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La Escultura Neoclasica a comienzos del siglo XIX

La escultura tuvo un especial protagonismo en la vida artística del siglo XIX por motivos prácticos tanto como
estéticos. Los escultores neoclásicos pudieron copiar con mayor fidelidad que los pintores los modelos antiguos,
porque la mayoría de los originales (o copias romanas de los originales griegos) sobrevivieron gracias a la
naturaleza inalterable de la piedra (en bronce se conservaron muy pocas piezas).En lo estético, la recuperación de
antiguas formas griegas para expresar ideas contemporáneas procedía de la creencia, generalizada en el siglo
XVIII, de que en las obras de la Antigüedad residían los más altos valores de excelencia y virtud. Se creía que los
griegos habían tomado el arte de los asirios y egipcios en una forma primitiva y carente de finalidad, y que le
habían infundido sentido y alma, creando así la suprema realización escultórica del hombre. “Lo dotaron de
heroísmo, majestad y belleza”, escribió un crítico contemporáneo.

Los artistas del período, como reacción ante todo aquello que consideraban frívolo e irracional en el estilo rococó.
Quisieron imponer cualidades estéticas de veracidad, pureza y nobleza tal como aparecían ejemplificadas, según
creían, en las más bellas obras de la Antigüedad. Además, la recuperación de estas formas antiguas tenía también
una misión ética: purificar tanto a la sociedad como al arte. El escultor interpretaría las necesidades espirituales
del hombre, sus sentimientos más refinados, incluso sus más vagas aspiraciones, además de sus ideas sobre la
belleza moral e intelectual. En la expresión de las más nobles aspiraciones del hombre, se combinaban los
elementos del “sentido” (lo real) y del “alma” (ideal). No todas las obras de arte que perseguían estos objetivos
lograban un equilibrio armónico (no necesariamente estricto) entre lo espiritual y lo sensual, pero las creaciones de
mayor calidad consiguieron una fusión entre lo real y lo ideal donde ambos aspectos se reforzaban entre sí y
ninguno dominaba al otro.

La figura humana se consideraba la más noble de las formas, porque era la encarnación de la más grande
creación de Dios, el alma humana Los teóricos de estética de la época sostenían que el medio más apropiado
para representar la figura era la escultura. La estatua desnuda en mármol era una expresión escultural del alma
humana, y escultura antigua, por su calma, permanencia y uniformidad de tono se consideraba un modelo especial
mente idóneo para expresar los valores espirituales y materiales que guiaban a la sociedad del siglo XIX, según
ella misma creía. (Los artistas neoclásicos ignoraban o no comprendían totalmente la turbulencia y el conflicto
expresados en los mitos griegos). El mármol, orgánicamente puro, permanente y libre de elementos extraños, se
consideraba el medio más apropiado para la expresión de lo ideal. El metal resultaba adecuado para los cacharros
de cocina, pero demasiado común y vulgar para la escultura; y la madera, con su color y sus fibras, era un medio
inaceptable para la estatuaria ideal. El mármol al menos el mármol que utilizaban los escultores, se llamaba el
“medio monótono”, porque su granulado imperceptible, su suave textura y su color neutro no desviaban la atención
de las curvas, líneas y ondulaciones de la forma. El espectador no se distraía con las imperfecciones de la
superficie que podrían asociarse con corrupción y decadencia. Se admiraba también, y esto puede parecer
contradictorio para la mentalidad del siglo XX, los ricos y variados efectos de superficie y las texturas que podía
conseguir un escultor para sugerir la carne humana.

Poco les importaba, ni siquiera a los protectores de las artes más reconocidos y a los críticos, que los griegos
colorearan sus esculturas, y que por tanto la “uniformidad de tono” que ellos encontraban tan atractiva fuera
argueológicamente incorrecta. De hecho, esto reforzó el papel original e innovador del artista moderno, que creaba
una escultura contemporánea, adecuada a su época y a sus condiciones. En otras palabras, el escultor se
inspiraba en el arte de la Antigüedad, pero no se limitaba a realizar copias serviles de las estatuas antiguas,
aunque a veces se le haya acusado de esto.

A los escultores que coloreaban sus estatuas se les acusaba de imitar demasiado las figuras de cera de Madame
Tissaud; sin embargo, los efectos coloristas producidos manipulando la iluminación y el medio ambiente no
ofendían las propiedades del “medio monótono”. De hecho, el mármol con la luz inapropiada se consideraba fallo
de expresión. (…)La luz comunicaba a la figura, que también era rotativa para comodidad del espectador, una
sensación de carne animada.

Los escultores insistían en que el color de las paredes de la habitación en la que se exponían sus esculturas debía
ser canela o marrón oscuro, para reflejar sobre la superficie del mármol un color parecido a la carne. La luz debía
ser suave y difuminada y no proyectar sombras lineales -las líneas angulosas, al crear formas geométricas,
chocarían con las formas orgánicas de la figura y del rostro humanos; la luz de gas iba bien porque animaba la
superficie. Para la figura de pie o el retrato, la luz debía ser lo bastante alta para que la sombra proyectada por la
nariz acabara justamente en el vértice del labio superior, permitiendo ver la boca a plena luz y no eclipsada por la
sombra. El famoso traslado de algunas esculturas de la Acrópolis de Atenas a Londres en 1806 por Thomas
Bruce, el séptimo conde de Elgin (las esculturas se llaman actualmente “mármoles de Elgin”), aumentó el interés
del siglo por la escultura griega. Estas piezas, pertenecientes a un período anterior al Apolo de Belvedere, eran
más comedidas, característica que influyó en los principales escultores neoclásicos de la época.

Donald Martin Reynolds.- El Siglo XIX:- Ed.-. Gustavo Gili. Barcelona 1985. Págs. 32-47

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