en la carne significa para mí trabajo fecundo, no sé qué escoger. Me siento
apremiado por las dos partes: por una parte, deseo partir y estar con Cristo, lo cual,
ciertamente, es con mucho lo mejor; mas, por otra parte, quedarme en la carne es
más necesario para vosotros». En el v.21, «la vida» («el vivir», to zen*) es sujeto, y
«Cristo», predicado. Así se subraya siempre la idea de comunión con Cristo, la cual,
comenzada en la tierra, se proclama como el único objeto de esperanza en el
estado después de la muerte: «estar con Cristo» (v.23). La comunión después de la
muerte se hace más intensa, y, por ello, es deseable el estado posmortal.
Pablo no procede con desprecio de la vida terrena; finalmente se decide por la
permanencia «en la carne» (cf. v.25). Pablo no desea naturalmente la muerte (cf. 2
Cor 5,24). Perder el cuerpo es doloroso. Es habitual contraponer las actitudes de
Sócrates y de Jesús ante la muerte. Sócrates considera la muerte una liberación del
alma con respecto a la cárcel o sepulcro (sema*) del cuerpo (soma*); Jesús, que se
entrega por los pecados del mundo (cf. Jn 10,15), en el huerto de Getsemaní siente
también pavor ante la muerte que se acerca (cf. Mc 14,32). La actitud de Pablo no
carece de semejanza con la de Jesús. El estado posmortal sólo es deseable,
porque en el Nuevo Testamento implica siempre (es excepción Lc 16,19-31, donde
el contexto es del todo diverso) unión con Cristo.
Sería completamente falso afirmar que Pablo ha tenido una evolución, por la que
habría pasado de la fe en la resurrección a la esperanza de inmortalidad. Ambas
cosas coexisten en él desde el principio. En la misma carta a los Filipenses en la
que expone el motivo por el que se puede desear el estado intermedio, habla, con
gran alegría, de la espera de la parusía del Señor, «el cual transfigurará este
miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo» (FIp 3,21). Por tanto,
el estado intermedio se concibe como transitorio, sin duda deseable por la unión
que implica con Cristo, pero de modo que la esperanza suprema permanezca
siempre la resurrección de los cuerpos: «En efecto, es necesario que este ser
corruptible [es decir, el cuerpo] se revista de incorruptibilidad; y que este ser mortal
se revista de inmortalidad» (1 Cor 15,53).
4. La realidad de la resurrección en el contexto teológico actual
4.1. Se entiende fácilmente que, partiendo de esta doble línea doctrinal del Nuevo
Testamento, toda la tradición cristiana, sin excepciones de gran importancia, haya
concebido, casi hasta nuestros tiempos, el objeto de la esperanza escatológica,
constituido por una doble fase. Cree que, entre la muerte del hombre y el fin del
mundo, subsiste un elemento consciente del hombre al que llama con el nombre
«alma» (psykhé*) empleado también por la Sagrada Escritura (cf. Sab 3,1; Mt
10,28), y que ya en ella es sujeto de retribución. En la parusía del Señor que
sucederá al final de la historia, se espera la resurrección bienaventurada de «los de
Cristo» (1 Cor 15,23). Desde entonces comienza la glorificación eterna de todo el
hombre ya resucitado. La pervivencia del alma consciente, previa a la resurrección,
salva la continuidad y la identidad de subsistencia entre el hombre que vivió y el
hombre que resucitará, en cuanto que gracias a ella el hombre concreto nunca deja
totalmente de existir.
4.2. Como excepciones frente a esta tradición, hay que recordar a ciertos cristianos
del siglo n que, bajo el influjo. de los gnósticos, se oponían a la «salvación de la
carne», llamando resurrección a la mera pervivencia del alma dotada de cierta
corporeidad (42). Otra excepción es el thnetopsiquismo de Taciano y de algunos
herejes árabes que pensaban que el hombre moría totalmente, de modo que ni
siquiera el alma pervivía. La resurrección final se concebía como nueva creación de
la nada, del hombre muerto (43).
Después de ellos hasta casi nuestros tiempos no ha habido prácticamente ninguna
excepción en este tema. Martín Lutero no constituye una excepción, ya que admite
la doble fase escatológica. Para él la muerte es «la separación del alma del cuerpo»
(44)
; mantiene que las almas perviven entre la muerte y la resurrección final, aunque
haya expresado dudas acerca del modo de concebir el estado en que las almas se
encuentran entre la muerte y la resurrección: a veces admitió que los santos quizás
en el cielo oran por nosotros (45), mientras que otras opinó que las almas se hallan en
un estado de sueño (46). No negó nunca, por tanto, el estado intermedio, aunque lo
haya interpretado de modo diverso que la fe católica (47). La ortodoxia luterana
conservó la doble fase, dejando la idea de sueño de las almas.
4.3. Por primera vez en el siglo XX comenzó a propagarse la negación de la doble
fase. La nueva tendencia apareció en algunos teólogos evangélicos y, por cierto, en
la forma de muerte total (Ganztod, como el antiguo thnetopsiquismo) y de
resurrección al final de los tiempos, explicada como creación de la nada. Las
razones a las que se apelaba eran predominantemente confesionales: el hombre no
podría presentar nada propio ante Dios, no sólo las obras, sino tampoco la misma
inmortalidad natural del alma; la seriedad de la muerte sólo se mantendría si ésta
afecta a todo el hombre y no sólo al cuerpo; siendo la muerte pena del pecado y
todo el hombre pecador, todo el hombre debe ser afectado por la muerte, sin que se
entienda que el alma, en la que se encuentra la raíz del pecado, se libre de la
muerte. Poco a poco, casi de modo programático, comenzó a proponerse un nuevo
esquema escatológico: sólo la resurrección en lugar de la inmortalidad y la
resurrección.
Esta primera forma de la tendencia presentaba muchísimas dificultades: si todo el
hombre desaparece en la muerte, Dios podría crear un hombre completamente
igual a él; pero si entre ambos no se da continuidad existencial, el segundo hombre
no puede ser el mismo que el primero. Por ello, se elaboraron nuevas teorías que
afirman la resurrección en la muerte, para que no surja un espacio vacío entre la
muerte y la parusía. Hay que confesar que de este modo se introduce un tema
desconocido para el Nuevo Testamento, ya que el Nuevo Testamento habla
siempre de la resurrección en la parusía, y nunca en la muerte del hombre (48).
Cuando la nueva tendencia comenzó a pasar a algunos teólogos católicos, la Santa
Sede, con una carta enviada a todos los Obispos (49), la consideró disonante con el
legitimo pluralismo teológico.
4.4. Todas estas teorías deberían discernirse con una consideración serena del
testimonio bíblico y de la historia de la tradición, tanto con respecto a la escatología
misma como con respecto a sus presupuestos antropológicos. Pero además puede
preguntarse con razón si puede despojarse fácilmente a una teoría de todos los
motivos que le dieron origen. Ello debe tenerse especialmente en cuenta cuando,
de hecho, una determinada línea teológica ha nacido de principios confesionales no
católicos.
Además habría que atender a las desventajas para el diálogo ecuménico que
nacerían de la nueva concepción. Aunque la nueva tendencia ha nacido entre
algunos teólogos evangélicos, no corresponde a la gran tradición de la ortodoxia
luterana, que también ahora es predominante entre los fieles de esa confesión.
Entre los cristianos orientales separados es todavía más fuerte la persuasión acerca
de una escatología de almas que es previa a la resurrección de los muertos. Todos
estos cristianos piensan que es necesaria la escatología de almas, porque
consideran la resurrección de los muertos en conexión con la parusía de Cristo (50).
Más aún, si miramos fuera del ámbito de las confesiones cristianas, hay que
considerar que la escatología de almas es un bien muy común para las religiones
no cristianas.
En el pensamiento cristiano tradicional, la escatología de almas es un estado en el
que, a lo largo de la historia, los hermanos en Cristo se reúnen sucesivamente con
él y en él. El pensamiento de la unión familiar de las almas por la muerte, que no es
completamente ajeno a no pocas religiones africanas, ofrece una oportunidad para
el diálogo interreligioso con ellas. Hay que añadir ulteriormente que en el
cristianismo tal reunión llega a su culminación al final de la historia, cuando los
hombres sean conducidos por la resurrección a su plena realidad existencial,
también corpórea.
4.5. En la historia de esta cuestión se propuso más tarde otro modo de
argumentación a favor de la fase única. Se objeta que el esquema de doble fase
habría nacido por una contaminación producida por el helenismo. La única idea
bíblica sería la de la resurrección; por el contrario, la inmortalidad del alma
procedería de la filosofía griega. Consecuentemente se propone purificar a la
escatología cristiana de toda adición del helenismo.
Hay que reconocer que la idea de resurrección es bastante reciente en la Sagrada
Escritura (Dan 12,1-3 es el primer texto indiscutido sobre ella). La más antigua
concepción de los judíos afirmaba más bien la persistencia de las sombras de los
hombres que habían vivido (refaim) en un domicilio común de los muertos (sheol),
diverso de los sepulcros, Esta manera de pensar es bastante parecida al modo
como Homero hablaba de las almas (psykhaí*) en el averno (hades*). Este
paralelismo entre la cultura hebrea y la griega, que se da también en otras épocas,
hace dudar de su supuesta oposición. En la antigüedad, por todas las riberas del
mar Mediterráneo, las semejanzas culturales y los influjos mutuos fueron mucho
mayores de lo que se piensa frecuentemente, sin que constituyan un fenómeno
posterior a la Sagrada Escritura y contaminante de su mensaje.
Por otra parte, no puede suponerse que sólo las categorías hebreas hayan sido
instrumento de la revelación divina. Dios ha hablado «muchas veces y de muchos
modos» (Heb 1,1). No puede pensarse que los libros de la Sagrada Escritura en los
que la inspiración se expresa con palabras y conceptos culturales griegos tengan,
por ello, una autoridad menor que los que han sido escritos en hebreo o arameo.
Finalmente, no es posible hablar de mentalidad hebrea y griega como si se tratara
de unidades simples. Las concepciones escatológicas imperfectas de los patriarcas
han ido siendo pulidas por la revelación posterior. Por su parte, la filosofía griega no
se reduce al platonismo o al neoplatonismo. Esto no puede olvidarse, ya que
existen muchos contactos de los Padres no sólo con el platonismo medio, sino
también con el estoicismo (51). Por esta razón, habría que exponer, de modo muy
matizado, tanto la historia de la revelación y de la tradición como las relaciones
entre la cultura hebrea y griega.
5. El hombre llamado a la resurrección
5.1. El Concilio Vaticano II enseña: «El hombre, uno en cuerpo y alma, por su
misma condición corporal, reúne en sí los elementos del mundo material, de modo
que por él llegan a su culmen y elevan al Creador su voz en una alabanza libre.
[ ... ] No se equívoca el hombre cuando se reconoce superior a las cosas corporales
y no sólo como una partícula de la naturaleza o un elemento anónimo de la ciudad
humana. Por su interioridad supera al universo: retorna a esta profunda interioridad
cuando se vuelve al corazón, donde le espera Dios, que escruta los corazones, y
donde él mismo decide sobre su propia suerte ante los ojos de Dios. Por tanto,
reconociendo en sí mismo un alma espiritual e inmortal, no se engaña con una
ilusión falaz, que fluya sólo de las condiciones físicas y sociales, sino que, por el
contrario, alcanza la misma verdad profunda de la realidad» (52). Con estas palabras,
el Concilio reconoce el valor de la experiencia espontánea y elemental, por la que el
hombre se percibe a sí mismo como superior a todas las demás criaturas terrenas
y, por cierto, porque es capaz de poseer a Dios por el conocimiento y el amor. La
diferencia fundamental entre hombres y aquellas otras criaturas se manifiesta en el
apetito innato de felicidad, que hace que el hombre rechace y deteste la idea de una
total destrucción de su persona; el alma, o sea, la semilla de eternidad que lleva en
sí, al ser irreductible a la sola materia, se subleva contra la muerte» (53). Porque esta
alma inmortal es espiritual, la Iglesia mantiene que Dios es su Creador en cada
hombre (54) .
Esta antropología hace posible la escatología, ya citada, de doble fase. Porque esta
antropología cristiana incluye una dualidad de elementos (el esquema «cuerpo-
alma») que se pueden separar de modo que uno de ellos («el alma espiritual e
inmortal») subsista y perviva separado, ha sido acusada, a veces, de dualismo
platónico. La palabra «dualismo» se puede entender de muchas maneras. Por ello,
cuando se habla de la antropología cristiana, es mejor emplear la palabra
«dualidad». Por otra parte, porque en la tradición cristiana el estado de pervivencia
del alma después de la muerte no es definitivo ni ontológicamente supremo, sino
«intermedio» y transitorio, y ordenado, en último término, a la resurrección, la
antropología cristiana tiene características completamente propias y es diversa de la
conocida antropología de los platónicos (55).
5.2. Además, no se puede confundir la antropología cristiana con el dualismo
platónico, ya que en ella el hombre no es meramente el alma, de modo que el
cuerpo sea una cárcel detestable. El cristiano no se avergüenza del cuerpo como
Plotino (56). La esperanza de la resurrección parecería absurda a los platónicos,
porque no se puede colocar la esperanza en una vuelta a la cárcel. Sin embargo,
esta esperanza de la resurrección es central en el Nuevo Testamento.
Consecuentemente con esta esperanza, la teología cristiana primitiva consideraba
al alma separada «medio hombre», y deducía de ello que era conveniente que
siguiera después la resurrección: «o qué indigno sería de Dios llevar medio hombre
a la salvación» (57). San Agustín expresa bien la mente común de los Padres cuando
escribe sobre el alma separada: «le es inherente un cierto apetito natural de
administrar el cuerpo: mientras no está el cuerpo con cuya administración se
aquiete aquel apetito»(58).
5.3. La antropología de dualidad se encuentra en Mt 10,28: «No temáis a los que
matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a aquel que puede
llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna». Este logion, entendido a la luz
de la antropología y la escatología coetáneas, nos enseña que es un hecho querido
por Dios que el alma perviva después de la muerte terrestre hasta que en la
resurrección se una, de nuevo, al cuerpo. No hay que admirarse de que el Señor
haya pronunciado estas palabras con ocasión de dar doctrina sobre el martirio. La
historia bíblica muestra que el martirio por la verdad constituye también el momento
privilegiado en que se iluminan con la luz de la fe tanto la creación hecha por Dios
como la futura resurrección escatológica y la promesa de la vida eterna (cf. 2 Mac
7,9.11.14.22-23.28 y 36).
También en el libro de la Sabiduría la revelación de la escatología de almas está en
un contexto en el que se habla de aquellos que, «a juicio de los hombres, han
sufrido castigos» (Sab 3,4); aunque «a los ojos de los insensatos pareció que
habían muerto, y se tuvo por quebranto su partida» (Sab 3,2), «las almas de los
justos están en las manos de Dios» (Sab 3,1). Esta escatología de almas está unida
en el mismo libro con la clara afirmación del poder de Dios para realizar la
resurrección de los hombres (cf. Sab 16,13-14).
5.4. Aceptando fielmente las palabras del Señor en Mt 10,28, «la Iglesia afirma la
continuidad y la subsistencia, después de la muerte, de un elemento espiritual que
está dotado de conciencia y de voluntad, de manera que subsiste el mismo "yo"
humano, carente mientras tanto del complemento de su cuerpo» (59). Esta afirmación
se funda en la dualidad característica de la antropología cristiana.
Sin embargo, a esta afirmación se oponen, a veces, unas palabras de santo Tomás
que sostiene: «mi alma no es el "yo"» (60). Pero el contexto de esta afirmación está
constituido por las palabras inmediatamente precedentes, en las que se subraya
que el alma es una parte del hombre. Esta doctrina es constante en la Suma
teológica de santo Tomás: cuando se objeta que «el alma separada es una
sustancia individual de una naturaleza racional; pero no es persona» responde: «el
alma es una parte de la especie humana: y, por ello, aunque esté separada, porque,
sin embargo, sigue teniendo la posibilidad de unión, no puede llamarse naturaleza
individual, que es una hipóstasis, o sustancia primera; de la misma manera que ni la
mano ni cualquier otra de las partes del hombre. Y así no le corresponde ni la
definición de persona ni el nombre» (61). En este sentido, en cuanto que el alma
humana no es todo el hombre, se puede decir que no es el «yo». Más aún, hay que
mantenerlo para que permanezca la línea tradicional de la antropología cristiana.
Por ello, de aquí deduce santo Tomás que en el alma separada se da un apetito del
cuerpo, o sea, de la resurrección (62). Esta posición de santo Tomás manifiesta el
sentido tradicional de la antropología cristiana, como ya lo expresaba san Agustín
(63)
.
Sin embargo, en otro sentido se puede y se debe decir que en el alma separada
subsiste «el mismo "yo" humano» (64), en cuanto que al ser el elemento consciente y
subsistente del hombre, podemos sostener, gracias a ella, una verdadera
continuidad entre el hombre que vivió en la tierra y el hombre que resucitará. Sin tal
continuidad de un elemento humano subsistente, el hombre que vivió en la tierra y
el que resucitará, no serían el mismo «yo». Por ella permanecen después de la
muerte los actos de entendimiento y de voluntad hechos en la tierra. Ella, también
en cuanto separada, realiza actos personales de entendimiento y voluntad. Además,
la subsistencia del alma separada es clara por la praxis de la Iglesia, la cual dirige
oraciones a las almas de los bienaventurados.
De estas consideraciones aparece que, por una parte, el alma separada es una
realidad ontológicamente incompleta, y, por otra, es consciente; más aún, según la
definición de Benedicto XlI, las almas de los santos plenamente purificadas
«inmediatamente después de la muerte» y, por cierto, ya en cuanto separadas
(«antes de la resurrección de sus cuerpos»), tienen la felicidad plena de la visión
intuitiva de Dios (65). Tal felicidad en sí es perfecta y no puede darse nada que sea
específicamente superior. La misma transformación gloriosa del cuerpo en la
resurrección es efecto de esta visión con respecto al cuerpo; en este sentido, Pablo
habla de un cuerpo espiritual (cf. 1 Cor 15,44), es decir, configurado por influjo del
«espíritu», y ya no solamente del alma («cuerpo psíquico»).
La resurrección final, si se la compara con la felicidad del alma individual, implica
también el aspecto eclesial, en cuanto que entonces todos los hermanos que son de
Cristo llegarán a la plenitud (cf. Ap 6,1 l). Entonces toda la creación será sometida a
Cristo (cf. 1 Cor 15,27-28) y así también ella «será liberada de la servidumbre de la
corrupción» (Rom 8,21).
6. La muerte cristiana
6.1. La concepción antropológica característicamente cristiana ofrece una concreta
manera de entender el sentido de la muerte. Como en la antropología cristiana el
cuerpo no es una cárcel, de la que el encarcelado desea huir, ni un vestido, que se
puede quitar fácilmente, la muerte considerada naturalmente no es algo deseable
para ningún hombre ni un acontecimiento que el hombre pueda abrazar con ánimo
tranquilo sin superar previamente la repugnancia natural. Nadie debe avergonzarse
de los sentimientos de natural repulsa que experimenta ante la muerte, ya que el
mismo Señor quiso padecerlos antes de su muerte y Pablo testifica haberlos tenido:
«no queremos desvestirnos, sino revestirnos» (2 Cor 5,4). La muerte escinde al
hombre intrínsecamente. Más aún, porque la persona humana no es solamente el
alma, sino el alma y el cuerpo esencialmente unidos, la muerte afecta a la persona.
Lo absurdo de la muerte aparece más claro si consideramos que en el orden
histórico existe contra la voluntad de Dios (cf. Sab 1,13-14; 2,23-24): pues «el
hombre, si no hubiera pecado, habría sido sustraído» de la muerte corporal (66). La
muerte tiene que ser aceptada con un cierto sentido de penitencia por el cristiano
que tiene ante los ojos las palabras de Pablo: «el salario del pecado es la muerte»
(Rom 6,23).
También es natural que el cristiano sufra con la muerte de las personas que ama.
«Jesús se echó a llorar» (Jn 11,35) por su amigo Lázaro muerto. También nosotros
podemos y debemos llorar a nuestros amigos muertos.
6.2. La repugnancia que el hombre experimenta ante la muerte y la posibilidad de
superar esa repugnancia constituyen una actitud característicamente humana,
completamente diversa de la de cualquier animal. De este modo, la muerte es una
ocasión en la que el hombre puede y debe manifestarse como hombre. El cristiano
puede además superar el temor de la muerte, apoyado en otros motivos.
La fe y la esperanza nos enseñan otro rostro de la muerte. Jesús asumió el temor
de la muerte a la luz de la voluntad del Padre (cf. Mc 14,36). Él murió para «libertar
a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud» (Heb
2,15). Consecuentemente puede ya Pablo, tener deseo de partir para estar con
Cristo; esa comunión con Cristo después de la muerte es considerada por Pablo en
comparación con el estado de la vida presente, como algo que «es con mucho lo
mejor» (cf. Flp 1,23). La ventaja de esta vida consiste en que «habitamos en el
cuerpo» y así tenemos nuestra plena realidad existencial; pero con respecto a la
plena comunión posmortal «Vivimos lejos del Señor» (cf. 2 Cor 5,6). Aunque por la
muerte salimos de este cuerpo y nos vemos así privados de nuestra plenitud
existencial, la aceptamos con buen ánimo; más aún, podemos desear, cuando ella
llegue, «vivir con el Señor» (2 Cor 5,8). Este deseo místico de comunión posmortal
con Cristo, que puede coexistir con el temor natural de la muerte, aparece una y
otra vez en la tradición espiritual de la Iglesia, sobre todo en los santos, y debe ser
entendido en su verdadero sentido. Cuando este deseo lleva a alabar a Dios por la
muerte, esta alabanza no se funda, en modo alguno, en una valoración positiva del
estado mismo en que el alma carece del cuerpo, sino en la esperanza de poseer al
Señor por la muerte (67). La muerte se considera entonces como puerta que conduce
a la comunión posmortal con Cristo, y no como liberadora del alma con respecto a
un cuerpo que le fuera una carga.
En la tradición oriental es frecuente el pensamiento de la bondad de la muerte en
cuanto que es condición y camino para la futura resurrección gloriosa. «Si, por
tanto, no es posible sin la resurrección que la naturaleza llegue a mejor forma y
estado, y si la resurrección no puede hacerse sin que preceda la muerte, la muerte
es algo bueno en cuanto que es para nosotros comienzo y camino de un cambio
para mejor» (68). Cristo con su muerte y su resurrección dio a la muerte esta bondad:
«Como extendiendo la mano al que yacía, y mirando por ello a nuestro cadáver, se
acercó tanto a la muerte cuanto es haber tomado la mortalidad, y con su cuerpo dio
a la naturaleza el comienzo de la resurrección (69). En este sentido, Cristo «cambió el
ocaso en oriente» (70).
También el dolor y la enfermedad, que son un comienzo de la muerte, deben
asumirse por los cristianos de una manera nueva. Ya en sí mismo se llevan con
molestia, pero todavía más en cuanto que son signos del progreso de la disolución
del cuerpo (71). Ahora bien, por la aceptación del dolor y de la enfermedad permitidos
por Dios, nos hacemos partícipes de la pasión de Cristo, y por el ofrecimiento de
ellos nos unimos al acto con que el Señor ofreció su propia vida al Padre por la
salvación del mundo. Cada uno de nosotros debe afirmar, como en otro tiempo
Pablo: «completo en mi carne lo que falta de las tribulaciones de Cristo por el bien
de su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1,24). Por la asociación a la pasión del Señor
somos también conducidos a poseer la gloria de Cristo resucitado: «siempre
llevando en el cuerpo, de acá para allá, la situación de muerte de Jesús, para que
también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Cor 4,10) (72).
De modo semejante no nos es lícito entristecernos por la muerte de los amigos
«como los demás, que no tienen esperanza» (1 Tes 4,13). Por parte de estos, «con
lamentaciones lacrimosas y con gemidos» «se suele deplorar una cierta miseria de
los que mueren o su extinción casi total»; a nosotros, como a Agustín en la muerte
de su madre, nos consuela este pensamiento: «ella [Mónica] ni moría
miserablemente ni moría del todo» (73).
6.3. Este aspecto positivo de la muerte sólo se alcanza por un modo de morir que el
Nuevo Testamento llama «muerte en el Señor»: «Dichosos los muertos que mueren
en el Señor» (Ap. 14,13). Esta «muerte en el Señor» es deseable en cuanto que
lleva a la bienaventuranza, y se prepara con la vida santa: «Desde ahora, sí —dice
el Espíritu—, que descansen de sus fatigas, porque sus obras los acompañan (Ap
14,13). De este modo, la vida terrena se ordena a la comunión con Cristo después
de la muerte, que se obtiene ya en el estado de alma separada (74) que es, sin duda,
ontológicamente imperfecto e incompleto. Porque la comunión con Cristo es un
valor superior a la plenitud existencial, la vida terrena no puede considerarse el
valor supremo. Esto justifica en los santos el deseo místico de la muerte, que, como
hemos dicho, es frecuente.
Por la vida santa, a la que la gracia de Dios nos llama y para la que nos ayuda con
su auxilio, la conexión original entre la muerte y el pecado como que se rompe, no
porque la muerte se suprima físicamente, sino en cuanto que comienza a conducir a
la vida eterna. Este modo de morir es una participación en el misterio pascual de
Cristo. Los sacramentos nos disponen a esa muerte. El bautismo, en el que
morimos místicamente al pecado, nos consagra para la participación en la
resurrección del Señor (cf. Rom 6,3-7). Por la recepción de la Eucaristía, que es
«medicina de inmortalidad» (75), el cristiano recibe garantía de participar de la
resurrección de Cristo.
La muerte en el Señor implica la posibilidad de otro modo de morir, a saber, la
muerte fuera del Señor que conduce a la muerte segunda (cf. Ap 20,14). En esta
muerte, la fuerza del pecado, por el que la muerte entró en el mundo (cf. Rom 5,12),
manifiesta, en grado sumo, su capacidad de separar de Dios.
6.4. Pronto se formaron, y por cierto bajo el influjo de la fe en la resurrección de los
muertos, costumbres cristianas para sepultar los cadáveres de los fieles. El modo
de hablar expresado en las palabras «cementerio» (en griego, koimeterion* =
«dormitorio») o «deposición» (en latín, depositio; derecho de Cristo a recuperar el
cuerpo del cristiano, en oposición a «donación») presupone esa fe. En el cuidado
que se tiene con el cadáver, se veía «una obligación de humanidad», pero «si los
que no creen en la resurrección de la carne hacen estas cosas», han de prestarlas
especialmente aquellos «que creen que esta obligación que se cumple con el
cuerpo muerto, pero que ha de resucitar y permanecer en la eternidad, es también,
de alguna manera, un testimonio de esta misma fe» (76).
Durante mucho tiempo estuvo prohibida la cremación de los (77) cadáveres porque se
la percibía históricamente en conexión con una mentalidad neoplatónica que
mediante ella pretendía la destrucción del cuerpo para que así el alma se liberara
totalmente de la cárce1 (78) (en tiempos más recientes implicaba una actitud
materialista o agnóstica). La Iglesia ya no la prohibe, «a no ser que haya sido
elegida por razones contrarias a la doctrina cristiana» (79). Hay que procurar que la
actual difusión de la cremación también entre los católicos no oscurezca, de alguna
manera, su mentalidad correcta sobre la resurrección de la carne.
7. «El consorcio vital» (80) de todos los miembros de la Iglesia en Cristo
7.1. La eclesiología de comunión, que es muy característica del Concibo Vaticano II,
cree que la comunión de los santos, o sea, la unión en Cristo de los hermanos, la
cual consiste en vínculos de caridad, no se interrumpe por la muerte, «antes bien,
según la perenne fe de la Iglesia, se fortalece con la comunicación de bienes
espirituales» (81). La fe da a los cristianos que viven en la tierra «la posibilidad de
comunicar con los queridos hermanos ya arrebatados por la muerte» (82). Esta
comunicación se hace por las diversas formas de oración.
Un tema muy importante en el Apocalipsis de Juan está constituido por la liturgia
celeste. Las almas de los bienaventurados participan en ella. En la liturgia terrena,
sobre todo «al celebrar [ ... ] el Sacrificio Eucarístico, nos unimos sumamente al
culto de la Iglesia celeste, comunicando y venerando la memoria, en primer lugar,
de la gloriosa siempre Virgen María, pero también del bienaventurado José y de los
bienaventurados Apóstoles y Mártires y todos los Santos» (83). Realmente cuando se
celebra la liturgia terrena, se manifiesta la voluntad de unirla con la celeste. Así en
la anáfora romana, esta voluntad aparece no sólo en la oración «Reunidos en
comunión» (al menos en su forma actual), sino también en el paso del prefacio al
canon y en la oración «Te rogamos humildemente», donde se pide que la oblación
terrena sea llevada al sublime altar del cielo.
Pero esta liturgia celeste no consiste sólo en la alabanza. Su centro es el Cordero
que está en pie como degollado (cf. Ap 5,6), es decir, «Cristo Jesús, el que murió;
más aún, el que resucitó, el que está a la diestra de Dios, y que intercede por
nosotros» (Rom 8,34; cf. Heb 7,25). Porque las almas de los bienaventurados
participan de esta liturgia de intercesión, tienen también en ella cuidado de nosotros
y de nuestra peregrinación, «como quiera que interceden por nosotros y con su
fraterna solicitud ayudan grandemente nuestra flaqueza» (84). Porque en esta unión
de la liturgia celeste y terrena nos hacemos conscientes de que los bienaventurados
oran por nosotros, «conviene sumamente que amemos a estos amigos y
coherederos de Jesucristo, hermanos también y eximios bienhechores nuestros, [y]
que demos a Dios las debidas gracias por ellos» (85).
Ulteriormente la Iglesia nos exhorta con empeño a «invocarlos con nuestras
súplicas y recurrir a sus oraciones, ayuda y auxilio para impetrar beneficios de Dios
por medio de su Hijo Jesucristo Señor nuestro, que es el único Redentor y
Salvador» (86). Esta invocación de los santos es un acto por el que el fiel se entrega
confiadamente a la caridad de ellos. Por ser Dios la fuente de la que toda caridad se
difunde (cf. Rom 5,5), toda invocación de los santos es reconocimiento de Dios,
como fundamento supremo de la caridad de ellos, y tiende, en último término, a él.
7.2. La idea de evocación de los espíritus es completamente distinta del concepto
de invocación. El Concilio Vaticano II, que recomendó invocar las almas de los
bienaventurados, recordó también los principales documentos emanados del
magisterio de la Iglesia «contra cualquier forma de evocación de los espíritus» (87).
Esta prohibición constante tiene origen bíblico ya en el Antiguo Testamento (Dt
18,10-14; cf. también Éx 22,17; Lev 19,31; 20,6.27). Es muy conocido el relato de la
evocación del espíritu de Samuel (‘obot), realizada por el rey Saúl (1 Sam 28,3-25),
a la que la Escritura atribuye el rechazo, más aún, la muerte de Saúl: «Saúl murió a
causa de la infidelidad que había cometido contra Yahweh, porque no guardó la
palabra de Yahweh y también por haber interrogado y consultado a una nigromante,
en vez de consultar a Yahweh, por lo que le hizo morir y transfirió el reino a David,
hijo de Jesé» (1 Crón 10,13-14). Los Apóstoles mantienen esta prohibición en el
Nuevo Testamento en cuanto que rechazan todas las artes mágicas (Hch 13,6-12;
16,16-18; 19,11-20).
En el Concilio Vaticano II, la Comisión doctrinal explicó qué se entiende con la
palabra «evocación»: ésta sería cualquier método «por el que se intenta provocar
con técnicas humanas una comunicación sensible con los espíritus o las almas
separadas para conseguir diversas noticias y diversos auxilios» (88). Este conjunto de
técnicas se suele designar generalmente con el nombre de «espiritismo». Con
frecuencia -como se dice en la respuesta citada- por la evocación de los espíritus se
pretende la obtención de noticias ocultas. En este campo, los fieles han de remitirse
a lo que Dios ha revelado: «Tienen a Moisés y a los profetas; que les oigan» (Lc
16,29). Una curiosidad ulterior sobre cosas posmortales es insana y, por ello, se ha
de reprimir.
No faltan hoy sectas que rechazan la invocación de los santos, realizada por los
católicos, apelando a su prohibición bíblica; de esta manera, no la distinguen de la
evocación de los espíritus. Por nuestra parte, a la vez que exhortamos a los fieles a
invocar a los santos, debemos enseñarles la invocación de los santos de manera
que no ofrezca a las sectas ocasión alguna para tal confusión.
7.3. Con respecto a las almas de los difuntos que después de la muerte necesitan
todavía purificación, «la Iglesia de los peregrinos desde los primeros tiempos del
cristianismo [...] ofreció también sufragios por ellos» (89). Cree, en efecto, que para
esa purificación «les aprovechan los sufragios de los fieles vivos, tales como el
sacrificio de la Misa, oraciones y limosnas, y otros oficios de piedad, que los fieles
acostumbran practicar por los otros fieles, según las instituciones de la Iglesia» (90).
7.4. La «Institución general del Misal Romano», después de la renovación litúrgica
posconciliar, explica muy bien el sentido de este múltiple consorcio de todos los
miembros de la Iglesia, que alcanza su culminación en la celebración litúrgica de la
Eucaristía: por las intercesiones «se expresa que la Eucaristía se celebra en
comunión con toda la Iglesia tanto celeste como terrena, y que la oblación se hace
por ella y todos sus miembros vivos y difuntos, los cuales están llamados a
participar de la redención y de la salvación adquirida por el Cuerpo y la Sangre de
Cristo» (91).
8. Purificación del alma para el encuentro con Cristo glorioso
8.1. Cuando el magisterio de la Iglesia afirma que las almas de los santos
inmediatamente después de la muerte gozan de la visión beatífica de Dios y de la
comunión perfecta con Cristo, presupone siempre que se trata de las almas que se
encuentren purificadas (92). Por ello, aunque se refieran al santuario terreno, las
palabras del salmo 15,1-2 tienen también mucho sentido para la vida posmortal:
«Yahweh, ¿quién morará en tu tienda?, ¿quién habitará en tu santo monte? —El
que anda sin tacha» (93). Nada manchado puede entrar en la presencia del Señor.
Con estas palabras se expresa la conciencia de una realidad tan fundamental, que
en muchísimas grandes religiones históricas, de una forma o de otra, se tiene un
cierto vislumbre de la necesidad de una purificación después de la muerte.
También la Iglesia confiesa que cualquier mancha es impedimento para el
encuentro íntimo con Dios y con Cristo. Este principio ha de entenderse no sólo de
las manchas que rompen y destruyen la amistad con Dios, y que, por tanto, si
permanecen en la muerte, hacen el encuentro con Dios definitivamente imposible
(pecados mortales), sino también de las que oscurecen esa amistad y tienen que
ser previamente purificadas para que ese encuentro sea posible. A ellas pertenecen
los llamados «pecados cotidianos» o veniales (94) y las reliquias de los pecados, las
cuales pueden también permanecer en el hombre justificado después de la remisión
de la culpa, por la que se excluye la pena eterna (95). El sacramento de la unción de
los enfermos se ordena a expiar las reliquias de los pecados antes de la muerte (96).
Sólo si nos hacemos conformes a Cristo, podemos tener comunión con Dios (cf.
Rom 8,29).
Por esto, se nos invita a la purificación. Incluso el que se ha lavado, debe liberarse
del polvo sus pies (cf. Jn 13,10). Para los que no lo hayan hecho suficientemente
por la penitencia en la tierra, la Iglesia cree que existe un estado posmortal de
purificación (97), o sea, una «purificación previa a la visión de Dios» (98). Como esta
purificación tiene lugar después de la muerte y antes de la resurrección final, este
estado pertenece al estadio escatológico intermedio; más aún, la existencia de este
estado muestra la existencia de una escatología intermedia.
La fe de la Iglesia sobre este estado ya se expresaba implícitamente en las
oraciones por los difuntos, de las que existen muchísimos testimonios muy antiguos
en las catacumbas (99) y que, en último término, se fundan en el testimonio de 2 Mac
12,46 (100). En estas oraciones se presupone que pueden ser ayudados para obtener
su purificación por las oraciones de los fieles. La teología sobre ese estado
comenzó a desarrollarse en el siglo III con ocasión de los que habían recibido la paz
con la Iglesia sin haber realizado la penitencia completa antes de su muerte (101).
Es absolutamente necesario conservar la práctica de orar por los difuntos. En ella
se contiene una profesión de fe en la existencia de este estado de purificación. Este
es el sentido de la liturgia exequial que no debe oscurecerse: el hombre justificado
puede necesitar una ulterior purificación. En la liturgia bizantina se presenta
bellamente al alma misma del difunto que clama al Señor: «Permanezco imagen de
tu Gloria inefable, aunque vulnerado por el pecado» (102).
8.2. La Iglesia cree que existe un estado de condenación definitiva para los que
mueren cargados con pecado grave (103). Se debe evitar completamente entender el
estado de purificación para el encuentro con Dios, de modo demasiado semejante
con el de condenación, como si la diferencia entre ambos consistiera solamente en
que uno sería eterno y el otro temporal; la purificación posmortal es «del todo
diversa del castigo de los condenados» (104). Realmente, un estado cuyo centro es el
amor, y otro cuyo centro sería el odio, no pueden compararse. El justificado vive en
el amor de Cristo. Su amor se hace más consciente por la muerte. El amor que se
ve retardado en poseer a la persona amada padece dolor y por el dolor se purifica
(105)
. San Juan de la Cruz explica que el Espíritu Santo, como llama de amor viva»,
purifica el alma para que llegue al amor perfecto de Dios, tanto aquí en la tierra
como después de la muerte si fuera necesario; en este sentido, establece un cierto
paralelismo entre la purificación que se da en las llamadas «noches» y la
purificación pasiva del purgatorio (106). En la historia de este dogma, una falta de
cuidado en mostrar esta profunda diferencia entre el estado de purificación y el
estado de condenación ha creado graves dificultades en la conducción del diálogo
con los cristianos orientales (107).
9. Irrepetibilidad y unicidad de la vida humana. Los problemas de la
reencarnación
9.1. Con la palabra «reencarnación» (o también con otras equivalentes como los
términos griegos metempsýkhosis* o metensomátosis*) se denomina a una doctrina
que sostiene que el alma humana después de la muerte asume otro cuerpo, y de
este modo se encarna de nuevo. Se trata de una concepción nacida en el
paganismo que, por contradecir completamente a la Sagrada Escritura y a la
Tradición de la Iglesia, ha sido siempre rechazada por la fe y la teología cristianas
(108)
.
La «reencarnación» se difunde hoy ampliamente en el mundo, también en el
occidental y entre muchísimos que se autodenominan cristianos. Muchos medios de
comunicación la proclaman. Además, cada día se hace más fuerte el influjo de las
religiones y filosofías orientales que mantienen la reencarnación; a este influjo
parece que hay que atribuir el aumento de mentalidad sincretista. La facilidad con
que muchos aceptan la reencarnación quizás se deba en parte a una reacción
espontánea e instintiva contra el creciente materialismo. En el modo de pensar de
muchos hombres de nuestro tiempo, esta vida terrena se percibe como demasiado
breve para poder realizar en ella todas las posibilidades de un hombre o para que
puedan superarse o corregirse los defectos cometidos en ella.
La fe católica ofrece una respuesta plena a este modo de pensar. Es verdad que la
vida humana es demasiado breve para que se superen y corrijan los defectos
cometidos en ella; pero la purificación escatológica será perfecta. Tampoco es
posible realizar todas las virtualidades de un hombre en el tiempo tan breve de una
sola vida terrestre; pero la resurrección final gloriosa llevará al hombre a un estado
que supera todo deseo suyo.
9.2. Sin que sea posible exponer aquí separadamente todos los aspectos con que
los diversos reencarnacionistas exponen su sistema, la tendencia de
reencarnacionismo, predominante hoy en el mundo occidental, se puede reducir
sintéticamente a cuatro puntos (109).
9.2.1. Existen muchas existencias terrestres. Nuestra vida actual ni es nuestra
primera existencia corporal ni será la última. Ya vivimos anteriormente y viviremos
todavía repetidamente en cuerpos materiales siempre nuevos.
9.2.2. Hay una ley en la naturaleza que impulsa a un continuo progreso hacia la
perfección. Esta misma ley conduce las almas a vidas siempre nuevas y no permite
retroceso alguno, más aún, tampoco una parada definitiva. A fortiori se excluye un
estado definitivo de condenación sin fin. Después de más o menos siglos, todos
llegarán a la perfección final de un puro espíritu (negación del infierno).
9.2.3. La meta final se obtiene por los propios méritos. En cada nueva existencia, el
alma progresa en la medida de sus propios esfuerzos. Todo mal cometido se
reparará con expiaciones personales, que el propio espíritu padece en
encarnaciones nuevas y difíciles (negación de la redención).
9.2.4. En la medida en que el alma progresa hacia la perfección final, asumirá en
sus nuevas encarnaciones un cuerpo cada vez menos material. En este sentido, el
alma tiene tendencia a una definitiva independencia del cuerpo. Por este camino, el
alma llegará a un estado definitivo en el que finalmente vivirá siempre Ubre del
cuerpo e independiente de la materia (negación de la resurrección).
9.3. Estos cuatro elementos que constituyen la antropología reencarnacionista
contradicen a las afirmaciones centrales de la revelación cristiana. No es necesario
insistir ulteriormente en su diversidad con respecto a la antropología
característicamente cristiana. El cristianismo defiende una dualidad, la
reencarnación un dualismo, en el que el cuerpo es un mero instrumento del alma
que se abandona después de cada existencia terrena para tomar otro
completamente diverso. En el campo escatológico, el reencarnacionismo rechaza la
posibilidad de una condenación eterna y la idea de resurrección de la carne.
Pero su principal error consiste en la negación de la soteriología cristiana. El alma
se salva por su esfuerzo. De este modo, mantiene una soteriología auto-redentora,
completamente opuesta a la soteriología hétero-redentora cristiana. Ahora bien, si
se suprime la heteroredención, no puede ya hablarse, en modo alguno, de Cristo
redentor. El núcleo de la soteriología del Nuevo Testamento se contiene en estas
palabras: Dios «nos agració en el Amado. En Él tenemos por medio de su sangre la
redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia que ha prodigado
sobre nosotros» (Ef 1,6-8). Con este punto central está en pié o cae toda la doctrina
sobre la Iglesia, los sacramentos y la gracia. Así es evidente la gravedad de las
doctrinas implicadas en esta cuestión, y se entiende con facilidad que el magisterio
de la Iglesia haya rechazado este sistema con el nombre de teosofismo (110).
Con respecto al punto específico, afirmado por los reencarnacionistas, de la
repetibilidad de la vida humana, es conocida la afirmación de la carta a los Hebreos
9,27: «está establecido que los hombres mueran una sola vez, y luego el juicio». El
Concilio Vaticano II citaba este texto para enseñar que el curso de nuestra vida
terrestre es único (111).
En el fenómeno del reencarnacionismo quizás se manifiestan ciertas aspiraciones
de librarse del materialismo. Sin embargo, esta dimensión de movimiento
«espiritualista» no permite en modo alguno ocultar cuánto contradice el
reencarnacionismo al mensaje evangélico.
10. La grandeza del designio divino y la seriedad de la vida humana
10.1. En la unicidad de la vida humana se ve claramente su seriedad. La vida
humana no puede repetirse. Como la vida terrena es camino para las realidades
escatológicas, el modo como procedemos en ella tiene consecuencias irrevocables.
Por ello, esta nuestra vida corporal conduce a un destino eterno.
El hombre, por su parte, comenzará a conocer el sentido de su destino último sólo si
considera su propia naturaleza recibida de Dios. Dios creó al hombre a su «imagen
y semejanza» (Gén 1,26). Esto implica que lo hizo capaz de conocer a Dios y de
amarlo libremente, mientras que, como señor, rige todas las demás criaturas, las
somete y usa de ellas (112). Esta capacidad se funda en la espiritualidad del alma
humana. Porque ésta es creada en cada hombre inmediatamente por Dios (113), cada
hombre existe como objeto de un acto concreto de amor creativo de Dios.
10.2. Dios no sólo creó al hombre, sino que ulteriormente lo puso en el Paraíso
(Gén 2,4); con esta imagen la Sagrada Escritura quiere expresar que el primer
hombre fue constituido en cercanía y amistad con Dios (114). Se entiende entonces
que por el pecado contra un precepto grave de Dios se pierde el Paraíso (Gén 3,23-
24), ya que tal pecado destruye la amistad del hombre con Dios.
Al pecado del primer hombre sigue la promesa de salvación (cf. Gén 3,15), que,
según la exégesis tanto judía como cristiana, había de ser aportada por el Mesías
(cf. en conexión con la palabra sperma* los LXX: autós* y no autó*).
De hecho, en la plenitud de los tiempos, Dios «nos reconcilió consigo por Cristo» (2
Cor 5,18). Es decir, «a quien no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros para
que viniésemos a ser justicia de Dios en él» (2 Cor 5,21). Movido por la
misericordia, tanto amó Dios al mundo que le dio su Hijo único, para que todo el que
crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). La redención nos
permite «desvelar la profundidad de aquel amor que no se echa atrás ante el
extraordinario sacrificio del Hijo, para colmar la fidelidad del Creador y Padre
respecto a los hombres creados a su imagen y ya desde el "principio" elegidos para
la gracia y la gloria» (115).
Jesús es el verdadero «Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29).
El perdón del pecado, obtenido por la muerte y resurrección de Cristo (cf. Rom
4,25), no es meramente jurídico, sino que renueva al hombre internamente (116), más
aún, lo eleva sobre su condición natural. Cristo ha sido enviado por el Padre «para
que recibiéramos la filiación adoptiva» (Gál 4,5). Si con fe viva creemos en su
nombre, él nos da «poder de llegar a ser hijos de Dios» (cf. Jn 1,12). De este modo
entramos en la familia de Dios. El designio del Padre es que reproduzcamos la
imagen de su Hijo, para que sea él el primogénito entre muchos hermanos» (Rom
8,29). Consecuentemente, el Padre de Jesucristo se hace nuestro Padre (cf. Jn
20,17).
Porque somos hijos del Padre en el Hijo, somos «también herederos; herederos de
Dios y coherederos de Cristo» (Rom 8,17). Así aparece el sentido de la vida eterna
que nos ha sido prometida, como participación en la herencia de Cristo: «somos
ciudadanos del cielo» (Flp 3,20), ya que con respecto al cielo no somos «extraños ni
forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios» (Ef 2,19).
10.3. Jesús, al revelarnos los secretos de su Padre, pretende hacernos amigos
suyos (cf. Jn 15,15). Pero ninguna amistad puede imponerse. La amistad, como
también la adopción, se ofrecen para ser libremente aceptadas o rechazadas. La
felicidad celeste es la consumación de la amistad ofrecida gratuitamente por Cristo
y libremente aceptada por el hombre. «Estar con Cristo» (Flp 1,23), en situación de
amigo, constituye la esencia de la eterna bienaventuranza celeste (cf. 2 Cor 5,6-8; 1
Tes 4,17). El tema de la visión de Dios «cara a cara» (1 Cor 13,12; cf. 1 Jn 3,2)
debe entenderse como expresión de amistad íntima (cf. ya en Ex 33,11: «Yahweh
hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo»).
Esta amistad consumada libremente aceptada implica la posibilidad existencial de
su rechazo. Todo lo que se acepta libremente, puede rechazarse libremente. Quien
elige así el rechazo, «no participará en la herencia del Reino de Cristo y de Dios»
(Ef 5,5). La condenación eterna tiene su origen en el rechazo libre, hasta el final, del
Amor y de la Piedad de Dios (117). La Iglesia cree que este estado consiste en la
privación de la visión de Dios y en la repercusión eterna de esta pena en todo su ser
(118)
. Esta doctrina de fe muestra tanto la importancia de la capacidad humana de
rechazar libremente a Dios como la gravedad de ese libre rechazo. Mientras el
cristiano permanece en esta vida, se sabe colocado bajo el juicio futuro de Cristo:
«Porque es necesario que todos nosotros seamos puestos al descubierto ante el
tribunal de Cristo, para que cada cual reciba, conforme a lo que hizo a través del
cuerpo, el bien o el mal» (2 Cor 5,10). Sólo ante Cristo y por la luz comunicada por
él, se hará inteligible el misterio de iniquidad que existe en los pecados que
cometemos. Por el pecado grave, el hombre llega hasta a considerar, en su modo
de obrar, «a Dios como enemigo de la propia criatura y, sobre todo, como enemigo
del hombre, como fuente de peligro y de amenaza para el hombre» (119).
Como el curso de nuestra vida terrena es único (Heb 9,27) (120) y como en él se nos
ofrecen gratuitamente la amistad y adopción divinas con el peligro de perderlas por
el pecado, aparece claramente la seriedad de esta vida. Pues las decisiones que en
ella se toman tienen consecuencias eternas. El Señor ha colocado ante nosotros «el
camino de la vida y el camino de la muerte» (Jer 21,8). Aunque él por la gracia
preveniente y adyuvante nos invita al camino de la vida, podemos elegir cualquiera
de los dos (121). Después de la elección, Dios respeta seriamente nuestra libertad, sin
cesar, aquí en la tierra, de ofrecer su gracia salvífica también a aquellos que se
apartan de él. En realidad, hay que decir que Dios respeta lo que quisimos hacer
libremente de nosotros mismos, sea aceptando la gracia, sea rechazando la gracia.
En este sentido, se entiende que, de alguna manera, tanto la salvación como la
condenación empiezan aquí en la tierra, en cuanto que el hombre, por sus
decisiones morales, libremente se abre o se cierra a Dios. Por otra parte, se hace
claramente manifiesta la grandeza de la libertad humana y de la responsabilidad
que se deriva de ella.
Todo teólogo es consciente de las dificultades que el hombre, tanto en nuestro
tiempo como en cualquier otro tiempo de la historia, experimenta para aceptar la
doctrina del Nuevo Testamento sobre el infierno. Por ello, debe recomendarse
mucho un ánimo abierto a la sobria doctrina del evangelio tanto para exponerla
como para creerla. Contentos con esa sobriedad, debemos evitar el intento de
determinar, de manera concreta, los caminos por los que pueden conciliarse la
infinita Bondad de Dios y la verdadera libertad humana. La Iglesia toma en serio la
libertad humana y la Misericordia divina que ha concedido la libertad al hombre,
como condición para obtener la salvación. Cuando la Iglesia ora por la salvación de
todos, en realidad está pidiendo por la conversión de todos los hombres que viven.
Dios «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la
verdad» (1 Tim 2,4). La Iglesia ha creído siempre que esta voluntad salvífica
universal de Dios tiene, de hecho, una amplia eficacia. Nunca ha declarado la
Iglesia la condenación de alguna persona en concreto. Pero porque el infierno es
una verdadera posibilidad real para cada hombre, no es lícito -aunque se olvide hoy
a veces en la predicación de las exequias- presuponer una especie de automatismo
de la salvación. Por ello, con respecto a esta doctrina es absolutamente necesario
hacer propias las palabras de Pablo: «¡Oh abismo de la riqueza, de la sabiduría y
de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus designios e inescrutables sus
caminos!» (Rom 11,33).
10.4. La vida terrena parece a los reencarnacionistas demasiado breve para poder
ser única. Por esta razón pensaban en su iterabilidad. El cristiano debe ser
consciente de la brevedad de esta vida terrena, de la que sabe que es única.
Porque «todos caemos muchas veces» (Sant 3,2) y el pecado ha estado presente
frecuentemente en nuestra vida ya pasada, es necesario que, «aprovechando bien
el tiempo presente» (Ef 5,16) y sacudiendo «todo lastre y el pecado que nos asedia,
corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que
inicia y consuma la fe» (Heb 12,1-2). «No tenemos aquí ciudad permanente, sino
que andamos buscando la del futuro» (Heb 13,14). Así el cristiano, como extranjero
y forastero (cf. 1 Pe 2,1l), se apresura para llegar por la vida santa a la patria (cf.
Heb 11,14), en la que estará siempre con el Señor (cf. 1 Tes 4,17).
11. La ley de la oración - la ley de la fe
11.1. Es un principio teológico «que la ley de la oración establezca la ley de la fe»
(122)
. Podemos y debemos buscar y encontrar en la liturgia la fe de la Iglesia. Como
ahora no es posible una investigación completa sobre la doctrina escatológica en la
liturgia, intentaremos exponer meramente una breve síntesis de las ideas
principales que se encuentran en la liturgia romana renovada después del Concilio
Vaticano II.
11.2. En primer lugar, hay que notar que, en la liturgia de difuntos (123), Cristo
resucitado es la realidad última que ilumina todas las demás realidades
escatológicas. Consecuentemente, la esperanza suprema se coloca en la
resurrección corporal: «Porque Cristo ha resucitado, como primicias de los muertos,
el cual transformará nuestro cuerpo humilde a imagen del cuerpo de su gloria,
encomendemos nuestro hermano al Señor, para que lo reciba en su paz y resucite
su cuerpo en el último día» (124). En este texto es claro que se afirma la resurrección
no sólo como futura, es decir, todavía no realizada, sino que ha de tener lugar en el
fin del mundo.
11.3. Porque hay que esperar la resurrección hasta el fin de los tiempos, existe
mientras tanto una escatología de almas. Por esta razón, para bendecir el sepulcro
se dice una plegaria «para que cuando su carne [del difunto] sea puesta en él, el
alma sea recogida en el paraíso» (125). Con términos bíblicos, tomados de Lc 23,43,
se recuerda que hay un retribución «inmediatamente después de la muerte» para el
alma. También otras fórmulas de plegarias confiesan esta escatología de almas; así
el Ordo exsequiarum contiene esta oración que se dice para colocar el cuerpo en el
féretro: «Recibe, Señor, el alma de tu siervo N., que te has dignado llamar de este
mundo a ti, para que, liberada del vínculo de todos los pecados, se le conceda la
felicidad del descanso y de la luz eterna, de modo que merezca ser levantada entre
tus santos y elegidos en la gloria de la resurrección» (126). Una oración por el «alma»
del difunto se repite otras veces (127). Es completamente tradicional y muy antigua la
fórmula que debe decirse por el moribundo cuando parece estar ya próximo el
momento de la muerte: «Marcha, alma cristiana, de este mundo, en nombre de Dios
Padre todopoderoso que te creó, en nombre de Jesucristo el Hijo de Dios vivo que
padeció por ti, en nombre del Espíritu Santo que fue infundido en ti; esté hoy tu
lugar en la paz y tu habitación junto a Dios en la Sión santa» (128).
Las fórmulas que se utilizan en tales oraciones incluyen una petición que no sería
inteligible si no hubiera una purificación posmortal: «No padezca su alma ninguna
lesión, [ ... ] perdónale todos sus delitos y pecados» (129). La referencia a los delitos y
pecados debe explicarse de los pecados cotidianos y de las reliquias de los
mortales, ya que en la Iglesia no se hace oración alguna por los condenados.
En una oración se subraya bellamente la ordenación de la escatología de almas a la
resurrección: «Encomendamos a tus manos, Padre clementísimo, el alma de
nuestro hermano, sostenidos por la esperanza cierta de que él, como todos los
difuntos en Cristo, ha de resucitar con Cristo en el último día» (130). Esta resurrección
se concibe de manera completamente realística tanto por el paralelismo con la
resurrección del mismo Cristo como por la relación que se afirma con respecto al
cuerpo muerto que está en el sepulcro: «Señor Jesucristo, que, reposando tres días
en el sepulcro, de tal manera santificaste las tumbas de todos los que en ti creen,
que mientras sirven para sepultar los cuerpos, aumentasen también la esperanza
de la resurrección, concede benignamente que tu siervo descanse durmiendo con
paz en este sepulcro, hasta que tú, que eres la resurrección y la vida, resucitándolo
lo ilumines» (131). La «Plegaria eucarística III» subraya a la vez el realismo de la
resurrección de los muertos (unido ciertamente a la idea de transformación
gloriosa), su relación con la resurrección del mismo Cristo y su índole futura:
«Concede que el que [por el bautismo] fue injertado a semejanza de la muerte de tu
Hijo, también lo sea de su resurrección, cuando resucitará de la tierra en carne a los
muertos y transformará nuestro cuerpo humilde según el cuerpo de su gloria» (132). A
este texto debe atribuirse una gran importancia teológica, ya que está dentro de la
misma anáfora.
CONCLUSIÓN
Hemos querido cerrar esta exposición sobre algunas cuestiones escatológicas
actuales con el testimonio de la liturgia. Pues la fe de la Iglesia se manifiesta en la
liturgia, que es lugar privilegiado para confesarla. De su testimonio ha aparecido
que la liturgia mantiene el equilibrio que debe existir en escatología entre los
elementos individuales y los colectivos, y subraya el sentido cristológico de las
realidades últimas, sin el que la escatología se degradaría a mera especulación
humana.
Permítasenos ahora al final de esta exposición citar, como síntesis doctrinal
conclusiva, el párrafo con que comienzan los «Prenotandos» al libro Ordo
exsequiarum, en el que además aparece perfectamente el espíritu de la nueva
liturgia romana:
«La Iglesia en las exequias de sus hijos celebra confiadamente el
misterio pascual de Cristo, para que los que por el bautismo se han
hecho miembros del mismo cuerpo de Cristo muerto y resucitado, con
él pasen por la muerte a la vida, en cuanto al alma para purificarse y
ser asumidos en el cielo con los santos y elegidos, en cuanto al
cuerpo aguardando la bienaventurada esperanza de la venida de
Cristo y la resurrección de los muertos. Por ello, la Iglesia ofrece por
los difuntos el sacrificio eucarístico de la Pascua de Cristo y dirige
plegarias y sufragios por ellos para que, comunicando entre sí todos
los miembros de Cristo, a los unos consigan auxilio espiritual y a los
otros ofrezcan el consuelo de la esperanza» (133)
(Este documento de la Comisión Teológica Internacional ha sido preparado por una
subcomisión, presidida por el R. P. Cándido Pozo, S. I., que estaba compuesta por
los profesores J. Ambaum, J. Gnilka, J. M. Ibáñez Langlois, M. Ledwith, St. Nagy, C.
Peter (+), y por los excelentísimos Mons. B. Kloppenburg, J. Medina Estévez y Ch.
Schönborn. Después de haber sido discutido en la sesión plenaria del mes de
diciembre de 1990, ha sido aprobado in forma specifica con una amplia mayoría por
sufragio escrito. Según los estatutos de la Comisión Teológica Internacional, se
publicó con el permiso del eminentísimo cardenal Joseph Ratzinger, presidente de
la Comisión). Volver arriba
NOTAS
1
Texto oficial latino en Commissio Theologica Internationalis, De quibusdam
quaestionibus actualibus circa escatologiam: Gregorianum 73 (1992) 395-435.
2
Cf. San Clemente de Roma, Ad Corinthios 5: Fuentes Patrísticas 4, 76-78
3
Cf. San Ignacio de Antioquía, Ad Romanos 4: Fuentes Patrísticas 1, 152-154
4
Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 39: AAS 58 (1966) 1057.
5
Sínodo Extraordinario (1985), Relación final 11, A, 1 -6.
6
Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 18: AAS 58 (1966) 1038.
7
Congregación Para la Doctrina de la Fe, Carta Recentiores episcoporum Synodi,
Introducción: AAS 71 (1979) 940.
8
Sínodo Extraordinario (1985), Relación final II, D, 1, 17.
9
Sinodo Extraordinario (1985), Relación final 1, 4, 4.
10
Sobre ella cf. H. de Lubac, La posterité spirituelle de Joachim de Fiore, 2 vols.
(París 1978 y 1981).
11
Para la relación entre Marx y Hegel cf. ibid., t.2, 256-360.
12
Congregación Para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis nuntius, 10, 6: AAS
76 (1984) 901.
13
Congregación Para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis nuntius, 10, 5: AAS
76 (1984) 900.
14
Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 20: AAS 58 (1966) 1040.
15
Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 21: AAS 58 (1966) 1041
16
Cf. Pablo VI, Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, 34: AAS 68 (1976) 28.
17
Cf. Comisión Teológica Internacional, Promoción humana y salvación cristiana; en
el c.7 del presente volumen.
18
Sínodo Extraordinario (1985), Relación final 11, D, 6, 19.
19
No es necesario explicar ahora que los hombres pueden ser de Cristo sin que
pertenezcan visiblemente a su Iglesia; cf. Concilio Vaticano II, Const. dogmática
Lumen gentium, l5s: AAS 57 (1965) 19s.
20
Cf. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 49: AAS 57 (1965) 55.
21
Pablo VI, Profesión de fe, 3: AAS 60 (1968) 434.
22
DS 150.
23
Congregación Para la Doctrina de la Fe, Carta Recentiores episcoporum Synodi,
2: AAS 71 (1979) 941.
24
Contra Celsum 1, 7: GCS 2, 60 (PG 11, 668).
25
A. Stuiber, Refrigerium interim. Die Vorstellungen vom Zwischenzustand und die
frühchristliche Grabeskunst (Bonn 1957) 101.
26
Cf. J. N. D. Kelly, Early Christian Creeds, 2.ª ed. (London 1952) 163-165.
27
DS 540.
28
Sobre hermenéutica cf. Comisión Teológica Internacional, La interpretación de los
dogmas.
29
H. U. Von Balthasar, Escatologie, en Fragen der Theologie heute (Zürich-Kö1n
1957) 407-408.
30
Cf. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, 2: AAS 58 (1966) 818.
31
Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 39: AAS 58 (1966) 1057.
32
Fides Damasi: DS 72.
33
Adversus haereses 5, 13, 3: SC 153, 172 (PG 7, 1158). Este fragmento se
conserva en griego; para la palabra transfiguratio tiene el término
[metaskematismós].
34
Ibid., 5, 13, 1: SC 153, 162-164 (PG 7, 1156).
35
Cf. Concilio de Trento, Ses. 25, Decreto sobre (…) las reliquias: DS 1822.
36
Cf. Símbolo Niceno-Constantinopolitano: DS 150: «y de nuevo ha de venir con
gloria».
37
Símbolo Quicumque: DS 76.
38
Símbolo Fides Damasi: DS 72.
39
In Leviticum homilia 7, 2: GCS 29, 378 (PG 12, 480).
40
DS 540.
41
GCS 5, 51-55.
42
Tertuliano los combatió como nuevos saduceos (De resurrectione mortuorum 2, 2:
CCL 2, 922 [PL 2, 842]). San Ireneo los refuta como personas «que no quieren
entender que si esto fuera así, como dicen, el mismo Señor ciertamente, en el que
dicen creer, no habría hecho la resurrección en el tercer día, sino que expirando
sobre la cruz, inmediatamente, sin duda, se habría marchado arriba abandonando el
cuerpo a la tierra» (Adversus haereses 5, 31, 1: SC 153, 388-390 [PG 7, 1208]).
Para Ireneo toda la «economía» de Dios tiene unidad por la carne: Dios hizo al
hombre de carne y envió a su Hijo en la carne, para salvar la carne del hombre
(ibid., 5, 14, 1: SC 153, 182 [PG 7, 1161]). Recuérdese que la fórmula «resurrección
de la carne» entró en los Símbolos de fe para excluir este influjo de los gnósticos
(véase más arriba la nota 26).
43
Según Eusebio de Cesarea (Historia ecclesiastica 6, 37: GCS 9/2, 592 [PG 20,
597]), Orígenes convenció de su error a estos herejes árabes.
44
Vorlesungen über 1. Mose 22, 11: WA 43, 218.
45
Artículos de Esmalcalda 2, 2: Die Bekenntnisschriften der evangelisch-
lutherischen Kirche, 3ª ed. (Göttingen 1956) 425.
46
Brief an Amsdorf (Wartburg, 13. Januar 1522): WA, Briefwechsel, 2, 422.
47
Cf. Benedicto XII, Const. Benedictus Deus: DS 1000, donde se afirma que las
almas de los Santos «inmediatamente después de la muerte» y «antes de la
reasunción de sus cuerpos y del juicio universal», «vieron y ven la divina esencia
con visión intuitiva y también cara a cara, sin mediación de criatura alguna que
tenga razón de objeto visto, sino por mostrárseles la divina esencia de modo
inmediato y desnudo, clara y patentemente, y que viéndola así gozan de la misma
esencia y que, por tal visión y fruición, las almas de los que salieron de este mundo
son verdaderamente bienaventuradas y tienen vida y descanso eterno».
48
Más arriba, apartado 2, se ha hecho alusión a las principales teorías con que hoy
se propone la resurrección en la muerte. También más arriba, apartado 4.2, se
recuerdan los pocos antecesores de esta tendencia que existieron en el tiempo
patrístico.
49
Congregación Para la Doctrina de la Fe, Carta Recentiores episcoporum Synodi
(17 de mayo de 1979): AAS 71(1979) 939-943.
50
Para los cristianos evangélicos cf. Confesión de Augsburgo, 17: Die
Bekenntnisschriften der evangelisch-lutherischen Kirche, 73.
51
Cf. M. Spanneut, Le stoïcisme des Pères de 1’Église. De Clément de Rome à
Clément d’Alexandrie (París 1957).
52
Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 14: AAS 58 (1968) 1035-
1036.
53
Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 18: AAS 58 (1968) 1038.
54
Pablo VI, Profesión de fe, 8: AAS 60 (1968) 436. Cf. también Pio XII, Enc. Humani
generis: DS 3896.
55
Todavía en nuestros días, entre los judíos, cuando despiertan del sueño, se reza
un bekarah en el que se hace la distinción entre «las almas» y «los cuerpos
mortales» con una ulterior alusión a la «resurrección», cuyo texto procede del
Talmud de Babilonia; cf. Seder R. Amnan Gaon, parte 1ª. Hebrew Text with critical
Apparatus, Translation with Notes and Introduction by D. Hedegäpd (Lund 1951) 13.
56
Cf. Porfirio, De Plotini vita, 1: Plotins Schriften, ed. R. Harder, t.5 (Hamburg 1958)
2. Cf. también San Agustín, De civitate Dei 22, 26: CCL 48, 853 (PL 41, 794), para
la posición de Porfirio.
57
Tertuliano, De resurrectione mortuorum 34, 3: CCL 2, 964 (PL 2, 842).
58
San Agustín, De Genesi ad litteram 12, 35: CSEL 28/1, 432-433 (PL 34, 483).
59
Congregación Para la Doctrina de la Fe, Carta Recentiori episcoporum synodi, 3.
AAS 71 (1979) 941.
60
Super primam epistolam ad Corinthios c.15, lectio 2, n.924, en Super Epistolas
Sancti Pauli lectura, ed. R. Cai, t. 1 (Taurini-Romae 1953) 411.
61
Summa Theologiae, I, q.29, a. l, 5 y ad 5: Ed. Leon. 4, 321 v 328. Cuando santo
Tomás considera erróneo «decir que Cristo fue hombre en el triduo de la muerte»
(Summa Theologiae, III, q.50, a.4, c.: Ed. Leon. 11, 483), defiende que la unión del
alma y del cuerpo constituye la noción de ser hombre.
62
En el lugar citado en la nota 60 había escrito santo Tomás: «Pues consta que el
alma se une naturalmente con el cuerpo, y se separa de él contra su naturaleza y
accidentalmente. Por lo cual, el alma despojada del cuerpo, mientras está sin el
cuerpo, es imperfecta. Pero es imposible que lo que es natural y de suyo, sea finito
y casi nada, y lo accidental sea infinito, si el alma permanezca siempre sin el
cuerpo».
63
Véase el texto suyo al que se refiere la nota 58.
64
Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Recentiores episcoporum Synodi,
3: AAS 71 (1979) 941.
65
Const. Benedictus Deus: DS 1000.
66
Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 18: AAS 58 (1966)
67
Cf. San Francisco de Asís, Canticum fratris Solis, 12-13, en Opuscula Sancti
Patris Francisci Assisiensis, ed. C. Esser (Grottaferrata 1978) 85-86: «Alabado
seas, mi Señor, por nuestra hermana muerte corporal [...]. Bienaventurados
aquellos a los que encuentre en tus santísimas voluntades, porque la muerte
segunda no les hará mal.»
68
San Gregorio de Nisa, Oratio consolatoria in Pulcheriam: ed. A. Spira, en Gregorii
Nysseni opera,W. Jaeger-h. Langerbeck, 9 (Leiden 1967) 472 (PG 46, 877).
69
San Gregorio de Nisa, Oratio catechetica magna, 32: ed. J. H. Srawley
(Cambridge 1903) 116 (PG 45, 80).
70
Clemente de Alejandría, Protrepticus, 11: GCS 12, 80 (PG 8, 232).
71
Cf. Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 18: AAS 58 (1966)
1038.
72
Cf. Juan Pablo II, Carta apostólica Salvifici doloris: AAS 76 (1984) 201-250.
73
Confesiones, 9, 12, 29: CCL 27, 150 (PL 32, 776).
74
Cf. Benedicto XII, Const. Benedictus Deus: DS 1000.
75
San Ignacio de Antioquia, Ad Ephesios 20, 2: Fuentes Patrísticas 1, 126 (Funk 1,
230).
76
San Agustín, De cura pro mortuis gerenda, 18, 22: CSEL 41, 658-659 (PL 40,
609-610).
77
Cf. Santo Oficio, Decreto (15 de diciembre de 1886): DS 3195-3196; Id.,
Instrucción (19 de junio de 1926): DS 3680.
78
Cf. F. Cumont, Lux perpetua (París 1949) 390.
79
CIC 1176, § 3.
80
Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 51: AAS 57 (1965) 57.
81
Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 49: AAS 57 (1965) 55.
82
Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 18: AAS 58 (1966) 1038.
83
Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 50: AAS 57 (1965) 57.
84
Pablo VI, Profesión de fe, 29: AAS 60 (1968) 444.
85
Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 50: AAS 57 (1965) 56.
86
Concilio de Trento, Ses. 25. Decreto sobre la invocación [...] de los Santos: DS
1821; Cfr. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 50: AAS 57
(1965) 56.
87
Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 49, nota 148: AAS 57
(1965) 55.
88
Ad caput VII de Ecclesia, responsio ad modum 35: Acta Synodalia 3/8 (Typis
Po1yg1ottis Vaticanis, 1976) 144.
89
Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 50: AAS 57 (1965) 55.
90
Concilio de Florencia, Decreto para los griegos: DS 1304.
91
Missale Romanum, editio typica (Typis Polyglottis Vaticanis, 1970), Institutio
generalis Missalis Romani, 55, g, 40.
92
Benedicto XII, Const. Benedictus Deus: DS 1000.
93
Orígenes, In Exodum homilia, 9, 2: SC 321, 282-286 (PG 12, 362-363), piensa
que en este lugar se trata del tabernáculo celeste. San Agustín, Enarratio in
Psalmum, 14, CCL 38, 88 (PL 36, 143), duda.
94
Para la distinción de los pecados cf. Comisión Teológica Internacional, La
reconciliación y la penitencia, C, III.
95
Concilio de Trento, Ses. 6ª, Decreto sobre la justificación, canon 30: DS 1580.
96
Concilio de Trento, Ses. 14ª, Doctrina sobre el sacramento de la extremaunción
c.2: DS 1696,
97
Concilio de Trento, Ses. 6ª, Decreto sobre la justificación, canon 30: DS 1580. Cf.
también Concilio de Florencia, Decreto para los griegos: DS 1304.
98
Congregación Para la Doctrina de la Fe, Carta Recentiores episcoporum Synodi,
7: AAS 71 (1979) 942.
99
Cf. también Tertuliano, De corona, 3, 3: CCI- 2, 1043 (PL 2, 99).
100
Cf. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 50: AAS 57(1965) 55.
1
101
Cf. San Cipriano, Epistula 55, 20, 3: ed. L. Bayard, 2ª ed., t.2 (París 1961) 102
(52: PL 3, 786).
102
Euloghitaria de las exequias antes del evangelio.
103
Cf. Concilio Vaticano 11, Const. dogmática Lumen gentium, 48: AAS 57 (1965)
54.
104
Congregación Para la Doctrina de la Fe, Carta Recentiores episcoporum Synodi,
7: AAS 71 (1979) 942.
105
Cf. Santa Catalina de Génova, Trattato del purgatorio (Génova, 1551).
106
Cf. Llama de amor viva 1, 24: Vida y obras de San Juan de la Cruz, ed. L. Ruano,
10ª ed. (Madrid 1978) 1013; Noche oscura 2, 6, 6 y 2, 20, 5: ibid., 682 y 716.
107
Los latinos que hablaban de fuego del purgatorio eran entendidos por los
orientales como si mantuvieran el sistema origenista que explica las penas como
meramente y siempre medicinales. Por ello, en el Concilio de Florencia la doctrina
de la purificación posmortal se expuso con mucha sobriedad (Decreto para los
griegos: DS 1304). En el siglo xvi, los reformadores encontraron otras dificultades
en la idea de esta purificación después de la muerte, las cuales estaban en
conexión con la doctrina de la justificación extrínseca por la fe sola; esta conexión
se afirma expresamente en la Apología de la Confesión de Augsburgo, 12: Die
Bekenntnisschriften der evangelisch-lutherischen Kirche, 255. Es característico que
el Concilio de Trento habló dogmáticamente de esta purificación posmortal en la
Sesión 6ª en el Decreto sobre la justificación (canon 30: DS 1580); pues el decreto
sobre el purgatorio en la Sesión 25ª es disciplinar y hace referencia explícita al otro
dogmático (DS 1820).
108
Cf. L. Scheffczyk, Der Reinkarnationsgedanke in der altchristlichen Literatur
(München 1985).
109
En no pocas culturas orientales, la reencarnación se propone con una mayor
insistencia en los aspectos de purificación, más aún, a veces de castigo, que en su
forma occidental reciente. Por ello, la reencarnación se percibe como algo doloroso
de lo que el hombre desearía huir. La liberación de este ciclo se considera por
algunos como fruto del propio esfuerzo, por otros como don de Dios.
110
Santo Oficio, Respuesta sobre las doctrinas teosóficas: DS 3648, se refiere a
este conjunto de ideas.
111
Cf. Concilio Vaticano 11, Const. dogmática Lumen gentium, 48: AAS 57 (1965)
54. Es un hecho histórico bien conocido que las palabras «terminado el único curso
de nuestra vida terrena» se introdujeron en la última redacción por un modus
propuesto por 123 Padres, «para que se afirmase la unicidad de esta vida terrena
contra los reencarnacionistas». Ad caput VII de Ecclesia, modus 30: Acta Synodalia
3/8, 143.
112
Cf. Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium et spes, 12: AAS 58 (1966)
1034.
113
Véanse más arriba en la nota 54 algunos textos del magisterio de la Iglesia sobre
este punto.
114
Para la realidad de este estado cf. Concilio de Trento, Ses. 5ª, Decreto sobre el
pecado original, canon 1: DS 1511.
115
Juan Pablo II, Enc. Dives in misericordia, 7: AAS 72 (1980) 1200.
116
Concilio de Trento, Ses. 6ª, Decreto sobre la justificación, c.7: DS 1528.
117
Pablo VI, Profesión de fe, 12: AAS 60 (1968) 438.
118
Congregación Para la Doctrina de la Fe, Carta Recentiores episcoporum Synodi,
7: AAS 71 (1979) 941s.
119
Juan Pablo II, Enc. Dominum et vivificantem, 38: AAS 78 (1986) 851.
120
Cf. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 48: AAS 57 (1965) 54.
121
Cf. Concilio de Trento, Ses. 6ª, Decreto sobre la justificación, c.5: DS 1525.
122
Indículo, 8: DS 246.
123
La palabra latina defunctus (difunto) significa aquel que ha cumplido alguna
tarea. El «difunto» existe ahora como sujeto. El que funge sus obligaciones en la
tierra es admitido en el reino, sea inmediatamente después de la muerte, sea
después de la purificación escatológica si es necesaria.
124
Ordo exsequiarum, edición típica, n.55 (Typis Polyglottis Vaticanis, 1969) 25.
Exactamente las mismas palabras en n.72, p.32 y n.184, p.73.
125
Ibid., n.195, p.77.
126
N.30, p.16.
127
Cf. Ordo exsequiarum, n.33, p.18; n.46-48, p.22; n.65, p.29; n.67, p.30; n.167,
p.67; n.174, p.70; n.192-193, p.76; n.195, p.77; n.200, p.80; n.230, p.87.
128
Ordo unctionis infirmorum eorumque pastoralis cura, edición típica, n.146 (Typis
Polyglottis Vaticanis, 1972) 60.
129
Ordo exsequiarum, n.167, p.68.
130
Ibid., n.48, p.22.
131
Ibid., n.53, p. 24.
132
Missale Romanum, 465.
133
Ordo exsequiarum. Praenotanda, n. 1, p.7. Volver arriba
C.3. Conferencia Episcopal Española. Comisión para la Doctrina de la Fe
Esperamos la Resurrección y la Vida Eterna, 1995
INTRODUCCIÓN
"¿Cómo dicen algunos que los muertos no resucitan? Si los muertos no resucitan,
tampoco Cristo ha resucitado. (...) Y si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene
sentido. (...) Si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los
hombres más desgraciados. ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos: el
primero de todos." (1 Cor 15, 12-13. 17. 19-20). 1. Sentimos la urgencia y el gozo de
recordar hoy a los cristianos de nuestros pueblos y ciudades -como el apóstol Pablo
a los de Corinto- la luminosa esperanza que brota de la fe en Jesucristo resucitado.
Si esta esperanza se oscureciera o se disipara, ya no podríamos llamarnos de
verdad cristianos; y perderíamos el sabor que nos convierte en sal para una tierra
amenazada de insipidez y de falta de sentido verdaderamente humano para vivir (cf.
Mt 5, 5-13). Al proclamar y explicar de nuevo que creemos, con la Iglesia de ayer y
de hoy, en la resurrección de los muertos y en la vida eterna, ofrecemos también a
todos motivos fundamentales para la renovación de la vida personal y para la
regeneración de la convivencia social. Porque "el don supremo de sí mismo al
hombre por parte de Dios, pleno y definitivo, en la vida eterna, es lo que da su justo
valor a la vida presente, jerarquiza todos los bienes de la tierra y evita que alguno
de estos bienes pase a ocupar el lugar de Dios, como realidad última y bien
supremo."(1) Comenzaremos describiendo algunos fenómenos del momento actual
que suponen una amenaza para la esperanza (I); luego recordaremos las razones
de la esperanza cristiana, que se apoyan en el acontecimiento glorioso de la
resurrección del Señor Jesús (II); y, por fin, mostraremos cómo la fe cristiana en la
resurrección y la vida eterna asume y responde cumplidamente a algunos desafíos
que le son planteados por el modo de vida de hoy (III).
I. LA ESPERANZA AMENAZADA
a.- Se "cree" en Dios y no se espera la vida eterna
1. A pesar de la mayor extensión que diversas formas de indiferencia religiosa han
ido adquiriendo en los últimos tiempos, nuestro pueblo sigue siendo, gracias a Dios,
muy mayoritariamente religioso y católico, como es fácil constatar y como se recoge
también en diversas encuestas realizadas últimamente. Pero llama la atención que
no pocos de los que se declaran católicos, al tiempo que confiesan creer en Dios,
afirman que no esperan que la vida tenga continuidad alguna más allá de la muerte.
¿Qué Dios es ése en el que dicen creer quienes piensan que no ha vencido a la
muerte y que es ella la que tiene la última palabra sobre la vida del ser humano? No
es, ciertamente, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, el Dios vivo y verdadero. No
puede ser el Dios personal y cercano a sus criaturas, en especial a los seres
humanos, a quienes ha creado a su imagen para establecer con ellos una relación
mucho más fiel aún que la que nosotros anudamos con nuestros seres queridos. La
desconexión entre la fe en Dios y la esperanza en la vida eterna no sólo pone de
manifiesto una cierta crisis de esta esperanza, sino también de la fe en Dios. La fe
en la resurrección y en la vida eterna va íntimamente unida a la verdadera fe en
Dios. Proclamar de nuevo nuestra fe pascual(2) en que nuestras vidas, junto con la
creación entera, "libre ya del pecado y de la muerte" (3), serán definitivamente
asumidas en la vida de Dios es alabar y reconocer de verdad al Señor del cielo y de
la tierra.
b.- Anunciar la esperanza de la vida eterna con toda su riqueza
3. La predicación, la catequesis y la enseñanza de la religión católica, si quieren ser
alimento sano de una fe íntegra y viva, han de proponer con toda su toda su riqueza
la esperanza cristiana en la vida eterna. Es cierto que para hacerlo con la precisión
teológica necesaria hay que familiarizarse con el pensamiento cristiano madurado
en el surco trazado por el Concilio Vaticano II. Es verdad también que hay que
acabar de superar ciertas modas de interpretación del cristianismo en clave
inmanentista, es decir, tendentes a reducir la fe cristiana a una simple estrategia
para organizar mejor la vida en este mundo. Pero ninguna de estas dificultades
justifica el que se silencie o el que se deforme la fe de la Iglesia en la vida eterna. El
Credo concluye solemnemente con esta proclamación de esperanza, tan unida a la
fe en Dios. Si no se habla de ella, o si se habla de un modo inapropiado, el corazón
mismo de la fe en Jesucristo resultará negativamente afectado. Como pastores que
desean la salud y el vigor de la fe, nos interesa mucho que sea anunciada en toda
su integridad y armonía; que se evite presentar la posibilidad de la muerte eterna de
un modo desproporcionadamente amenazador; pero, ante todo, que no se deje de
anunciar a los fieles el destino glorioso que la Iglesia espera. El anuncio de la gloria,
al que se unirá prudentemente la seria advertencia de su posible frustración a causa
del pecado, servirá tanto de aliento insustituible de la esperanza como de necesario
estímulo de la responsabilidad. Descuidar este aspecto del mensaje evangélico
tendría, entre otras, la grave consecuencia de que los fieles, carentes del alimento
sólido de la fe, que viene a saciar con creces el hambre de amor perenne que
experimenta la naturaleza humana, se sientan tentados de dar oídos a
supersticiones o ideologías incompatibles con la dignidad de quienes son hijos de
Dios en Cristo.
c. La crisis de la moderna ideología del progreso es ocasión para la
esperanza humilde, pero difunde también la pura desesperanza
4. El mundo en el que nos toca vivir hoy presenta unas características peculiares,
que ejercen su influencia en el modo en el que los creyentes entendemos y vivimos
nuestra fe pascual y, también, en la manera en la que nuestros contemporáneos se
acercan o se alejan de ella. El llamado "hombre adulto" de la modernidad se ha
entendido a sí mismo como el constructor prometeico(4) de su futuro, de un porvenir
siempre mejor, según lo diseñado en diversos programas utópicos que florecieron
en los humanismos laicos que elaboraron un modelo de esperanza secularista o de
"trascendencia" reducida a este mundo. No es seguro que esa visión ilusoria del
progreso histórico como única meta de la vida humana haya sido realmente
superada. Al menos entre nosotros, palabras como "modernización", "progreso",
etc. siguen siendo utilizadas como señuelos con los que atraer todas las energías
de las gentes al servicio de determinados programas. El caso es, sin embargo, que
son cada vez más los que, aleccionados por el derrumbamiento de grandes utopías
(o "grandes relatos") y alarmados por las consecuencias indeseables del "progreso"
(en términos ecológicos o de justicia social), han empezado a dudar de que el futuro
vaya a poder traer nada bueno. Se habla del "fin de la historia", no en un sentido
apocalíptico o escatológico (5), sino para decir que se perciben como agotados los
grandes programas y que ya no se cuenta con un hacia dónde, con una meta que
confiera finalidad y sentido al camino de la humanidad.
5. Uno de los resultados de esta "crisis de la modernidad" o incluso, según algunos,
del "fin del proyecto moderno" es la difusión de una cierta desesperanza. Ahora se
trata de orientar todos los deseos del hombre al modesto horizonte de lo cotidiano,
a la serena y lúcida instalación en la fugacidad, con la convicción de que, incluso en
su obvia precariedad, sólo el presente cuenta verdaderamente. Desde una visión
cristiana del ser humano, no tenemos por qué valorar esta situación de un modo
puramente negativo. No es malo que se tome realmente conciencia de que el poder
que la ciencia y la técnica han conferido a la humanidad no garantiza por sí solo un
futuro más digno del ser humano. No es malo que, abandonadas las grandes
palabras, basadas en una concepción ilusoria de lo que el hombre puede darse a sí
mismo, se valoren las mil pequeñas cosas que la vida nos presenta y se disfruten
como bienes que el Creador nos ofrece: desde el paseo por la montaña hasta el
encuentro con el amigo. No es mala una esperanza humilde y hasta escondida en lo
cotidiano (6). En cambio, es preocupante que vaya tomando cierta carta de
naturaleza la pura y simple desesperanza. No es extraño que la cultura descreída,
que había juzgado incompatibles el reino de Dios y el reino del hombre, tienda a
revelarse hoy como una cultura desesperanzada. No nos sorprende, ya que es la fe
en el Dios de la vida y de la promesa (cf. Mc 12, 27 par.) la que, en realidad, hace
posible la esperanza fundada, la apertura confiada hacia el futuro. Pero nos
preocupan las consecuencias que se derivan de la falta de esperanza para la vida
personal y social.
d.- Vuelven formas ancestrales de esperanza que conviven con el culto
cínico al propio provecho
6. Ahí está, en primer lugar, el fenómeno del retorno de lo que podríamos llamar
nuevas formas primitivas de esperanza. El ser humano necesita el futuro, no puede
vivir sin proyectarse hacia el porvenir. En lugar de caminar sereno bajo la guía
providente de Dios, Señor de la historia, intenta conocer y dominar lo que le espera
de cualquier modo. Una vez que las utopías modernas han entrado en crisis, la
cultura descreída echa mano con frecuencia de creencias ancestrales o de
supersticiones para tratar de responder a la inevitable demanda de esperanza. Y
paradójicamente, junto a la ciencia y la técnica más avanzadas, florecen con cierto
vigor la astrología, los horóscopos, la quiromancia, etc. Al mismo tiempo, se
recuperan, más o menos adaptadas, diversas formas de antiguas creencias sobre la
supervivencia del hombre, tales como la de la reencarnación, que implican en
realidad una visión de la vida humana muy distinta de la que, arraigada en la fe
cristiana, ha hecho posible concebir al ser humano como persona libre. En segundo
lugar, junto a estas "nuevas" formas de falsa religiosidad, y a veces en estrecha
convivencia con ellas, se encuentra el fenómeno del culto más o menos cínico al
propio provecho, como única meta de la vida. Si no hay ya ni siquiera una "causa
histórica" en la que creer y por la que luchar; si, además, "todo está escrito en los
astros" o en las leyes del destino; si lo que cuenta y lo único seguro es sacar partido
a la situación en la que la vida nos ha puesto hoy, no hay que extrañarse
demasiado de que abunden las conductas insolidarias, antisociales y corruptas. Y
-lo que es más grave- no hay que extrañarse de que no sea fácil vislumbrar la
existencia de un terreno firme sobre el que construir el edificio ético que dé cobijo a
la vida social.
e. Por eso anunciamos de nuevo a Jesucristo crucificado y resucitado,
esperanza hecha carne para una humanidad nueva
7. Por todo ello queremos anunciar de nuevo en medio de nuestro mundo la
esperanza hecha carne: Jesucristo crucificado y resucitado. Queremos subrayar
algunos rasgos de esta esperanza de la Iglesia, para que la alegría de los que ya la
comparten con nosotros sea completa (cf. 1 Jn 1, 4); y para que, de este modo,
podamos ser realmente la sal que dé sabor a la humanidad y evite su corrupción.
Porque el ser humano sólo se encuentra realmente consigo mismo cuando acoge a
Jesucristo crucificado y resucitado: en él halla un motivo real para no vivir sin
esperanza, aprisionado por el presente puramente vegetativo del comer y el beber,
y para seguir luchando contra los poderes que hoy esclavizan al hombre.
II. LA RAZÓN DE LA ESPERANZA CRISTIANA
a. Quien cree en Dios espera la vida eterna
8. El Credo de la Iglesia se abre con la confesión de la fe en Dios Padre, Creador de
todo, y se cierra con la proclamación de la esperanza en la resurrección de los
muertos y en la vida eterna. Entre ambos artículos del Credo, el primero y el último,
se da una estrecha correspondencia. El primero contiene ya implícitamente el
último; en éste se expresa lo que en aquél se sugiere. De modo que no es posible
afirmar uno y negar otro, pues ambos están esencialmente relacionados. El Dios
creador, del que nos habla el primer artículo, es el Ser paternal y personal que,
siendo el Viviente por excelencia, da el ser a las criaturas por puro amor. El amor es
generador de vida; Dios, que crea por ser él mismo el Amor (cf. 1 Jn 4, 8b), crea
para la vida; para una vida eterna, porque la vida surgida de ese Amor creador, que
Dios es, conlleva una promesa de perennidad.
b. El Antiguo Testamento se abre a la resurrección
9. El hecho amargo y contundente de la muerte oscureció durante un tiempo, a
causa del pecado, la comprensión plena de las consecuencias últimas de la fe en el
Creador. Pero la reflexión creyente sobre la muerte, hecha por Israel a la luz de su
elección por Dios, acabó clarificando la relación del Creador con sus fieles más allá
de la muerte. Las promesas de Yahwé a Abraham se cumplirán en plenitud después
de su muerte, pues la alianza establecida con él es inquebrantable (Cf. Gn 17, 6ss;
Rom 11, 29). De la experiencia liberadora del Exodo Israel aprende que cada vez
que es amenazado en su existencia, puede siempre acudir a Dios, que no le olvida.
Job comprende ya que la comunión con Dios es más fuerte que la corrupción de la
carne (Jb 19, 25-27). Por eso, cuando Israel se plantea la cuestión de la suerte
personal de los que respetan la alianza incluso a costa de la entrega de la propia
vida en el martirio, no le resulta difícil creer que el Dios de la vida y de la alianza no
se deja ganar en fidelidad por aquellos que le han sido fieles hasta el final: "El rey
del mundo nos resucitará para una vida eterna a nosotros que hemos muerto por
sus Leyes" (2 Mac 7, 9; cf. Dn 12). La esperanza de los hombres de la Antigua
Alianza incluye, pues, la espera confiada en una vida eterna junto a Dios para
aquellos que le han sido fieles; una vida en la que, por la resurrección, es la misma
persona, con su identidad psicosomática, la que disfruta de esa nueva existencia
con Dios y los suyos.
c.- La Nueva Alianza, sellada en la sangre de Cristo, es la base de nuestra fe
en la resurrección y en la vida eterna
10. Llegada la plenitud de los tiempos, el Dios de la creación y de la alianza
manifiesta plenamente su identidad como el Amor creador al resucitar a Jesús de
Nazaret, el Crucificado, de entre los muertos. El anuncio de su resurrección es el
acta pública del nacimiento de la fe cristiana, como se ve en las palabras de Pedro
el día de pentecostés: "A ese Jesús lo resucitó Dios, cosa de la que todos nosotros
somos testigos. Así pues, una vez que ha sido elevado a la derecha de Dios y ha
recibido del Padre la Promesa (el Espíritu Santo), lo ha derramado, que es lo que
vosotros veis y oís" (Hech 2, 32-33). Es lo mismo que Pablo les recuerda también a
los de Corinto, sumándose a la multitud de los testigos de la resurrección, base de
toda su empresa apostólica (Cf. 1 Cor 15, 1-11). La novedad absoluta de que aquel
Crucificado "se haya dejado ver" (ibid.) vivo ya en nuestra historia, como el Señor
resucitado y glorioso, es la confirmación por el Padre de su misión divina
-acreditada en la obediencia martirial hasta la cruz- y de su identidad con el Logos
eterno de Dios (7). El Hijo de Dios, igual que entregó libremente su vida, tuvo el
"poder para recobrarla de nuevo" (Jn 10, 17-18) (8).
11. La resurrección de Jesucristo tiene, por tanto, un lugar central en el Credo, es
como su corazón, situado justo en medio, entre los artículos primero y último. Tanto
aquél como éste han de ser entendidos desde esa clave de bóveda de la muerte y
resurrección del Señor, es decir, cristológicamente. El Dios creador, el que nos ha
dado el ser y la vida, es el Dios resucitador, el que no quiere que nada de lo que ha
hecho se pierda, muy en especial, la vida de sus fieles, con los que ha sellado, en la
sangre de Jesucristo resucitado, una alianza eterna. La plenitud de la vida nueva
del Resucitado es la garantía de una vida que vence a la muerte y que, gracias al
Espíritu vivificador -a quien confiesa toda la última parte del Credo- se comunica a
cuantos viven en Cristo por la fe en él: "El que cree en el Hijo tiene vida eterna" (Jn
3, 36. cf. Rom 8, 11). Somos cristianos porque, en efecto, insertados "por el agua y
el Espíritu" en el Cuerpo de Cristo, participamos ya de su vida resucitada: "Habéis
resucitado con Cristo" (Col 3, 1); "vivo yo, más no yo; es Cristo quien vive en mí"
(Ga 2, 20). Por eso, "Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros
mediante su poder" (1 Cor 6, 14). Como decía San Agustín: "Cristo ha realizado lo
que nosotros esperamos todavía. Lo que esperamos no lo vemos. Pero somos el
cuerpo de la Cabeza en la que ya es realidad lo que esperamos" (9). Así pues, sobre
el cristiano, como sobre Cristo, la muerte no tiene la última palabra; el que vive en
Cristo no muere para quedar muerto; muere para resucitar a una vida nueva y
eterna.
d.- En el cielo "estaremos siempre con el Señor" (1 Tes 4,17)
12. La vida humana tiene, pues, un hacia dónde, un destino que no se identifica con
la oscuridad de la muerte. Hay una patria futura para todos nosotros, la casa del
Padre, a la que llamamos cielo. La inmensidad de los cielos estrellados que
observamos "allá arriba", desde la tierra, puede sugerir, a modo de imagen, la
inmensa felicidad que supone para el ser humano su encuentro definitivo y pleno
con Dios. Este encuentro es el cielo del que nos habla la Sagrada Escritura con
parábolas y símbolos como los de la fiesta de las bodas, la luz y la vida. "Lo que ojo
no vio, ni oído oyó, ni mente humana concibió" es "lo que Dios preparó para los que
le aman" (1 Cor 2, 9). No podemos, por eso, pretender una descripción del cielo.
Pero nos basta con saber que es el estado de completa comunión con el Amor
mismo, el Dios trino y creador, con todos los miembros del cuerpo de Cristo,
nuestros hermanos (singularmente con nuestros seres queridos), y con toda la
creación glorificada. De esa comunión goza plenamente ya quien muere en amistad
con Dios, aunque a la espera misteriosa del "último día" (Jn 6, 40), cuando el Señor
"venga con gloria" y, junto con la resurrección de la carne, acontezca la
transformación gloriosa de toda la creación en el Reino de Dios consumado (cf.
Rom 8, 19-23; 1 Cor 15, 23; Tit 2,13; LG 48-51).
13. Conviene no olvidar que la vida nueva y eterna no es, en rigor, simplemente otra
vida; es también esta vida en el mundo. Quien se abre por la fe y el amor a la vida
del Espíritu de Cristo, está compartiendo ya ahora, aunque de forma todavía
imperfecta, la vida del Resucitado: "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el
único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo" (Jn 17, 3). El Papa Juan
Pablo II, al proponer en su carta encíclica Evangelium vitae la integridad del gozoso
mensaje de la fe sobre la vida humana, recuerda que ésta encuentra su "pleno
significado" en "aquella vida ‘nueva’ y ‘eterna’, que consiste en la comunión con el
Padre" (EV 1). "La vida que Dios da al hombre es mucho más que un existir en el
tiempo" (EV 34). "La vida que Jesús promete y da" es eterna "porque es
participación plena de la vida del Eterno" (EV 37). Al mismo tiempo, el Papa no deja
de señalar que la vida eterna, siendo "la vida misma de Dios y a la vez la vida de los
hijos de Dios" (EV 38), "no se refiere sólo a una perspectiva supratemporal", pues el
ser humano "ya desde ahora se abre a la vida eterna por la participación en la vida
divina" (EV 37). Todo esto tiene inevitables consecuencias para la relación entre
escatología y ética, entre vida en plenitud y vida en el bien, relación sobre la que
hablaremos más adelante.
e.- El ansia de inmortalidad a la que responde sobreabundantemente la fe
14. Nuestra espera de la resurrección y de la vida eterna no se apoya, en última
instancia, en ninguna especulación de la mente ni en ningún deseo del corazón del
hombre. La resurrección y el cielo son inimaginables e inalcanzables para el ser
humano de por sí. Su único fundamento fiable es el acontecimiento de Jesucristo,
en quien Dios mismo nos abre la posibilidad de una vida resucitada como la suya.
Pero esta esperanza no llega a nosotros como un lenguaje extraño que no
pudiéramos entender; no es algo que nos venga puramente de fuera. Al contrario, la
esperanza cristiana responde de modo insospechado a la naturaleza propia del ser
humano. En efecto, al hombre le es consustancial la apertura confiada a un futuro
mejor y mayor. Late en él una tenaz tendencia hacia esa plenitud de ser y de
sentido que llamamos felicidad. Nunca se encuentra el ser humano perfectamente
instalado en su finitud: si pretendiera dar por saciado su apetito de verdad, de
belleza y de bien, habría sofocado todo aliento de humanidad. Por eso ha podido
decirse de él que es, por naturaleza, un "ser proyectado hacia el futuro" o "abierto".
Dum spiro, spero; o lo que es lo mismo: "mientras hay vida hay esperanza". Lo que
significa, a la inversa, que allí donde se deja de esperar, se comienza a dejar de
vivir.
15. La historia de las religiones atestigua el hondo arraigo de esta dimensión
esperante en los hombres de todas las épocas y de todas las culturas, pues,
sabiéndose mortales, los seres humanos no han aceptado que la muerte fuera su
último destino; habiendo experimentado muchas veces la precariedad de sus
proyectos, nunca han dejado de planear y esperar un futuro mejor; conscientes de
su finitud y relatividad, jamás han dejado de aspirar a ser tratados no como cosas,
sino como fines absolutos. Esta paradójica polaridad de la conciencia y del ser del
hombre condujo a los griegos a verle como trágicamente escindido entre una
existencia terrena y un destino celeste, y a las grandes religiones orientales, a
subsumirle en el seno de los procesos recurrentes de la naturaleza.
16. Con el cristianismo, la encarnación del Verbo ha esclarecido el misterio del ser
humano: la fragilidad e incluso la maldad de los logros de los hombres no es
impedimento para que Dios haga venir a esta historia su Reino; la finitud y
relatividad propia de todo lo humano, es transcendida al ser habitada por el Dios
infinito que se comunica libremente a sí mismo en la misma carne de los mortales.
Los Padres de la Iglesia hablaron de la "divinización" del ser humano como don de
Dios, el cual, en Jesucristo, le hace partícipe de su misma vida divina (10). Siendo,
pues, connatural al hombre el esperar siempre algo, incluso más allá de la muerte, y
el no desesperar nunca del todo, la esperanza cristiana es afín a ese modo de ser
básico de la condición humana, que recibe de ella un esclarecimiento definitivo. Por
eso, al dar razón de nuestra esperanza (cf. 1 Pe 3, 15), desvelamos para todos
nuestros hermanos los hombres una oferta de sentido y un horizonte último de
expectación que colma, en medida insospechada, el dinamismo de deseo y de
esperanza alojado en lo más íntimo del ser humano.
III. ALGUNOS DESAFÍOS A LOS QUE SE ENFRENTA HOY LA
ESPERANZA CRISTIANA
17. Queremos fijar ahora nuestra atención en algunos fenómenos particulares de
nuestro tiempo que afectan a determinados contenidos concretos de la esperanza
cristiana: el nuevo atractivo que parece presentar la idea de la reencarnación,
opuesta en cuestiones fundamentales a la fe en la resurrección y en la vida eterna;
los fenómenos del prometeísmo y del cinismo ético, que tienden a cegar en algunos
de nuestros contemporáneos las verdaderas fuentes de la esperanza; el miedo a la
libertad, que amenaza con despojar a la vida humana de su verdadero carácter de
suprema decisión entre salvación y perdición; y la tendencia a ocultar o ignorar la
muerte, que aparta la mirada de las gentes de su condición y destino últimos.
a. La idea de la reencarnación es incompatible con la fe en la resurrección de
la carne y con la antropología cristiana
18. Las encuestas sobre opiniones y creencias vigentes hoy en las sociedades
occidentales coinciden en señalar el retorno de la idea de la reencarnación. Aparece
con diversas variantes y adaptada a la mentalidad evolucionista moderna, pero, en
todo caso, con la pretensión de ofrecer una respuesta más racional y válida que la
fe cristiana en la resurrección o que cualquier otra forma de esperanza en la victoria
sobre la muerte. Esta vuelta de antiquísimas ideas sobre la vida y el destino del
hombre, rechazadas por la Iglesia como contrarias a su fe y a su esperanza (11), no
deja también de ser ocasión para hacernos recapacitar.
I. La vuelta de ideas reencarnacionistas es ocasión para recordar la sed de
eternidad y la eventual necesidad de purificación postmortal
19. Ante todo, hemos de pensar que si algunos de nuestros contemporáneos
parecen dispuestos a aceptar de nuevo antiguas ideas que parecían ya superadas,
es porque, hoy igual que ayer, el ser humano sigue estando necesitado de una
respuesta a su pregunta por la brevedad y la precariedad de esta vida. La sed de
eternidad, la convicción de que esta etapa mortal de la vida no puede ser la
definitiva, está tan arraigada en el ser humano que, cuando las personas no se
encuentran en la fe con Jesucristo, en quien la naturaleza humana ha sido
realmente asumida en la vida eterna de Dios, se entregan a las promesas y a las
propuestas con las que las modas pretenden saciar aquella sed. Por eso, el cultivo
y el anuncio de nuestra fe en Jesucristo resucitado y en la vida eterna es una
gozosa responsabilidad de cada uno de nosotros y de toda la Iglesia, que responde
perfectamente -como acabamos de recordar- a la demanda de esperanza que se
expresa también en el equivocado recurso de algunos de nuestros contemporáneos
a la idea de la reencarnación.
20. Además, también hay un elemento de verdad en la insistencia de ciertas ideas
reencarnacionistas en que la brevedad de esta vida exige, a veces, una etapa
ulterior de reparación o purificación. Es cierto que, en algunas corrientes
neognósticas (12) contemporáneas, las etapas y ciclos de la vida humana en diversos
cuerpos son postuladas desde una mentalidad prometeica que apunta a una
salvación autónoma del ser humano, entendida como un proceso, para cuyo
desarrollo pleno no bastaría la unicidad improrrogable de una existencia temporal.
No cabe duda de la incompatibilidad de esta mentalidad con la fe cristiana, pues en
ella no hay lugar ni para la única mediación salvífica de Cristo, ni para la gracia que
nos salva, ni para el peso real de eternidad que tienen las decisiones libres de los
hombres. Sin embargo, estos mismos errores pueden ayudarnos a recapacitar
sobre el lugar que ocupa en nuestro cultivo y anuncio de la fe en la vida eterna la
doctrina de la Iglesia sobre la purificación posterior a la muerte, o del purgatorio. La
existencia de una "eventual purificación previa a la visión de Dios" (13) presupone, en
efecto, que el curso de la vida mortal puede llegar a su término sin que sea posible
alcanzar inmediatamente la plena comunión con Él. El justo experimenta entonces
una purificación pasiva. No es él quien sigue activamente recomponiéndose en otra
vida reencarnada, como piensan equivocadamente los modernos gnosticismos. Es
la misma potencia del amor de Dios la que, al presentársele de una manera
definitiva y suprema como "llama de amor viva" (14), purifica a quien ha muerto en
amistad con Él de todas las imperfecciones procedentes todavía del pecado (15).
I. La "reencarnación" contradice el ser personal, "uno en cuerpo y alma", y la
asunción de la carne resucitada
21. Las modernas ideas reencarnacionistas no dejan lugar para la gracia de Dios, la
única capaz de redimir al pecador y de purificar al justo, porque son incompatibles
de raíz con la fe en que el mundo y el hombre son creación de Dios en Cristo. El ser
humano, en efecto, ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Por eso ni una ni
mil "reencarnaciones" bastarían de por sí para conducirle a su plenitud. No es el
esfuerzo por salvarse a sí mismo lo que plenifica al ser humano. Pues es Dios
mismo, su vida eterna gratuitamente compartida con sus criaturas capaces de
diálogo personal con él, la que constituye la verdadera plenitud del hombre. Y Dios
llama a la comunión de vida con él no sólo a "una parte" del hombre, sino a su
criatura entera, en su unidad indivisible. No es compatible con la antropología
cristiana pensar que el ser humano consista propiamente en un alma migratoria que
peregrina de cuerpo en cuerpo, llamada ella sola a la plenitud. Esta concepción
comporta un desprecio de la realidad corporal creada por Dios en el espacio y en el
tiempo: está lastrada por antiguas visiones dualistas del mundo que la Iglesia ha
rechazado por comprometer la bondad de la única creación del único Dios (16). El ser
humano existe más bien como "uno en cuerpo y alma" (17), con un alma creada
directamente por Dios, la cual es la forma sustancial y única de un cuerpo también
creado bueno por Dios (18). En esta unidad creatural el hombre es imagen de Dios,
interlocutor suyo para siempre, partícipe de su misma vida y libertad, y, por eso,
persona.
22. También la Iglesia habla del "alma" inmortal (19), para expresar que después de la
muerte de cada hombre "susbsiste el mismo ‘yo’ humano, aun careciendo por el
momento del complemento de su cuerpo" (20). Pero este lenguaje, "indispensable
para sostener la fe de los cristianos" (21), no debe ser entendido nunca de manera
dualista; ha de ir siempre unido a la proclamación de la fe en la resurrección de la
carne, en la que se expresa en su plenitud la esperanza cristiana: todos "resucitarán
con los propios cuerpos que ahora tienen" (22). El cuerpo, la carne, es decir, la
dimensión de la persona en el tiempo y el espacio que la relaciona con su entorno,
con su mundo natural y social, también es creación de Dios, y también será
transformado (cf. 1 Cor 15, 42-44) y asumido en la vida eterna de Dios (cf. 1 Cor 15,
53) (23). Será "en el último día", cuando Dios lo sea todo en todos (cf. 1 Cor 15, 28).
Cada ser humano, muerto en el Señor, aguarda de manera misteriosa, pero
participando con su propio "yo" de la vida de Dios, ese momento de la glorificación
de la creación entera en el Reino de Dios consumado (cf. Rom 8, 21ss) (24). Esta
dimensión comunitaria y cósmica de la esperanza escatológica cristiana, que va
unida a la fe en la resurrección de la carne, está también ausente del esquema de
pensamiento reencarnacionista.
b.- Frente al cinismo ético, ciudadanos del cielo que construyen con justicia
la ciudad terrena
23. La comunión de vida con el Cristo resucitado, ya realmente incoada en el
creyente por la fe y los sacramentos, es el fundamento de la esperanza cristiana en
la resurrección de la carne y la vida eterna. A su vez esa comunión y esa esperanza
son el fundamento del modo nuevo de vivir propio de los cristianos, es decir, tanto
de su visión del mundo y de la historia, como del aliento ético de una existencia
comprometida en el ejercicio de la caridad y de la justicia.
24. En cambio, los humanismos laicistas del siglo XIX sostuvieron que "la religión,
por su propia naturaleza, es un obstáculo" para la liberación económica y social,
"porque al orientar el espíritu humano hacia una vida futura ilusoria, apartaría al
hombre del esfuerzo por levantar la ciudad temporal" (25). Así recoge el Concilio, en
su Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual, una objeción a la que fue muy
sensible y a la que dio respuesta repetida y cumplida (26). Que "la espera de una
tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar la preocupación por
perfeccionar esta tierra" (27), es algo que tal vez vuelva a resultar más comprensible
a nuestros contemporáneos. Hoy, en efecto, la fuerza de los hechos ha ido
haciendo perder virulencia a aquellas visiones reductivas del hombre y de la historia
que dejaban altaneramente "el cielo para los gorriones" y reservaban la tierra para
una humanidad concebida como única dueña y señora de sus destinos. Las utopías
que pretendieron construir la ciudad terrena sin el cielo, o incluso contra él, han
dado paso a una extendida desesperanza: son cada vez menos los que confían con
ingenua certeza que el futuro que la humanidad pueda construir, con denodado
esfuerzo prometeico, vaya a ser indefectiblemente mejor que lo construido hasta
hoy entre injusticias, violencias y fracasos de todo tipo. Las grandes utopías
inmanentistas han entrado en crisis dejando tras de sí un amplio campo a la
desesperanza; y, con la desesperanza, al cinismo ético, que establece, consciente o
inconscientemente, el provecho propio de los individuos y de los grupos como
criterio último de la conducta humana. Es el momento de recordar que no es posible
una cimentación sólida de la moralidad cuando se marginan y olvidan aspectos
centrales de la verdad sobre el hombre, como es su dimensión escatológica. No
cabe duda de que todo hombre es capaz de distinguir el bien del mal gracias a la
luz de la razón (28). Pero "una ética altruista es difícilmente sostenible, de manera
general y permanente, sin la fe en el Dios de Jesucristo, que es Amor. En cambio,
una ética del servicio incondicional a los hermanos es la forma normal de
realización moral cristiana. Porque Alguien ha muerto por nosotros y de esa muerte
ha brotado vida nueva, nosotros podemos vivir y morir con nuestros hermanos y por
ellos." (29)
25. La conexión indisoluble entre escatología y ética, entre finalidad última y razón
del ser y del deber ser de la vida humana, está abundantemente testimoniada en el
Nuevo Testamento (cf. 1 Cor 7, 29ss; Flp 3, 13ss; 1 Pe 4, 7ss; 2 Pe 3, 11ss) y en la
tradición patrística y teológica (30). No puede ser de otro modo: quien no vive esclavo
de la muerte, porque su vida goza de una dimensión de eternidad, es capaz de
empeñar la existencia confiado en el futuro, pues sabe que "ni la muerte ni la vida
(...) ni criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo
Jesús, Señor nuestro" (Rom 8, 38-39). Con su esperanza escatológica, el cristiano
está habilitado para percibir los valores morales en un horizonte de ultimidad: es
capaz de ir haciendo entrega diaria de su vida al servicio de esos valores, sin excluir
ni siquiera una entrega hasta la sangre, martirial. Y lo hace lleno de profundo gozo,
asumiendo las variadas experiencias de éxito y de fracaso en las que se va tejiendo
su proceso de conformación con Cristo; siendo consciente de que, igual que a su
Señor crucificado, no le serán ahorrados ni el sufrimiento ni las negatividades de la
existencia. No profesa, por eso, ningún vacuo optimismo histórico, pues conoce las
limitaciones de todo proyecto intramundano. Pero está también muy lejos de ignorar
que esta historia nuestra es el crisol en el que se fragua un destino eterno; en medio
de sus lados oscuros e ingratos, la realidad se le ofrece como digna de crédito no
precisamente en virtud de los meros poderes humanos, sino del Amor providente,
creador, redentor y consumador de este mundo.
26. La regeneración de la vida social no puede hacerse sin una adecuada
constitución del sujeto moral. Es necesario que cada persona abra su existencia a la
dimensión última de su vida, que es la vida en comunión con Dios, para que todas
sus potencialidades morales entren realmente en ejercicio. Es verdad que hay que
distinguir entre el ámbito de la fe y el de la vida pública. La confusión de estas dos
realidades lleva a soluciones integristas en la organización de la vida social que son
incompatibles con la verdadera tradición cristiana (31). Pero no es correcto establecer
una separación tal entre el ámbito de lo público y el de la conciencia personal que
se llegue a suponer que las normas que rigen la vida social son de un orden
totalmente diverso de las que rigen la vida personal. El bien común, norma suprema
de la vida social, es el bien de las personas que componen el cuerpo social. Dicho
bien común no podrá ser, pues, realmente tal si no responde, al menos en lo que
toca a los derechos fundamentales, a la verdad integral de las personas. Y, a la
inversa, no será fácil buscar eficazmente el bien común, si las personas se cierran a
alguna de sus dimensiones fundamentales, como es la de su esperanza en Dios y
en la vida eterna (32).
c.- La libertad humana, es tal que no se puede excluir la posibilidad real de la
perdición eterna
27. No se puede entender el régimen de gracia querido por Dios para su creación si
no se toma realmente en serio el misterio de la libertad. La oferta de salvación
contenida en el mensaje evangélico supone la respuesta libre de sus destinatarios;
sin esta respuesta, dicha oferta caería en el vacío. El ser humano tiene, pues, la
capacidad de acoger libremente la oferta de comunión de vida con Dios. Pero ello
significa, a la vez, que está capacitado también para rechazarla. Lo cual quiere decir
que es necesario contar con la posibilidad real de la perdición eterna. Tal posibilidad
no reposa, pues, sobre la voluntad de Dios, que "quiere que todos los hombres se
salven" (1 Tim 2, 4), sino sobre la libertad del hombre.
28. El hombre moderno ha valorado tanto la libertad que ha llegado a caer en la
absurda exageración de pretender hacer de ella un absoluto, erradicándola de "su
relación esencial y constitutiva con la verdad." (33) Pero, "paralelamente a la
exaltación de la libertad, y paradójicamente en contraste con ella, la cultura
moderna pone radicalmente en duda esta misma libertad" (34). El escepticismo frente
a la real capacidad humana para la libertad se debe tanto a una valoración
exagerada de los descubrimientos de las ciencias humanas sobre los
condicionamientos de todo tipo en los que se desarrolla la vida del hombre, como a
un curioso fenómeno de reacción frente a la absolutización de la libertad que se
manifiesta en el llamado "miedo a la libertad". No son pocos hoy quienes no creen
en el libre albedrío del ser humano o quienes consideran que las opciones y
decisiones por él tomadas son en realidad insignificantes. De aquí que la doctrina
de la Iglesia referente a la posible frustración total de la vida en virtud de un mal uso
de la libertad resulte para algunos especialmente difícil de comprender y de aceptar.
29. Sin embargo, la existencia de esa real posibilidad de perdición, es decir, del
infierno, nunca ha sido puesta en duda por la Iglesia (35). También el Concilio
Vaticano II exhorta a la vigilancia para que podamos llegar a participar de la gloria
de Dios y no "ir, como siervos malos y perezosos (cf. Mt 25, 26), al fuego eterno (Mt
25, 41), a las tinieblas exteriores, donde habrá llanto y rechinar de dientes (Mt 22,
13 y 25, 30)." (36) Estas serias advertencias del Señor, y otras que el Concilio no
recoge aquí, han movido siempre a la Iglesia a rechazar una supuesta certeza de la
salvación final de todos. Tal certeza implicaría, en efecto, introducir un automatismo
en la esperanza de la salvación que desposeería al ser humano, interlocutor libre de
Dios, de su genuina responsabilidad. Lo que es un diálogo de dos libertades,
diversas, pero reales (la divina y la humana) quedaría de ese modo convertido en el
monólogo de una única libertad: la divina. Pero aunque sea temeraria la certeza, es
segura, en cambio, la esperanza. Confiados en la sobreabundacia de la gracia
salvadora de Cristo (cf. Rom 5, 15-21), los cristianos no sólo podemos, sino que
debemos esperar la salvación de todos y orar por ella. De hecho el Magisterio de la
Iglesia, al tiempo que enseña inequívocamente la doctrina del infierno, y que
confirma la participación de algunos de nuestros hermanos en la gloria -los santos-,
nunca ha declarado que alguien se haya condenado. Lo cual no nos da derecho a
pensar que no pueda darse en absoluto la condenación, disolviendo la realidad de
una posible respuesta negativa del hombre al amor de Dios. Por eso, no nos
ayudan especulaciones como la teoría de la apocatástasis (37) o la de la aniquilación
(38)
. El mensaje de la fe nos invita más bien a la vigilancia seria y a la esperanza
gozosa. "El que me rechaza y no sigue mis palabras, ya tiene quien lo condene: la
palabra que yo he hablado, ésa le condenará en el último día" (Jn 12, 48). El juicio
divino condenatorio no lo decide Aquel que ha venido a salvar, no a condenar (cf. Jn
12, 47); lo decide una posible repulsa humana a la oferta salvífica (39). La
antropología cristiana afirma, pues, vigorosamente el carácter personal del hombre
y su condición de interlocutor libre de Dios, cosas ambas que resultan insostenibles
allí donde se ignora o trivializa la capacidad de quien es imagen de Dios para optar
libremente incluso por la negación del Amor creador. d. "¿Dónde queda, muerte, tu
victoria?" (1 Cor 15,55)
30. La muerte es ciertamente el "último" enemigo del hombre (cf. 1 Cor 15, 26).
Aguarda siempre en el horizonte de la vida e introduce en ella una dimensión de
incertidumbre y, al mismo tiempo, de gravedad. No es extraño que cuando no se
puede ver en la muerte más que el final de nuestra existencia, su presencia resulte
inquietante e incluso desesperante. De hecho, nuestra sociedad tiende a ocultar, a
convertir en tabú el hecho de la muerte. La fe nos ofrece una inestimable ayuda
para afrontar con realismo y esperanza nuestro destino mortal. La piedad cristiana
no ha tenido nunca dificultad incluso en proponer la meditación de la muerte
("acuérdate que has de morir") como un medio de maduración en la libertad. "La
realidad de la muerte exige que nos decidamos en cada momento. A la luz de la
muerte el creyente descubre el sentido de la vida." (40) Saber entregar confiadamente
la vida en manos de Dios es el acto supremo de la libertad humana. Pero el arte de
morir presupone que se ha vivido ejercitándose en la sabiduría cristiana de la
esperanza. "Toda nuestra ciencia consiste en saber esperar." (41) Así expresa un
joven místico de nuestros días el secreto de la vida cristiana: saber esperar el
encuentro con el Amor vencedor de la muerte. Eso es lo que nos permite vivir con
verdadera libertad y fraternidad la vida y la muerte.
IV. CONCLUSION: ANUNCIEMOS CON LA VIDA AL VENCEDOR DE LA
MUERTE
31. Hemos querido volver a exponer los fundamentos de la esperanza cristiana en
la resurrección y en la vida eterna, junto con las respuestas que desde ella se
obtienen para algunos problemas de nuestro tiempo. No podemos dejar languidecer
la esperanza. Es urgente que aprendamos de nuevo esta "ciencia" fundamental del
esperar. Nuestras comunidades cristianas serán de este modo verdadera sal de la
tierra en medio de una sociedad muy desesperanzada y desmoralizada. Tenemos
entre nosotros a los verdaderos expertos en la ciencia de la esperanza: son los
santos. La vocación cristiana es vocación a la santidad. Y la santidad es la
realización y el disfrute anticipado de los bienes futuros. Los santos son la
transparencia de la vida eterna; su vida proyecta ya en este tiempo de nuestra vida
en la historia la eternidad todavía no alcanzada. Ellos nos ayudan a recordar que
nuestra existencia cristiana es una existencia escatológica, abierta hacia lo alto.
Quien ha hecho en verdad la experiencia de la vida nueva de Cristo resucitado
puede también hacer suyas -como los santos- las palabras del Apóstol: "estimo que
los sufrimientos del tiempo presente no son nada comparados con la gloria que se
ha de manifestar en nosotros" (Rom 8, 18).
32. En nuestro caminar hacia la patria del cielo contamos especialmente con la
presencia maternal de María. Ella, "la Madre de Jesús, glorificada ya en los cielos
en cuerpo y alma, es la imagen y comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en
el siglo futuro. También en este mundo, hasta que llegue el día del Señor (cf. 2 Pe
3, 10), brilla ante el Pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de
consuelo." (42) Por eso la invocamos como "madre de la esperanza" y "causa de
nuestra alegría". La presencia de María adquiere una particular significación en el
tiempo litúrgico del Adviento, en el que la Iglesia revive con ella la espera gozosa
del Salvador. Además, el Papa ha comparado estos años que quedan de siglo con
el tiempo del Adviento, un tiempo de arrepentimiento y de esperanza, en el que nos
disponemos, ya desde ahora, para el Gran Jubileo del año 2000, que ha de ser un
encuentro renovado con "Aquel que era, que es y que viene constantemente" (Ap 4,
8). (43) Por medio de María, pedimos al Señor de la gloria que nuestra vida, junto con
nuestra palabra, dé verdaderamente razón de nuestra esperanza (cf. 1 Pe 3, 15).
Ofrecida con la modestia y el convencimiento de la vida misma a nuestros
hermanos, esa esperanza será la mejor contribución a la construcción de una
sociedad cada vez más habitable, más cercana al Reino de Dios que esperamos y
por cuya venida oramos siguiendo la enseñanza del Salvador.
Madrid, 26 de noviembre de 1995 Solemnidad de Jesucristo, Rey del universo
+ Ricardo Blázquez Pérez, Obispo de Bilbao, Presidente de la C.E. para la Doctrina
de la Fe + José Manuel Estepa, Arzobispo Castrense + Antonio Palenzuela, Obispo
emérito de Segovia + Antonio Cañizares, Obispo de Ávila + Francisco Javier
Martínez, Obispo auxiliar de Madrid
+ Rafael Palmero, Obispo auxiliar de Toledo Juan A. Martínez Camino, Secretario
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NOTAS
1
Conferencia Episcopal Española, Intruc. past. La verdad os hará libres
(22.XI.1990) 49, 5.
2
La fe en la vida eterna basada en el misterio pascual de Cristo, es decir, en que "si
morimos con Él, viviremos con Él" (2 Tim 2, 11).
3
Misal Romano, Plegaria eucarística IV.
4
Prometeo, que, según la mitología griega, robó el fuego de los dioses y sufrió por
ello duro castigo, suele ser tomado como símbolo de la actitud trágica de quienes
creen que se pueden salvar a sí mismos por medio de grandes obras
supuestamente autosuficientes.
5
La apocalíptica se imaginaba un cambio de época en la historia del mundo por
intervención directa de Dios. La escatología cristiana espera que la creación será
transformada y asumida en la vida misma de Dios. En uno y otro caso el fin de la
historia es algo muy distinto que simple agotamiento o aniquilación.
6
Cf. Pablo VI, Exhort. Apost. Gaudete in Domino, 6-8.
7
Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 653.
8
Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 649.
9
Enarr. in Psalm. 85, CCL 39, 1176-77.
10
Cf. S. Juan Damasceno, De fide ortodoxa, 4, 13: "El Hijo de Dios se hizo partícipe
de nuestra pobre y enferma naturaleza a fin de hacernos a nosotros partícipes de su
divinidad."
11
Cf. Concilio Vaticano II, Const. Lumen gentium, 48, donde se habla de "la única
carrera que es nuestra vida en la tierra (cf. Heb 9,27)."
12
El gnosticismo, concepción del mundo que ya desde la época apostólica se
manifestó como especulación poco respetuosa de la concreta revelación histórica
de Dios en Jesucristo, se caracteriza, entre otras cosas, por presentarse como un
saber "espiritual" para el que lo material y lo corporal no es más que un lugar de
paso y un lastre del que el hombre podría y tendría que liberarse totalmente. Hoy
vuelven concepciones semejantes, por lo general impregnadas de prometeísmo
moderno.
13
Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Recentiores episcoporum Synodi
(17.V.1979) 7. Cf. Concilio de Trento, Decreto Cum hoc tempore, sobre la
justificación, canon 30 y Concilio Vaticano II, Constitución Lumen gentium, 51.
14
Cf. S. Juan de la Cruz, Obras Completas, B.A.C., Madrid 1982, 40.
15
Por eso hay que insistir en que esta purificación es "del todo diversa del castigo
de los condenados": Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Recentiores
episcoporum Synodi, 7. El purgatorio no es una situación intermedia entre el cielo y
el infierno, sino más bien una introducción purificatoria para el cielo.
16
El Sínodo de Constantinopla del año 543 condenaba las doctrinas origenistas
sobre la preexistencia de las almas, que por sus pecados habrían sido después
arrojadas a los cuerpos (cf. DS 403). Lo mismo rechaza el primer Concilio de Braga
(561) frente al priscilianismo (cf. DS 456).
17
Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 14.
18
Cf. Pío XII, Enc. Humani generis, 29 (DS 3896) y Concilio de Vienne, Const. Fidei
catholicae (DS 902).
19
Cf. Concilio Lateranense V (DS 1440)
20
Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Recentiores episcoporum Synodi,
3.
21
Ibid.
22
Concilio Lateranense IV, Professio fidei (DS 801)
23
Expresión de esta convicción de fe es el modo como "la Iglesia honra en las
exequias el cuerpo del difunto, porque ha sido instrumento del Espíritu Santo y está
llamado a la resurrección gloriosa" (Ritual de Exequias, Coeditores Litúrgicos, 1989,
n. 18; cf. también 19 y 49).
24
Cf. Benedicto XII, Const. Benedictus Deus (DS 1000).
25
Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 20, 2.
26
Cf. Gaudium et spes, 21, 3; 34, 3; 39, 2.3; 43, 1; 57, 1.
27
Cf. Gaudium et spes, 39, 2.
28
Cf. Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 40 y 42.
29
Conferencia Episcopal Española, Instr. past. La verdad os hará libres, 48, 4.
30
S.S. el Papa Juan Pablo II lo ha subrayado de nuevo en Veritatis splendor, 12 y
Evangelium Vitae, 37-38.
31
Cf. Juan Pablo II, Discurso ante el Parlamento Europeo (11.X.1988), nº 10,
Ecclesia (1988) 1546-1549.
32
Cf. Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 101 y Evangelium Vitae, 69-71.
33
Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 4.
34
Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 33.
35
Cf. DS, 15, 76, 801, 839, 859, 1002, 1306.
36
Const. Lumen gentium, 48, 4.
37
Los defensores de la apocatástasis aseguran que la misericordia infinita de Dios
acabará por reconciliar a todos en la eternidad, haciendo desaparecer todo rastro
de mal y de pecado. Es una especulación antigua, sin base en la revelación, que ha
sido rechazada como herética por el Magisterio de la Iglesia (cf. DS 411, 801,
1002).
38
La muerte de los pecadores, según especulan algunos, significaría para ellos la
aniquilación total, el volver a la nada; con lo cual se excluye la posibilidad real de la
condenación eterna.
39
Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 678-679.
40
Conferencia Episcopal Española, Ésta es nuestra fe. Catecismo III de la
comunidad cristiana, Madrid 1986, 205.
41
Hermano Rafael (Bto. Rafael Arnáiz Barón), Obras Completas, Burgos/San Isidro
de Dueñas 1988, nº 484.
42
Concilio Vaticano II, Const. Lumen gentium 68. Cf. Const. Sacrosanctum
Concilium 103.
43
Cf. Juan Pablo II, Exhort. Apost. Tertio millennio adveniente, 20

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