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El Paradigma del Caleidoscopio

Paradigma proviene del griego y significa “modelo” o “ejemplo” y tiene iguales


raíces etimológicas que el verbo “demostrar”. En lingüística, siendo el
sintagma una suerte de unidad básica comprensiva de los lenguajes, el
paradigma saussuriano es “una clase de elementos similares”. A nivel
epistemológico, en tanto, se entiende por tal a un modelo o patrón de
cualquier disciplina científica, organizado mediante el lenguaje e instalado con
arreglo al poder experto acerca de lo que “es”, de acuerdo a un determinado
estado de las ciencias.

En castellano “poder”, al igual que en francés “pouvoir”, no es solamente un


sustantivo, sino también un verbo: “ser capaz de”. En inglés, “poder” se
traduce como “power”, palabra que también significa “potencia”, es decir,
posibilidad de realización. Asimismo, en otras culturas, como la china, la
palabra del mandarín que significa “poder” deriva de una forma verbal con el
significado de “ser capaz de”. En griego, en tanto, es más relevador, pues
“poder” es “dunamis” o “dínamo”, de la cual derivan “dinamismo” y
“dinamita”, amén de su significación respecto del aparato que detona
eléctricamente la actividad de un motor. “Por poder se entiende –en definitiva-
cada oportunidad o posibilidad existente en una relación social que permite a
un individuo cumplir su propia voluntad”, como bien lo describe Max Weber .

El poder es “ser capaz” de poner en movimiento algo o a alguien, por pura


voluntad, sin siquiera preguntarse por el sentido de la acción, sino más bien,
aceptando el hecho que el fenómeno es; que es observable, y que sus efectos
sobre los hombres y entorno son evidentes: el poder impone voluntad, dando
sentido y significación aún ex post, avasallando o desplazando a quienes
intentan oponer resistencia a él.

La fuerza resignificadora de lo epilingüístico en el conocimiento cobra aquí su


verdadera dimensión, pues si lo que pensamos (creemos) es básicamente una
metarrealidad psiconeurológica definida por el lenguaje, y éste a su vez, un
sistema básicamente significado por los poderes de todo tipo, que imponen su
intención y sentido, la Sociedad de la Información y del Conocimiento deberá
considerar una amplia revisión epistemológica respecto del impacto de tales
estructuras sociales sobre uno de los instrumentos clave para su futuro
desarrollo.

En efecto, dados los transportes analógicos tradicionales de información,


montados sobre artefactos y redes telemáticas digitales que permiten la
circulación de sus signos textuales y audiovisuales en cantidades y velocidades
infinitas, una revisión crítica de los actuales modos de uso de los lenguajes es
indispensable para avanzar en convergencias significativas para una real
coordinación de las acciones creativas e innovadoras de millones de
cibernautas, de manera de transparentar, desde los propios lenguajes, el
impacto cognitivo que las hermenéuticas de los poderes han impuesto a las
formas y contenidos de aquella información sobreabundante que caracteriza a
la sociedad emergente.

Es decir, todo lenguaje tiene un componente ideológico, de cierta falsedad o


mentira, como distorsión intencional de la realidad, debido tanto a su uso
interesado por parte de ciertos poderes, como a limitaciones perceptivas
humanas y características del instrumento. Se trata pues, de prevenir los
efectos disociadores y destructivos de grupos de interés particulares o de usos
inconcientes del lenguaje respecto de las amplias expectativas de
convergencia que abren las nuevas fuerzas productivas de la emergente
sociedad para establecer más fructíferas y equilibradas relaciones en un
porvenir humano que tiende a la globalidad, gracias a las NTIC, la Web e
Internet.

Dado que las palabras se instalan psiconeurológicamente como un reflejo


condicionado de idénticas características al surgido del hábito físico y casi con
iguales incidencias neurobiológicas (al punto que en estado de hipnosis el
soma responde a las palabras con reacciones fisiológicas similares a las de la
acción que representan), su poder puede alcanzar niveles cercanos al acto
mismo.

En una sociedad en la que el lenguaje es la herramienta productora y


conductora clave de los bienes del futuro, corriendo sobre multimedios NTIC de
enorme memoria y alcance en una red interconectada a casi todo el orbe y en
el que todos pueden ser emisores-receptores, el instrumento puede factor de
construcción o destrucción, porque bajo la inconciencia de nuestras
limitaciones o la pulsión del deseo de poder, de intenciones e intereses
impetrados por miles de millones de comparecientes a la interconexión,
mantener significaciones sin correlato con el avance del conocimiento y/o
emociones no civilizadas por una ética básica mínima de convivencia,
reproducirá escenarios de conflicto, pero ahora, multiplicados por la velocidad
de la luz.

Las resignificaciones parten desde el propio verbo “conocer”, el que ya no


constituye simplemente una acción destinada a continuar edificando un corpus
de información científico-axiomático consistente con las bases de los
paradigmas que hemos construido como comunidad para concebir una idea
más o menos cabal del Universo, sino también, en abrir caminos a hipótesis de
realidad diversas, que pudieran estar mostrando facetas de una complejidad
témporoespacial con múltiples dimensiones, a través de esa metarealidad
psiconeurológica que es el lenguaje.

Un ejemplo moderno de las limitaciones que implica el uso estático y acrítico


del lenguaje, sumido y enrejado por el conocimiento instalado, es el complejo
salto que debió dar desde las categorías de la física clásica a la cuántica,
momento en el que comienzan a emerger conductas anómalas de la materia
concebida mecánicamente, tales como la imposibilidad de conocer con
exactitud la posición de una partícula o su energía, o simultáneamente su
posición y dirección, sin afectar la actividad de la propia partícula, razones por
las que, por ejemplo, la gravedad, como se entendía en el anterior paradigma,
no podía explicarse.

Como se sabe, el afán de la Física por un modelo que coordine


consistentemente las cuatro fuerzas conocidas del cosmos (gravedad,
electromagnetismo, nuclear fuerte y débil) estuvo estancado hasta que
Einstein cayó en cuenta que los axiomas de la geometría plana de Euclides no
operaban de igual modo a nivel cósmico que a escala terrestre. La teoría de la
relatividad general dice que la gravedad puede entenderse como un efecto
geométrico de la materia sobre el espacio-tiempo.

Cuando una cantidad de materia ocupa una región del espacio-tiempo, provoca
que el espacio-tiempo se deforme, por lo que la fuerza gravitatoria ya no es
una fuerza que atrae, sino efecto de la deformación del espacio-tiempo, de
geometría no euclidiana, sobre el movimiento de los cuerpos. Dado que todos
los objetos se mueven en el espacio, al deformarse dicho espacio, parte de la
velocidad será desviada produciéndose aceleración en tal dirección: es decir,
gravedad.

El físico, que había bregado años con una explicación para el misterio, logró
asirla sólo cuando “traspasó” la norma de realidad instalada y extrapoló su
raciocinio a un espacio universal curvo no-euclidiano, propuesto por el
geómetra ruso del siglo XIX, Lovatschevsky.

Einstein respondió así a la pregunta formulada por Newton casi dos siglos
antes, a quien “hería su inteligencia” que una masa de “materia bruta
inanimada” pudiera interactuar sobre otras en el vacío del espacio, sin la
existencia de un principio material o inmaterial que las vinculara. El espacio-
tiempo curvo entregó la respuesta, pero tal concepción del espacio habría sido
inimaginable sin “estropear” los axiomas de una geometría que rigió el modo
de ver y medir superficies, planos y volúmenes, por más de dos mil años y a la
que él mismo agregó el tiempo como cuarta dimensión.

Pero hay más. La transposición del mismo nuevo paradigma geométrico


aplicado por Einstein para la gravedad, permitió al físico polaco-alemán
contemporáneo de Einstein, Theodor Kalusa, unir los fenómenos de gravedad y
electromagnetismo –paradigma emergente que superaría a la propuesta del
éter- mediante la hipótesis de existencia de las cuatro dimensiones conocidas,
más una quinta “compactizada” como pequeño cilindro enrollado alrededor de
la curva temporoespacial.

La pequeñez de la dimensión “enrollada” podía explicar porqué la quinta


dimensión no es visible ordinariamente, aunque la existencia del campo
electromagnético debía ser interpretada como una prueba de su realidad.
Einstein, que revisó la hipótesis, demoró dos años en ofrecerle a Kalusa la
presentación del escrito a la Academia. Tal propuesta es la que hoy domina el
paradigma de la física quántica.

Es decir, a contar del arribo de paradigma relativista del siglo XX y el


advenimiento de la Sociedad de la Información, la experiencia de las ciencias y
la investigación nos dice, desde la perspectiva de una lingüística cognitiva, que
“conocer” es la detección de nuevas correlaciones coherentes entre o al
interior de las cosas, hechos o fenómenos en interacción sistémica, develados
vía aciertos, intuiciones, “insight”, “serendipias” o reformulación metódica de
experiencias, que evidencien novedades “objetivas” y/o “subjetivas” de los
medios psico, eco y biológico, físicoquímico y social, y que, en tanto puedan
discernirse, categorizarse y comunicarse, se constituyen en teoría y práctica
acumulable, valiosa para el hombre, en el proceso de transformación de sus
entornos, aún cuando las características de las nuevas correlaciones
contradigan –circunstancial y temporalmente- conocimientos asentados, en el
entendido que vivimos en un medio en constante cambio, en el que los sucesos
son únicos e irrepetibles, no obstante la capacidad del hombre de
“patronizarlos”, gracias a las características filogenéticas del cerebro,
expresadas en el lenguaje.

En efecto, tal como las múltiples configuraciones que se pueden producir en un


caleidoscopio, tras cada intervención humana el mundo se transforma, según
azar y necesidad, incidiendo en la manera en que el conocimiento, a su vez, se
reacomoda e influye en el desarrollo de fuerzas productivas que aseguran la
supervivencia de la especie, y aquellas, en modos de organización económica,
social, política y cultural que se ajusten a tales propósitos, en un eterno ir y
venir de mutaciones originadas por el choque dialéctico entre la praxis humana
y la naturaleza modificada por dicha acción y la de los elementos, cambios
que, a su turno, son advertidos, resignificados y reintegrados a un corpus de
conocimientos en permanente perfeccionamiento. La visión tetraédrica del
caleidoscopio, posible gracias al juego de luces de los espejos que lo
componen, muestra que la belleza y armonía es un juego de perspectivas que,
unidas, hacen surgir la síntesis de lo estético, lo bueno y lo nuevo.
Comunicacionalmente, toda actividad humana culturalmente definida por
“corpus de conocimientos” acumulados y ordenados en la forma de un
conjunto sistémico de signos operables mediante reglas internas propias y
factores epilingüísticos, exige de acuerdos y coordinaciones entre el
enunciador –lo enunciado– y el enunciatario. La mayoría de las veces, aquellos
estarán sustentados en relaciones de poder-autoridad que deben ser acatadas
para que los discursos tengan las consecuencias esperadas por el enunciador,
respecto de lo enunciado, en los enunciatarios.

Luhmann dice que las personas (sistemas) en sociedad establecen otros


sistemas que son órganos “cerrados sobre sí mismos”, es decir, también
autorreferentes y autopoiéticos, capaces de crear sus propias estructuras y
centrados en sus propios propósitos de supervivencia. Esta característica
revisa la tradicional apreciación del vínculo “todo-parte”, para incluir una
categoría de “sistema-entorno”, extraída de la biología (“biología del
conocimiento” o fundamentos filogenéticos de la razón). De allí que para
Luhmann las jerarquías entre sistemas, relativa a las relaciones de control de
unos sobre otros, sean irrelevantes, puesto que, desde este punto de vista, los
vínculos entre sistemas son “contingentes” en su comportamiento, es decir, no
implican categorías sobre lo verdadero o falso: tales relaciones podrían no
haber ocurrido, no son necesarias, pero son.

Esta perspectiva de realidad, que busca evitar la “valoración” de los


fenómenos en sí (contingencias), en tanto tal evaluación es siempre una
actitud que emerge, en el caso del hombre, de la emoción como señal que se
expresa en un lenguaje necesariamente “ideologizado”, posibilita un análisis
acorde con una visión de mundo que se relativiza en sus correlaciones, dando
lugar a una mirada holística que entiende al hombre como un sistema dentro
de otros sistemas que establecen vínculos que no son de causa-efecto, sino
contingentes, multirreactivos y que buscan ajustes comprensivos y
acoplamientos estructurales colaborativos para sobrevivir. De tal postura
deviene una necesidad lógica de “diferenciación” de estas orgánicas en su
evolución hacia distintos subsistemas (v.g. política, economía, derecho,
educación, religión).
Tales “diferenciaciones” o “especializaciones” corresponden a las formas
mediante las cuales un determinado subsistema en el sistema social reduce
más eficientemente la incertidumbre y confusión (como en el principio de
parsimonia), característico de las organizaciones complejas, estructurándose
en “ámbitos de comunicación especializados”, como adaptadores de variedad
que disimulan la complejidad y que son comprensibles para los individuos que
los conforman.

La estructura social, en tanto, envuelve al conjunto de las comunicaciones de


dichos subsistemas, actuando como epifenómeno de los contenidos de los
discursos, mediante significaciones ajustadas a las fuentes de poder que las
sostienen y que se van imponiendo en los diversos elementos del lenguaje.
Para efectos operacionales, en consecuencia, la sociedad no está conformada
propiamente por individuos o subsistemas, sino por las “comunicaciones” que
se establecen, y más específicamente por “comunicaciones de decisiones”. En
tal entorno virtual y sui generis, los seres humanos son un sistema más del
sistema global, adoptando permanentemente decisiones de adecuaciones
contingentes, mediante su propio adaptador de variedad, el lenguaje,
expresado en las distintas hablas, gestos u otras formas de metacomunicación.

Esta autorreferencia de los sistemas implica, al mismo tiempo, cooperación y


competencia. Esa relación, definida por Luhmann como de “acoplamiento
estructural”, se establece cuando un sistema cualquiera “irrita” a otro, de
manera de estimularlo a adoptar una forma interna que el primero sea capaz
de decodificar-operar para los efectos de eficacia comunicacional.

Como hemos reiterado, el mecanismo de “irritabilidad” entre sistemas


neurobiológicos humanos es el “lenguaje” en todas sus formas (oral, escrito,
gestual) y dimensiones (matemáticas, lenguaje natural, álgebra, geometría,
música) y sirve para un tipo de acoplamiento cuya eficacia comunicativa
dependerá, también, de la intensidad del estímulo, pues una mayor “irritación”
aísla-concentra los acomodos del estimulado respecto de las demás señales,
suscitando en él un determinado tipo de reacción y no otro, lo que hace
transcurrir los acontecimientos y/o reacciones observables de la comunicación
en una dirección determinada de la “cosa en sí”, no obstante los infinitos
efectos que aquella tiene en otros sentidos que no se incluyen en la
observación.

Comunicaciones específicas como las de la publicidad, el marketing, la política


o el arte, expresadas a través de la seducción, el convencimiento o la
amenaza, buscan ese aislamiento y concentración de sus públicos. Este es un
estado sine qua non requerido para poder colocar un producto o idea en las
mentes de las personas, tras haber decidido realizar dicha acción siguiendo
propósitos estratégicos de dominio del sistema emisor.

Los sistemas sociales así mirados, conforman, a través del lenguaje, un


conjunto de “comunicaciones de decisiones” que buscan coordinar
compromisos entre los coexistentes, mediante un dificultoso proceso de ajuste
de significantes y significados comprensibles para ambos, porque los propios
sistemas se vinculan con su entorno fenomenológico mediatizados por
nominaciones de los hechos que le han sido heredados, de acuerdo a
determinadas significaciones previas, sobre las cuales el individuo no puede
intervenir, so pena de aislarse comunicativamente o encontrarse de bruces con
el poder que les da sentido.

Es decir, en rigor no es el sujeto quien puede comunicar, sino sólo la


comunicación puede comunicar. La comunicación constituye en esta
perspectiva, una realidad emergente sui generis, distinta ontológicamente de
lo que representa, pero que, como la serotonina o la dopamina, es el
neuromediador sobre el cual circulan las señales de información codificables
que permitirán el ajuste, acoplamiento y coordinación intersistémica, entre
sujetos de una comunidad, generando los “estados de ánimo” sociales,
medibles en los usos y abusos del lenguaje. Estos flujos significativos sufren
permanentes mutaciones más o menos relevantes que distorsionan, tanto la
intención del emisor, como la interpretación fiel de los significados por el
receptor, porque el agente irritador es polisémico, para ampliar posibilidades
de enlaces, lo mismo que las hermenéuticas posibles de los interpelados.

Los sistemas de conciencia aparecen aquí operacionalmente cerrados. No


pueden tener contacto directo unos con otros. No existe la comunicación de
conciencia a conciencia, ni entre individuo y sociedad (esta última, una
categoría abstracta). Si se quiere comprender con suficiente precisión la
comunicación, es necesario excluir tales posibilidades (aún la que consiste en
concebir la sociedad como un “Volkgeist”). Solamente una conciencia puede
pensar (pero no puede pensar con pensamientos propios dentro de otra
conciencia) y solamente la sociedad puede intercomunicar a las conciencias a
través del lenguaje. .

Es, pues, la sociedad-sistema y su estructura la que “pone en común” a los


individuos mediante el “lenguaje” como almacén, marco común de
experiencias e “irritador” interconciencias que posibilita o no el acoplamiento
estructural exitoso de los subsistemas en coexistencia y la comunicación
comprensiva entre los individuos. Pero como el lenguaje es un constructo
cultural-social, anterior y distinto del individuo que lo utiliza como medio y cuya
operacionalidad (codificación-descodificación), dependerá final y
necesariamente de la estructura que la sociedad generadora de tales códigos
se haya dado, la lengua y las hablas estarán siempre ideológicamente
contaminadas por intereses, intenciones y deseos de las orgánicas de poder
que viabilizan la estructura.

John L. Austin señala que cualquier enunciación constituye, por sí mismo,


cierto “acto” (aspecto ilocutorio del enunciado), entendido éste como
transformador de las relaciones entre los interlocutores o con los referentes. Es
decir, cuando decimos algo, lo que hacemos en rigor es un “acto” (que tiene
sentido, contenido, denotación y significado). El “acto de habla” caracteriza las
comunicaciones entre y al interior de los sistemas u orgánicas sociales de todo
tipo, en la medida que los “acoplamientos estructurales” son, finalmente,
compromisos (obligaciones de realización, de acción en el mundo) adoptados a
través del lenguaje entre los sujetos de la comunicación. Los actos de habla
buscan un constante “acoplamiento estructural”, acción que importa intención-
efecto en el vínculo comunicativo, con el propósito de realizar un ajuste que
asegure los resultados perseguidos por la comunicación, cuales son lograr la
materialización en el mundo de los acuerdos expresados.

Tales compromisos, empero, se organizan necesariamente con arreglo a un


“ser capaz” de exigir o interpelar su cumplimiento, o sea, sobre estructuras de
poder, cualquiera sean las intensidades y modos en que este fenómeno se
exprese. “Irritar” un sistema requiere de cierto poder (energía) del “irritador”
para conseguir la comunicación, superando en la competencia a las otras
señales que el sistema irritado está percibiendo en paralelo. Pero el sentido o
intención de ese poder es mayormente emocional y se justifica
ideológicamente mediante el lenguaje racional.

En efecto, para Maquiavelo, el sentido del poder sería “la gloria” o “grandeza”
(dominio) para quien lo detenta (la que a su turno le abriría las puertas a
conseguir otros deseos de “menor valor” como la riqueza, fama, sexo y otros
placeres sensuales). Pero la originalidad de Maquiavelo, al analizar el
fenómeno, no reside tanto en su descripción de los mecanismos y prácticas del
poder, sino en la evaluación normativa que deduce de él, cuestión clave para
comprender la comunicación como “la suma de conceptos y de reglas de
actuación” incluidas en ella. Tal concepción normativa apunta a la esencia del
rol del poder en la estructura social y, por consiguiente, a su impacto sobre el
medio “irritador” que posibilita las relaciones en su interior y hacia al exterior
de los sistemas en interacción: el lenguaje.

El autor de “El Príncipe” no sólo muestra, por ejemplo, que “en lo político se
hace y se ha hecho el mal, sino que, más radicalmente, argumenta
decididamente que en lo político se debe hacer el mal” . Este es
evidentemente un argumento normativo que nada tiene que ver con una
ciencia de lo político, imparcial, aséptica y que aspira a la objetividad.

Para Foucault, en tanto, el poder también es “una fuerza y una relación, una
relación de fuerzas”. Y al ser una relación de fuerzas no hay posibilidad alguna
de escapar del poder, de mantenerse en posición de exterioridad. “Una
sociedad sin relaciones de poder -señala- no puede ser sino una abstracción;
pero decir que no puede haber sociedad sin relaciones de poder, no quiere
decir que las que están dadas, sean necesarias, ni que el poder constituye una
fatalidad que no puede ser socavada en el corazón de las sociedades; sino que
el análisis, la elaboración, el cuestionamiento de las relaciones de poder, es
una tarea política incesante”, que obliga a su constatación “realista” (no
“objetiva”), como condición de comprensión de éste como fenómeno y de la
comunicación como fuente de su mantención o cambio.

Es decir, desde diversas perspectivas “el poder constituye, atraviesa, produce


a los sujetos. El poder es fuerza, en relación con otras fuerzas, energía
actuante que recorre el campo social de un punto a otro. No es una forma (por
ejemplo, el Estado), sino que se expresa en toda relación; no sólo el represivo,
sino el que produce, incita, suscita; (el poder) no se posee, se ejerce; sólo
existe en el acto; es, por lo tanto, un ejercicio”.

Pero a Foucault tampoco le interesa quién lo ejerce, sino cómo se ejerce, le


interesa su forma de funcionamiento: cómo ejerce el poder el padre sobre el
hijo, el capataz sobre el obrero; el médico sobre el paciente; el maestro sobre
el alumno; el hombre sobre la mujer...., en cualquiera de las formas en que se
presente: a) poder legítimo, como autoridad formal delegada; b) de referencia,
como influencia para persuadir a otros; c) experto, expresado en la pericia de
la persona y las necesidades de la organización de tales habilidades; d) de
recompensa, que puede otorgar estímulos materiales; e) o de coacción, como
capacidad para imponer castigos. Es decir, el poder es un hecho, nos guste o
no.

Entonces, dado que, como hemos visto, las reglas de actuación proporcionadas
por la intencionalidad sólo pueden ser proclamadas por el lenguaje (pues no
hay comunicación entre conciencias), el poder se manifiesta a través de éste
como un adaptador de variedad que reduce la complejidad, dando significación
y sentido al conjunto del sistema que ha estructurado mediante su ejercicio.

Por esta razón, en el estudio del lenguaje y la comunicación humana, el poder


es un factor que, de acuerdo a las estructuras sociales en las que se expresa-
interpreta, debe incluirse en el sustrato de toda relación, sea esta persuasiva o
impositiva, de convencimiento, seducción o vencimiento.

En igual línea y mayor abundamiento, dado que la información organizada


paradigmáticamente de acuerdo con alguna relación lógico-axiomática, se
conoce como “cuerpo de conocimiento”, dicho “corpus” (de conocimiento) de
una sociedad -que como constructo no representa otra cosa que un tipo de
“ajuste con el mundo”-, tampoco escapa al fenómeno del poder y, por
consiguiente, no es neutro respecto de aquel.

La teoría de los actos de habla desarrollada por Searle y el estudio sobre las
acciones humanas de Austin, entienden la actividad lingüística como una
práctica psico-social, en la que está siempre implícito el papel significativo del
poder. El acto perlocutivo es la consecuencia de la fuerza ilocutiva del
enunciado al producir su efecto sobre el interlocutor.

Sin embargo, como en física cuántica, el lenguaje, en su ámbito atómico,


sintagmático, y más materialmente, el manifestado en el habla –donde se
expresan las categorías searleianas- no responde necesariamente a las leyes
de funcionamiento universales de aquel. El habla, como expresión individual
del lenguaje, incorpora fuerte incertidumbre cuando se le observa simultánea y
vectorialmente, es decir, en su intensidad (fuerza), sentido (intención) y
dirección (orientación) y genera dilemas interpretativos derivados de la
influencia del observador sobre el habla analizada, al tener que utilizar su
propio lenguaje-habla para describir los fenómenos del microcosmos de la
lengua.

Es decir, en las comunicaciones interpersonales cara a cara y más aún en las


telemáticas, podemos reconocer la fuerza de un discurso, pero no
necesariamente su intención u orientación; o si conocemos su intención, la
fuerza puede perder dimensión operativa. Y si intervenimos para confirmar
cualquiera de aquellos vectores, impactaremos fuerza, dirección y orientación
del fenómeno, haciendo imposible su descripción “objetiva”. Así, la
decodificación del mensaje tendrá, con toda certeza, una coloratura que, en la
extensión del discurso, producirá al final un acumulado de diferencias menores
que culminarán con una desviación de los objetivos del mensaje original,
distorsionando la intención del poder emisor.

La relevancia del sentido del mensaje (emoción-intención) para mejor


entendimiento se nos presenta aquí evidente, en la medida que las
incertidumbres del habla, especialmente si aquella es telemática –y en la
Sociedad de la Información y del Conocimiento lo será cada vez más- tienden a
multiplicar las incertezas de la comunicación y se transforman en comprensión
y compromisos de acción inestables, en permanente proceso de negociación y
ajuste. Así, sólo si la comunicación está fundada en propósitos expresos de
colaboración y afecto (que no de miedo), puede concluir exitosamente, porque
muy pocos cooperan libremente contra su propio interés. El habla, sin el pulso
de los deseos que le dan intención es ateleonómica (flatus vocis), sin sentido, y
el dar sentido al lenguaje y la acción, propia y exclusivamente humano.

El liderazgo comunicacional ha tenido hasta ahora un fuerte componente


epilingüístico, sustentado en los poderes de seducción,
convencimiento/recompensa o la simple capacidad punitiva de una estructura
que se impone al conjunto social. La sociedad emergente, sustentada en
fuerzas productivas que estimulan un tipo de relaciones sociales cada vez más
“planas”, exigirá un nuevo tipo de conductas y vinculaciones, porque para una
producción eficiente de innovación, creatividad y más conocimiento, las
intenciones de las organizaciones y sus jerarquías deben ser expresas para
movilizar; y constatables en su ejercicio, para sostener la acción.

De otro lado, los niveles de “irritación intersistémica” posibles y


recomendables –para conseguir eficacia en la comunicación- no sólo se verán
afectados por la validación que los receptores hagan de los enunciados del
poder vigente, sino también por el tipo de canales que aquel disponga, porque
los medios serán cada vez más personalizados gracias a las NTIC, así como sus
usuarios más centrados en el manejo de información de su particular interés,
debidamente preseleccionada.

En un entorno de mayor transparencia informativa, conocimiento y


democratización, las comunicaciones multilaterales, grupales, serán efectivas
por cortos lapsos, perdiéndose confianzas y destruyendo la gestión iniciada, si
ellas no están fundadas en la sinceridad y alineamiento emocional difícil de
transferir telemáticamente. Tal como la era industrial requería de las
condiciones actitudinales referidas por William T. Harris de orden, exactitud,
puntualidad, la era del conocimiento exigirá coordinaciones basadas en la
confianza, honradez, transparencia, horizontalidad, autoresponsabilidad y
objetivos claros, de alcances tácticos, más que estratégicos.
Como señalara Juan Pablo II en su discurso ante la Cepal durante su visita a
Chile: “las causas morales de la prosperidad son bien conocidas a lo largo de la
Historia: laboriosidad, competencia, orden, honestidad, iniciativa, ahorro,
espíritu de trabajo, cumplimiento de la palabra empeñada, audacia; en suma,
amor al trabajo bien hecho”, aunque en lo sucesivo, la nueva sociedad obligará
además a decidir qué es lo que como especie nos conviene hacer,
considerando que lo que se hace bien es lo que ya sabemos hacer y que la
innovación, eje de la actividad futura, implica cierta sabiduría ética y estética
respecto de lo elegible para materializar.

El lenguaje de la Sociedad de la Información y del Conocimiento debe pre-


disponer a una determinada actitud hacia la acción, movilizando las
dimensiones cognitivas, pero además, y muy sensiblemente, las emocionales y
actitudinales correspondientes, es decir, una moral. Por lo demás, una
comunicación que no logra movilizar emoción y conducta en función de los
propósitos de aquella, no es comunicación o “común-acción”. En la nueva
sociedad será el poder del lenguaje y en particular, de las hablas, el
instrumento que permitirá aumentar o disminuir la efectividad potencial de
cada sujeto-nodo en red, en una lucha permanente por más y mejores
interconexiones para una constante interacción transformadora en el mundo
real.

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