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Diez ¿Quién es judío?

Estrategias de membresía y admisión en la


comunidad judía
Doniel Hartman

Introducción
En tanto concepto ideal, una comunidad está constituida por un
conjunto de individuos que comparten algo en común. Aquello que comparten
sirve de base y locus de su espacio cultural compartido y le confiere un lugar
e identidad distintos a su comunidad. En el contexto de este paradigma ideal,
un vehículo central para expresar y mantener este espacio compartido se da
mediante políticas de membresía. Estas políticas están determinadas en
conformidad con el contenido de aquello que los miembros de la comunidad
tienen en común y en virtud de lo cual la comunidad existe y habita su propio
espacio. Una comunidad obtiene poder para determinar y gobernar su
identidad y carácter colectivo, mediante sus políticas de admisión y, en
consecuencia, mediante su habilidad de excluir.
No obstante, en la realidad lo que define a la mayoría de las
comunidades no es un espacio cultural común ni un ethos colectivo, sino, en
el mejor de los casos, la búsqueda de este espacio y ethos compartido. La
mayoría de las veces, las comunidades no eligen a la mayor parte de sus
miembros; los heredan, y con esta diversa membresía aparecen nociones
diferentes del telos de su empresa colectiva. El desafío real que enfrentan las
comunidades consiste en determinar cómo desarrollar una identidad colectiva
compartida a pesar de esta diversidad.
En este contexto, la búsqueda de una política de membresía es una
experiencia compleja y, muchas veces, dicha experiencia se bifurca. La
asignación de membresía presupone un telos común y de mutuo acuerdo, y
una identidad compartida que la política de membresía exhibe y apoya. De no
haber tal acuerdo, cualquier política de membresía particular solamente
reflejará la voluntad y el punto de vista de una parte de la comunidad.
Cuando esto sucede, aquellos cuya idea de la identidad colectiva queda
excluida de la política de admisión propuesta, incluso si su propia membresía
no es cuestionada y es, muchas veces, eximida, sienten que quedan al
margen. Cuando la condición para los nuevos miembros es que representen
solamente la perspectiva particular de un segmento de la sociedad, entonces
la comunidad está declarando que todos los demás miembros son ciudadanos
de segunda clase, una aberración inherente que esperan que algún día
desaparezca. La proliferación de estos tipos de sentimientos divisivos entre
los miembros mina la vida colectiva de una comunidad.
Aquí reside el desafío y la dificultad que hay con las políticas de
admisión en las comunidades desordenadas, diversas y multiculturales dentro
de las que nos encontramos. Por un lado, toda política de membresía o de
admisión debe representar la realidad vivida por la comunidad y la
composición real de sus miembros. Sin embargo, dada la falta de una
identidad colectiva compartida, las políticas de admisión tendrán una
cualidad prescriptiva de suyo. Dependiendo del grado de la naturaleza ideal

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de las políticas, los miembros en aumento estarán alienados de la comunidad
en la que viven.
Este es el aprieto en el que se encuentra la comunidad judía moderna
con sus políticas de membresía. Durante los dos últimos siglos, la diversidad
-junto a un posterior denominacionalismo de un alcance sin precedentes- se
ha enraizado en la comunidad. A partir de ello, se ha vuelto cada vez más
difícil establecer un ethos compartido en torno al cual la comunidad judía
pueda permanecer unida. En este contexto, no sorprende que una de las
expresiones más sobresalientes de este denominacionalismo sea la amarga
polémica en la que deriva inevitablemente toda discusión acerca de la política
de membresía y admisión. Al ser un pueblo dividido por el problema acerca
de qué es lo que constituye el judaísmo, hemos sido incapaces de llegar a
nada cercano a un consenso en torno a la pregunta “¿quién es judío?”, y todos
los intentos en la actualidad parecen solamente profundizar la naturaleza
divisiva de la vida colectiva judía contemporánea.
El propósito de este artículo es indagar los fundamentos de esta
realidad polémica y ofrecer algunas sugerencias respecto a cómo empezar a
aliviarla. Con este propósito, primero examinaré los aspectos fundamentales
de las políticas de membresía clásicas del judaísmo y evaluaré sus
implicancias para la compleja realidad de la vida judía contemporánea.
El problema de la membresía aparece desde la primera oración de
Abraham, el precursor del pueblo judío: “Vete de tu tierra y de tu familia y
de la casa paterna a la tierra que te señalaré. Y haré de ti una gran nación”
(Génesis 12:1-2). ¿Quiénes constituirán esta “gran nación”? La ley judía
identifica tres criterios distintos utilizados para destinar la membresía:
nacimiento, matrimonio con un hombre judío, y conversión. Si bien los tres
estuvieron presentes en distinta medida a lo largo de diferentes períodos de
discusión legal judía, no coexisten en ningún momento histórico. Así, por
ejemplo, en el período bíblico, la conversión no era un mecanismo de
membresía. Desde el período de Ezra y Nejemia, el matrimonio con un
miembro masculino había dejado de vincular a una persona a la comunidad. A
partir del período rabínico en adelante, el nacimiento y la conversión pasaron
a ser los únicos métodos exclusivos para adquirir la membresía.
Ser judío en tanto etnicidad compartida
En la Biblia, el primer criterio destacado para la admisión a la gran nación
de Abraham era el nacimiento; específicamente, ser descendiente de
Abraham:
Y se le apareció el Eterno a Abram diciéndole: “A tu simiente daré esta
tierra”. (Génesis 12-7; el énfasis es nuestro)
Y estableceré Mi Pacto contigo y tu simiente después de ti en todas sus
generaciones. Será un Pacto eterno: Yo seré Dios para ti y para tu simiente
después de ti. Y te daré a ti y a tu simiente después de ti la tierra de tus
peregrinaciones: toda la tierra de Canaán, como posesión eterna, y Yo seré
el Dios de tu descendencia. (Génesis 17:7-8; el énfasis es nuestro)
Tanto un síntoma como un símbolo de su fundación étnica, la
“gran nación” lleva el nombre del nieto de Abraham, Yaakov (llamado
también Israel): Bnei Israel. En su expresión más literal y racial, los

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miembros de Israel son mencionados como los únicos portadores de una
“simiente sagrada” (Ezra 9:2) común, una noción que se predica ante la
presencia de un linaje común. El filósofo y poeta medieval judío, Yehúda
Ha-Levi (1086-1145), del mismo modo fundamentó la elección de
Abraham y su descendencia en un mito de un origen ancestral común que
se originó con Adán.1

Descendencia de línea materna y de línea paterna


Si el nacimiento define si se es judío, la pregunta acerca de quién
determina este linaje –si el padre o la madre- pasa a ser más y más
significativa en los tiempos modernos, puesto que los porcentajes de niños
que sólo tienen un progenitor judío son cada vez más elevados debido al
aumento de los matrimonios entre judíos y no judíos.
En la Biblia, la afiliación étnica y, en consecuencia, el estatus de
membresía se transmite a la descendencia de padres judíos. Así, Bnei Israel
son los descendientes de los hijos varones del nieto varón de Abraham. Sin
importar la identidad de la esposa, el padre es quien determina la
membresía, la afiliación tribal, la participación en la tierra y el estatus legal
en la vida ritual de la comunidad.
Esta política para determinar la etnicidad tuvo vigencia en la medida
en que el matrimonio entre judíos y no judíos era considerado legal. Cuando
fue prohibido, primero por Ezra y luego en el derecho rabínico, se restringió
el poder exclusivo de la etnicidad por línea paterna. A partir de entonces, se
adoptó una política que combinaba el linaje por vía paterna con el que
provenía de vía materna. En aquellos casos donde la ley judía sancionaba
legalmente el matrimonio, la membresía se determinaba según la afiliación
paterna. “Donde haya un acto de matrimonio (kidushín) y no hay pecado, la
descendencia se sigue del padre”. 2
De este modo, por ejemplo, que una persona sea Cohen, Levy o Israel,
se determina según el estatus del padre. Sin embargo, cuando el matrimonio
es inconstitucional y en consecuencia, legalmente no es real, la afiliación de
la madre determina la nacionalidad del niño. En esos casos donde la madre no
tiene un vínculo matrimonial legal y válido con el padre del niño, la
descendencia se sigue de la madre. 3
La implicancia principal de este giro hacia los lazos por vía materna
como factores determinantes de que una persona sea judía compromete el
caso del matrimonio entre judíos y no judíos. Si bien está permitido en ciertas
circunstancias en la Biblia, en la literatura rabínica y en la literatura legal
posterior, este caso no es que está prohibido sin más, sino que está
desprovisto de toda significación legal, y por ello, es considerado
fundamentalmente un acto que no es. En otras palabras, un judío y un no
judío no pueden ingresar a un vínculo matrimonial, y su conexión no posee
ramificaciones legales reconocidas. Como resultado de ello, cuando el
esposo/padre es miembro de una comunidad religiosa distinta de la de la
esposa/madre, él no tiene responsabilidades que puedan ser implementadas
legalmente ni vínculos con la esposa/madre ni con el hijo de ambos. En tales
casos, se le da precedencia al nexo de la madre y el hijo por sobre el del

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padre. De esta manera, los rabinos decretaron que en esas situaciones, ser
judío se determina por descendencia de línea materna.
Esta postura tuvo vigencia por casi dos mil años y todavía es aplicada
por el movimiento conservador y por el ortodoxo, por el movimiento
reformista fuera de los Estados Unidos, por israelíes tradicionalistas y laicos, y
por las leyes del Estado de Israel tal como están representadas en la Ley del
Retorno. No obstante, el judaísmo reformista en los Estados Unidos en 1983
adoptó formalmente la postura de que ambas descendencias, la de línea
materna o la paterna, son suficientes para determinar y conferir membresía
de la nación judía siempre y cuando el niño sea criado como judío.
La etnicidad compartida en tanto condición suficiente o necesaria
Un problema central referido a la asignación de membresía judía sobre
la base de la etnicidad de una persona es si el nacimiento, que era
claramente necesario en la Biblia, también es visto como suficiente en sí
mismo para conferir membresías. Esto es, suponiendo que los fundamentos de
la comunidad son étnicos, ¿acaso la etnicidad compartida sirve también como
la característica central que define a la comunidad? ¿O acaso la membresía
requiere de otros factores, como la fe compartida y una conducta en común?
En la tradición es posible encontrar dos respuestas distintas a esta pregunta,
cada una de ellas con consecuencias de largo alcance tanto para el problema
de la membresía en general como para la viabilidad de la vida judía colectiva
en la era moderna, en particular.
Una perspectiva sostiene que el nacimiento no sólo es una condición
necesaria para la membresía, sino que también es suficiente. Así, la tierra le
está garantizada de forma incondicional a la descendencia de Abraham,
únicamente en virtud de este hecho biológico. De este modo, incluso cuando
se considera que la gente no es merecedora [de la membresía], el estado de
elección y sus promesas se mantienen vigentes:
Y después de que el Eterno tu Dios los haya destruido no digas en tu
corazón: “Por mi rectitud me ha traído el Eterno hasta aquí para poseer
esta tierra”; […] sino por las iniquidades cometidas por esos pueblos el
Eterno tu Dios los expulsa delante de ti, y para cumplir la palabra que el
Eterno juró a tus padres Abraham, Isaac y Jacob. (Deuteronomio 9:4-5; el
énfasis es nuestro)

De hecho, incluso cuando los pecados de Israel traen como resultado el


exilio, la mayoría de las narraciones bíblicas consideran que el exilio es
temporal, y que la redención y el regreso son porciones inevitables de la
historia:
Es que ni siquiera por todo eso, cuando estuvieren en tierras ajenas, los
desecharé totalmente ni Me dejaré llevar por Mi ira para anular Mi Pacto
con ellos, por cuanto Yo soy su Dios, el Eterno. (Levítico 26:41-44)
El pacto con Israel, basado en la promesa de Dios a Abraham, Yitzjak y
Yaakov a sus descendientes, es inviolable a pesar de la conducta de Israel. Los
hijos pueden desviarse, pero nunca dejarán de ser los hijos de uno.
En los textos post-bíblicos, la fuente paradigmática de la irrevocabilidad
del pacto es la afirmación rabínica, aceptada en la Edad Media casi de modo

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universal como una ley: “Israel ha pecado” (Josué, 7:11), Rabi Aba hijo de
Zavda dijo: A pesar de que haya pecado, sigue siendo un israelita. 4 Cuando la
etnicidad compartida es vista como necesaria y suficiente, hay un sentido
básico de pertenencia que trasciende la fe y el comportamiento, y que no se
ve afectado por diferencias ideológicas ni por el pecado. Poniendo de lado las
divisiones y debates actuales, un judío es un judío. Aunque pueda estar
dividida en profundidad, la comunidad todavía posee un fundamento común
que puede ser invocado y con el que se puede contar para consolidar su
unidad básica.
Sin embargo, esta noción del nacimiento como el criterio fundacional para
la asignación de membresías no es la única voz que emana de la Biblia y de la
ley judía. Es interesante destacar que, a partir de Itzjak y Yaakov, el estatus
de “descendencia” por sí solo no se considera suficiente. Itzjak e Ismael
compartieron al mismo padre; Yaakov y Esav compartieron al mismo padre y a
la misma madre, pero ni Ismael ni Esav fueron considerados patriarcas del
pueblo judío, y ellos y sus descendientes no fueron incluidos en la nación
israelita. Entonces, hay alguna condición adicional más allá de la
descendencia biológica y de la ascendencia étnica que parece ser un factor en
la definición bíblica de membresía. No obstante, no se explica de qué
condición se trata.
Los comentarios rabínicos, intentando rellenar este vacío, señalaron la fe y
la piedad de la descendencia elegida, o a la inversa, los aspectos inadecuados
de los que no fueron elegidos. De esta manera, Ismael, el hijo desheredado,
es descrito en algunas ocasiones como un idólatra, un adúltero y un asesino.5
La Mishná explica que, desde que eran embriones, Esav practicaba la idolatría
mientras que Yaakov anhelaba estudiar la Torá.6 Ya de adulto, Esav es
descrito como un adúltero, un asesino y un hereje.7 Mientras que estas
caracterizaciones no aparecen en ninguna parte del relato bíblico, sí
muestran la noción -presente en la narración de la elección de Itzjak y
Yaakov- de que la etnicidad común por si sola no era considerada suficiente.
En muchos sentidos, el paradigma a favor de la política de admisión basada en
la piedad está presente en el mismo Abraham. La elección de Abraham
empieza con –y está condicionada por- un acto de fe: “Vete de tu tierra […] Y
haré de ti un pueblo grande” (Génesis 12:1-2). Además, a lo largo de su vida,
la fe de Abraham tuvo que pasar a través de una serie de pruebas y desafíos
de lealtad para justificar su estatus de elegido. Solamente después de pasar la
prueba final de la akedá, el sacrificio de Itzjak, señala Dios: “Por Mí juré –dice
el Eterno- que por haber hecho tú cosa semejante y no Me negaste a tu propio
hijo único, he de bendecirte sobremanera” (Génesis 22:16; el énfasis es
nuestro). La promesa inicial de Génesis 12 ha de ser ratificada por una vida de
fidelidad y fe en Dios.
Sin embargo, es interesante resaltar que mientras Abraham, Itzjak y
Yaakov requieren de otro factor además del nacimiento para darle sustancia a
su elección, posteriormente este requisito parece esfumarse. Todos los hijos
varones de Yaakov sin excepción, son clasificados como miembros y nadie
fuera de la familia viaja a Egipto ni es contabilizado en el censo nacional.
No obstante, el problema dista de haber sido resuelto. Cuando se hubo
completado el Éxodo, y Dios declara la elección incondicional de Israel –Y os

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consideraré pueblo Mío y seré vuestro Dios (Éxodo, 6:7)- el texto bíblico
abandona su forma narrativa exclusiva e introduce un código legal que sirve
para regular las creencias y prácticas de Israel. Ser el pueblo de Dios no es
una simple herencia adquirida al nacer y concedida para toda la vida, sino una
identidad dinámica compuesta de requisitos y expectativas:
Y le dijo el Eterno: “Así le dirás a la casa de Jacob (Yaakov). Esto
anunciarás a los hijos de Israel: Vosotros visteis lo que hice a Egipto y cómo
los traje con alas de águila ante Mí. Escuchad ahora Mi voz y guardad Mi
Pacto. Seréis para Mí propiedad preciada entre todos los pueblos”. (Éxodo,
19: 3-6)

Ser la “nación sagrada” y la “propiedad preciada” de Dios requiere de más


que la certificación de ser descendientes de Abraham. Israel debe “escuchad
ahora Mi voz y guardad Mi Pacto”.
Más que un requisito para mantener el estatus de “elegido” por parte de
Israel, la fidelidad del pacto es descrita como el propósito final de la elección
per se. Como dice Isaías:
Vosotros sois Mis testigos dice el Eterno, y Mi siervo a quien he elegido,
para que sepáis y Me creáis, y comprendáis que Yo soy Él. Antes de Mí no
había ningún Dios formado, ni lo habrá después de Mí. Y soy, Yo soy el
Eterno, y fuera de Mí no hay salvador. (Isaías 43:10-11; el énfasis es
nuestro)

Israel no hereda una promesa –hereda un propósito-. El cumplimiento de


este propósito luego se vuelve una condición que, de ser rechazada por Israel,
anula el pacto:
Y tu número quedará reducido a unos pocos, a pesar de haber sido como las
estrellas del cielo por tu multitud, todo ello por no obedecer la voz del
Eterno tu Dios. Y ocurrirá que el Eterno, que antes se alegraba de
favorecerte y multiplicarte, se regocijará en tu exterminio. (Deuteronomio
28:62-63; el énfasis es nuestro)

Además, incluso aquellos textos que hablan del aspecto no violable del
pacto, no basan esta promesa únicamente en las raíces genéticas de Israel,
sino en una visión de su posterior e inevitable retorno a Dios:
Y los que quedaren serán consumidos por sus propios pecados y por los de
sus padres, en las tierras de vuestros enemigos. Pero si confesaren sus
iniquidades y las de sus padres, con las transgresiones a Mis mandatos,
reconociendo que por obrar contrariamente a Mis juicios los llevé a las
tierras de sus enemigos, y si se humillaren sus corazones incircuncisos y
aceptaren la justicia de los castigos por sus pecados, Me acordaré de Mi
Pacto con Yaakov, de Mi Pacto con Itzjak y de Mi Pacto con Abraham.
(Levítico 26:39-42)

Si bien [el pueblo de] Israel es elegido en virtud de su ascendencia, debe


hacerse merecedor y justificar esta elección para hacerla suya de forma
permanente. Sólo después de que se arrepienta, Dios reactivará su pacto.
Israel es una comunidad étnica, pero la etnicidad compartida no agota la
definición de su espacio colectivo. Junto con la etnicidad hay un sistema de fe

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y de comportamiento que Israel debe acatar si el pueblo ha de seguir siendo
Israel.
Una de las expresiones más extremas del carácter condicional de la
membresía aparece en los escritos de Maimónides, donde en una cantidad de
lugares él asume la postura de que la etnicidad no sólo no es suficiente sino
que de hecho casi no es relevante. La condición central y necesaria para la
membresía es la fe:
Cuando todos estos fundamentos sean entendidos y creídos por una persona
a la perfección, aquella ingresa a la comunidad de Israel y uno se encuentra
obligado a amarla y compadecerla y a actuar hacia esa persona de todas las
maneras en que el Creador ha ordenado que se actúe hacia un hermano, con
amor y fraternidad. Incluso si esta persona fuese a cometer todas las
transgresiones posibles, por lujuria y por haber sido dominada por una
inclinación maligna, esta persona será castigada de acuerdo a su rebelión,
pero tiene una porción [del mundo por venir]; es uno de los pecadores de
Israel. Pero si un hombre duda de cualquiera de estos fundamentos,
abandona la comunidad [de Israel], niega lo fundamental, y es denominado
sectario, epikuros, y uno que arranca las plantaciones. Se requiere odiarlo y
destruirlo. 8

Según Maimónides, la membresía en Israel es contingente a la aceptación


de ciertos principios de fe. Quien los asuma será considerado parte de Israel,
mientras que quien los rechace, a pesar de sus raíces étnicas, será expulsado
del espacio cultural compartido de Israel.

La membresía a través del matrimonio


La segunda opción para adquirir la membresía de Israel, presente antes
del siglo VI a.e.c., cuando se consideró ilegal por Ezra, es mediante el
matrimonio con un judío, o para ser más precisos, con un varón judío. La
unidad étnica familiar, si bien es definida comúnmente como una entidad
exclusiva abierta solamente a aquellos que poseen lazos de sangre, está
abierta de hecho a “extranjeros” mediante la institución del matrimonio. Los
bnei Israel no se formaron únicamente por hombres y mujeres descendientes
de israelitas, sino muchas veces por hombres israelitas y mujeres no israelitas
que se casaron y entraron a la comunidad. Dado el sesgo por vía materna de
la Biblia, el camino de la membresía a través del matrimonio sólo le era
accesible a las mujeres. Puesto que una mujer no transmitía etnicidad, no
podía transmitir la condición de judío a una pareja no judía. La primera
evidencia de este proceso de adquisición de membresía aparece cuando las
matriarcas y las posteriores esposas de los hijos de Yaakov son integradas
como miembros, a pesar de que su ascendencia no provenía de Abraham. En
cambio, al no haber hombres israelitas con los cuales se pudiera casar (salvo
sus hermanos) Dina, la hija de Yaakov, desaparece en definitiva de la historia,
y ni ella ni sus posibles descendientes son mencionados entre los israelitas que
bajan a Egipto (Éxodo 1).
Si bien el matrimonio con alguien que no era israelita era aceptado y
prevalecía, no existía sin limitaciones. La primera evidencia de restricciones
está presente en la orden de Abraham a su sirviente “Ruégote pongas tu mano

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debajo de mi muslo, y te juramentaré por el Eterno, Dios del cielo y de la
tierra, que no tomarás mujer para mi hijo de las hijas de los cananeos entre
quienes habito, sino que irás a mi tierra y a mi familia, y tomarás allí mujer
para mi hijo [Itzjak]” (Génesis 24:2-4). La preferencia por las mujeres de Ur
de los Caldeos, el lugar de nacimiento de Abraham, ante las mujeres
cananeas, no podría haber sido el resultado de una afinidad ideológica con las
primeras, que fuese distinta de las últimas, puesto que ambas eran igual de
idólatras. Tampoco se basa en lazos familiares, ya que como se señaló
anteriormente, el pacto es con los descendientes de Abraham. Sin embargo,
la Biblia no proporciona ninguna justificación explícita para dicha restricción.
Esta limitación respecto del matrimonio entre judíos y las mujeres
cananeas locales, cumplida también por Yaakov pero ya no por sus hijos, se
hace obligatoria para Israel cuando hereda la tierra:
Cuando el Eterno tu Dios te haya traído a la tierra que vas a heredar y hayas
arrojado de ella a muchos pueblos delante de ti; los meteos, los
guergueseos, los amorreos, los cananeos, los pereceos, los heveos y los
jebuseos, siete pueblos más numerosos y fuertes que tú, y cuando el Eterno
tu Dios te los haya entregado ante ti y los hayas derrotado, los destruirás
totalmente. No harás pacto alguno con ellos ni les concederás gracias.
Tampoco te emparentarás con ellos: no darás tu hija a uno de ellos, ni una
hija de ellos tomarás para tu hijo, por cuanto ella apartará a tu hijo de Mí y
éste servirá a otros dioses, con lo que recaerá la cólera del Eterno sobre
vosotros hasta exterminarte. Sólo así haréis: derribaréis sus altares,
destruiréis sus estatuas, talaréis sus árboles sagrados y quemaréis sus
imágenes con fuego. (Deuteronomio 7:1-5)

La prohibición bíblica del matrimonio exogámico, similar a la orden de


Abraham a su sirviente, está enmarcada por fronteras geográficas. En general,
el matrimonio entre varones israelitas y mujeres no israelitas no está
prohibido. De hecho, de estarlo, no habría necesidad de la prohibición
específica de las siete naciones cananeas. El motivo de la restricción
geográfica, tal como se explica en Deuteronomio, es el resultado del temor de
la influencia de la pareja idólatra: “por cuanto ella apartará a tu hijo de Mí y
éste servirá a otros dioses”. No obstante, esta influencia es sensible en
términos geográficos, puesto que el poder de la idolatría también lo es, y por
definición está limitado a un lugar específico. El ídolo de una tierra extraña
no posee poder ni autoridad sobre los habitantes de la tierra de Israel.
Solamente la idolatría autóctona puede servir de alternativa al culto a Dios.
Además, la proximidad de la familia del idólatra exacerba aún más los
peligros de la posible influencia. Estos temores también pueden haber estado
en el origen de la orden que Abraham recibió.
Dada la prohibición limitada del matrimonio con otros pueblos, se puede
articular la siguiente regla: el matrimonio entre pueblos distintos está
permitido y es un proceso de adquisición de membresía siempre y cuando la
parte no judía se integre al contexto nacional y religioso israelita. De haber
algún riesgo de que ocurra lo opuesto, esto es, que el israelita sea
incorporado al mundo religioso y nacional del idólatra, entonces se prohíbe el
matrimonio. De este modo, tanto el matrimonio entre mujeres israelitas y

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varones no israelitas como el matrimonio entre idólatras autóctonos en la
Tierra de Israel están fuera de la ley.
Así, la membresía a través del matrimonio es una extensión del enfoque
que consideraba que la etnicidad compartida era una categoría necesaria,
aunque no suficiente, para la membresía. Mediante los lazos del matrimonio,
una mujer no israelita recibe la afiliación de su pareja. Sin embargo, esto no
sólo ocurre por medio de las consecuencias legales del matrimonio, como en
el caso, por ejemplo, de las leyes de Nüremberg y la Ley del Retorno del
Estado de Israel. Esta mujer se une a Israel puesto que el matrimonio incluye
la aceptación de la afiliación religiosa y nacional de la pareja. Si esto no se
da, entonces el matrimonio por sí solo no es suficiente para conferir
membresías y, de hecho, está prohibido.
La asignación de membresías mediante el matrimonio en la Biblia es, de
esta manera, precursora en términos conceptuales de la asignación rabínica
de membresía mediante la conversión. Sin embargo, en la Biblia, esta
conversión de identidad es alcanzada sin un proceso formal de transformación
de identidad y membresía. Un paradigma de esta conversión/matrimonio está
presente en el Libro de Ruth, ya que Ruth suele ser identificada erróneamente
como la primera conversa. Ruth la moabita se casa con un hijo de Naomi y
Elimelej durante su estadía en Moab. El matrimonio con miembros de otros
pueblos es mencionado como algo de hecho, sin censura explícita o implícita.
La naturaleza del estatus y la relación de Ruth con la religión y el pueblo de
Israel mientras ella se encuentra en Moab no se discute. Sin embargo, al
retorno de Naomi a Israel tras las muertes de su marido y sus dos hijos, y al
final de la hambruna que allí hubo, Naomi le pide a sus nueras que vuelva
cada cual al hogar de su madre. Naomi no describe a la nuera que decide
quedarse en Moab y volver a su familia simplemente como alguien que
abandona a la familia de Naomi, sino como alguien que regresa a “su pueblo y
a sus dioses” (Ruth, 1:15). De ahí se desprende que la vida de las nueras antes
de haberse casado con los hijos de Naomi incluía una conexión con otro
pueblo y otro dios. Lo que para la Biblia es honorable acerca de Rut es
precisamente el hecho de que haya sido fiel a Naomi. La consecuencia de esta
lealtad y de su regreso con Naomi a la Tierra de Israel es la preservación de la
asociación de Ruth con el Dios y el pueblo de Israel.
Y dijo Ruth: “No me ruegues que te deje y que no te siga más, porque
dondequiera que tú vayas, ire yo, y dondequiera hayas de vivir, he de vivir
yo. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios mi Dios”. (Ruth, 1:16)

Si bien fuentes rabínicas posteriores consideraron que esta declaración era


un momento de conversión, Ruth no se convirtió de ningún modo formal, ni
pasó por ningún proceso de cambio de su identidad religiosa o nacional (a
menos que, por supuesto, se considere que Naomi, su suegra, fuese la primera
rabina). En cambio, ella se une a la comunidad y a su religión mediante el
matrimonio y permanece allí a pesar del fallecimiento de su esposo. En tanto
tal, para usar las palabras del Libro de Rut, ella es como “Rajel y como Leá
las dos que edificaron la casa de Israel” (Ruth, 4:11).

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En el Libro de Ezra y posteriormente en fuentes rabínicas, el matrimonio
con otros pueblos queda prohibido. En el que se describe como el primer
Midrash, el Libro de Ezra expande la prohibición del matrimonio entre pueblos
con los nuevos habitantes de la Tierra de Israel, “haciendo conforme a sus
abominaciones, o sea de los cananeos, los hititas, los pereceos, los jebuseos,
los amonitas, los moabitas, los egipcios y los amorreos” (Ezra, 9:1). En
consecuencia, todo aquel que se haya casado con mujeres locales estará
forzado a anular su matrimonio, y sin contar con otra solución ya que en ese
entonces la conversión no era una alternativa. Desde el período de Ezra en
adelante, tanto el matrimonio con otros pueblos como la asignación de
membresía correspondiente fueron derogadas.
Sin embargo, dado el predominio del matrimonio interconfesional en la
comunidad judía contemporánea, no es del todo absurdo proyectar que en un
futuro cercano habrá una postura que defienda su regreso, probablemente
haciendo la misma distinción que aparece en la Biblia. Cuando una pareja
elige el judaísmo como su religión y la de sus hijos, entonces está permitido el
matrimonio entre judíos y no judíos. Este último sólo será prohibido si la
religión de la parte no judía o la falta de afiliación religiosa/nacional
determina la identidad de la familia. En muchas formas podría ser visto como
una extensión lógica de la postura del movimiento reformista en Estados
Unidos, según la cual la condición de judío depende de la ascendencia por vía
paterna o materna, siempre y cuando el niño o niña reciba educación e
identidad judía. Si se considera que el matrimonio es creador de una familia
judía capaz de conferir membresía e identidad judía, es difícil sostener una
política de rechazo del matrimonio per se, así como considerar que el estatus
de la parte no judía es el de alguien que no pertenece a la comunidad. De
hecho, con el predominio del matrimonio entre judíos y no judíos, el pueblo
judío alrededor del mundo habría iniciado ya –informalmente- este proceso.
Membresía a través de la conversión
El tercer camino para adquirir la membresía es la conversión,
considerada legal por primera vez en la época del Segundo Templo. Se trató
de una consecuencia de la idea de que la identidad judía trascendía la
etnicidad pura y, como se mencionó, una formalización del proceso que
pasaron las esposas no israelitas cuando se casaban con sus maridos israelitas.
Una perspectiva exclusivista y etnocentrista de ser judío no habría permitido
la posibilidad de la conversión, tal como queda demostrado en el Libro de
Ezra.
Cuando se incorporó la conversión a la tradición legal, surgió la
pregunta sobre cuál sería un rito de pasaje válido. Es posible identificar en la
ley judía dos escuelas de pensamiento distintas acerca de este proceso. La
primera, predominante en la literatura rabínica y posteriormente en la
halájica previa al siglo XIX, considera como rito formal aquella conversión en
la que alguien que no es miembro pasa a serlo sin darle mucha consideración
a su futuro compromiso y fidelidad a la ley judía. Esta postura toma la
conversión en términos minimalistas, como una entrada a la membresía pero
no como el terreno principal para determinar la naturaleza ni la calidad de
vida judía. Así como el miembro que nace en una religión puede elegir
desviarse y pecar, del mismo modo un converso puede ser un miembro

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pecaminoso. Un converso está sujeto a las mismas consecuencias ante el
pecado que alguien que nació judío: sanciones y políticas de marginalización y
exclusión.
Un ejemplo paradigmático de esta perspectiva aparece en la discusión
talmúdica sobre el enfoque de Hilel el Anciano acerca del proceso de
conversión:
Nuestros rabinos enseñaron: cierto pagano se presentó una vez ante Shamai
y le preguntó: “¿Cuántas torot posees?” “Dos”, respondió, “la Torá escrita y
la Torá oral”. “Te creo con respecto a la escrita, pero no con respecto a la
Torá oral; haz de mi un converso con la condición de que me enseñes
[únicamente] la Torá Escrita”. [Pero] lo regañó y lo repelió con furia.
Cuando se presentó ante Hilel, éste lo convirtió. El primer día, le enseñó
Alef, Bet, Guimel, Dalet [las cuatro primeras letras del alfabeto hebreo]; al
día siguiente le revirtió [el orden]. “Pero ayer no me lo enseñaste así”,
protestó. “¿Acaso debes únicamente confiar en mí? Entonces confía en mí
también con respecto a la Torá Oral”.
En otra ocasión, ocurrió que cierto pagano se presentó ante Shamai y le
dijo, “Haz de mí un converso, con la condición de que me enseñes toda la
Torá mientras me paro en un solo pie”. Inmediatamente después lo repelió
con la vara que tenía en su mano. Cuando se presentó ante Hilel, éste lo
convirtió. Entonces, le dijo: “Lo que repudias, no se lo hagas a tu prójimo:
esa es toda la Torá, y el resto es su comentario; ve y apréndelo”.
En otra ocasión ocurrió que cierto pagano pasaba detrás de un Beit Midrash,
cuando oyó la voz de un maestro que recitaba, “Y estas son las prendas que
deberán hacer; un joshen y un efod”. Dijo él, “¿Para quién son?” “Para el
Gran Sacerdote”, le dijeron. Entonces se dijo el pagano a sí mismo, “Me
convertiré, para ser un Gran Sacerdote”. Entonces se presentó ante Shamai
y le dijo, “Haz de mí un converso con la condición de que me elijas Gran
Sacerdote”. Pero él lo repelió con la vara que tenía en su mano. Entonces
se presentó ante Hilel, quien lo convirtió.9
En cada uno de los casos mencionados, Hilel convierte a la persona en
cuestión, incluso cuando su compromiso de cuidar la ley judía (ni qué decir de
su motivación para convertirse) era sumamente sospechoso. En el primer
caso, a pesar de que la vasta mayoría de la ley judía está enraizada en la Torá
Oral, Hilel sigue estando dispuesto a convertir a la persona que rechaza la
Torá en su totalidad. En el segundo caso, la persona que está dispuesta a
convertirse siempre y cuando el proceso no tome más de unos momentos no
sólo no está comprometida con la observancia sino que se burla del proceso.
Lo más probable es que se esté convirtiendo como un favor a su pareja o a su
familia. En el último caso, la persona se quiere convertir simplemente porque
cree que obtendrá alguna ganancia financiera. Ninguna de las leyes ni la fe
del judaísmo le importan. En ninguno de los casos Hilel presenta objeciones ni
precondiciones antes de asentir al pedido del candidato a converso. Para él,
el mero deseo de convertirse es suficiente. Solamente después de que la
conversión se haya completado, empieza el proceso educativo; un proceso
que, según el texto, Hilel inicia inmediatamente con cada judío nuevo.
La fuente legal central, que define el proceso de conversión en el
Talmud, aparece en el Tratado Yevamot. Al igual que el enfoque de Hilel, no
pone como condición para convertirse al judaísmo ningún compromiso previo

11
con la fe o la práctica. Difiere en que pone énfasis en asegurarse de que el
converso sepa en qué se está metiendo. Un proceso válido de conversión no
tiene que garantizar la observancia futura, pero debe dejarle claro a quien se
está por convertir qué es lo que está asumiendo para sí, en términos políticos,
legales y religiosos:
Nuestros rabinos enseñaron: si en el momento un hombre desea volverse un
converso, uno debe dirigirse a él de la siguiente manera: “¿cuáles son tus
motivos para querer volverte un converso; acaso no sabes que Israel en este
momento es perseguido y oprimido, detestado, abusado y sobrepasado de
aflicciones?” Si contesta, “lo se y aún así no soy digno de ello”, es aceptado
inmediatamente, y se le ha de instruir en algunos de los mandamientos
menores y en algunos de los mayores. Se le informa del pecado [de no
cumplir con los mandamientos de] recoger las espigas sobrantes, la gavilla
olvidada, la esquina de la parcela de tierra y el diezmo del pobre. También
se le habla del castigo por transgredir los mandamientos. Además, se dirigen
a él de este modo: “Que sepas que antes de que estuviese en esta
condición, si hubieses comido cebo no habrías sido merecedor del castigo de
karet, si hubieses profanado el shabat no habrías sido merecedor del castigo
de apedreamiento; pero ahora, si comieras cebo serías castigado con karet;
si profanaras el shabat, serías castigado con apedreamiento”. Y así como se
le informa del castigo por la trasgresión de los mandamientos, del mismo
modo se le informa de la recompensa por su cumplimiento. Se le dice: “Que
sepas que el mundo por venir fue hecho sólo para los justos, y que [el
pueblo de] Israel en este momento es incapaz de soportar mucha
prosperidad o mucho sufrimiento”. Sin embargo, él no ha de ser demasiado
persuadido ni disuadido. Si aceptara, ha de ser circuncidado de inmediato.
De quedar alguna señal que haga que la circuncisión sea inválida, deberá ser
circuncidado nuevamente. Apenas se cure se debe preparar su limpieza
inmediatamente, y dos hombres de conocimientos deberán pararse a su lado
y familiarizarlo con algunos de los mandamientos menores y con algunos de
los de mayor importancia. Al levantarse luego de su lavado, se le habrá de
considerar un israelita en todo sentido.10
Los rabinos y posteriormente las tres codificaciones medievales más
importantes de la ley judía determinan una condición para la aceptación del
converso: debe quedarle claro que la conversión al judaísmo no sólo lo une a
Dios a través de una relación nueva, sino también a una comunidad en
particular, cuyos miembros han estado sufriendo como consecuencia de su
propia afiliación. Cuando el candidato a converso señala que entiende y
acepta este giro, el Talmud y todas las codificaciones posteriores reconocen
que “es aceptado de inmediato”.
El posterior proceso de absorción a la fe apunta a hacer que el converso
sea consciente de ciertos aspectos que podrían influir en su decisión. Dichos
aspectos incluyen un conocimiento básico de la ley judía y, en particular, del
pecado de no cumplir con las obligaciones hacia los pobres y las
consecuencias de las transgresiones. Este último punto es importante porque
su propósito no consiste en fomentar un compromiso con la observancia, sino
todo lo contrario. Dado que el nivel o la calidad de la observancia del
potencial converso no están predeterminados ni han sido comprometidos de
antemano, es importante que esa persona sea consciente de las consecuencias
de cualquier decisión donde se viole la ley. Antes de la conversión, la persona
podía comer lo que quisiera, cuidar el shabat de cualquier modo, etc. Al ser

12
judío, el converso será considerado responsable de los desvíos del sistema
legal, al igual que cualquier otro judío. El objetivo de todas estas últimas
instrucciones, que se dan después de que “es aceptado de inmediato”, es
proporcionar información que pueda influir –y probablemente intervenir- en la
decisión del converso de continuar. Sin embargo, desde la perspectiva de la
ley judía, esa persona ya ha sido aceptada.
A diferencia de este enfoque incondicional hacia la conversión, la
opinión minoritaria en el derecho rabínico y medieval exige un compromiso
previo de fidelidad de parte de los conversos a toda o a gran parte de la ley
judía. En otras palabras, la conversión sólo se le otorga a quienes estén
comprometidos a ser ciudadanos ideales. Una de las primeras
representaciones de esta postura aparece en el Sifra sobre Levítico 19:34.
Levítico dice: “Tratarás al guer (literalmente, extranjero, pero en el Midrash
se interpreta de modo tal que se refiere al converso) que vive contigo como a
uno de tus ciudadanos”. Al respecto, el Sifra señala:
“Ciudadano”. Esto se refiere a un ciudadano que ha aceptado para sí (de
forma obligatoria) todas las palabras de la Torá. Del mismo modo se refiere
el converso a quien ha aceptado para sí (de forma obligatoria) todas las
palabras de la Torá. De esto dijeron: Un converso que aceptó para sí (de
forma obligatoria) todas las palabras de la Torá salvo una, no es aceptado.
Rabi Yosi hijo de Rabi Yehudá dijo: Incluso si (la excepción) es un asunto
menor de minucia rabínica.11

Este Midrash antepone un modelo de conversión que depende en forma


condicional de la aceptación total de parte del converso de la totalidad de la
ley judía. Si bien un judío étnico puede rechazar la ley y seguir siendo judío
por su etnicidad, un converso sólo puede volverse miembro en la medida en
que represente la noción ideal del ethos o “espacio cultural” compartido de la
comunidad judía. Dada la falta de raíces étnicas, el converso sólo podrá ser
miembro mediante la aceptación de los ideales, los valores y la forma de vida
de un judío.
Aunque sigue siendo tema de debate, este último enfoque respecto de
la conversión ha pasado a ser más dominante en la ortodoxia contemporánea
desde mediados del siglo XIX. Un ejemplo de esta postura, Rabi Moshé
Feinstein, una autoridad halájica ortodoxa del siglo XX, decretó lo siguiente:
Con respecto a lo que su señoría debatió sobre el estatus de un converso
que no aceptó para sí las mitzvot, si es considerado un converso, es simple
y claro que no lo es en absoluto, incluso [si sólo descubrimos que no aceptó
las mitzvot] tras el hecho […]. E incluso si esta persona declaró en forma
oral que acepta los mandamientos, pero sabemos que esta aceptación no es
fidedigna, [la conversión] queda invalidada […]. Y en general, no entiendo
el razonamiento de los rabinos que fallan sobre este asunto, pues según
ellos, qué beneficio le están dando a la comunidad de Israel de este modo,
al aceptar conversos como esos, acerca de quienes es cierto que Dios y el
pueblo de Israel no están satisfechos que tales conversos se asimilen a
Israel. En términos legales, simplemente no se trata de un converso. 12

Sin importar qué piense cada uno acerca del carácter suficiente de la
etnicidad compartida o qué es lo que constituye una conversión válida, estos

13
dos caminos de admisión representan visiones divergentes de la identidad
central del pueblo judío. Un camino considera que la identidad judía es,
fundamentalmente, un compuesto cuyos miembros, en primer lugar, están
vinculados por lazos de etnicidad compartida, mientras que el otro ve la
identidad judía colectiva representada en un conjunto de valores, ideales y
prácticas comunes. Al adoptar ambos caminos para la admisión [de
miembros], la tradición judía se negó a elegir uno de los dos y en cambio
eligió vivir con una tensión interna que en muchos sentidos, es imposible de
resolver. Por un lado, las raíces étnicas de la comunidad crean una noción de
ser judío como familia, un pueblo conectado mediante lazos de lealtad y
responsabilidad más allá de sus prácticas y sus creencias. Aunque hubiesen
pecado, los israelitas siguen siendo israelitas. Al mismo tiempo, mediante el
énfasis de un telos compartido –aceptar conversos y limitar los lazos de
lealtad en determinados casos extremos de desviación- la comunidad está
diciendo que si bien la etnicidad es un fundamento, no es suficiente para
definir todo lo que viene de la mano de ser judío. Si bien uno se hace judío
por el nacimiento, y ese hecho (en la mayoría de casos) no puede deshacerse,
la comunidad judía eligió definirse en términos que trascienden la categoría
racial.

La situación moderna
Uno de los aspectos más perturbadores y desafiantes de la vida
colectiva judía contemporánea es su incapacidad de llegar a un consenso
acerca de las reglas que gobiernan cualquiera de los criterios de admisión
mencionados anteriormente. Respecto a la etnicidad compartida, desde la
adopción por parte del movimiento reformista de los Estados Unidos de la
descendencia por vía paterna en tanto camino para la admisión, se ha
debatido la cuestión acerca de quién nace judío, por primera vez en la
historia judía. Acerca de la membresía mediante el matrimonio entre judíos y
no judíos, la discrepancia es más sutil pero también más dominante.
Oficialmente, todas las corrientes judías se unen en su rechazo de este
camino para la adquisición de la membresía. Sin embargo, aunque los círculos
oficiales judíos estén por fin unidos, casi el cincuenta por ciento del pueblo
judío fuera de Israel actúa de otro modo. De ser un acto marginal que
simbolizaba un rechazo del judaísmo y del pueblo judío, el matrimonio entre
judíos y no judíos ha ingresado a la vida judía común. El matrimonio entre
judíos y no judíos no sólo no es visto en términos negativos, sino que la pareja
no judía suele integrarse tanto al judaísmo como al pueblo judío. Un amplio
segmento del pueblo judío ha comenzado un proceso para reinstituir la noción
bíblica de membresía a través del matrimonio, ignorando la política de los
rabinos y de los judíos más tradicionales. Finalmente, en relación con la
admisión mediante la conversión, no hay ningún entendimiento acordado de
antemano respecto de qué es lo que debería incluirse en el proceso, en
particular cuando se trata del resultado de la adopción por parte de la
ortodoxia de una política de conversión que determina la fe y la observancia
ortodoxa como condiciones de base. Si una persona puede volverse miembro
mediante la conversión sólo en la medida en que él, o ella pueda representar
los valores, ideales y prácticas de la vida judía en su totalidad, tal como lo

14
entiende la ortodoxia, entonces por definición, las conversiones del
movimiento conservador, el reformista y el reconstruccionista son
insignificantes según la ortodoxia.
La discrepancia anterior desafía la vida colectiva judía de distintas
maneras. Aunque la discrepancia acerca de la conversión aparentemente es
menos significativa, dada la cantidad relativamente pequeña de conversos
involucrados, no es accidental que haya sido la fuente de algunos de los
debates más divisivos y rencorosos entre las distintas denominaciones. Tal
como se indicó anteriormente, las políticas particulares de admisión que
reflejan la forma de entender las cosas de un grupo de miembros sirven para
distanciar a todos aquellos que no comparten dicha forma de ver las cosas. De
esta manera, una política que confiere legitimidad sólo a aquellos conversos
dispuestos a ser ortodoxos no sólo afecta a los conversos, sino a todos
aquellos que no son ortodoxos. Mediante esta política, los judíos no ortodoxos
sienten que están siendo desheredados. Cuando además se conecta esta
política al Estado de Israel y a su Ley del Retorno, los judíos no ortodoxos
sienten que Israel, el foco de la identidad y la memoria judía colectiva, está
siendo apartado de ellos. La proliferación de estos sentimientos genera
fuerzas de bifurcación que amenazan la unidad colectiva judía.
Las discrepancias en torno al nacimiento, y al matrimonio entre judíos
y no judíos presentan una amenaza aún mayor. El nacimiento, que bien podría
no ser visto como una condición suficiente para expresar la identidad judía
colectiva, proporcionó una especie de protección para la comunidad a lo largo
de la historia. Incluso si no estuviésemos de acuerdo con respecto a asuntos
de creencia y derecho, estas discrepancias rara vez serían causantes de
expulsión mutua. Un israelita, por más que haya pecado, seguía siendo
considerado un israelita. Al debatir quién es un judío de nacimiento,
considerando que casi la mitad de los niños judíos nacidos hoy en Estados
Unidos sólo tienen un padre o madre judío, la comunidad judía
contemporánea ha perdido esa protección. Ahora, como se señaló
anteriormente, las comunidades complejas casi nunca se definen por aquello
que los diversos miembros tienen en común. La mayoría de veces y en el
mejor de los casos, pueden aspirar a unirse mediante la búsqueda de una
identidad colectiva difícil de alcanzar. Sin embargo, dicha búsqueda
presupone un acuerdo sobre la composición de personas que están
construyendo una vida en común. Cuando los judíos discuten acerca de quién
nace judío, la discrepancia se extiende al problema de con quiénes debemos
debatir el problema de la identidad judía colectiva. Si una parte ve a la otra
como a un intruso, no tienen por qué tomar en serio sus opiniones, ya que la
búsqueda de una identidad colectiva se hace sólo entre miembros. En dicha
realidad no se espera alcanzar forma alguna de entendimiento colectivo de
las fronteras, el sentido y el telos del proyecto colectivo judío.
Además, una consecuencia de la ausencia de un acuerdo básico
respecto de quién forma parte de la comunidad es que el matrimonio entre
judíos de distintas denominaciones puede llegar a verse amenazado. La
aceptación de los demás como socios en el matrimonio constituye el sentido
mínimo de acomodación mutua, una expresión de nuestra disposición a
considerar judíos a los demás a pesar de nuestras discrepancias. Si esto

15
desaparece, la comunidad en tanto entidad unida dejará de existir
oficialmente.
¿Dónde nos deja esta situación? El proceso de diversidad ideológica y
denominacionalismo, que se inició hace unos doscientos años, ha alcanzado su
etapa crítica y ha derivado en una amplia división respecto de la membresía
per se –no solamente en relación con quién debería pertenecer sino con quién
pertenece ya-. Dicha condición no puede ser ignorada por mucho más tiempo
y requiere la atención urgente de todos los judíos de todas las
denominaciones. Debemos decidir si queremos ser parte de un pueblo,
compartir y vivir juntos como socios en la misma “casa”, o si queremos
mudarnos y crear comunidades separadas. Si queremos quedarnos, entonces
se necesitará nuestra atención compartida y una disposición común a hacer
algo al respecto.
Si fuese posible imaginar un compromiso que requiera que todas las
partes renuncien a algo de su “verdad” denominacional por el bien del
pueblo, podríamos empezar el proceso de rectificación de la situación actual
y comenzar a construir una política de membresía compartida. El problema es
que es difícil visualizar cómo sería un compromiso semejante. La ortodoxia no
va a reconocer los procesos de conversión no ortodoxos ni sus cortes
rabínicas, y el matrimonio entre judíos y no judíos como una opción aceptable
de matrimonio para los judíos no va a desaparecer.
La amenaza que enfrenta nuestra vida colectiva es real y tenemos la
responsabilidad religiosa de reaccionar. Dada la ausencia de una política
compartida de admisión, sugiero la adopción de la política que sostiene que la
membresía debería determinarse según cualquiera de las políticas de
membresía tradicionales delineadas anteriormente. Lo que está en cuestión
no es si yo, personalmente, acepto la descendencia por vía materna o paterna
ni si prefiero tal o cual proceso de conversión, sino que todos debemos
reconocer que no podemos determinar las políticas de membresía de un
pueblo en su totalidad sobre la base de nuestras propias afiliaciones
denominacionales. El espacio colectivo compartido de una comunidad debe
estar determinado por los miembros de la comunidad en su totalidad, y
nuestra comunidad –nos guste o no- está dividida. Hemos escuchado la variada
narrativa de tres mil y cuatro mil años de antigüedad que relata cómo ciertas
personas se han vuelto parte de nuestro pueblo y han llegado a distintas
conclusiones. En la medida en que una persona permanezca dentro de las
fronteras de esta narrativa (sin consenso) considero que es nuestro deber
reconocer la legitimidad del reclamo de pertenencia al pueblo judío de dicha
persona.
No obstante, no soy ingenuo y esa misma realidad denominacional que
logró evitar que alcanzáramos un consenso compartido recibirá la sugerencia
anterior con una amplia condena. Sin embargo, necesitamos ignorar la crítica
inicial y desmenuzar los argumentos con mayor cuidado para ver si, de hecho,
su alcance puede no ser limitado. Adoptar esta política y otorgarles
membresía a personas cuyo estatus sea cuestionado no tiene por qué ser un
problema en la mayoría de las áreas de la vida judía colectiva. En primer
lugar, el Estado de Israel, en tanto hogar de una población judía variada y
centro de la vida judía para los judíos de todas las denominaciones alrededor

16
del mundo, debe ser el primero en regirse por esta política. La ciudadanía en
el Estado no es una categoría halájica, tal como se evidencia a través de los
ciudadanos no judíos que viven allí. Fundamentalmente, la Ley del Retorno de
Israel sigue ya líneas similares, y debemos renovar nuestro compromiso tanto
para no cambiarlo como para expandir los derechos de todas las
denominaciones a conferir membresía judía dentro del Estado. En las
comunidades judías alrededor del mundo, a un nivel institucional –ya sea
sinagogas, federaciones judías, centros comunitarios, colegios, campamentos
y demás- con la excepción de la asignación de ciertas funciones rituales,
tampoco hay impedimentos legales a esta aplicación amplia. Incluso esas
funciones rituales, tales como ser considerado parte de un minián y recibir
una aliá, no justifican la institución de procedimientos de confirmación de
membresía con el dolor, la humillación y la politización que suelen generar.
Además, no hay motivo halájico por el que el hijo o hija de un hombre judío
no pueda ir a un colegio conservador u ortodoxo, si sus padres quisieran
enviarlo/a a estudiar allí. El derecho a una educación judía no debe limitarse
exclusivamente a la definición denominacional de quienes son miembros. Lo
mismo se da con los puestos de liderazgo en todo lo anterior. Como norma
general, todas las instituciones judías, incluyendo el Estado de Israel,
deberían estar dispuestas a asignar membresía siguiendo los mismos criterios
utilizados para conceder honores a cambio de contribuciones financieras.
Quien sea suficientemente judío como para que aceptemos su dinero (o para
hacer el sacrificio personal de servir en el Ejército de Defensa de Israel),
debería ser considerado como un miembro también en términos de
membresía.
De hecho, el único lugar donde todavía hay problemas es el
matrimonio, donde las diferencias de opinión acerca de la membresía
conducen a una limitación que muchos consideran que no puede superarse.
Mientras que se le puede dar la bienvenida en un colegio al hijo de otra
persona, o se le puede permitir que se siente en una reunión de comité, las
diversas políticas denominacionales –por dar un ejemplo- en relación con la
conversión, harán que muchas personas se abstengan de casarse. Si bien en
teoría esto traería consecuencias graves, a nivel colectivo en realidad esta
situación no requiere necesariamente de una solución comunitaria. En
definitiva la mayoría de judíos de hecho se rigen por la política sugerida
anteriormente. Aunque la mayoría de judíos no están dispuestos a casarse
fuera de la religión, ciertamente están dispuestos a aceptar la descendencia
por vía paterna y la conversión, incluso mediante una denominación que no
sea la suya. Este es el caso también de aquellos que insisten en que su
cónyuge sea judío o judía. El problema es más agudo en los círculos más
tradicionales, en particular en la ortodoxia. Aquí también, el problema en la
mayoría de casos tiene una solución funcional. Alguien que se case según la
ortodoxia acepta las definiciones de membresía de dicha corriente y está
dispuesto a pasar por una conversión. Si la ortodoxia no quiere verse con una
fuente reducida de potenciales recursos matrimoniales, utilizará en estos
casos los precedentes fijados por Hilel y adoptará procesos de conversión que
sean sensibles y cordiales. A lo largo de los años se sabrá que el cortejo y el
posterior matrimonio con un judío ortodoxo podrá exigir esto, y solamente
aquellos con esa inclinación se embarcarán en este camino. En caso de que la

17
persona no quiera convertirse, a la pareja todavía le quedan muchas opciones
si a pesar de todo quieren casarse. Hay muchos casos que terminarán en
tragedias individuales, y si bien no estoy trivializando el sufrimiento personal
que puede resultar de ello, la medida será lo suficientemente pequeña como
para evitar consecuencias en el futuro de la vida colectiva judía.
Entonces queda un problema que debemos enfrentar, y es si estamos
comprometidos con el pueblo judío como para dejar de jugar a las “políticas
denominacionales” con nuestro futuro. Si bien se prefiere una política de
membresía común y compartida, no es una necesidad. Todo lo que se necesita
es que asumamos que el judaísmo es un proyecto colectivo y que nuestro
pueblo es más grande que cualquiera de nuestras corrientes individuales.
Tenemos que aprender que aceptar este axioma no exige la violación de
ningún compromiso halájico o principio de la fe; tampoco presupone algún
consenso idílico sobre estos asuntos. Somos un pueblo dividido en términos
ideológicos y lo seguiremos siendo. Lo que necesitamos hacer es separar los
compromisos ideológicos de la necesidad de asumir posturas políticas, y
distinguir los principios halájicos de la necesidad de restarnos legitimidad los
unos a los otros, constantemente. Una vez que hayamos hecho esto nos
daremos cuenta de que en la mayoría de aspectos, y de hecho en los más
importantes de nuestra vida colectiva, podemos aceptarnos los unos a los
otros como judíos a pesar de que no estemos de acuerdo con el judaísmo que
los demás profesen. Si bien en teoría nuestras lealtades denominacionales nos
han enseñado que este compromiso es imposible, tal como se sostuvo
anteriormente, casi en todas las instancias se trata de un compromiso que es
eminente y funcionalmente viable, y donde no pueda realizarse, suele haber
soluciones ad hoc disponibles. Todo lo que se necesita es una voluntad
saludable a sobrevivir, no como individuos sino como pueblo.

18
1
J. Ha-Levi (1988) (trad. N. D. Korobkin), The Book of the Kuzari , Northvale, Jason Aronson, 1.95, p. 103.
2
Mishná Kidushín 3:12.
3
Ibíd.
4
TB Tratado Sanhedrín 44 a.
5
Tosefta Sotá, cap. 6
6
Génesis Rabá 63.
7
TB Tratado Baba Batra 16 b.
8
Maimónides, Introduction to Perek Helek, en M. Kneller (1986), Dogma in Medieval Thought , Oxford, Oxford University Press, p. 16
(el énfasis es nuestro). Véase también Maimónides, Leyes sobre la idolatría, 2.5.
9
TB Tratado Shabat, 31 a.
10
TB Tratado Yevamot, 47 a-b.
11
Sifra Kidushín, 8.3 sobre Levítico 19:34.
12
M. Feinstein (1974), Responsa Igrot Moshe, Yoreh Deah , Nueva York, Rabbi M. Feinstein, 1.157.

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