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El Catoblepas • número 43 • septiembre 2005 • página 10

Sobre la verdad de las religiones y asuntos


involucrados

Gustavo Bueno
El autor de El animal divino expone aquí su juicio tras dos años de debate sobre la verdad de
las religiones primarias y otros asuntos involucrados en ella

Introducción. El debate

I. Sobre la génesis o proyecto sistemático de El animal divino y sobre las limitaciones internas
de su ejecución
(A) Sobre la génesis del proyecto de El animal divino como modelo de una filosofía
materialista de la religión
(B) Sobre las limitaciones de El animal divino, derivadas de su método, como modelo
de una filosofía materialista de la religión
(1) La cuestión del dialelo
(2) La cuestión de la inversión antropológica
(3) La cuestión de la «encarnación»
(4) La cuestión de la verdad
(5) La cuestión de la koinonia de los valores religiosos

II. El debate «explicado y justificado» desde las limitaciones de El animal divino como
ejercicio de un proyecto de filosofía materialista de la religión
(1) Cuestiones relacionadas con el dialelo del espacio antropológico
(2) Cuestiones relacionadas con la inversión antropológica
(3) Cuestiones relativas a la «encarnación» del eje angular en los animales linneanos
(4) Cuestiones relacionadas con la verdad de las religiones
(5) Cuestiones relativas a la koinonia de los númenes con otros valores de lo sagrado

III. Reanudación, tras el debate, del proyecto originario de El animal divino


(1) El debate en torno al dialelo
(2) El debate en torno a la inversión antropológica
(3) El debate en torno a la «encarnación» del Logos en el cuerpo viviente de un animal
linneano
(4) El debate en torno a la verdad de las religiones

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(5) El debate en torno a la koinonia de los númenes con otros valores de lo sagrado

Final. Sobre el desbordamiento de la inmanencia del Espacio antropológico

Introducción

El debate

1. En septiembre del año 2003 tuvo lugar en Murcia el congreso Filosofía y Cuerpo («debates
en torno al pensamiento de Gustavo Bueno»), impulsado por los profesores Patricio Peñalver,
Francisco Giménez y Enrique Ujaldón. El Congreso debatió en torno a materias de muy
diferente naturaleza: filosofía política, ontología, ética... y filosofía de la religión.

Entre las intervenciones relacionadas con la filosofía de la religión destacó por su brillantez la
de David Alvargonzález; su ponencia se centró en torno a «El problema de la verdad en las
religiones del Paleolítico», sistematizando puntos de vista que ya venía exponiendo desde
hacía años en sus clases:

«En el curso 1998-1999 de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Oviedo (...) el


profesor David Alvargonzález nos explicó a los alumnos de la asignatura Historia y Filosofía
de la Religión de cuarto curso de licenciatura, el libro básico de dicha asignatura, El animal
divino, con algunas críticas a la verdad de la religión primaria tal y como se sostiene en ese
libro, críticas que son mantenidas esencialmente idénticas en la actualidad, en la polémica que
ellas mismas han generado en forma de conferencia del Congreso Filosofía y Cuerpo.» (José
Manuel Rodríguez Pardo, «Sobre númenes y psicologismo», El Catoblepas, nº 39:11, mayo
2005.)

Y acertó a «poner sobre el tapete» algunas cuestiones de indudable importancia sobre las
cuales, a su parecer, El animal divino no se había pronunciado con claridad o incluso lo había
hecho de forma que facilitaba interpretaciones erróneas o que eran ellas mismas erróneas o no
consistentes. El autor de esta ponencia argumentaba «desde dentro» del materialismo
filosófico, y en sus interpretaciones, incluso en aquellas que implicaban rectificaciones
importantes a las tesis de El animal divino, utilizaba «instrumentos» del propio materialismo
filosófico, con indudable «conocimiento de causa». Por ejemplo, el paso hacia los númenes
paleolíticos no habría sido resultado de una metábasis, sino de una catábasis; acaso la
rectificación más profunda (las religiones primarias no pueden considerarse verdaderas en un
sentido directo, sino a través de las secundarias y de las terciarias) se hacía en el marco mismo
del materialismo, «movilizando» otras acepciones de la verdad que el propio materialismo
filosófico había desarrollado.

En resolución, la ponencia de Alvargonzález se proponía analizar El animal divino desde la


perspectiva del propio materialismo filosófico, y las rectificaciones que proponía no parecían
afectar al sistema en su conjunto; que, por otra parte, parecía admitir diferentes bifurcaciones
o versiones distintas en torno a las cuestiones sobre filosofía de la religión.

También tuvieron lugar en el Congreso de Murcia de 2003 otras intervenciones,


independientes de ésta, que trataron asuntos de filosofía de la religión de gran interés,
especialmente la ponencia de Joaquín Robles, no menos brillante, «La Idea de religión desde
el materialismo filosófico», desarrollada en una línea que no requería rectificaciones, sino que

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se mantenía en el ámbito de la «interpretación canónica» de la filosofía materialista de la
religión, aunque expuesta con una sorprendente contundencia, claridad y vigor. (La ponencia
de Robles estaba pensada con independencia de la de Alvargonzález, aunque, según se dice en
nota, conocía de oídas algo de su orientación.) También suscitó un gran interés la ponencia de
Felicísimo Valbuena de la Fuente («El concepto de persona en varias herejías y su
interferencia en la política de los siglos XX y XXI») que ofrece valiosas reflexiones para
perfilar el alcance de la Idea de persona en cuanto Idea que desborda el campo antropológico.

Hubo también otras ponencias directamente relacionadas con El animal divino, que aunque
desde perspectivas no internas al materialismo filosófico, mostraban un gran interés por la
filosofía materialista de la religión y un profundo conocimiento de la misma: la ponencia de
José Luis Marín Moreno, «Sobre la constitución del judaísmo desde una perspectiva
materialista. Lectura materialista del Libro de Ezequiel», utilizaba ideas centrales de El
animal divino como instrumentos para una hermenéutica bíblica, desde un punto de vista
cristiano. También la ponencia de Patricio Peñalver, «Dialécticas nematológicas en torno al
cuerpo de la religión», analizó con gran sutileza el significado de El animal divino, y subrayó
algunas limitaciones importantes que esta obra a su juicio tiene desde el punto de vista de la
filosofía en general.

2. Lo cierto es que la ponencia de David Alvargonzález, dada la abundancia de cuestiones que


suscitaba, inclinó a diferir las reacciones de quienes sólo habían escuchado su exposición oral
hasta su publicación en las Actas (en febrero de 2005), determinando que la polémica que
había comenzado a gestarse en los foros de nódulo, sobre todo tras la crónica de Joaquín
Robles sobre el Congreso («¿Ortodoxos y heterodoxos?», El Catoblepas, nº 20:17, octubre
2003), se desatara a partir de la primavera de este año, cuando abriendo el nº 37 de El
Catoblepas, por iniciativa de los propios autores, se hizo público un cruce epistolar privado
que mantuvieron Íñigo Ongay de Felipe y David Alvargonzález en julio y agosto de 2004.

A lo largo de cinco meses (de marzo a julio de 2005), y en sucesivos números de la revista El
Catoblepas (números 37, 38, 39, 40 y 41), fueron ofreciendo sus puntos de vista, además de
David Alvargonzález e Íñigo Ongay, Alfonso Fernández Tresguerres, Joaquín Robles,
Antonio Muñoz Ballesta, José Manuel Rodríguez Pardo, Pedro Santana y Pelayo Pérez
García; con las consiguientes réplicas, contrarréplicas, respuestas y comentarios.

Difícilmente puede citarse en España un debate filosófico tan rico e intensamente sostenido
como el que estamos considerando, debate que deja en ridículo a quienes quieren creer que la
filosofía española no existe, o acaso nunca existió más que en forma de exposiciones
académicas doxográficas. Una característica que cabe apreciar en esta polémica es el alto
nivel «técnico» alcanzado, sin perjuicio de la juventud de los intervinientes; internet ha
permitido que una polémica que por las vías tradicionales de revistas impresas o de libros se
hubiera dilatado durante varios años, ha podido producirse en unos pocos meses; y lo que es
más importante, desbordando las barreras académicas y burocráticas que las editoriales o las
revistas académicas tradicionales imponen, por razones casi siempre sectarias. Un debate cuya
resonancia ha sido por otra parte mucho mayor de la que hubiera podido alcanzar de haberse
mantenido dentro de los cauces académicos tradicionales. Es un hecho que queremos
constatar con la esperanza de que sea tenido en cuenta en los análisis relativos a la sociología
del pensamiento filosófico en lengua española.

3. Me parece importante subrayar, aunque todo aquel que haya seguido la polémica ya lo
sabe, que el debate suscitado por la ponencia de David Alvargonzález mantuvo conexiones

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muy profundas con el debate que diez años antes había suscitado el libro de Gonzalo Puente
Ojea, Elogio del ateísmo (Siglo XXI, Madrid 1995), debate en el que intervinieron además de
Gonzalo Puente Ojea, Pablo Huerga Melcón, Alfonso Tresguerres y Gustavo Bueno
(inicialmente en la revista El Basilisco, números 19 y 20, y con repercusiones posteriores).

No se trata de una conexión meramente genérica, sino puntual: la cuestión de la realidad de


los númenes del Paleolítico (en fórmula de Tresguerres: la cuestión sobre si los animales son
realmente númenes o si los númenes son reales).

Podría incluso afirmarse que la polémica abierta por David Alvargonzález es una
continuación de la polémica suscitada por Gonzalo Puente Ojea.

Y esta conexión no está establecida «desde fuera» de la polémica, sino que está reconocida en
el propio curso de la misma. Por ejemplo, Íñigo Ongay, en su correspondencia con
Alvargonzález, se refiere explícitamente (inicio de la carta 3, del lunes, 2 de agosto de 2004,
El Catoblepas, nº 37:1) a Alfonso Tresguerres en su polémica con Puente Ojea; por su parte
David Alvargonzález, en su respuesta (carta 4, martes, 3 de agosto de 2004) le dice a Ongay:
«Probablemente tu estarás de acuerdo con Bueno y con Tresguerres en que las religiones
primarias no existen en el presente como religiones verdaderas»; y el 4 de agosto (carta nº 8)
Alvargonzález vuelve a referirse a la polémica desencadenada por Puente Ojea: «La precisión
que haces (...) me parece que recoge mejor lo que Bueno quiere decir en su respuesta a Puente
Ojea.»

4. Podría decirse, por tanto, que el debate que sobre El animal divino ha suscitado, dentro de
coordenadas materialistas, en sentido amplio, la ponencia de David Alvargonzález en el
Congreso de Murcia de 2003 gira sobre el mismo asunto que el debate que sobre la misma
obra se suscitó al publicarse el libro de Gonzalo Puente Ojea en 1995 (decimos desde
coordenadas materialistas para no referirnos aquí a las críticas que El animal divino suscitó
desde coordenadas no materialistas).

Sin embargo, las diferencias son muy notables. La principal sería esta: que mientras que
Puente Ojea, en su crítica a El animal divino, daba los primeros pasos para distanciarse del
materialismo filosófico (con el que años antes había mantenido un estrecho contacto) –y, de
hecho, su crítica a la tesis sobre los númenes animales iba acompañada de una tesis
psicologista explícita, que él contraponía como única alternativa a la tesis de El animal
divino, la tesis del animismo de Tylor–, sin embargo la crítica de Alvargonzález no busca
distanciarse del materialismo filosófico sino que, por el contrario, quiere mantenerse en sus
coordenadas, a fin de desplegar y desarrollar, con un mayor análisis, sus potencialidades.

Otra cosa es que alguien pueda señalar alguna estrecha semejanza entre las posiciones de
Puente Ojea y las de Alvargonzález, al menos en lo que concierne a su concepción de la
relación animales/númenes, tanto en la época paleolítica como en la presente. Al menos, una
semejanza negativa, un acuerdo en la negación: el recelo ante cualquier reconocimiento de
algo divino o misterioso en los animales; por tanto, el rechazo absoluto de cualquier
reconocimiento de algún tipo de numinosidad, o misterio, o enigma en los animales, si bien
Puente Ojea parecía apoyar este recelo más bien en una plataforma mecanicista (se diría, «pre
etológica») mientras que Alvargonzález lo hace desde la plataforma de la Etología,
considerándola como una «ciencia del presente» que, en cuanto tal, no toleraría la menor
concesión a la tesis de la numinosidad animal (una concepción de la ciencia etológica del

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presente, por cierto, que podría considerarse más cerca en la práctica del mecanicismo que del
etologismo ético, en la línea del Proyecto Gran Simio, por ejemplo).

5. Dos palabras para tratar de justificar mi intervención en este debate.

En modo alguno trato de dirimir el debate tomando partido por alguno de sus protagonistas,
apoyándome en mi propia interpretación que, en el día de hoy (y aunque fuera
retrospectivamente) pudiera dar de El animal divino.

El animal divino fue publicado en forma de libro hace ya veinte años (Pentalfa, Oviedo 1985).
Anteriormente sus tesis fueron expuestas en conferencias o en clases universitarias; en
consecuencia, mi autoridad ante la obra (ante su «estructura») no es mayor que la que pueda
tener cualquier otro intérprete. Y esto no tiene por qué significar la expresión de una «infinita
humildad», porque también podría significar una «infinita soberbia» («¿quién soy yo para
rectificar esta obra maestra?»).

Mi intervención en este debate sólo puede tener el sentido que pueda dársele a cualquier otra
intervención: el análisis del sistema mismo, en este caso, la filosofía materialista de la
religión, en coherencia interna, por otra parte, con el materialismo filosófico. Si mantenemos
la tesis de que un sistema filosófico no es un sistema clausurado, ni menos aún cerrado, al
modo de las ciencias categoriales, se comprenderá que las posibilidades de variaciones,
modulaciones, incluso bifurcaciones, sean mucho mayores en el materialismo filosófico que
en cualquier otro sistema. Porque el sistema del materialismo filosófico ni siquiera puede
aducir la «concatenación de cada una de sus partes con todas las demás»; también en su
ámbito rige el principio de symploké.

Sin embargo, me cabe reivindicar una perspectiva personal, no ya cuanto a la estructura, pero
si cuanto a la génesis o proyecto originario de El animal divino. Y ocurre que, en los sistemas
filosóficos, las cuestiones de génesis sistemática (no ya meramente psicológicas o biográficas)
pueden tener más importancia de la que puedan tener en los sistemas científicos, porque las
cuestiones de génesis pueden poner de manifiesto ciertas orientaciones de la estructura que no
están explícitas (aunque también, al menos teóricamente, podrían ser alcanzadas
independientemente del autor, más aún, si se tiene en cuenta que la memoria histórica o
episódica de un autor sobre la génesis de una obra suya no es ningún testimonio seguro, sino
que, en principio, puede considerarse casi siempre tergiversado). En todo caso, desde las
consideraciones de estas orientaciones genéticas, podrán explicarse con intención
justificatoria muchas limitaciones de una obra en cuanto se considera como realización del
proyecto.

6. Las consideraciones que en esta Introducción exponemos marcan, en cierto modo, el plan
general de mi intervención, y su división en tres secciones:

I. En primer lugar una exposición tanto (A) del proyecto o génesis sistemática de El animal
divino cuanto (B) de sus propias limitaciones internas, deducidas del propio proyecto.

II. En segundo lugar una reexposición de las contribuciones dadas en el debate, en función de
las limitaciones internas; lo que equivale a un intento de interpretar estas contribuciones como
debates internos en torno a El animal divino.

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III. En tercer lugar una suerte de reanudación, tras el debate, del proyecto originario de El
animal divino.

En un Final tocaremos algunos puntos de gran importancia para la filosofía materialista, y que
sólo de pasada fueron tratados en el Congreso de Murcia o en el debate posterior.

Sobre la génesis o proyecto sistemático


de El animal divino y sobre las limitaciones
internas de su ejecución

(A) Sobre la génesis del proyecto de El animal divino como modelo de una filosofía
materialista de la religión

El proyecto de El animal divino presuponía ya dada la cristalización de las líneas maestras del
materialismo filosófico, entendido como el «sistema (valga la paradoja) del pluralismo
radical». Un sistema antimonista, cuando «sistema» suele ser asociado siempre por sus
críticos al monismo. Un sistema materialista en el que la realidad mundana (Mi) se concibe
como una realidad opuesta a una materia ontológico trascendental (M) que, sin perjuicio del
ateísmo, asume en el sistema, entre otras, las funciones que en la Ontoteología estaban
encomendadas a Dios. Y no ya tanto al Acto Puro aristotélico (omnipresente en la Teología
musulmana, que en nuestros días vuelve a manifestar su vitalidad, aunque sea en la forma del
brazo armado de los terroristas) cuanto en la forma del Dios creador cristiano, en cuanto
irreducible a las criaturas, el Deus absconditus.

¿Qué podrá significar la religión –todo lo que se engloba bajo este nombre– en esta ontología
materialista pluralista?

Ante todo, que la religión es un contenido del «material antropológico», es una


«determinación» (otros dirán: una «dimensión») del hombre en cuanto objeto de la
Antropología filosófica. Y esto significa, a su vez, que la religión es un contenido del Mundo
(Mi) y, por tanto, que la religión nada tiene que ver, en principio, con Dios, con el Dios de la
Ontoteología (lo que no quiere decir que el Dios de la Ontoteología no tuviese que ver con la
religión).

Y esto significa que la religión, desde una perspectiva materialista, no podría entenderse en
términos teológicos («relación o religación del hombre y Dios»): esta fue una de las tesis de
El animal divino más duramente criticadas desde la filosofía tradicional de signo teológico o
espiritualista, que llegó a interpretar la tesis («la religión no tiene que ver, en sus
fundamentos, con Dios») como una frivolidad, o como una boutade.

De aquí la importancia que, desde un punto de vista histórico-sistemático, cobraba la tesis


acerca de la incompatibilidad del Acto puro aristotélico con la religión. Las religiones
positivas (las llamadas «superiores», que en El animal divino se denominarían «terciarias»)
invocaban a Dios; pero esa invocación, desde una perspectiva materialista, sólo podría
entenderse como una invocación vacía, cuando se tomaba como fundamento de una filosofía
de la religión, desarrollada en la forma de «doctrina de la religión natural» (ya fuera en la
versión de Santo Tomás, ya fuera en la versión de Voltaire).

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No sólo el Dios de la Ontoteología (el «Dios de la Teología natural», el Dios de Aristóteles, el
«Dios de los filósofos»); tampoco el Dios de las religiones superiores, dado su carácter
sobrenatural o revelado, no podría tomarse como base de una filosofía racionalista de la
religión. Ese Dios no explicaba nada, ni siquiera la religión, por cuanto él tenía que ser
explicado desde la propia religión. En cualquier caso, la Revelación (la religión positiva) –las
verdades de la revelación: «Yo soy la Verdad»– quedaba en principio, en cuanto revelación,
al margen de la filosofía. O bien las «verdades reveladas» se reducían a expresiones literarias
o alegóricas de ideas filosóficas, o bien se reducían a cuestiones entretejidas con la teología
dogmática (si la revelación se consideraba como una fuente que manase por encima de la
razón); o bien esas verdades se reducían al terreno pragmático o funcional analizado por la
sociología, la psicología o la antropología. Es decir, las religiones positivas, descontando sus
componentes alegórico filosóficos que sus dogmáticas pudieran encerrar, dejaban de tener
importancia filosófica y se convertían en campo, interesante sin duda, propio para el cultivo
de diferentes ciencias humanas (etnografía, antropología, sociología, psicología, psiquiatría),
al lado de los campos cultivados por la música, la pintura, el arte o la política.

En resumen: no tendría sentido seguir hablando de «filosofía de la religión» (salvo que


entendiésemos por tal las interpretaciones alegórico filosóficas de los dogmas de
determinadas doctrinas religiosas).

¿Y qué dificultades habría para dejar de lado cualquier proyecto de filosofía de la religión?

Algunos podrían pensar (lo han pensado de hecho) que las dificultades serían de índole
gremial. La «filosofía de la religión», como disciplina, apareció en un ámbito protestante
(aunque fuera católico, un jesuita, Segismundo von Storchenau, el primero, al parecer, que
utilizó la expresión, en 1784; después la expresión fue utilizada por un kantiano, Ludwig
Heinrich von Jakob, en 1797; pero, sobre todo, fue Hegel quien en 1832 «consagró» la
expresión «filosofía de la religión» como parte de un sistema filosófico).

Por tanto, si la «Filosofía de la religión» se declaraba vacía y se reducía a «ciencia de la


religión» (que ya no se interesaba por su verdad: Wilhelm Schmidt, Evans-Pritchard, &c.), el
«cuadro de las disciplinas filosóficas» quedaría mermado, a todos los efectos (incluyendo al
mismo cuerpo de profesores). Pero evidentemente, aunque estas consecuencias tienen su
importancia sociológica (e indirectamente, filosófica), no eran las principales.

La principal era esta: ¿podría tratarse «en profundidad» de las religiones positivas (supuesto
que la llamada «religión natural» no es una religión, sino una teoría de la religión) al margen
de la cuestión de la verdad que ellas mismas (sobre todo las religiones superiores) reclaman
explícitamente y cuya importancia filosófica es indiscutible? No es que a la «filosofía de la
religión» haya que asignarle la tarea de la «defensa de la verdad» de la religión, o por lo
menos la tarea de ofrecer los preambula fidei. Lo que no cabe es atribuirle neutralidad ante las
pretensiones de verdad de las religiones positivas. También podría hacerse consistir la tarea
de la filosofía de la religión en la demostración de la falsedad de todas las religiones, pero
siempre que a las religiones se les concediese un significado no meramente episódico o
contingente, sino un significado vinculado a la misma estructura de la historia del hombre. Y
no es fácil concebir a la religión con algún significado «trascendental» para el hombre si ella
no tuviese también algún fundamento de verdad, aunque la verdad no afectase íntegramente a
todas las partes de la religión. De todos modos El animal divino partía de la evidencia de que
la consideración de los animales, tal como había sido desarrollada por la Teoría de la

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evolución primero, y por la Etología después, era la premisa imprescindible para poder
plantear los problemas de la Antropología.

En cualquier caso, la verdad, tal como las religiones la reclaman, habría de ser una verdad
compatible con el materialismo filosófico. Se excluía por principio el Dios de la Ontoteología
como fundamento de la religión, pero no había que excluir por principio la cuestión de la
existencia de los dioses finitos, propios de las religiones politeístas, o la cuestión de los
demonios, de los genios o, en general, de los númenes, en tanto ellos eran compatibles con el
materialismo.

La cuestión de la verdad de la religión, en cuanto vinculada a los númenes, se planteaba por


tanto como la cuestión de la realidad de los númenes que, siendo trascendentes al hombre,
estuvieran, en cuanto entidades, vinculados trascendentalmente con los hombres (y aquí el
término «trascendental» se sobreentendía en el sentido de las tradicionales «relaciones
trascendentales» de la filosofía escolástica). No se trataba por tanto de una simple cuestión
(muy importante filosóficamente en todo caso) acerca de si existen o no seres
«personiformes» no humanos en alguna galaxia, al modo de los dioses de Epicuro, sino de
entes que estuviesen involucrados de tal modo con los hombres que, sin ellos, la propia
realidad humana resultaría inexplicable. La cuestión de la verdad de la religión implicaba por
tanto la cuestión de la realidad de los númenes y de su involucración trascendental con los
hombres.

Por tanto, la cuestión de la posibilidad de una filosofía de la religión tenía que ver con la
cuestión del carácter trascendental de las religiones «respecto del hombre». Si la relación de
los hombres con los númenes fuera meramente episódica, acaso una especie de lepra, o si su
importancia es decisiva en la constitución del hombre. Esto da cuenta de por qué el
planteamiento de El animal divino era tanto gnoseológico como ontológico. Perspectivas
inseparables que requerían la distinción entre «verdadera filosofía de la religión» y «filosofía
verdadera de la religión» (como muy bien subrayó en el debate Joaquín Robles).

Había pues muchas razones para resistirse a aceptar la liquidación de la «filosofía de la


religión» reduciéndola a «ciencia de la religión», a psicología o a sociología de la religión
(por no hablar de la fisiología, aunque fuera al modo de la antigua frenología). Las ciencias de
la religión suponen a la religión como algo ya dado: por ejemplo, las doctrinas de los
psicólogos que ven a la religión como derivada del miedo serían muy superficiales, por
cuanto el miedo podía ser debido precisamente a los dioses (sin que por ello la Psicología
fuese competente, en cuanto tal, para tratar acerca de la existencia de los dioses como
supuestos causantes de ese miedo).

Pero la religión, en la historia del hombre, tiene una importancia muy superior a la que
puedan tener otras instituciones culturales. Es por tanto desde el ateísmo, inherente al
materialismo filosófico, desde donde la religión aparece como un problema filosófico mucho
más importante de lo que pudiera serlo para el teísta.

Sin embargo, aún negando la posibilidad o la existencia de los númenes cabía reconocer otra
posibilidad de una filosofía de la religión (de un reconocimiento del alcance trascendental de
las religiones para el hombre): el humanismo trascendental también prescinde del Dios de la
Ontoteología, porque pone a Dios como idéntico al propio Hombre. Dios es el Hombre, su
Espíritu: así Kant, Fichte, Hegel, Feuerbach, y aún Marx. El humanismo moderno, al
identificar, de un modo u otro, al Hombre con Dios, introduce de hecho un nuevo dualismo, el

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dualismo Hombre/Naturaleza. Y encuentra, como enemigos formales suyos tanto, por un
lado, a los teístas de la ontoteología («si Dios existiese no podría resistirlo») y, por otro lado,
a los naturalistas (quienes reducen el hombre a la condición de un animal más, en el sentido
de Linneo o de Darwin). El humanismo moderno se delimitará, por tanto, frente a la
«Naturaleza», impersonal, mecánica, otorgando al «Hombre» atributos que el «Antiguo
Régimen» reservaba para Dios o para el Espíritu, porque el Espíritu es el Hombre, el Espíritu
es la Cultura (Herder, Fichte, Hegel... incluso Marx). Dicho de otro modo: el humanismo
moderno trabaja con un espacio antropológico «plano», con dos ejes: aquel en torno al cual
gira el Hombre, como Espíritu (o como «Cultura»), y aquel en torno al cual gira la
«Naturaleza». El Hombre del humanismo moderno quedaba, por tanto, enfrentado a la
Naturaleza impersonal.

La concepción humanista de la religión, es decir, la concepción de la religión desde el espacio


antropológico dualista («plano») propicia, sin duda, la posibilidad de una filosofía de la
religión, incluso de una verdadera filosofía de la religión. Pero, ¿es compatible esta filosofía
humanista con el materialismo filosófico?

El humanismo moderno, aunque propicia una verdadera filosofía de la religión (en lo que
tenga que ver con el reconocimiento del «alcance trascendental de la religión respecto del
hombre») sigue siendo incompatible con el materialismo filosófico. Y esto puede hacerse ver
desde dos perspectivas: (1) una general, relacionada con la propia concepción plana o dualista
del espacio antropológico; (2) otra especial, relacionada con el mismo «material sebasmático»
positivo, tal como es presentado por las ciencias de la religión (la Etnología, la Antropología,
la Historia de las religiones comparadas, &c.).

(1) La concepción humanista de la religión, considerada desde la perspectiva general de un


espacio plano o dualista no es compatible con el materialismo, al menos en la medida en la
cual el dualismo Hombre/Naturaleza envuelve, de un modo más o menos explícito, un
espiritualismo (Espíritu/Naturaleza).

Conviene tener en cuenta que desde el materialismo no es posible definir «de frente» el
Espíritu. «De frente», es decir, «enfrentándonos a su supuesta realidad», que es precisamente
la que está siendo puesta en tela de juicio. Las definiciones positivas que pueden ofrecerse
(«Espíritu es la sustancia capaz de volverse sobre sí misma –ensimismándose– en el acto de
reflexión»), o los criterios negativos («Espíritu es el ser positivamente –no solo
precisivamente– inmaterial»), suelen estar tomados en función de sistemas metafísicos,
sustancialistas o hilemorfistas («Espíritu es sustancia simple», o bien «Espíritu es forma
separada»). La única forma viable de establecer definiciones negativas no metafísicas de
Espíritu será la que tome como referencia criterios positivos, como por ejemplo, el criterio
(que figura en El mito de la felicidad, 3.5.2, «Una redefinición de la oposición entre el
espiritualismo y el materialismo», págs. 177-181) de la vida, en el sentido positivo de la vida
biológica: «Espíritu es sustancia viviente in-corpórea.» Según esta definición «espiritualismo»
designaría a toda concepción que admita la realidad de vivientes incorpóreos, tales como
ángeles, arcángeles, demonios cristianos –pero no demonios corpóreos–. Aún cuando su
corporeidad asuma características especiales (según Apuleyo: «los demonios son animales,
pasivos en el ánimo, racionales en el entendimiento, aéreos en el cuerpo, eternos en el
tiempo»). [Los demonios de Apuleyo serán considerados en la segunda edición de El animal
divino como una especie, género o subgénero más, al lado del Reino Animal de Linneo, a
saber, como el «Subreino» de los «animales no linneanos».]

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Ahora bien, desde la definición negativa de espíritu (aunque negativa de una realidad positiva:
la vida orgánica), el dualismo Espíritu/Naturaleza, como base del espacio antropológico
plano, establece una dicotomía insalvable entre el Hombre (como Espíritu, sujeto de
religiosidad) y la Naturaleza; una dicotomía que queda desmentida por la realidad de los
animales, tal como es presentada desde la Teoría de la evolución y desde la Etología. En la
«Naturaleza» existen los animales (organismos necesariamente involucrados en el entorno del
Mundo que les suministra la energía); pero también el Hombre es animal, por lo cual aquello
que el hombre tenga de espíritu, habrá que tenerlo en cuanto viviente corpóreo, no en cuanto
incorpóreo. Esto significa que, en el momento de organizar el espacio antropológico,
distinguiendo un eje de relaciones entre los hombres con los hombres y otro de relaciones de
los hombres con el mundo en torno, los hombres habrán de ser tomados como animales, y no
como espíritus.

Para el materialismo filosófico, en el momento en el que se desenvolvía con anterioridad al


reconocimiento universal de la Etología (reconocimiento cuya fecha simbólica puede ponerse
en el año 1973, con la concesión del Premio Nobel –¡de Fisiología/Medicina!– a Karl von
Frisch, Konrad Lorenz y Nikolaas Tinbergen) la primera tarea no podía ser otra sino la de
subrayar la necesidad de tratar a los hombres (en la medida en que se relacionaban consigo
mismos y con el mundo entorno) como animales. Sólo cuando se asumían formalmente, y no
con insinuaciones represadas por la prudencia, los resultados de la Etología, que fueron
demostrando la proximidad de la condición animal a la condición humana, podrían comenzar
a ser considerados los animales como entidades personiformes, más aún, como «personas»; y
si esto escandalizaba al humanismo personalista, no tenía por qué escandalizar a quien había
seguido la tradición de la idea de persona, a quien tenía presente cómo la Idea de persona
humana se había conformado precisamente a partir de las Ideas de personas anantrópicas, y
precisamente las personas divinas del Concilio de Nicea y, por ampliación retrospectiva, los
démones de Apuleyo.

La Etología abría la puerta, por tanto, a la posibilidad de hablar «sin escándalo» de personas,
refiriéndolas no sólo a los espíritus (a las personas de la Santísima Trinidad, a los ángeles, a
los arcángeles, a los querubines o a las dominaciones del Pseudo Dionisio), sino también a los
animales no linneanos (dioses de Epicuro, demonios de Apuleyo); pero sobre todo también a
animales linneanos. Porque «persona», en general (humana o no humana), comenzaba a
equivaler ya a «sujeto operatorio» dotado de vis cognoscitiva (y no solo de «facultades
sensibles», sino también «intelectuales») y de vis appetitiva (y no solo de tropismos, sino de
conducta teleológica, de deseos o de voliciones).

Esta perspectiva estaba ya presente en el Ensayo sobre las categorías de la economía política,
de 1972, pág. 42, en el diagrama (que había sido utilizado en un seminario universitario por
aquellos años) que daba lugar a las denominaciones de los ejes como radiales («de los
animales [humanos] individual o grupalmente tomados con el medio») y circulares («de los
animales [humanos] entre sí»). La perspectiva materialista del ensayo citado sobre Economía
política quería subrayar la involucración de los hombres, en cuanto sujetos económicos, con
su entorno, así como entre ellos mismos, en cuanto derivadas de su condición genérica de
animal; lo que no quería decir que, en cuanto sujetos económicos, esos animales no hubieran
de ser ya humanos (como lo declaraban las ilustraciones aducidas: «el concepto de industria
extractiva es radial; el concepto de propaganda es circular»).

En conclusión, en el momento en el cual los hombres aparecían involucrados con los animales
y, en consecuencia, dados a partir de un proceso evolutivo, la estructura «plana» del espacio

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antropológico, fundada en la oposición dicotómica Hombre/Naturaleza –en la versión
idealista de Fichte, la oposición Yo/No yo– saltaba por los aires. Los hombres que, desde
luego, habían de mantenerse, en cuanto sujetos personales corpóreos (cuya personalidad no
procedía de un espíritu), relacionados mutuamente (representados en su eje circular), ya no
podrían enfrentarse a un Dios «personal» inexistente, pero tampoco a una Naturaleza
«impersonal» (mecánica). Las personas humanas, además de mantener relaciones con una
Naturaleza impersonal (eje radial), podrían también mantener relaciones con una «Naturaleza
personal», es decir, con sujetos naturales y operatorios no humanos, es decir, con personas no
humanas.

Esto requería la introducción en el diagrama de un tercer eje, que se denominó, por razones
gráficas, «angular». Puede verse este diagrama en el artículo donde su publicó explícitamente
la exposición completa de la doctrina del espacio antropológico tridimensional: «Sobre el
concepto de 'espacio antropológico'», El Basilisco, nº 5, noviembre-diciembre 1978, págs. 57-
69. Por cierto, este artículo, en su página 62 prometía en una nota: «En próximos números
publicaremos una exposición global de ésta filosofía materialista de la religión»; promesa que
no se cumplió en El Basilisco, sino con el libro El animal divino, siete años después, en 1985.
Un año antes, en el artículo «Ensayo de una Teoría antropológica de las Ceremonias» (El
Basilisco, nº 16, 1984), al exponer las ceremonias circulares, radiales y angulares, volvía a
anunciarse la publicación de esa filosofía materialista de la religión (nota 39) ya con el
nombre de El animal divino.

De este modo el espacio antropológico quedaba organizado como un «espacio


tridimensional» y, originalmente, estaba concebido, no ya como un espacio matemático (al
modo del espacio tiempo de Minkowski) sino como un «espacio del hombre» (un espacio
antrópico), de acuerdo con el significado del término «espacio» que ya figuraba en el español
del siglo XII (en el Poema del Cid) como descendiente del latín spatium, «campo para
correr», relacionado con ambulacrum o «espacio destinado para pasear por él». «Espacio» se
tomaba, de este modo, en un significado próximo al del término «ámbito» (de ambire,
ambicionar), un espacio para correr, para disponerse a hacer operaciones (algunos vinculan
spatium con el griego dórico spadion, de donde stadion). Por lo demás, la condición antrópica
del espacio no excluye que su estructura esté articulada como una symploké y pueda
asimilarse a la estructura de un espacio vectorial, matemático, por ejemplo.

La idea central del espacio antropológico contenía una visión del hombre no como «Reino
independiente» del «Reino animal» (el «Reino del Espíritu», el «Reino hominal»), sino como
una pluralidad de sujetos animales grupales (que se especificarían, en el curso de la historia,
como personas humanas), que estaban involucrados con entidades naturales «impersonales»
pero también con entidades naturales «personales» (con personas no humanas), por tanto, con
animales (no linneanos o linneanos) que cabría disponer en un eje «angular».

El eje angular se introdujo, en resolución, para representar a las entidades corpóreas no


humanas, pero sin embargo dotadas de logos, el reconocimiento de cuya posibilidad parecía
ineludible en el momento de situar al hombre en el conjunto del Universo, de un Universo que
había resultado clasificado en dos grandes regiones: la que contenía realidades impersonales y
la que contenía realidades personales (o personiformes). La mera posibilidad de estas
entidades tenía que ser reconocida por el materialismo filosófico aunque no fuera más que
como instancia crítica frente al idealismo humanista (tipo Fichte, exaltación del cartesianismo
mecanicista). La crítica al mecanicismo cartesiano, o al idealismo de Fichte, requería admitir

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la posibilidad de entidades no humanas, pero dotadas de logos, y con posibilidad de tomar
contacto con los hombres, es decir, por tanto con posibilidad de estar dotadas de Verbum.

En consecuencia, el «eje angular», en un principio, fue introducido para representar a


entidades tales (presentes en la tradición filosófica, que se oponía ya a la Ontoteología) como
pudieran serlo los dioses de Epicuro, y también los mismos demonios de Apuleyo (o sus
afines), que en la época de los Sputniks, de los Apolos y de los Ovnis, tomaban la forma de
extraterrestres, en los años 50 y 60 del pasado siglo.

El «eje angular», por tanto, no había sido introducido ad hoc para incorporar a los animales (a
algunos, incluso a los animales numinosos) al espacio antropológico, lo que hubiera
constituido una suerte de petición de principio o de círculo vicioso («el eje angular se apoya
en los animales numinosos y los animales comienzan a ser numinosos al ser incluidos en un
eje angular que se reduce a ellos»). La introducción del eje angular no se basaba tanto en
principios supuestamente empíricos (los «animales numinosos»), cuanto en el resultado de
una construcción lógica, de un logos (como ya se advierte en la primera edición de El animal
divino, pág. 190, y figuraba también en el artículo sobre el concepto de espacio antropológico,
antes citado).

Es cierto que, en esa exposición del espacio antropológico, el eje angular era ilustrado con
animales linneanos. Pero este proceder tenía, en todo caso, una intención asertiva y no
exclusiva. La razón de utilizar el sentido asertivo en las ilustraciones, no era obviamente otra
que el contexto social en el que tenía lugar la exposición. Teniendo a la vista un público de
antropólogos o de biólogos tocados de positivismo, hubiera sido «suicida» ilustrar la nueva
Idea del «eje angular» con dioses epicúreos, con serafines aeropagíticos o con extraterrestres
clarkianos. Era obligado ofrecer referencias más «positivas», que pudieran ser tomadas en
cuenta por los científicos.

Pero la realidad era que el eje angular resultaba de una construcción lógica, a saber, el cruce
de dos clasificaciones dicotómicas P y H que conducían a cuatro cuadros, uno de ellos vacío:

Tabla de construcción P (criterio personal)


del espacio antropológico Entidades
tridimensional Entidades personales
impersonales
Entidades
H Eje circular Ø
humanas
(criterio
humano) Entidades
Eje angular Eje radial
no humanas

Esta construcción lógica no sólo es la fuente de la estructura tridimensional del espacio


antropológico, sino que también está en el fondo de la clasificación de la idea de religación
positiva en cuatro géneros (ver Cuestiones cuodlitebales, 1989, págs. 213-216).

La importancia de esta aclaración (que el eje angular del espacio antropológico no procede de
una «incorporación empírica» y ad hoc de los animales numinosos a este espacio, sino de una
construcción lógica) se hace ver, principalmente, en la reinterpretación de la religión primaria.
Pues la idea de una «religión primaria» que ya no habrá que identificar, al menos en

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definición, con las religiones paleolíticas, puesto que puede también servirnos, en principio,
para asumir, en la filosofía materialista de la religión, a cuanto tiene que ver con la realidad de
los extraterrestres, en sus contactos reales o posibles con los hombres, como ya se hacía
constar en los párrafos finales de El animal divino (primera edición, pág. 305; segunda
edición, pág. 317). Posibilidad que allí era ya presentada no como un corolario oblicuo e
irrelevante, sino como un paso central en la dialéctica del desarrollo de las religiones
positivas, como un paso gracias al cual podrían ser reinterpretados los abundantes materiales
ideológico-religiosos de nuestra época. Materiales sobre los cuales, pese a su importancia,
nada tienen que decir otras filosofías de la religión.

Lo que sí se exigía, desde las coordenadas materialistas, a las entidades personales del eje
angular era su finitud; y ello por la razón general de que si algunas de estas entidades fuese
infinita, anegaría a todas las demás entidades angulares del espacio antropológico.

(2) Tampoco es compatible con el materialismo filosófico la concepción humanístico


trascendental de la religiosidad desde la perspectiva específica del propio campo de las
religiones positivas.

En efecto, el materialismo filosófico requiere, por razones de método, mantenerse en contacto


con «los hechos», en este caso, con la fenomenología misma de las religiones positivas. Una
filosofía de la religión que (como ocurre con la doctrina de la religión natural), en lugar de
ajustarse a los hechos, se mantuviese en el formalismo de unas ideas que se presentan como
independientes de ellos, no es materialista, por importantes que sean las ideas a las que se
atiene. En nuestro caso, se trata básicamente de la Idea de «Hombre» («Género humano» o
«Humanidad»).

Es totalmente gratuito presuponer que las religiones positivas, en general, refieran sus dogmas
o sus ceremonias, no ya a Dios, sino al Hombre o a la Humanidad. Que las religiones sean
actitudes, pensamientos, instituciones culturales, características del hombre, no quiere decir
que las religiones positivas sean ellas mismas actitudes, instituciones o conductas «ante el
Hombre» (ante los hombres o ante la Humanidad). Lo que no puede confundirse son las
referencias de las religiones positivas con las teorías humanistas de esas religiones. Desde
Evehmero hasta Feuerbach ha estado viva una teoría de la religión que ha pretendido
«descubrir» al Hombre tras las referencias aparentes de las religiones positivas (Evehmero:
«los dioses son hombres sobresalientes de otros tiempos a quienes los mismos hombres han
exaltado en apoteosis»; Feuerbach: «los hombres hicieron a los dioses a su imagen y
semejanza»).

Pero los hechos religiosos, los datos de las religiones positivas, no nos autorizan para poner,
como referencias de sus actos intencionales de culto, a los hombres, sino a entidades que
precisamente son diferentes de los hombres, ya sea porque se muestran como superiores, en
dignidad o en poder, ya sea porque se muestran inferiores en dignidad (aunque no en
malignidad), es decir, ya sean dioses benéficos, ya sean dioses maléficos. Sin duda, hay
religiones positivas entre cuyas referencias se encuentran figuras humanas, desde las
religiones olímpicas hasta el cristianismo, que gira en torno a un Dios hecho hombre, Cristo.
Pero los dioses olímpicos, aunque tienen figura humana (que, en ocasiones se transforma en
animal: Zeus aparece como toro blanco, o como águila ante Europa, la hija de Agenor), no
son hombres, sino seres inmortales y con cuerpos celestes; y Cristo, aunque tiene naturaleza
humana (en cuanto hijo de María), tiene, sobre todo, la naturaleza divina de la Segunda
Persona de la Santísima Trinidad.

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Dicho de otro modo: las referencias de las religiones positivas –de su dogmática, de su culto–
no pueden ser puestas en el eje circular del espacio antropológico ni tampoco en el eje radial.
Hay que ponerlas en el eje angular. Lo que no significa que este eje angular haya de quedar
«saturado», en principio, por entidades de significado religioso.

El eje angular, según la definición constructiva que de él hemos dado («conjunto de las
entidades personales no humanas posibles en el Universo») no requiere que sus «puntos»
tengan significado religioso; es suficiente que sean personiformes, personas no humanas. Los
dioses de Epicuro, como el Dios de Aristóteles, no eran concebidos como sujetos a quienes
habría que adorar, rezar o rendir culto; a lo sumo sólo cabría admirar su belleza o su
serenidad. Pero tampoco la admiración de una estatua bella transforma a esta estatua en un
contenido religioso. El materialismo filosófico puede admitir la posibilidad límite de algún
demiurgo finito que actúe dentro de su propio círculo –en una galaxia situada a distancia
inmensa del hombre–, pero sin que su influencia alcance a los hombres; este demiurgo, cuya
posibilidad el materialismo no puede negar y necesita estudiar en el momento de ocuparse
«del puesto del hombre en el Cosmos», habría que situarlo en el eje angular, aunque careciera,
por hipótesis, de significado religioso.

Ahora bien: las referencias de las religiones positivas han de ser, sin perjuicio de su condición
angular, reales y verdaderas, es decir, entidades reales de naturaleza personal no humana, y
capaces de actuar efectivamente ante los hombres. Es decir, han de ser entidades reales no
reducibles a la condición de alucinaciones, ensueños o proyecciones mentales de los propios
hombres; ni siquiera reducibles a la condición de meras posibilidades lógicas.

Pero ni los dioses epicúreos, ni los demonios helénicos ni los extraterrestres tienen, hoy por
hoy, una realidad positiva demostrable. La posibilidad de una filosofía materialista de la
religión se nos redefine ahora como la posibilidad misma de demostrar o de presentar algunas
entidades personales no humanas, pero que, por sus especiales condiciones, puedan tener
contacto real con los seres humanos. Y no un contacto episódico, contingente o accidental,
sino esencial y trascendental, en el sentido dicho.

Es de este modo como la filosofía materialista de la religión acude a los animales, a ciertos
animales que, no solamente pueden ya considerarse como «habitantes» del eje angular, sino
también como entidades capaces de asumir una dimensión numinosa de significado
trascendental en la evolución humana. Porque, en cualquier caso, la posibilidad de una
filosofía materialista de la religión, sólo podría ser demostrada mediante el desarrollo mismo
de una efectiva filosofía de la religión, capaz de enfrentarse a cualquier otro modelo de
filosofía de la religión.

Según esto, a la teoría zoológica de la religión se llega a partir de la doctrina del espacio
antropológico propio del materialismo filosófico, es decir, a partir de la idea del eje angular
de este espacio; lo que significa que al eje angular no se llega a partir de una «teoría zoológica
de la religión», que ya había sido insinuada, al menos parcialmente, por algunos escritores
antiguos (Celso, por ejemplo) o por algunas escuelas antropológicas (Andrew Lang, John
Lubbock, Gilbert Murray, Gabriel Tarde, &c.).

Esto explica que El animal divino advirtiese, ya en sus primeras páginas (pág. 26 de la
segunda edición) que la teoría zoológica de la religión no constituía el objetivo directo de la
filosofía de la religión, porque en tal caso, la teoría zoológica podría ser presentada como una
«cuestión de hecho», susceptible de ser analizada y agotada por los métodos de las ciencias

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positivas; y por este motivo la segunda parte (ontológica) de la obra no podía ser recolocada
como primera parte (que debía ser gnoseológica), como algunos críticos sugirieron.

A la teoría zoológica de la religión sólo podía llegarse, en sentido filosófico, desde una
concepción materialista del espacio antropológico; lo que equivale a decir que la teoría
zoológica había de ser presentada apagógicamente, después de haber descartado otras
alternativas, por motivos diversos (sobre todo, gnoseológicos). Lo que no quería decir que una
vez puesto el «pie» en el «sector animal linneano» del eje angular (lo que constituía por otra
parte, en cierto modo, una sorpresa para la filosofía materialista de la religión) éste no tomase
inmediatamente fuerzas al andar. Hasta el punto de creerse autorizado, por la fuerza de los
hechos positivos (al llegar a las religiones secundarias, todas ellas pobladas de animales
linneanos más o menos deformados), a cuestionar el planteamiento habitual del asunto. Pues
no se trataba ya tanto de tener que «justificar» una teoría zoológica de la religión; lo que había
«que explicar» y aún «justificar» era cómo podían darse teorías no zoológicas de la religión,
que estuviesen internamente ajustadas a los hechos.

(B) Sobre las limitaciones de El animal divino, derivadas de su método, como modelo de una
filosofía materialista de la religión

La estructura indefectiblemente dialéctica de la conexión del proyecto de El animal divino y


de su ejecución podría alegarse como fuente principal de las múltiples limitaciones dentro de
las cuales tenía forzosamente que moverse la primera exposición de la filosofía de la religión
del materialismo filosófico.

No pretendo afirmar que alguna de estas limitaciones no puedan ser imputadas al autor de esta
primera exposición, a su rudeza o a su torpeza; lo que estoy afirmando es que hay
limitaciones en El animal divino que derivan de la misma dialéctica objetiva que mantiene el
proyecto con su primera ejecución. La desviación, respecto de un blanco prefijado, de varios
disparos de fusil puede ser debida a la torpeza del fusilero, pero también a la necesidad
objetiva de fijar referencias que acoten las relaciones del blanco con los mismos ángulos del
fusil utilizado, a partir de los cuales sea posible corregir el tiro sistemáticamente, y no al azar.

Concretaremos estos límites, o fuentes de limitación de El animal divino, sin pretensiones de


exhaustividad, en los cinco siguientes:

(1) La cuestión del dialelo

La primera fuente de limitación «constitutiva», sin duda, de El animal divino tiene que ver
con la necesidad de recaer en lo que venimos llamando «dialelo antropológico», en este caso,
«dialelo del espacio antropológico». Si el proyecto de una filosofía materialista de la religión
ha de partir de una doctrina del espacio antropológico (en polémica con otras doctrinas
alternativas sobre este espacio y sobre la religión), y es desde esta doctrina de los tres ejes
desde donde suponemos que es preciso comenzar la determinación del modelo material
concreto y positivo del eje angular, que pueda dar cuenta de la verdad de las religiones (en
nuestro caso, el «modelo zoológico»), ¿no se hace necesario pedir el principio, es decir,
comenzar suponiendo que el hombre (el «hombre primitivo») ya está situado en un espacio
antropológico y, por tanto, inmerso en un eje angular, juntamente con los obligados ejes
circular y radial?

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Las limitaciones que el dialelo impone son múltiples, principalmente la del requerimiento de
tener que considerar ya como dada desde el principio (o desde el origen del hombre) la
estructura integral del espacio antropológico, por tanto, la relación «angular» con los animales
del Paleolítico. ¿Y cómo poder hablar de «hombre» cuando todavía esos primeros hombres
(los hombres de la religión primaria) no mantienen su relación de religación con los númenes
animales?

La cuestión no es sólo la de atribuirles la representación de un eje angular (lo que es


absurdo), pues sería suficientes atribuirles un ejercicio de relaciones angulares; la cuestión es
que sería ese mismo ejercicio de las relaciones angulares el que excluiría la posibilidad de
llamar hombres (o personas humanas) a los hombres del Paleolítico. (El hombre que adora a
un animal –se dirá– no es hombre, y no tanto por adorar a un animal numinoso, que no existe,
sino por adorar a un animal numinoso aún suponiendo que éste fuese real.)

La estructura de un «espacio con tres ejes» es obviamente una construcción lógica, abstracta,
que de ningún modo cabe retrotraer al Paleolítico inferior o superior. Pero esto no quiere decir
que los tres ejes se «sobreañadan» desde fuera al espacio, a la manera como la retícula de los
meridianos y paralelos se superpone a la superficie de la Tierra. Ni siquiera los tres ejes
ortogonales del espacio tridimensional cartesiano se sobreañaden a un espacio amorfo previo:
el espacio estructurado en torno a un centro de coordenadas (si ese centro implica de algún
modo un sujeto, un geómetra) es un espacio antrópico; los ejes no se sobreañaden a él, sino
que son internos al espacio real (de hecho, las «coordenadas cartesianas tridimensionales» no
son otra cosa sino una proyección en el dibujo de la numeración de las vías perpendiculares
llamadas cardo y decumanus en las ciudades romanas, más la indicación de la altitud, si la
vivienda tenía más de una planta).

En el caso del espacio antropológico tampoco hay que presuponer que sus contenidos sean
uniformes; aunque carezcan de «ejes representados», éstos proceden de sus mismos
contenidos, que podemos comparar a una masa heterogénea y confusa, como un fondo
envolvente, en el que se diferencian conjuntos humanos distribuidos en aquella masa
envolvente, junto con otras corrientes distintas no humanas, pero diferenciadas como cuerpos
que se cruzan con los perfiles humanos, se enfrentan con ellos o huyen. A partir de este
espacio tripolarizado dibujaremos unos ejes que aunque tratados desde nuestro presente, nos
sirven para analizar la masa heterogénea y confusa en la que las regiones correspondientes
están ya diferenciadas en el mismo ejercicio de sus movimientos o enfrentamientos. Al asumir
intencionalmente y retrospectivamente la perspectiva de nuestros antepasados paleolíticos, no
podemos atribuirles las representaciones diferenciadas de un espacio tridimensional. Pero sí
el ejercicio de acciones y operaciones, unas veces dirigidas a los contactos mutuos entre ellos;
otras veces dirigidas a responder a otras incitaciones de elementos animales que, como sujetos
operatorios, se cruzan con ellos; y unas terceras veces a enfrentarse con una masa heterogénea
que resiste y ofrece peligros pero que, a la larga, no acecha ni persigue a las figuras humanas
(y esto sin perjuicio de que muchas veces nuestros antepasados hayan podido interpretar
equivocadamente un peñasco que rueda monte abajo con un animal que les acomete). El
dialelo del espacio antropológico, se da por supuesto, se lleva a cabo de modo etic, pero no
emic. Y no porque las representaciones emic sean puestas entre paréntesis: simplemente son
analizadas críticamente, clasificándolas, por ejemplo, como erróneas o como verdaderas.
Tanto la piedra que voltea cuesta abajo, como el buitre que se lanza en picado a cazar un
conejo, pueden ser vistos emic como animales; pero etic la diferencia es objetiva y hemos de
esperar que su significado diferencial aparezca, al menos, decantado a largo plazo.

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(2) La cuestión de la inversión antropológica

La segunda fuente de limitaciones tiene que ver con los procesos de la inversión
antropológica, que en cierto modo son los recíprocos de los procesos implicados en el dialelo.
En el fondo se trata de la cuestión de las relaciones entre las personas animales no humanas
con las humanas y las relaciones de las personas animales humanas entre sí. Las diferencias
entre estos tipos de relaciones, expresadas en función de la numinosidad, se hace consistir en
la asimetría de las primeras y en la simetría e igualdad en las segundas. Pero, ¿en qué
condiciones históricas y empíricas puede hablarse de igualdad entre las personas humanas?
¿Acaso estas existen como iguales? ¿Acaso las diferencias entre las más heterogéneas
sociedades humanas no son también diferencias entre personas? Si la persona humana es una
institución cultural muy tardía, ¿cabe considerar personas humanas a los salvajes entregados
al vudú o al canibalismo? ¿Y cómo modifican estas situaciones a la Idea de religión?

(3) La cuestión de la «encarnación»

La tercera fuente de limitación la pondremos en el «desajuste» constitutivo entre la idea de un


eje angular y los animales que pueblan este eje, en primer lugar, y en segundo lugar, en el
desajuste entre el eje angular animal y la constitución de algunos de estos animales como
numinosos.

¿Cómo se pasa de la idea de un eje angular a los animales (a ciertos animales) como
contenidos de ese eje angular? Más aún, ¿de dónde procede la numinosidad del eje angular, si
éste era concebido, en principio, como un logos, como una construcción lógica, que se hace
carne al tratar de llenarla con contenidos zoológicos? «El Verbo (el Logos) se hizo carne»:
Cristo es el punto de partida del cristianismo paulino, pero, ¿podría haberlo sido si
previamente no hubiera estado dispuesta la doctrina del Logos, de la Segunda Persona de la
Santísima Trinidad? Es decir, el paso del eje angular abstracto (lógico) a los animales, y de
éstos a los animales numinosos guarda un paralelismo asombroso con la cuestión de la
«Encarnación», de la teología dogmática católica. ¿Cómo se pasa de la Segunda Persona, del
Logos, a la figura de Cristo? ¿Cómo se pasa de la construcción lógica denominada «eje
angular» a la figura de los animales linneanos y, más aún, a la de los animales numinosos?

(4) La cuestión de la verdad

La cuarta fuente de limitaciones de El animal divino tiene que ver con la realidad o verdad de
la numinosidad atribuida a los animales, en función de los cuales se conforma la religión y,
con ella, la propia personalidad humana. En El animal divino, la verdad de los númenes se
hacía valer, ante todo, contra las alternativas propuestas tradicionalmente relativas a los
númenes irreales o meramente hipotéticos (dioses epicúreos, demonios, extraterrestres). Se
trataba de subrayar la realidad o verdad extramental de los númenes animales, a fin de excluir
las concepciones psicologistas o idealistas de la religión, como pudiera serlo la doctrina del
animismo, en cuanto doctrina antropológica.

Pero esta declaración de la naturaleza de la verdad exigida por las religiones primarias tiene
como límite propio el requerimiento de tener que comenzar a ser presentada más bien de
modo negativo que positivo («los númenes no son contenidos mentales o proyecciones de una
conciencia interior»). Presentación que no constituye un análisis positivo del contenido de la
verdad de los númenes. ¿Realidad de los númenes animales o animales numinosos reales?

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(5) La cuestión de la koinonia de los valores religiosos

La quinta fuente de las limitaciones procede del objetivo mismo del proyecto de El animal
divino, en cuanto restringido a la filosofía de la religión en su relación con lo divino o con lo
numinoso, en general (por tanto, con el eje angular del espacio antropológico).

Pero el proceso de la «encarnación», que tiene lugar en el eje angular, ¿no tendría paralelos o
analogías de proporcionalidad en los otros ejes del espacio antropológico? Y la cuestión de
los paralelos o analogías, ¿no estaría vinculada a determinadas interacciones entre ellos?

Así pues, la quinta fuente de limitaciones vendría impuesta por la circunstancia de que la
religión (o los valores religiosos), definida en función de las relacione de los hombres con los
animales, no requiere inmediatamente la confrontación de otras relaciones de los hombres con
contenidos asignados a otros ejes que pudieran ser semejantes a las relaciones religiosas. Esto
daría lugar a una gran confusión en el terreno de los fenómenos, porque en este plano muchos
valores religiosos (lo numinoso, lo divino, &c.) podrían quedar confundidos con otros valores
aparentemente religiosos (como lo santo, lo mágico, c.) que sin embargo no tendrían por qué
ser asignados al eje angular.

II

El debate «explicado y justificado» desde las limitaciones de El animal divino como ejercicio
de un proyecto de filosofía materialista de la religión

Son múltiples, como hemos visto, las limitaciones constitutivas que suponemos implicadas en
la ejecución del proyecto de El animal divino, en cuanto modelo de una filosofía materialista
de la religión. Limitaciones que dejaban «abiertas» muchas cuestiones implícitas. Pero con el
único objetivo de evitar la prolijidad y hacer tratable el análisis, las reduciremos a los cinco
grupos que hemos enumerado en la sección anterior.

Por lo demás estas cuestiones no son enteramente independientes; sin embargo, quienes han
intervenido en el debate, han incidido más en unas cuestiones que en otras, salvo en las que
tienen que ver con el grupo (5), que han permanecido prácticamente intactas.

(1) Cuestiones relacionadas con el dialelo del espacio antropológico

Presuponemos, según lo expuesto en la sección anterior, la Idea de un espacio antropológico


con tres ejes: circular, radial, angular. La Idea de un espacio antropológico se ofrece, ante
todo, como una forma de estructurar los materiales antropológicos (prehistóricos, históricos,
sociológicos); una forma obligada para una antropología filosófica materialista, es decir, para
una antropología que no sea idealista o espiritualista. Por ello, la Idea de un espacio
antropológico es más importante por lo que niega que por lo que afirma.

El dialelo antropológico, referido al ámbito del espacio antropológico, podría formularse de


este modo: la estructura tridimensional del espacio antropológico, desde la cual analizamos el
material antropológico que ponemos en correspondencia con «el Hombre» o «lo humano» ya
constituido, habría de ser también aplicada al análisis del proceso mismo de constitución de
ese «hombre» (por ejemplo, a los llamados «hombres primitivos», homínidos o protohombres,
o en términos más positivos: a los hombres del Paleolítico inferior).

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Pero esta aplicación, obligada por el método, y en la medida en que arrastra un círculo o
petición de principio (la utilización del espacio antropológico del presente –del hombre del
presente, del hombre histórico– para analizar a materiales que por hipótesis aún no son
humanos –por ejemplo el «hombre prehistórico» o «protohombre»–) nos lleva a anacronismos
insoslayables, que habrán de ser tratados en cada caso, por ejemplo, en cada eje y en cada
figura de los ejes. (El anacronismo queda disimulado por la fuerza de sintagmas tales como
«protohombre» o «hombre primitivo».)

Sin embargo lo cierto es que el reconocimiento del dialelo en la práctica común de


antropólogos o historiadores es condición crítica elemental, que nos preserva ante todo de la
ilusión metafísica que consiste en atribuir a los materiales prehistóricos –por no decir también
a los materiales paleontológicos que nos llevan más atrás de la era cuaternaria y nos
introducen en el plioceno, o en el ordovícico– la prefiguración o el «destino» que llevará hasta
la constitución del Hombre (del Género humano). La ilusión de que los materiales
prehistóricos o paleontológicos se ordenarán en función de su resultado, y que por tanto la
«aparición del Hombre» se debe a que ya hemos partido de este hombre en el momento de
echar la vista atrás. Es decir, la ilusión se debe al dialelo.

Ahora bien, el análisis del dialelo del espacio antropológico, en tanto requiere la distinción
entre los ejes en el proceso mismo del dialelo, remueve muchas cuestiones sobre la naturaleza
de estos ejes, de sus contenidos o figuras propias, así como cuestiones que tienen que ver con
el alcance de la especificidad de cada eje o figura, o con las cuestiones de la independencia o
autonomía esencial y existencial de cada eje respecto de los demás. Cuestiones que afectan a
todos los contenidos o figuras de cada eje y, en particular, a los contenidos o figuras que
tienen que ver con las religiones positivas.

He aquí algunos ejemplos de las cuestiones que podríamos incluir en este primer grupo del
dialelo:

¿Hasta qué punto la asignación a un eje de contenidos o figuras específicas


«unidimensionales» no equivale a una sustantivación de ese eje? Y si para evitar la hipóstasis
se duda de la posibilidad de delimitar figuras específicas de un solo eje, postulando la
involucración en cada eje de los demás, ¿no estamos en rigor poniendo en cuestión la propia
realidad de cada eje, vaciándolo por tanto de contenidos específicos?

Y cuando el dialelo se aplica a figuras o contenidos específicos de un eje, delimitados en el


presente (pongamos por caso: la figura del Sol astronómico, como contenido del eje radial),
¿habrá que entender esta aplicación en un sentido emic («el Sol que perciben los hombres del
siglo XXI o los del siglo XVIII, ¿es la misma figura que percibieron los hombres
neandertales, aunque hubieran ya alcanzado la bipedestación?») o bien es suficiente un
sentido etic (respecto del cual las percepciones prehistóricas, reflejadas por grabados,
pinturas, &c., puedan ser identificadas como representaciones emic de «nuestro» Sol)?

Estas cuestiones están abiertas sobre todo cuando en lugar de la figura radial del Sol el debate
recae sobre la figura, mucho más difícil de tratar, de un animal numinoso. Gran parte del
debate ha girado en torno a cuestiones de esta índole.

Habrá quien tienda a reconocer la especificidad de figuras en cada eje, con el riesgo de
hipostasiar estos ejes; habrá quien huyendo de la hipóstasis, rehusará reconocer figuras

19
específicas, pidiendo por tanto para cada figura dada (por ejemplo, el animal humano) la
contribución o composición de figuras dadas en ejes distintos.

Así, por ejemplo, cuanto David Alvargonzález niega (aunque también por otras razones) que
los «animales numinosos» puedan ser considerados como contenidos prístinos específicos de
un eje angular (susceptibles de ser transformados ulteriormente) y los presenta como resultado
de una confluencia (con eventuales catábasis) de determinados contenidos circulares y
radiales –el teriántropo, tal como él lo interpreta– pone en peligro la especificación del eje
angular, como si de un eje superfluo se tratase. (Joaquín Robles ha insistido con claridad en
este punto.) En cambio, cuando se insiste en que la especificación del eje angular hay que
ponerla en el carácter numinoso del eje en cuanto tal (como hace Alfonso Tresguerres), nos
ponemos muy cerca de los que objetan dialelo antropológico ad hoc (el eje angular está
especificado por los animales numinosos, y éstos son los que determinan el eje angular).

(2) Cuestiones relacionadas con la inversión antropológica

Los procesos, ante todo de orden gnoseológico, que venimos englobando bajo el rótulo
«inversión antropológica» son, en gran medida, recíprocos de los procesos, también
gnoseológicos, que tienen que ver con el dialelo antropológico.

El dialelo nos lleva a retrotraer estructuras del presente (por ejemplo, la estructura del espacio
antropológico) hacia el pasado del origen del hombre (en la medida en que este pasado sólo
puede ser considerado «desde la plataforma» de las estructuras del presente); pero el dialelo
presupone ya su propia crítica (contenida en la misma idea del dialelo), es decir, la
discriminación entre las estructuras del presente retrotraídas y el material mismo que, sin ser
el del presente, recibe tales estructuras (en nuestro caso, el material paleolítico). El dialelo
implica, por tanto, la determinación, en el pretérito, de materiales prehistóricos protohumanos
o, para decirlo con el término habitual, del hombre primitivo; por ejemplo, la determinación
en los «númenes paleolíticos» de animales linneanos (tigres, serpientes, bisontes) similares a
otros animales que existían independientemente de los hombres paleolíticos, incluso de
especies anteriores a la época de la aparición del hombre. Es frecuente que en las
representaciones parietales las figuras de animales vayan acompañadas de figuras o de rasgos
humanos, aunque también hay casos (el más notorio, últimamente, en la cuevas de Chauvet)
en que no hay rastros de figuras humanas, pese a su antigüedad, cifrada en 37.000 años.

La inversión antropológica se enfrenta, en estos casos, con los procesos de «incorporación»,


transformación, &c., de estas estructuras prehistóricas en las estructuras históricas
organizadas en el espacio antropológico.

El cúmulo de dificultades y problemas que aquí se abren es casi inabarcable. Y tampoco


tienen por qué ser idénticos los caminos que pueden ser ensayados para salir de estas
dificultades.

La dificultad central consiste, seguramente, en la siguiente: ¿cómo podemos pasar de un


material etológico, que no está organizado por hipótesis según la estructura del espacio
antropológico, a un material antropológico obtenido regresivamente en el dialelo?

En el material etológico prehistórico (que suele ser equiparado habitualmente, a nuestros


efectos, al material de nuestros contemporáneos primitivos) no cabe hablar de una
diferenciación, ya humana, entre ejes angulares y circulares. Pero esta falta de diferenciación,

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¿se atribuirá a una confusión de ejes, o bien a una «invasión» del eje angular en el circular, o
acaso recíprocamente? Íñigo Ongay señalaba esta posibilidad muy claramente: «Habría que
ver si el teriántropo no es un hombre visto en tanto que animal. Y ahí, me parece a mí, reside
la clave del asunto» (carta nº 3, 2 agosto 2004).

Para referirnos a un informe que apareció dos años después de la segunda edición de El
animal divino, y que dio lugar a comentarios y conversaciones entre nosotros, «Las
cosmologías de los indios de la Amazonia», de Philippe Descola (en el nº 175 de Mundo
científico, 1997): los achuar de la América ecuatorial, «dicen que la mayor parte de plantas y
de animales poseen un alma (wakan) similar a la del ser humano, facultad que los alinea entre
las personas (aents) en tanto que les confiere conciencia reflexiva e intencionalidad». El
análisis de Descola es emic; desde nuestro presente tenemos que rechazar etic, desde luego, la
percepción de las plantas como aents (personas), ¿tendríamos que hacer lo mismo con sus
animales? Un mecanicista (al estilo de Gómez Pereira o Descartes) respondería
afirmativamente; pero también un antropólogo radical (es decir, quien presuponga una
distancia insalvable, megárica, entre la conducta animal y la humana) se resistirá a reconocer
la condición personal de los animales de los achuar, y es muy probable que tienda a
interpretar la situación como una proyección antropomórfica del eje circular sobre el animal
angular; tendencia que se encontrará al constatar que este mismo proceso de proyección
antropomórfica se lleva a cabo también con las plantas. ¿Por qué, si emic, se confunden
plantas y animales con las personas (humanas) habrá que separar unas de otras en el mismo
proceso «reconocido» del antropomorfismo?

La atribución de un eje angular a los achuar –dirá el antropólogo radical– es sólo el resultado
de una perspectiva etic; en consecuencia no cabrá hablar emic de eje angular, ni ante los
achuar ni ante los hombres del Paleolítico inferior. Y si no se les puede reconocer eje angular,
¿cómo podríamos dar cuenta de la inversión antropológica, es decir, de la transformación de
sus relaciones no angulares con animales, en relaciones angulares con estos animales? Tan
solo, concluirá, apelando a la proyección del eje circular sobre los animales, o a la
composición de rasgos circulares con rasgos angulares.

Sin embargo, esta explicación de la inversión antropológica contiene una notoria petición de
principio: la suposición de que los hombres han de considerarse ya dados en el Paleolítico
según su eje circular, y en consecuencia que los hombres primitivos ya eran hombres en
cuanto al eje circular, y que por ello podía ser proyectado; pero esto equivale a una hipóstasis
del eje circular. Y en la doctrina del espacio antropológico se supone que los ejes están
mutuamente codeterminados, es decir, que son inseparables (aunque sean disociables,
precisamente en función de las conexiones sinecoides entre sus figuras).

Dicho de otro modo: el eje circular sólo se constituye como tal cuando aparece «a distancia»
respecto del eje angular; utilizando etimológicamente el término ex-sistencia, el hombre
comienza a existir en el eje circular cuando se enfrenta –sistere– a los animales, y se segrega
de ellos. Esta distancia podría haberse establecido (siempre por la mediación de figuras
radiales) precisamente a través de la percepción de los animales como «animales extraños»,
«numinosos», lo que ya implicaría un eje circular como plataforma.

En cualquier caso, la inversión antropológica no tendría por qué verse como un proceso
instantáneo, de cristalización repentina o emergente que nos hace pasar, siguiendo la ley del
todo o nada, del estado prehumano al estado humano. La inversión se cumpliría también
como un paso de lo confuso y amorfo (confusión de los tres ejes) a lo diferenciado y opuesto

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entre sí, es decir, como un proceso de anamórfosis mediante el cual fueran siendo sustituidas
unas partes por otras, que se propagarían después en el todo. Los achuar, o los hombres
paleolíticos, cuando se consideran en este estado primitivo (indiferenciado, amorfo) no son
personas humanas, aunque sean jurídicamente considerados como tales por los gobiernos de
las repúblicas correspondientes. La gran dificultad que el proceso de inversión encuentra es
este: supuesto que el eje circular por antonomasia es aquel en el que se configuran las
personas humanas, en cuanto instituciones, ¿cómo sería posible atribuir también a los
animales numinosos la condición de personas (aents, dice Descola) salvo por proyección
antropomórfica?

(3) Cuestiones relativas a la «encarnación» del eje angular en los animales linneanos

El animal divino procedió como si el eje angular estuviese poblado de «entidades personales»
dotadas o coloreadas de un coeficiente religioso –animales no linneanos (dioses finitos
politeístas, demonios) y linneanos–. Y aunque se daba por hecho que los animales no
linneanos (por tanto, los demonios y los dioses) derivaban de los animales linneanos, no se
tenía en cuenta (se «ignoraba») el desajuste entre la idea lógica del eje angular (como
resultante de un cruce de clasificaciones dicotómicas) y los animales linneanos numinosos;
por tanto, del desajuste entre los animales no numinosos y los numinosos.

Esto dejaba abiertas múltiples cuestiones, como las siguientes: la «coloración religiosa» del
eje angular, ¿habría de considerarse previa a la «encarnación» de este eje en ciertos animales?
O bien: la numinosidad, ¿sólo de los animales podría ser derivada? Lo que a su vez obligaba a
plantear esta pregunta, si la numinosidad procedía de los animales: ¿por qué no todos los
animales son numinosos?

Para quien pueda pensar que estas cuestiones son enteramente extrañas a los terrenos que
tradicionalmente ocupa la filosofía de la religión, en general, y que sólo se formulan en el
contexto de la misma filosofía de la religión desarrollada en El animal divino, conviene
insistir en las correspondencias, sin duda llenas de interés, que ya hemos mencionado, entre
las cuestiones suscitadas en este grupo (3) y las cuestiones tradicionales de la Teología
fundamental católica o de su filosofía de la religión.

Por lo que concierne a la Teología fundamental: cabría referirse a las cuestiones que tienen
que ver con las relaciones entre la Teología natural (Preambula fidei) y la Teología positiva
(en torno a estas relaciones gira el Escolio 1 de la segunda edición de El animal divino).

La Idea de religión, ¿puede conformarse en el ámbito «puramente filosófico», lógico, en el


que teóricamente se conformaron las Ideas de Dios (el Dios de los filósofos, el Dios de la
Ontoteología) y de Hombre? Es decir, la religión natural, ¿es propiamente una religión?
¿Cabe adorar al Primer Motor o al Acto Puro? O bien, la idea de religión positiva, ¿no tiene
fuentes también positivas, a saber, que requieren la presencia y la revelación de un numen
vivo que se manifieste a los hombres?

La diversidad de respuestas puede en gran medida ejemplificarse por la oposición entre


Descartes y Pascal. Pascal objetó a Descartes que con su filosofía sólo había logrado ponernos
delante del Dios de los filósofos, una posición que nos deja fríos y que muy poco o nada tiene
que ver con la religión. Y añade Pascal: «Sólo conozco a Dios a través de Jesucristo.» Como
si dijera: «El Dios de la lógica (el Logos de Heráclito, de Platón, de Aristóteles o de Plotino)
no tiene que ver con el Dios de Abraham, de Jacob, o con Cristo.» El Logos es Cristo, como

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dirá San Juan, y sólo a través de este logos conoceremos a Dios. El mismo dogma religioso
(abstracto religioso) de la «encarnación» del Verbo en el Hijo de María es muy diferente del
dogma teológico metafísico de la Santísima Trinidad. En la Encarnación de la Segunda
Persona, del Logos, lo que se nos muestra (en el Evangelio de San Juan) es la naturaleza
religiosa de este Logos, y no ya a través de una persona animal, sino a través de un hombre
que además no es una persona humana, y que sólo alcanza su condición humana mediante su
unión hipostática con una personalidad divina, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad.

Podríamos también establecer un paralelo entre la relación del eje angular como resultante de
una taxonomía lógica y los animales numinosos incorporados a este eje angular y la relación
entre la idea lógica del Dios des-encarnado del deísmo (el «Gran arquitecto», el «Gran
relojero», es decir, el Dios de los filósofos) –un ateísmo cortés, decía Voltaire– y el «Dios del
corazón» del vicario saboyano de Rousseau, un Dios encarnado desde el principio en cada
hombre, en el contexto de los demás hombres. (Alfonso Tresguerres analizó en 1995, con
gran profundidad, las diferentes posiciones de los ilustrados ante la cuestión de la religión
natural, en su artículo «El concepto de 'religión natural'. Deísmo y filosofía materialista de la
religión», El Basilisco, nº 18, págs. 3-12.)

(4) Cuestiones relacionadas con la verdad de las religiones

El animal divino entendía, como contenido ineludible de una filosofía de la religión, el


reconocimiento «racional» (es decir, no fundado simplemente en la «revelación» de la propia
autoridad revelante que se presentaba como verdadera) de la verdad de la religión,
entendiendo por verdad, ante todo, la fundamentación de los contenidos positivos de las
religiones, en la medida en la cual ellos nos ponían, directa o indirectamente, delante de la
realidad de los númenes personales.

Sin embargo, El animal divino mantenía en la más completa indeterminación o indistinción la


naturaleza y estructura de la verdad que él proponía, en términos más bien negativos, como
fundamento de su filosofía.

Sin embargo sería injusto imputarle una total ausencia de rigor en este punto, confundiendo la
indeterminación, o la indistinción, con la oscuridad o falta total de claridad. Porque la Idea de
verdad que él necesitaba en el proceso de construcción de su modelo tenía un alcance muy
claro, aunque fuera negativo: «Verdad» de la religión equivalía a negación de las teorías
alucinatorias o subjetivas, animistas (en el sentido del Tylor de Puente Ojea) de los númenes
(los dioses no existen, son alucinaciones, o meras vivencias subjetivas o proyecciones de
animas, o alegoría de seres impersonales tales como el Sol o el volcán). La verdad que El
animal divino postulaba era la implicación en la realidad extrasubjetiva, extrahumana, de los
númenes (frente a las pretensiones de las teorías animistas, del psicologismo o del
babilonismo). Y ponía esta realidad en los animales numinosos.

Pero el «material sebasmático» no se agotaba en las religiones primitivas. ¿Hasta qué punto
las religiones secundarias o terciarias, que ya no pretendían mantenerse en la presencia de
númenes corpóreos positivos, podrían seguir siendo consideradas como verdaderas?

Sin duda, la verdad que pudiera serles reconocida a estas otras formas de religión habría de
derivar de la verdad originaria (lo que a su vez implicaba un curso de transformaciones de
unas formas de religiosidad en otras). De hecho, El animal divino reconocía también otras
modulaciones de la Idea de verdad, partiendo del supuesto de una verdad originaria: por

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ejemplo, una verdad negativa, en sentido dialéctico, como negación de un error o de una falsa
conciencia previa. Incluso una verdad perceptual (fenomenológica) o una verdad pragmática.

Sin embargo, las cuestiones que se habían planteado eran múltiples y urgentes. Por ejemplo:
¿cómo puede hablarse, desde coordenadas materialistas, a propósito de la religiones
primarias, de la realidad de númenes personales no humanos, aunque el término «personales»
figurase entre comillas, refiriéndose a los animales? ¿No estábamos practicando un simple
proceso de antropomorfización de los animales linneanos y, por tanto, un proceso de
proyección sobre ellos del eje circular? ¿Cómo es posible afirmar que existen «númenes
animales» ahí fuera (fuera del círculo de los hombres)? En la fórmula, muy explícita, de
Alfonso Tresguerres: ¿los animales, son númenes reales y, por ello, al mismo tiempo, los
animales son realmente númenes?

Pero cuando pasamos a las religiones secundarias, que son declaradas falsas, ¿no hay que
limitar la tesis de la subordinación de las religiones a la verdad? La verdad de las religiones
secundarias, ¿acaso podría se otra cosa que la crítica a la numinosidad que las religiones
primarias ponían en los animales, suponiendo que las religiones secundarias hubieran hecho
esta crítica a las primarias, lo que es mucho suponer? Pero entonces, ¿no estaríamos
demoliendo el supuesto de que los animales primarios debían ser realmente numinosos, y con
ello contradecíamos escandalosamente los principios de la teoría?

(5) Cuestiones relativas a la koinonia de los númenes con otros valores de lo sagrado

Aunque estas cuestiones no han sido suscitadas en el curso del debate, salvo tangencialmente,
me parece que deben ser mencionadas también y precisamente a título de limitaciones de las
que El animal divino adolecía en virtud de sus mismos planteamientos.

El animal divino se proyectó como una filosofía de la religión en su sentido más estricto: la
religación de los hombres con entidades personales no humanas; pero dejaba fuera de su
«campo visual» la consideración de otras muchas masas de fenómenos que desde siempre han
tenido mucho que ver con los fenómenos religiosos. Quedaban abiertas, por tanto, cuestiones
como las siguientes: ¿sería posible poner también estos fenómenos (que intencionalmente al
menos no mantienen relaciones con númenes personales no humanos) en relación con los
númenes personales, es decir, considerarlos por ejemplo como subproductos de la religión,
como supersticiones, en el sentido tradicional?

En las Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la Religión, de 1988, tres años después de la
primera edición de El animal divino, se plantearon ya este tipo de problemas a propósito del
fetichismo (cuestión 8: «Reivindicación del fetichismo»). La tesis que allí se mantenía tendía
a disociar el fetichismo (y con el, la magia) de la religión estricta. El fetichismo no aparece
allí como un subproducto de la religión, como una «superstición», sino que podía tener
fuentes propias.

Dicho de otro modo, en los términos del espacio antropológico: el fetichismo no sería un
fenómeno irradiado de las figuras angulares, sino un fenómeno radial.

Pero, a su vez, esto suscitaba la cuestión de las semejanzas: si fetiches y númenes tenían
fuentes diversas en el espacio antropológico, ¿cuál podría ser el fundamento de su semejanza
y, por tanto, la razón de que ellas fueran habitualmente tratadas juntas por etnógrafos o por

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antropólogos? Y esto suscitaba inmediatamente otra cuestión: ¿qué correspondencias podían
tener los fetiches y los númenes en el eje circular?

Se imponía inmediatamente otra categoría sebasmática: lo santo (lo santo en cuanto humano,
por ejemplo, los dioses de Evehmero). En un Congreso celebrado en la Universidad de León
en septiembre del año 2000 expuse el proyecto de una sistemática de los valores de lo
sagrado, asignando los santos, los fetiches y los númenes a cada uno de los ejes circular,
radial y angular, respectivamente, del espacio antropológico («Los valores de lo sagrado:
númenes, fetiches y santos»).

Dos cuestiones de carácter general cabe plantear a partir del reconocimiento de estos «valores
sebasmáticos» asignados a los diferentes ejes del espacio antropológico:

Una cuestión ontológica que podía formularse de este modo: ¿qué tienen de común los
númenes, los santos y los fetiches? ¿Qué tipo de «koinonia» los relaciona? ¿Mantienen
relaciones pacíficas o polémicas? Todos ellos puede acogerse a la categoría de lo sagrado
(según se intenta justificar en el ensayo citado). Pero la cuestión abierta es si lo sagrado, que
no es un unívoco (respecto de sus especies: fetiches, santos y númenes) sino un análogo, es un
análogo de proporcionalidad (y en este caso, ¿cómo estos valores se formaron en cada eje?) o
bien si es un análogo de atribución. Y en este caso, ¿qué tipo de valores han de ser elegidos
como analogados principales? ¿Deberían todos los valores de lo sagrado reducirse a los
valores irradiados de los númenes, o a los que irradian de los fetiches, o a los que irradian de
los santos?

La cuestión gnoseológica tiene que ver con la misma definición de la disciplina llamada
«filosofía de la religión»: ¿habrá que considerarla como una parte de la «filosofía de lo
sagrado» (de una «Sebasmática», utilizando el término acuñado por Ampère –dentro de su
«Hierología»– en su célebre clasificación de las ciencias) o bien habría que considerarla como
una derivación de la filosofía de los númenes, de los fetiches o de los santos? En cualquier
caso, ¿habría que atribuir a los fetiches y a los santos el mismo orden de trascendentalidad
que la filosofía de la religión materialista atribuye a los númenes, orden que justificaría la
denominación de filosofía de lo sagrado?

III

Reanudación, tras el debate,


del proyecto originario de El animal divino

En la sección I hemos tratado de delinear el proyecto original de El animal divino. En la


sección II hemos tratado de fijar los límites dentro de los cuales se movió la ejecución del
proyecto, mostrando al mismo tiempo hasta qué punto estos límites podían removerse,
abriendo paso a desarrollos más precisos del proyecto.

En esta sección III nos proponemos indicar las líneas de desarrollo más importantes que el
propio debate habría ya, en general, iniciado, sometiéndose siempre a ulteriores
confrontaciones y rectificaciones. El hecho de que en esta sección III figuren precisamente
confrontaciones y rectificaciones de algunas líneas que a lo largo del debate parecían
orientarse a imprimir «un cambio de rumbo» al proyecto originario de El animal divino no
significa que las «rectificaciones de las rectificaciones» no reconozcan que ellas sólo han sido
posibles gracias a las primeras rectificaciones, que siempre podrían considerarse como un

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«experimento» que habría de verse siempre como reproducible, aún a título de «ensayo
dialéctico», aunque fuera para ser, a su vez, rectificado.

(1) El debate en torno al dialelo

1. Señalaremos solo un punto del debate, si bien central: ¿cómo traducir las rectificaciones
propuestas por David Alvargonzález a términos del dialelo, al menos cuando los referimos al
eje angular?

Si no lo entiendo mal sus rectificaciones afectan precisamente al dialelo, en lo que al eje


angular se refiere, en un sentido que se orienta hacia su bloqueo: no cabría admitir
propiamente un dialelo del eje angular.

El eje angular formaría parte, a lo sumo, del espacio antropológico del presente (si bien como
región vacía del espacio, porque si no se admiten númenes reales en la época paleolítica,
menos aún se admitirán en la época del presente). Si se prefiere, de la teoría del espacio
antropológico; y digo «si se prefiere» porque cabría deducir, de las rectificaciones de
Alvargonzález, que ellas alcanzan a negar el propio espacio antropológico tridimensional, en
beneficio de un espacio plano, con dos ejes: circular y radial. Al eje circular se adscribirían
ahora las relaciones e interacciones entre individuos, grupos, personas humanas; al eje radial
se adscribirían las relaciones e interacciones de los animales «desde una perspectiva
etológica», es decir, al margen de su aparición como animales numinosos.

Conviene subrayar que también Alfonso Fernández Tresguerres parece compartir inicialmente
esta interpretación del eje angular: «Y he afirmado, efectivamente, que los animales se
encontraban en el eje radial (del espacio antropológico, no del etológico), porque los animales
no eran otra cosa que un peligro del que defenderse o una fuente de alimento y materias
primas de las que apropiarse» (El Catoblepas, nº 39:10, mayo 2005). Sin embargo
Tresguerres admite la ulterior constitución de un eje angular, precisamente en el momento en
el cual los animales etológicos radiales asumen una forma de presencia numinosa; de suerte
que aunque los animales no sean realmente númenes –cuando se mantienen en el eje radial–
podría en su momento afirmarse que los númenes son reales cuando se manifiestan como
númenes, situándose por tanto en el eje angular.

José Manuel Rodríguez Pardo da cuenta precisa de este problema: «Suponer que las
relaciones entre los hombres y los animales eran radiales ya in illo tempore, y que después se
añadirían las angulares es tanto como suponer que el hombre ya era una realidad perfecta,
diferenciada de los animales, al contrario de lo que se supone en El animal divino, que es en
la propia relación entre los hombres y los númenes (los animales paleolíticos) denominada
religión, donde el hombre se constituye» (El Catoblepas, nº 39:11, mayo 2005).

Pero Alvargonzález no reconoce este proceso. Le parece no sólo gratuita, sino absurda, la
decisión de conceder a los animales la condición de númenes reales y sobre todo la de
personas o la de seres personiformes, contenidos por tanto de un eje especificado por ellos, el
eje angular (que también presupone, como inicialmente Tresguerres, como religioso).
Precisamente por no admitirlo tiene que apelar a la hipótesis de una construcción (al margen
del dialelo) del eje angular, en el momento de analizar el origen de la religión en el hombre
primitivo, a partir de unos componentes circulares originarios.

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Por ello insiste una y otra vez en la antigüedad de los teriántropos: no trata sólo de constatar
su presencia en las religiones primarias –lo que ya había sido constatado en El animal divino a
propósito de la figura de Trois-Frères– sino que trata de reivindicar los teriántropos como las
más antiguas reliquias del arte parietal, juntamente con la defensa de la existencia de una
cultura compleja anterior al Paleolítico superior (lanzas de madera de Schöningen, 400.000
años antes de Cristo, &c.). La insistencia en la defensa de la antigüedad de estos contenidos
culturales tiene seguramente por objeto reforzar la idea de una sociedad prepaleolítica ya
organizada (eje circular y radial) y, por tanto, capaz de desplegar una actividad mitológica de
proyección o composición de componentes circulares en «animales etológicos» (radiales):
«Los númenes son reales en cuanto que construcciones de la cultura objetiva». Quedaría así
muy debilitado el supuesto (que no es, por cierto, el de El animal divino) de un eje angular
originario, insinuado en la «religión natural» prepaleolítica.

2. ¿Y por qué sería absurdo, en el fondo, admitir animales numinosos reales (es decir, un eje
angular estricto) en los hombres primitivos?

Sin duda Alvargonzález no niega que estos hombres no pudieran emic percibir a ciertos
animales como numinosos; como seguramente tampoco niega que emic un ojo humano pueda
percibir el color rojo de un objeto apotético. Pero no trataría de constatar o de describir un
fenómeno emic; se trataría de explicar cómo se produce el fenómeno, supuesta su condición
estrictamente emic. Y en esta explicación intervienen presupuestos o prejuicios y, en
particular, supuestos de índole psicologista (por no decir cartesiana), relativos a la fuente de
las cualidades secundarias (la cualidad de rojo o la cualidad de numinoso). Cualidades que
precisamente eran consideradas secundarias por proceder del sujeto (que las «proyecta» en los
«objetos» o las compone con otras sensaciones), a diferencia de las cualidades primarias, que
se suponen formando parte del objeto real. El correlato del color rojo, como entidad objetiva,
se reduciría al reflejo de una luz de 603,5 mμ; esto dice la teoría física del color rojo. Pero el
color rojo, como cualidad de rojo, sólo sería una «secreción reactiva del alma (o del cerebro)»
ante el estímulo de la luz, del mismo modo a como la numinosidad animal, aunque percibida
por los hombres primitivos, no sería otra cosa sino una secreción reactiva del alma o del
cerebro de los hombres y residiría en el alma o en el cerebro de los hombres que la perciben,
según la teoría antropológica de la construcción cultural mitológica de los númenes: «porque,
evidentemente, el color rojo (en el ejemplo de Bueno) no está 'ahí fuera'» (El Catoblepas, nº
37:1, carta 6, de Alvargonzález).

Ignoro las razones por las cuales puede parecer evidente a los mediatistas que este color rojo
que percibo en ese cuerpo apotético no pueda estar «ahí fuera». ¿Acaso es más fácil entender
cómo podría estar dentro del cerebro? ¿En qué región de la retina ocular o de la retina
occipital? ¿Acaso los objetos apotéticos mantendrían su condición de tales si los colores
desaparecieran enteramente, y no interviniese el tacto? En cualquier caso, el ejemplo del color
rojo fue aducido precisamente para justificar, por analogía, la realidad de una visión objetiva,
apotética, de una cualidad cuya teoría va dirigida a probar su inmanencia subjetiva. El
ejemplo iba destinado a sugerir la posibilidad de la percepción de una numinosidad objetiva,
aún en el supuesto de que «en sí mismos» los animales no fuesen númenes; añadiendo de paso
la crítica al sustancialismo de la «existencia en sí» («animales en sí mismos», «cosas rojas en
sí mismas»), en nombre de la concepción de la existencia como coexistencia (los animales –
ciertos animales– en su coexistencia con los hombres primitivos, son realmente númenes
precisamente porque son númenes reales: la disyuntiva entre los animales realmente
numinosos y los númenes animales reales puede considerarse como una disyuntiva aparente,
cuando introducimos la idea de la coexistencia). Y en cualquier caso, la analogía entre el color

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rojo y la numinosidad se detiene ahí, pero «a favor», cuanto a su realidad, de la numinosidad;
porque mientras que el color rojo permanece como tal «pasivamente», diríamos, en el objeto
apotético, la numinosidad la suponemos asociada a un sujeto que nos acecha, nos ataca y pone
en peligro nuestra vida.

3. Pero los fundamentos últimos o, si se prefiere, los presupuestos o prejuicios sobre los que
se basa el rechazo de los «animales divinos» como númenes reales son otros. Y podríamos
reducirlos a los dos siguientes:

Primero, el supuesto (implícito) de que el eje angular o no se entiende, o ha de entenderse


como separado de los otros (si los animales son realmente númenes sería porque lo son en sí
mismos; si sólo son tales ante el hombre, cuando coexisten con él, ya no serían realmente
númenes sino sólo de un modo aparente, de un modo mitológico). Correlativa a esta
hipóstasis condicional del eje angular constatamos una hipóstasis del eje circular (previa a la
angular) al referirse a las culturas humanas prepaleolíticas.

Ahora bien, un eje no tiene por qué concebirse como separable de los demás, como si la
separabilidad fuese condición de su realidad. La realidad de cada eje siempre está
necesariamente vinculada a la de los demás ejes, aunque sea disociable de ellos, por la
composición sinecoide de las figuras de algunos con figuras diversas de los demás. Por ello,
el eje angular presupone siempre codeterminación (en alguna de sus figuras, en nuestro caso,
las religiosas) con el eje circular, así como recíprocamente. Y, por ello, la condición de
persona humana (como diremos después) implica la «neutralización» del eje angular (no su
abolición).

Segundo, el supuesto –acaso el más importante– en virtud del cual parece necesario descartar
a priori la numinosidad de los animales reales (por tanto, el eje angular). Este supuesto es de
índole ontológica: un animal numinoso –parece presuponerse– debiera ser una persona dotada
de «voluntad», «entendimiento» y «capacidad de hablar» con otras personas (en nuestro caso,
revelar –la persona numinosa a la persona humana– y orar –la persona humana a la
numinosa–). Parece como si David Alvargonzález estuviera aherrojado por la sentencia de
Thomas Szasz, «si alguien dice que habla con Dios, está rezando; si alguien dice que Dios
habla con él, está esquizofrénico». Quien cree que los animales-númenes del Paleolítico
«hablaban» con los hombres está esquizofrénico o, por lo menos, estará atribuyendo a los
hombres primitivos, si no la condición de esquizofrénico, sí la condición de una falsa
conciencia: «Especialmente, Bueno no tendría en cuenta que los númenes paleolíticos tienen
componentes ineludibles de falsa conciencia (componentes míticos, confusiones y
oscuridades, cuando se evalúan desde el presente» (Alvargonzález, pág. 32 del texto original
de su conferencia; fragmento que no aparece en la edición impresa de las Actas).

Ahora bien, según esto, dado que los animales no pueden ser númenes personales (como
debieran serlo si se les considerase como núcleo angular de la religión), la atribución a ciertos
animales de «características propias de los númenes personales» (Alvargonzález, pág. 8 del
original, pág. 217 de las Actas) sólo podrían ser el resultado de alguna construcción o teoría
mitológica (que implica lenguaje fonético doblemente articulado) y que tendrían al menos
alguno de los siguientes componentes, según Alvargonzález:

«1. Adjudicar a los animales la capacidad de entender a los hombres cuando éstos les hablan:
el ruego, la oración, la ofrenda y el sacrificio son componentes de las religiones del
Paleolítico que suponen que los animales tienen capacidad verbal similar a la humana.

28
2. Adjudicar a los animales más inteligencia de la que tienen (rasgo que puede aparecer
conectado o no con el anterior).
3. Adjudicar a los animales caracteres de personalidad humanos (pendenciero, adulador, &c.)
y caracteres morales propios de personas (malo, bueno, dañino, mentiroso, desleal, &c.).
4. Suponer que los animales están sujetos a normas morales en su trato con ellos y con los
hombres.
5. Por último, en los casos en los que aparece una combinación fantástica de caracteres
morfológicos de varios animales no humanos (los teriomorfos) o de animales no humanos y
humanos (los teriántropos), esta combinación de rasgos también podría interpretarse como un
componente mítico del núcleo de las religiones del Paleolítico.» (Alvargonzález, págs. 217-
218 de las Actas)

No cabe duda que estas construcciones o «teorías mitológicas» son constatables a lo largo del
curso de las más diversas religiones; y que, por supuesto, pudieron también ser desplegadas, y
lo fueron de hecho, en el Paleolítico. El animal divino se refiere (1ª ed., 1985, pág. 101; 2ª ed.,
1996, pág. 105) al «teriántropo dualista» de El Juyo, y en su pág. 113 (en la 2ª ed., pág. 117)
al teriántropo, acaso un hechicero, de la cueva de Trois-Frères. Pero la constatación de estas
construcciones o teorías mitológicas no tiene nada que ver con la tesis que niega la
numinosidad real de los animales paleolíticos involucrados en la religiosidad primaria.

Por de pronto, la tesis de la numinosidad real de algunos animales paleolíticos no implica su


condición exenta de cualquier representación concomitante (es decir, como si la numinosidad
animal tuviera, para aparecer, que presentarse exenta o pura de cualquier «marco mitológico»
procedente de regiones radiales o circulares que suponemos están siempre acompañando al
eje angular); más aún, puede asegurarse que los fenómenos específicos del eje angular están
siempre, según la doctrina del espacio antropológico, involucrados con otros fenómenos
propios de los demás ejes (y que esta circunstancia explica la presencia temprana del
teriántropo, sin perjuicio de númenes animales no humanos).

Pero si se afirma que la «cualidad de numinoso» que se reconoce, al menos emic, en la


percepción de ciertos animales paleolíticos, «emana» del eje circular, ¿no se está diciendo
también que la numinosidad emana del hombre, conculcando el hecho del que partimos: que
lo numinoso es cualidad del animal? Nada se ganaría apelando a la novedad del compuesto
(circular + angular) –por ejemplo, en el teriántropo–, puesto que precisamente lo que esta
«novedad» debiera hacernos esperar sería esto: que lo numinoso no procede del componente
humano, sino de lo que no es lo humano, es decir, de lo que es animal. La hipótesis de la
novedad resultante de un mixtum compositum exigiría introducir un «mecanismo especular»
en virtud del cual los hombres comenzarían a hacer algo así como «conocerse a sí mismos»
cuando vieran su imagen reflejada en la forma de un animal numinoso. Pero este mecanismo
es enteramente gratuito y multiplicaría los entes sin necesidad.

La cuestión de fondo, por tanto, es otra. Pues no se trata de que la numinosidad específica
(angular) esté «envuelta» o «compuesta» siempre con algunos contenidos procedentes de
otros ejes, radiales o circulares (llámese o no «mitología» a una tal composición o
envolvimiento).

Se trata, ante todo, de si cabe la posibilidad de reconocer animales realmente numinosos, o si


esta posibilidad debe ser rechazada a priori, por lo que su reconocimiento implicaría
«adjudicar» (es decir, sobreponer, atribuir propiedades en principio extrínsecas) capacidades
propias de los hombres o incluso de las personas humanas (capacidad verbal, inteligencia

29
superior, características de personalidad, normas morales...) que ellos no pueden tener si se les
juzga desde el presente, es decir, desde la Etología actual. Como si la Etología del presente
rechazase de plano características de esta índole a los animales, y no sólo a ciertos animales.

4. Precisamente El animal divino sólo se atrevió a salir al público, como ya hemos dicho,
cuando la Etología del presente recibió una suerte de «reconocimiento oficial» con motivo de
la concesión del Premio Nobel a sus más notorios representantes del momento. Fueron los
descubrimientos de estos etólogos, y de otros muchos etólogos o lingüistas (por ejemplo Egon
Brunswik –con su teoría de la «conducta animal raciomorfa»–, Eibl-Eibesfeldt, Gardner,
Premack...) los que permitieron poder hablar sin escándalo, para las generaciones formadas en
el mecanicismo, de los «lenguajes animales» y de la «inteligencia» y aún de la «razón»
animal. En cualquier caso, El animal divino nunca atribuyó, porque no lo necesitaba,
«capacidad verbal similar a la humana», ni siquiera «capacidad verbal» a los animales. Se
refería (ver pág. 153) a «relaciones con los hombres de índole que podríamos llamar
'lingüística' (en sus revelaciones o manifestaciones)». Y, para mayor abundamiento,
«lingüística» aparece entre comillas, como un guiño a los apasionados debates de aquellos
años sobre los «lenguajes animales» (uno de ellos muy reciente entonces, que había tenido
lugar en Oviedo, en un Congreso de lingüistas, presidido por Emilio Alarcos, y en el cual la
mayoría de los lingüistas allí presentes se indignaban al escuchar una exposición casi literal
de los informes de Premack o los Gardner, que me correspondió ofrecer). Todavía en 1994,
cuando Alfonso Tresguerres expuso en Santa Clara, ante más de cincuenta profesores de
filosofía cubanos, las tesis de El animal divino, sorprendentemente, por tratarse de un
auditorio materialista, se encontró con las risas y el rechazo del auditorio al hablar de la
etología y las culturas animales: el profesor Pablo Guadarrama le objetó airadamente que la
Etología era una «disciplina burguesa» que había sido cultivada por los nazis, y sólo el
auditorio se calmó y cambió de actitud cuando los argumentos brillantemente expuestos por
Tresguerres fueron reconocidos y corroborados in situ por el profesor cubano Manuel
Martínez Casanova, que en su condición de veterinario y profesor de filosofía, estaba en
situación de informar a sus colegas y alumnos que, efectivamente, aunque las tesis oficiales
de la filosofía cubana dijeran lo contrario, la realidad aceptada en el mundo era la de la
Etología («Númenes animales en el Caribe»).

Pero en cambio El animal divino sí reconocía (no «adjudicaba» más o menos gratuitamente, o
caprichosamente y, en todo caso, dando desde fuera a los animales algo que ellos no tuviesen)
a los animales paleolíticos «capacidad lingüística», no sólo en términos de comunicación «no
verbal» (conductas de acecho, de amenaza...) sino también de comunicación fonética
articulatoria y auditiva (gruñidos, rugidos, mugidos, silbidos). De este modo se reconoce a los
animales paleolíticos (como también a los actuales) la capacidad de percibir a los hombres, de
«medir las fuerzas de los hombres», de interpretar muchos de sus movimientos gestuales o no
gestuales (e incluso interpretar gestos humanos de humillación o de apaciguamiento): todo
esto es incompatible con la pretendida representación que se nos quiere ofrecer de los
animales paleolíticos como una especie de organismos movidos por automatismos reflejos,
incapaces de interpretar la conducta global de los hombres cuya evolución se iba produciendo
en su entorno, y codeterminadamente con ellos. Por la misma razón se reconocía a los
hombres capacidad para interpretar (sin perjuicio de eventuales errores) conductas de otros
animales.

Advertimos, en todo caso, que esta capacidad de comunicación «lingüística» no verbal


(gestual, expresiva o apelativa) atribuida a los animales no humanos, no tiene en sí misma
significado numinoso, sino etológico general. Y, en el caso del hombre –es decir, cuando

30
consideramos a los grupos humanos ya constituidos– significando relaciones angulares
establecidas entre los hombres y animales no humanos (pero no necesariamente religiosas).

Más aún, también cabe atribuir a los animales, a ciertos animales, una «personalidad» precisa
e individual, susceptible de recibir nombres propios (Bucéfalo, Laika, Sara, Washoe) –y esto
sin necesidad de tener que admitir las pretensiones de los últimos etólogos firmantes del
«Proyecto Gran Simio», ni menos aún, las de los firmantes de la «Declaración Universal de
los Derechos de los Animales»–.

Una «personalidad» que no se hará consistir en ser sujeto de atribución de «caracteres de


personalidad humanos» (por cierto, reducidos a cualidades psicologistas: «pendenciero,
adulador») –pues los «caracteres morales» citados, y tal como se citan («malo, bueno,
mentiroso...») también los etólogos se los atribuyen a los animales (que también engañan, son
objetivamente dañinos, buenos o malos)–. La personalidad que se les atribuye se apoya sobre
todo en ser «centros prácticos de voluntad y de inteligencia» (vis appetitiva y vis
cognoscitiva), que están actuando in situ, en concreto y perentoriamente ante unos hombres
primitivos, acaso no plenamente humanos, pero sí análogos a los humanos en el terreno de las
interacciones prácticas. La conducta de acecho, engaño, camuflaje, &c., que un animal
mantiene ante un grupo humano puede ser percibida por este grupo como análoga a la
conducta de acecho, engaño, camuflaje, &c., que ese grupo advierte respecto de otros grupos
humanos enemigos; y la advierte como análoga porque en realidad es análoga. Porque de lo
que se trata es del enfrentamiento de una «voluntad» o «apetito teleológico» animal y de una
voluntad y entendimiento prácticos humano, orientado a mantener la integridad del
organismo, amenazada por la «voluntad enemiga» de destruirlo. Las conductas etológicas
interespecíficas podrían también ser asignadas a un eje del espacio etológico, similar al eje
angular del espacio antropológico; un eje angular interespecífico que mantendría intactas sus
diferencias con el eje angular del espacio antropológico, un eje angular etológico, en el cual,
desde luego, no podrían figurar contenidos religiosos, puesto que este presupone la
«plataforma» de un eje circular especificado por su materia. Los ejes del espacio
antropológico no se diferencian, en principio, de los posibles ejes de un espacio etológico
(atribuidos a cada especie zoológica) en cuanto ejes de un «espacio formal tridimensional»,
sino por los contenidos materiales específicos característicos de cada eje; contenidos que no
excluyen momentos genéricos comunes a las diferentes especies.

La consideración de «escándalo antropomórfico» que para muchos merece aún el


reconocimiento de la «personalidad» de los animales deriva, acaso, de una concepción
espiritualista de la persona, en versiones más o menos radicales, que van desde la versión
espiritualista extrema de Malebranche –que vería como un «residuo de paganismo» a la
definición aristotélica del hombre como animal racional– hasta las más moderadas de los
«psicólogos de la personalidad humana» que subrayan factores ellos mismos «mentalistas»
(tales como conciencia o reflexividad). También, incluso, desde posiciones similares a las de
las concepciones humanistas de la persona como entidad exclusivamente antrópica (que
presiden, por ejemplo, la concepción actual jurídica de la persona) que la circunscribe a
campos humanos (el Código Penal ya no procesa a un perro que ha matado a un hombre).

Pero el humanismo personalista, o el personalismo humanista, por mucho que se escandalice


de quienes atribuyen «personalidad» a sujetos no humanos, no debiera olvidar que la Idea
misma de persona humana (en particular, de la persona en sentido jurídico) procede de
fuentes distintas de la «tradición humanística». En nuestra tradición, la Idea de persona
procede de los debates teológicos cristianos que tuvieron lugar en los Concilios de Nicea, de

31
Efeso, &c., acerca de las Personas de la Santísima Trinidad (que no eran humanas, y que por
tanto estaban más próximas al eje angular; pues no tendría sentido situarlas en el eje circular o
en el radial) y, en particular, de la personalidad de Cristo, a quien, por cierto, sólo se le
«adjudicaba» la personalidad humana a través de la Segunda divina persona de la Santísima
Trinidad (el Concilio de Efeso estableció dogmáticamente que Cristo tenía una sola Persona,
que era la Persona divina, que incorporaba a la naturaleza humana: Cristo era, por tanto, un
«hombre divino», es decir, un animal divino, si el hombre es animal).

La persona humana, y la personalidad humana, por tanto, es una institución histórica y


cultural muy tardía. Ya hemos observado lo improcedente de construcciones tales como
«persona neandertal» o «persona pitecántropa» (a pesar de que algunos paleoteólogos, sobre
todo si son cristianos, considerarían personas a estos «hombres primitivos»).

Las cuestiones filosóficas que la persona envuelve tienen que ver precisamente con la
cuestión de la coordinación biunívoca entre el conjunto de las personas humanas y el conjunto
de los individuos humanos (conjunto que contiene subconjuntos muy anteriores al
paleolítico). La persona humana, en cuanto institución cultural histórica, tiene sus propias
características. Si se quiere, es una convención, una ficción jurídica, considerar a un
subnormal profundo de nacimiento la condición jurídica de persona humana; lo que no quiere
decirse con esto que se hayan resuelto los problemas filosóficos de su condición de persona.
La consideración de persona ha de entenderse, ante todo, como una norma práctica, porque
ofrece criterios prudenciales para tratar esos casos límite, pero no por ello excepcionales. Y,
por supuesto, no cabe, sin prosopopeya, adjudicar la personalidad a individuos vivientes no
humanos, sean dioses, demonios o animales, sean acaso muchos de nuestros «contemporáneos
primitivos» (a los cuales las normas internacionales, inspiradas en la Declaración Universal
de los Derechos Humanos, les concede personalidad a la manera como se la concede, como
hemos dicho, a los subnormales profundos congénitos).

Pero todo esto no excluye la legitimidad de hablar de personas no humanas, anantrópicas, y,


por tanto, la legitimidad de hablar de la personalidad propia de ciertos animales del
Paleolítico superior, sin que esto implique en modo alguno «adjudicar a los animales
caracteres de la personalidad humana»; de la misma manera los animales, incluso las
personalidades animales no humanas, aunque no estén sujetos, desde luego, a normas morales
(que suponemos humanas, en cuanto que son normas), no dejan de estar sujetas a pautas (por
ejemplo, rituales, no ceremoniales) que funcionan como criterios distintivos y permiten
predecir su comportamiento.

5. Recapitularemos nuestra «rectificación» a la «rectificación» propuesta en este punto por


David Alvargonzález.

Suponemos, por nuestra parte, que el eje angular del espacio antropológico es un eje
etológico, pero especificado ya como humano (la condición etológica de un eje no implica
que este eje haya de requerir ser pensado siempre como «momento genérico» zoológico). El
eje angular es un eje que está definido para ser reconocido en un presente histórico. No es un
eje prehistórico (en el sentido estricto) que el desarrollo histórico del hombre hubiera logrado
borrar. Todavía existen hoy animales con los cuales los hombres se comunican como si fueran
personas no humanas. Y una gran porción de la conducta humana del presente está orientada
por las expectativas de mantener comunicación lingüística –no telepática– con sujetos
personales o personiformes no humanos, con animales no linneanos, extraterrestres, que
implican, desde luego, un espacio práctico dado en el eje angular (y esto sin tener en

32
consideración a las prácticas humanas animistas, el culto a los dioses, a los ángeles o a los
demonios, muy vigentes en el presente).

La Etología es precisamente una disciplina fundada en el reconocimiento práctico de un eje


angular, frente al mecanicismo preetológico que, como es sabido, fue siempre muy limitado
(José Manuel Rodríguez Pardo, que ha intervenido ampliamente en este debate, ha estudiado
en su tesis doctoral estas relaciones: «El alma de los brutos en la filosofía española del siglo
XVIII, en el entorno del Padre Feijoo. Análisis desde el materialismo filosófico», 2004).

Por consiguiente, cuando retrotraemos, por exigencias del dialelo antropológico, el eje
angular del espacio antropológico del presente al presente prehistórico, no necesitamos poner
en marcha «teorías mitológicas» a fin de atribuir a los hombres prehistóricos un eje angular,
con referencia a determinados animales de su entorno. A determinados animales: aquellos con
los cuales cabe hablar de interacción operatoria –de percepciones, apetitos... a escala
operatoria– excluyendo, por supuesto, a los animales invisibles o intangibles en la época, ya
fuera por habitar en lugares incógnitos, ya fuera por ser inaccesibles al ojo humano, como es
el caso de los animales microbios.

Otra cosa es la cuestión de la «transformación» del eje angular humano (etológico, pero ya
especificado como humano) en el eje que contiene a los númenes reales, a los animales
numinosos. Pero esta cuestión desborda el debate en torno al dialelo (aunque obviamente está
profundamente vinculada con él) y pertenece más propiamente al debate en torno a la
inversión antropológica, es decir, a la cuestión de la anamórfosis de las estructuras etológicas
y, entre ellas, las mismas relaciones angulares entre los hombres y los animales, en lo que
tengan de relaciones interespecíficas humano-zoológicas (subgenéricas o cogenéricas), en
instituciones genuinamente antropológicas, como puedan serlo las instituciones religiosas. Y
también, desde luego, en otras instituciones angulares no religiosas, como pueda serlo la
institución de los «animales domésticos de compañía», o la propia institución de la Etología,
cuyas afinidades con la Teología ya hemos señalado en otras ocasiones («La Etología como
ciencia de la cultura», El Basilisco, nº 9, 1991).

(2) El debate en torno a la inversión antropológica

1. Hemos presentado la «inversión antropológica» como un proceso en cierto modo recíproco


del proceso del dialelo antropológico.

Es obvio que partiendo de una situación en la que los animales son concebidos como entera y
puramente zoológicos, la manera más expeditiva de explicar su numinosidad será la de
suponer un mecanismo de «composición» o catástasis (tomando este término en general, más
que en su especificación puramente dialéctica) de contenidos «personalistas» procedentes del
eje personal por antonomasia, a saber, del eje circular del espacio antropológico, con
contenidos zoológico-etológicos que todavía no se consideran adscritos a un eje angular, sino
a un eje radial. Los contenidos de este eje circular (o contenidos circulares) se compondrán
por catástasis con los animales etológicos, y de esta composición resultarían los númenes
animales y, con ellos, un eje angular («viciado», desde el principio, por una «falsa
conciencia»). En palabras de Alvargonzález: «...para que ciertos individuos animales (que
son animales de la Zoología) se conviertan (emic) en númenes personales hace falta la
composición de elementos 'angulares' con elementos 'circulares', hace falta que los aspectos
'angulares' (etológicos y ecológicos), sin dejar de actuar, se reorganicen de un modo sui

33
generis al componerse con contenidos 'circulares'» (pág. 16 del original, pág. 224 de las
Actas, en las que el resaltado de los términos en negrita ha desaparecido).

Sin embargo, las expresiones «elemento angular» o «aspecto angular» implican una
concesión, por parte de Alvargonzález, que no ha sido justificada (si el eje angular comienza
con los númenes), a la tesis del eje angular del espacio antropológico. Pero este eje sólo
podría admitirse como un residuo emic, que quedaría después de haber retirado a los animales
la condición de núcleo angular del proceso de inversión. Más que en un eje angular se estaría
pensando en los individuos animales de la Zoología (acaso ni siquiera de la Etología) que se
convierten emic en númenes personales; con lo que el eje angular será también sólo emic (al
menos cuanto a sus contenidos numinosos).

En cualquier caso tampoco parece que hubiera mayor inconveniente en reconocer un eje
angular para acoger las relaciones e interacciones específicas hombre/animal, con tal de que
en este eje figurasen, como núcleos de la religión, los animales de referencia. En cualquier
caso ésta hipótesis –la composición de los aspectos circulares (tomados como fuentes de los
contenidos personales) con los aspectos animales (puramente zoológicos)– seguiría
arrastrando mucho de ese «mecanismo de proyección» (aunque se llame «mecanismo de
composición») de los contenidos personalistas circulares en unos animales concebidos como
ajenos, en sí mismos, a cualquier rasgo propio de una personalidad humana, y que sólo los
recibirían por «adjudicación». En efecto: si se supone que los rasgos propios de una
personalidad se encuentran en el eje circular (lo que es mucho suponer, salvo que nos
movamos en un terreno jurídico) y se supone también que la numinosidad animal implica
rasgos de personalidad, ésta sólo podría proceder del eje circular, por lo cual los númenes
animales resultarían de un compuesto de rasgos circulares y angulares; composición que
podría dar lugar, desde luego, a un novum, a saber, los númenes animales (del mismo modo –
se explica– que cuando el carbono y el oxígeno se componen, para dar lugar al dióxido de
carbono, no decimos que el carbono, por ejemplo, se «proyecte» sobre el oxígeno).

Sin embargo, sí que habría que decir que los componentes personales del numen animal
proceden del eje circular antes que de los propios animales no humanos. Lo que nos devuelve
a una posición muy próxima a la que podría resultar de una proyección «humanista o
psicologista». Joaquín Robles ha visto con claridad esta conclusión:

«Porque la composición de carbono y oxígeno en monóxido o dióxido es el resultado, bien de


operaciones (de un químico) químicas, bien anantrópicas bajo determinadas condiciones, que
dan lugar al monóxido o al dióxido, 'objetivos' y bien reales, sujetos, por lo demás, a los
principios de la química (por ejemplo el de conservación de la masa). Sin embargo los
teriántropos son figuras del 'arte parietal' (y sólo en este sentido son objetivas) que, en modo
alguno pueden considerarse como algo más que alucinaciones (o verdaderas apariencias
falaces) del sujeto que las pintó. Y si en la composición del monóxido o del dióxido no
hallamos sino principios objetivos que explican la composición misma de un ente real y
objetivo ¿qué principios podemos representarnos como fundamento de la composición
angular-circular de los teriántropos?» (Robles, El Catoblepas, nº 38:19.)

Por su parte Alfonso Tresguerres observa certeramente que:

«Desde la posición defendida por Alvargonzález, todo el papel que a éstos [los animales] les
corresponde en la génesis de la religión es haberse convertido en receptores y referentes de la
fabulación mitológica del ser humano.» (Tresguerres, El Catoblepas, nº 39:10.)

34
2. En cualquier caso, El animal divino se opone frontalmente a la interpretación meramente
emic de la numinosidad animal. Y si damos por presupuesto un espacio antropológico con un
eje angular etológico pero específico (en el cual puedan figurar los animales no humanos en
sentido cogenérico o subgenérico respecto de los animales humanos, sin aparecer todavía
como específicamente numinosos) la cuestión de la inversión antropológica del eje angular
habrá que retrotraerla ya antes de la aparición de los númenes animales (por ejemplo, al
estado confuso de los achuar, de los que hemos hablado antes), y la cuestión se replantearía,
no ya tanto como el problema de la incorporación de los animales «en sentido puramente
zoológico» a la condición de contenidos numinosos de un eje angular (considerado, de hecho,
como eje emic, al menos en relación con estos contenidos) sino como el problema de la
incorporación (en una fase de la anamórfosis) al eje angular etológico humano de los
contenidos numinosos.

3. El proceso de inversión antropológica no es, sin embargo, repentino, instantáneo, una


«emergencia»; por la misma razón tampoco puede cifrarse en algún cambio puntual en la
connotación (la bipedestación, el pulgar oponible, la dominación del fuego, el uso del palo, de
las armas arrojadizas o de «lenguaje fonético»). El proceso de inversión no es lineal, sino
multilineal, y por tanto requiere lapsos seculares de tiempo (aún manteniéndonos dentro, por
ejemplo, del llamado «esquema evolutivo multirregional» que Milford Wolpoff propuso en
1990). Y esto significa, sobre todo, que los «cambios puntuales» sólo alcanzan significado en
el contexto de la inversión antropológica por sus efectos futuros, por su dimensión potencial
(medida, por ejemplo, por su capacidad de composición con otros cambios, también
potenciales). De donde habrá que deducir que los hombres que están experimentando este
cambio sólo son hombres potencialmente, y no en acto; son hombres en la medida en que
prefiguran o preconforman al hombre, cuando en sí mismos son protohombres, hombres
incipientes, o, en términos tradicionales, hombres salvajes, hombres fósiles u hombres
primitivos (siempre que dejemos de lado, por metafísica, la idea de una «situación alienada»
del salvaje o del hombre primitivo, porque una tal situación presupone a unos hombres
previamente dados en plenitud, pero que habrían perdido, por el pecado original o por la
división en clases, esa mítica condición originaria). El protohombre, como el salvaje, ha de
ser hombre no sólo en sentido potencial, sino actual, aún cuando en este sentido «actual» el
protohombre o el salvaje se nos presente como un hombre inferior (no en términos absolutos,
sino por la relación de dominación que sobre él tiene el «adulto civilizado»).

Es cierto que el humanismo implícito en el relativismo cultural radical (que inspira, por
ejemplo, la Declaración Universal de Derechos Humanos) tiende a borrar el concepto de
protohombre, o el de hombre inferior: «Salvaje es quien llama a otro salvaje», decía Lévi-
Strauss. Pero esto llevaría a concluir que no hay nada intermedio entre los primates y los
hombres, condición que es incompatible con los resultados de la primatología y de la
antropología paleontológica. No es fácil aceptar que cualquier individuo del grupo
antropomórfico de la Nueva Guinea que hace sesenta años practicaba rituales todavía más
repugnantes que los del vudú actual, hubiese de ser considerado, no ya sólo como persona
(según los convenios de la ONU) sino incluso como plenamente humano, en virtud de los
principios del humanismo relativista.

Pero que no sea «plenamente humano» no quiere decir que sea un homínida, una especie de
orangután, de chimpancé o de pitecántropo. Sencillamente es hombre no sólo potencialmente
(los aborígenes de Nueva Guinea pudieron integrarse «en la civilización») sino también
actualmente, pero a título incipiente, de acuerdo con los criterios de hominización que

35
utilicemos (como puedan serlo las relaciones de parentesco elemental o la fabricación de
armas).

En este proceso es decisiva la consolidación del lenguaje fonético «gramaticalizado»,


sintáctico, el llamado «lenguaje moderno» respecto de los protolenguajes homínidos. La
importancia que para la génesis de las religiones primarias puede tener, como apunta Pedro
Santana («Breve nota sobre las hipótesis acerca del origen del lenguaje humano», El
Catoblepas, nº 40:10, junio 2005), el llamado «lenguaje moderno» (con una sintaxis
desarrollada, respecto del protolenguaje, que podría vincularse a la religión natural) habría
que cifrarla, desde luego, en el hecho de «posibilitar la transmisión de conocimientos
mediante discursos de cierta longitud...» –posibilidad que sin duda hay que poner en conexión
con la actividad mitopoiética que se anuncia ya en las religiones primarias–, pero también,
sobre todo, en la conformación de una «concavidad» por medio de las interacciones entre los
individuos de un grupo humano que, mediante un lenguaje propio cada vez más complejo y
sólo inteligible en el ámbito de esa concavidad, va segregando o dejando fuera, como
extraños, a los animales o a otros grupos humanos que no pueden participar en esa
«concavidad». El carácter «extraño» de los animales que, aún en la época del protolenguaje,
mantuvieron comunicación no verbal fluida con los hombres, será la condición para que tales
animales «que me enardecen en cuanto son semejantes» (en palabras de San Agustín referidas
a lo divino), comienzan a poder «aterrorizarme» de un modo especial, cercano al «misterio»,
cuando se les percibe, desde su semejanza genérica, como desemejantes, pero amenazantes y
dominantes.

Por nuestra parte seguiremos acogiéndonos al criterio de la normalización, como


característica de los contenidos del espacio humano, en la medida en la cual este criterio es a
la vez diferencial de los primates, y aún de los homínidos o salvajes humanos dotados, sin
embargo, de notable inteligencia técnica, y aún de atributos raciomorfos teleológicos, pero
dentro de una conducta que será improvisada o rutinaria, no normalizada. Cuando estos
homínidas ya sean hombres se les podrá considerar como hombres ferales, hombres fiera,
acaso el homo habilis, acaso el homo antecessor, aunque sean muy inteligentes y astutos
(como ejemplos semiliterarios podremos poner al salvaje de Aveyron y a Caspar Hauser). La
normalización implica un proceso de confluencias de grupos de hombres ferales cuyas rutinas
pueden transformarse en normas (lo que ya implica un proceso histórico). Esto nos permitirá,
según el criterio, hablar ya de sociedades humanas plenas (sin necesidad de ser civilizadas).

En cualquier caso, el proceso de inversión antropológica no tiene por qué ser entendido como
un proceso lineal («monogenista»), incluso en el supuesto de que nos acojamos a la llamada
«hipótesis del arca de Noé», defendida en 1993 por Christopher Stringer. La hipótesis
poligenista ofrece múltiples variantes de inversión antropológica (incluso en el supuesto de
que todas estas variantes procedan a su vez de un tronco común) que permitirán interpretar de
otro modo la diversidad de lenguas, costumbres, pero también de contenidos del eje angular
(no en todas las regiones de la Tierra habitan los osos, las serpientes o los tigres de diente de
sable).

4. La inversión antropológica, en lo que a los númenes animales concierne, queda planteada


de este modo: partiendo de un eje angular dado en un espacio etológico específicamente
humano (subgenérico, incluso cogenérico), ¿cómo tiene lugar la incorporación en este eje de
los animales en tanto que animales numinosos?

36
David Alvargonzález ha tenido el acierto de movilizar el «esquema de la esencia» que ya fue
utilizado en el análisis de la constitución de las sociedades políticas. De este modo, cabrá
decir que las relaciones angulares (que aquí entenderemos o bien como relaciones confusas,
en el sentido achuar, o bien como relaciones angulares humanas cogenéricas o transgenéricas
(aunque no sean religiosas), no constituyen el núcleo de la religión, pero sí su género radical.
Dice Alvargonzález en su carta nº 4, de 3 de agosto de 2004, a Íñigo Ongay: «Utilizando un
esquema que Gustavo Bueno ha usado al aplicar la teoría de la esencia a las sociedades
políticas podríamos decir lo siguiente: Las relaciones angulares, por sí solas, no conforman el
núcleo de las religiones primarias sino que han de ser vistas como un género próximo, un
género radical o raíz, que tiene que ser descompuesto en partes suyas y reestructurado a otra
escala para que el núcleo se constituya (por metábasis o catábasis que conducen a
especificaciones transgenéricas)» (El Catoblepas, nº 37:1.) Este género radical tendría que ser
triturado o desestructurado en sus partes, que ulteriormente habría que recomponer.

Ahora bien, la cuestión estriba (si asumimos esta propuesta sobre la esencia) en interpretar
qué tipo de partes del género radical han de ser utilizadas. Y el análisis depende del modo de
entender la realidad de los númenes animales.

Si estos se entienden como númenes emic el análisis distinguirá en el «género radical» los
componentes zoológicos y los componentes circulares humanos, que van a componerse o a
proyectarse sobre aquellos.

Pero si los númenes animales se consideran reales (etic, no solo emic; y teniendo en cuenta
que la oposición etic/emic no es disyuntiva –no es una dicotomía, como proponía Marvin
Harris– puesto que la perspectiva etic puede englobar también en sí a la emic) entonces el
análisis del género radical, del eje angular en este caso, tendrá que ir por otro lado. A saber:
separando o descomponiendo en el eje angular humano etológico los componentes no
numinosos y los componentes numinosos.

¿Y cómo podríamos delimitar estos componentes numinosos? Precisamente señalando


aquellos animales que, desde la «plataforma circular» (o protocircular) desde luego, se nos
enfrentan como «centros de conocimiento y de voluntad personales» que nos envuelven con
su «plan teleológico» (personal), nos acechan, nos hacen ver que nos encontramos en su
campo visual, que nos reducen a la condición de sujetos finalísticos de sus propios intereses o
apetitos, ante los cuales para nada valen nuestros ruegos u oraciones. Es decir, se comportan
con los hombres como otros hombres también se comportan con nosotros: son personas no
humanas y en esto reside precisamente su numinosidad. Siendo semejantes a nosotros nos son
completamente ajenos y heterogéneos desde el punto de vista práctico. Son otros,
heterogéneos, y es ese componente heterogéneo suyo (que ya no puede ser «circular») el que
podrá convertirse en núcleo de su numinosidad.

Es evidente que esta numinosidad (que supone ya una trama humana circular muy
desarrollada) sólo comienza a existir desde la plataforma circular. Desde ella se percibe ante
todo su distancia, es decir, la «extraña profundidad» del «animal ante mí» (en primera
persona) que comienza a verse como numinoso. Pero esto no quiere decir que tal numinosidad
sea únicamente emic (una impresión o sentimiento subjetivo-humano, incluso alucinatorio),
pues esa impresión va referida precisamente al animal de ahí fuera, que me amenaza real y
perentoriamente, apotéticamente, y real en su extrañeza activa. Recordamos, como ilustración,
al oso de la película de Jean Jacques Annaud.

37
¿Y autoriza esto a concluir que el animal no es numen realmente, o «en sí», sino «en mí»? ¿Es
que acaso cabe hablar de un animal (o de la figura de un animal vivo y activo) como entidad
que pueda existir «en sí»? El animal, en su figura y en su acción, y aún en su morfología,
coexiste siempre con otros animales y se configura ante otros animales. Un animal aislado, en
sí, es una pura construcción abstracta. La propia morfología de muchos animales,
precisamente de aquellos que podrán aparecer como numinosos, es alotética y está
conformada en función de una coexistencia pacífica o polémica con otros animales. No es una
morfología «en sí»: los colmillos del lobo están conformados alotéticamente, y su morfología
carece de sentido si no se relaciona con su finalidad de clavarse en el cordero o en el gamo.
Los colmillos del lobo no sólo se reducen al «en sí» del lobo; pero tampoco se reducen a la
«impresión» (no sólo emocional, sino física) que ellos pueden producir en el cordero o en el
gamo. Estas impresiones son alotéticas, tanto si son físicas (las huellas de la dentellada) como
si son emocionales, y todas ellas nos remiten a los colmillos del lobo. Pero la «impresión
numinosa» causada por el animal no se reduce a sus efectos en la subjetividad física o
emocional del hombre que la recibe. Es alotética y va referida, como a su causa, con la que
mantiene una relación trascendental (el efecto es ahora inseparable de su causa), al propio
animal que la produce, a sus percepciones y a sus apetitos, a su «personalidad anantrópica» no
humana.

Esta numinosidad real, percibida como atributo de un animal que se codetermina como tal
ante los hombres que lo perciben como tales, ejerce la función propia de un taladro que
perforase el horizonte personal-humano a través del cual, en el fondo confuso de los sujetos
achuar (salvajes, hombres ferales, &c.), comienzan a destacarse las figuras de unas personas
no humanas, los númenes, ante los cuales irán delimitándose, a su vez, los hombres. Lo que
venimos llamando «argumento zoológico contra el idealismo» deriva de estos mismos
fundamentos.

5. Y esta delimitación, implicada en la inversión antropológica, no es un proceso pretérito,


que hubiera tenido lugar in illo tempore, en el Paleolítico inferior; una delimitación que con el
paso de los milenios podría ya hoy dejar de tenerse en cuenta.

En cuyo caso, la religación primaria perdería su carácter de relación trascendental del hombre
con los animales (es decir, de relación no posterior a los términos por ella relacionados, sino
constitutiva de tales términos).

Pero la trascendentalidad de la religión se mantiene también en la época secundaria porque


(en virtud del proceso que El animal divino describe como «metábasis de inversión», pág. 266
de la segunda edición) los hombres comienzan a tomar conciencia de tales –de sus
diferencias, de su «dignidad»– precisamente en tanto que dominadores de los animales;
conciencia que sólo podrá surgir, en cuanto conciencia verdadera, por su dominación efectiva.
En El animal divino figura esta observación:

«Descartes podría creer, encerrado en una estancia bien protegida y calentada con una buena
estufa que permitía mantener viva su duda metódica, que el oso que viniera a amenazarle a
través de las rejas de las ventanas fuese sólo una proyección antropomórfica suya; pero si,
eliminando las rejas, viera al oso amenazándolo y rodeándolo, ¿cómo podría seguir viendo
estas peligrosas maniobras de rodeo (la 'conducta de rodeo' es un criterio clásico de los
etólogos para probar la inteligencia de los animales) como 'proyecciones mentales' suyas si
quisiera conservar su vida y su metódica duda? Acorralado, lo más probable es que el mismo
Descartes reaccionase de modo similar a como reacciona el cazador acorralado de la película

38
El oso arrodillándose ante Youk, el oso tremendo, rogándole, pidiéndole perdón e incluso
consiguiéndolo.» (págs. 409-410 de la segunda edición.)

La numinosidad no aparece en la perspectiva en la cual el zoólogo o el etólogo se sitúa, como


Descartes ante la estufa, en tercera persona: como «dominador» de los animales, y desde
luego protegido ante ellos. Aparece en el momento en que el etólogo se sitúa en primera
persona ante el animal que tiene ahí delante («ahí fuera») aproximándose a él en posición sólo
potencialmente dominante, y acaso en posición actualmente dominada.

La conciencia dominadora de los hombres, adquirida precisamente en la lucha con los


animales de la etapa primaria, será la que se desarrolla en la etapa secundaria (que coexiste
con la conciencia de sumisión a los númenes imaginarios derivados de la metábasis por
expansión), y subsistirá también en la etapa terciaria. En esta, sobre todo en el cristianismo,
las personas suprahumanas podrán ya descender a los hombres para elevarlos a su rango
mediante la unión hipostática.

Y en una última fase, la propia Etología podrá interpretarse como resultado del proceso de
metábasis por inversión, que facilita al hombre el verdadero control de los animales,
expresada en la posibilidad de percibirlos «en tercera persona». Sin embargo los animales
mantendrán una dimensión «personal» que no se agota en las categorías etológicas de la
tercera persona. Y el hecho de no quedar agotado el animal por las categorías etológicas
explica la inclinación (errónea, a nuestro juicio) hacia la consideración de los animales como
personas humanas (por ejemplo en la Declaración Universal de los Derechos de los
Animales).

(3) El debate en torno a la «encarnación» del Logos en el cuerpo viviente de un animal


linneano

1. La cuestión es esta: supuesta la Idea de un eje angular, como «Idea lógica» obtenida en la
construcción lógica del espacio antropológico mediante un cruce de dos dicotomías y la
cancelación, como clase vacía, de una de las cuatro clases resultantes del cruce, ¿de dónde
procede la numinosidad de algunas determinaciones contenidas en los animales asignados a
ese eje?

El gran interés que encierra este planteamiento reside en lo siguiente: la identificación de la


numinosidad animal como contenido picnológico de un eje angular abstracto o «Logos» (por
sí mismo no numinoso) es un proceso paralelo al que la Teología dogmática cristiana analizó
como identificación (o «encarnación», mediante la unión hipostática) entre la naturaleza
humana (animal, corpórea) del Hijo de María y el Logos divino (la Segunda Persona de la
Santísima Trinidad), es decir, el dogma teológico del Verbo Encarnado.

2. La cuestión, así planteada, sigue girando en torno al dialelo antropológico, pero se


mantiene antes en un plano gnoseológico que ontológico (a diferencia de la cuestión de la
inversión antropológica, que se desenvuelve antes en el plano ontológico que en el plano
gnoseológico).

La cuestión (3) se suscita, en efecto, a partir de la «Idea lógica» (es decir, de una Idea
construida lógicamente) del eje angular de un espacio antropológico, un eje que, por sí mismo
–en cuanto línea a la que adscribir entidades personales no humanas– carece, en principio, de
toda «coloración» numinosa o religiosa, pero que sin embargo adquiere esa coloración

39
numinosa en el momento en el que incorporamos a él determinados animales considerados
como entidades no humanas pero personiformes y numinosas.

Así presentadas las cosas la pregunta es ineludible: el eje angular, en cuanto eje del espacio
antropológico, considerado como imprescindible para una concepción materialista de la
religión, ¿ha de tenerse como previamente dado a las «experiencias positivas» (concretas) con
animales personiformes numinosos (hasta tal punto que estas especificaciones positivas sólo
pudieran alcanzar un significado religioso más allá del que pudieran tener como simples
vivencias emic, fenomenológicas o psicológicas, al ser insertadas en el «eje angular» del
espacio antropológico, es decir, al ser contempladas a su luz) o bien ha de entenderse que el
eje angular, en cuanto a su significación para la filosofía de la religión, precisamente se
origina en esas experiencias positivas de la numinosidad animal? (Para conocer a los númenes
–al «Dios real y verdadero», ¿debo comenzar por la Lógica de los preambula fidei, por el
Dios de los filósofos, o bien tengo que reconocer que «sólo puedo conocer a Dios a través de
Jesucristo»?).

3. Cabría decir que Alfonso Tresguerres (en cuanto supone, con El animal divino, que la
religión comienza en la relación con los númenes animales) ha seguido una vía paralela a la
«vía pascaliana», en la interpretación práctica de las relaciones del eje angular con la
numinosidad: «El espacio antropológico no es tridimensional por sí mismo, sino que
comienza a serlo al tiempo que el hombre comienza a ser un animal religioso» (El
Catoblepas, nº 37:14) [supuesta la tesis de que la condición de animal religioso la adquiere el
animal humano en su enfrentamiento con los númenes animales].

Ahora bien, esta interpretación de Tresguerres concuerda, desde luego, con la tesis de El
animal divino cuando se considera desde la perspectiva ontológica del dialelo, es decir, desde
la inversión teológica (que está presente en la segunda parte de El animal divino). Pero,
¿puede decirse lo mismo cuando se considera desde la perspectiva gnoseológica del dialelo
(presente sobre todo en la primera parte del libro), es decir, desde la perspectiva de la
«encarnación» que estamos asumiendo ahora?

Desde esta perspectiva gnoseológica, ¿no quedan favorecidas las interpretaciones no


pascalianas, es decir, acaso la del deísmo de Voltaire o la de los preambula fidei de Santo
Tomás?

Dicho de otro modo: ¿hubiéramos podido llegar a la concepción de la numinosidad de ciertos


animales linneanos si no hubiera sido porque previamente habíamos considerado (unos, al
menos, como hipótesis; otros como creencias firmes) la realidad de entidades personales o
personiformes no humanas, pero que tampoco eran animales linneanos, pero sí animales de
los que venimos llamando no linneanos (tales como demonios, dioses epicúreos o arcángeles,
incluso Personas divinas encarnadas)? Pues damos por supuesto que el Dios de las religiones
monoteístas, el Dios de Aristóteles, no es un numen, no es una figura de la religión positiva,
sino una construcción de la Teología natural.

La filosofía de la religión, en cuanto filosofía en sentido estricto (un «género plotiniano» con
especies muy diversas pero procedentes todas del mismo «tronco helénico») supone, en
efecto, la cristalización de una actitud filosófica (en los presocráticos, y sobre todo en la
Academia platónica) que comienza precisamente por la trituración del zoomorfismo de la
religión demótica griega (los bueyes de Jenófanes) y del antropomorfismo (los dioses
olímpicos, o los dioses de los etíopes, o de los tracios, también de Jenófanes) de las religiones

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secundarias. El animal divino sugiere ya la interpretación global de la asebeia o impiedad
atribuida a los filósofos griegos no tanto, salvo excepciones, como si ella estuviese referida a
la crítica a la religión terciaria, crítica en el sentido del ateísmo, sino como crítica a las
religiones secundarias, a su zoomorfismo y a su antropomorfismo.

Cabe concluir de aquí que la filosofía de la religión (por ejemplo, como doctrina de la
«religión natural», desde Posidonio hasta Bodino, desde Voltaire hasta Rousseau o Kant)
habría de desplegarse al margen de la consideración de los animales, es decir, de la esfera de
las religiones primarias (despliegue reforzado por la consideración de los animales linneanos
no humanos como irracionales y, en el límite, como autómatas). Esto no quiere decir que los
viajeros, los cronistas de Indias (Fernández de Oviedo, Motolinia, &c.), los etnólogos, los
antropólogos o los filólogos (Ferguson, Lubbock, Murray, Tarde, Wilamowitz, Reinach, &c.)
no hubieran reparado en la «abundante fauna» presente en las religiones de los hombres
primitivos o de los paganos; pero sí quiere decir que sus constataciones no constituían
propiamente una filosofía materialista de la religión. Más bien, en algunos casos muy raros,
una mera constatación científico positiva (etnográfica, filológica), o bien, en la mayoría de los
casos, una constatación llevada a cabo desde una filosofía espiritualista de la religión,
vinculada con la Teología de las religiones terciarias o con el deísmo (Motolinia constataba
las figuras animales «espantables» de los indios, pero las interpretaba como efectos de una
inspiración diabólica; la interpretación de la zoolatría como «superstición» propia de salvajes
o de hombres primitivos que «todavía no han logrado elevarse a una idea de Dios más
racional» es habitual entre los antropólogos o filólogos ilustrados, como Robertson Smith,
Lubbock o Murray). Pero las distinciones entre filosofía materialista de la religión y filosofía
espiritualista de la religión, vinculada con frecuencia a la ciencia positiva (etnológica o
filológica) resultaban demasiado sutiles para las entendederas de tantos críticos que recibieron
muy amablemente la publicación de El animal divino como una simple reexposición, en
algunos casos como un plagio, de las antiguas teorías del zoolatrismo o del totemismo (a
pesar de que la cuestión está ya planteada en el libro, pág. 182 y siguientes).

La «coloración numinosa» del eje angular, considerada filosóficamente, habría comenzado a


partir del «trato» con los númenes personales (démones, dioses olímpicos, dioses epicúreos,
&c.), que eran sin duda animales, pero animales no linneanos, muchas veces inmortales. Fue
cuando los etólogos comenzaron a describir la condición no sólo «inteligente», sino
«raciomorfa», incluso racional, de muchos animales de nuestro presente y, por tanto, de su
parentesco estructural (y no sólo un presente genético, con los ancestros dados in illo tempore
que descubrió el darwinismo) con los hombres vivientes (en el presente o en el pretérito)
cuando se hizo posible reaplicar, por parte de quien ya no «practicaba» las religiones
primitivas, los contenidos numinosos conservados en los animales no linneanos (mitológicos)
a los animales linneanos del Paleolítico: así es como apareció la filosofía materialista de la
religión.

Pues si en efecto, y en el presente filosófico, la religión primaria había quedado abolida, ¿de
qué lugar del eje angular o lógico podría tomarla la filosofía sino del lugar en el que se
asentaban los númenes animales no linneanos? Desde este punto de vista habría que afirmar
que si los animales linneanos del Paleolítico pueden ser vistos hoy como númenes es a partir
de los animales no linneanos percibidos posteriormente y aún en el presente como numinosos.
Lo que corrobora el reconocimiento de que el eje angular ha de estar dado previamente a lo
que llamamos «proceso de su encarnación».

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Pero tampoco este reconocimiento (interpretado a la luz de la filosofía materialista) implica
establecer una oposición irreversible a la «vía pascaliana» de la que acabamos de hablar. En
efecto, el proceso de la encarnación sólo a medias (es decir, «empezando el Credo por Poncio
Pilatos») podría entenderse como el proceso extrínseco reducible a mera proyección de los
númenes secundarios (incorporados también a las religiones terciarias) a los animales
linneanos del Paleolítico; puesto que si los númenes secundarios y terciarios se suponían a su
vez derivados de los animales numinosos primarios, la «vía no pascaliana» de la encarnación
podría comenzar a aparecer como un «segmento semicircular» de la vía pascaliana que
avanzaba por el semicírculo de sentido opuesto.

Todo lo cual equivale a decir que si no hubiera sido por las «experiencias de lo sagrado»
recogidas por la filosofía en las religiones positivas secundarias y terciarias, no podríamos
haber recuperado la numinosidad de los animales primarios (y por tanto, que sería absurdo
tratar de imaginar su aparición construyendo un escenario en tercera persona en el que unos
supuestos hombres primitivos se encuentran con unos animales puramente zoológicos o
etológicos, en todo caso no numinosos). Porque una tal numinosidad, en la «época de la
filosofía», solamente podría conservarse en las religiones positivas (secundarias y terciarias),
por ejemplo, en la forma de animales divinos presentes aún en las religiones: Leviatán, el
Becerro de oro, los Angeles alados, incluso los mismos númenes antropomorfos (para citar
los más corrientes: Cibeles como «señora de los animales», Orfeo como «amansador de las
fieras», Dios como Dragón que se le aparece a Lutero, Satán en la figura del macho cabrío).

Y precisamente la presencia o supervivencia de los contenidos numinosos primarios en las


religiones secundarias y terciarias, justificaría que un «ciudadano ilustrado» pudiera, sin
embargo, reconocer la numinosidad de muchas ceremonias religiosas secundarias y terciarias,
precisamente porque la «caída» de la religiosidad primaria no consistió tanto en una
aniquilación cuanto en una transformación, a la manera (para seguir con el ejemplo
anteriormente utilizado) como la «caída» de los dinosaurios no fue una aniquilación, cuanto, a
la vez, una transformación en otros animales de presente, como palomas o urracas. Y si hoy
podemos «ver y sentir» a los dinosaurios en la figura de una paloma o de una urraca que salta
y emprende el vuelo, también podemos «ver y sentir» a los númenes paleolíticos linneanos en
los animales no linneanos de las religiones positivas secundarias y terciarias del presente.

Las religiones primarias se conservan en las secundarias y aún en las terciarias; pero no
solamente en los «esqueletos de sus emblemas zoomórficos», sino en su «capacidad
numinosa» que aún conservan esos esqueletos, una capacidad de aterrorizar a los hombres del
temple de Gonzalo Fernández de Oviedo o de Fray Toribio de Benavente, Motolinia: «Tenían
asimismo [los indios de la Nueva España] unas casas o templos del demonio, redondos, unos
grandes y otros menores, según eran los pueblos, la boca, hecha como de infierno, y en ella
pintada la boca de una temerosa sierpe [Quetzalcoatl] con terribles colmillos y dientes y en
algunos de estos los colmillos eran de bulto, que verlo y entrar dentro ponía gran temor y
grima; en especial, el infierno que estaba en México, que parecía trasladado del verdadero
infierno.» (cita tomada de El animal divino, segunda edición, pág. 259.)

Recíprocamente, será a través de estas «figuras espantables» de las religiones secundarias


(pero que siguen actuando en las religiones terciarias positivas: desde el Becerro de Oro hasta
los «seres extraños» de Ezequiel, denominación que el Apocalipsis sustituye –y me remito a
la ponencia de José Luis Marín Moreno– por la de «seres animados» o animales) como podrá
revivirse la percepción de los animales numinosos de las religiones primarias, pero no al revés
(«elevándose», a partir de las figuras animales del presente etológico, retrotraídas al

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Paleolítico inferior, a la numinosidad animal). Más aún: será gracias a las figuras espantables
secundarias o terciarias como podremos «perforar» la visión neutra, religiosamente hablando,
de los animales, que nos ofrece la «Etología del presente en tercera persona»; es decir,
podremos corroborar la tesis gnoseológica según la cual las ciencias positivas, y la Etología
entre ellas, no «agotan su campo de investigación», puesto que el análisis de este campo han
de llevarlo a efecto a través de los contextos determinantes que en el campo hayan podido ser
establecidos. En modo alguno, la «ciencia etológica del presente» puede tomarse como
criterio de la «realidad de los animales en sí mismos considerados».

La ciencia etológica «no dice la última palabra» sobre la realidad de los animales, como
tampoco la ciencia bioquímica («todo es Química») dice la última palabra sobre la realidad de
los organismos vivientes. Según esto, la filosofía materialista de la religión, apoyándose en las
religiones secundarias y terciarias, recorre una visión crítica de la propia ciencia teológica del
presente, paralela a la crítica que tradicionalmente asumía la teología dogmática (apoyada en
las religiones positivas) respecto de las ciencias positivas interferidas. Paralelismo que no
expresa una identidad material de fondo, sino que sólo dice proporcionalidad (por tanto, que
subraya las diferencias de las cosas que son, simpliciter diversae y solo secundum quid
análogas): mientras que la teología dogmática ejercía su crítica a los saberes científicos
interferidos ofreciendo «saberes positivos» que los desbordaban (por ejemplo, la Teología de
la Transustanciación ofrecía el «saber positivo» de que en el pan y el vino consagrados –que
la ciencia y las técnicas de panaderos o de vinateros reducían a términos ordinarios,
«prosaicos»– está también presente, y con presencia real, el cuerpo de Cristo) la filosofía
materialista de la religión ejerce su crítica a los saberes científicos y etológicos del presente,
no precisamente ofreciendo «otros saberes positivos sobreañadidos», sino el «saber negativo»
de que la «Etología del presente» no agota su campo y que, por tanto, los animales, además de
ser contenidos del campo categorial etológico, son también contenidos de un mundo que
desborda ese campo categorial, un mundo que a su vez es desbordado por la Materia
ontológico general.

(4) El debate en torno a la verdad de las religiones

1. El reconocimiento de la «verdad de la religión», como condición necesaria aunque no


suficiente, de una filosofía de la religión (sobre todo, de una filosofía materialista que no
quisiera recaer en la fisiología –Spurzheim, Mariano Cubí–, en la psicología –Janet, William
James–, en la sociología –Durkheim, Marx, Godelier–) fue llevado a cabo en El animal divino
utilizando (ejercitando, más que representando) una idea de verdad que pretendía ser muy
clara, aunque sólo lo fuera en un sentido negativo; por lo que, al mismo tiempo, resultaba ser
indistinta o confusa. En efecto:

Ante todo, la verdad de la religión se entendió como un atributo de las religiones que debía
satisfacer el requerimiento de diversidad (de no univocidad) debido para tener en cuenta la
variedad misma de las religiones positivas y, en ocasiones, por no decir siempre, su
incompatibilidad mutua. La verdad de unas religiones no tendría por qué tener el mismo
sentido, al menos etic, en unas y en otras.

La verdad (sobre todo cuando se pretendía predicada de las religiones de tipo primario, y
también de las religiones secundarias y de las terciarias) había que sobreentenderla, desde
luego, como una idea análoga y no unívoca («la verdad se dice de muchas maneras»). Y
análoga de atribución, si se pretendía mantener la unidad interna, sinalógica, entre las

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diferentes etapas de la religión, si no se quería reducir al reconocimiento de un mero
paralelismo o proporcionalidad entre los diferentes tipos de verdad.

Esto llevaba a determinar, ante todo, en qué tipo, etapa o clase de religiones habría que poner
el primer analogado de la verdad. Las filosofías espiritualistas de la religión se inclinaban a
tomar, como primer analogado de las religiones, a algún modelo de religiones terciarias,
considerando a las primarias y secundarias como religiones aún en evolución, erróneas o
falsas: así Lubbock o Robertson Smith; y también Wilhelm Schmidt, defendiendo la verdad
de las religiones primitivas en el supuesto de que ellas habrían ya desarrollado la misma Idea
de Dios que Santo Tomás alcanzó mediante sus cinco vías; sólo que las religiones primitivas
de Schmidt y su escuela no eran otra cosa sino construcciones etnológicas «con asterisco».

El animal divino se orientó, en el momento de determinar el lugar del «primer analogado» de


la verdad religiosa, hacia las religiones primarias, hacia las religiones de los animales
numinosos. La verdad de estas religiones primarias debería comunicarse, por atribución, a las
religiones secundarias y terciarias, lo que implicaría modulaciones diversas de la propia idea
de verdad. Hay que agradecer a David Alvargonzález el que haya movilizado diversos
modelos de verdad que no habían sido aún delimitados en El animal divino pero sí publicados
en el libro Televisión: apariencia y verdad, que apareció cuatro años después de la segunda
edición de aquel; asimismo hay que agradecerle que «movilizase» una distinción que figuraba
en La metafísica presocrática, la distinción entre perspectivas metalépticas y analépticas,
advirtiendo las implicaciones que esta distinción encerraba en orden al análisis de la verdad
de las religiones.

2. La verdad primer analogado que ofrece El animal divino tiene una claridad que es, como
hemos dicho, propiamente negativa: los animales numinosos son verdaderos (reales) en el
sentido principal de que ellos no son alucinaciones o ilusiones subjetivas. Pero la claridad
negativa de este sentido de la verdad sigue siendo indeterminado. Por de pronto puede
interpretarse como una verdad de carácter histórico, analéptico, como pudiera serlo la verdad
de otras instituciones culturales, tales como la magia, «instituciones culturales que no podrían
ser despachadas, sin más, como simples alucinaciones psicológicas o farmacológicas» (pág.
233 de las Actas). Es también una verdad emic, reconoce Alvargonzález: «los grupos
humanos del Paleolítico saben que los animales reales no son alucinaciones y se representan
algunos de ellos como númenes personales» (pág. 234), aunque añadiendo en un paréntesis el
siguiente comentario: «que tienen capacidad verbal, que son portadores de valores morales y
de rasgos de personalidad humanos, &c.». Comentario que, por lo demás, ya no tiene nada
que ver con las tesis de El animal divino, que reconocía una conducta lingüística pero no
verbal a los animales, a quienes tampoco atribuía valores morales (normativos), ni menos aún
rasgos de personalidad antrópica: los rasgos personiformes que se atribuían a los animales
implicaban la tesis previa de la posibilidad de personas anantrópicas. Además, El animal
divino, como dijimos arriba, no solamente reconocía un sentido emic a la verdad primaria,
sino un sentido etic. En efecto, además de esta modulación emic de la verdadera religión
primaria requería la modulación etic que, en este caso, se ofrece como involucrada en la
modulación emic en virtud de un peculiar argumento ontológico ya consabido; lo que ha sido
visto con claridad por Joaquín Robles:

«Lo que a mi me parece es que ni los númenes infinitos ni los númenes equívocos
(teriántropos) existen, por lo que el argumento de Bueno es idéntico en los dos casos y sus
consecuencias también: si no existe no puede ser numen. David dice todo lo contrario. Esto es
clarísimo. Que el argumento esté pensado, en este contexto, para demostrar que la religión

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terciaria no es originaria ni verdadera no quiere decir que carezca de validez para aplicarse a
la verdadera religión primaria originaria. Porque ambas cosas están conectadas: la falsedad de
la idea de un dios terciario infinito no está demostrada aquí por Bueno mediante
argumentaciones sobre las contradicciones internas de las partes formales de la Idea misma
(perspectiva teológica) sino por relación a la necesidad de contar con un fulcro de verdad
realmente existente y no imaginario (ni tampoco infinito) que permita hablar de verdadera
religión (perspectiva de la antropología filosófica materialista).» (Robles, El Catoblepas, nº
41:13.)

Su interpretación lleva a Alvargonzález a afirmar, con indudable anacronismo, que «los


númenes paleolíticos tienen componente ineludibles de falsa conciencia», es decir,
componentes míticos, confusiones y oscuridades cuando se evalúan desde el presente (como
si el presente del que se habla no fuese precisamente el «presente desde el cual reconstruimos
el pretérito» y no el presente que nos pone ante animales desacralizados); afirmaciones
ambiguas que en parte están reconocidas en El animal divino, pero no en su parte principal, a
saber, la que tiene que ver con la negación de la verdad etic de los númenes reales o de las
animales realmente numinosos. El reconocimiento de la verdad analéptica o de la verdad emic
de la religión no es suficiente para mantener la estructura de una filosofía de la religión que
no sea meramente psicológica, sociológica o histórico-analéptica.

En efecto (y para referirme ante todo a la verdad histórico-analéptica), si la religión primaria


tuviese sólo una verdad emic, las religiones secundarias sólo alcanzarían su verdad atributiva
como negación de una supuesta falsa conciencia primaria, aunque a costa de introducir otros
contenidos mitológicos de «falsa conciencia» (los númenes mitológicos secundarios); por lo
que la verdad de las religiones terciarias habría que cifrarla a su vez en la negación de los
númenes mitológicos secundarios. De este modo, la tarea de la filosofía materialista de la
religión habría que ponerla en la misma tarea de demolición de los númenes animales en
general, en tanto que fueran entendidos como construcciones culturales prescindibles, y en
modo alguno involucradas trascendentalmente con la historia del hombre. La filosofía
materialista de la religión no sería otra cosa sino la misma declaración universal de ateísmo
incualificado en sí mismo o, a lo sumo, cualificado extrínsecamente, según el tipo de númenes
o de divinidades que estuviese dispuesta a negar. Un ateísmo que podría considerar como
«cantidad despreciable», o como simple episodio ocurrido en las fases pretéritas de la
evolución de la humanidad, a las instituciones religiosas, a la manera como podrían
considerarse cantidades despreciables a los tatuajes o a las cerbatanas.

Pero si cabe hablar de filosofía de la religión es porque su involucración con el despliegue del
hombre en el universo, y en el mismo hombre del presente, tiene mucha mayor profundidad
de la que corresponde a una simple «cantidad despreciable». Y esta profundidad sólo puede
ser reconocida, en el materialismo, si se admite la realidad pretérita, pero también presente, de
entidades personales o personiformes no humanas que pueden rodear a los hombres en el
universo, ya sea en forma de animales linneanos reales, ya sea en la forma de animales no
linneanos posibles. Sólo si se admite la realidad de entidades personales o personiformes que
rodean al hombre y que impiden a este concluir (con los cartesianos radicales) que «el hombre
está sólo en el Universo» (precisamente la situación que aterraba a Pascal: «me aterran los
cielos despoblados por completo de espíritus») la religión deja de ser una cantidad
despreciable y comienza a constituir una «dimensión trascendental» de la humanidad, materia
de la reflexión filosófica, y no propiamente de la reflexión científica, psicológica, fisiológica
o sociológica. No debe confundirse la posición del materialismo filosófico rechazando sin
concesiones la posibilidad misma de un Dios monoteísta con la posición del materialismo

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filosófico admitiendo la posibilidad de entidades finitas personales no humanas. En esta
confusión se movían continuamente las posiciones de Gonzalo Puente Ojea, cuando atribuía
al materialismo filosófico la condición de una ontoteología.

3. La verdad de las religiones puede asumir, sin duda, diversas modulaciones, que no son
necesariamente disyuntas o incompatibles entre sí. La verdad emic de los númenes animales
no es incompatible con su verdad etic, ni ésta con su verdad histórico analéptica, ni ésta con
su verdad pragmática, y ni siquiera con su verdad soteriológica (un animal numinoso pudo
salvar realmente –no alucinatoriamente– a unos hombres del ataque de otros animales que
ponían en peligro sus vidas).

Pero acaso la modulación de la verdad más ajustada a las religiones primarias, en cuanto
verdaderas en sentido de primer analogado, sea la de la verdad como identidad sintética (una
identidad sintética entre la personalidad numinosa del animal y su naturaleza animal-
etológica, paralela a la identidad sintética envuelta en la unión hipostática de la Persona
divina de Cristo y su naturaleza humana; identidad que Nestorio impugnó en nombre de una
doctrina de la composición de dos personas o naturalezas, la humana y la divina).

Una identidad sintética no cerrada categorialmente (la filosofía de la religión no es una


ciencia), pero sí capaz de desempeñar el papel de una verdad primer analogado de la verdad
de los diversos tipos de religión. La identidad que pudiera establecerse, y reestablecerse una y
otra vez, entre los animales linneanos del Paleolítico o del presente, y el predicado de su
numinosidad, como predicado real.

El fundamento de esta identidad real habrá que ponerlo en el hecho de que es el animal
numinoso, como tal, aquello que existe –coexiste– enfrentado a los hombres (a los que
«mide», acecha, estudia y reduce a la condición de objetivo fundamental de su conducta); a
los hombres que los resisten y aprecian su numinosidad, no sólo a título de sentimiento o
pasión subjetiva (producida por él en el ánimo de los hombres) sino a título de acción del
propio animal real y de reacción sui generis (de humillación-enfrentamiento) de los hombres.
Un animal que, en esa su coexistencia con unos hombres capaces de percibirlo como terrible,
de adularlo humillándose ante él, ejercita su realidad de dominador; incluso de fascinador
efectivo de unos hombres a los que él mismo puede reconocer, por vía de ejercicio, como
«presas». De este modo éstos animales dejarán de ser «númenes ilusorios» ante los animales
humanos. No serán animales percibidos en tercera persona (etológicamente) que reciben de
los hombres predicados «personales» emanados de los propios hombres, y compuestos con
los rasgos animales percibidos en tercera persona, o proyectados sobre ellos. Serán los
propios animales quienes proyectan sobre los hombres esos predicados característicos de una
personalidad movida por fines que envuelve a los mismos hombres que tratan de resistirla «en
primera persona». Es en esta relación real práctica en la que los animales pueden comenzar
también a ser númenes reales.

En esta situación los animales pueden desempeñar, efectivamente, el papel (sin necesidad de
representárselo, basta con que lo ejerciten) de verdaderos Genios malignos (eventualmente de
genios benéficos) ante los hombres que los perciben como tales y actúan en consecuencia.
Desde este punto de vista el «horizonte numinoso» del hombre deja de ser un espejismo
subjetivo emic (inmanente) para convertirse en un horizonte objetivo (trascendente). Un
horizonte numinoso que aparece originariamente ante los hombres que viven y exploran bajo
las cúpulas de las cavernas, pero también, posteriormente, ante los hombres que viven bajo la
cúpula celeste y la exploran con sus radiotelescopios.

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Aquello que los hombres pueden captar en los animales que les aparecen extraños (exteriores
a su «concavidad», con extrañeza fascinante o terrible que de ninguna manera podemos
reducir a la condición de una impresión subjetiva emic), es precisamente su presencia
alotética como «voluntad» envolvente. La voluntad de atraparles, de devorarles, como si
fueran personas, pero enteramente distintas de ellos. Una voluntad necesariamente exterior,
asignada a animal (Descartes, como hemos dicho, no podría reducir a la condición de un
«contenido de su cogito» al oso real que se le hubiera aparecido en actitud amenazante): esa
voluntad en pleno ejercicio es la fuente de su numinosidad. Que obviamente, aunque sólo
pueda conformarse cuando es percibida desde una «concavidad» humana en proceso de
cristalización en un eje circular, precisamente no pertenece a ese eje circular, sino al animal
que se hace presente ante él. La numinosidad percibida en el animal implica esa concavidad
del «nosotros». Pero no serán los «contenidos cóncavos personales» los que se proyectan o se
componen con ciertos animales exteriores, sino que precisamente los contenidos no humanos
personiformes percibidos, desde la semejanza genérica de fondo, situación que precisamente
estaría representada en las figuras teriantrópicas. Un teriántropo no tiene por qué interpretarse
como un hombre originario, percibido junto con la figura de un animal, porque también puede
interpretarse como una figura animal percibida como participante ella misma de los rasgos
personales comunes con los hombres.

Serían entonces estas figuras teriantrópicas las que corroborarían –en lugar de dificultarla– la
tesis de la verdad objetiva del núcleo angular (siempre dado en función del eje circular).
Cuando la relación objetiva de dependencia o de dominio cese, la numinosidad se eclipsará o
desaparecerá, como va desapareciendo el color rojo de una manzana a medida que se
amortigua la luz que la ilumina; sin olvidar que la luz puede reaparecer.

4. No cabría hablar por tanto, desde la concepción materialista de las religiones primarias, de
«contenidos de falsa conciencia», tal como se detallan en la tabla 3 (pág. 239 de las Actas).
No sería falsa conciencia, por ejemplo, salvo petición de principio, «suponer en ciertos
animales reales características de personalidad e inteligencia»: salvo que se niegue a priori
que estos animales puedan tener tales caracteres de personalidad o de inteligencia (para hablar
de ideas de personas anantrópicas y no sólo de ideas de personas antrópicas, según la
terminología utilizada en El sentido de la vida, 1996, lectura tercera, pág. 150-151).

Si partiéramos de que los tienen, o pueden tenerlos, la percepción de estos caracteres sería ya
condición de conciencia verdadera y no falsa. La cláusula «capacidad de entender el lenguaje
específicamente humano», no es necesaria; ni siquiera unos hombres entienden los lenguajes
específicos humanos de otros hombres –los franceses no entienden el chino, ni los chinos
entienden el francés– y tampoco cualquier persona tiene capacidad para entender a cualquier
otra persona: los diablos no entienden los secreta cordis de los hombres.

5. La verdad de las religiones secundarias y terciarias ya no tendría que ajustarse a la


modulación de la identidad sintética, pues las religiones de estos tipos recibirán la verdad por
atribución o derivación de la verdad primaria, y esto de diversos modos:

La verdad de las religiones secundarias podría entenderse como una verdad aparente, pero con
fundamento in re, como verdad «fundamental»: los númenes imaginarios de las religiones
egipcias, chinas, aztecas, &c., no serían meras «creaciones mitopoiéticas» segregadas por la
fantasía humana, o morfologías alucinatorias producidas por drogas; sino que estarán
inspiradas en animales primarios reales, «experimentados» retrospectivamente por los
«creyentes secundarios». La verdad de las religiones secundarias no habrá que cifrarla, según

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esto, en aquello que éstas «niegan» a las primarias (la realidad de los animales numinosos)
sino en aquello que conservan de las primarias: las «figuras espantables» o «misteriosas» de
ciertos animales.

En cuanto a la verdad de las religiones terciarias puras (no ya la verdad de las religiones
terciarias positivas, mezcla de terciarias y secundarias) puede cifrarse en la misma negatividad
de los númenes imaginarios derivados de los «delirios secundarios». Pero la negación deísta o
teísta (desde Aristóteles a Voltaire) de la superstición secundaria no es una negación
incualificada; es una negación cualificada, y cualificada por los propios númenes imaginarios
de las religiones secundarias que se niegan. Negación cualificada que no implica, por sí
misma, ni la negación de las realidades de los númenes primarios linneanos, ni la negación de
la posibilidad de existencia de númenes no linneanos. La contribución, en el Congreso de
Murcia, de José Luis Marín Moreno, «Lectura materialista del libro de Ezequiel», avanzaba
con paso firme en esta dirección.

Por último, en cuanto «verdad» implícita en la verdad negativa de las religiones terciarias,
cabría citar a la verdad de la propia Etología, en tanto ella, según hemos dicho, no agota su
campo, y precisamente porque la perspectiva del etólogo se mantiene antes en tercera persona
«especulativa» que en primera persona práctica. El etólogo, en cuanto tal, trabaja con
animales enjaulados, o bien los observa «en el presente», desde su propia «jaula» (que le
confiere la distancia y seguridad necesaria para poder experimentar las conductas de los
animales en tercera persona, es decir, con posibilidad de segregar intencional y realmente del
escenario a su propia subjetividad práctica operatoria). No se involucra prácticamente en un
«juego» con ellos, juego en el que, con peligro de su vida y de su ciencia, podría volver a
percibir en primera persona la numinosidad del animal que tiene enfrente.

(5) El debate en torno a la koinonia de los númenes con otros valores de lo sagrado

Como quiera que en el Congreso de Murcia no se trataron, salvo de pasada, las cuestiones que
giran en torno a la koinonia de los númenes (dados en el eje angular) con contenidos de otros
ejes del espacio antropológico (con los fetiches del eje radial, y con los santos del eje
angular), me limitaré aquí, a efectos sistemáticos, a dejar insinuada tan abundante tarea,
indicando solo algunas de las líneas que desde esta perspectiva se dibujan.

Ante todo, remitimos a la ponencia citada del congreso de León («Los valores de lo sagrado:
númenes, fetiches y santos») para justificar la utilización del término «sagrado» con un
alcance que desbordando los estrictos valores o contenidos religiosos centrados en torno a los
númenes, se hace capaz de cubrir a los fetiches y a los santos.

La koinonia entre estos valores de lo sagrado, como hemos dicho, tiene un momento
analógico (de proporcionalidad) implícito en la oposición fundamental entre lo sagrado y lo
profano. Pero lo profano no es solo «lo que no tiene que ver con el numen», sino también «lo
que no tiene que ver con los fetiches o con los santos».

Cuestión central es la de la independencia o correlatividad entre lo sagrado y lo profano. En


cualquier caso es totalmente discutible la tesis de la prioridad de lo sagrado, como si lo
profano fuese precisamente, según su etimología (pro-fanum), lo que no es sagrado; también
podría verse a lo sagrado como aquello que no es profano, aquello que rompe o desborda el
«entramado inmanente» cerrado o cuasicerrado del Mundo y de la vida ordinaria, tecnológica,

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científica o prosaica (sin perjuicio de las asombrosas expectativas que su propia inmanencia
pueda suscitar).

Pero la koinonia incluye también un momento de unidad sinalógica (armónica o polémica)


ante los diferentes valores de lo sagrado. Es el momento de las «solidaridades» de los fetiches
y de los santos frente a los númenes; o de las solidaridades de los númenes y los santos frente
a los fetiches, &c. Por supuesto, también las solidaridades de los valores de lo sagrado con los
valores económicos (por ejemplo, la solidaridad de los fetiches artísticos –pinturas, sobre
todo– con los fondos de inversión económica) o con los valores éticos, en el sentido de Kant
(la santidad como forma de la ley moral).

En la koinonia de los valores de lo sagrado reside la posibilidad de agrupar en una disciplina


común (la que Ampère denominó «Sebasmatología») el análisis de los diversos valores de lo
sagrado. Con respecto a semejante disciplina, la denominación «filosofía de la religión»
podría considerarse como una sinécdoque.

Pero el problema de fondo que suscita esta supuesta disciplina «sebasmatológica» –sin duda
antropológica (en cuanto capítulo de la Antropología filosófica)– tiene que ver con el alcance
trascendental que pueda atribuirse no ya solo a los númenes, sino también a los fetiches y a
los santos. Cuestiones que a su vez están vinculadas con la teoría de los cuatro géneros de
religación que ya ha sido citada anteriormente.

Final

Sobre el desbordamiento
de la inmanencia del Espacio antropológico

El debate sobre la verdad de las religiones suscitado por el Congreso de Murcia, sólo de
pasada ha tocado otro género de cuestiones de la mayor importancia filosófica; cuestiones que
tienen que ver, de algún modo, con las relaciones que los valores religiosos (y en general, los
valores de lo sagrado) pueden mantener, no ya con otros contenidos del espacio
antropológico, sino con «contenidos» que desbordan este espacio, y que en el materialismo
filosófico se acogen, de algún modo, a las ideas simbolizadas por E (Ego trascendental) y por
M (Materia ontológico general).

La ponencia de Patricio Peñalver Gómez («Dialécticas nematológicas en torno al cuerpo de la


religión»), sin duda podría considerarse orientada sutilmente a subrayar las limitaciones de la
inmanencia del propio espacio antropológico como «envolvente» de númenes, fetiches o
santos, así como las intervenciones de Pelayo Pérez a lo largo de los debates de El
Catoblepas, rondan (explícitamente en el caso de Pelayo Pérez) estas cuestiones que, en este
momento, sólo puedo mencionar, pero sin intención de entrar en ellas en absoluto. Baste citar
este fragmento de Pelayo Pérez:

«Es decir, se requiere no sólo el regressus a los términos de la relación que estamos
analizando, sino aún más, exige su misma trituración, el regreso hasta Mi y su límite, M, para
volver, para 'progresar' y 're-construir' la estructura misma de Mi, y por tanto los géneros de
materialidad desde los que ese 'presente histórico actual' está precisamente actuando. Así
pues, implica el paso al límite desde los tres ejes del espacio antropológico a los tres géneros
de materialidad y el regressus a la materia general, pues es la Materia Trascendental la que

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nos podrá dar cuenta del 'proceso', de la producción implicada y, por tanto, de la 'metábasis'
que es lo que estamos tratando de justificar» (Pelayo Pérez, El Catoblepas, nº 40:13.)

Tan solo me permitiría insistir en una idea que ya ha sido expuesta en las páginas anteriores
(y que seguramente está obrando en la ponencia de Patricio Peñalver): que la consideración de
lo sagrado, en general, y de lo numinoso, en especial, no parece excluir, desde una perspectiva
materialista, su capacidad de desbordamiento de la inmanencia mundana del espacio
antropológico y, en particular, de las ciencias etológicas o antropológicas. Por mi parte
añadiendo siempre que este desbordamiento se interprete antes en la línea de la crítica
materialista a las pretensiones de «inmanencia cerrada autoexplicativa» de las técnicas y las
ciencias mundanas, que en la línea de las expectativas de revelaciones procedentes de
«realidades trascendentes».

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