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HACER EL AMOR: ARNAUD DESJARDINS

En el plano de los valores espirituales, o simplemente humanos, nuestra


pretendida civilización representa una degeneración que no podríamos
reconocer más que tomando cierta distancia respecto a ella. Esto me ha
sido posible gracias a largas estadías que he realizado en Afganistán, en
la India, Bután y entre los refugiados tibetanos del Himalaya.

La superficialidad de la existencia en el seno del mundo contemporáneo


se manifiesta en la vida profesional con la desaparición progresiva de la
artesanía, que era a la vez un modo de expresión personal y una vía de
crecimiento interior. Esto es evidente en los ratos libres, en los que las
distracciones que se dirigen a las emociones pasajeras han reemplazado
a las fiestas tradicionales que alimentaban los más profundos
sentimientos y constituían una verdadera recreación en el sentido activo
y viviente del término. Pero es sobre todo en el dominio del sexo y del
amor que la mediocridad moderna, vanamente disimulada tras el
prestigio de victorias técnicas o científicas, aparece como la más
lamentable y aún la más vergonzosa. Una actividad sagrada, símbolo
sensible de principios metafísicos, que concierne y une a todos los
niveles de la realidad y a todos los estados del ser, ha llegado a ser la
manifestación desordenada de reacciones ciegas contra las
convenciones y del conflicto de los egoísmos o de las neurosis. Sin
embargo, el amor y la sexualidad tienen una importancia fundamental
en la Vía espiritual.

En verdad todo está íntimamente relacionado. La pareja es un aspecto


del conjunto de la existencia humana y se inscribe en una concepción de
conjunto. Los Occidentales modernos toman por una evidencia la única
concepción que conocen: la de la sociedad de consumo, fundada en la
sugestión y en la hipertrofia de las necesidades egoístas. Del principio
hasta el final de este libro hablo de un mundo y de una cultura
completamente diferentes y que no podemos reducir a nuestro modo de
pensamiento habituales. Si queremos otra existencia, alegrías nuevas,
sentimientos superiores, una vida inmensamente más bella y rica que
todo lo que hemos conocido, debemos aceptar que todos nuestros
hábitos, nuestros prejuicios, nuestras certezas sean cuestionadas.

Para muchos Occidentales, inclusive ahora que la «liberación» sexual»


está tan de moda, la idea de la Vía o de la perfección está asociada a la
de la castidad. Con motivos diferentes pero concordantes, los monjes,
monjas, ascetas, yoguis abandonan toda vida sexual normal. Digo
normal, pues la energía sexual no por ello desaparece y, de una manera
u otra, debe ser transformada y utilizada para otros fines.

Sin embargo existen por lo menos dos categorías de místicos que tienen
una vida conyugal: los sufíes musulmanes y los lamas tibetanos «bonete
rojo» (nyingma-pa). He conocido sufíes, e inclusive, excepcionalmente,
me he encontrado con la mujer de algunos de ellos (aunque eran
musulmanes no tenían más que una) He conocido a los sufíes nyingma-
pa casados. No tenían nada que envidiar a los religiosos solteros, y
formaban con su esposa parejas que darían ganas de casarse a los
solteros más empedernidos. No obstante, la concepción, y aún, para
algunos, la nostalgia de una trascendencia del sexo es justa, y la Vía, si
es verdadera, lleva siempre a la libertad respecto a la sexualidad física.
Apareciendo está en la pubertad, es decir, después de las otras
funciones desaparecerá antes. Es un proceso natural. Hablo, por lo
menos, de la vida sexual de ayuntamiento entre cuerpos adultos. En su
sentido amplio el instinto sexual es el instinto de unión o de reunión.
Este instinto se manifiesta como la necesidad de contacto físico y las
sensaciones genitales, desde la pequeña infancia. Pero el deseo
consciente de unión sexual, de coito, aparece en la pubertad. El niño y
el adolescente viven, sienten, se expresan sin tener relaciones sexuales.
El ser humano no puede vivir sin respirar pero puede vivir sin acoplarse.
(El termino generalmente usado es el de unión sexual. Pero puede que
haya acoplamiento sin que haya unión. Es incluso lo que ocurre casi
siempre).

La oposición más o menos inconsciente de la sexualidad y la


espiritualidad sigue muy extendida y firme. Es un problema negado y
reprimido vanamente por numerosos hombres y mujeres que se
comprometen con la Vía y que no aceptan completamente su vida
sexual. Este malestar está enraizado en la educación (particularmente
católica y protestante) o en traumatismos individuales. Y como es
efectivamente cierto que los niveles más evolucionados del ser se
acompañan de una superación de la sexualidad, esta verdad superior
viene a mezclarse indebidamente a las represiones, inhibiciones, miedos
y - una vez más- a las mentiras. La supresión de la función sexual
puede hacerse por arriba o por abajo. Por arriba, es decir, por el
completo desarrollo, la transformación, la trascendencia. Por abajo, es
decir, por la represión, desviación y neurosis. El criterio de la distinción
es inmediato: aquellos y aquellas en quienes la continencia, no es
normal no pueden mirar libremente el problema y siempre se sienten
incómodos para hablar de ello, o, al contrario, hablan demasiado y de
una manera que nunca es natural. Además, manifiestan siempre, en por
lo menos un campo de sus actividades, algo excesivo, exagerado,
demasiado apasionado. Esta intensidad es inútil puede encontrarse en
todas partes, en la política, arte, religión, trabajo y aún en el amor.

He escrito en el primer tomo de esta obra que no se puede pasar


directamente de lo anormal a lo supranormal, y que es necesario ir de lo
anormal a lo normal y de lo normal a lo supranormal. La definición más
simples de lo supranormal es: suprafísica (los estados del ser
independientes del cuerpo-mortal). La verdadera sexualidad y la
perfección de la unión física conducen a niveles de consciencia que
sobrepasan al cuerpo. Puesto que estos estados son la meta verdadera
de la sexualidad, esta pierde su sentido cuando estos estados son
alcanzados sin su soporte. Pero no puede pasarse de una sexualidad
anormal (inhibición, frigidez, neurosis sexual) a la sexualidad
supranormal. Por otro lado, jamás debería decirse anormal sexualmente
sino simplemente anormal. Un ser unificado y armónico no tiene
problemas sexuales, un ser capaz de amar verdadera, libremente,
tampoco. Las perturbaciones de la sexualidad son la expresión de una
perturbación profunda que se manifiesta, entre otras, en la vida sexual,
pero que está íntimamente ligada al resto de la persona y de la
existencia. La sexualidad es el signo exterior de la condición interior.

En cuanto a la pretendida liberación sexual de nuestra época, es una


mera reacción ciega e inconsciente. No hay la más mínima libertad. La
sexualidad no es sólo un aspecto esencial de toda existencia humana,
sino también bajo una y otra forma una parte importante de la Vía
espiritual. Es una actividad sagrada, que tiene una dimensión metafísica
y que no debe realizarse de cualquier manera. Alcanzar la plenitud de la
vida sexual es raro, muy raro. Eso es algo que se gana. También en este
dominio hay muchos llamados y pocos elegidos.

Se lo quiera o no el sexo está en todas partes. Pero hay aún que


entenderse sobre aquello que recubren las palabras. El genio de la
psicología moderna, Sigmund Freud, ha creído por explicar todo por el
sexo, y sus teorías todavía resisten asaltos violentos. Al extremo
geográfico e histórico del mundo, el tantrismo reposa en sus divinidades
en posición de unión sexual (yab-youm) y este simbolismo es esencial.
La sexualidad es la energía manifestada fundamental. Toda la
manifestación (lo que los cristianos llaman la Creación y los ateos el
universo) está fundada en la dualidad, la bipolaridad en los duandras,
«los pares opuestos», como dicen los hindúes. Desde hace milenios la
Vía ha sido designada como «la unión de los contrarios» (es el sentido
etimológico de la palabra sánscrita yoga) o la «reconciliación de los
opuestos». Dualidad y No-Dualidad: toda la metafísica está contenida en
estos dos términos. O aún: de Lo-Uno a lo múltiple y de lo múltiple a
Lo-Uno, siendo la dualidad la primera forma de lo múltiple. No hay
manifestación sin polos dinámico y estático, positivo y negativo, macho
y hembra. La prisión de la cual el hombre puede liberarse es la
distinción yo y no-yo. Lo repito: si hay dos, dos no pueden estar
separados; si hay dos no puede no haber temor.

Por consiguiente. hay sexualidad, en sentido amplio, cada vez que dos
elementos que se sienten como complementarios tratan de unirse.
«Unirse», «unión», es decir, dejar de ser dos para llegar a ser uno.
Acoplarse es asociarse a la vez que se sigue siendo dos; unirse es ser
uno. Toda la manifestación es un intento ciego o consciente, torpe o
hábil de retorno a la Unidad. A veces de manera loca o criminal, el ser
humano busca sin cesar sobrepasar la asfixiante limitación de su
individualidad. El solitario se siente uno con la naturaleza, el artista con
el público, el enamorado con su enamorada. Desgraciadamente esta
unidad casi siempre es un engaño. Es un engaño por que los seres
humanos no son uno consigo mismos, están interiormente divididos, son
contradictorios, y no pueden, de este modo, ser uno con nadie ni con
nada.

La primera unión natural - pues la verdadera unidad es sobrenatural,


suprafísica, consciente- es la del feto con su madre que lo forma. Pero el
bebé tiene que ser querido, aceptado, llevado con alegría. El niño siente
las emociones negativas de una madre que rechaza su embarazo, y
quedará marcado para siempre. Pero la separación es ineluctable. Si la
madre quiere a su recién nacido y se ocupa de él, y, sobre todo si lo
amamanta existe entre ella y el una nueva unión que es casi perfecta.
EL hombre conservará toda su vida la nostalgia inconsciente de esta
unión, a menos que una verdadera educación - hoy tan escasa- lo ayude
poco a poco a ser verdaderamente adulto, mejor dicho, independiente.

La madre y el niño son un símbolo de unión tan intenso y poderoso


como el del acoplamiento sexual. Si los gompas tibetanos son ricos en
pinturas murales, esculturas y thankas en las que figuran divinidades
tántricas entrelazadas, las iglesias católicas nos ofrecen sus Vírgenes
con el Niño. Pero siendo el acto sexual una experiencia de adulto, su
recuerdo está menos olvidado y escondido en el inconsciente que el
amor y el contacto físico que une al bebé y a la madre y su simbolismo
es entonces elocuente.

Digo contacto físico pues eso es algo muy importante. El parto es para
el niño, mucho más que para la madre, un choque físico terrible. Su
epidermis ultrasensible siente la separación y el contacto del aire como
el primer sufrimiento intolerable. Si este sufrimiento no llega a serle
aceptable pronto por el amor inteligente de la madre, su cuerpo
conservará siempre una sensación de falta y de frustración que jamás
será colmada, y cuyo origen, naturalmente es inconsciente. Ocurre lo
mismo si la unión física con la madre (contacto, caricias,
amamantamiento) ha sido interrumpido bruscamente. Cierta evolución
sensual se ha detenido y se fija en esta edad de algunos meses. Tanto
sensorial como emocionalmente, un adulto puede conservar hasta la
muerte la edad de dos años. Treinta o cincuenta años más tarde, su
cuerpo reclama siempre las sensaciones que le han sido rehusadas en
otro tiempo.

De una parte, se concibe su vida sexual esté profundamente marcada y,


de otra parte, que no le sea posible sobrepasar la conciencia limitada
por el cuerpo, por la forma física, más que como una reacción, y, por
ello mismo de una manera que nunca podrá ser durable. Pero
sobrepasar el «cuerpo mortal» es la meta de la Vía. La humanidad
Occidental está actualmente limitada en el plano material o físico de
modo completamente anormal.

Ahora, voy a anunciar solemnemente la mayor verdad del ser humano,


verdad que no por ser evidente es menos ignorada y ridiculizada: La
humanidad se divide en dos sexos, los hombres y las mujeres. Los
hombres son hombres, las mujeres son mujeres; los hombres no son
mujeres y las mujeres no son hombres. Las reivindicaciones feministas
consisten, por otra parte, en pedir para las mujeres el derecho de ser
caricatura de los hombres y no el derecho de ser mujeres integrales.
Simbólicamente, la mujer ha sido asociada al agua, el hombre al fuego:
¿puede hablarse de derechos del agua en igualdad con el fuego? ¿O de
la superioridad del fuego con el agua?

Una mujer verdaderamente mujer será superior a un hombre que no


sea verdaderamente un hombre.

La emancipación de la mujer - para emplear una expresión de moda- se


inscribe muy a menudo en violación de las leyes universales. La mujer
conserva su naturaleza, que no sabría cambiar, y le impone un conjunto
de condicionamientos adornados con el nombre de «libertad». Es ella
misma y otra a la vez condenada al conflicto y, por ello mismo, al
sufrimiento que no hará más que volver cada vez. Pero lo que no se ve
es que son los hombres, en primer lugar los que han dejado de ser
hombres. La sociedad moderna, llamada de consumo, ha hecho que los
hombres pierdan su virilidad. Ningún hombre debería sorprenderse si
actualmente las mujeres ya no aceptan su lugar de mujer. Todo hombre
debería ser un guerrero realmente comprometido en un combate. No
hablo de la carnicería de las trincheras o de los bombardeos a las
poblaciones civiles. Recuerdo aquí un texto búdico: «Nosotros
combatimos por la alta sabiduría y por la virtud perfecta: por eso nos
llamamos guerreros». Que los hombres sean hombres y que las mujeres
sean mujeres. Pero también este determinismo y esta polarización
fundamental pueden ser trascendidos. Todas las enseñanzas
tradicionales afirman que el Sabio - hombre y mujer- une en el las dos
naturalezas, masculina y femenina.

Se lo quiera o no el hombre y la mujer son diferentes y


complementarios, y ninguna reivindicación femenina de igualdad o de
emancipación borrará el hecho de que el macho está provisto de un
pene y la mujer de una vagina. Mucho antes que el psicoanálisis, las
enseñanzas hindúes han reconocido que la niña sentía la ausencia de
pene como una inferioridad. En diferentes intensidades, todas las niñas
han sentido un choque y se han desesperado constatando que les
faltaba algo aparente, que no tenían nada que mostrar. (Los senos, que
los hombres no tienen, no aparecen sino más tarde). Esta frustración se
traduce, de manera general, en un deseo de poseer, es decir, en celos
naturales, y en el hecho de hacer ver que poseen atributos físicos o
bienes materiales. Cada caso es un asunto de grados. Empero, la mujer
posee en estado latente (ovarios) los órganos que el hombre presenta
en estado latente (testículos). Ambos, el hombre y la mujer, son el ser
humano consagrados para la realización de la totalidad.

Físicamente el macho da y la hembra recibe. Si la mujer quiere poseer


un pene no puede hacerlo más que por identificación con su hombre. En
este sentido ella depende de él. Mentalmente, dar es ser macho, desear
recibir es ser hembra. Este estado natural ha conducido a la mujer a la
obediencia y a la sumisión y al hombre a la agresividad. El hombre se
conduce en mujer en la medida en que pide. En la medida en que da, la
mujer se comporta como hombre. Pero si la mujer quiere dar, necesita
dar, su comportamiento es nuevamente femenino: pide, pide que se
tome. Así mismo, el hombre que suplica a una mujer o que la persigue
con manifestaciones de su virilidad se conduce no como macho sino
como hembra.

Ambos se sienten incompletos. La naturaleza no produce dos más que


para que lleguen a ser uno: la plenitud a la cual nada falta. Cuando dos
se unen pueden crear. Físicamente, el hombre y la mujer pueden crear
al niño.

Pero el hombre es también la mujer, la mujer es también el hombre.


Virtualmente, todo el universo está [contenido] en el hombre, tanto
como en la mujer. De manera general, el hombre no puede ser atraído
hacia un objeto más que si él es ya y si es todavía potencialmente, pero
que, de una manera u otra rehúsa a aceptarlo.

Lo que buscamos afuera está en nosotros creemos que eso nos falta. El
macho busca la hembra exterior por que no la encuentra en él. Pero la
potencialidad de la hembra está en cada hombre, la potencialidad del
macho está en cada mujer.

La tradición hindú llama ardhnareshvara al ser realizado que ha unido


en él las dos naturalezas. Considera que la mitad derecha del organismo
es masculina y la mitad izquierda femenina. Eso corresponde a los nadis
líneas de circulación de la energía, ida y pingala en el yoga. Es dentro de
él que el yogui «une al hombre y a la mujer». He estado cerca de
muchos de estos seres completos a menudo he tenido la ocasión de
observar su plenitud. Una santa tendrá toda la dulzura, la sensibilidad,
la intuición, la apertura a los valores primordiales que se atribuyen a la
mujer, pero también la fuerza, el vigor intelectual, el dominio sobre el
mundo exterior que se atribuye a los hombres. Un sabio es tanto una
madre como un padre. El sabio no siente más la necesidad de dar y
recibir. Ha alcanzado la unidad dentro de sí mismo y la unidad con el
exterior. Es la unión de las dos naturalezas masculina y femenina dentro
de él lo que ha creado al Sabio en vez de crear al niño.

El hombre o la mujer ordinarios -y aquel o aquella aún en la Vía- se


sienten así mismos como parciales y, por ello débiles; siente que les
falta algo. El camino de la mujer en él pasa por la mujer fuera de él. El
camino del hombre en ella pasa por el hombre frente a ella.
Tradicionalmente, el principio femenino es la potencialidad o la
posibilidad, y el principio masculino la fuerza activa fecundante. La
mujer necesita al hombre no sólo para procrear físicamente sino
también espiritualmente, y para crecer interiormente. El hombre, a la
inversa, necesita a la mujer para obrar, para pasar de la potencia al
acto. Para él, entonces su compañera será Dalila, lo que lo esteriliza o lo
destruye, o Beatriz, la inspiradora, sin quien no podrá realizar su misión.
Hay tanto destinos de hombres degradados como magnificados por una
mujer, y ese tema se encuentra en innumerables mitos de todas las
culturas.

Una clave simple y eficaz para comprender nuestro mundo es


considerarlo como el trastorno, la inversión, del orden legítimo de las
cosas. «Satán es el mono de Dios» Unos de los sentidos de perfección
de la Vía es que los hombres encarnan en ellos a la mujer y la mujer al
hombre. Pero en la actualidad los hombres ya no son ni hombres ni
mujeres, y la mujeres ni mujeres ni hombres.

Es el momento en el cual la sexualidad se vuelve una obsesión, ya no


individual sino colectiva. Ya no se habla en efecto, más que de hacer la
revolución o hacer el amor. El erotismo lo invade todo. Y voy a hablar de
ello yo también, pero en una perspectiva que no tiene nada que ver con
el mundo moderno.

«Hacer el amor». ¿Qué significa «hacer»? y ¿qué significa «amor»?


«Hacer» implica un elevado nivel de conocimiento de sí mismo y de
unidad interior. Son raros, muy raros en la actualidad los hombres que
pueden «hacer».

El hacer tiene su fuente en la profundidad del ser y su expresión abarca


la realidad total. Solo el Ser puede hacer no el yo arrebatado por los
deseos, las emociones. El hacer da a cada acto el valor de un rito, y el
acto sexual es un rito cuyas repercusiones van más allá del plano físico
o burdo. Hay tantas calidades diferentes de acto sexual como hay
niveles de ser.

Hacer el «amor». «Si no tengo Amor...» decía San Pablo. Esta misma
palabra traduce los términos sánscritos moha (o incluso Kama) y
también los términos griegos Eros y Agape, la posesión y la libertad.
«Porque la amaba demasiado prefirió matarla a saberla en brazos de
otro...». Claro, seguro que le decía «Te Amo».

El amor es el renunciamiento de sí mismo de aquel que sabe que no


puede encontrarse más que perdiéndose. Entregarse es liberarse. El
amor rompe la limitación de la individualidad o ego, del nombre y de la
forma (nama y rupa) y nos reintegra a la Unidad. La unión sexual es el
don total de sí mismo: consciente, inconsciente, supraconsciente,
cuerpo físico, cuerpo sutil, cuerpo espiritual. Sin el Amor, el acto sexual
no es más que la unión de los cuerpos físicos, sigue siendo un acto
irrisorio, limitado, decepcionante, un intercambio mediocre de
sensaciones genitales más o menos fuertes: masturbarse con la vagina
de una chica o con el pene de su marido.

Hacer el amor es darse a sí mismo. Pero para poder darse hay que
pertenecerse primero, hay que poder hacer «Te amo». ¿Quién ama a
quién? ¿Un yo total unificado, o un yo parcial que no compromete más
que una pequeña parte del ser?

Un ser que no puede darse a sí mismo podrá tener éxito en numerosas


empresas, pero el fracaso en su vida sexual seguirá siendo la prueba de
su fracaso espiritual, de sus conflictos y de sus temores. La sexualidad,
de este modo, será una búsqueda del goce físico o una compensación,
no la expresión de la libertad y del amor. Un ser puede darse si está
seguro de sí, pero no puede hacerlo si inconscientemente, se siente
inferior o si tiene miedo. Es cuando uno de los cónyuges sufre una
dificultad sexual que el amor consciente de su pareja puede hacer el
más hermoso milagro: hacer verdadero a un ser alienado. Pues a partir
de ahí, y sólo a partir de ahí, comienza el progreso espiritual, el
crecimiento interior. Amar no significa desear el cuerpo del otro sino
comprender su esencia. El amor pide simplemente mucha inteligencia y
mucha simpatía.

El acto sexual verdadero, el que tiene lugar en la Vía, es aquel que une
completamente a dos seres en una ofrenda de sí mismo sin reserva, y
no aquel que acopla a dos cuerpos físicos. Este don de sí, acto libre de
un adulto, demasiado a menudo es confundido con un deseo regresivo o
infantil de vuelta a la indiferenciación de la relación madre-niño. En
ambos casos son sobrepasados el sentido de la separación y del
encarcelamiento en los límites de la individualidad. Pero la diferencia es
la que existe entre un Sabio y un niño. Aquel está consciente, despierto;
este no. El amor es un acto consciente.

«El amor sin Amor» no es el amor. No se puede disociar la cuestión del


acto sexual, la pareja, del Amor y el matrimonio.

Antes de abordar este dominio tan importante de la vida, quiero, no


obstante hacer una observación. El amor del hombre y de la mujer es
un asiento del que difícilmente puede hablarse sin malentendido. Como
se lo experimenta sobre todo a través de las frustraciones, los miedos,
las inhibiciones, los prejuicios y, en particular, del egoísmo de cada uno,
es necesaria una larga maduración para considerarlo un adulto
verdadero. En lenguaje de los amantes, «Te amo» significa «Ámame».
El amor, incluso el gran amor, es el de dos egos limitados, definidos,
individualizados pero que quieren sobrepasar sus límites.

Hay un acto sexual, fuera de la pareja y del matrimonio que tiene


también su valor trascendente: en aquel en el cual ya no es el señor
fulano de tal que se une a la señora o señorita fulana de tal, sino el
hombre que se une a la mujer, sin actitud de posesión, sin referencia de
tiempo. El principio masculino se une al principio femenino, el hombre
ve en la mujer su pareja, la mujer ve en el hombre su pareja. En tales
uniones pasajeras, hay una dimensión suprapersonal que también
rompe la prisión del individualismo. Es el caso de los acoplamientos
rituales en ciertas enseñanzas tántricas. Esta desindividualización se
encuentra también en las uniones colectivas. Si les pantouses de varios
llegan a estar o vuelven a estar poco a poco a la moda, es por el
mecanismo inevitable de la compensación o de la reacción. Todos en la
actualidad se ahogan tanto y cada vez más en la estrecha prisión de su
ego, que se impone en la necesidad de un estallido, de una
impersonalización. En la orgía colectiva no hay más ni yo ni tu, sino la
energía vital espontánea expresándose sin el control de la mente ni
referencia individual. Resulta de ello un sentimiento de amplitud y de
trascendencia, de grandiosidad, que tiene también - no trato en
absoluto de escandalizar- algo de religioso, de «numineux»

Claro, cada manifestación de la sexualidad debe ser apreciada en su


contexto. Los actos de un hombre llevado por sus deseos y sus rechazos
y los actos de un hombre comprometido en la Vía de la conciencia,
según una enseñanza válida y verídica, jamás tendrán el mismo sentido.
Algunos seres tienen una meta permanente y definitiva: el Despertar, la
Realización Espiritual. Los demás son conducidos por emociones más a
menos durables, por instintos y pulsiones.

El acto sexual puede ser, pues, disociado del matrimonio, sin por ello
atraerse a la condena. Pero la Vía normal pasa por el amor durable
entre un hombre y una mujer, por el amor conyugal. El amor es en sí
mismo, un aspecto de la Vía: crecer juntos, progresar el uno por el otro.
Desgraciadamente, el éxito en el amor conyugal es en la actualidad muy
raro. Si esta realización es posible, no es probable. No todos los
matrimonios fracasan, pero son muy pocos los que tienen un valor
suprahumano y que hayan aportado todo lo que el hombre y la mujer
esperaban.

No hay sexualidad perfecta sino en el amor perfecto, aquel al cual nada


falta, aquel que nos compromete y nos anima totalmente, sin ninguna
frustración o insatisfacción en cualquier plano que sea. La relación
conyugal, la relación entre el esposo y la esposa es la más completa y la
más rica.

Una mujer debería ser para su esposo todo lo que su esposo espera de
la mujer. Un esposo debería ser para su esposa todo lo que su mujer
espera de los hombres. La esposa debe ser a la vez amante, hermana,
madre, hija, amiga, enfermera, socia y jueza ; y el esposo, amante,
hermano, padre, hijo, amigo, enfermero, socio y juez. Todas las
relaciones posibles entre un hombre y todas las mujeres, entre una
mujer y todos los hombres, están reunidas - o deberían estarlo- en la
pareja.

El mejor criterio para saber si se ama y se puede casar válidamente es


preguntarse honestamente si se cumple estas condiciones. De lo
contrario, de algún modo el hombre guardará en él la nostalgia de la
amante apasionada, que posee los atributos eróticos que, subjetiva e
íntimamente, le atraen más; la nostalgia de la mujer-camarada con
quien puede ser cómplice, y hablar, reir, compartir; de la mujer-madre
que sabe servir, reconfortar, consolar, tranquilizar; de la mujer hija a
quien puede proteger, guiar, enseñar, a quien puede descubrirle el
mundo y sus riquezas; de la mujer hermana que comparte sus sueños,
con quien tiene afinidades profundas, con quien hace parte de la misma
familia, y que le da el afecto y la ternura apacible; de la mujer socia que
comprende sus problemas profesionales, lo ayuda y comparte sus
actividades, de la mujer que cura, venda y socorra; de la mujer en
quien tiene confianza para ayudarlo a progresar, para ayudarle a verse
como él es, para decirle lucidamente es así, o «No es así». Si falta una
de esas mujeres en la suya, él la buscará conscientemente en otra
parte, o bien la negará, reprimirá su pesar y la buscará
inconscientemente en otra parte. Le reprochará a su esposa no ser esa
mujer, y su entrega sexual jamás será perfecta. Y es exactamente así
para la mujer respecto a su marido.

Parece que ninguna mujer y ningún hombre son lo bastante completos


como para asumir todas estas tareas (dharma). De hecho un consorte
las realizará mejor mientras más libre sea él de subjetividad y de su
mente. El esposo y las esposas deben cumplir mutuamente estas
diferentes funciones. Pero estas funciones deberían ser impersonales: la
madre, hermana, hija. Mientras más inconscientemente espere el
cónyuge cierta madre particular, hermana, hija, menos oportunidades
habrá de que su espera sea satisfecha.

La ley del matrimonio es la ley general del ser y del tener: soy un
marido, y no: «tengo una mujer». O aún: Soy su marido, y no: es mi
esposa. Sólo los seres libres y adultos pueden obedecer estas leyes.
Mientras «Te amo» signifique «Ámame», ningún matrimonio feliz y
durable es posible. Una exigencia infantil está condenada a la decepción.

El esposo tiene el derecho de esperar que su mujer sea su esposa, la


mujer tiene el derecho de esperar que su marido sea un esposo. Aquí
interviene con particular virulencia el hecho dramático de que no vemos
al otro tal como es en sí mismo, sino a través de nuestras fijaciones
inconscientes y de nuestros prejuicios. ¿Quién verdaderamente es
nuestra pareja? ¿Cuál es su verdad? ¿Dónde esta la apariencia y dónde
la esencia? Todos esperan cierto marido o cierta mujer del cual llevan ya
en sí mismos, inconscientemente, la imagen, como un director de teatro
que quiere distribuir un rol en una obra. El personaje existe, hay que
encontrar aquel o aquella que lo ejecute: un rol particular, no una
función. La mente, las emociones, las proyecciones del inconsciente
disfrutan mucho y surge la confusión extrema, ceguera, mentira y por
supuesto, el sufrimiento. A menudo el hombre busca en la mujer la
madre bendita de sus primeros meses cuyo recuerdo imperecedero
permanece escondido en su corazón. O bien será atraído por aspectos
de la existencia, de la totalidad del ser, que ha negado en él: un hombre
austero pasará su tiempo a reprimir, aceptar, reprimir su extremo
interés por las mujeres sensuales y lascivas. O aún se identificará
directamente con la mujer por lo que es o lo que tiene y que él hubiera
querido ser y tener: un hombre feo se sentirá hermoso por la belleza
que se acuesta con él, un hombre que lamente no ejercer una profesión
amará a una mujer que lo habrá logrado. Pero esta identificación es
exactamente lo contrario de la unión o de la unidad (oneness) y la hace
imposible por el velo o la pantalla que mantiene entre el amante y su
amada.

Lo que acabo de decir para el hombre es naturalmente cierto para la


mujer también. En regla general, la relación que el hijo a tenido con su
madre y la hija con su padre ejerce una influencia preponderante.
Muchos hombres buscan a su madre (y no a la madre) en las mujeres,
muchas mujeres buscan a su padre en el hombre. Pero la mente es tan
retorcida que puede encontrar en una mujer al padre que le ha faltado y
que espera siempre el niño que él es al fondo de sí mismo. Por ejemplo,
un hijo - incluso de un padre honorable y honrado- puede sentirse
completamente huérfano y estar convencido de que jamás tuvo un
padre que lo quiera sino sólo un padre para regañarlo o vejarlo. Tal vez
conserve oculta y censurada por entero cortada de su mente de
superficie, la imagen de un verdadero papá, de un buen papá que una
vez lo alzó en sus brazos, o sobre sus hombres cuando era pequeñito.
La función del padre es separar poco a poco al niño de las faldas de su
madre y familiarizarlo con el mundo. El padre debe indicar no lo que hay
que hacer sino cómo hacerlo, debe enseñarles a su hijo o a su hija y
darles confianza en sí mismos. Cuando un padre así ha faltado, un
hombre de treinta o aún cuarenta años, puede inconscientemente
encontrarlo en la mujer que él ama si ésta ha triunfado en una profesión
masculina (la medicina, por ejemplo), si es fuerte, tiene experiencia,
gana dinero, puede introducirlo en un medio que él no conoce, que tiene
los atributos del padre ideal. Por poco que esta mujer tenga también un
sufrimiento o una debilidad que la haga vulnerable, este hombre se
enamorará fácilmente de ella. Pues más perdido se sienta uno mismo (y
como podría no sentirse así un hijo cuyo padre le ha fallado?) mayor
será la necesidad de proteger a los demás.

Es así como el «amor», la «pasión» es casi siempre un mecanismo


ciego, y «enamorarse» es no una elevación sino verdaderamente una
caída. Hay que tener cuidado de no confundir el amor y la fascinación.
La fascinación por lo demás recíproca y compartida, es una atracción
que parece irresistible pero que no puede ser durable, pues está
fundada sólo en la ignorancia y en los mecanismos inconscientes y
mantiene todo el tiempo en el miedo. A esta fascinación se la llama
(«tamber remoureux»), literalmente «caer enamorado», igualmente
amor, o gran amor, y es empero lo contrario, con la fascinación se mata
y puede matarse uno mismo; con el amor se vive y se ayuda a vivir.
Para la fascinación la separación es tortura, mientras que el amor crece
en la ausencia.

La fascinación necesita decir «te amo»; el amor se muestra y lo prueba


sin decirlo. La fascinación pregunta sin cesar: «¿me amas?». El amor ha
hecho uno a quienes era dos. La fascinación sabe que la vida puede
separar los cuerpos; el amor sabe que no puede dividirse el espíritu.

Y sobretodo, la fascinación exige del otro que corresponda a la imagen


prefigurada que impone, y el amor ve al otro y lo acepta tal como es.
Cualquiera puede fascinarse. Más para amar es necesario ya un nivel de
ser elevado, un verdadero adulto, un conocimiento y un dominio de sí
mismo que no vienen así nomás, muy al contrario.
La fascinación jamás dura. Conduce al sufrimiento, luego muere... hasta
la próxima vez. Pero el amor crece y se enriquece sin cesar. Los
esposos, dice la Biblia, «no son más que una sola alma y una sola
carne».

Como expresión del amor verdadero, la vida sexual adquiere una nueva
dimensión Sobrepasa el nivel estrictamente físico a la vez que asocia los
cuerpos en una unión inmensamente más profunda y sutil, y se apoya a
esta sexualidad para alcanzar una unidad cada vez más perfecta.
La gran enseñanza del acto sexual es que la unión física es un engaño.
El plano físico implica formas separadas, y físicamente dos no pueden
ser uno, cualquiera que sea la necesidad de sobrepasar esta forma, de
hacerla desaparecer y de fusionarse con el otro. Sin embargo, es una
ley de la naturaleza tratar siempre de neutralizar o borrar las
distinciones que ella misma ha creado. En el acto sexual, el juego de
tomar y dar es particularmente significativo. «Tómame». «Me doy a ti».
Cada uno quiere darse y tomar al otro. Pero la unidad no existe más que
ahí donde ya no se trata de tomar ni de dar, donde este doble
movimiento ha sido neutralizado. Aún los cuerpos superiores son
todavía formas, por muy sutiles que sean. Y «hacer el amor» es mucho
más que lo que expresan estas palabras.

No se trata sólo del acoplamiento de los cuerpos físicos y de la unión de


los planos sutiles del ser - aunque primero habría que aceptar la
existencia de estos planos. El don de sí mismo recíproco ya es definitivo
y perfecto y los cuerpos están invitados a participar. La iniciativa no
viene del cuerpo. El sentimiento de no ser más que uno en dos, o dos en
uno, se lo vive en toda su intensidad. Sólo el encuentro de las miradas
lo materializa en el plano físico. Por lo demás, es sorprendente constatar
que, en los acoplamientos ordinarios en los que cada uno permanece
prisionero de cada uno en sí mismo, hay miedo de mirarse el uno al
otro. El don mutuo se expresa en primer lugar por los ojos. Es entonces
que se le da al cuerpo la libertad total de manifestar conscientemente.
Ya no hay tiempo ni separación. El amante, la amante y el amor que los
une son una trinidad perfecta, indisociable y pura como el estado de
gracia que precede a la caída en la multiplicidad. Es, en el plano
material, el gran sacramento metafísico del Adwafos-Vedanta: dos que
no son más que uno. Sabemos que ya han empezado ha envejecer. Pero
la verdadera unión de los cuerpos, de la cual hablan todas las Escrituras
Sagradas, sobrepasa los cuerpos y conduce a la expansión de la
consciencia liberada de los límites del cuerpo. Es la paradoja del Yoga:
por el cuerpo más allá del cuerpo. Además puede hacerse muchas
relaciones entre la intensificación de las funciones orgánicas en la
hatayoga y en el acto sexual digno de dos seres humanos.
El acto sexual funda una parte de su valor y su importancia en el hecho
de estar directamente ligado a la respiración. A partir del momento en
que alguien está animado sexualmente, su respiración cambia y se
vuelve rítmica. En la unión hay un ritmo, o mejor, varios ritmos
respiratorios sucesivos que corresponden naturalmente a los ejercicios
respiratorios del yoga, trayendo espontáneamente las modificaciones del
nivel de la consciencia. Ambos pueden conducir a una ruptura de nivel,
al rompimiento temporal de los límites del ego, y al samadhi, a la
trascendencia.

La concentración de las energías físicas, emocional y mental se hace por


sí mismas. Las funciones ordinarias, en particular el personaje
superficial con que estamos identificados, se detienen provisionalmente.
El hombre y la mujer están animados por la energía fundamental, la
energía original, no aún diferenciada como energía física, emocional y
mental. Es la vuelta a las transparencia, a la espontaneidad, a la verdad
de antes de las deformaciones, de los traumatismos, y de los
condicionamientos. Los amantes se reintegran a la realidad profunda
esencial de su ser. En este sentido la unión sexual verdadera es una
forma de meditación; determina un nivel de cambio de consciencia que
va hasta la supresión momentánea del sentido del ego. (Una Upanishad
ha llegado a decir que el Sabio vive en un orgasmo eterno). Entonces, y
sólo entonces, nace el sentimiento de perfección y plenitud. Pero es
preciso, justamente, que no sea el ego quien haga el amor sólo para
satisfacer una necesidad de afirmación, de posesión, esclavitud o incluso
simplemente, un deseo de placer o de sensaciones.

El acto sexual es una circunstancia privilegiada para el ejercicio de la


actitud anterior justa frente a cualquier situación. Un ser humano está
activamente en el camino espiritual cuando se siente Ser, cuando se
siente animado por una potente energía de la cual él es el canal. En
efecto, si sus polaridades se corresponden , la presencia mutua de un
hombre y de una mujer les despierta un intenso sentimiento de ser. Es
posible entonces comprender y vivir el verdadero hacer que es dejar de
hacer. El sabio es el doer perfecto por que no hay en el doer individual.
De igual modo los amantes dejan manifestarse a esta fuerza más vasta.
más justa, más pura que sus egos respectivos.

En el transcurso de la existencia, lo importante es vivir siempre


estrictamente en el instante, en el presente. Es muy difícil. Pero lo es un
poco menos en la unión física. Por lo general en un acoplamiento
ordinario, la actitud de la pareja es falseada por el recuerdo consciente
de actos sexuales anteriores que vienen a predeterminar el acto en
curso. Esta actitud se vicia también por la espera y la representación de
los minutos siguientes. Cada gesto, en vez de ser perfectamente
efectuado y sentido por sí mismo y en sí mismo, es ejecutado como la
promesa y la preparación del gesto siguiente, un poco más íntimo. No se
lo vive perfectamente, entonces, y todo lo que podría aportar se pierde.
Cada uno trata impropiamente de hacer, hacer lo que podría permitirle a
su pareja que lo satisfaga a él. En fin, ambos tratan de «perder la
cabeza», es decir, liberarse de la estrechez de mente, hundiéndose en la
infraconsciencia, en vez de vivir conscientemente una maravillosa
revelación de libertad.

Este comportamiento es falso. La sabiduría es siempre la experiencia de


la pura instantaneidad. Esta es posible en el amor viviendo el acto de
unión y sus preliminares en la plenitud de cada instante, sin referencia a
ninguna noción de tiempo.

El amante no posa su mano sobre la mano de la amante. La mano se


posa como una evidencia y una certidumbre. Y se posa sin ser
considerada como un preludio a absolutamente a nada, sin ninguna
espera preconcebida. En vez de ser un acto mecánico y sin significación,
cada gesto simple se reviste de una grandeza y una profundidad
inmensa. El amor se vuelve realmente una participación y una
meditación. Nada es buscado. Todo es recibido con una disponibilidad
total a lo desconocido y a la novedad. El orgasmo que es generalmente
considerado como un fin, como una consumación, se revela, al
contrario, como un comienzo, una apertura sobre un estado interior de
comunión y de contemplación, en el cual la consciencia se libera dl
funcionamiento psicomental. En vez de aportarnos tristeza nos otorga la
paz y la certidumbre que están en nosotros, que nosotros mismos
somos.

En esta perspectiva ya no se trata de tomar sino de acoger. La


relajación y la aceptación son totales, sin ninguna rigidez, ni ansiedad,
sin ningún deseo de producir u obtener un resultado particular. El
proceso sexual se desarrolla y se intensifica por sí mismo y los amantes
se someten a él libremente. Ellos no hacen el amor: el amor se hace.
También en esta perspectiva se comprender de que manera el deseo
libidinoso y la codicia son, en efecto, faltas o «pecados», en oposición a
la unión verdadera. Para los amantes juntos el amor es un abandono,
una apertura, un brote interior del cual la abertura de la cavidad
femenina y el brote del semen masculino son símbolos físicos sensibles.
Mientras se trate de hacer, no puede hacerse más que lo que se
concibe. Pero de lo que se trata de una realidad infinitamente más
grande que nosotros y que somos incapaces de concebir. Sólo podemos
recibirlas.

La unión sexual es un rito, en el sentido técnico del término. El rito se


distingue de la simple ceremonia: un acto realizado conscientemente en
el plano físico (o «burdo») produce efectos en el plano sutil o incluso
trascendente. Pero esto lo han perdido de vista por completo nuestros
contemporáneos quienes parecen tomar como norma y medida el reino
actual de la materialidad. Pero aún si se olvida cada vez más no por ello
el carácter sagrado del acto sexual le quita a éste su carácter de
«misterio», en el sentido iniciático de la palabra. Considerar el amor
sexual como una impulsión física es una profanación, y existen varios
textos islámicos e hindúes: como orar durante la unión.

Se han establecido muchas relaciones entre las experiencias eróticas y


las experiencias místicas. La misma palabra éxtasis es a veces empleada
para evitar cualquier confusión. Si la unión física puede ser el punto de
partida de una realización espiritual, ocurre también que los transportes
místicos no sean sino formas desviadas del más material y sensual de
los erotismos.

La unión sexual sagrada se enriquece con la fidelidad. Uno puede


considerar que tal mujer o tal hombre es atrayente, pero nada más.
Pero aquí la infidelidad es imposible, incluso en pensamiento. ¿Para qué
cambiar aquello en lo cual no hay repetición ni monotonía? Cada unión
es original, incomparablemente única. Cada unión es la primera, es una
manifestación espontánea, fuera del tiempo, es la expresión de una
comunión del sentimiento, intelecto, espíritu, cada vez más rico y
profundo. El acto sexual es una improvisación espontánea de dos, como
la de ciertos músicos orientales. La misma inspiración parece nacer al
mismo tiempo en ambos. Los hindúes dicen que en la unión los amantes
ya no se sienten como hombres ni las amantes como mujeres: es una
sola consciencia la que borra las diferencias de los cuerpos.

En cuanto a la sexualidad femenina, la ciencia tradicional o esotérica


confirma la distinción de la sensibilidad superficial, infantil, del clítoris y
de la sensibilidad vaginal, profunda adulta. El orgasmo del clítoris puede
incluso ser un obstáculo para el desarrollo pleno del ser integral de la
mujer. Freud está en esto más cerca de la verdad que los investigadores
norteamericanos. Ninguna medida científica dará cuenta del dominio
suprafísico que es, empero el más importante.

Hay que ver que en la degeneración actual, la inversión de todas las


verdades es llevada cada vez más lejos. Ha llegado a ser tal la nulidad
de los amantes, que la inversión lírica, el himno de los cuerpos, ha
dejado su lugar al ensayo laborioso de todas las posturas que nos
muestran los libritos, rojos o blancos que vienen de Suecia o Dinamarca.
No es sorprendente entonces que la necesidad de cambiar de pareja se
vuelva cada vez más apremiante. Eso se llama -una vez más la
caricatura- libertad sexual, independencia de los cónyuges,
emancipación de la mujer. No es más que la opresión de la mente, la
tiranía del egoísmo, la prisión interior. La mente que es el
funcionamiento más falso y artificial, ha contaminado la última función
que podía seguir siendo natural, espontánea, semejante a la alegría y a
los juegos de los niños, camino de reintegración en la verdadera libertad
primordial.

Mientras más avanza un hombre o una mujer en la escala de los niveles


del Ser, más progresa su vida sexual. La sexualidad se enriquece con los
otros aspectos de la Vía. Poco a poco, el acto sexual se acerca cada vez
más a la perfección. Cuando esta perfección ha sido alcanzada el
hombre y la mujer son libres de la sexualidad y están disponibles para
los estados siguientes de la evolución. Lo que es perfecto está
consumado. No se rehace una multiplicación que se prueba exacta. No
se siente más necesidad de repetir lo que ha sido realizado, salvo la
aspiración a descubrir nuevos planos, cada vez más sutiles de la
realidad.

Ahora que he hecho justicia al acto sexual y que no podría acusárseme


de puritanismo o de odio cristiano por la «carne», quisiera, no obstante,
señalar aún un punto en este dominio en el cual el Occidente se
equivoca actualmente por completo. En todas partes la cantidad a
reemplazado a la calidad. Entre la represión y la anarquía, «la vía del
medio» exige un mínimo de disciplina y de conciencia. En verdad, el
acto sexual es un acto grave, precioso, que no debe efectuarse en
cualquier sitio ni de cualquier manera. Todos los ordenes tradicionales
(judaísmo, Islam, Hinduísmo,etc) han establecido reglas físicas, válidas
para todos, que fijan cuándo y en qué condiciones la unión física de los
esposos es lícita y legítima. En el plano exotérico, en el plano de la ley,
es la aplicación de los principios que no son comprensibles más que a la
luz del esoterismo.

Este libro no está consagrado a los problemas de la pareja sino a los


caminos de la sabiduría, y es en esta perspectiva de la Vía que estoy
considerando la relación del esposo y la esposa. Por lo demás es sólo en
esta perspectiva que la unión de un hombre y una mujer puede tomar
su verdadero sentido, ayudándose mutuamente a progresar. Es una
obra de dos que duran toda la vida y que incluso puede proseguir a
través de las encarnaciones sucesivas. Aparte de la relación del gurú al
chella (discípulo), del maestro al discípulo, ninguna relación humana es
tan sagrada como la del esposo con la esposa cuando es considerada
como una vía no-egoista hacia la perfección: no ser más un hombre sino
el hombre, no una mujer sino la mujer, luego uno y otra llegar a ser el
Hombre: Dios creo al Hombre a su imagen.
La mayoría de hombres y las mujeres que nos rodean no han tenido la
oportunidad de ir hasta el fondo de su propia verdad, y no se conocen a
sí mismos. La mayoría también enmascara con sus empresas, sus
actividades, sus éxitos, un inmenso desampara oculto, reprimido que, a
veces en un recodo de la vida alrededor de los cuarenta años estalla en
neurosis. Pero, por lo general, se manifiesta de manera desviada e
insidiosa: uno bebe demasiado, otro fuma demasiado, una tiene
demasiada necesidad de mirarse en el espejo, la otra demasiada
necesidad de ser mirada por los hombres. Cristo trató a los fariseos de
sepulcros blanqueados, llenos de podredumbre. Cuántos conflictos,
desconcierto, miedos, cobardías, cuánta agresividad, rebelión, angustia,
cuántos llamados de socorro se esconden detrás del personaje que
desempeñamos ante nuestros propios ojos y ante la sociedad. «Todas
las criaturas aspiran a la felicidad» ha dicho Buda «que tu compasión se
extienda entonces sobre todas ellas». Buda ha sido llamado el gran
médico. La Vía es un inmenso hospital donde se encuentran aquellos
que han reconocido y aceptado que están enfermos. Su enfermedad es
la del Ego, la del individualismo, que nos aprisiona en la dualidad de los
deseos y los rechazos. Quien dice enfermedad dice también buena
salud. La enfermedad es un funcionamiento inarmónico que se impone
sobre la salud. La naturaleza, verdadera, primordial de todos, es la
salud espiritual y la felicidad. Siendo tan orgullosos como somos
deberíamos sentirnos horriblemente vejados de no ser perfectamente
felices, pues eso significa que no somos nosotros mismos sino una
caricatura.

Aquel que se ha comprometido con la Vía no quiere mentirse más. Ya no


quiere transformar a los demás para evitar transformarse así mismo,
para hacer de los demás lo que no logra hacer de sí mismo. Reconoce su
nulidad y a la vez, está decidido a curarse cueste lo que cueste.
Comprende que hay poco a poco profundamente en él situaciones,
relaciones, campos de fuerza que no pueden expresarse libremente. Sus
sueños, esperanzas, temores, proyectos, son reemplazos o
compensaciones. No basta darse cuenta que uno no se conoce, querer
conocerse para que eso sea fácil. Las represiones, las mentiras, las
deformaciones se han vuelto parte de nosotros mismos. Impregnan
nuestras células la unificación y la liberación son una empresa larga y
dolorosa que exigen coraje, honestidad y una perseverancia sin falla.

El hombre y la mujer que se aman, que «Dios ha dado el uno a la otra»,


son aliados en esta tarea. «Para lo mejor y para lo peor» no concierne
sólo a los sucesos exteriores sino también a las vicisitudes y los dramas
interiores. Para lo mejor, es decir, cuando el otro, libre de emociones, se
comporta como adulto consciente. Para lo peor: cuando el otro,
arrebatado por su emoción no es una reacción mecánica. ¿Cuánta amor
verdadero y cuánta comprensión de su propia condición son entonces
necesarios para recordar que esta exigencia infantil, esta injusticia, esta
cólera, esta vanidad no son la realidad esencial de aquel o aquella que
está frente a nosotros. Quien se atrevería a juzgar a un enfermo cuya
herida sangra o que es sofocada por la tos? Los esposos deben estar
vigilantes no sólo para sí sino también para su pareja.

El matrimonio es la desnudez completa de una ante el otro: la desnudez


en los cuerpos en la unión física es el signo de la desnudez de las almas.
Los amantes desean la desnudez física total para que su unión sea
perfecta. Ocurre lo mismo con la desnudez moral y mental. Los esposos
no se esconden nada. Es cuestión de tiempo, de lugar y de
circunstancia. Una mujer no se muestra desnuda a su marido mientras
él estudia o escribe. Igualmente un esposo y una esposa tienen en
cuenta las condiciones particulares de su cónyuge para desnudarse
psicológicamente. Sólo el Sabio es perfectamente neutro. Todos tienen
sus emociones latentes que pueden ser atizadas y sus heridas intimas
pueden ser reavivadas por ciertos pensamientos, temores, deseos del
ser amado. La comunión de la desnudeses morales tanto como la unión
desnudeses físicas, es un intercambio corriente, no violación o agresión.
No se puede respetar los sentimientos sin respetar los cuerpos.

Esta verdad total no es posible más que entre aquel y aquella que se
aman. Es su privilegio. En muchas tradiciones la mujer no se muestra
completamente más que a su marido: la musulmana se vela para salir,
la hindú no suelta completamente sus cabellos más que para él. El
pudor respecto a los extranjeros no es en absoluto incompatible con la
perfección erótica en la intimidad. Al contrario, la plenitud sexual va de
par con la castidad. La costumbre de reservar la visión de su cuerpo al
esposo - y de la que se está lejos con los trajes de baño de dos piezas y
los bikinis- no es la expresión de una servidumbre sino de un profundo
conocimiento esotérico que el mundo moderno ha perdido por completo.
Es el signo de un sacramento. Todo está tan lejos de nuestra actual
posibilidad de comprensión que sería inútil extenderse sobre ello. Puesto
que vemos las cosas de manera opuesta, no lo neguemos. Pero no
condenemos un orden cuya significación se nos escapa y no
descuidemos ninguna de las oportunidades que se nos da para
profundizar nuestra comprensión.

Este descubrimiento de los esposos es la primera expresión del


verdadero amor. Pero esto exigen una confianza total, fuera de la cual el
matrimonio no es más que el acoplamiento de dos egoísmos o de dos
fascinaciones. Si cada mundo inconsciente o una imagen particular de
hombre y mujer igualmente inconsciente, puede haber fascinación
maravillosa o trágica pero no amor. El amor comienza con el
conocimiento del otro a través del conocimiento de sí mismo. Para amar
hay que ser.

De todos modos, no se puede hacer trampa con su cónyuge. «Para


nuestros criados no somos nobles». No hay gran hombre para su esposa
ni mujer ideal para su marido. La única admiración posible, una vez
desmentida el entusiasmo de la fascinación, es por el coraje y la
sinceridad. Una pareja se respetará tanto más cuanto que cada uno verá
en el otro la aceptación de la verdad y el combate consigo mismo para
llegar a ser más fuerte y más libre. Las relaciones superficiales a nivel
de la mente y del cuerpo impide que se manifieste una relación más
profunda al nivel de las esencias. Si todas las funciones de un hombre y
de una mujer (padre, hija, hermano, amiga, amante, socia) están
implicadas en el amor, todos los niveles de sí mismo - y todas las
contradicciones- están implicados también. Amo con «lo mejor» de mí,
estoy fascinado con «lo peor» de mí. Cada uno de los cónyuges lo
acepta para sí y para el otro. ¿Es un deber? No, es un derecho, el
derecho de tener verdaderamente el dharma (ley, orden, armonía) de
un esposo y de una esposa, luego, de ser y de devenir. Cada uno puede
sentir entonces: «Soy para él», «Soy para ella» y no «él -o ella- es para
mí». Eso exige una extrema vigilancia y a veces comprender su sentido
y su alcance. Rechazo la emoción y la reacción porque revelan mi
espera. Rechazo al otro. Un sufrimiento reprimido grita: «No, no» y
reclama obstinadamente el gesto o las palabras que no vienen. A partir
de ahí cualquier reacción es posible si la mente tiene la iniciativa de las
operaciones. Cualquier reacción es posible, pero una sola acción es
justa: el corazón del camino espiritual. Al aceptar mi emoción por
encima de mí, reconociendo su fuerza de convicción, mi ser se disocia
de mi mente. Es el comienza del verdadero «Soy». El verdadero Soy
jamás pide. No el ego sino el yo verdadero lo que es la realidad, siente y
comprende verdaderamente. Enraizado en mi profundidad y mi libertad,
el ser libre y unificado es uno con el otro a quien tal vez sin palabras, sin
gestos - el amor lo llama a esta paz que está siempre en nosotros, como
el cielo azul está siempre más allá de las nubes negras.

Amando sin egoísmo, esforzándose por dar sin pedir, el esposo o la


esposa no se sacrifican. Al contrario, se vuelven cada vez más libres.
Mientras más renuncian a poseer al otro, más sienten que el otro es de
él, que el otro es uno mismo. «El amor hecho de emociones y de
reacciones inspira en la pareja las mismas emociones y reacciones. Pero
el amor consciente atrae al amor verdadero. Nadie se engaña ni ignora
al amor que ama sin debilidad, pero también sin condena.

Todo lo que acabo de decir sobre el amor entre los esposos representa
la forma más justa entre la relación entre el hombre y la mujer. Pero
rara vez se alcanza esta relación. Los fracasos, las dificultades pueden
llegar a ser también una parte de la Vía, con la condición de vivirlos en
la verdad y no en conflicto con la moral. Es en el dominio de la
sexualidad que la moral inventa la mayor confusión.

Una de los aspectos del Adhyatma-Yoga más difíciles de comprender es


su rechazo de los criterios morales y sociales y de la distinción del bien y
el mal. No hay más que casos particulares. La cuestión no es: «¿Es
bueno o malo?» sino «¿Es justo o falso?» La respuesta jamás es dada
por la aplicación de principios o de prescripciones sino por la situación
misma. Si se ve a todos los aspectos de una situación y se tiene en
cuenta todos los hechos, aprehendidos de manera neutra, la justicia
propia de cada situación aparece de por sí. como una respuesta que se
impone por sí misma. Para volverse adulto, responsable, consciente,
para encontrar nuestra dependencia en nosotros, no afuera, debemos
eliminar las reglas morales y los juicios de valor que nos han sido
impuestos desde afuera, y que se han grabado en nuestra mente. Estas
concepciones nos son ajenas, y, por consiguiente, crean forzosamente la
división en nosotros.

Claro, puede parecer que el rechazo de los principios morales deja el


campo libre a las acciones licenciosas y a las satisfacciones egoístas
incontroladas: «Yo hago lo que gusto y al diantre con los demás», lo
cual sería, en efecto, exactamente lo contrario a la Vía.

Liberarse de la ley es la más alta decisión que puede tomar un ser


humano. Pero eso no es posible más que para quienes han reconocido la
autoridad de un maestro, que está ya completamente por encima de las
leyes, pero que es también totalmente libre de su ego, enteramente
impersonal. El maestro no dará esta enseñanza fuera de la moral más
que dentro de la perspectiva del esoterismo, mejor dicho, jamás a
cualquiera, sino exclusivamente a quienes ya no están movidos por sus
impulsiones y sus intereses individuales. Sólo es digno de esta
enseñanza el discípulo que ha mostrado su exigencia íntima de verdad y
perfección y que está dispuesto a pagar cualquier precio para llegar a
ser libre. Este discípulo todavía tiene deseos, aun tiene ego, pero
también tiene una aspiración estable, profunda, sincera, por el
verdadero conocimiento interior.

Para poder crecer es preciso ser realmente uno mismo y estar unificado.
Si la verdad es que soy un demonio, sólo este demonio puede
evolucionar, transformarse, volverse menos egoísta (lo que no
evolucionará es la imagen ideal con la que mis padres o mis educadores
me han enseñado a ocultar la verdad). Decirle «No mientas» a un
mentiroso, o «quédate quieto» a un niño que está moviéndose todo el
tiempo, crea inmediatamente a otro. Una doble personalidad (split
personality) divide al niño entre «Yo miento» y «Yo no debo mentir».
«Yo quiero moverme» y «Yo debo quedarme quieto» De nada sirve
ordenar cuando la orden no puede ser cumplida. Al contrario, es muy
grave. Hay que encontrar y suprimir la causa de la mentira o la causa de
la agitación motriz. Es inútil humillar y desolar a un niño reprochándole
todo el tiempo ser tan hablador, si es sólo a los cuarenta años y luego
de semanas de lucha épica consigo mismo que comprenderá a qué
profundidad y en qué sufrimiento está enraizada su necesidad de hablar
y de ser escuchado.

No basta decir lo que hay que hacer y no hacer; hay que mostrar el
camino hacia lo justo, el camino que me conducirá a mí mismo tal como
yo soy y no tal como debería yo ser.

Los mandamientos religiosos y la ley, de los que proceden todas las


reglas morales, incluso laicas, dan una descripción del hombre perfecto.
El sabio, en efecto, no miente, no comete adulterio, no codicia. El honra
a su padre y a su madre, pues es libre de toda reacción infantil
inconsciente respecto a la imagen del padre, y la madre, realización que
es muy rara. La verdadera religión, la única verdadera, es la vía hacia
esta perfección y que comporta los medios de llegar a ella, es la
enseñanza de la transformación personal. Entre quienes se dicen
cristianos, ¿Quién puede poner en práctica los mandamientos, todos?, y
por lo demás ¿quién los pone en práctica? No basta aferrarse a uno en
detrimento a otros. Si yo no cometo adulterio pero compenso mi
represión codiciando los bienes ajenos o juzgando a los demás, no estoy
en la verdad.

La moral impuesta desde afuera, y que no es la expresión de nuestro


nivel de ser nos mantiene en la dualidad y en el conflicto con nosotros
mismos, en la ceguera y la mentira. El verdadero combate en nosotros
está entre el deseo de satisfacer la dependencia, infantilismo, egoísmo y
el deseo de llegar a ser adulto, libre, despierto. Hay madres que se
consagran a actividades sociales desinteresadas y que son
completamente egoístas, que imponen por todas partes sus prejuicios y
sus preferencias. En la actualidad, la vida sentimental y sexual oscila
entre la anarquía y la represión entre las impulsiones y las mentiras. El
abismo es cada vez más profundo entre los vestigios de la moral y la
practica cotidiana. El amor, no sólo ya no es una vía, sino que muy a
menudo es una prisión, una batalla de reacciones. Sólo la verdad puede
aportar un poco de luz a estas tinieblas y, sobre todo, a estos
sufrimientos: jamás la mentira.
Esto es tanto más grave cuanto que el hombre y la mujer no son los
únicos implicados sino también sus hijos, y que lo que hace más daño a
los niños es que se dan cuenta de la mentira en los adultos.

«La vida separa a los que se aman» repiten las novelas, películas,
canciones. No es la vida sino la mentira, el rechazo de la realidad, de las
leyes universales que son inexorables. La felicidad conyugal está hecha
de una reconciliación y de una armonización con el orden cósmico en el
cual están insertos el hombre y la mujer. La nostalgia del amor único y
eterno, la idea de que en algún sitio existe un hombre, o una mujer, que
nos corresponde exactamente permanecen tenaces al fondo del corazón
humano. Muchos amantes han creído de todo corazón que habían sido
creados el uno para el otro. Algunos meses más tarde no queda más
que la amargura, decepción y sufrimiento. ¿Qué mejor prueba de que
vivimos en la mentira y en el sueño? El hombre y la mujer cambian de
año en año, de minuto a minuto. Es que este cambio ¿les separa o les
acerca?

Es un cambio que ¿se hace consciente o por la fuerza de las cosas?


Quienes están de verdad comprometidos con la Vía se acercan a cierta
meta que se ha llamado simbólicamente la cima de la montaña. Sus
caminos convergen y no pueden sino comprenderse cada vez mejor.

Lo esencial es que haya alguien para amar, un ser unificado, cuyo sí sea
sí y cuyo no sea no. No se puede amar a alguien si uno no se ama a sí
mismo, y uno no puede amarse a sí mismo, si se está en conflicto
consigo mismo, si se dice sí en la mañana y no en la tarde. El hombre
moderno se encuentra en la situación trágica de tener que saber como
funciona. Esto es tan aberrante como tener que conducir un coche en la
Plaza la Concordia sin saber lo que es un desembrague, e
inmediatamente más dramático. Ninguna de nuestras acciones tiene el
sentido que les damos. Es ceguera. Un hombre o una mujer aman. Pero
están sometidos por fuerzas que los manejan sin que lo sepan y que los
llevan ahí donde no quieran ir.
Confrontando con tantos fracasos, desilusiones, sufrimientos, ¿Cómo
puede el hombre contemporáneo soportar su vida sin conocimiento de sí
mismo y sin conocer las leyes de la manifestación universal?

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