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VERBO Y NÚMERO

Es decir, la maldición kantiana del impedimento de que la razón humana trascienda y


penetre en lo ente en sí (la “res”), como quería Platón, sigue presente. La evolución de
los distintos sistemas de signos o lenguajes nos muestra que en algún momento del
desarrollo de sus múltiples correlaciones posibles, se estrellan contra sinsentidos o
paradojas significativas, aún respetando la naturaleza de sus peculiares
procedimientos internos, los que, hasta cierto nivel, habían respondido con fidelidad a
las descripciones de cosas, fenómenos y procesos. Esta es una condición límite de
nuestro conocimiento individual que invita a la meditación sobre aquello y los efectos
potenciales para la continuación en la aventura del saber.

El lenguaje de las matemáticas, tal como el natural, no escapa a estos problemas ni a


nuestras limitaciones como especie. Siendo también una estructura simbólica
delineada históricamente, que opera con “entes mentales” socialmente convenidos, su
desarrollo como sistema se ha ido produciendo montado en la herencia evolutiva
siconeurobiológica genética instalada. Su operacionalidad requiere no sólo de normas
de relaciones, sino también de piso axiomático, de ciertas verdades evidentes por sí
misma, porque “sin la idea de algo universal, es decir, algo que permanece inalterado
en el proceso intelectual, no hay pensamiento”.

Por ejemplo, los axiomas de Peano (1858-1932) buscan definir de manera exacta al
conjunto de los números naturales. Desde tales proposiciones, resulta que estos
números se pueden construir a partir de 5 axiomas fundamentales:

-El 1 es un número natural.


-El sucesor inmediato de un número también es un número.
-1 no es el sucesor inmediato de ningún número (no obstante el 0)1.
-Dos números distintos no tienen el mismo sucesor inmediato
-Toda propiedad perteneciente a 1 y al sucesor inmediato de todo número que también
tenga esa propiedad, pertenece a todos los números.

Luego, Peano, por inducción, dice que si un conjunto de números naturales contiene al
1 y a los sucesores de cada uno de los elementos de dicho conjunto, entonces contiene
a todos los números naturales. Pero esta verdad evidente se estrella al incluir en la
1 Nota del autor en itálica
serie el número “0”, pues el hecho de considerar el “0” como natural o no, es aún tema
de controversia. Normalmente se le considera, según se requiere o no, es decir, como
decisión normativa es arbitraria, no esencial.

Tal vez por estas discrecionalidades en la construcción del sistema es que Davis y
Hersh2 consideren que las matemáticas son realmente estudios “humanísticos”, en
tanto tratan de “objetos mentales” cuya existencia reside de modo compartido en
cerebros humanos. Es decir, tal como el lenguaje natural, significantes y significados
de las matemáticas son convenciones sociopsiconeurobiológicas que pueden o no
representar algo para quien las usa, pero que igualmente “son sobre nada real”, sino
generalizaciones-abstracciones definidas dentro de un paradigma. Sin embargo, Davis
y Hersh añaden que “algo caracteriza a tales objetos que emparenta a las matemáticas
con la ciencia: sus propiedades son reproducibles, es decir, pueden comprobarse”.

Desde cierta perspectiva, el lenguaje natural también es “comprobable” –al menos en


sus ámbitos de uso riguroso- cuando una secuencia argumental racional debidamente
normada según la lógica, posibilita predecir reacciones o fenómenos que efectivamente
se presentan, gracias a las correlaciones de premisas apropiadamente formuladas
dentro de un marco teórico fundado o cuando permite describir con precisión
experimentos a realizar para que la repetición del fenómeno previsto se reproduzca
todas las veces en que las condiciones previstas para aquello se presenten.

Para explicar el lenguaje natural como un sistema y hacerlo objeto de estudio


científico, Saussure consiguió la indispensable “invariancia” –de algo en él universal,
inalterado- en la estructura, no en su composición, porque, como hemos visto, en
todos los sistemas de signos son las posibles relaciones entre sus componentes las que
dan la clave para su estabilidad, por sobre la dinámica significativa o de significantes
de sus elementos.

Para ello, el investigador suizo usó el ejemplo del ajedrez: “La lengua –dice- es un
sistema que no conoce más que su orden propio y peculiar. Una comparación con el
ajedrez lo hará comprender mejor (…) Si reemplazo unas piezas de madera por otras
de marfil, el cambio es indiferente para el sistema; pero si disminuyo o aumento el
número de piezas, tal cambio afecta profundamente la gramática del juego”3. Es decir,

2 Philip J. Davis y Reuben Hersh. Experiencia Matemática. Ed. Labor MEC. 1988
3 Ferdinand de Saussure. Curso de Lingüística General. Editorial Losada S.A., Buenos Aires, 1964.
el lenguaje natural no es eficaz en su propósito de comunicar si es que sus normas y
procedimientos internos son trasgredidos, tal como las matemáticas son inútiles
cuando no se realizan mediante sus operaciones preestablecidas.

Entonces, parece que tanto en el lenguaje natural como en el matemático sus


“gramáticas” reconocen sólo su orden propio y peculiar y no se atienen en lo absoluto
al mundo exterior, extrayendo sus reglas única y exclusivamente a partir de su lógica
interna. La lógica del lenguaje natural, en su normativización lógico aristotélica y las
operaciones del algebra booleana, también se nos presentan como distintas a la
naturaleza, es decir, sus posibles relaciones y procesos serían “puro espíritu” humano.

No obstante tal aparente independencia, la naturaleza se conduce como si conociera


esas leyes internas y como si se rigiera por ellas, porque de otro modo, el hombre no
habría logrado dividir el átomo. Y pudo hacerlo porque en el desarrollo de los
procedimientos numérico-argumentales, matemático-físicos, de imágenes conceptuales
que permitieron a Einstein la formulación de la energía (E= m x c2), éste siguió
correctamente las reglas internas del lenguaje matemático y después, sólo después,
comprobó la “veracidad” de sus predicciones.

Este tipo de experiencias predictivas hipotetizadas sobre la base de la lógica de los


sistemas de signos se pueden observar corrientemente en el caso de las ciencias
naturales y sociales. El secreto de esta operación siconeurobiológica, que hace que la
naturaleza se conduzca aparentemente según las leyes con que operan al interior del
cerebro aquellos signos, pareciera esbozado en Aristóteles cuando tautológicamente
definió el principio de identidad como “A igual A”. Es decir, el filósofo griego, para
sustentar la construcción posterior de un conjunto de ideas lógicamente organizado,
requirió de un apalancamiento en un “punto” de apoyo, que es, desde una concepción
de las definiciones, prácticamente “ciego”.

En efecto, el principio de identidad, evidente por sí mismo, no refutable, aunque


tampoco comprobable (porque “algo igual a sí mismo” corresponde a una
generalización puramente conceptual), “ancla” el pensamiento –mediante una regla
inalterada- y desde dicha estabilidad lingüística (de la pura razón), facilita la
discriminación de otros fenómenos que se manifiestan en resto de los hechos, como
por ejemplo, “lo que es distinto de A”. Si así no fuera, todo resultaría indiferenciado, y
por consiguiente, no podríamos distinguir, categorizar, discernir, analizar, sintetizar y
finalmente, tampoco, tener pensamiento organizado.

Dicha forma de pensamiento, empero, dado que está organizada con arreglo a un
lenguaje que sistematiza de modo reflejo nominaciones y definiciones, relaciones de
cosas y fenómenos seleccionadas, incorporadas y categorizadas del entorno, según
pautas de significación comunitaria consensuadas, debe buscar sentido en razones
epilingüísticas, por lo que, finalmente, no es la naturaleza la que se adecua al
lenguaje, sino que es éste el que se ajusta progresivamente a aquella, a través de la
acción del sujeto en el mundo, porque es lo que hacemos-percibimos lo que construye
nuestro conocimiento y lengua.

La base material biológica de este proceso en la especie humana son sus estructuras
neuropsicológicas, desarrolladas filogenéticamente y en evolución adaptativa constante
frente a entornos cambiantes. Aquellas son las que hacen posible el reconocimiento
reflejo del medio a través de los sentidos, mientras que el lenguaje, como un
“software” de “huellas síquicas” significativas y valoradas emocionalmente, corre sobre
dicho “hardware” filogenético, permitiendo la sistematización social de eventos del
ambiente, gracias al “operador” binario, que permite discriminar y analizar sus
percepciones selectivamente; un “generalizador” que “sintetiza” de modo lingüística y
comunicacionalmente comprensible los polos de dicha oposición en un concepto que
los engloba (v.gr. alto-bajo=tamaño; lejos-cerca=distancia), inferencias y memorias
de corto y largo plazo que operan mediante un sistema de almacenamiento indizado
por posiciones evaluadas emotivamente como positivas o negativas para la
supervivencia.

Distinción, análisis, síntesis e inferencias, guían el cómo conocer del hombre, mientras
su capacidad de memoria, como reflejos condicionados audiofonéticos o “circuitos
reverberantes”, permite el almacenamiento de largo plazo de sus experiencias, las que
se van ordenando mediante las capacidades genéticas de analogía y oposición,
presentes en la gramática del propio lenguaje como tales.

Las características distintivas de la lengua humana respecto de otros modos de


comunicación entre seres vivos (rastros feromonales, vuelo de las abejas, cantos de
las aves o rugido del león) son pues, su condición comunitaria y autoreproductiva. Al
mismo tiempo, dado que distingue cosas y fenómenos, las nomina y almacena
individual y colectivamente en un especial modo de relaciones internas, el lenguaje
deviene en expresión del vínculo dialéctico entre el orden psiconeurológico del sujeto y
su entorno ecosociobiológico, lo que le otorga su dinamismo generativo.

Tal como el natural, el lenguaje matemático, en su formación e instalación como


entidad mental, también se ha desarrollado históricamente y a partir de la ostensividad
del entorno. La “cantidad” no es un concepto que surge de la nada. Deviene de
programas genéticos y adaptaciones propios de nuestra especie respecto de “poco”
“mucho” o “nada” (subitizing4), y cuya presencia, como mecanismo, se ha observado
experimentalmente en animales inferiores como las aves de corral y constatable en la
fábula del burro de Buriden que muere de hambre al no poder decidir hacia cuál de dos
paquetes de heno de idéntico tamaño dirigirse5.

Basado en la capacidad neurogenética de clasificación, el hombre inicia la construcción


del lenguaje matemático desde lo ostensible, de lo material inmediato (una manzana,
una flecha, un cerdo), dando lugar a la idea de diferencia –establecida al igual que en
el lenguaje natural mediante la definición-. Esto, unido a la analogía, conducirá al
“conjunto”, “grupo” de “iguales”, según la especie va desarrollando capacidad de
discriminación y decodificación de información del entorno. Desde tales cualidades es
presumible que la idea de “conjunto” induzca a la creación de protosistemas de
cuantificación que distinguen dos conjuntos o unidades, a partir de la capacidad
instalada de percibir opuestos y que, a contar del “tres”, el proceso se produzca por
analogía.

Según investigaciones neuropsicológicas, nuestra habilidad lógico-analítica y


matemática estaría sita en el hemisferio cerebral izquierdo. Esta herencia evolutiva nos
hace pensar-hablar en términos antitéticos, es decir, de modo dualista. La hipótesis
proviene de una constatación del neuropsicólogo ruso A.R. Luria6, quien observó que
un paciente con una lesión en la región inferior del lóbulo parietal izquierdo, era

4 Capacidad que tienen muchos vertebrados de discriminar la numerosidad sin tener que contar. Citado por
Rafael Núñez en “El Paradigma de la Mente Corporizada” en Nuevos Paradigmas a Comienzos del Tercer
Milenio. Alvaro Fisher, editor. El Mercurio Aguilar. 2004.
5 Se trata de un burro, “perfectamente racional” que demuestra indiferencia quedándose parado, con
hambre, equidistante de dos fardos igualmente atractivos. Ya que ambos fardos son iguales en todo sentido,
el burro no elige ninguno y por lo tanto, muere de hambre. Joseph A. Schumpeter, History of Economic
Analysis 1954, pp. 94n., 1064, citado por Murray N. Rothbard en “Hacia una reconstrucción de la utilidad y
de la economía del bienestar”. Revista Libertas IV: 6 Mayo 1987. Instituto Universitario ESEADE.
6 A.R. Luria. Funciones Corticales Superiores del Hombre y sus Alteraciones en Caso de Lesiones Locales del
Cerebro. Moscú. Universidad Estatal de Moscú. 1969
incapaz de razonar en términos antinómicos, no pudiendo distinguir términos como
arriba-abajo, antes-después o alto-bajo.

Este hecho ha permitido estimar que la visión dualista del mundo podría ser producto
de la actividad de esa región del hemisferio izquierdo, la que habitualmente usamos
cuando pensamos lógicamente: el “operador binario”, como lo llamó el psiquiatra y
neurólogo norteamericano Eugene D’Aquili, nos permitiría concebir las ideas en
unidades de contrarios, observadas ya en antiguas religiones y propuestas filosóficas y
morales fundadas en tales antinomias como en Asia (ying-yang), Egipto (El Kibalión);
Babilonia (Mazdeismo), entre otras.

Pero la especie también piensa de un modo no-dualista, holístico, sistémico, que según
recientes investigaciones, sería la forma de operación del hemisferio derecho del
cerebro. En este modo de pensamiento, desaparecen los términos antitéticos y puede
razonarse sin generar contradicciones. Se esfuman además las categorías de tiempo y
espacio, frutos del pensamiento lógico-racional del hemisferio izquierdo. Esta
característica sostendría la creatividad que manifiesta el hombre en diversos campos y
el modo en que se expresa el pensamiento onírico. Como se sabe, Freud lo denominó
“proceso primario”, mientras el proceso secundario sería el pensamiento dualista.
Jung, por su parte, lo llamó “pensamiento fantástico”.

Mediante ambas funciones del pensamiento –que hacían suponer a Einstein que no
había relación entre aquel y lenguaje-, el hombre va desarrollando sus habilidades en
el mundo, en un proceso que utiliza la cuantificación y la racionalidad; y la
cualificación, creatividad e imaginación para su “bienestar” en los diversos entornos.

La propiedad, acumulación, excedente y comercio impulsaron, por necesidad, la


abstracción cuantitativa, desde el valor intrínseco de las cosas útiles en sí, hasta su
valor de cambio, suscitando amplias y sostenidas polémicas sobre qué es lo que da
valor a las cosas, a contar desde el propio Aristóteles. Más allá de la discusión
filosófico-económica y los efectos de la división del valor de uso y cambio en la vida
social, desde el lenguaje es el acto mismo del intercambio (la comunicación de valores)
lo que va constituyendo los símbolos del “valor” que se van aquilatando en el juego de
oferta y demanda que opera en el trueque, hasta el intercambio de signos que
reemplazan los bienes transados (la moneda), cautelados por el poder que busca
asegurar orden y equidad.
Tal como en el caso de la revolución del conocimiento respecto del lenguaje natural
con Saussure, junto con el advenimiento del paradigma relativista en Física, en lógica
matemática durante las primeras décadas del siglo XX surge el teorema de la
“incompletitud” de Kurt Gödel7 quien señala que “en cualquier formalización
consistente de las matemáticas que sea lo bastante fuerte para definir el concepto de
números naturales (v. gr. los axiomas de Peano), se puede construir una afirmación
que, ni se puede demostrar, ni se puede refutar, dentro de ese mismo sistema”. Pero
el segundo teorema, que se demuestra formalizando parte de la prueba del primero
dentro del propio sistema, afirma que “ningún sistema consistente se puede usar para
demostrarse a sí mismo”.

En efecto, la consistencia de los axiomas del matemático italiano para los números
naturales se puede demostrar en Teoría de Conjuntos, pero no en la teoría de los
números naturales por sí misma. Se cumple así que “para establecer la consistencia de
un sistema S se necesita utilizar otro sistema T, pero una prueba en T no es
totalmente convincente, a menos que la consistencia de T ya se haya probado sin
emplear S”. Entonces resulta que “si se puede demostrar que un sistema axiomático es
consistente a partir de sí mismo, entonces es inconsistente”8.

Es decir, la reflexividad –la autopercepción- arrastra en todo lenguaje humano a


paradojas como la de la sentencia zen según la cual “la vida es como la espada que
hiere, pero no se puede herir a sí misma; o el ojo que ve, pero no se puede ver a sí
mismo”.9 Por tales paradojas, Bertrand Russell10 dijo que “las matemáticas puras
consisten enteramente en afirmaciones como la que, si tal proposición es verdadera de
algo, entonces tal otra proposición es verdadera de esa misma cosa. Pero es esencial
no discutir si la primera proposición es o no es realmente verdadera, y no mencionar
qué es ese algo de lo que se supone que es verdadero (...) Si nuestra hipótesis es
sobre algo y no sobre cosas más concretas, entonces nuestras deducciones constituyen
matemáticas. De ese modo, las matemáticas pueden definirse como la disciplina en la
que nunca sabemos de lo que estamos hablando, ni si lo que estamos diciendo es
verdad”.
7 Kurt Gödel. Obras completas. Jesús Mosterín y otros (Trad.). Ed. Alianza Editorial, Madrid. 1981.
8 Idem
9 Paul Watzlawick. “La Coleta del Barón de Münchhausen”. Editorial Herder. 1992.
10 Bertrand Russel. Introducción a la Filosofía Matemática. 1918. Versión electrónica Lecturalia. Russel
también descubrió su propia paradoja: “Y es un miembro de Y, sí y sólo sí, Y no es un miembro de Y” (clase
de todas las clases)-
Russell confirma pues, que el lenguaje matemático está fuera del tiempo y el espacio,
pero que igualmente constituye un sistema de entidades mentales que son eficaces
cuando se operan al interior del cerebro según sus propias reglas internas, respecto
del tiempo y el espacio, es decir, sobre lo real, aunque a condición de no discutir “si la
primera proposición es o no es realmente verdadera, y no mencionar qué es ese algo
de lo que se supone que es verdadero”, porque al definir esos “algo”, se introduce un
factor de inestabilidad significativa –dado que definiciones humanas contienen
arbitrariedades psicosociales devenidas de nuestra imposibilidad de penetrar la cosa en
si- que inevitablemente llevará a sinsentidos.

En esta misma línea, Gell-Mann11 define al sistema de signos y relaciones que


conocemos como matemática, como “el estudio riguroso de mundos hipotéticos. Es la
ciencia de lo que podría haber sido o podría ser, así como de lo que es”. Es decir, la
operación con sistemas de signos nos permiten formular hipótesis, preguntas-
respuestas para aplicaciones y explicaciones sobre mundos posibles, aunque algunos
de ellos sean sólo constructos teóricos (nada real), que, a mayor abundamiento, deben
ser consistentes con el resto del paradigma en que tal hipótesis se ha propuesto. Así y
todo, por limitaciones filogenéticas, “no podemos crear cualquier matemática, (sino)
sólo la que nos permite nuestro sistema nervioso y nuestra animalidad”.12

En efecto, la estructura de “caravana” lógica y lineal con que opera el lenguaje


conceptual (natural y matemático) obliga al sujeto que razona a decidir en cada paso
uno o varios efectos posibles, desechando otros. Para ser consistente, el camino
adoptado –y no los desestimados- determina el resultado final del pensamiento
estructurado, cegándonos a otras posibilidades. La acción en el mundo, en tanto, se
expresa de igual modo sobre las acciones realizadas y no las potenciales. Pero la
realidad es tetradimensional, volumétrica y multirreactiva, mientras que el lenguaje
textual-conceptual es bidimensional, lineal, de causa-efecto.

Para el lenguaje y el conocimiento, este desacople de dimensiones es relevante, pues


obliga a seleccionar las variables concurrentes a un fenómeno específico, las que una
vez enrieladas por la hipótesis y las operaciones lógico-matemáticas de los sistemas de

11 Murray Gell-Mann. The Numbers Sense. Abacus. 1998


12 Rafael Núñez en “El Paradigma de la Mente Corporizada” en “Nuevos Paradigmas a Comienzos del Tercer
Milenio”. Alvaro Fisher, editor. El Mercurio Aguilar. 2004.
signos pertinentes, obnubila en sus resultados, y sólo podemos “ver” lo nuevo cuando
hechos accidentales nos sacan a dar un paseo fuera de los dos planos, por
asociaciones atípicas, o cuando anomalías se nos presenta de modo casual como
serendipias. Pero esta forma de acceso al conocimiento, parece estar llegando a su
ocaso.

Históricamente, la matemática como sistema de significantes arbitrarios, discrecionales


y significados estabilizados socialmente y sostenido en sus propias normas de vínculos
internos y programas filogenéticos, evolucionó gracias a los intercambios comerciales;
medición de la tierra y/o cálculos astronómicos. Los números, al igual que el lenguaje
natural y sus reglas de relación, son, como las palabras, sincrónicos y diacrónicos, si lo
hemos de estudiar en su simultaneidad o en su evolución. Por de pronto, los antiguos
babilonios usaban el sistema sexagesimal, con base en el número 6, del cual hemos
heredado la división del tiempo: el día en 24 horas - o dos períodos de 12 horas-; la
hora en 60 minutos y el minuto en 60 segundos.

Las invasiones árabe-islámicas, en tanto, permitieron el reemplazo en Europa de la


menos amigable operación matemática con la numeración romana basada en letras. El
matemático y astrónomo árabe Al-Juwārizmī (de cuyo nombre proviene la palabra
algoritmo), fue el primero en escribir sobre el sistema decimal, de procedencia india,
donde se ideó en el siglo III a.C. La expansión de la religión musulmana entre los siglo
V-VI dC. lo instaló en toda la amplia extensión del mundo islámico, incluyendo Europa,
así como mediante el proceso inverso de “contaminación cultural” generado por las
Cruzadas de los años 1000 d.C.

El sistema decimal “indoarábigo” no se conocía en Europa antes que el matemático


italiano Leonardo Fibonacci lo introdujera en 1202 en su obra “Liber abbaci” (Libro del
ábaco). Demostrando las ventajas del mismo, explicó que las nueve cifras árabes y el
símbolo “0” hindú (los romanos no estimaban que el valor “nada” fuera un número),
permitían “escribir cualquier número”. Su sencillez estimuló y alentó el progreso de la
ciencia y el comercio, tanto que su introducción casi puede explicar el salto cualitativo
que dio el desarrollo económico en Europa un par de siglos después.

En síntesis, tanto el lenguaje matemático como el natural observan una misma base de
partida; los dos constituyen sistemas de símbolos arbitrarios consensuados histórica y
socialmente, que permiten operaciones de interrelación normadas según regularidades
o patrones detectados entre entidades mentales extraídas/construidas desde el
entorno, sean estas números o fonemas, ecuaciones o frases, y ambos están limitados
por el sustrato de los programas filogenéticos evolutivos de la especie. Algunas de
estas operaciones son entre formas, otras en secuencias numéricas y otras más
abstractas entre estructuras. La esencia de ambos está en el modo de sus posibles
relaciones, las que se han ido normando junto al desarrollo del conocimiento del
entorno que el hombre habita y transforma.

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