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Juro por Dios que es verdad.


Mercedes Elvira Acosta Castillo
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La Editorial Universitaria (959-16) se complace en presentar a sus lectores los


primeros ocho capítulos de la obra “Juro por Dios que es verdad” de la autora:

Mercedes Elvira Acosta Castillo


Mendoza No. 14 e/ Santa Emilia y Santos Suárez
Santos Suárez
Teléfono (+537) 415078
No. Identidad Permanente 54022826478

La obra completa está en proceso de edición y próximamente será publicada en


formato impreso. Los interesados en contactar con la autora pueden comunicarse
directamente con ella por teléfono o enviar su mensaje a través del correo
electrónico de la Editorial Universitaria.

Dr. C. Raúl G. Torricella Morales


Director de la Editorial Universitaria
torri@reduniv.edu.cu

© No se autoriza la reproducción de esta obra sin la autorización de la autora.


ISBN: 959-16- (En proceso de asignación).
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Para mis hijos.


Para mi esposo, compañero imprescindible.
A Gladys, sin cuyo estímulo no hubiera sido
posible este libro.
A Sonia, a Cacha y a Xiomara, también
amigas entrañables, que tan lejos han
llegado.
Al Caney de las Mercedes, que me vio nacer
y a mi Santiago de Cuba.
A Dios Todopoderoso.
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No todos los seres tienen la dicha de ser


iluminados por la sabiduría divina. Algunos la reciben expresamente,
otros, sólo los elegidos, pueden transmitirla a los demás. Él iluminó mi
camino y me dio la fuerza necesaria para sobreponerme y vencer, pero
también me escogió para hacer el bien a los demás. He sido, pues,
varias veces favorecida con su bondad. Mi amiga Santita, hoy a la
diestra de Dios Padre, recibió a través de mi, la gracia sublime. No hice
más que reciprocarte, amiga, al prolongar tu vida, tanta generosidad
que me brindaste en todo momento. A tu memoria dedico este libro.
v

…deja volar los sueños,


créete un ave y piérdete en el Universo, recrea el infinito con el azul del
cielo y el verde de los campos y las praderas, hazte fuerte como las
montañas y deja que las cristalinas aguas y el torrencial aguacero corran
por tu cuerpo, mezcla los colores del arcoiris al son del concierto.
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CAPÍTULO I
LA ELEGIDA
¡Qué belleza tan natural! ¡Cuánto verde en los campos! ¡Cuántas flores
adornando las matas de mariposas y campanas! El aroma embalsama el
aire. ¡Cuán radiante asoma el sol al bautizar, para años y años, hasta hoy,
cada rincón de esta Sierra! Las montañas, unas y otras, y otras más, hasta
perderse allá en el horizonte, cada vez más verdes, algunas cubiertas de
niebla que desaparece como tocada por la varita de algún hada. El brillo
dorado de los rayos del astro rey, el canto de las aves, cada una con un
sonido característico, envuelven el entorno, que se me hace muy familiar.
Así de encantador encuentro yo a Cayo Espino, la entrada del Caney de
las Mercedes, voluptuoso paisaje que contrasta con los bohíos del caserío.
Éramos, pues, fierecillas salvajes en medio de este mundo verde y azul.
Yo corría con ligereza; ya mis pies descalzos conocían cada uno de los
caminos empolvados del batey y mi mente infantil nunca se preocupó por
tener un vestido nuevo, ni un par de zapatos; hasta entonces nunca conocí
qué era un helado, ni un chocolate, ni siquiera un caramelo. Solía bañarme,
día tras día, en las aguas cristalinas del Arroyón, donde jugueteaban las
anguilas cual si me conocieran. Así de sencillo pasaron los primeros años
en mi mundo.
Mi casita era uno de aquellos bohíos de paredes de palma y techo de
guano, con piso de tierra, bien apisonado con tierra y ceniza, y tenía brillo,
sí, porque estaba bien pulidito. Recuerdo el fogón de leña donde mi madre
pasaba horas y horas cocinando, y llena de humo la mesa donde nos
sentábamos para comer: de madera, con grandes taburetes y bancos; y los
cuartos: eran tres las camas, las de mis padres, y dos para nosotros, de
modo que dormíamos como podíamos, cuatro en cada una, y sobre un
colchón que había preparado mi madre de sábanas de saquitos de harina
sobre otras de sacos de yute.
En el portal, otra mesa de madera con cuatro taburetes, siempre
dispuesta para el juego de dominó, que nunca faltó. El dominó nació para
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jugarse hablando; un hablar incoherente, haciendo alusión al juego, pero


impreciso: se habla, pero no se dice, se engaña un poco, se bromea
mucho, se juguetea con las palabras, pero no se permite que las palabras
guíen, manden y ordenen; por eso no puede ser buena una partida en la
que se lanza sobre las fichas otra cosa que no sea hablar sobre el juego y
las palabras de: lunar de Lola, para el uno, duquesne, denominando al dos,
teresita, mencionando al tres, botar la gorda, para el doble
siete, porque en Oriente se juega con siete fichas. Se dice que lo creó un
mudo, pero se hacen bromas y jaranas y nunca faltó el ron.
Mercedes, mi madre. Mulata clara, bonita, alta y muy dispuesta a
trabajar, soportaba todos los improperios que solía brindar mi padre, quien
no dejaba de maltratarla ante la vista de sus hijos. Mi padre, José, hombre
blanco y fuerte, pelo castaño, y de estatura mediana, con frecuencia fruncía
el ceño; bebedor habitual, y de carácter impositivo.
Nunca me imaginé que existiera otro modo de vida que no fuera aquel;
no había visitado otro lugar. Hasta entonces no conocía otro medio de
transporte que no fueran las carretas, los mulos de carga, las arañas, que
era un carretón con un asiento hecho de madera, tirado por un caballo.
El sol brillante de la mañana hirió el traje azul de la mujer que llegó este
día al Caney de las Mercedes, con aire capitalino y estilo propio, muy
diferente al de los pobladores de Cayo Espino. Mis ojos, con cierto rasgo
asiático, retrataron cada detalle de la desconocida. Corrimos a su
encuentro. ¡Cuán lejos estaba yo de pensar que la conversación de aquella
mujer con las madres de la comunidad cambiaría mi vida! Aquella dama
vestida de azul caminaba despacio y con delicadeza, y los hombres, niños
y mujeres, la miraban. Me hubiera gustado ser como ella; había sido
enviada por el gobierno revolucionario para llevar niñas a La Habana a
estudiar.
Mercedes vió los cielos abiertos, ya dos de sus hijos estudiaban en la
capital, y ahora esta era otra oportunidad para encaminar a los muchachos.
La vi reír y mover afirmativamente la cabeza. No preguntaron mucho sobre
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esta proposición. Mi madre confiaba en la Revolución; era una ventaja


poder estudiar, y en la ciudad, ningún guajiro lo hubiera soñado. No dejaba
de mover la cabeza mientras la señora explicaba y nos tocaba con su
mano suave.
–Ella es Nidia, dijo mi madre, señalándome.
–Es muy bonita, ¿qué edad tiene?
–Ocho años, señorita.
El por qué me escogieron sólo a mí, aún no lo sé; mis hermanos y yo
éramos contemporáneos. Después hablaron conmigo y yo dije que me iría.
Pensé una vez más: quiero ser como ella. A pesar del calor y del sudor que
ya brotaba de la frente de aquella mujer, no quiso tomar ni agua, se
despidió atentamente y montó en el jeep verde en el que llegó. Agitó su
mano derecha fuera de la ventanilla, y tras una nube de polvo se alejó.

CAPÍTULO II
LA INADAPTADA
La siguiente semana fue un tanto absurda. No pasó nada; bueno, casi
nada. Las niñas que vivían en el batey hablaban de cuando se fueran para
La Habana, y un poco que hacían despertar la envidia de las que no se
iban. Llegó un mal tiempo, propio de la temporada ciclónica, y estuvo
lloviendo tres días, falta que le hacía a toda la zona para disminuir un poco
la polvareda, el calor pegajoso y el sol, que lastimaba la piel. Tres días
después llegó el ómnibus que nos conduciría hacia la capital al atardecer,
de color gris metálico. Sabía que venía para llevarnos ya que era muy
grande para ser de allí.
–¡Ay, mi madre!, nos vamos ya, gritaron. ¡Qué bueno, nos vamos, nos
vamos!
Salí velozmente de la casa también al camino, esperamos que bajaran
los de la guagua, y el corazón me latía fuertemente, y yo me preguntaba si
era verdad que quería irme.
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–¿Ya nos vamos?, volvió a repetir una de las muchachitas.


–Mañana bien temprano, contestó una de las mujeres que acababa de
llegar.
Esa noche apenas si dormí. A eso de las seis de la mañana ya estaba
sentada en uno de los taburetes del portal en espera de la salida.
Aparecieron otras, y otras más; la edad oscilaba entre ocho y doce años,
todas hijas de campesinos muy pobres.
El chofer y sus dos acompañantes habían pasado la noche en una de las
casas del batey. Llegaron con sus caras sonrientes, y una de las
muchachas dijo:
–Ahora, niñas, vamos rumbo a ciudad de La Habana; el viaje es largo.
Todo lo que ustedes quieran me lo dicen, sin temor, ¿entendido? Si quieren
hacer alguna pregunta…
Una mujer de pelo cano y algo barrigona dijo:
–Ahí van mis dos hijas, no sabemos escribir, ¿cómo voy a saber de ellas
si están tan lejos?
–No se preocupe, siempre estaremos en comunicación con ustedes.
–Eso es una responsabilidad nuestra, dijo una de las mujeres del
ómnibus. Despídanse de sus familiares, dentro de poco partimos.
Mamá me abrazó y lloró mucho; yo también. Nunca me había separado
de ella. Yo protegía a mi madre, a pesar de mi edad; me daba perfecta
cuenta de que yo era la única de mis hermanos que siempre estaba al
tanto de ella.
De inmediato subimos al ómnibus; tenía aproximadamente cuarenta
asientos y sólo había dos desocupados. Entre risas y aplausos pudimos
partir. Ya no había polvo en el camino, había llovido lo suficiente como para
amainarlo.
Llegamos a la carretera y mis ojos no querían perderse ni un detalle del
viaje. No avanzamos mucho cuando comencé a sentir una frialdad
generalizada, con sudoraciones y mareos. La cabeza me daba vueltas, y el
vómito se hizo inevitable.
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–Niña, ven, recuéstate sobre mí, dijo una de las buenas mujeres que nos
acompañaba.
–Me siento mal.
–Cierra tus ojitos y baja la cabeza. Si tienes deseos de vomitar
nuevamente, me avisas.
Me llenaron la cabeza de mentol y me pusieron un cartucho en todo el
abdomen.
–Así te pondrás bien, Nidia. Y me quedé dormida con mi malestar.
Cuando abrí los ojos estaba mucho mejor, y comenzó nuevamente la
misión de observadora activa, y así continuamos avanzando por la
carretera. Nos dijeron que era la Carretera Central, y mi cuerpo tembló.
Pasaron varias horas y llegamos a la ciudad de Camagüey; allí bajamos y
fuimos al baño. Me lavé la cara y me quité todo el mentol que la cubría.
Era una escuela donde había un comedor dispuesto para nosotros. Lo
único que pude tomar fue un vaso de leche. No podía comer.
–No me gusta, dije.
–Pero debes acostumbrarte a tomarla, me dijo aquella voz dulce y bien
pronunciada. La tomé, pero no me gustó.
Dos horas más tarde, reanudamos viaje, entonces creo que me quedé
dormida varias horas, porque cuando desperté ya casi caía la noche.
Aparecieron ante mis asombrados ojos unas enormes y majestuosas
construcciones muy bien formadas y extáticas, que se erguían cual
gigantes de uno y otro tamaño, pero todas elevadas. Todos los caminos
estaban asfaltados, y todo estaba poblado por árboles y jardines, con flores
o sin ellas, pero preciosos. Muchas luces, tantas como yo nunca en la vida
había visto. Personas que vestían de forma diferente, su figura, su forma
de andar y hablar, extraña para mí. No es fácil adaptarse a otro medio así
de golpe; al amanecer de cada día nos parece que venimos de un mundo
diferente, de otra existencia, y necesitamos ese tiempo que la conciencia
humana es capaz de medir, para saber que era otro mundo y que hemos
despertado.
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Estábamos alojadas en unas casas de Miramar, reparto que se había


tomado para albergue, en el caso de las familias que se habían marchado
al extranjero por no estar de acuerdo con el cambio político revolucionario.
Yo, viviendo en una de las casas de Miramar. ¡Qué salto, madre mía! Casa
con puertas y ventanas de cristal nevado, y de rejas de hierro pintadas de
blanco; hermoso jardín, lleno de plantas ornamentales; piso de mármol;
baño lleno de azulejos; espejo que tomaba toda una pared de la sala;
saleta llena de muebles de estilo; una camita con colchón y sábanas
blancas para mí sola. ¡Esto es un sueño! Y el Caney de las Mercedes
quedó atrás. ¡Si mis hermanos pudieran ver esto! Esto es lo que me
imaginaba hecho realidad. Y no hay un pedacito de tierra roja, ni polvo, ni
olor a caballos.
Comenzaba la faena para aquellas mujeres que tenían que educarnos,
pero antes, la higienización para estas niñas traídas desde el corazón de la
Sierra Maestra, era el primer escalón. Todas, sin excepción, teníamos
piojos. A algunas, como yo, nos dolían los pies de tenerlos atados a los
zapatos. Nosotras no estábamos acostumbradas al calzado. Nos entallaron
uniformes; recuerdo que las blusas tenían color gris claro, zapatos
colegiales, y medias blancas. Mi ropa, y la de todas, hubo que desecharla,
pues carecían de todo valor. Nos pelaron y nos hicieron el tratamiento
adecuado en el cabello. Me miraba en el espejo de la sala en toda mi
extensión, al principio con recelo; después me miraba y me ponía de perfil,
de espalda, una mano en la cintura, otra mano en la cabeza, ¡qué diferente
al espejo de mi casa!, un pedazo roto y sujeto a una pared de la cocina con
dos clavos cabezones.
Fue una etapa que marcó pautas en mi vida, porque aún hoy la recuerdo
con nostalgia. Extrañaba mucho a mi familia, y sobre todo a mi mamá, mi
andar libre por las noches. Mi buena madre me había enviado para La
Habana a estudiar, pero yo prefería regresar. Sabía que mi madre también
sufría, y ahora yo no estaba a su lado cuando mi padre la maltratara; ya no
la podía proteger, o simplemente acompañarla a sufrir. Yo había soñado
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ser alguien diferente a la gente de mi pueblo, pero no me adaptaba a este


medio y menos solita. Pensé que cuando lograra irme, no regresaría.
La escuela es de corte y costura por el sistema Ana Betancourt.
Recuerdo las grandes plantillas, que en ocasiones eran mayores que mi
estatura. En la mañana, marchábamos. Nos levantaban a las cinco de la
maňana. Todavía están grabadas las consignas en mi mente: ¡Pin, pin,
pin, que viva Ho Chi Min! ¡Viva Fidel! ¡Viva la Revolución! ¡Dame la f, la i, la
d, la e, la l, Fidel, Fidel, Fidel! Terminaba la marcha, y entonces íbamos a
desayunar, y de ahí, a las aulas, y después el almuerzo, un descanso, y las
clases de corte y costura por las tardes.
Así transcurrían los días en mi nueva vida de estudiante en la capital,
pero no me adaptaba. Pasaron los días y llegaban las noches. Mi corazón
se estrujaba a medida que pasaba el tiempo. Fueron muchas las mañanas
en que me levantaba con el rostro bañado en lágrimas. Los sueños eran
siempre los mismos: que si entregaba un ramo de flores, o rosas, a mi
mamá, ahora quizás se le añadía un dulce, pero nada me alegraba; cuando
soñaba me levantaba más triste aún.
Los fines de semana íbamos de paseo, en ocasiones, caminando. Un día
nos llevaron al antiguo teatro Blanquita, hoy Carlos Marx. El Comandante
en Jefe hacía la clausura de un acto con motivo de la graduación del primer
grupo de campesinas que habían terminado el curso de corte y costura por
el sistema Ana Betancourt:
Maňana voy a escribir
Con una pluma en papel
Para decirle a Fidel
Que ahora sí puedo vivir.
Que me espera el porvenir
Que tanto soňé con él.
Maldita sea la hora
Que Batista vino a Cuba
Y quiero que al cielo suba
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Por las manos de Fidel.


Ese maldecido cruel
Que tanto daňo nos hizo
Y en el momento preciso
Nos dejó hasta sin comer.
********
Fidel subió a la Sierra Maestra
Sin conocer su destino,
Por aquellos campesinos
Que tenían la puerta abierta,
Con el fusil en la mano.
Oh, Virgen de la Caridad,
Tú que tienes tanto poder,
Ampara bien a Fidel,
Que nos dió la libertad.

En filas de a dos, íbamos por la acera. Llegamos al teatro y esperamos


más de media hora para poder entrar; lo hicimos por el pasillo lateral hacia
los asientos dispuestos para nosotras. Una de las niñas habló en voz muy
alta:
–¿Aquí hay nieve? ¡Esto es nieve!
Yo buscaba donde estaba la nieve, que tan fría se sentía, y le contesté:
–Claro, ¿no te das cuenta, boba?, pero no tengas miedo, que la nieve no
hace nada.
Yo, acostumbrada al sol caliente, en aquel lugar temblaba, nunca había
experimentado una frialdad similar. Regresamos en la noche; entonces
dormí profundamente, la noche fue corta.
–Vamos, a levantarse, que ya es hora.
Una a una, la tía nos tocaba para lograr que los ojos se abrieran. Suspiré
profundamente. Cuánto hubiera deseado ver ante mí el techo de guano
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seco de mi casita. Me senté en la cama, y sin zapatos fui hasta el baño.


Luego del aseo me vestí, como cada mañana, y esperé para la marcha.
–¿Tú no has desayunado, chinita?, me dijo la tía con su voz cariñosa.
–Si, ya terminé. Claro, ya había terminado de echarla por el vertedero. Yo
quería enfermarme para irme a casa.
Ese, y otros días subsiguientes, realizamos las diversas actividades de
costumbre, hasta el próximo fin de semana.
–Hoy sábado iremos al cine. Asela me miraba con asombro.
–Yo no iré a ningún lugar, me quedaré aquí sentada.
–¿Por qué no irás? Todas tenemos que ir, no seas boba.
Yo no sabía qué era un cine, ni me lo imaginaba, pero tampoco tenía
interés en saberlo. Con expresión sombría y sin deseos de nada, me dejé
caer en el suelo, cosa que con frecuencia hacía, porque estaba limpio y
frío.
Miti, otra niña, viene corriendo al cuarto.
–Nidia, corre y vístete, que ahorita nos van a llevar a pasear, y nos
vamos en guagua.
No contesté, pero me vestí rápidamente.
Yo no sabía qué quería, porque nada me alegraba. Llegó el ómnibus,
esperó un rato, y ya todas estábamos acomodadas debidamente. Recorrió
las calles de la ciudad y llegamos al cine Payret, grande, demasiado amplio
para mis ojos, y al volver la cabeza quedé maravillada cuando vi El
Capitolio. Pensé qué sería aquello tan hermoso, redondeado y tan alto, con
escaleras interminables de mármol gris blanco que llegaban hasta su
entrada. Nuestra tía-guía, explicaba todo lo que estaba ante nuestra vista.
Comenzamos a entrar al cine, también en fila. ¡Qué oscuro es esto, mi
madre!, Casi me caí al tropezar con un escalón en el pasillo, aunque tenía
una luz en el piso.
–No me gusta esto por dentro, dije; alguien se rió.
Me logré sentar, al igual que las demás. La película se llamaba Polifemo,
el gigante de un solo ojo. Acababa de empezar.
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–Dije que esto no me gustaba para nada, tengo miedo.


Claro, esa era mi primera vez. Me encontraba en un recinto oscuro y una
pantalla de diez metros de largo con un gigante que tenía un solo ojo en
medio de la frente. ¡Qué película para una niña guajira, qué horror!
Entonces cerré los ojos, no quería verla, hasta media hora más tarde, en
que sentí risas, y los entreabrí para mirar algunos pasajes. Tampoco me
gustó mi primera experiencia como espectadora en el cine.
Regresamos tan pronto se terminó y nuevamente a la cama; fue un
domingo tranquilo y de descanso.
–Nidia, ¿por qué estás aquí solita, siempre sola?, me dice la tía María
Magdalena, una negra voluminosa, con cara de mamá protectora y hablar
pausado, con voz suave y cariñosa. Me acariciaba con frecuencia; ella
sabía que yo siempre estaba triste porque no me adaptaba.
–Mira, no debes de seguir así, mi chiquitica, esto es normal en los
primeros tiempos, pero después debe pasar. Aquí te queremos; además, tú
eres una niña muy buena. ¿Irías a un médico conmigo? Es un psicólogo
que te ayudará.
Dos días después visité al psicólogo, un profesional muy ético que me
inspiró confianza, pero me hizo muchas preguntas que a veces me
atormentaban. Me dio un gran papel para que le dibujara en él; me hablo
cosas preciosas, y me transportó del pasado al presente, y al futuro, pero
no me dijo lo que en realidad yo deseaba: que debía volver a casa. Le
guardé rencor a pesar de su delicadeza.
Así continuaron los días de mi vida.
–Nidia, susurra Miti, ¿quieres ir a jugar?
–No quiero.
–¿Y a pasear?
–Tampoco.
–Si tú quieres, te contaré un cuento.
–No quiero ningún cuento, quiero irme de aquí, déjame. Pasé
rápidamente junto a Miti y salí al jardín. Era domingo en la mañana y yo
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recordaba a mi madre, su rostro, sus ojos tan tristes e interrogantes.


Cuando mi madre estaba preocupada, una venita empezaba a latirme en
las sienes. Corrí por el jardín descalza, es agradable correr por la tupida y
corta hierba que parece una manta. Hay lagartijas verdes, son bonitas y
rápidas; no las puedo cazar porque se asustan y pierden su colita; esto
debe ser muy doloroso y desagradable; quien ha nacido con una cola debe
sufrir mucho cuando la pierde. ¿Dónde se esconden ellas sin sus colas? A
lo mejor se van al Caney de las Mercedes, al río, y allí se curan, porque en
el agua se curan todas las heridas.
Me quedo mirando la calle, los árboles, ¡qué bien se está ahora en el río!
Cuando el sol quema mucho, las piedras se ponen tan calientes, que sólo
se pueden brincar de una a otra para llegar rápidamente al agua. Las
culebras negras no tienen miedo a nada, descansan en la orilla y en la
tierra ardiente, les gusta el sol, y también les gusta bañarse en el río, pero
es que son tan lentas cuando se arrastran hacia el agua por la yerba y la
tierra…; yo las ayudaba, son pesadas, incómodas, pero son muy buena
gente, no muerden.
Quiero irme, pero no me voy. Desde el portal oigo una voz:
–Nidia ven a desayunar.
En la mesa están hablando, pero no miro ni respondo, no quiero nada,
sólo quiero irme.
–Ahí está, ya hace una hora que está ahí, ya le deben doler las piernitas,
hablaba una de las tías.
No quiero saber nada, quiero que me dejen tranquila.
–Martica, dile que te estoy leyendo Los zapaticos de rosa.
Marta viene corriendo, y al acercarse disminuye el paso.
–Oye, dice la tía que nos va a leer Los zapaticos de rosa.
–¡Que se atragante con los zapaticos!
Martica retrocede perpleja y pestañeando.
–Vete, no quiero hablar con nadie. Pronto me moriré.
–¿Cómo? No hables nunca más de esa forma, Nidia.
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Me tomó por el brazo, y caminé junto a ella cabizbaja hasta el cuarto. Allí
me senté en el suelo. Otra nueva semana de ejercicios, marchas, clases y
prácticas. Me gustaban las noches. El sueño es un gran don que posee el
ser humano; el sueño no pierde la paciencia. Envuelto en las tinieblas de la
noche penetra hasta la propia cabecera del hombre atormentado, o de una
niña que extraña su medio; seca sus húmedas pestañas con su tibio
aliento, y las baja imperceptiblemente. Duerme, duerme durante la noche,
te hará más fuerte, que pasen las horas, y así, los días, es el tiempo que
avanza y se lleva todos los pesares. Duerme, duerme.

CAPÍTULO III
RETORNO A LA RAÍZ
Ha transcurrido un año. En el teatro de la escuela nos reunieron para
informarnos que se terminaría el curso escolar y pasaríamos las
vacaciones en casa. Partiríamos en tren y el nuevo curso comenzaría en el
mes de septiembre. Las profesoras nuestras habían preparado una
pequeña actividad donde cada una llevaba un plato; ahora yo sí me sentía
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animada y probé una diversidad de cosas ricas y apetitosas; toda aquella


mesa de golosinas era para nosotras.
Pocas eran las veces que sonreí, y ahora lo hago con deseos; pronto
estaré de vuelta en casa. Me parecía mentira.
–Tía, ¿y cuándo nos vamos?
–Cuando les avisen, no te preocupes que tú no te quedarás.
–¿Yo?, qué va, voy a ser la primera. Y abracé a esta tía buena que
siempre me trataba con cariño.
El tren avanzaba lentamente. Me complacía contemplar durante el viaje
los amplios campos, los pequeños poblados dispersos, con sus casas
apartadas. Iba sentada en la ventanilla, con la cabeza apoyada en la palma
de las manos, dejando correr el paisaje frente a mí; era casi como en los
sueños. En los cruces esperaba a veces un camión o una carreta. Era largo
el viaje, pero en esta oportunidad no me sentí mareada. Repartieron cajitas
de comida y refrescos de botella; habíamos andado como dieciocho horas
antes de llegar a Manzanillo.
Nuevamente, en El Caney de las Mercedes. El reencuentro con la vida es
para mí la resurrección. Me siento como si hubiese llegado a un mundo
primitivo y distante. Al fin había despertado, y lo hacía en un medio
conocido, pero con cosas nuevas, aunque volvía a la miseria; miseria
compartida con muchos, y entonces toca aún más. Había más movimiento
en el caserío; construían la gran escuela, parecida a los edificios de la
ciudad; era la escuela Camilo Cienfuegos. Mi mamá comenzaría a trabajar
ahí, estaba muy cerca de mi casa. También construían casas de vivienda
para los profesores de esta escuela, que habían sido traídos de La
Habana, por lo que el Caney de las Mercedes, ahora, cobraba vida:
pobladores nuevos, alumnos a los que llamaban Camilitos, vestidos todos
de verdes y gorras de gala del mismo color. Escuchaba con frecuencia un
himno que logro recordar:

Camilo Cienfuegos,
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yo soy jardinero,
y a tus Camilitos yo sabré cuidar.
No temas, Camilo,
que los hombres buenos
están construyendo la ciudad escolar.

Muy cerca de la casa se encontraba el basurero, donde los camiones


vertían la comida de la escuela; también arrojaban allí quesos, jamones,
latas de carne, comida vencida, y por eso es que la echaban allí; hacían
para el bien de nosotros, porque nos alimentábamos de esta comida sin
ningún tipo de prejuicio. Los barbudos que habían bajado de la Sierra
Maestra, ya eran parte del ejército, y trabajaban también para la escuela.
Les llamábamos así: los barbudos, por sus barbas largas y negras. Nos
llevábamos bien.
Durante estos días de vacaciones en casa fui muy feliz. Volví al sol
caliente, el acostumbrado verano de este lugar. Antes de acostarme a
dormir, sacaba la cabeza por la ventana y escuchaba atentamente los
pequeños ruidos de la noche. La mañana, con olor a yerba verde, sin tener
que madrugar ni ponerme medias ni zapatos. Con la nueva cancioncita del
alegre gorrión, con los negros canteros que olían a tierra fresca y húmeda,
así expandía mis pulmones cada día.
–No volveré a la escuela, tan lejos de mi casa.
Mi mamá me miró con desdén y no pronunció palabras.
–Déjala, que haga lo que quiera, dijo mi padre. Finalmente, ella nunca
será nadie, será una bruta como tú.
Comenzaba nuevamente las escenas de maltratos a mi madre, con
frecuencia gritaba cualquier improperio:
–¡Puta! ¡Grulla! Qué horror. En la madrugada, o a cualquier hora que
llegara mi padre a la casa.
En ocasiones, cuando dormía, sentía los golpes y me levantaba asustada
y corría junto a ella. Desde entonces, decidí que me quedaría allí para
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protegerla. Entonces comencé otra nueva tarea: trabajaría para ayudar al


hogar. Lavaba los uniformes de los barbudos en el río y los planchaba con
una plancha de carbón. Me ponían en un banco, ahí me subía para
alcanzar la mesa, apenas si podía sostener la plancha. Me pagaban por los
uniformes veinte centavos.
Podría tener unos diez años cuando comencé a trabajar en la casa de los
profesores; cuidaba a la niña de estos, que tenía seis años, y realizaba las
labores domésticas del hogar. Deborah, que era la mamá, era muy buena
conmigo, y además, me dejaba jugar con la niña en ocasiones. Me pagaba
veinticinco pesos mensuales, los que entregaba con mucho cariño a mi
mamá para el sustento de mi familia. Y así estuve más de un año; creo que
fueron casi dos.
Entonces escuché algo sobre unos estudios en otro lugar de la provincia.
Me interesé y pedí que me enviaran a la escuela de estudio-trabajo para
afianzar algo la primaria, y recuerdo que trabajábamos por la mañana en el
campo en el cultivo del plátano y en las tardes dábamos clases. Era una
zona que pertenecía a Veguitas, específicamente en La Sal, provincia
Granma. Grandes extensiones de campo, mucho sol, mucho calor; de ahí
que en cada amanecer podía contemplar el sol entre las montañas, era un
precioso paisaje.
No sé por qué, en ocasiones mi pensamiento se iba muy lejos, ya casi
era una adolescente. Aunque no quise estar en la ciudad pensaba ahora en
ella. ¿Y por qué no regresar nuevamente?

CAPÍTULO IV
EROS Y MATERNIDAD
Supe entonces que la Federación de Mujeres Cubanas hacía una
convocatoria para estudios de barbería en Santiago de Cuba; esta opción
me entusiasmó y antes de comenzar estos estudios fuimos a recoger café
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por espacio de seis meses. Cada día hacía nuevas amistades, tenía
nuevas experiencias; quería mejorar mi modo de vida.
Termino el curso y ya como barbera regreso al Caney de las Mercedes.
Compartía el local con otros dos hombres de mediana edad; todos me
conocían. Ya rondaba mi madurez física, pero no podía decir que era una
mujer hecha. Creo que todavía hoy, después de haber andado tantos
caminos, no conozco la cara real de quienes me rodean.
–Al fin tenemos una flor en esta barbería.
–Estoy trabajando para ustedes, y con muchos deseos.
–Creo que de ahora en adelante visitaré diariamente este lugar y no es
por ustedes, …camajanes.
La risa apareció en aquellos hombres.
Yo, un tanto aturdida, no quise continuar, y salí con premura. Sentí que
varios ojos se clavaban en mi figura, y una sensación extraña me embargó.
Me senté nuevamente, y ante mí, un hombre de cincuenta años
aproximadamente, más bien alto, usaba gafas, su pelo más bien claro era
ensortijado, y sus labios gruesos se dilataban con una sonrisa, que daba a
todo su rostro una amabilidad bastante empalagosa.
–No crea que lo digo jugando, muchacha. Usted me ha impresionado,
¿pero se ha molestado?
Sonreí tímidamente. Me esforzaba por seguirle la corriente, pareciendo a
la vez indiferente, pero me costaba conseguirlo. Un nervio de mi mejilla
comenzaba a vibrar. Naturalmente, logré dominarme. Yo estaba
acostumbrada a los halagos de aquellos hombres, y este no me iba a sacar
del paso.
–No me he molestado, simplemente quisiera cambiar el tema de
conversación. ¿Es usted de por aquí? Yo no lo conozco.
–Me estoy presentando de inmediato, mi nombre es Juan Miguel. Soy
mecánico, como verás, se me nota en la ropa y vivo en Manzanillo, pero
dentro de poco creo que me mudaré para El Caney.
21

Este hombre despertó interés en mí, y me dejó recuerdos inolvidables;


supo envolverme con sus halagos y ternura. Día a día, calaba mi piel con
su mirada penetrante.
–Doy gracias a Dios por haberte conocido, muchacha.
Su voz, casi tranquila, casi seria, me llegó a fascinar, y en breve tiempo
sentí idolatría por él. Me había enamorado de alguien que me triplicaba la
edad. Así me entregué, en cuerpo y alma, a un animal de esta selva, con
desagradables recuerdos de una tormentosa desfloración entre los montes;
una, dos o tres veces en una semana, siempre entre los matorrales y la
yerba seca sobre la tierra. Hombre que no regresó nunca más a este lugar,
ni tan siquiera para saber que había quedado embarazada. Hombre que
pertenecía a otra mujer, con un hogar estable, hijos grandes, y hasta
nietos.
Ya la concepción carnal de mi vida dejó huellas profundas en mis
sentimientos. Comencé la ingestión de bebidas alcohólicas y el consumo
de cigarrillos como medio de escape a una situación, o como salida de
aquel mundo que me ahogaba y donde no quería estar. Me he comportado
como uno de los animales inferiores de la escala zoológica, que cuando les
llega el momento del sexo, después van a la maternidad. A menudo, la vida
nos hace enfrentar situaciones difíciles, pero jamás situaciones sin salida,
lo cual no significa que la salida esté siempre en la dirección deseada; ni,
obligatoriamente, cerca de los cementerios. Ahora bien, nuestro humano
derecho es buscar la salida, precisamente en la dirección esperada, y yo
no había comenzado adecuadamente. Todo cuanto veía era
decepcionante, … pienso.
Cuento cosas que parecen corrientes para cualquier persona, pero me
han afectado. Quizás estas palabras sean superfluas; en mi memoria no lo
son; no quiero reconocerlas superfluas, porque hay que comprender que
han lacerado mis sentimientos.
Poco a poco, la gravidez fue frenando mis impulsos, pero sin
responsabilidad. No preparada psicológica, ni físicamente para el
22

nacimiento de un hijo, llega Karel, que nace a los siete meses de gestación.
Le he puesto ese nombre porque siempre me ha gustado.
–Yo no creo que pongas objeción mamá, ¿verdad?
Con sonrisa triste, contestó:
–Sí, me gusta.
–Usted, doctora, ha sido muy buena conmigo. Lo que usted diga es ley
para mí.
La médico que me había hecho el parto era una mujer joven y bonita, de
buen carácter y de noble corazón. Fue ella quien le trajo la ropa al niño y
decidió su traslado al hospital de Manzanillo.
–Es un niño de bajo peso, porque aún no tenía el tiempo necesario para
haber nacido, tiene buena vitalidad, pero debo remitirlo al hospital, donde
permanecerá hasta que alcance el peso adecuado, después te lo
entregarán sano y salvo, te lo juro.
Ya en Manzanillo, en la sala de distróficos del hospital, el bebé fue
atendido adecuadamente.
–Parece un muñequito, lo envolvemos como un paquetico para que no se
mueva y aumente de peso, me decía la enfermera. Ahora debes
amamantarlo siempre que te avise, la leche materna es el mejor alimento.
Yo era madre de un niño muy pequeñito, llevaba mis apellidos, puesto
que el padre nunca se enteró. Pasaron uno, dos, tres meses, quería mucho
a mi muñequito, que era sólo mío. Llegué a reconocer los cubículos como
familiares; eran todos verdes, las batas que me cubrían también eran
verdes, las botas, de tela verde; la enfermera, los médicos, todo me era
muy familiar.
–Ahora no puedes pasar, mamá, el niño se ha puesto mal.
Aquel médico tenía la boca entreabierta; en sus extremos, los labios
formaban una línea imperceptible. Los músculos de su cuello hacían girar
varios grados la cabeza; la combinación de estos movimientos contrastaba
con la rígida inmovilidad de su cuerpo, con su mano posada sobre mi
hombro, y la mirada fija. Esa organización muscular entre rostro y cuerpo
23

fue suficiente para comprender que sucedía algo tan serio que me
destrozaba los nervios. La imaginación llegaba antes que las palabras para
expresar un hecho que ya se daba como cierto y llegaba como agua helada
a mi corazón. Por primera vez sentí algo muy duro, inigualable e
incomparable: la rudeza de la vida me había jugado una mala pasada.
Karel había dejado de existir en un amanecer tormentoso y cruel. La
historia se había terminado y, con ella, la ilusión.
¿Cuántas horas habían pasado? No lo puedo decir, pero el sol estaba
alto en el cielo y llenaba de calor creciente mi desierto de piedras. Volvía
sola a mi refugio de El Caney de las Mercedes. A partir de aquel momento
empecé a tomar en serio mis problemas. Si bien no demasiado, aprendí a
tener la convicción de que podía ir más allá, de que podía crear, hacer algo
que valiera la pena. Había crecido en magnitud y ahora, con más
experiencia, más adulta y más profunda, enfrentaba nuevamente la vida
con una mirada diferente, trazándome una meta que me llevara a nuevos
pensamientos con otros estilos de vida, lo que jugaría papeles importantes
en mi futuro, cosa que ya iba necesitando.

CAPÍTULO V
REGRESO A LA CIUDAD
Siento gran interés por la gente célebre, y no puedo dejar de sentir
curiosidad por las personas que se distinguen de sus semejantes, ya sea
por su categoría social o por sus proezas personales.
A la comunidad de El Caney de las Mercedes había llegado un médico
nuevo, con el fin de trabajar en su servicio social como recién graduado.
Sentí curiosidad por conocerlo. En aquella mañana fresca del verano, y
antes de que el sol ascendiera por encima de los ondulados campos y los
sometiera a su cálido aliento, me acosté en una camita que había
preparado para descansar; me sentí contenta, tanto, que hubiera querido
cantar en voz alta.
24

Julio Rodríguez, graduado de doctor en medicina en la Universidad de La


Habana, era un hombre fornido, muy alto, de rostro duro, tez negra, de
buen vestir y hablar. De inmediato, y por intuición femenina, supe que ante
mí se extendía un paraíso de ilusiones. Este era el momento de conquistar
a un hombre elegante y admirado por todos. Era el momento de escalar
posiciones, ocupar un estatus social y alejarme de la miseria, los guajiros y
los caminos empolvados.
Utilizando las dotes que la naturaleza me había regalado, esa hermosura
que muchas no habían logrado, ni lograrán jamás, yo miraba a aquel
hombre con ojos risueños, para decirle que podía llegar a cualquier hora.
Mis mamas se abultaban, y los muslos, llenos de carne, subían hasta
hacerse fundir en las caderas. El pelo negro y sedoso llegaba hasta las
nalgas, y con cualquier movimiento de la cabeza, iba hacia uno y otro lado.
Cuando me miraba en el espejo, sabía que mis labios recordaban el sabor
de la miel y las cerezas.
Me fui por aquel rumbo sin pensarlo mucho más. Se abría entonces un
largo camino en mi vida. Me sentía feliz; siempre que me trazaba una meta,
llegaba, aunque después regresaba.
–Siento amor por ti, de veras que es amor, Nidia, quiero formalizar esta
relación.
Hacía calor; los techos de guano de la comunidad parecían descoloridos
bajo el sol que inundaba El Caney de las Mercedes. No había un rincón de
sombra, ni siquiera en los polvorientos caminos. Caminamos junto al río;
todo estaba en silencio. Habían transcurrido varias semanas desde que lo
conocí.
–Me siento bien contigo, Julio. Me gusta trabajar a tu lado y ayudarte en
lo que pueda.
Él sonreía. Bien sabía que poco podía ayudarlo en su trabajo, pero yo
estaba presta a todo cuanto necesitara.
–Tú quédate aquí tranquila. Sólo necesito tu compañía. Voy a salir a
respirar un rato, volveré enseguida.
25

Se levantó de la mesa y salió; regresó al instante y continuamos


conversando.
--A pesar de todo soy feliz, dije.
Miraba por la ventana como un pájaro enjaulado. Sentí un nudo que me
descendió suavemente por la garganta.
–¿A pesar de qué, Nidia?
–De todo lo que ha sucedido en mi vida, Julio.
–No creo que con quince años te haya sucedido mucho. Y haciendo una
mueca con los labios, se quedó mirándome intrigado.
–No tanto, pero hay una historia. Y como si quisiera borrar huellas, me
levanté precipitadamente.
Sentí amor. El comienzo fue normal. Sexo agradable, teníamos la
fogosidad que hierve por dentro para descargarla con frecuencia hasta
quedar exhaustos cada día. Luego de algún tiempo nos fuimos a Minas de
Frío, donde el médico era bendecido, así como un dios. Yo me sentía muy
orgullosa. Todos los pobladores tenían preferencias con él. Le hacían
regalos, nos invitaban a comer con mucha frecuencia, nos ofrecían carnes
de diferentes animales. Yo era una persona importante. Era la compañera
inseparable del doctor Rodríguez y vista como su esposa por todos los
pobladores. De guajira me había convertido en una señora reconocida.
Muchas mujeres me envidiaban porque yo, siendo como ellas, había
conquistado al médico de La Habana. Y las mujeres más bonitas de la
comunidad pretendían a aquel hombre inteligente y sabio que era mi
marido; aunque era feo. Sentía celos por él.
Yo no trabajaba. El ocio se tendía sobre mí. Vivíamos en el hospital. Sus
compañeros de trabajo no conversaban conmigo; me veían como en
realidad yo era: una campesina que no tenía nivel educacional para
comportarme, ni tema alguno de conversación.
Después de un año, Julio fue trasladado a Providencia, lugar que no
estaba lejos de allí. El trabajo era duro; se atendían pacientes de todos los
lugares cercanos y más intrincados, todos de monte adentro; acudían a
26

caballo, en parihuelas, en carretas, caminando. Llegaban muy temprano.


Los guajiros madrugaban para ir al médico. Julio los trataba bien y ellos se
sentían complacidos. En realidad, su labor como médico era muy buena.
Yo me mantenía casi siempre a su lado, pero no podía ayudar mucho por
falta de la práctica paramédica necesaria para estos menesteres, y
necesitaba ocupar mi tiempo, y encontraba poco que hacer. En ocasiones
me daba cuenta de que no podía estar todo el tiempo a su lado.
El doctor Rodríguez dominaba todo lo que le rodeaba, y su pensamiento
era sabio, por eso a la primera falta de mi menstruación supo que yo
estaba embarazada.
–Yo no sé si este sea el momento para tener un hijo, Nidia.
Me sorprendió, pues pensé que debía alegrarse. Me miraba con algún
pesar, como si no estuviera seguro de lo que hablaba. Pero yo sí quería
tenerlo; le hablé con suma sinceridad. Deseaba, por sobre todas las cosas,
tener un hijo, lo necesitaba. Pensaba que un embarazo afianzaría las
relaciones entre nosotros, sobre todo porque así estaría segura de que me
llevaría para La Habana.
Allí, encerrada en la habitación, pensaba tanto, y la respuesta a mis
preguntas eran siempre las mismas. No sé si lo amaba mucho, pero me
sentía bien con él, era muy celoso, por lo que creí que me quería. Me
acosté; recordaba sus palabras y me herían, me afectaba el hecho de no
estar seguro de si quería o no tener un hijo; en realidad no había nada
especial en él, pero en su rostro se podía contemplar la impresión de
sinceridad que suscitaba. Pensé: “un hombre con profesión y empleo
respetable; se ha desarrollado en él, de manera misteriosa, la sensación de
que el mundo se encuentra a sus pies”.
Mi marido ganaba dinero, y en aquel entonces podíamos comprar lo que
queríamos; éramos, pues, privilegiados. Teníamos acceso a los
almacenes, a escoger la mercancía, me sentía muy bien.
Las relaciones tienen sus altas y sus bajas; discutíamos como cualquier
pareja, pero me insultaba en ocasiones. Aprendí a responderle. Me enseñó
27

a ser cruel también. Poco a poco me dejó de hablar sobre la interrupción


del embarazo, y me di cuenta de que también él deseaba tener nuestro
hijo. Sentí cosas propias de aquel ser que engendraba, y la maternidad me
sobrecogía; creo que me sentí feliz, mi marido estaba junto a mí y me
representaba, ya éramos una pareja estable.
Llegan las vacaciones y comienza la realidad de mis sueños. Bajo el
clima soleado y benigno de octubre, ya comenzaban a enrojecer las hojas,
pero la naturaleza no parecía estar decidida a dar por concluido el verano.
Julio había salido bien temprano en la mañana para recoger los pasajes
con destino a La Habana. La noche anterior habíamos sostenido una
conversación con relación a nuestras vidas; yo me quedaría en su casa con
su mamá hasta que el niño naciera, después regresaría nuevamente a
Providencia. Me sentí realizada.
Poco más de una hora y se hallaba de nuevo en el hospital, estaba de
guardia ese día, y el tiempo que le quedaba lo utilizó en dormir algo. En la
noche, ya en la habitación que compartíamos, me dediqué a recoger
nuestras pertenencias, a prepararlo todo para el próximo viaje. Había
comprado algunas cosas de canastilla, que fue lo que primero hube de
empacar; en esta ocasión este bebé tenía ya sus cosas, y además, tenía
un padre que lo representaría.
Cada vez que me disponía a emprender un viaje, me sucedía lo mismo.
Me ponía nerviosa, la incertidumbre se apoderaba de mí nuevamente. Así
me sorprendió el sueño, sin muchos rodeos. “Mañana nos vamos”, fue lo
que recordé cuando puse la cabeza en la almohada.
Por primera vez visitaba el aeropuerto de Manzanillo. Orgullosa de esta
vida en la que me adentraba, tomé del brazo al doctor Rodríguez y
comenzamos a andar. Estaba a punto de dejar estos lugares, y juré en
silencio que pasara lo que pasara, no regresaría al Caney de las Mercedes.
Fue chequeado el boleto, y se guardó el equipaje; estaba próxima a subir
las escalerillas de un avión pequeño, un Yak-40, con destino a la ciudad de
La Habana.
28

–Es raro que no hables ni media palabra, como eres tú, que lo comentas
todo, me dijo Julio en voz alta, con una sonrisa entre labios.
–Tengo miedo y estoy nerviosa, dije. Las dos cosas.
–Se te nota, pero el viaje es rápido y cuando menos lo creas ya
habremos llegado, y siempre erguido y elegante, me dirigió una mirada
interrogadora.
En poco menos de una hora de vuelo, sentí como mis oídos querían
estallar; ya la aeromoza anunciaba el arribo al aeropuerto José Martí, y
avisaba que debíamos amarrarnos los cinturones para el aterrizaje. Un día
claro y luminoso me daba la bienvenida. Me detuve tras los primeros,
escasos pasos. Ahora continuaba la marcha a tropezones, pero con mayor
rapidez, cambiando constantemente de brazo mi pequeño bolso, como si
obedeciera órdenes secretas. Mis zapatos de tacón tenían aún el color
rojizo de la tierra de los campos, y la ropa, el aire y el tono campesino. Me
sentía desamparada y amparada a la vez, tal como se sentiría un objeto si
tuviera conciencia, a merced de las olas de un mar bravío. Juré entonces
mirar siempre hacia el futuro.
–Vamos a merendar algo. No has querido tomar nada y no debes pasar
hambre.
Yo no había comido nada por miedo a los vómitos, pero por suerte ya
pisaba tierra firme.
–Sí, cómprame algo. Lo que quieras.
Casi no podía hablar, el refresco sabía bien, no quise otra cosa, aunque
no había comido. Pensé que cuando llegara a la casa podría hacerlo con
más tranquilidad. De nuevo en la capital de todos los cubanos, qué cosa
tan agradable: la gente caminaba de prisa, no se fijaba en los demás, cada
cual recibía a su familia, y los que están solos hablaban solamente lo
necesario.
Recogimos el equipaje y salimos a coger un carro de alquiler.
Nuevamente las calles limpias, anchas, con jardines, muchas viviendas,
29

muchos edificios. Algo más de una hora, y llegamos a la barriada de


Luyanó.
–Es en la próxima cuadra, y doble a la derecha, dijo Julio.
El auto se detuvo justamente ante un pasillo al que había que subir por
tres escalones. Losas rojas, una, dos, tres, el número catorce ante mí. Las
llaves en la cerradura; la puerta se abrió y me vi dentro de una habitación
pequeña: una cama camera con buen colchón, un escaparate, una mesa
cerca de la pared, y en la pared del fondo había una ventana abierta, pero
no dejaba entrar la suficiente claridad como para no sentir claustrofobia. Al
fondo la cocina, y a un lado el baño. Sentada en una silla grande, al otro
lado de la mesa, estaba sentada una señora entrada en años que vestía de
gris. Su pelo era de un blanco sucio, sus ojos eran astutos, las mejillas eran
un tanto regordetas, y la nariz, corta. Así, me escudriñaba constantemente.
–Ah, regresaste con una mujer, y para colmo, con una barriga.
Aquella señora robusta no dejaba de mirarme con desprecio.
–Pero si es casi una niña, ¿adónde tú pretendes ir con esta guajira? ¿No
la vas a meter en este cuarto, verdad?
–Es mi mujer, mamá, estará aquí con usted por un tiempo.
Mis ojos estaban abiertos desmesuradamente y ya no sabía dónde
esconder mis manos. ¡Ay, Dios mío, ayúdame!, pensé.
Fidelina se quedó mirando al techo con aire absorto. Yo lo observaba a él
con bastante más atención de la que dejaba aparentar.
Julio levantó la cabeza y comenzó a respirar con fuerza, como un
convaleciente que empieza a encontrarle gusto a la vida. Se sonrió, de
pronto se quedó serio y su cara se hizo tersa, sus ojos brillaban.
–Mamá, es mi mujer, ¿oíste bien? y nos casaremos.
–¿Pero, qué oigo? ¿Tú ahora te apareces con eso? ¿Te fuiste al campo
a trabajar o a enamorar? Y para colmo, me traes otra inquilina para vivir
aquí, que no es suficiente ni para nosotros. Pensé que íbamos a mejorar la
situación cuando te graduaras, pero lo que has hecho es empeorarla. ¿Así
30

que la guajira quiere hacerse persona? Espero que no traigas a nadie más,
muchacha.
Girándose hacia su hijo, levantó las manos y dijo:
–Esto es lo único que me faltaba, Julio, carajo, y caminó hacia el patio
pequeño por donde aún entraban los últimos rayos del sol de este día.
Fidelina, ¡qué recibimiento!, ¿qué me depararía el destino con esta
señora de cuya familia ya era y abuela de mi futuro hijo? Yo no podía
articular palabras, no era capaz de hablar, la incertidumbre me envolvía y
sentí deseos de llorar y escapar de allí. ¿Pero adónde ir, si yo no tenía a
nadie, si no conocía nada? Mi único pensamiento en los últimos años era
abandonar el campo y llegar a la ciudad, donde pudiera vivir de otra forma,
y ahora llegaba el momento. Así que haciendo acopio de paciencia, tenía
que soportar para sobrevivir. Cada mañana se tornaba diferente para mí,
pero ligada a este entorno común de la ciudad. Habían terminado las
fiestas de carnaval, y la primavera estaba en plena juventud para abrirse
paso definitivamente. Ya habían transcurrido dos semanas tras las cuales
Julio debía partir nuevamente, y yo me quedaría para parir y residir en este
acogedor hogar que me brindaba Fidelina.

CAPÍTULO VI
EL DESTINO ES CRUEL
Recuerdo perfectamente el día que comencé el trabajo de parto. En la
mañana noté que algo frío se me deslizaba entre las piernas; aún no tenía
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dolores, era un líquido claro. Tenía preparado el maletín. Recogí el tarjetón


de la historia clínica y llamé a Fidelina:
–Señora, me voy al hospital, creo que ya estoy de parto.
Ni se inmutó. Me miró de arriba abajo y sonrió.
–Bueno, ya le avisaré a tu marido para que venga. Dios y la Santísima
Virgen saben que yo no he sido mala, y que sólo aspiro a mejorar y
prosperar en la vida.
Con los ojos nublados por las lágrimas, tomé mis matules y salí
caminando rumbo al hospital. Caminar me hacía bien, así adelantaría. Con
un nudo en la garganta por sentirme tan sola, pero decidida, porque este
ser que quería venir al mundo ahora estaba haciendo sus primeras
travesuras para ver la luz. Anduve así pues, varias cuadras, hasta llegar.
Puedo decir que estuve tres días en trabajo de parto, con fuertes dolores;
ya casi desfallecida nació mi hijo en horas de la noche. Nadie preguntaba
por mí. Julio aún no había llegado. ¿Su mamá se lo habría comunicado?
Me envían al cuarto de puérperas, y el niño al cunero. Pensaba yo
que era así. En la mañana, cuando la doctora pasó visita, me explicó que
fue un parto muy traumático y a consecuencia de esto el niño tenía
problemas neurológicos. No escuché nada más, creo que perdí la
conciencia; cuando abrí los ojos, tenía ante mí una enfermera que
canalizaba mis venas, un médico que me tomaba la presión sanguínea, y
otro médico anestesista a mi lado, con un maletín de trabajo.
–No quiero seguir viviendo, es demasiado para mí, ¿dónde está el niño?
–Mamá, tranquila, el niño está en cuidados intensivos y lo atienden muy
bien. Ahora usted debe recuperarse.
Supe que no querían hablarme ni explicarme mucho del niño. Yo
solamente lloraba, no quería ingerir alimentos. El psicólogo me visitó por
segunda vez en mi vida; los psicólogos hablan demasiado, y hacen
comprender aspectos de la vida que uno no mira o no piensa, pero sólo
acuden cuando uno tiene problemas, entonces de nada me valía, si el
problema estaba ahí y acababa conmigo, era más fuerte que mi propia
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existencia. ¿Qué iba a resolver hablando conmigo un psicólogo, si algo me


estaba aplastando y me estrujaba el corazón, si ya no tenía lágrimas que
derramar, si ya no quería seguir viviendo?
Llegó entonces Julio, le explican que fue un parto traumático, que a
causa de ello, el bebé tuvo una hemorragia cerebral y falleció en cuarenta y
ocho horas. Le practicaron la necropsia y se quedó en el hospital; ahí
dispusieron de su cuerpo. Nos fundimos en una honda pena, un vacío que
solamente yo sé cómo fue. Nuevamente a mí, nadie sabe lo que nos
depara el destino, nuevamente sola.
No podía explicarme el por qué se mantuvo junto a mí, si en ocasiones
me tenía aversión; no perdía ocasión para criticarme con su gentileza
característica, y en otras muchas veces me maltrataba. Tenía la impresión
de que yo era una persona cínica y vulgar, y me resultaba un misterio la
razón por la cual no tomaba el único camino que le quedaba: alejarse de
mí.
Ya estaba definitivamente en La Habana; comenzó la residencia en el
hospital Enrique Cabrera, ahí estaría por espacio de tres años. Estudiaba
muchísimo, yo lo acompañaba en las noches. Así, de sorpresa, me dijo:
–Vamos a casarnos. Consulté con mi prima para que se ocupe de los
trámites.
Estas palabras me dejaron deslumbradas, el regocijo era mucho.
–Tus padres tendrán que autorizar el matrimonio.
–Les escribiré.
Aún yo era menor de edad. Y llegó la autorización. Una mujer ve
cumplido uno de los anhelos de su vida al contraer matrimonio
formalmente; era una sensación no experimentada hasta ese momento. Y
me llevó al Palacio de los Matrimonios vestida de blanco, y dimos un
brindis familiar. No tuve ropa nueva, pero fui feliz, era la esposa del doctor
Julio Rodríguez ante la ley, hombre al que admiraba por su sabiduría, me
había hecho conocer experiencias nuevas en mi vida, vivencias que por
primera vez tenía, y fue a su lado.
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Esa noche nos alojamos en el hotel Flamingo, era la primera vez que
ponía mis pies en los salones de un hotel. Abrí la ventana de la habitación
y el aire penetró; de algún lugar llegaba el canturreo de varias melodías.
–Si me lo permites, dijo mi marido, quisiera brindar por nosotros.
Vació la copa sin respirar, la llenó de nuevo y brindó otra vez.
–Por ti, mi joven amor.
Pero esa noche fue un desastre; era un hombre celoso y discutía hasta
maltratarme; lo hizo de palabra y físicamente, me golpeó una y otra vez.
Lloré tanto que amanecí con los ojos inflamados. Lo odié; estaba tan
deprimida que parecía ser la esposa más sumisa del mundo. Pensé en el
suicidio, aunque ni lo intenté. Al otro día abandonamos el hotel, amarga
experiencia después de la noche de bodas.
Continuamos la vida en común con nuestras desavenencias, y cada día,
aunque él no lo considerara, me enseñaba a vivir con sus actitudes.
¿Había perspectivas en este matrimonio? Creo que ya no tenía valor ni
sentido alguno, sin embargo, ahí estaba, a su lado. Durante algún tiempo
me mantuve diferente, pero el recelo fue superado con los días. En él no
había reservas, era un amor absurdo, escandaloso y bello. En muchas
ocasiones me sentí incómoda; tuve en algunas oportunidades la impresión
de que sus actitudes eran de posturas adoptadas para ocultar, tal vez a sí
mismo, una auténtica desconfianza que lo torturaba. Sus modales eran
bruscos y desgarbados. Así continuaba nuestra vida; habían transcurrido
tres años; culminaban los estudios de su residencia para obtener el título
de especialista de primer grado en medicina interna. En su tesis de grado
me mencionó y me dedicó unas letras; en realidad lo ayudé mucho;
estudiaba noche a noche a su lado, me sentía honrada con esta
delicadeza, una de las pocas que hubo de tener conmigo.
Supe, desde hacía algún tiempo, que nuestra unión no sería duradera,
pero mi útero aumentaba de tamaño con un nuevo embarazo. Ahora este
nuevo ser que debía conocer el mundo era lo único que me podía atar a
Julio. Fue un embarazo deseado, y así lo mostró, o tal vez lo hizo para
34

mortificar a su madre, quien no estaba de acuerdo con esta nueva


gestación. Hubo momentos en nuestras vidas en que se mostraba gentil.
–Me da la impresión de que no te sientes bien, señaló en tono bajo.
–Es que estoy preocupada por cosas que pasan por mi mente, le dije.
–Y el niño, ¿te incomoda?
Me puso la mano sobre el vientre, la tomé entre las mías y la hice bajar
hasta los muslos, y pensé: ¡cielo, déjame ponerme de pie!, en ocasiones no
lo resisto.

CAPÍTULO VII
UN HIJO DESEADO
El advenimiento al mundo de Julio Rodríguez Acosta fue un
acontecimiento: sano, fuerte, vigoroso y deseado, fenotípicamente igual a
su padre, por no decir idéntico. Creo que al mirarlo él se veía reflejado en el
pequeño, y se enorgullecía. La abuela Fidelina no miraba al niño, le
molestaba el llanto; cuando pasaba junto a su cuna no lo miraba, no al
menos estando yo presente. Cuán lejos estaba ella de imaginarse que este
niño sería el único que estaría siempre a su lado y cuidaría de ella en la
vejez. Esta señora no cesaba de criticarme y le pedía a su hijo que me
enviara de regreso con el bebito a mi lugar de origen.
Ya por este tiempo yo no quería volver; el campo para mí pertenecía a un
pasado gris y decepcionante, ¿y por qué no decir que estaba traumatizada
con mis recuerdos de la infancia? No quería ser como los orientales, ni
quería vestirme igual que los orientales, ni comer como ellos; no quería ser
una guajira, y así me lo propuse.
En todos los lugares del mundo existe una caracterización según la
región de origen. En nuestro país, las personas oriundas de Pinar del Río,
la zona más occidental, hablan muy rápido, y con más premura si son
campesinos. Por lo general, son de piel blanca y hasta existen cuentos
sobre los pinareños que los hacen parecer tontos e inocentes.
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Los orientales son mestizos, indios, de pómulos sobresalientes, y su


hablar es característico: le quitan o le ponen eses a una u otra palabra, de
aquí el dicho: “los patos se comen la moca a la orilla de lo tanques”, y
aunque el país ha sufrido un proceso de “culturalización”, siempre se
destacan por estos rasgos.
Cada día Fidelina nos maltrataba más, y hasta fue a la policía para
asesorarse de cómo podía sacarme de su casa. Me veía como a una
intrusa; ahora comprendo la lógica de su razonamiento, soñaba para su
hijo una mujer talentosa como él, y al llegar yo, sus sueños se
desmoronaron; definitivamente, nunca viviríamos como familia.
Luego, y después de varios meses del nacimiento de mi hijo, los vínculos
de afecto y comprensión en nuestra familia se fueron quebrantando cada
día más. Las discusiones con Julio se hacían más frecuentes, y se
mantenía cruel y despiadado, haciéndome sufrir. Y una noche me echó
despiadadamente de su casa, parecía como si un demonio se hubiera
apoderado de él. Me sentí sola, ya no lloraba, aunque estaba
desamparada, y con mi hijo en brazos decidí regresar al campo.
–Las palabras duras no rompen huesos, le dije al marcharme.
Tomé mi equipaje, que no era grande, al niño, y partí. Me juré a mí
misma regresar en cuanto tuviera algún dinero para comprar una
habitación. Regresaba al Caney de las Mercedes. No me agradaba volver,
era lo mismo: los animales, los caminos empolvados, las mismas casitas
de madera y guano, la misma gente haciéndome preguntas:
–Muchacha, qué bien estás. ¿Has venido de vacaciones, verdad?
¿Cuándo te vas?
–Pero, China, ¿tú eres la hija de Mercedes que vive en La Habana?
Y yo queriendo desaparecer de todo aquello y que la tierra me tragara.
Comencé a trabajar en la casa; lo hice intensamente. Tenía mucho trabajo;
tejía, no perdía el tiempo; hacía pullovers, abrigos, medias, sayas, apenas
si dormía para adelantar los tejidos. Vendía todas las confecciones; me lo
compraban todo, y me hacían más encargos. Entonces logré reunir dinero;
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ya tenía dos mil seiscientos pesos. Ya mi hijo Julito tenía un año, y


motivada por mis ahorros quise regresar a La Habana. Y entonces aparece
nuevamente a la puerta de la casa Julio padre. Era la misma voz que
durante meses no escuchaba, y ahora, con tono bajo y grave, saludaba
muy gentilmente. Aquel hombre robusto y elegante abrazaba
paternalmente a mi hijo y hasta regalos le traía.
–Vengo a buscarlos; he comprendido que mi actitud debe cambiar con
relación a ustedes. Mi vida sin ti no tiene sentido.
Era fácil convencerme; cualquier cosa que me hubiese dicho, yo la
hubiera aceptado, pues quería volver a la ciudad. Partimos en dos días, y
llegamos nuevamente a la casa. La misma cara decepcionante de Fidelina;
las mismas palabras hirientes que caían sobre mi cuerpo para aplastarme;
la pasividad de mi marido, que no hacía nada por protegerme. Yo quería
comprar algo para independizarme y le entregué mis ahorros a Julio para
este fin.
Albergaba la idea de poder vivir sola, pero todo quedó en ideas, la
realidad era otra; mi dinero había sido malgastado por Julio en cosas
individuales y de uso personal, para mantener su imagen altanera,
quedando yo en la misma situación en La Habana: sin dinero, y a merced
de un ama de casa autoritaria y despiadada.
Él era un hombre de carácter difícil, de personalidad austera, rudo con su
madre, hasta yo lo reconocía. Discutía con ella cuando estaba en paz
conmigo, y viceversa; nadie lo podría cambiar. Llega ahora un momento
crucial en nuestras vidas: Julio es llamado a cumplir misión
internacionalista en un país africano. Ahora formo un mundo de ilusiones
en torno a este viaje, pienso en otras perspectivas, podría ser este paso el
primer escalón que representara prosperidad para mi familia. Después de
este viaje quizás podría vivir con ellos en una casa; abracé esta idea y me
sentí regocijada. Nuevamente se abrían otras esperanzas, mis
sentimientos de familia se veían calzados, apartados de esas cosas que
me hacían daño. Ahora era un poco más feliz aunque me quedaba a
37

merced de Fidelina; era una situación difícil, pero soportable, minimizado


por la idea del regreso de Julio con nuevas miras.
En esta ausencia mis pensamientos se reorganizaron, y puedo decir que
estuve más tranquila. Yo podía dormir y pensar apaciblemente sobre mi
vida. Soñaba con cosas agradables, pese a las dificultades con Fidelina.
Todas las noches, al cerrarse la puerta del cuarto sentía un recóndito alivio,
tenía la impresión de poder iniciar prontamente una nueva vida. Acudían
entonces a mi memoria vivencias del pasado lejano y reciente.
Una noche comparaba cuántas escenas había tenido, y recordé la
inauguración de Coppelia, centro expendedor de deliciosos helados, en
pleno corazón del Vedado, una zona en que la noche se vive con intensa
alegría de juventud. ¡Cuántos sabores exquisitos pensé tomar! Julio leía la
carta:
–Mira, tiene ensalada, copa Lolita, cake a la moda, tres gracias. Y de
sabores, chocolate, rizado de chocolate, fresa, naranja-piña, malta, ¿qué
vas a pedir?
Yo había oído a alguien decir que venía en una canoa, y le dije:
–Quiero una canoa, sin pensarlo.
Un nombre familiar. Pensé en las canoas del río de El Caney de las
Mercedes, ¿cuánto helado me podrían poner en una canoa? Él pidió una
ensalada de sabores. Mi canoa, por suerte, distaba mucho de ser la que
imaginé, una nueva experiencia como guajira en La Habana.
En estos momentos, estaban sentadas las bases para poder encaminar
mi futuro. Julio en Angola no me dominaba como cuando estaba a mi lado.
Fidelina controlando como de costumbre; decidí entonces trabajar en la
calle; quería abrirme paso en este mundo, y para triunfar no podemos
dejarnos vencer aunque el mundo quiera aplastarnos.
Comencé entonces en un taller de confecciones, saben ustedes que yo
tenía nociones de costura. Esta vida laboral transcurrió sin problemas. Mi
hijo estaba en el círculo infantil. Las familias de los internacionalistas eran
atendidas por organizaciones políticas del centro de trabajo y las
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organizaciones de masa de la cuadra, las que estaban al tanto de nuestras


vidas, adónde nos dirigíamos, qué hacíamos, con quién nos reuníamos, si
necesitábamos algo, si alguien se enfermaba.
Mi vida se mantenía igual; salía de paseo con el niño. Íbamos a parques
de diversiones, al Zoológico, y a otros centros de recreación. Transcurrido
un año, Julio llega de vacaciones y el reencuentro fue agradable y con una
sensación no experimentada antes, pero todo se nubló en nuestras vidas
como un rayo en un cielo despejado: aquella mujer del CDR que me
fiscalizaba, le informó a Julio que yo había cometido adulterio; sólo Dios y
yo sabemos que no era cierto.
Un hombre de sus características no podía admitir tal insinuación, y este
planteamiento comenzó a desencadenar una ola de violencia, a un extremo
tal, que me maltrató sin escuchar mis palabras, me amenazó y me repitió
varias veces que a su regreso definitivo me echaría de la casa si aún
permanecía allí. Se derrumbó el altar de ilusiones que mis pensamientos
habían construido para nosotros. Mi cerebro sólo elucubraba tormentas, no
sabía por qué siempre había alguna angustia que me atormentaba; la
suerte no me acompañaba. La única felicidad con la que contaba era mi
hijo, que crecía sano y vigoroso, y cada una de sus sonrisas me hacían
cobrar vida, pero ya alguien quería despojarme de esta dicha.
Llegaron cartas de Julio.
–Si dudé de tu fidelidad en algún momento, es por lo que siempre te he
querido, disculpa mi ira. Mi pasión es enfermiza, y siento idolatría por ti. Te
agradezco infinitamente la dedicación que muestras hacia mi hijo.
Las verificaciones sobre mi conducta que había realizado la comisión
eran favorables con relación a mí: no adulterio. Me mantuve en el taller y
las tareas laborales me iban bien, yo pensaba diferente y actuaba con
mayor cordura, ya era independiente y sabía defenderme; todo lo que me
parecía hostil y sospechoso lo rechazaba.
Los presagios no se cumplieron. De los temores quiméricos paso a la
realidad del temor. Regresa definitivamente el doctor Julio Rodríguez a
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nuestra vida en común. Este final de misión alegra mis pensamientos. El


reencuentro, matizado con sentimientos y llantos de alegría, duró muy
poco, tanto, que comenzaron nuevamente las discusiones en nuestras
vidas; la decepción cobraba fuerzas; la incertidumbre nuevamente me
estremecía. Con la fuerza que impone el desamparo, partí con mi hijo a
vivir en la casa de una amiga, donde estuve pocas semanas; andaba de un
lado a otro con mi hijo. Caía la tarde; me senté en la acera y contemplé a
Julito largamente. La angustia no me dejaba pronunciar palabras, poco a
poco, y a medida que lo miraba, iba tranquilizándome, y recordaba la plena
posesión de libertad de mi vida.
Percibía claramente esta verdad, en el fondo de su vida, mientras él
viviese, mientras estuviera con él, no experimentaría ninguna necesidad ni
ningún temor más por él. Ni siquiera sentía frío después de haberme
despojado de mi chaqueta para cobijarlo.
Camino al trabajo, cabizbaja, necesitada y con gran incertidumbre, me
acerqué a un hombre vestido de verde, con característica elegancia, y
gentil. Me abordó, provocándome confianza, con aquel rostro serio, pero
noble. Hice notar mi recelo, pero mi necesidad de protección y apoyo, le
hicieron ganar terreno. Arturo Fernández, hombre de alto rango militar, me
pretendía. Vivía muy cerca del Parque Lenin, específicamente en El Trébol,
y allí me llevó a una casona grande y vieja donde residía su familia,
compuesta por una mamá de más de noventa años, y dos hijos
adolescentes. Pasamos muchas necesidades. Recuerdo que de los días de
la semana, cinco, teníamos como menú quimbombó. No tenía paciencia
para seguir manteniendo esta situación precaria de tipo hogareña, y
aprovechando la oportunidad que me brindó mi taller, me fui a vivir con el
niño al trabajo, dejando pasar los días hasta ver si mejoraba la situación;
confiaba en ello, confiaba en el gran poder de Dios, que me ayudaría a salir
adelante.
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CAPÍTULO VIII
LA CONDENA
Hemos visto a Julio de perfil. Ha llegado el momento de dar la vuelta
alrededor de este hombre y mirarlo por todas sus caras. Acababa de
cumplir los cuarenta años. Todo temblaba al sonido de su voz cuando
enfurecía; tenía mal carácter, se disgustaba con frecuencia. Además de
todo esto, hombre inteligente y astuto, era un bribón de género templado, lo
peor de la especie. Tenía algo en su mirada que nunca logré encontrar.
Ahora él mostraba sus garras tal como una fiera salvaje, quería a su hijo
consigo.
Para este entonces, y con el valor femenino de haber logrado cosas
hermosas en la vida, decido ir al Comité Central del Partido Comunista de
Cuba. Tras varios días, logro entrevistarme con el secretario del
Comandante en Jefe Fidel Castro.
–Mire, secretario, me han dicho que usted es Chomy, hombre justo y
consciente. Yo traigo aquí todas mis cartas del centro de trabajo, y tengo la
imperiosa necesidad de conseguir una vivienda para poder convivir
adecuadamente con mi hijo, que tiene ahora ocho años de edad.
Hablé rápidamente y de forma clara y precisa. Aquel hombre me
escuchaba con sobrada atención. Me brindó agua fría y café, lo que acepté
de buena gana. Inmediatamente, me conceden el derecho a vivir con mi
hijo en un albergue colectivo situado en la calle Flores, en Santos Suárez, y
quedó bien claro que en el municipio de mi residencia debían ofrecerme un
departamento para vivir lo más rápidamente posible. Yo tenía la dirección
de la casa de Julio en Luyanó.
Él representaba para mí un hombre raro e implacable que no me dejaba
avanzar. Lanzaba lenguas de fuego que querían destruirme; el corazón me
latía de forma acelerada siempre que me amenazaba. Era tarde, un pobre
sol de junio gastaba sus rayos en el horizonte; en aquel momento me dije
que bastaba ya de vagabundeos y sueños. Cayó al fin la noche con toda su
negrura.
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–Señora Nidia, usted está acusada de no tener condiciones para


mantener a su hijo bajo su tutela, y debe presentarse ante el tribunal.
No concebía lo que aquel hombre decía, no lo creía, obra y gracia de la
familia Rodríguez, que yo misma la elegí como tal.
–Santo Dios, no es posible tanta crueldad.
Confiaba en la Revolución. Sabía que no podía arrebatarme la guardia y
cuidado de mi hijo. Yo era una buena madre, y muy trabajadora; quería
lograr buenas cosas. Mi hijo asistía a la escuela y todo el que se
relacionaba con nosotros tenía buena opinión. Julio visitó el albergue y dijo
que me quitaría al niño. Me acosaba, me perseguía, alegando que el niño
no vivía en condiciones adecuadas. También conocí que habló con una
militar que atendía a menores, la cual le dijo que no me podía quitar al niño
a menos que tuviese un certificado en el que se plasmara que el niño tenía
trastornos de personalidad a causa de ser un inadaptado.
Comenzaron entonces mis visitas a la estación de policía, lugar que me
impresionaba. Allí sólo acudían los delincuentes o las personas de bajo
mundo con sus problemas. Me presenté en dos, tres, cinco oportunidades,
a causa de las acusaciones reiteradas del padre de mi hijo. Supe, además,
que aquella mujer que en una oportunidad me acusó como adúltera, era
ahora una de las testigos que llevaba Julio en ese malvado juego.
En ocasiones se me presentaba y me insultaba:
–Yo soy un profesional, soy un hombre importante e internacionalista, tú
no eres nadie, eres una bruta, no tienes nada. Finalmente lo tendré a mi
lado, te lo quitaré.
Esas palabras me hacían temblar. Y así acudí a tres visitas en el tribunal;
finalmente dictaminan que el niño se queda con su madre. Aparece al fin el
sol en todo su esplendor; cada vez me costaba más trabajo encontrar suelo
firme bajo mis pies, y evitaba a tientas los tantos huecos traicioneros.
Los días subsiguientes transcurrieron con zozobra y tensos; salíamos los
fines de semana. Pasábamos la mayor parte del tiempo conversando; le
contestaba todas las inocentes preguntas que pudieran ocurrírsele. Él se
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sentía feliz a mi lado, y yo me sentía feliz junto a él. Era lo único bueno y
sincero que había tenido en mi vida.
–Mamá, cuando yo sea un hombre no trabajarás más.
Me miró con un reto en lo profundo de sus ojos negros.
–Yo trabajaré para ti, para darte mucho dinero, y te llevaré a pasear todos
los días en un carro grande.
No pude evitar que las lágrimas asomaran a mi rostro, tampoco un
suspiro.
Levanté su cabecita con mi mano y le dije:
–Mi niño, el trabajo es necesario. Tú primero debes estudiar mucho y
tener las mejores notas del mundo, y ese será mi mayor regalo. Cuando tú
seas grande, yo aún estaré joven y trabajaremos los dos para tener
muchas cosas buenas.
–¿Muchos juguetes, mamá?
–De todo, Julito: juguetes, bicicleta, cariño, dicha, amor, te lo prometo. Tu
mamá te lo promete, y lo cumplirá.
Regresamos por la tarde a nuestra gran mansión colectiva, y rendidos
por el cansancio dormimos durante toda la noche. No sentí las voces ni el
andar de quienes no dormían temprano; ni siquiera las luces encendidas,
que en otras noches me desvelaban.
Amanece un nuevo día, que para mí fue una sombra. La sombra es como
un abismo cuando se está en una pesadilla. Otra acusación: aquel hombre
con cara de luna llena y ojos de sapo, me estaba citando nuevamente, con
una naturalidad extraordinaria.
Aún no había tomado la cartera para el trabajo, y hube de cambiar el
rumbo. Ahora, nuevamente, hacia la estación de policía. No sentí temor,
pero sí fastidio. Qué molestias me causaba Julio, que quería aplastarme
con su rudeza y su fuerza implacable. No es menos cierto que me
molestaba y me hacía sentir como una imbécil impotente ante su
prepotencia característica. Fui en esta oportunidad resueltamente, y con
deseos de darle frente al problema para terminar con aquella desagradable
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situación. Nuevamente, mis datos personales y los del niño, mi situación


social, laboral, el salario, y con voz muy sobria el entrevistador añadió:
–Ya puede marcharse, y espere citación para el juicio.
Los días continuaron implacables y el miedo me vencía. Ya no tenía
fuerzas para defenderme, pero albergaba la esperanza de que este sería
similar a los otros juicios, provocado por la mezquina maldad del padre de
mi hijo.
Acude al albergue una mujer con un papel en la mano.
–Nidia Acosta Castillo.
–Sí, soy yo.
Llegó lo que había esperado con ansiedad.
–Está citada para un juicio en el tribunal de 10 de Octubre dentro de diez
días. Firme aquí la constancia de la citación, por favor.
Nerviosa como de costumbre, al pensar en estos procesos, plasmé la
firma en el papel que me tendió. Leí: “Debe comparecer con fecha 20 de
marzo a las nueve de la mañana”.
Casi todas las ventanas de la sala del tribunal estaban cerradas, sin duda
por la inveterada costumbre, a pesar del día caluroso y de la gente que se
agolpaba en el recinto. El juez. Nunca supe su nombre, se enjugaba
continuamente la frente, pero no se le ocurría ordenar que ventilasen la
sala. El aire viciado pronto se hizo sentir. Los presentes empezaron a notar
incomodidad y me di cuenta de que no prestaban atención al desarrollo del
juicio.
En esta oportunidad había testigos: en primer lugar, aquella mujer que en
otras ocasiones había prestado declaraciones en mi contra. Apareció el
dichoso certificado médico que diagnosticaba a Julito como hiperquinético
a causa de inestabilidad social; además, había un test psicológico que
reflejaba trastornos de personalidad. Se me hizo saber que yo era la única
responsable. ¿Pero de qué forma, y en ese momento, yo podía demostrar
todo lo contrario? Sí era cierto que el niño, desde que nació, residió en
varios lugares, pero siempre a mi lado. También sufrió la incompatibilidad
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de caracteres entre su padre y yo. Sintió la rudeza de una familia que me


maltrató, pero a mi lado estaba protegido; era lo único hermoso, sano y
dulce, que yo había tenido en este mundo.
No contaba con recursos económicos para contratar un abogado
defensor, ni pensé que era necesario; no pude hacer valer mis derechos,
aunque se me situaba un abogado de oficio.
–Juro ante la ley, pronunció la fiscal, que con razón y buena fe juzgaré y
dictaminaré sinceramente a la procesada compareciente ante el tribunal a
mi cargo y que pronunciaré un veredicto justo de acuerdo con las pruebas
presentadas. Tenemos pruebas directas y positivas de todo lo que hemos
sostenido hasta aquí, señores, concluyó enérgicamente. No se trata de
hipótesis ni de simples referencias, sino de hechos. Los jurados se
agitaron complacidos y adoptaron posturas cómodas, en las que creían
iban a descansar por el momento.
Se levantaba ante mí una montaña contra la que no podía luchar sola;
siempre he confiado en que Dios me proteja y sé que no me abandonará.
Ante mí, un jurado vestido de negro, con sus grandes togas negras y
miradas inquisidoras; a mi lado, Julio con sus testigos, uno a uno.
Continuaba leyendo aquel manuscrito interminable.
–Julio Rodríguez García, quien hace la reclamación de su hijo, es un
hombre de ley y de prestigio bien reconocido dentro y fuera del país. Ha
salvado muchas vidas humanas. Es un hombre dedicado al bien de los
demás; ejemplo y muestra de ello es su trayectoria, de la que damos fe.
Este tribunal decide que la procesada debe permanecer en prisión hasta el
esclarecimiento de los hechos y pruebas presentadas en su contra.
–¡Dios mío, no, no puede ser! Sucederme esto, susurré sollozando.
Julio estaba complacido, sonreía, había triunfado. Con odio ciego me
abalancé sobre él y quise golpearlo. Tomaría la justicia por mis manos. Me
sentí acorralada. Nunca lo hubiese esperado.
La secretaria, que ya hacía no sé cuánto rato había dejado de teclear, se
me acercó y me acompañó hasta la patrulla. Me llevaron a una celda donde
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había otras dos mujeres. Todavía no comprendía lo que había sucedido, y


abría los ojos así de grandes, buscando una persona que me ayudara en
esos momentos. Fue una noche espantosa, increíble, como una pesadilla.
¡Cuánto desaliento! No sabía hasta cuándo duraría esta tormentosa guerra.
Nadie me maltrataba ahora, pero era una tortura psicológica. Sentí deseos
de gritar, de cerrar los ojos, dormir y no despertar nunca más. Nadie se fijó
en mí. Era una más entre las que tenían problemas con la justicia.
Caminé en el aire hasta un rincón, me dejé caer en el suelo, y ahí
permanecí todo el tiempo, no sé cuánto. Comencé a rememorar cuántas
cosas tristes habían lacerado mi vida, y si bien había jurado no recordar mi
pasado, allí estaba implacable, como diciéndome: “Tú no eres nadie, sólo
una tonta, más en este mundo inundado de mentiras. “
¿Cómo iba a creerme yo que había crecido en un monte de espinas?
¿Era mi pasado quien me habría hecho daño? Quizás, y no tenía
conciencia de ello. Llegaron a mi mente muchos recuerdos, los más tristes
e hirientes de mi existencia, como las personas que agonizan antes de
llegar a la muerte. Recordé aquellas duras escenas de mi padre
maltratando a mi madre cuando yo era una niña. Llegaron vivencias reales
de los juegos de dominó en el portal de la casa; los amigos desagradables
de mi padre, que día a día visitaban mi casa para beber y gritar y jugar
hasta la noche. Uno de ellos, un viejo regordete y de barba sucia, que me
sentaba en sus piernas, y que con su asquerosa mano comenzaba a
tocarme los genitales durante todo el tiempo del juego. Yo me dejaba,
porque me gustaba que lo hiciera, hasta que el sueño me rendía en los
brazos de aquel monstruo con mal aliento, sudor y olor a tabaco.
Pasaron también por mi mente las noches de infelicidad en la escuela de
corte y costura, la tristeza de vivir allí, en aquella casa tan linda y limpia de
Miramar. Las noches de lujuria en los montes, cuando me entregaba a
aquel hombre que me triplicaba la edad. Los tristes momentos de las
muertes de mis hijos al nacer. Todo se mezclaba en mi memoria, hasta el
hombre que me había hecho llegar a estos momentos. El destino ha
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querido maltratarme en todas sus facetas. Yo no he sido mala, ¿y por qué


sufrir de esta forma? Ni siquiera me ha dado el valor para el suicidio.
A decir verdad, no dormí en toda la noche y ahora me sentía destruida. Al
amanecer, y después de haber meditado durante la noche, levanté la
cabeza para fijar la mirada en el pasillo, por donde paseaba de vez en
cuando una mujer alta y fuerte, de pelo entrecano y ojos avispados, que
dejaba caer sus tacones fuertemente en el piso como una tortura. Ahora se
acercaba a mí.
–Usted puede salir, venga conmigo.
Me condujeron a una oficina donde ya un policía me esperaba. Me tomó
del brazo y me condujo hasta el patio, donde había un carro cerrado con
pequeñas ventanillas enrejadas, todo pintado de verde oscuro. ¡Qué
sensación de claustrofobia!
–¿Para dónde me llevan?, pregunté.
–Para la prisión de mujeres.
–No, no, ¿ustedes están jugando, verdad? Yo no tengo delito alguno. Eso
es una equivocación.
Me detuve en el andar, pero me condujeron. No se pronunciaron otras
palabras. Ya estaba en camino a mi próximo destino.
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Tabla de Contenidos

Capítulo I: La elegida
Capítulo II: La inadaptada
Capítulo III: Retorno a la raíz
Capítulo IV: Eros y maternidad
Capítulo V: Regreso a la ciudad
Capítulo VI: El destino es cruel
Capítulo VII: Un hijo deseado
Capítulo VIII: La condena
Capítulo IX: La celda
Capítulo X: Un nuevo puesto de trabajo
Capítulo XI: Las nuevas amistades
Capítulo XII: La decepción
Capítulo XIII: Regreso a la génesis
Capítulo XIV: El encuentro
Capítulo XV: Perspectivas
Capítulo XVI: La prosperidad
Capítulo XVII: La promesa
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Rememorar los acontecimientos definitores de nuestras vidas,


resulta a veces un ejercicio azás doloroso. Algunas veces, esa
experiencia puede ser desgarradora, como en esta ocasión
sucede.
Encontrados sentimientos y estados de ánimo van
conformando todo un carácter desde el llanto lastimero hasta
la ambición estimuladora, y de sujeto sin rostro a plenamente
identificado con su dura realidad, las vivencias aquí narradas,
recrean descarnadamente la discriminación de la mujer, así
como la autosuperación de severos escollos en tal sentido, a
fuerza de vencer muy graves desafíos aun en medio de un
auténtico proceso reivindicador. A reflexionar sobre vida de
mujeres hacia el siglo XXI, con sus debilidades y fortalezas,
nos invitan estas páginas.

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