Documenti di Didattica
Documenti di Professioni
Documenti di Cultura
Napoleón Berrú
Curso: 5to Clínica
Fecha: 05/10/07
Este desvío nos sugiere que existe otra escena, en otro lugar del tiempo o del espacio, y
esto marca la diferencia con el sentido que le da la medicina.
Para el psicoanálisis, el síntoma tiene una estructura de mensaje, tiene una construcción
discursiva que ilumina una relación con otra cosa, con esa otra escena.
Esta es toda una estrategia con relación al orden simbólico y es por esa misma causa que
la interpretación analítica, es decir la interpretación en el seno de la relación clínica,
opera eficazmente a nivel de este orden, a través de la palabra.
Es en el síntoma donde se puede capturar con más exactitud lo que nos ha enseñado
Lacán, o sea que el síntoma se caracteriza por ser una metáfora que asume una posición
significante.
Si el síntoma es una producción discursiva, algo se puede decir “entre líneas”. Se puede
decir algo hablando de otra cosa. Se puede utilizar un recurso lingüístico para despistar
a la censura.
En relación a una estrategia de lenguaje se producen todos los mensajes posibles, no
sólo en el síntoma, también en el sueño o en los actos fallidos o en los lapsus.
En todos los casos se trata de un mensaje a descifrar, lo cual nos llevará a encontrar
probablemente un código perdido. Algo que nos ayude en el desciframiento del
jeroglífico que nos mencionó Freud.
Lacán toma la estructura metonímica como base para caracterizar como se desenvuelve
el deseo. El deseo es siempre deseo de otra cosa.
Cuando decimos que el síntoma es una metáfora, queremos decir que opera con una
serie de significantes, palabras, que están en relación sustitutiva con algo.
El síntoma es una palabra dentro de una red de sentido estrictamente individual. O sea
que todo síntoma es exclusivamente personal, y no se puede construir ninguna
hermenéutica que sea capaz de generalizar lo simbólico como lo pretendía Jung.
Cada uno debe asumir el sentido del síntoma, restaurando la verdad en su historia
personal.
Ese “otro” le indicará los cambios comportamentales que “le conviene” realizar, casi
siempre poniéndose en el lugar del que padece, pero teniendo como referente lo que
entiende por “normalidad” e ignorando absolutamente el deseo de éste sujeto particular.
Nuestro sujeto realiza de este modo un desvío para ganar tiempo frente a lo que de
todos modos deberá en algún momento enfrentarse, disminuyendo en “algo” el malestar
que todo síntoma sin duda lleva o la ansiedad de encontrarse sólo frente a lo que le
sucede.
La relación que los otros nos ofrecen es de tipo intersubjetivo. Es del sujeto con un otro,
que habitualmente funciona como amortiguador de la soledad del sujeto.
http://blogs.periodistadigital.com/btbf/trackback.php/37284
Hoy día, una de las figuras más valoradas del Psicoanálisis es Sandor Ferenczi,
discípulo de Freud. Una e sus principales aportaciones fue la puesta en cuestión de la
regla de la abstinencia tal como Freud la planteó. Intervenir, no arremete contra la "ética
del Psicoanálisis".
En este escenario construyen simbólicamente sus síntomas. Por eso, hasta aquí, pleno
acuerdo con lo expresado en el artículo sobre la naturaleza del síntoma.
En este proceso, hay muchas veces que alentar y "permitir" (como un buen padre, como
una buena madre) conductas del sujeto que son necesarias para esa reconstrucción. Por
eso, no creo que el terapeuta deba renunciar a inducir, a revelar caminos que se ocultan
a los ojos del sujeto en Terapia. Para llegar a la plenitud de la autonomía, el terapeuta
debe acompañar, en ocasiones guiando, no sólo en el mundo interno.
Estas experiencias corectoras, permiten que la estructura reelaborada del sujeto, pueda
asumir la interpretación del síntoma, desvelar así de forma adulta la naturaleza de su
drama personal y ser finalmente acompañado hasta la puerta que conduce a la vida
autónoma.
La abstinencia, tal como Freud la contemplaba, puede dejar al sujeto en una fría y
doliente órbita autorrecurrente en torno a sus síntomas esclarecidos.
Apuntes sobre la necesidad de fabricar mitos
Amador Fernández-Savater
"El hombre blanco nos puso en estas cajas cuadradas. Nuestro poder se fue y estamos
muriendo. Así están las cosas. Somos prisioneros de guerra mientras esperamos aquí.
Pero hay otro mundo" (Black Elk, jefe sioux)
Podemos detectar en el corazón de las luchas sociales que atraviesan el planeta una
exigencia y una preocupación fundamentales: "hacer sociedad". En efecto, desde
Buenos Aires hasta la Selva Lacandona, desde la apropiación colectiva de tierras con
Brasil hasta el "movimento no global" en Italia, desde la batalla planteada por el
campesinado indio contra la penetración mercantil de transgénicos hasta los clubs de
trueque que tachonan el planeta, se trata explícitamente de reconstruir de forma
alternativa y/o antagonista el lazo social, de recuperar colectivamente la dignidad
fortaleciendo los vínculos y el sentido frente a las políticas de la humillación y el miedo
(sus exactos contrarios) propias del mando neoliberal de la globalización capitalista.
Ante esta evidencia surgen dos preguntas: ¿Qué puede querer decir eso de "reconstruir
el lazo social"? ¿Acaso el "sistema capitalista" no produce a su modo todos los días la
"sociedad capitalista"? Para una corriente muy amplia del pensamiento crítico,
fundamentada en Marx y Polanyi, la "sociedad capitalista" es una imposibilidad
antropológica y ecológica. El capitalismo "razona como si viniese de otro mundo -y con
total desprecio del nuestro, que es, sin embargo, su único terreno de actuación" (J.P.
Baudet). No diremos tanto, pero la hostilidad de los presupuestos más profundos y los
desarrollos prácticos de las "tecnologías de la trascendencia" (ingeniería genética,
energía nuclear, automatización, industria espacial, etc.) o la tentativa de sustituir el
tiempo y el espacio propios del habitar humano por las coordenadas privadas del capital
financiero (fragmentación, presente perpetuo, ubicuidad, ilusiones de eternidad),
parecen confirmar cada una a su modo que el capital sueña desde sus orígenes con "un
mundo sin gente" o con gente modificada (no sólo genéticamente) a su voluntad; y que
sólo pacta con todas su formas de fidelidad y pertenencia porque se le obliga a ello,
muchas veces a la fuerza. Pero difícilmente se podrá hacer de los seres humanos esos
"átomos sociales" que cooperan simplemente movidos por un "cálculo egoísta" con los
que sueñan los neoliberales fanáticos de la "autorregulación" del mercado. Equivaldría
pura y simplemente a la supresión de la precaria condición humana, que está hecha
efectivamente del material del que se hacen los sueños, esto es, los vínculos que teje la
imaginación. El intercambio mercantil sólo es un momento del intercambio simbólico y
su hegemonía está fechada muy recientemente, contra lo que quisiera hacernos creer la
ideología neoliberal.
"Hacer sociedad" significa preservar, fortalecer y crear lazos sociales, debilitados por el
capitalismo en todas partes. En el centro de todas esas luchas mencionadas antes está la
producción de sentido, de nuevas formas de ver y vivir. No es lo mismo una comunidad
unida por lo que contempla pasivamente en alguna pantalla mágica que otra reunida en
torno a lo que hace. No es lo mismo una comunidad con ritos y formas complejas y
flexibles de intercambio simbólico para resolver conflictos que otra que no puede echar
mano más que de los tribunales y la violencia (como va siendo cada vez más el caso de
Estados Unidos). No es lo mismo una sociedad indiferente u hostil con respecto a su
pasado que otra que lo hace renacer permanentemente, recreándolo.
Los mitos (relatos, cuentos, fábulas, historias) han sido durante mucho tiempo, y aun lo
son en gran medida, los vehículos de comunicación de sentido, los mapas que inscribían
a los individuos en la profundidad del tiempo y el espacio, las figuraciones que daban
cuenta de la experiencia individual y de la historia colectiva, la argamasa que mantenía
una sociedad unida (aun en los conflictos y los desgarros más agudos). Los moldes
tradicionales donde se daba forma a nuestra experiencia han entrado en crisis: la familia,
la ciudad, la escuela, la religión, el partido, la tradición, etc. ¿Quién sabe hoy lo que
significa "educar", por ejemplo? Toda la sociedad es ahora un mar "inquieto y bullente"
donde circulan los elementos con los que tenemos que elaborar narrativas de sentido
que nos vuelvan a colocar en un mundo despedazado, a orientar, que nos sirvan para
descifrar la historia colectiva que nos constituye, para interpretar nuestras experiencias
más hondas, nuestras vivencias cotidianas, nuestros gestos, que nos devuelva la
confianza en nuestras posibilidades de acción colectiva, que sean como un recordatorio
siempre presente de que la historia en la que nos agitamos no es un destino, que la vida
que llevamos no es una fatalidad impuesta por alguna trascendencia imperturbable, que
la plasticidad del ser humano es infinita, que somos y seremos lo que queramos ser si
nos atrevemos a arriesgar el precario andamiaje que nos mantiene sujetos y a confiar en
nuestra voluntad de suerte, etc. En definitiva, los mitos procuran dar a una sociedad, que
los alimenta y los altera constantemente mientras está viva, un sentido, una orientación
y sobre todo la confianza en sí mismos frente a todos los poderes que se presentan como
necesarios, ineluctables, inamovibles, irreversibles, etc.
Pero, ¿qué mitos que nos recoloquen en el mundo podemos elaborar nosotros,
contemporáneos de la guerra global permanente decretada por las élites imperiales
después del 11 de septiembre, nosotros que sólo podemos tener "nostalgia" de una
comunidad "por venir", demasiado olvidadizos para reconstruir una historia de la
libertad -aplastada por tantas mentiras- y devolverla a la vida, inscritos en un sistema
económico que no nos deja pararnos a pensar, a recordar, a imaginar, sometidos a una
precariedad existencial abrumadora (en el trabajo, el territorio, la escuela, la salud, las
raíces, el movimiento, etc.)? ¿Cómo podemos explicarnos a nosotros mismos esa
precariedad, qué metáforas podemos utilizar para hacer esa experiencia de fragilidad y
plasticidad comunicable y compartible (todo el mundo sabe, no sólo los artistas, que
para que una experiencia no se disuelva en el aire hay que representarla)? ¿Cómo
podemos representarnos entonces la precariedad de modo que nuestros anhelos más
elevados no pasen por las seguridades subalternas que venden hoy los nacionalismos,
los integrismos, etc.? La reconstrucción del lazo social no tiene porqué pasar por el
apego exclusivo a un territorio, a una tradición, a una cultura o unas gentes
determinadas, como demuestran todas las comunidades extraestatales que han
atravesado el planeta, las sociedades políticas revolucionarias en primer lugar, la
metamorfosis continua de los mitos de cualquier comunidad viva, la aleación entre
pasado y futuro de las mil narrativas de sentido que pueblan nuestra vida, los
intercambios simbólicos entre sociedades que superan el momento del desprecio y la
violencia recíproca, etc. ¿Qué figuras nos pueden tatuar en la carne que la precariedad
no un ningún destino o fatalidad, que es posible vivir de otro modo, que es posible
invertir la precariedad en una vida concebida como juego (con toda la seriedad de los
juegos) y experimento?
Un paréntesis: la guerra
Durante los últimos tiempos se ha insistido mucho, con justicia, en que la guerra era la
metáfora que ilustraba mejor nuestra condición, porque la economía moviliza todas
nuestras capacidades (lo que se viene a llamar "biopolítica") como ocurre en una guerra,
porque la incertidumbre, el desastre y la inestabilidad propias de los tiempos de guerra
ahora se inscriben en la normalidad de nuestra vida cotidiana, de hecho constituyen esa
normalidad, porque las necrotecnologías (como la ingeniería genética) conciben el
mundo entero como un laboratorio de dominación como pasa en las guerras, porque
nuestra percepción se ve forzada cotidianamente a adaptarse a un nuevo campo de
batalla, "espacio privilegiado de la visión poco fija, de los estímulos rápidos, de los
eslóganes y otros logotipos guerreros" (Virilio), porque nuestras ciudades se
transforman a una velocidad que nunca había conocido una ciudad en tiempos de paz,
porque nuestro tiempo y nuestro espacio estallan como tras el impacto de una bomba de
racimo, etc. Pero ahora la guerra no es ya una metáfora de nada, no guarda ya la
distancia frente a lo real que le es propia a esa figura literaria: estamos en guerra, la
guerra global permanente. Frente a la crisis aguda de legitimidad, frente a la recesión
económica, frente al cuestionamiento global, frente a la ingobernabilidad en ascenso, el
imperio ha decidido iniciar una monstruosa fuga hacia delante y decretar la guerra
global, tras el 11s. Aplastar a los movimientos de contestación debajo de consensos
antiterroristas, suprimir fastidiosas trabas políticas a la acumulación económica (libertad
de comunicación y privacidad, libertad de circulación y de instalación de los flujos
migratorios, derechos civiles, sociales, etc.), decretar una suerte de estado de excepción
global.
No creo que sea una pérdida de tiempo forzar una analogía con la situación que describe
Jünger en su ensayo de 1930 sobre su experiencia bélica en la 1ª Guerra Mundial
titulado "La movilización total". Jünger advierte en él de que el aspecto técnico nunca
es el decisivo en la movilización total: su presupuesto fundamental es la
"disponibilidad" a la movilización. Es decir, la desaparición de todo aquello que en la
vida de los individuos les puede llevar a cuestionarse su participación en una guerra al
servicio de más que oscuros intereses: la destrucción de tejido social, de la memoria del
horror de una guerra, de la esperanza en formas dignas de vida, etc. "La creciente
transmutación de la vida en energía y la progresiva volatilización de todos los vínculos
otorgan un carácter cada vez más incisivo al hecho de la movilización" (Jünger).
Hannah Arendt confirma a su modo el juicio de Jünger cuando describe el tipo humano
que movilizó mayormente el nazismo: aislado, desarraigado, cínico, temeroso,
desesperado, arruinado, etc. También Benjamin, después de la 1ª Guerra Mundial,
apunto un filón de análisis fundamental cuando comentó que los soldados de las
trincheras volvieron mudos del frente, sin palabras para explicar (y explicarse) lo que
había sucedido, incapaces de elaborar un sentido para su propia experiencia. Quizá ese
silencio se prolongó demasiado y, entre otras muchas causas, dio lugar al fascismo y al
nazismo que asolaron Europa.
El carácter típico de los sujetos alistados a la movilización total está conformado por el
cinismo y el miedo. Ya no nos creemos nada y tememos todo. Como les ocurría a
aquellos soldados de que habla Benjamin con respecto a las promesas y los discursos de
sus amos y al mundo que se reencontraron ("una generación que había ido a la escuela
en tranvía tirado por caballos, se encontró indefensa en un paisaje en el que todo menos
las nubes había cambiado, y en cuyo centro, en un campo de fuerzas de explosiones y
corrientes destructoras, está el mínimo, quebradizo cuerpo humano"). Cuando "hay que
habituarse a la movilidad, ser capaz de mantener el paso a pesar de las más bruscas
reconversiones, saber adaptarse al tiempo que emprender, ser dócil en el paso de un
conjunto de reglas a otro, estar dispuesto a una interacción lingüística banalizada, etc."
(Virno), como sin duda es el caso de las empresas posfordistas o la guerra, en realidad
no podemos creernos nada, hacemos "como si", pero sabemos que es inútil creer por
ejemplo en un conjunto de reglas de trabajo porque todo cambiará al momento
siguiente. Eso es el cinismo. Sobre el miedo hay menos que explicar. Aceptamos
cualquier atisbo de seguridad por miedo. Aceptamos el chantaje de la precariedad
laboral por miedo. Un miedo que puede al final reivindicar a cualquier caudillo que alce
la voz para prometer cierta estabilidad de las condiciones de vida, aunque sea a costa de
exterminar a los supuestos culpables de que no la haya (los judíos, los inmigrantes, los
disidentes, etc.). Ahora como hace setenta años, vivimos un proceso de desarraigo y
desposesión que nos deja inermes, confusos, solos. El extremo de ese proceso de
desposesión fueron a mitad del siglo XX los campos de concentración.
Narración y milagro
"Los lamentos poéticos de este siglo no son más que horribles sofismas. Cantar el
hastío, los dolores, las tristezas, las melancolías, la muerte, la sombra, lo sombrío, etc.,
es no querer mirar sino el pueril reverso de las cosas (...) Esta es la razón por la que he
cambiado de método, para cantar exclusivamente la espera, la esperanza, la CALMA, la
dicha, el DEBER". (Lautréamont)
Cuenta Félix de Azúa en algún sitio que en los vagones que les conducían a los campos
de concentración se producía entre los condenados un extraño ritual. En la parte
superior del vagón había un pequeño orificio y algunos presos aupaban a uno de ellos
hasta arriba para que les contase a los demás lo que veía. "Los presos necesitaban saber
dónde estaban, adónde les conducían, qué tierras cruzaba el tren, qué gentes las
habitaban". La narración del oteador les permitía componerse un pequeño mapa y
esbozar algún sentido para lo que les pasaba. Desde el orificio se podían incluso hacer
señales a la gente que se quedaba mirando el tren al pasar: eso tenía mucha importancia
para los que sentían estar viviendo una pesadilla que nadie creería nunca. A veces, un
oteador era demasiado "subjetivo": imponía sus impresiones personales en el relato que
daba cuenta de lo que veía. Entonces se le sustituía. En otras ocasiones, algunos
oteadores eran demasiado "dispersos" y el relato no tenía ni orden ni concierto. También
los había demasiado "objetivos", que sólo transmitían información ("veo una estación,
una familia, un perro", etc.). A todos esos se les bajaba y se les sustituía también. Pero
algunos oteadores conseguían el milagro de convertirse en los ojos de los demás:
entonces los imaginarios individuales rompían su aislamiento y se encontraban con
otros imaginarios. El milagro de la creación. "En los buenos relatos, los presos tenían la
certeza de que algo circulaba de los unos a los otros, de los condenados a los libres, del
mundo de la muerte al mundo de los vivos". Esa narración no pertenece al narrador, el
narrador se borra, cancela su yo, no para dar rienda suelta a un caos de pulsiones o
fantasías reprimido hasta ese momento, sino para convertirse en los ojos de una
comunidad, no el reflejo de una subjetividad media, sino el lenguaje que expresa las
aspiraciones más altas. Entonces, hasta los presos más desesperados que se burlaban de
los que aupaban a un compañeros ("qué más da lo que haya fuera, estamos
condenados") prestaban oídos. El cinismo y el miedo desaparecían ante la fuerza del
relato, que recordaba que había otro mundo fuera del vagón, que el vagón no era toda la
realidad, que fortalecía la esperanza de que el horror tuviera un final.
Las vanguardias han sido en ocasiones durante el siglo XX esos oteadores demasiado
"dispersos" (el dadaísmo), demasiado obsesionados por la originalidad (y, por tanto, por
el autor, aunque se niegue, como el surrealismo), demasiado "objetivos" (todos los
funcionalismos). Edgar Varesse, compañero de Picabia en Nueva York, decía que el
futurismo "reproducía servilmente la trepidación de la vida cotidiana". Demasiadas
veces ha sido así en el caso de otras vanguardias, menos interesadas por combatir la
desposesión dominante elaborando figuras de posesión (mapas del laberinto, signos de
reconocimiento) que por exaltar la dispersión, el dolor o la laceración, la cuchufleta y la
ocurrencia, el movimiento perpetuo y la velocidad. Siempre se repiten los mismos
ejemplos de las técnicas vanguardistas "recuperadas" por los guionistas de la sociedad
del espectáculo (publicitarios, empresarios, etc.). Pero el problema más hondo no reside
en formular figuras positivas, siempre "recuperables", sino acuñarlas directamente con
el troquel del espectáculo: presente perpetuo ("donde nada lleva a nada, donde todo se
evapora"), imagen y superficie. Si queremos bloquear la movilización total y su
específico nihilismo productivo, hace falta construir narrativas colectivas, referentes
simbólicos adaptados a las cavidades más profundas de nuestro tiempo histórico, que
generen sentido y permitan sustraerse (al menos mentalmente) a la guerra económica y
el ascenso de la insignificancia que lleva consigo. ¿Qué puede recogerse de la
experiencia de las vanguardias en esa línea? Desde luego ninguno de los aspectos
atravesados en mayor medida por los prestigios de la guerra y su agitación histérica. El
sentido tiene que poder habitarse. Sin embargo, para noquear al espectador, una parte no
despreciable de la creación vanguardista ha reproducido con abrumadora insistencia
paisajes y ambientes de guerra: inhabitables, por tanto.
Hacer símbolo
Durante mucho tiempo, los movimientos revolucionarios estuvieron animados por
"grandes relatos": el progreso, la historia como proceso de liberación,
autodeterminación de la Razón, hundimiento imparable del capitalismo, etc. Esos
"grandes relatos" han sido duramente criticados hoy por su imposición de sentidos
únicos sobre el mundo, su carácter determinista, la anulación de la autonomía
individual, su falta de adecuación con nuestra realidad fragmentada y muy acelerada
(igual que en otro tiempo se dijo que la pintura ya no acertaba a registrar "lo transitorio,
fugitivo y contingente" de la vida moderna), etc. Es una crítica muchas veces justa, pero
que no arruina ni por un momento la necesidad de fabricar mitos, relatos que den cuenta
de nuestra situación en el mundo, que establezcan ritos y símbolos de reconocimiento
entre cómplices.
"Mientras no hagamos estéticas, es decir, mitológicas, las ideas, ningún interés tienen
para el "pueblo", e inversamente : mientras la mitología no sea racional, el filósofo tiene
que avergonzarse de ella. Así tienen finalmente que darse la mano ilustrados y no
ilustrados". Hegel, Schelling y Hölderlin escribieron esta declaración en su Proyecto
más antiguo del idealismo en 1796. Respondían así al dilema que atraviesa siempre los
movimientos revolucionarios: ¿cómo se puede impulsar a la gente a la acción, una vez
admitido que, por sí solo, el conocimiento racional no es suficiente para movilizar una
empresa de transformación? El movimiento de contestación global, que surge en
Chiapas y Seattle, también se ha planteado esto. Sobre todo los italianos del colectivo
Wu Ming. ¿Cómo elaborar mitos que eludan los peligros de los "grandes relatos"?
¿Dónde hacerlo, cuando los moldes de transmisión de la experiencia están en crisis y el
capitalismo ha colonizado todos los aspectos de lo social? ¿Cómo impedir que esas
narraciones cristalicen en formas de trascendencia (el Modelo, el Origen, el Líder, etc.),
en una estetización apolítica de la existencia o en la negación del presente a la espera de
ese "otro mundo posible", etc.? ¿Cómo sustraer las capacidades comunicativas de la
gente que explota el capital y ponerlas a funcionar de otro modo? ¿Qué figuras
proponemos para hacer públicos los rasgos más relevantes de nuestra condición política,
no sólo la precariedad, sino la inteligencia colectiva, la multiplicidad, la comunidad
"que viene", la ambivalencia, la voluntad de autodeterminación y autonomía, la
experimentación, etc.? "Sin un imaginario de referencia, sin una narración "abierta" e
"indefinidamente redefinible" de la cual sea posible participar y a la que se pueda
acceder libremente, el movimiento no puede sino fracasar en su intento de sedimentar la
experiencia propia, que es precisamente nueva, experimental, en muchos sentidos
inédita. No se trata de cristalizar ese epos, sino, al contrario, de compartirlo, hacerlo
accesible, "publicitarlo", transformándola en un arma cultural eficaz, potencialmente
hegemónica y por tanto capaz de vencer, más allá del mero testimonio (Wu ming)". El
relato tiene que ser, por tanto, lo opuesto del aura según Benjamin, esto es, perfectible y
reproducible. Un ejemplo sería el relato colectivo sobre Génova, tras la cumbre del G-8
en julio del 2001. No consiguieron que volviéramos mudos, como los soldados de la 1ª
Guerra Mundial, todo lo contrario: las decenas de miles de personas que habíamos
participado en esa extraordinaria y trágica contestación al poder global, volvimos
metamorfoseadas en agentes de una narrativa de emancipación, en proceso, coral,
abierta. Había que contarlo todo: lo que había pasado en las calles, en los centros de
detención, en los espacios de alojamiento colectivo, por las cabezas y los cuerpos, a
desconocidos y amigos, etc. Así no sólo se estaba dando testimonio individual y privado
de lo acontecido, visto o vivido, sino componiendo una narración de sentido
compartida, una tentativa de elaboración de la experiencia a través de la figuración
literaria, una suerte de contagio inmediato por vía imaginativa, una mitopoiesis. Esa
narración no era la "versión oficial" de los hechos ni una mera yuxtaposición de
testimonios individuales, moldeados en la historia política de cada cual, sino una
creación colectiva que eliminaba las fronteras rígidamente establecidas entre imaginario
privado e imaginario colectivo, tradición y novedad, que hablaba de la fuerza colectiva,
del arrojo, del miedo, de la experiencia de desolación (exactamente "privación de
suelo") que supuso para todo el mundo verse convertido en "nuda vida" sometida a la
arbitrariedad despótica de la policía ascendida de pronto a soberana absoluta.