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Consejos a un príncipe

El pensamiento político de don Juan Manuel

Por Emiliano Ruiz Parra

Introducción

Don Juan Manuel habla hoy

Nos separan 700 años. En su mundo apenas se descubría el uso agrícola de la rueda; se

pensaba que el universo era finito, iluminado y musical; el comercio era un oficio de

aventureros condenado por la Iglesia; no había estados nacionales sino príncipes

feudales que gobernaban en nombre de Dios, y el cristianismo y el islam libraban una

guerra santa en la península ibérica. En ese mundo tan diferente al actual el escritor

castellano don Juan Manuel fue, sin embargo, un hombre moderno, un adelantado del

siglo XIV tanto como un contemporáneo del siglo XXI.

Su talento abarcó todos los saberes de la época, pero su genio lo vertió en la

literatura. Su principal descubrimiento literario fue la individualidad porque su obra recogió

el conjunto de tradiciones, preocupaciones y anhelos de clase y de su época, pero los

transformó en signos literarios propios.

La modernidad de don Juan Manuel fue fundamentalmente estética y, particularmente,

narrativa. En el Libro de los enxiemplos del conde Lucanor et de Patronio integró la

tradición cuentística oriental y la actualizó a su época y a sus intereses de hombre de

Estado. Entrar a su literatura es encontrarse con el presente reflejado en el pasado. Sus

personajes son universales porque entendió los deseos y las necesidades esenciales de

los hombres. De él se puede afirmar lo mismo que dijo Samuel Johnson de Shakespeare:

“ha representado a la naturaleza humana no sólo tal y como se comporta en situaciones


reales, sino como lo haría en circunstancias a las que en rigor no puede ser expuesta”

(Johnson, p. 14).

Pero entender al hombre no es suficiente para el arte, se requiere también de un

talento formal que don Juan Manuel dominó. Su literatura es rápida, exacta, visible y

múltiple. Algunos de sus cuentos son, como le gustaba a Horacio Quiroga, novelas

depuradas de ripios, porque la economía es una seña de identidad de su obra: emplea

sólo los conflictos, personajes, diálogos y descripciones imprescindibles. En el Libro de

los enxiemplos del Conde Lucanor e de Patronio resplandece una veintena de relatos

brillantes donde actúa el hombre frente a sus pasiones; en donde la preocupación de

instruir está armonizada con el deseo de narrar y de proveer de placer al lector.

La universalidad de los exempla1 de don Juan Manuel se debe a sus virtudes

literarias: como dice Baltasar Gracián, el Conde Lucanor es “siempre agradable, aunque

siete veces se le lea”. Pero don Juan Manuel se vio a sí mismo, además, como un

pensador político preocupado por la instrucción de sus iguales, los príncipes y reyes del

feudalismo medieval. Concibió a su libro como un volumen práctico, un sumario para el

gobierno cuya envoltura pedagógica fuera la tradición de los exempla que recibió de los

predicadores dominicos, sus aliados en la defensa de la sociedad de su época.

Se ha dedicado una amplia bibliografía al análisis de la forma en El conde Lucanor.

Los especialistas (María Rosa Lida de Malkiel, José Manuel Blecua, Fernando Gómez

Redondo, por mencionar sólo a tres) nos han dado ya las fuentes del escritor castellano y

han descifrado sus procedimientos literarios. En este ensayo la búsqueda es

complementaria: El libro de los enxiemplos del conde Lucanor e de Patronio, el mejor libro

de relatos de la Edad Media castellana es, a la vez, un libro político, un tratado en clave
1
Graciela Cándano Fierro define al exemplum como “un texto que ilustra o revela algo que, si es
saludable o edificante, tiende a convencer o a ser imitado, y si es malo tiende a ser repudiado […]
desde un punto de vista amplio, se determina que en exemplum puede ser un relato, advertencia,
alegoría, anécdota, cuento piadoso, descripción, fábula, hagiografía, leyenda, milagro o parábola”
(Cándano 2000, pp 23 y 33). En este ensayo se usan el singular exemplum y el plural exempla del
latín. Don Juan Manuel habla de enxiemplos, la voz en castellano medieval.

2
narrativa para enseñar a gobernar. A pesar de ello, sabemos poco de su visión del poder.

A la luz de los más de siete siglos que nos separan de don Juan Manuel (1282) es preciso

preguntarse, ¿cuál era el pensamiento político del escritor castellano? y, mejor aún, ¿qué

le puede decir ese pensamiento al siglo XXI? Esas preguntas, sin embargo, sería ocioso

responderlas si no es a la luz de su arte como narrador. Si él mismo eligió el exemplum –

que no es otra cosa que la forma medieval del cuento moderno– para enseñar el arte del

gobierno, su ideología2 debe ser descifrada bajo esa misma óptica: de qué manera sus

excepcionales herramientas de escritor se emplearon en la construcción de un gozoso

libro de relatos breves que es paralelamente un manual para el hombre de Estado.

Desde las primeras líneas del prólogo general a sus obras (ubicado también en el

Libro de los enxiemplos), don Juan Manuel declara que su interés es la conservación del

linaje, la riqueza y el estamento: “este libro fizo don Johan, fijo del muy noble infante don

Manuel, deseando que los omnes fiziessen en este mundo tales obras que les fuessen

aprovechosas de las onras e de las faziendas e de sus estados, e fuessen más allegados

a la carrera porque pudiessen salvar las almas” (don Juan Manuel 1987, p. 69). Y en el

razonamiento que hace a don Jaime de Jérica, su protector, en la segunda parte del libro,

habla no sólo del aprovechamiento, sino de la conservación de la honra y el estado:

“fablaré en este libro en las cosas que yo entiendo que los omnes se pueden aprovechar

2
Es necesario precisar ideología, porque su conceptualización definirá el camino para esta lectura
de El conde Lucanor: Luis Villoro dedicó un libro, llamado justamente El concepto de ideología, a
aclarar su sentido: afirma que las creencias compartidas por un grupo social son ideológicas si y
sólo si “no están suficientemente fundadas o justificadas; es decir, el conjunto de enunciados que
las expresan no se funda en razones objetivamente suficientes; y cumplen la función social de
promover el poder político de un grupo; es decir, la aceptación de los enunciados en que se
expresan esas creencias favorece el logro o la conservación del poder de ese grupo” (Villoro, p.
27). “La ideología”, continúa el pensador, “consiste en una forma de ocultamiento en que los
intereses y preferencias propios de un grupo social se disfrazan, al hacerse pasar por intereses y
valores universales, y se vuelven así aceptables para todos. Una creencia puede cumplir una
función de dominio si es aceptada por otros como justificada; su aceptación engendra la
disposición a comportarse de determinada manera… pero una creencia injustificada sólo puede ser
aceptada por otros en la medida en que se presente como si estuviera justificada”. (Villoro, p. 34,
subrayados en el original).

3
para salvamiento de las almas et aprovechamiento de sus cuerpos et mantenimiento de

sus onras et de sus estados” (don Juan Manuel 1987, p. 313, subrayado mío).

Don Juan Manuel fue un gobernante en un momento de crisis política, social y

económica. El grupo al que pertenecía, la nobleza principesca, se encontraba sometido a

diversas presiones. La primera, y de enorme importancia política, era la gradual e

inevitable concentración del poder a favor del rey y en detrimento del príncipe feudal,

como llama el historiador francés Henri Pirenne a los grandes señores del Medievo;

cuanto más ganaba el monarca tanto más perdían los príncipes, hasta entonces

acostumbrados a gobernar con mínimos controles. En el terreno económico surgía un

grupo nuevo, nebuloso todavía en España pero cada vez más visible en reinos como

Venecia: el comerciante aventurero, definido así por el historiador francés, un grupo

emergente que concentraba riqueza. Y además los nobles feudales enfrentaban las

primeras huelgas de los campesinos pobres. En el campo religioso se añadía la influencia

de las órdenes mendicantes, que criticaban la acumulación de poder y dinero del Papa y

del clero y atraían a sectores tanto populares como nobiliarios a la vida de pobreza y

penitencia.

Don Juan Manuel asume, también desde el prólogo general, su intención de hacer

teoría para la vida práctica. Afirma que “puso en él los enxiemplos más aprovechosos que

él sopo de las cosas que acaesçieron, porque los omnes puedan fazer esto que dicho es.

Et sería maravilla si de qualquier cosa que acaezca a qualquier omne, non fallare en este

libro su semejança que acaesçió a otro” (don Juan Manuel, 1987, p. 69). Su libro, dice,

tratará de “las cosas que acaesçieron”: afirma así que sus exempla se obtuvieron de la

realidad y no de la imaginación; “porque los omnes puedan fazer esto que dicho es”, tanto

así que sería muy sorprendente (“et sería maravilla”) que en cualquier hecho que le ocurra

a cualquier hombre no encuentre una situación análoga en el Libro de los enxiemplos.

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La ideología de don Juan Manuel, por lo tanto, representa el pensamiento de un grupo

que se ve amenazado y pretende a toda costa conservar sus privilegios. La circunstancia

histórica medieval la reviste de una cubierta retórica: la búsqueda de la perfección, la

salvación del alma, la reconquista cristiana, pero su verdadera personalidad era la

afirmación de los dominadores de su sociedad. En ese camino don Juan Manuel castiga

la moral, la Verdad y el Bien, y exalta la mentira, la teatralidad y el terrorismo.

El interés instructivo lo llevó a escribir exempla, un tipo de texto breve con una

intención didáctica. Hoy leemos a don Juan Manuel en el oficio que desempeñó mejor: el

de magnífico cuentista, el contador de historias breves que dan placer. Su necesidad de

enseñar y su conciencia de escritor lo condujeron a la escritura de relatos que fundieron

una antigua tradición oriental (y también latina, aunque en menor medida) en piezas de

intención ideológica.

La lectura que propongo es esencialmente política porque don Juan Manuel está

defendiendo un modelo de sociedad y sus exempla ofrecen lecciones para la

conservación de esa sociedad en donde él estaba del lado de los poderosos. Ésta es una

visión desde la perspectiva del poder, partiendo de que un grupo dominante dedicará sus

energías y elaborará una ideología para mantener sus privilegios. Y, finalmente, es una

interpretación que se limita al Libro de Patronio (es decir, a la primera de las cinco parte

que componen el Libro de los enxiemplos del conde Lucanor e de Patronio) porque eso

permite un ejercicio más pleno de crítica literaria. El exemplum tiene en don Juan Manuel

(como en los frailes dominicos, sus contemporáneos) una función práctica y por eso se

excluyen las partes segunda, tercera, cuarta y quinta, en los cuales el autor deja del lado

el exemplum y cultiva el “hablar oscuro” a través de otros géneros.

Al hacer una interpretación política de sus cuentos se requiere una lectura de sus

procedimientos literarios: se debe hacer un análisis de sus tramas y sus personajes, de

las palabras que eligió para describir una escena, de la forma como resolvió los conflictos

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narrativos; se hace, así, un análisis del signo desde una perspectiva política. Diversas

escuelas críticas explican las obras por sí mismas; entienden la literatura como un

proceso de creación ajeno a su época y a su comunidad y, en ocasiones, poco vinculado

a su autor. No es el caso de este trabajo y, si hay una obra que requiera como pocas una

lectura histórica, es la de don Juan Manuel, quien plasmó, a lo largo de sus libros, su

autobiografía intelectual de aristócrata venido a menos. Escribió para enseñar

determinadas lecciones y enviar mensajes específicos, y siempre tuvo en mente a sus

lectores, que eran los miembros de su clase. En el Libro de los estados, por ejemplo, don

Juan Manuel aparece como autor, personaje y lector de sus obras; en el Libro de los

enxiemplos remata cada uno de sus relatos con la fórmula “et porque don Iohan tovo este

por buen exienplo, fízolo escribir en este libro et fizo estos viessos que dizen así”, en

donde se revela como un receptor y glosador de sus cuentos, tal como apunta Gómez

Redondo, quien advierte acerca de la literatura medieval:

Una obra adquiere una forma (oral o escrita) cuando es requerida por un público, no
porque un autor desee dejar constancia de su capacidad creadora. Se compone y se
escribe sólo aquello que ha de cantarse y ha de leerse ante un auditorio, que a la vez debe
incorporarse, de forma activa, a ese marco de configuración lingüística, de cohesión
conceptual que se le brinda… En este singular proceso de comunicación, el polo más
activo corresponde al receptor, siendo el autor un mero intérprete de ese universo de
valores al que se le tiene que dar una forma textual (Gómez Redondo 1998, p. 10).

Este ensayo se inicia con un perfil del Adelantado de Murcia. Continúa con la crítica

de su ideología política de acuerdo con sus exempla (a través de tópicos con la

“conservación del poder”, “la moral ambigua” o “la verdad engañosa”). En ello, difiere de

Gómez Redondo, para quien los relatos del Libro de los enxiemplos son de escasa

importancia en el análisis: “No se puede, pues, interpretar el libro desde los núcleos

(exempla) narrativos: en ese nivel alegórico sólo puede percibirse la habilidad dialéctica

de Patronio en las proposiciones de realidades que no son la realidad, pero que iluminan

su interpretación” (Gómez Redondo 1998, p. 1179). El académico español limita su

lectura a lo que llama la “introducción” y “aplicación” del exemplum, las partes en donde

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dialogan el conde Lucanor y Patronio. Por el contrario, yo sostengo que es en los

“núcleos”, como él los llama, en donde se aclara el pensamiento del escritor, en donde

residen sus principales ideas, y en donde se encuentra además su talento literario.

Este estudio analiza los exempla y los agrupa de acuerdo con sus intenciones

ideológicas o con la circunstancia histórica y política que reflejan. No va en orden del 1 al

51 ni los reúne por clasificaciones formales como “cuentos de animales”, “cuentos de

burladores burlados”, o “cuentos de estructura piramidal”; por el contrario, se elige un

tópico político como “la conservación del poder” y se analiza un conjunto de relatos, por lo

que el análisis puede saltar del exemplum 3 al 35 y volver al 24, pues lo orienta la

búsqueda de los rasgos ideológicos, que quedaron diseminados en diferentes lugares del

libro; por eso también hay exempla que quedaron fuera. A manera de epílogo se incluye

una breve reflexión sobre la poética y el estilo en El conde Lucanor.

Se trabajó con dos ediciones anotadas de El libro de los enxiemplos del conde

Lucanor e de Patronio, las de José Manuel Blecua y Alfonso I. Sotelo, con los sellos de

Castalia y Cátedra, respectivamente, que se identifican por el año de su última edición

(2000 y 1987). Con el propósito de hacer más amena la lectura, la mayoría de las citas se

trasladaron al español moderno. Sin embargo, algunas se conservaron en castellano

antiguo para reflejar la precisión prosística de don Juan Manuel. En este trabajo mi

propósito fue indagar lo que, desde el punto de vista político, don Juan Manuel puede

decirle al siglo XXI, y mi deseo es que el lector esté de acuerdo conmigo en que don Juan

Manuel habla hoy.

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Un príncipe repudiado

Perfil biográfico y contexto histórico3

Don Juan Manuel (Escalona, 5 de mayo de 1282-Córdoba, 1349) fue el castellano más

destacado de su tiempo y el hombre que resumió las contradicciones de la España del

siglo XIV: defendió el cristianismo y postuló la guerra santa contra el islam como el mejor

camino para la salvación del alma, pero ofreció ser vasallo del rey moro en busca de

apoyo militar y económico; en su vida política caminó siempre en el filo de la navaja, pero

en su obra promovió una actitud conservadora, más inclinada a mantener que a

incrementar el poder; defendió en sus libros la fama y el amor al pueblo, pero fue un

gobernante repudiado, que se tuvo que imponer a sus súbditos por medio de las armas;

quiso ser rey y no lo logró porque estaba fuera de la línea de sucesión, y en cambio se

dedicó a apuntalar a una clase social destinada a desaparecer: el príncipe de la

aristocracia feudal.

Era un devoto cristiano cuya preocupación literaria se centró en el camino para ganar

el cielo, pero nunca dudó en afirmar, tanto en su vida como en su obra, que la obligación

de los hombres de gobierno estaba primero en mantener su estado e incrementar su

hacienda. Se asumió pecador y lo fue cada día. No vaciló en matar e impulsar pillajes y

saqueos; soberbio, insultó a sus aliados y familiares, sin importarle que fueran arzobispos

o dignatarios eclesiales; iracundo, lanzó a uno de sus opositores de la torre de un castillo

cuando éste se negó a respaldarlo; envidioso, le hirió ver a sus primos y sobrinos

sucederse en el trono mientras él debía conformarse con la gobernación de un territorio

árido y periférico, e inventó la leyenda de que su estirpe estaba destinada a vengar a

3
Para la elaboración de este capítulo, los datos biográficos se obtuvieron del completísimo estudio
de Andrés Giménez Soler, Don Juan Manuel, biografía y estudio crítico, Academia española, 1932;
mientras que los datos históricos se deben a la Historia de Europa, desde las invasiones hasta el
siglo XVI, de Henri Pirenne, La civilización del occidente medieval, de Jacques Le Goff, y se
consultó también el estudio sobre don Juan Manuel de Fernando Gómez Redondo en la Historia
de la prosa medieval castellana y la introducción de Robert Brian Tate e Ian Macpherson a El libro
de los estados.

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Jesucristo; avaro, buscó un tercer matrimonio para financiar una guerra de honor, y

ejerció también la gula, pues cuando ya había recobrado sus cargos y había

incrementado su riqueza, quiso multiplicarla vendiéndole su hija al rey de Castilla. No se

le puede acusar de lujurioso ni siquiera por haber desposado a su mujer cuando ella tenía

12 años y él 32, pues era costumbre de la época; ni de perezoso, porque cosechó cada

día como si tuviera 40 y no 24 horas.

Huérfano de padre a los dos años y de madre a los ocho, fue un niño mimado por los

ayos de la corte del rey Sancho IV. Le dieron la razón en todo, pero también lo enseñaron

a moderarse en el vino y la comida, a tener el sueño ligero para escapar de las

emboscadas, a amar la historia y preservar la cultura. No fue mejor ni peor que sus

iguales, los aristócratas peninsulares que se disputaban la tierra con sangre, aunque sí

padeció una traición mayúscula: un rey le pidió la mano de su hija para despreciarla

después y mantenerla como rehén en el alcázar de un castillo. Pero a todos sus enemigos

los venció en la escritura. Si la prosa española se fundó en la corte de su tío el rey Sabio,

don Juan Manuel la llevó a un esplendor que recuperaría 200 años después en la época

de oro. En la literatura tuvo genio y vengó ahí su vanidad y las afrentas padecidas. Fue

rescatado en los siglos de oro, admirado por Gracián, Lope y Cervantes, idealizado en el

siglo XIX como el modelo del caballero español, vituperado por su rebeldía en la mitad del

XX y reconocido como el primer español con plena conciencia de escritor.

Tú vengarás la muerte de Jesucristo

La reina Beatriz casi nunca se acordaba de sus sueños. Envidiaba a las damas de su

corte que, al amanecer, contaban historias largas y detalladas de lo que habían vivido

durante la noche. Si un ruido la despertaba de repente, era capaz de retener imágenes

durante unos segundos pero se le escapaban como murciélagos en la oscuridad. Cuando

estaba embarazada, sin embargo, los sueños la asaltaban no como escenas maravillosas

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sino como presentimientos perturbadores que se apresuraba a contar a su esposo, el rey

Fernando III, a quien llamaban el Santo porque escuchaba los mensajes de Dios y obraba

milagros en su nombre.

Una mañana de 1234, la reina Beatriz despertó después de un sueño intranquilo y

corrió a contárselo al rey. Estaba embarazada de un varón que sería llamado Manuel.

–Soñé que por este hijo que llevo en el cuerpo y por su linaje será vengada la muerte

de Jesucristo –le dijo ella.

El rey Fernando III meditó sobre la premonición de la reina. En ese momento la misma

preocupación los ensombrecía a los dos: el hijo por nacer, destinado a vengar la muerte

de Jesucristo, no sería rey. Dios no lo había puesto en la línea de sucesión de la corona

de Castilla por ser el último de los hijos del rey santo.

–¿Te das cuenta –respondió por fin el rey– que este sueño que te ha bendecido esta

noche es contrario al que tuviste cuando estabas encinta de Alfonso?

Alfonso sí estaba destinado al trono. Y no habría de pasar a la historia como vengador

de Jesucristo, sino como el rey Sabio que reunió en su corte a los eruditos árabes,

cristianos y judíos, y que fundaría la prosa castellana con obras como la General e gran

estoria y la Estoria de España.

–Para mientes en el niño que nacerá y ruega a Dios que lo enderece a su servicio –

agregó el rey. Un obispo que conoció el sueño sugirió que llevara por nombre Manuel

porque significa “Dios con nosotros”.

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Sesenta años después de aquel sueño, el heredero de ese linaje destinado a vengar a

Jesucristo se encontraba frente al lecho de un rey moribundo. Juan Manuel, hijo de don

Manuel, tenía 12 años cuando acudió a despedirse de su primo, el rey Sancho IV, una

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mañana de septiembre de 1294. Aunque era muy joven, Juan Manuel ostentaba ya el

cargo de Adelantado de Murcia4, que había heredado de su padre.

El rey lo llamó a su lecho para expresarle sus remordimientos de conciencia.

–Me ves morir ante ti y no me puedes socorrer. Tú estás vivo y sano y ves cómo me

matan frente a ti y no me puedes defender. Esta muerte que muero no es de dolencia,

sino es muerte que me dan mis pecados, y llega especialmente por la maldición de mis

padres.

Años después don Juan Manuel le contará la escena a su hijo:

“Y diciendo esto le dio una tos tan fuerte y sin poder echar aquello que arrancaba de

su pecho, que dos veces lo dimos por muerto; uno, por como lo vimos que estaba, y

también por las palabras que me decía bien puedes entender el quebranto y el duelo que

teníamos en los corazones”.

–Juan Manuel, ruega por mí, porque mi pecado está en tal manera que mi alma se

avergüenza frente a Dios. Pierdes en mí a tu rey y señor, y a tu primo hermano que te crió

y que te amaba verdaderamente.

Don Sancho se disculpó ante su protegido porque no podía darle su bendición:

–No te la puedo dar a ti ni a ninguno porque nadie puede dar lo que carece. No te

puedo dar mi bendición porque no la tengo a causa de mis pecados. Mi padre me maldijo

en vida muchas veces, y en lugar de bendición me echó sus maldiciones cuando moría.

También mi madre, que está viva, me maldijo muchas veces, sé que me maldice ahora y

sé que me maldecirá a su muerte.

–Y aunque me hubieran querido dar su bendición –continuó el moribundo– no podrían

porque no la heredaron de su padre ni de su madre. Porque el Santo rey don Fernando,

mi abuelo, no le dio su bendición al rey, mi padre (Alfonso X el Sabio) sino guardando

condiciones de las que no cumplió ninguna.


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El Adelantado era el gobernador de un territorio con poderes civiles y militares en los reinos que
tenían frontera con los moros.

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En esas dos escenas sustentaba don Juan Manuel su sentimiento de supremacía

dinástica, espiritual y aun moral sobre la familia reinante de Castilla. Mientras el linaje de

su padre estaba destinado a vengar la muerte de Jesucristo, la rama de su hermano

mayor, de Alfonso X, estaba maldita y carecía incluso de la bendición del rey Santo.

Hay que aclarar, sin embargo, que es don Juan Manuel la fuente de ambas historias:

“oí que cuando la reina doña Beatriz, mi abuela, estaba encinta de mi padre, que soñara

que por aquella criatura y por su linaje había de ser vengada la muerte de Jesucristo, y oí

decir que le dijera el rey que le parecía este sueño muy contrario al que soñara cuando

estaba embarazada del rey don Alfonso…”, le cuenta a su hijo Fernando Manuel en el

Libro de las armas (Giménez Soler, p. 5).

La educación de príncipe

A los cinco años se iniciaron sus lecciones de latín, equitación y cacería. Sus ayos lo

despertaban los lunes de madrugada a oír misa y después lo llevaban a montar. Lo

vestían con ropa muy pesada, no sólo para protegerlo del frío, sino para acostumbrarlo a

la carga de las armas: en la mano derecha portaba una lanza, mientras en la izquierda se

posaba el halcón, y llevaba una espada ceñida a la cintura, para enseñar los brazos al

peso del escudo y de la espada que portaría siendo caballero. Desde niño le enseñaron a

espolear el caballo para que le perdiera el miedo a los grandes saltos. Durante las noches

que dormía en el bosque procuraban que la cama no siempre fuera cómoda y bien hecha,

y en medio de la madrugada hacían grandes ruidos para aligerar su sueño y despertar en

medio de una emboscada.

El resto de los días, después de comer y descansar, la lección se dedicaba a conjugar

los verbos, declinar los sustantivos y traducir proverbios. El martes se daba por entero a la

lección de latín. Los días se alternaban, uno de caballería y otro de estudio. El sábado

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repasaba las lecciones de toda la semana, y los domingos descansaba por completo de la

cacería y de la gramática, pero lo despertaban muy temprano para la eucaristía y para

montar un rato antes de comer. Ese día debía convivir con sus vasallos después de una

siesta. Nunca le daban vino antes de los alimentos y, aun cuando le estaba permitido, se

lo rebajaban con la mitad de agua. Tan pronto aprendió a leer y hablar latín, se le infundió

el amor por las crónicas históricas y por los hechos de los grandes hombres.

A pesar del rigor, don Juan Manuel fue un niño mimado: “los hijos de los infantes no

son tan bien criados como debiera, porque los crían para darles placer, y se esfuerzan en

halagarlos, consentirles cuanto quieren y loarles cuanto hacen. Les dan a entender que

porque son muy honrados y de alta sangre, se ha de hacer lo que ellos quieran sin que se

esfuercen mucho por ello. Y en esto son engañados, porque en mal punto fue nacido el

hombre que quiso valer más por las obras de su linaje que por las suyas” 5, se quejaría

después.

Su educación de príncipe la completó la Orden de Predicadores, fundada por Santo

Domingo de Guzmán, que tenía a su cargo la Inquisición, el aparato policiaco del Papa.

Ortodoxos, guardianes de la fe, los dominicos se convirtieron en los capellanes de la

aristocracia (fray Ramón Masquefa llegaría a ser canciller de don Juan Manuel) y sus

aliados en la defensa del orden establecido, y se especializaron en perseguir a las

corrientes místicas que abundaban en la Edad Media.

Las órdenes mendicantes se habían lanzado a una vida de pobreza y predicación que

cuestionaba a la sociedad feudal y a la figura opulenta e imperial del Pontífice. A fin de

contrarrestarlos, los dominicos recurrieron a una herramienta inédita de propaganda que

importaron de Oriente: las colecciones de exempla, los relatos ejemplares que daban una

5
Don Juan Manuel aporta datos de su educación en el Libro de los estados, en los capítulos 67 y
85. Julio, el consejero cristiano del libro, detalla cómo deben ser educados los infantes, siempre de
acuerdo con las recomendaciones que le hizo su amigo don Johan: “et dígovos que me dixo don
Johan, aquel mío amigo, que en esta guisa [le] criara su madre en quanto fue viva, et después que
ella finó, que así lo fizieron los que lo criaron” (don Juan Manuel, Estados, p. 201).

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lección moral y al mismo tiempo reivindicaban a la sociedad establecida. Éste será

también el género elegido por don Juan Manuel para El libro de los enxiemplos del conde

Lucanor e de Patronio, y sus fuentes serían los mismos relatos orientales de los frailes

dominicos.

El Infante don Manuel, padre de don Juan Manuel, como ya se ha dicho, murió cuando

su heredero tenía dos años, y su madre, Beatriz de Saboya, cuando el niño tenía ocho;

don Juan Manuel se preciaba de que había sido amamantado por su madre y por una

infanzona. Su crianza se completó en la corte de su primo, el rey don Sancho IV el Bravo.

A los 12 años el rey Sancho lo mandó a “tener frontera” contra los moros de Granada,

que invadieron Murcia: “Tuvieron muy buena andanza mis vasallos con mi pendón,

porque vencieron a un hombre muy honrado, Iazan Abenbucar Abenzayén, del linaje de

los reyes moros, y traía consigo mil caballeros. A mí mis vasallos me dejaron en Murcia

porque no se atrevieron a meterme en tan gran peligro porque era muy mozo”, relataría

después don Juan Manuel (Giménez Soler, p. 3).

Los infantes de la Cerda y la crisis española

Después de la muerte de Sancho IV el Bravo, ocurrida pocos meses después de la

entrevista con su primo, España se sumergió en una crisis política que duraría toda la vida

de don Juan Manuel, que fue testigo, y frecuentemente protagonista, de las alianzas y

guerras entre los reinos cristianos de Castilla, Aragón y el reino moro de Granada.

Fernando de la Cerda era el primogénito y sucesor al trono de Alfonso X el Sabio,

pero había muerto en vida de su padre. La costumbre avalaba ambas soluciones: que el

trono lo heredase el segundo hijo del rey, don Sancho IV, o bien que pasara verticalmente

al hijo de don Fernando de la Cerda. Esta disputa dinástica sirvió a las familias

aristócratas de España para formar dos partidos y disputarse el poder. El Infante don

Manuel y su hijo, don Juan Manuel, se mantuvieron fieles a Sancho IV; el rey Alfonso III

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de Aragón, en el otro grupo, reconoció como legítimo heredero en Castilla a Alfonso de la

Cerda y lo protegió en su palacio.

En pago, el infante de la Cerda le cedió a Alfonso III de Aragón el territorio de Murcia,

el mismo que don Juan Manuel había heredado de su padre. El sucesor del trono de

Aragón, Jaime II, volvió a reconocer al De la Cerda como el legítimo heredero al trono, y

éste lo ratificó como señor del reino de Murcia.

De sus propiedades, la que más estimaba don Juan Manuel era Peñafiel por estar

situada en Castilla, pero de sus villas la más próspera y la que le reportaba mayores

rentas era Elche, enclavada precisamente en Murcia. Débil para oponer una resistencia

considerable, don Juan Manuel vio caer su castillo de Alicante y aceptó perder la

jurisdicción de Adelantado pero a cambio exigió mantener la propiedad, y como tampoco

le fue concedido, después de un chantaje consiguió que le dieran Alarcón a cambio de

Elche.

A la muerte de Sancho IV los partidarios de Alfonso de la Cerda volvieron a reclamar

para éste el trono de Castilla. El hijo de Sancho IV, Fernando IV, no podía sentirse firme

en el trono: por un viejo pleito familiar, sus padres no habían solemnizado debidamente su

matrimonio. Sin embargo, la astucia de su madre, la reina María de Molina, consiguió

estabilizar el reino y aun integrar un ejército que marchara a la recuperación de Murcia,

con don Juan Manuel entre sus caballeros. Pero su avance fue tan lento que el reino de

Aragón tuvo tiempo de organizar su defensa e incluso de poner sobre aviso al rey moro

por si la incursión pretendía entrar a sus terrenos.

En diciembre de 1301 murió su primera esposa, la infanta Isabel de Mallorca. Con

pocas recompensas de su fidelidad a Castilla, don Juan Manuel aprovechó la ocasión

para dar el más temprano bandazo de su vida política. El 9 de abril de 1303 se alió a

Jaime II de Aragón y al partido que promovía a Alfonso de la Cerda. El futuro escritor se

desnaturó del rey de Castilla y reconoció como su señor a Jaime II, quien se comprometía

15
a devolverle Murcia y defenderlo de cualquier amenaza de Castilla. La alianza se reafirmó

con el pacto matrimonial entre don Juan Manuel y la infanta Constanza de Aragón, hija de

Jaime II.

En 1304, un tratado entre Castilla y Aragón zanjó el conflicto de Murcia. Se reconocía

a don Juan Manuel como el Adelantado de un reino cuya jurisdicción quedaba en territorio

castellano. A sus 22 años, cuando se resolvió el conflicto, don Juan Manuel ya había

participado en dos guerras, había sido despojado y restituido en el adelantamiento de

Murcia, había desconocido a su rey, era viudo y había pactado su segunda boda con una

niña de cinco años.

Un príncipe repudiado

Cada vez que don Juan Manuel recuperaba el adelantamiento de Murcia eran los

murcianos los primeros en protestar. El hombre que tanto se preocupó en sus obras por la

fama del príncipe y el aprecio de sus gentes, se ganó en la vida la enemistad de su

pueblo, una enemistad que se convirtió en “verdadero odio a su Adelantado”, como la

define Andrés Giménez Soler, su mejor biógrafo. Don Juan Manuel era un gobernante

déspota, vengativo con sus opositores, habituado a desterrar a sus enemigos, privar a los

concejos de las rentas y despojar a sus vasallos. Desde Castilla se tuvieron que organizar

diversas ofensivas contra los murcianos para imponer a su Adelantado, como ocurrió en

1316:

En septiembre renacieron las controversias con don Pedro acerca del Adelantamiento de
Murcia, que don Juan Manuel persistía en volverlo a tener; el infante, para mostrarle su
buen deseo, declaró guerra a los reacios murcianos y ordenó al propio don Juan y a los
concejos vecinos que los robaran y mataran dondequiera que los hallasen, y ni estas
terribles órdenes los redujeron; en diciembre volvió a rogar el rey de Aragón al concejo de
Murcia que quisieran poner fin a situación tan anormal, y que venía de lejos, pero Gonzalo
García, que era el enviado, fracasó ahora como antes”, (Giménez Soler, p. 61).

El territorio islámico de Murcia se había sometido en 1243, pero su reconquista

definitiva la obtuvo Jaime I de Aragón apenas en 1266, 16 años antes del nacimiento de

16
don Juan Manuel. Era un territorio nuevo en manos cristianas. Por ser fronterizo, era

vulnerable a las incursiones de los moros y estaba situado entre las pugnas de los reinos

de Castilla y Aragón. Sus adelantados castellanos eran además una imposición de los

arreglos entre los reyes, porque sus primeros pobladores cristianos eran en su mayoría

catalanes y aragoneses, alentados a establecerse por el reino de Aragón.

Murcia era un territorio pobre dentro de una economía basada en la renta de la tierra:

la suya era la más árida de España y una de las más secas de Europa. El Infante don

Manuel la recibió por ser hijo menor de Fernando III el Santo, conocido como el rey San

Fernando, y la heredó a su muerte, en 1284, a don Juan Manuel.

En el siglo XIII prevalecía en la mayor parte de Europa un sistema feudal

caracterizado por la disgregación del Estado, como explica Pirenne. En el papel existía un

Estado monárquico, pero en la realidad el poder recaía en una nueva clase de magnates

que acaparaba la renta de la tierra, cobraba impuestos, emitía moneda, disponía de una

burocracia de funcionarios calcada de la corte real y proveía de defensa militar a sus

vasallos. Este funcionario, Adelantado en el caso de don Juan Manuel, ejercía en nombre

del rey, pero en su provecho individual, el papel de juez supremo, jefe militar y

recaudador, atribuciones que lo convertían en un “pequeño soberano local”, como añade

el historiador francés.

“Todo esto se consigue entre violencias y perfidias inauditas… Cada uno busca su

prosperidad en detrimento de su vecino y cualquier arma le parece legítima. La pasión de

la tierra domina a todos estos señores feudales, y como no hay nadie que se oponga, se

atacan unos a otros con toda la brutalidad de sus instintos”, dice Pirenne (1942, 111).

El rey reina pero no gobierna, y sin embargo la institución monárquica sobrevive

porque prevalece en los aristócratas un sentimiento de unidad del Estado, agrega

Pirenne. La reconquista española acendraba este sentimiento en torno de la figura del

rey, quien disponía de la autoridad moral para convocar a los grandes a las batallas

17
contra los moros –pertrechados en el poderoso reino de Granada– y también frente a las

invasiones de ejércitos islámicos del norte de África que atacaban España de vez en

cuando.

Don Juan Manuel perdió el Adelantamiento de Murcia primero en 1295, cuando el rey

Jaime II de Aragón la reivindicó dentro de sus dominios, y lo recuperó en 1303; fue

echado nuevamente en 1316, cuando se lo quitó el infante Don Pedro, para recobrarlo al

poco tiempo contra la voluntad de los murcianos, quienes nombraron a Berenguer de

Puigmoltó su caudillo contra el Adelantado, después de que éste los amenazara con

declararles la guerra; el rey Alfonso XI le retiró el cargo, se lo restituyó, se lo volvió a

quitar, y finalmente lo restableció en 1329 con la condición de que no lo ejerciera él, sino

su hijo Fernando Manuel.

El cautiverio de Constanza

Un destino trágico persiguió a las Constanzas de la familia Manuel. Entregadas a sus

esposos cuando eran niñas, una de ellas, Constanza de Aragón, esposa de don Juan

Manuel, murió de tuberculosis, despreciada por su marido porque se marchitaban en la

infancia sus hijos varones, y Constanza Manuel, a quien se le había ofrecido ser reina, fue

en cambio rehén de su prometido, que la repudió y la mantuvo cautiva en el alcázar de un

castillo.

El primer matrimonio de don Juan Manuel, con la infanta Isabel de Mallorca, lo había

pactado el rey Sancho IV. Pero sus dos sucesivas uniones las concertó el propio

Adelantado de Murcia con propósitos políticos claros. En la negociación de su segundo

enlace, con Constanza de Aragón, recuperaba sus posesiones en Murcia, obtenía cinco

mil marcas de plata y el compromiso de que Aragón le repusiera las rentas que cobraba

en la corte de Castilla si ésta le retiraba el subsidio que tenía derecho como integrante de

la familia real; de paso afianzaba una relación con la familia reinante que lo habría

18
proteger en sus enemistades con Castilla. El Adelantado se comprometía a mantener a la

niña en el castillo de Villena, y no “hacerle fuerza” hasta que cumpliera 12 años.

El 7 de septiembre de 1311 murió Fernando IV, después de una agonía que

aprovecharon los nobles de Castilla para provocar una crisis y disputarse el poder. Don

Juan Manuel pugnó por la regencia, pero su apoyo político no fue suficiente, y los infantes

don Pedro y don Juan maniobraron con habilidad, falsearon voluntades de las Cortes y

constituyeron un triunvirato con María de Molina, la abuela del rey.

El regente don Pedro se apuró a romper los compromisos que había establecido con

don Juan Manuel a cambio de su apoyo. Lo respaldó tibiamente contra los rebeldes

murcianos, no le dio cargo alguno en la corte ni el dinero que le había prometido. Sin

embargo el Adelantado no se quedó con los brazos cruzados y tomó rehenes y promovió

pillajes a las tierras del infante para exigir el cumplimiento de sus obligaciones.

Audaz y afortunado, don Juan Manuel aprovechó la oportunidad que le dieron la

suerte y la lumpenización de la caballería cristiana. En 1319 los regentes don Pedro y don

Juan marcharon hacia Granada en lance de reconquista; el éxito de la campaña les

permitió acampar frente a la Alhambra sin que los moros opusieran resistencia, pero no

pasaron de ahí y sus hombres sucumbieron al cansancio. En la retirada se mandó a los

mejores caballeros al frente del ejército, y atrás se relegó a “los que habían perdido el

sentimiento reconquistador y no habían visto moros en su vida y desconocían sus mañas

y sus modos de combatir”, como dice Giménez Soler (pp. 64 y 65).

Las tropas del moro Osmín los hostigaron hasta desbaratarlos. La ansiedad le produjo

al infante don Juan un ataque de apoplejía que lo mató al instante. La desbandada

sembró el pánico en los de la vanguardia, y a pesar de que don Pedro quiso reunirlos, sus

esfuerzos fueron inútiles, y un ataque similar lo fulminó en el campo de batalla. Giménez

Soler atribuye la estrepitosa derrota al hábito de los ejércitos cristianos de conservar el

19
botín ganado antes de defenderse; cada uno de los soldados se preocupó no más que por

escaparse con lo que llevaba.

Con la regencia vacante, don Juan Manuel se apresuró a formar un partido que lo

apoyara en sus pretensiones a la regencia de Castilla. Atrajo a los concejos de Cuenca y

Albacete, coptó al obispo de Ávila y apoyó una sublevación democratizadora en Córdoba,

cuyos habitantes pretendían nombrar por sí mismos a sus alcaldes y al alguacil de la

ciudad.

Las suyas eran las intrigas corrientes de la época. Pero el acto que revelaría su falta

de escrúpulos ocurrió en 1321. Don Juan Manuel acudió con don Diego García a pedir el

apoyo de las cortes de Toledo a su candidatura:

Ni las súplicas ni las amenazas torcieron la voluntad de García, dispuesto a no reconocer a


don Juan por tutor, y airado éste y tremendamente indignado, cometió una de las más
feroces acciones de su historia, haciendo matar a García dentro del alcázar y lanzando
después su cadáver a la calle desde lo más alto de una torre.
Para justificarse acusó al muerto de maquinaciones contra el rey, y añadiendo mal a
mal, prohibió que se le dieran honras al cuerpo, confiscó sus bienes y mandó poner presos,
llamándolos con engaños, a su mujer y a su hijo (Giménez Soler, p. 71).

Sus intrigas prosperaron y don Juan Manuel fue nombrado co-regente al lado de don

Felipe y don Juan el Tuerto, “tres reyezuelos –los llama Giménez Soler– cuya labor

reducíase a sostenerse en el poder, a perdonar y aun a sostener a sus amigos en sus

fechorías para enriquecerse mientras llegaba la mayoría de edad del rey Alfonso XI”.

Tras cuatro años bajo la autoridad de los regentes, Alfonso XI cumplió 15 y alcanzó la

edad legal para asumir el trono de Castilla. De inmediato prescindió de sus tutores, que se

habían convertido –principalmente los juanes– en los hombres más ricos y poderosos de

la península.

Al despedirlos de la corte, Alfonso XI se abstuvo de pedirles cuentas y les devolvió sus

oficios y sus cargos. Sin embargo, los juanes, resentidos e indignados, se unieron en una

alianza que les daba fuerza en su inminente enfrentamiento con el rey y la sellaron con

una promesa matrimonial: don Juan Manuel ofreció la mano de su hija, Constanza

20
Manuel, a su compañero ex regente don Juan el Tuerto, y la boda estuvo cerca de

solemnizarse.

Con un reino por recomponer, Alfonso XI encontró la manera de dividirlos. Sedujo a

don Juan Manuel al pedirle la mano de Constanza. A su futuro suegro le restableció

también la autoridad en Murcia y le sumó el adelantamiento de la frontera, con lo que el

ambicioso don Juan Manuel ostentó los dos cargos militares de mayor importancia en

Castilla.

Desde que tuvo conciencia de que no podría aspirar al trono a pesar de su sentimiento

de superioridad intelectual, dinástica y aun espiritual, don Juan Manuel vivió con “la

vanidad herida”, como escribió Lida de Malkiel, de ver cómo se sucedían sus primos, a

quienes consideraba inferiores: “don Juan Manuel no vio en el sucesor de Fernando IV un

heredero de las energías de su abuela doña María de Molina y de los instintos de su

abuelo Sancho el Bravo, sino un mozo ligero y tornadizo como su padre, pronto en

perdonar, fácil de someter y más dado al olvido que al castigo. Su error, acompañado de

su altivez característica, produjeron su ruina y aquella serie de disgustos que sólo cesaron

con su muerte”, describe Giménez Soler el exceso de confianza que invadió al Adelantado

de Murcia respecto al rey (p. 79). La solicitud de la mano de Constanza lo embriagó a tal

punto que se apuró a romper el acuerdo con Juan el Tuerto.

Ensoberbecido, creyendo que en adelante sería una suerte de regente vitalicio o rey

de facto en Castilla, se apuró a enemistarse con quienes no habían consentido sus

caprichos. A pesar de que Jaime II y la familia reinante de Aragón habían sido sus

protectores, don Juan Manuel se lanzó contra ellos. Le exigió encolerizado a Alfonso XI

que le retirara la cancillería de Castilla al arzobispo Juan de Aragón, su cuñado, con quien

mantenía un pleito de varios años porque el defenestrado Diego García era vasallo del

jerarca católico.

21
El 28 de noviembre de 1325 las cortes aprobaron el matrimonio del rey Alfonso XI y de

Constanza Manuel, que se tituló reina de Castilla. A don Juan Manuel le dieron de

rehenes el alcázar de Cuenca y los castillos de Huete y Lorca, y no se le pidió nada pues

entregaba a la niña. Fue la época dorada de su vida política, y aun se meció en los

cuernos de la luna cuando venció a Osmín, el 29 de agosto de 1326, el mismo caudillo

musulmán que había provocado la muerte de los anteriores regentes.

A partir de entonces se terminará su fortuna.

La dispensa papal, necesaria por ser Alfonso y Constanza parientes lejanos, tardó un

año en llegar. Antes de esta autorización, imprescindible para que el matrimonio se

solemnizara debidamente, el rey Alfonso XI mandó llamar a don Juan el Tuerto con

engaños y lo hizo matar. El asesinato encendió los temores de don Juan Manuel. Un año

después, en mayo de 1327, le enviaba cartas angustiosas a su suegro Jaime II de Aragón

y a su cuñado, el Arzobispo. Ya no tenía dudas de que Alfonso XI repudiaría a Constanza

para casarse con la hija del rey de Portugal, con quien tenía negociaciones demasiado

conocidas en la corte.

Primero muerto que deshonrado, escribiría años después respecto al rechazo a su

hija. Don Juan Manuel se desnaturó del rey y le declaró la guerra. El hombre que en sus

libros sostendría que el mejor medio para obtener la salvación del alma era la guerra

contra los moros, mandó cartas al rey musulmán de Granada, en donde le ofrecía

convertirse en su vasallo si le daba mil caballeros para enfrentarse a Alfonso XI. Estos

documentos, sin embargo, no llegaron a su destino. El mensajero fue interceptado por

partidarios del rey y le aplicaron el escarmiento de siempre: lo degollaron, pero antes le

cortaron los brazos y las piernas.

Constanza de Aragón, la esposa de don Juan Manuel, murió de tisis en agosto de

1327. Giménez Soler deduce que el matrimonio infantil fue la causa de su muerte:

“entregar a una niña de 12 años, aunque criada en nuestro clima levantino, pero

22
arrancándola a los cuidados maternos y a los juegos de la niñez a los seis años, fue una

brutalidad, aunque las costumbres lo permitieran y aun lo mandaran; aquella pobre niña,

encerrada y prisionera en el castillo de Villena, no pudo desarrollarse normalmente.

Consumar el matrimonio con ella cuando contaba sólo 12 años un hombre de 32, fue un

delito, aunque también las costumbres lo tolerasen y aun lo mandasen” (Giménez Soler,

p. 85). Con ella don Juan Manuel había tenido dos hijas, Constanza y Beatriz, y dos

varones que murieron en la niñez, dejándolo sin heredero.

La guerra entre don Juan Manuel y Alfonso XI se prolongó dos años, más larga que

las corrientes, porque don Juan había reunido los medios y las alianzas para sostenerse.

El método habitual de combate permitía lanzar ataques sin necesidad de mantener

ejércitos regulares, pues consistía en la “guerra guerreiada”, parecida a nuestra guerra de

guerrillas, en donde una pandilla de mercenarios entraba a las villas del enemigo a

destruir y a rapiñar su botín entre la población y se retiraba inmediatamente.

Esos dos años a Constanza se le mantuvo presa en el alcázar del castillo de Toro.

Durante algunos meses se le nombraba reina de Castilla, título merecido por la sanción

de las cortes y la venia del Papa, pero se le espetaba con burla y no con respeto. Estaba

en el limbo, rehén de un rey que la había usado para humillar a su padre.

Constanza Manuel se habría de enterar en cautiverio de la muerte de su madre,

Constanza de Aragón, y del tercer matrimonio de su padre, ahora con Blanca Núñez. Este

enlace le daba a don Juan Manuel una fuente de recursos frescos y de alianzas para

sostener la guerra contra su rey.

A Alfonso XI, sin embargo, perseverar en el frente abierto contra su ex regente

implicaba una costosa limitante a la guerra de reconquista, pues en tanto mantuviera

hostilidades con el rico hombre que disponía de caballeros, dinero y poderosos aliados,

una ofensiva contra los moros estaba destinada al fracaso. Esa fue la circunstancia que lo

llevó a proponerle una paz a su antiguo tutor.

23
Por medio del obispo de Oviedo, don Juan Manuel obtuvo un acuerdo satisfactorio: la

liberación de Constanza, la reposición de los adelantamientos de Murcia y la frontera y la

devolución de sus villas tomadas por las fuerzas del rey. El Adelantado se libró además

de pagar los costos de sus pillajes y sólo se obligaba a respaldar las campañas que

Alfonso XI emprendiera en Andalucía.

La mano de Constanza Manuel rodó un rato más entre los nobles de la península.

Alfonso XI pidió en secreto al nuevo rey de Aragón, Alfonso IV, que la casara con su

primogénito, pero fue rechazada. Don Juan Manuel promovió su enlace con el infante don

Fernando, también de Aragón, pero tampoco fue aceptado.

Una vez más la suerte le sonrió a don Juan Manuel. El rey Alfonso XI se había

aburrido de su esposa, la hija del rey de Portugal, relegándola de la corte, y había

preferido hacer vida conyugal con Leonor de Guzmán, con quien tuvo 10 hijos bastardos,

a quienes otorgó cargos y villas. Don Juan Manuel y el monarca de Portugal vieron la

oportunidad de vengarse de Alfonso XI y pactaron el enlace de Constanza con el

heredero a la corona portuguesa.

En 1337 obtuvo Constanza el permiso de Alfonso para salir del reino y solemnizar su

enlace. De su matrimonio nacería en 1345 Fernando I de Portugal, quien no sería el único

rey nieto de don Juan Manuel.

Muchos años después, su hija Juana se habría de casar en secreto con Enrique de

Trastámara, hijo bastardo de Alfonso XI y Leonor de Guzmán. Por su origen ilegítimo, a

su boda se opuso Fernando Manuel, Adelantado de Murcia, el único heredero varón de

don Juan Manuel, pero el enlace se realizó a pesar de su oposición.

Enrique de Trastámara mató en Montiel a su medio hermano Pedro I, sucesor legítimo

al trono, y se ciñó la corona en 1369. Su hijo Juan I, nieto de don Juan Manuel, reinó en

Castilla de 1379 a 1390. Cuando fue proclamado soberano de Castilla ya habían

transcurrido 31 años de la muerte de su abuelo.

24
El escritor

Destinado a perder la batalla política contra los reyes de Castilla, don Juan Manuel

ganó la guerra en la escritura. Labró todos los géneros de su época: fue historiador,

cuentista, tratadista, versificador, proverbista; escribió sobre la sociedad, la cacería, la

caballería y la salvación del alma. Su mérito residió, especialmente, en la búsqueda de la

individualidad, inédita en el siglo XIV. De la obra escrita no se esperaba personalidad,

sino funcionalidad; era una herramienta que perseguía fines como la pedagogía, la

construcción de identidad cristiana, la eficacia comunicativa, la formación de una cultura

en una lengua asequible al pueblo, la veneración a Jesucristo, a los santos y a la Virgen

María. Con todas estas características cumplió la obra de don Juan Manuel, que además

estuvo regida por una conciencia personal de autor. Su obra es una autobiografía

intelectual y, si bien se convirtió en un portavoz de la nobleza, el Adelantado de Murcia

supo trascender las determinaciones de su clase y postular un pensamiento ético y

político personal.

Formado en la corte de su primo Sancho IV, su primera obra de las que conservamos,

quizá no escrita sino dictada, fue la Crónica abreviada, una síntesis de la Estoria de

España de Alfonso X. Pero su obra creativa se inicia cuando se siente en la cima del

poder por la promesa del matrimonio de su Constanza con el rey Alfonso XI, y comienza

la escritura del Libro del cavallero y del escudero, que incluso pretende que se traslade al

latín.

En la redacción de este libro le sorprende la caída en desgracia por el repudio a

Constanza. En adelante sus obras se encontrarán, más cada vez, referencias

autobiográficas. Por ejemplo, en el Libro de la caza aparece como autor, narrador, lector y

personaje6. El clima de conspiraciones, traiciones y desconfianza que vivió don Juan


6
Si bien en 1329 obtuvo una paz ventajosa, en adelante no le queda más alternativa que
subyugarse al rey, quien, para recuperar su confianza, se hospeda dos veces en el castillo de

25
Manuel durante esos años lo plasmará en sus dos libros más importantes: el Libro de los

estados y el Libro de los enxiemplos del conde Lucanor et de Patronio. El primero lo

escribió entre 1327 y 1332, y en él “vertió sus peores amarguras y sus aislados

desconsuelos”, agrega Gómez Redondo. Al igual que el Libro del cavallero y del escudero

y Lucanor, el Libro de los estados está construido sobre el diálogo de dos personajes, en

este caso del sabio Julio y del infante Johas. Julio es don Juan Manuel, que hubiera

querido tener a un infante para educar como el del libro, prudente y caracterizado por usar

el entendimiento y la razón, agrega Gómez Redondo. En ese tratado don Juan Manuel

enseña los peligros para la salvación del alma a los que está expuesto cada estamento de

la sociedad. Julio demuestra que la vida en la Tierra está en función del más allá: integra

la fuente laica y la espiritual como base para cualquier comunidad política, como dice Ian

Macpherson: “el poder laico debe ordenarse hacia el poder espiritual del Papa, de modo

que la autoridad última permanezca en el papado” (Prólogo a Estados, p. 15). Aquí

también don Juan Manuel es autor, lector, receptor y personaje de su obra, pues Julio

permanentemente hace referencia a su amigo don Johan, de quien obtiene las lecciones

más valiosas.

La fecha de término de su obra literaria más ambiciosa, el Libro de los enxiemplos del

conde Lucanor et de Patronio, fue anotada con precisión por don Juan Manuel: 12 de

junio de 1335. Le seguirán el Libro enfenido, también dedicado a retratar la sociedad de

su tiempo, y el Libro de las armas, una colección de memorias dedicadas a su hijo

Fernando Manuel, en donde vuelve a la demostración de que su linaje era bendito, frente

a la maldición que pesaba sobre la casa reinante, valiéndose de una mezcla de leyendas

Peñafiel, y lo incorpora al frente de las tropas que ganan la batalla de Algeciras y toman El Salado,
las dos mayores victorias militares de su época frente al islam, pero el escritor no olvidará nunca el
repudio a su hija Constanza, que conllevaba el repudio a él mismo como suegro y consejero.
Derrotado en política y con escasos medios militares, el Adelantado de la frontera (que ya no de
Murcia) se limita a intrigar contra Alfonso XI en las cortes de Aragón y Portugal.

26
y de hechos verdaderos. Su último libro es el Tractado sobre la asunçión de María,

dedicado a la salvación del alma.

El éxito que gozó el Libro del conde Lucanor lo prueban los cinco manuscritos

medievales que conservamos, además de otros tres, ya perdidos, que usó Gonzalo

Argote de Molina para la primera edición de imprenta, hecha en Sevilla en 1575 (el resto

de su obra se conserva en un solo códice). Este erudito llevó a don Juan Manuel a los

siglos de oro y lo puso al alcance de Lope, Tirso, Cervantes, Quevedo y Baltasar Gracián,

que le dedica siete referencias elogiosas en la Agudeza y arte de ingenio. El sabio jesuita

lo define como “prosista claro, de ingeniosa atención… Este sabio príncipe puso la moral

enseñanza de la prudencia y de la sagacidad en algunas historias, parte verdaderas,

parte fingidas, y compuso aquel erudito, magistral y entretenido libro, titulado El conde

Lucanor, digno de la librería délfica… Trae muchos muy ingeniosos el excelentísimo

príncipe don Juan Manuel, en su nunca bien apreciado libro de El conde Lucanor, en que

redujo la filosofía moral a gustosísimos cuentos… Fue eminente en estas históricas

ficciones el sabio y prudente príncipe don Manuel en su libro de El conde Lucanor,

siempre agradable, aunque siete veces se le lea” (Gracián, pp. 25, 233 y 276 del tomo I, y

78 del tomo II).

El siglo XIX lo idealizó como figura castellana paradigmática. Antonio Benavides en su

edición del Libro de las armas, de 1870, dice que “fue el hombre más notable de su

siglo… su amor propio corría parejas con su desmedido talento; era indomable a todo

yugo, y apenas prestaba sumisión a humano respeto. Tenía por rival al rey, y aun en

ocasiones pretendía ser superior; abonaban tan altas pretensiones lo ilustre de su sangre,

lo claro de su ingenio y la excelencia de su vastísima ciencia” (Castro y Calvo, p. 17);

Gutiérrez de la Vega, en su prólogo al Libro de la caza, lo define como “gran militar, gran

político, gran filósofo, gran literato y gran caballero; como militar, es valiente y precavido;

como político, es astuto y mañoso; como filósofo, es clásico y cristiano; como literato, es

27
didáctico y simbólico; y en todos los conceptos es pacífico o turbulento; hombre de

gobierno o revolucionario; sesudo y pensativo o de impetuosa iniciativa; estudioso y

maduro o rápido improvisador; grave o ligero, es de una naturaleza múltiple, y dotado de

una moralidad que a veces interpreta y guía con los arranques de un corazón apasionado,

concluye por ser uno de los más ilustres maestros de la civilización española de la Edad

Media” (Castro y Calvo, p. 19).

En la década de 1950, sin embargo, el juicio había cambiado. En la España

absolutista y franquista Federico Sainz de Robles lo define, en 1957, como “enjuto,

nervioso, colérico y mordaz, con mirada zaina de conspirador y gesto torcido de rebelde

basilisco, que no tenía más fundamento para enrabiscarse que la necedad de decir no

cuando los demás se aferraban al que sí”. Le dice, sin aportar testimonios, esposo

violento y malhablado, infiel y vicioso, padrino de rebeldes, amigo del rey moro, incapaz

de lograr la amistad de Sancho IV, María de Molina y Alfonso XI: “a todos ellos les

presentó jugadas con mañas y con trucos. De todos ellos sacó la tajada y el coscorrón”,

aunque le reconoce que no ignoró nada de la ciencia y el arte, y que “todo lo enseñó con

una suave malicia, con un fondo de humorismo raras veces amargo. Todo lo explicó con

la soltura de un ser superior, para quien las cosas de este mundo no guardan secretos ni

valen la pena demasiado” (Nota preliminar en don Juan Manuel, El conde Lucanor y

Patronio, libro de los ejemplos, 1957, p. 11).

El escritor vio morir en 1345 a su hija Constanza; dispuso que su obra la resguardaran

los dominicos del monasterio de Peñafiel, construido por su iniciativa, en donde dejó una

copia revisada y autorizada, que sin embargo se perdió7. Murió en Córdoba a fines de

1348 o principios de 1349 con el cargo honorario de duque de Villena. En un retrato en la


7
Se conservan cinco códices de El libro de los enxiemplos del conde Lucanor e de Patronio,
identificados por las letras S, M, H, P y g. S, M y g los guarda la Biblioteca Nacional de Madrid; el H
se encuentra en la Academia de Historia, y el P en la Real Academia de la Lengua Española. Se
perdieron otros tres que usó Argote de Molina para su edición del siglo XVI. Las dos ediciones
consultadas en este estudio emplean el manuscrito S, por ser el más completo y el único que
contiene el resto de la obra conservada de don Juan Manuel, salvo la Crónica abreviada.

28
catedral de Murcia, de Bernabé de Módena, aparece de barba larga, cara afilada, rasgos

finos y ojos vivaces, “de hinojos está ante Santa Lucía. Y menos preocupado de su

arrepentimiento que de su postura –y apostura- ante la posteridad”, describe Sainz de

Robles. Dispuso que se le enterrara en el mismo monasterio de Peñafiel, de donde han

desaparecido el sepulcro y las cenizas. Don Juan Manuel cumplió con una de sus más

caras aspiraciones, que pone en boca de Fernán González en el exemplum 16 de

Lucanor: “Murió el hombre pero vive su nombre”.

29
La conservación del poder

Un ermitaño que ha entregado su vida a la penitencia tiene un capricho: quiere saber

quién será su compañero en el paraíso. Ante la insistencia, Dios le comunica que

compartirá un pedazo de cielo con el rey de Inglaterra, Ricardo Corazón de León, que,

como cualquier rey cristiano en época de cruzadas, es autor de campañas de genocidio y

destrucción cometidos con la espada que lleva la buena noticia de la llegada de Jesús

Nuestro Señor.

La revelación irrita al ermitaño porque Ricardo parecía el hombre más alejado de la

salvación. Dios le manda decir –siempre por medio de un ángel– que no se sorprenda,

porque más servicio le hiciera y más merecimientos tendría Ricardo con un solo salto en

el momento oportuno que el ermitaño con una vida de penitencia y buenas obras. El ángel

mensajero le cuenta que, un día de reconquista, Ricardo y los reyes de Francia y de

Navarra arribaron a un puerto musulmán y se toparon con un ejército de moros que los

sobrepasaba en número y fuerzas. Ricardo estaba consciente de que a lo largo de su

existencia había provocado pesares y enojos a Dios y se dio cuenta de que había llegado

el día de pagar sus faltas. Montado en su caballo, saltó a la mar. Las aguas lo cubrieron

hasta hacerlo desaparecer, pero la mano de Dios lo empujó a la superficie con todo y

bestia. La valentía del rey incitó a sus soldados, que abandonaron los barcos y se

lanzaron contra los infieles. Los moros, frente al arrojo de sus invasores, huyeron y

abandonaron a sus muertos en la playa.

Después de escuchar la historia, el anacoreta se enorgulleció de acompañar en el

paraíso a quien había hecho tan alto servicio a la fe católica.

Lo más relevante del relato, que cuenta Patronio en el exemplum 3 “del salto que fizo

el rey Richalte de Inglaterra en la mar contra los moros”, reside en la utilización de Dios

como portavoz de la ideología colonialista. El Señor prefiere a un asesino que lleva la cruz

30
por encima de un consagrado que escala peldaños espirituales empedrados de buenas

intenciones.

El novelista portugués José Saramago, premio Nobel 1998, recupera la utilización de

Dios como un emperador que pretende ensanchar sus dominios. En El evangelio según

Jesucristo Dios y el diablo confiesan a Jesús de Nazaret que deben sacrificarlo. Dios no

se conforma con ser el ídolo de un pueblo colonizado, el judío, con unos cuantos miles de

fieles y un territorio limitado a Palestina. La muerte del predicador nazareno, argumenta

su Padre, desencadenará la creación de la Iglesia, su alianza con el imperio romano y la

cristianización del mundo. El Creador dejará la marginalidad judía para enseñorearse en

los cinco continentes. El diablo sabe que adonde llegue la fe cristiana alcanzará también

su influencia parásita. De nada sirven las resistencias de Jesús, quien pedirá, mientras

muere en la cruz, misericordia para el Todopoderoso: “perdónenlo, no sabe lo que hace”.

Es positiva en don Juan Manuel la figura del Dios-emperador, que está dispuesto a

perdonar una vida de atrocidades a cambio de una audacia militar que amplíe sus

territorios. En El evangelio según Jesucristo el Dios-emperador no es ya una figura

complacida por la temeridad de sus guerreros, sino un sanguinario conquistador que

manda a su hijo al matadero a fin de multiplicar a los ingenuos que se arrodillarán ante sí.

Don Juan Manuel y Saramago construyen el mismo personaje literario. La diferencia de

seis siglos y medio, sin embargo, el tránsito por la secularización y el Siglo de la Luces

cambiará la valoración del Dios-emperador: aquel estandarte de la civilización cristiana en

la Edad Media le provoca náusea al escritor del siglo XXI8.

8
Henri Pirenne describe así la intolerancia de los españoles en la reconquista: “Guerra santa en
toda la extensión del vocablo, porque su fin no es la conversión, sino la matanza o la expulsión de
los infieles. No se encuentra en los españoles ningún rasgo de aquella tolerancia que le permite a
los súbditos católicos de los musulmanes, a los mozárabes, el libre ejercicio de su culto. Su
exclusivismo religioso es tan absoluto que no cede ni ante la abjuración, y los propios moriscos
(musulmanes bautizados) les inspiran una desconfianza insuperable. No basta con ser cristiano; es
preciso ser ‘cristiano viejo’, lo que equivale a decir ‘de vieja cepa española’, aunque la nacionalidad
venga a ser la demostración de la ortodoxia y aunque el sentimiento, confundiéndose con la fe, se
impregne de su intransigencia y de su ardor” (Henri Pirenne 1942, 358).

31
Pero no es Saramago el tema de este capítulo, sino el ideal de conservación política

de don Juan Manuel: la vocación del caballero castellano de defender su derecho de

clase de gobernar al resto de sus semejantes, de dominarlos por encima de cualquier

valor moral o ético, porque justamente su ética se basaba en la dominación, su

cristianismo tenía sentido si era colonizador y su moral le dictaba que cualquier costo

humano, pillaje, saqueo, mutilación y ultraje era necesario en aras del objetivo supremo

de conservar el poder.

Don Juan Manuel construye en sus relatos la moral del buen asesino, del correcto

embustero, del conspirador necesario: una incipiente moral para el hombre de Estado

español que se va a lanzar con la cruz a gobernar el mundo: primero a echar a los árabes

(y de paso a los judíos), luego a incursionar en el norte de África, para culminar la

experiencia colonizadora en la conquista de América.

El relato número tres de la colección de El Conde Lucanor, reseñado líneas arriba, es

de los pocos que describen una batalla militar. La inquietud política de don Juan Manuel

estaba más centrada en la burocracia cortesana. Las preocupaciones de Lucanor y las

sospechas de Patronio apuntan hacia los malos consejeros, los falsos amigos y las dobles

intenciones. Aunque fue un hombre de guerra, don Juan Manuel consumía su tiempo y

energías en batallas desarmadas: obtener aliados, sabotear las coaliciones opositoras,

buscarse matrimonios convenientes, concertar pactos y armisticios. Tuvo que pagar en

las trincheras el costo de sus errores diplomáticos.

El Conde Lucanor retrata su visión burocrática de la política, su convicción de que las

grandes batallas se ganaban en las intrigas de palacio con sus bajas artes: la

diseminación de rumores, la cizaña, los acuerdos en las tinieblas, las confabulaciones de

los malos contra las confabulaciones de los buenos. Las lecciones más inmediatas que

emanan de la colección se centran en la desconfianza del hombre de Estado respecto a

sus semejantes y sus consejeros.

32
El relato 22 “De lo que contesçió al león e al toro” es el mejor ejemplo de la visión

estamental de don Juan Manuel y de su “miedo a las clases peligrosas”, como llama el

historiador Immanuel Wallerstein a la reacción de los grupos dominantes contra la

conciencia de clase de los grupos dominados (véase Wallerstein 2003). Este exemplum

resume algunos rasgos del pensamiento del escritor castellano como integrante de la

nobleza: su creencia en el “derecho natural” de los más fuertes a dominar a los más

débiles, su defensa de la unidad de la clase opresiva, pese a las diferencias más

profundas, para someter al resto. La agudeza de don Juan Manuel lo llevó a descubrir

fenómenos que siglos después serían conceptualizados como la lucha de clases, la

conciencia de clase y la revolución. Veamos.

Se ha sembrado la desconfianza en Lucanor. Le han dicho que uno de sus amigos

más antiguos lo va a traicionar. El conde teme que ese hombre de confianza le haga

daño, pero lo que más miedo le da es que se inicie una creciente desconfianza que lo

lleve a perder una lucrativa amistad. De esa manera, Lucanor se responde a sí mismo: él

mismo infiere que el rumor pretende dividirlos. En estricto sentido, no haría falta la

recomendación de su consejero, que llega a la misma conclusión que su señor: debe

desoír la intriga de los falsos amigos que lo quieren debilitar al desavenirlo con su antiguo

aliado. Don Juan Manuel resalta esta conclusión en el dístico final: “Por falso dicho de

omne mintroso / non pierdas amigo aprovechoso”.

Sin embargo, la importancia de esta conclusión es menor frente a las enseñanzas que

se extraen del enxiemplo de Patronio desde el inicio del relato:

El león et el toro eran mucho amigos, et porque ellos son animalias muy fuertes et muy
recias, apoderávanse et enseñorgavan todas las otras animalias: ca el león, con el ayuda
del toro, apremiava todas las animalias que comen carne; et el toro, con el ayuda del león,
apremiava todas las animalias que pacen la yerba (don Juan Manuel 2000, p. 136).

En unas líneas Patronio ofrece una visión ideal del mundo: los dos animales más fuertes

dominan al resto ya que poseen ese derecho natural “porque ellos son animalias muy

33
fuertes et muy recias”. Patronio describe un mundo político perfecto a los ojos de su clase,

en donde los dominadores superan sus diferencias más profundas a fin de conservar el

poder.

Et desque todas las animalias entendieron que el león et el toro les apremiavan por el
ayuda que fazían el uno al otro, et vieron que por esto les vinía grand premia et grand
daño, fablaron todos entre sí qué manera podrían catar para salir de esta premia (don Juan
Manuel 2000, 136).

El jardín del Edén en el que vivían el toro y el león se rompe cuando los débiles

prueban el fruto del árbol del conocimiento: adquieren conciencia de clase y se dan

cuenta, de un golpe, que están oprimidos, y que su opresión se debe a una circunstancia

política concreta, la alianza de sus dos opresores. Le dan a su condición de sometidos

una explicación política y se liberan de la creencia de que el yugo obedece al derecho

natural. La toma de conciencia los conduce a la organización: “fablaron todos entre sí qué

manera podrían catar para salir de esta premia”. Conciencia de clase que los conduce a la

insurrección, insurrección que los llevará a la revolución, entendida ésta como “el fin de lo

viejo y el surgimiento de algo completamente nuevo… que es sustancialmente distinto a lo

anterior y lo liquida”, según la definición de Nahuel Moreno en Las revoluciones del siglo

XX (Moreno, 14), como se verá líneas abajo.

La visión burocrática de la política de don Juan Manuel se advierte en el transcurso

del exemplum, que narra el desarrollo de la estrategia insurreccional de los dominados:

nada más lejano de las visiones que la modernidad obtuvo de la Revolución Francesa:

movilizaciones, rebeliones armadas, agitación en las calles, barricadas, fusilamientos y

expropiaciones: los elementos de un conflicto violento que surge cuando una clase

pretende abolir los privilegios de la otra. Nada de eso. A pesar de que en la época de don

Juan Manuel se registraban huelgas campesinas en demanda de mayores jornales, el

escritor castellano imagina una revolución palaciega, que se desenvuelve y triunfa en la

oscuridad de las conjuras.

34
Los oprimidos “entendieron que si fiziesen desabenir al león et al toro, que serían ellos

fuera de la premia que ellos traýan” (Don Juan Manuel 2000, p. 136). Su estrategia no es

expropiar el poder sino sembrar la discordia entre quienes lo detentan. Y lo hacen de

manera magistral, como si en lugar de esclavos fueran cortesanos expertos en la

confabulación.

Como señores feudales, el león y el toro disponían de cortes similares a las de

cualquier príncipe medieval, con consejeros y mayorales. El oso y el caballo eran los más

cercanos y prestigiados entre los carnívoros y herbívoros, respectivamente. Son ellos

quienes acuden con sus jefes a sembrar la desconfianza. El león y el toro llaman a sus

consejeros a confirmar la advertencia: el raposo y el carnero les dicen a sus señores que

sí, que podrían ser víctimas de una traición de su más cercano aliado.

Una vez sembrada la sospecha, la división es cuestión de tiempo. Los débiles van

aportando mentiras hasta convertir el rumor inicial en una bola de nieve. El recelo se

convierte en enemistad (“desamor”, lo llama Patronio) y concluye en una pelea a golpes

entre los otrora más fieles amigos. El león obtiene una ventaja mínima sobre el toro, pero

queda tan disminuido que nunca más podrá dominar a los carnívoros ni a los herbívoros.

E assí, porque el león e el toro non entendieron que por el amor e la ayuda que el uno
tomava del otro, eran ellos onrados e apoderados de todas las otras animalias, e non
guardaron el amor aprovechoso que avían entre ssí, en non se sopieron guardar de los
malos consejos que les dieron para salir de su premia e apremiar a ellos, fincaron el león e
el toro tan mal de aquel pleito, que assí commo ellos eran ante apoderados de todos, ansí
fueron después todos apoderados dellos (don Juan Manuel 2000, p. 138, énfasis mío).

La revolución de los oprimidos triunfa y el león y el toro pasan de dominadores a

dominados. La revuelta destruye el Estado perfecto donde el derecho natural dictaba que

los fuertes oprimían a los débiles. En lugar de esa armonía se genera el caos en donde

cada quien se come al que puede, el león al toro primero.

La llave del relato es la conciencia de clase: los oprimidos la obtienen mientras los

opresores la pierden. Se olvidan de que su autoridad deriva de su alianza natural y

35
milenaria y son vulnerables ante la conspiración. Don Juan Manuel está del lado de los

dominadores como en el enxiemplo 3 respalda al Dios-emperador.

Don Juan Manuel habla de su propia vida y de su visión de la política, y refleja una

preocupación central de la nobleza española: los señores feudales vivían frente a la

posibilidad de la pérdida del poder, del desclasamiento (la mayor desventura) y de la

insurrección de los vasallos. Frente a esta amenaza su estamento respondía con la peor

respuesta posible: una confrontación interna permanente, carente de árbitros y de unidad

frente al enemigo exterior, fueran los moros o los siervos insurrectos.

Desde el exemplum 3 Lucanor revela la magnitud del enfrentamiento entre los

poderosos: le dice a Patronio que ha vivido en guerra desde niño: contra moros y

cristianos, contra sus reyes y sus vecinos. Lucanor se ha esforzado por no provocar

ninguna guerra, “pero non se podía escusar de tomar muy grant daño muchos que lo non

meresçieron”, (Don Juan Manuel 2000, 68). Esta confesión es de enorme valor histórico

pues reconoce que los más duros actos de la guerra son inherentes a su clase, la cual

consume sus energías en pelearse contra sí misma y se distrae frente a las amenazas al

sistema.

A través de estos exempla, don Juan Manuel expresa el principio de la conservación

del poder. Sin embargo, requería también una moral de dominación, pues la ideología de

la guerra santa sólo podía justificar la hostilidad contra los reinos islámicos, pero los

grandes señores cristianos le dedicaban una mínima parte de su tiempo a la reconquista,

y consumían sus energías en pelearse entre ellos. Para esa confrontación incesante la

nobleza se inventó la fama y la honra, y don Juan Manuel las enarboló como sus valores

más queridos. Hay que detenerse primero en la honra, porque nuestro escritor castellano

le atribuye no sólo un valor moral sino de clase: los nobles y reyes rezuman honra

mientras los pobres carecen de ella. La honra es una medida de la clase, como se

36
observa en el exemplum 25, cuando el conde de Provenza está buscando marido para su

hija, y resulta que el mejor candidato es menos honrado que el resto:

Y halló que un hijo de un rico hombre que no era de muy gran poder, que según lo que
parecía de él en aquél escrito, que era el mejor hombre y el más virtuoso, y además sin
ninguna tacha de la que se hubiera oído hablar. Y desde que esto oyó el sultán, aconsejó
al conde que casase a su hija con aquél hombre, porque entendió que a pesar de que los
otros (pretendientes) eran más honrados y más fijos d’algo, que mejor casamiento era
aquél […] y tuvo que más de preciar era el hombre por sus obras que por su riqueza, ni por
la nobleza de su linaje (don Juan Manuel, 1987, 178, subrayados míos).

La honra no se gana, se adquiere en el nacimiento. El mejor de los jóvenes de la

comarca, sin tacha alguna, habría quedado fuera de la competencia por la mano de la hija

si el criterio hubiera sido solamente “la honra”. Este valor, pues, es directamente

proporcional al linaje de cada hombre. El conde de Provenza habrá de tomar una decisión

que sorprende a su propia familia y que responde más al olfato político de ese venerado

musulmán de nombre Saladino.

Sebastián de Covarrubias, en su Tesoro de la lengua castellana o española

ejemplifica la “honra” con un refrán: “’lo que arrastra, honra’, díjose por las ropas

rozagantes que llegan al suelo, como las lobas de los eclesiásticos y personas graves que

solían traer falda” (Covarrubias, p. 644). El diccionario, de 1611, es 276 años posterior a

El conde Lucanor pero conserva la visión clasista de la honra e incluso la materializa en

las faldas largas de los dignatarios.

Don Juan Manuel, un par de páginas atrás, en el mismo exemplum 25, describe cómo

el conde de Provenza reúne un ejército y sale a la conquista de Tierra Santa para ganar el

paraíso “faziendo tales obras que fuesen a grand su onra e del su estado” (don Juan

Manuel 1987, p. 175).

El escritor castellano relaciona la honra y el estado; los dos le son propios al conde de

Provenza por su origen noble, pero ambos deben ser confirmados en la guerra contra los

moros. El Adelantado de Murcia vivió en un siglo de crisis política, criado entre las armas,

las enseñanzas de latín y el gobierno. Su vida, como la de sus contemporáneos nobles,

37
se basaba en un ejercicio precario del poder: Los nobles perdían un día castillos y tierras

que recuperaban en la siguiente ofensiva. Eran “honrados” en tanto nacían dentro de los

linajes divinos, pero literalmente se jugaban la honra en cada batalla.

Desde las primeras líneas del prólogo a El Conde Lucanor don Juan Manuel deja clara

la jerarquía de sus valores:

Este libro fizo don Iohan, fijo del muy noble infante don Manuel, deseando que los omnes
fiziessen en este mundo tales obras que les fuesen aprovechosas de las onras e de las
faziendas e de sus estados, e fuessen más allegados a la carrera porque pudiessen salvar
las almas (don Juan Manuel, 1987, p. 69).

Lida del Malkiel, implacable en su juicio, anota: “cuatro partes de este mundo por una

del otro: la utilidad de su obra de moralista, en palabras del propio autor, refleja bien las

proporciones de lo terreno para el interesado infanzón” (Lida de Malkiel, 2006, 254).

La fama no era una concesión a la vanidad, sino una herramienta de gobierno, como

se muestra en el exemplum 41 “de lo que contesçió a un rey de Córdova quel dizían

Alhaquem” que trata de un soberano islámico dedicado a comer y holgar, alejado de su

obligación de rey de acrecentar su poder y cultivar la admiración de la gente (recuerda

Patronio). Escuchando tocar el albogón, una flauta morisca, Alhaquem propuso que se le

hiciera un nuevo agujero al final del instrumento, lo que embelleció sus sonidos. Y si bien

se trataba de una aportación que embellecía su sonoridad, resultaba insignificante

respecto a lo que se esperaba de un rey. Por ello, su pueblo, cuando quería ironizar

acerca de hechos de poca importancia, decía: Este es un añadido del rey Alhaquem.

Tanto se regó la frase que llegó a sus oídos. Alhaquem preguntó a qué se refería.

Después de mucho insistir, obtuvo la confesión de sus más cercanos consejeros: su

pueblo ironizaba sobre su grisura y su flojera. Avergonzado, Alhaquem se propuso

terminar la mezquita de Córdoba, que había heredado incompleta. Una vez que la

concluyó, fue admirado por su pueblo, que, desde entonces, cuando quería enaltecer una

hazaña, pronunciaba la frase: Este es un añadido del rey Alhaquem.

38
Este capítulo se inició con el relato del ermitaño y el rey Ricardo Corazón de León. La

pregunta de Lucanor que dio origen a ese ejemplo es: “aconséjame cómo puedo

enmendar ante Dios los errores que cometí contra él, y pueda merecer su gracia”. La

respuesta de Patronio y el exemplum relatado sobrepasan la inquietud del conde, quien

jamás plantea la posibilidad de renunciar a su autoridad y recluirse en un monasterio. Su

consejero le dice que, si tomara la decisión de adherirse a alguna orden (para entonces

sobraban las ofertas de congregaciones mendicantes que recorrían Europa) sería

criticado por la gente, y que podría dañar su fama y su estado de manera irreparable. En

la historia de Ricardo Corazón de León y el anacoreta queda claro que el dominio

guerrero es una vía de acceso más segura que la penitencia y la oración.

Don Juan Manuel retrata las dos fuerzas que se oponen a la autoridad de la nobleza:

por un lado, las clases peligrosas que pretenden alterar el derecho de mando de los más

fuertes. Este riesgo, de proporciones infinitas, se agrava por el conflicto interminable en el

estamento superior: los nobles contra sus iguales, contra el rey o contra sus propias

pulsiones humanas de renunciar al gobierno y conocer la vida después de ejercer el

poder. Pero el ambicioso infanzón no deja lugar a dudas. Conservar el poder debe ser la

primera preocupación de quien lo ejerce. Suena elemental pero se trata de una

elaboración política ambiciosa; una elaboración que amerita la construcción de una moral

exclusiva para una clase dominante, con una honra que se adquiría en la cuna y una fama

que se ganaba en las armas.

Para su fortuna, don Juan Manuel contaba con el cristianismo medieval como doctrina

política de dominación. La honra y la fama eran obligaciones del señor feudal, que debía

cuidar el orden del mundo para ganar su espacio en el cielo. El escritor refleja la cauda de

enemigos que tenía este Jardín del Edén, pero también dejar ver su confianza en el mejor

de sus aliados: el intrépido Dios que animaba a sus hijos a dar el salto colonizador.

39
Dominación por el terror

En su noche de bodas, un joven moro se sienta a la mesa y le ordena a su perro que le dé

agua a las manos. El perro no atiende y el joven, con la espada, le corta los brazos y las

piernas. Luego se dirige al gato y le manda que le dé agua a las manos; el gato no

responde y el novio lo estrella contra la pared hasta partirlo en cien pedazos; al caballo le

da la misma orden, el animal no la cumple y el recién casado lo degüella con saña. La

escena ocurre frente a su nueva esposa.

“Levántate y dame agua a las manos”, le ordena el novio a la mujer después de que

ha teñido el hogar con la sangre de las bestias. La joven, que para entonces no sabía si

estaba muerta o viva, cumple sumisa la instrucción de su marido (Don Juan Manuel, Libro

de los enxiemplos, “exemplo 35, de lo que contesçió a un mancebo que casó con una

muger muy fuerte e muy brava”).

0-0-0

En los siglos XII y XIII descollaron mujeres en territorios que habían sido reservados a

varones, como la teología, la medicina y la guerra. Un brote de sabias, científicas e

incluso mujeres de empresa como las religiosas beguinas se desarrolló al amparo de las

abadías del norte de los Alpes. Hildegarda de Bingen, Trótula de Ruggiero y,

posteriormente, Juana de Arco, desafiaron el poder masculino del clero y la nobleza.

La Baja Edad Media, sin embargo, la época de don Juan Manuel, acuñó en Occidente

la tradición misógina que pervive hasta nuestros días. Graciela Cándano, en La harpía y

el cornudo, describe la campaña de exterminio y terror que lanzaron la Iglesia y el poder

secular contra la mujer a fines del Medioevo.

Una posible explicación de la misoginia es que el feudalismo veía sus primeros años

de decadencia. Cándano resalta que la población en Europa había crecido sólo 45

millones entre los siglos IX y XIII, al pasar de 30 a 75 millones de habitantes. En una

economía agrícola, el desafío que implicaba el lento poblamiento se agravó con la

40
epidemia de peste, que aniquiló a una tercera parte de los europeos. El sistema feudal

entró en una crisis mayúscula por la escasez de mano de obra.

La Iglesia católica desplegó, al más alto nivel, un aparato ideológico de sometimiento

al género femenino con el fin de impulsar el repoblamiento de Europa y, con éste,

apuntalar el declinante sistema económico basado en el pacto feudal. El papa Inocencio

VIII promulgó en 1484 la bula Summis desiderantes affectibus en donde insta a la policía

inquisidora a “‘destruir, ahogar y exterminar’ los encantamientos desplegados, entre otras

cosas, contra el buen desenlace de los partos de las hembras” (Cándano, 2003, p. 34), y

encarga a los dominicos Henry Kraemer y Jacob Sprenger la redacción del Malleus

maleficarum, “el martillo de los brujos” o el “manual del perfecto cazador de brujas” en

donde se define a la mujer como “un enemigo oculto y engatusador”.

A la Iglesia le resultó más fácil la asociación de la mujer con el demonio porque en el

imaginario cultural permanecían atavismos que la vinculaban con fuerzas sobrenaturales.

Las mujeres poseían un saber milenario acerca de la sexualidad. Era un conocimiento

común al género femenino pero que se hallaba especializado en las parteras, yerberas y

médicas, “que conservaban los conocimientos para el buen alumbramiento pero también

para los recién satanizados ejercicios de anticoncepción y de aborto” (Cándano 2003, p.

36); la Iglesia, añade la especialista, “desata una política pro-natalista para evitar que las

mujeres abortaran con el fin de asegurar a largo plazo el ya muy menguado poder feudal

después de la gran mortandad provocada por los cuatro jinetes del Apocalipsis

trecentista” (Cándano 2003, p. 35). Las mujeres fueron acusadas y obligadas a

confesarse de

fornicación con animales, bestias imaginarias o sapos ataviados con ropajes fantásticos;
conversaciones con infantes fallecidos o asesinatos y devoramientos de éstos antes del
bautismo, profanación reiterada de la hostia y otros géneros de gravísimas herejías;
metamorfosis y transformaciones diversas, provocación de tempestades, plagas,
impotencia masculina u odio entre personas; ilusión de que se ha perdido el miembro viril;
pérdida de guerras, y la consabida elaboración de ungüentos y pócimas con todo tipo de
sustancias nauseabundas como excrementos y putrefacciones (Cándano 2003, p. 40).

41
El régimen de terror se cimentaba en la denuncia, el enjuiciamiento y el asesinato, y

caía primero sobre mujeres solas, ancianas o pobres señaladas por lugareños: “una

denuncia estimulaba, con frecuencia, el arranque de una incontenible reacción en cadena

o ramificada, ya que la inculpada podía, vengativamente, llevar al banquillo a otras y así

sucesivamente” (Cándano 2003, p. 39).

Valiéndose de un creciente y perturbado alud de delaciones, juicios e inmolaciones, las


autoridades masculinas debían, por una parte, apaciguar la angustia de los terratenientes
por la pérdida potencial de sus espacios de señorío y facultad y, por otra, aplicar sus
desalmadas políticas repobladoras (Cándano, 2003, 41).

La filóloga asegura que el pronatalismo se combinó con el miedo del aparato clerical y

el poder secular a la emergencia de mujeres notables como Hildegarda de Bingen, Eloísa

y Mectildis de Magdeburgo. El número de inmoladas, ahorcadas, descuartizadas,

degolladas o muertas en la tortura entre los siglos XIV y XVIII oscila entre los 300 mil y los

6 millones, según el autor del cálculo. La política de sometimiento a la mujer y de

destrucción del saber sexual, abortivo y de anticoncepción, dice Cándano, fue exitoso: la

población europea se decuplicó entre 1475 y 1975, al pasar de 64 a casi 640 millones, y

el aborto y la contracepción fueron condenados a las catacumbas de la cultura occidental

de las que no salieron hasta el siglo XX.

Don Juan Manuel se formó durante la crisis feudal que incubó la política feminocida

aunque la bula papal de Inocencio VIII datara de 1484, 149 años después de la escritura

de El Conde Lucanor. Los tutores intelectuales y religiosos del Adelantado de Murcia

fueron los dominicos, que entonces desempeñaban el papel de inquisidores y guardianes

de la fe, así como de transmisores de las doctrinas que se gestaban al otro lado de los

Pirineos.

Don Juan Manuel no escapó a la tradición del exemplum misógino de la Baja Edad

Media, representada por libros como Sendebar, Calila e Dimna y Castigos e documentos

del rey don Sancho, por mencionar sólo tres, pero el escritor castellano da un salto de

42
calidad y propone una misoginia política. En otras colecciones de la época, como por

ejemplo el Sendebar, los hombres son engañados, superados por la astucia de las

mujeres, que los llevan a la ridiculización y el escarnio. El repudio de género reside en

demostrar cuán bajo pueden caer los varones ante “los engaños e los assayamientos de

las mugeres”. Don Juan Manuel le da la vuelta a la tesis y propone que sean los hombres

los que pasen a la ofensiva, que utilicen las mismas artes del engaño, imputadas a la

mujer, para debelar al género opuesto, pero ahora le suma un atributo típicamente

masculino: el abuso de la fuerza como herramienta de disuasión.

La misoginia del Adelantado de Murcia queda clara en el exemplo 27 “de lo que

contesçió a un emperador et a don Alvar Háñez Minaya con sus mugeres”: Lucanor sufre

gran pesar por la conducta de sus hermanos con sus esposas. Uno vive apegado a su

mujer y no toma decisión sin consultarla; el otro, en el extremo opuesto, detesta a la suya

y no puede verla ni entrar a la casa en donde ella esté. Patronio afirma que si bien ambos

hermanos se equivocan, su error es culpa de sus mujeres. En ese exemplum Patronio

agrupa por contraste dos cuentos: el del emperador Fradrique y su esposa insumisa, y el

de Alvar Háñez Minaya y su mansa mujer. El emperador se casa con una representante

de la nobleza que no tarda en demostrar su autonomía: “començó a seer la más brava, et

la más fuerte et la más rebessada cosa del mundo”. Si el emperador quería comer, ella

quería ayunar, si el emperador quería dormir, ella se quería levantar.

La condena moral a la indomable se amplía al terreno político. Su rebeldía atenta

contra la riqueza del conde y el bien de su pueblo (aunque Patronio nunca explica por

qué): el emperador Fradrique “vio que sin el pesar et la vida enoiosa que avía de sofryr

quel era tan grand daño para su fazienda et para las sus gentes, que no podía ý poner

conseio” (don Juan Manuel 2000, p. 164). Fradrique acude al Papa a solicitar el divorcio,

que el Pontífice le niega por ser contrario a las leyes de la Iglesia. El Vicario de Pedro, a

cambio, le insinúa una solución macabra:

43
Dixo el papa al emperador que este fecho que lo acomendava él al entendimiento et a la
sotileza del emperador, ca él non podía dar penitençia ante que el pecado fuesse fecho
(Don Juan Manuel: 165, subrayado mío).

Don Juan Manuel pasa “de los engaños e los assayamientos de las mugeres” a los

engaños de los hombres. Fradrique le tiende una trampa a su mujer, que padece sarna:

antes de una excursión de cacería, dispone que le preparen el veneno a las flechas, y

declara frente a su mujer y diversos testigos que nadie se trate de curar con aquél

ungüento y que por ningún motivo se ponga en contacto con la sangre. Por el contrario,

se aplica en sus propias heridas un bálsamo reparador, y sale por ciervos.

El montaje funciona. Patronio ha sido cuidadoso en presentar en planos inversos a

Fradrique y a la emperatriz: ella es atravesada, insumisa y brava, mientras Fradrique es

un hombre preocupado por su gobierno, que acude por ayuda con el Papa, la máxima

figura moral de la cristiandad. El lector tiene derecho sin embargo a dudar de la integridad

ética del emperador; en su batalla cotidiana por reducir a su mujer ha recurrido a los

ruegos y al buen talante, pero también a las amenazas y a la violencia (don Juan Manuel

2000, p. 164).

–¡Vean al falso del emperador, lo que me fue a decir! Como él sabe que la sarna que

yo tengo no es como la suya, me dijo que me untara con el mismo ungüento con el que él

se untó, porque sabe que no me podré curar con él. Pero de aquel otro ungüento bueno

con el que sabe que me aliviaría, dijo que no lo use de ninguna manera. Pero yo, por

hacerle pesar, me untaré con éste, y cuando venga me encontrará sana. Y como estoy

cierta de que ninguna otra cosa le haría mayor pesar que hallarme sana, eso haré –dice la

emperatriz a sus cortesanos.

A los ojos de la emperatriz, Fradrique “es falso”. Ella está habituada a sus mentiras. A

fin de contrariarlo, pero también de aliviar su sarna, emplea la lógica formal: el emperador

siempre miente, por lo tanto el veneno en realidad es bálsamo y el bálsamo, veneno.

44
Sabe también, y vaya que tiene razón, que al emperador nada le provocaría mayor pesar

que encontrarla sana. Se unta el veneno de ciervos y muere. Patronio omite que el ardid

funciona no sólo porque la esposa suele llevar la contraria al marido, sino porque el

emperador acostumbra engañarla.

La gran contribución de don Juan Manuel a la ideología misógina de la época, sin

embargo, se halla en el “exemplo 35, de lo que contesçió a un mançebo que casó con una

[muger] muy fuerte et muy brava”. Ahí el noble levantisco lleva la opresión de la mujer al

plano simbólico y la convierte en un paradigma del sometimiento del pueblo.

En una época en donde la movilidad social ascendente estaba proscrita, don Juan

Manuel admite el matrimonio como un mecanismo de ascenso social y aun de acceso al

poder; un vehículo de los “fijos dalgo” y hasta de los pobres para compartir el manejo de

los destinos del Estado reservado a los nobles: en el exemplum 25 un valioso “fijo dalgo”

pero de poca fortuna y pobre futuro, se impone a reyes y nobles por sus cualidades

personales y se convierte en el heredero del condado de Provenza a través del

matrimonio con la hija del conde.

Otro ejemplo, el ya mencionado exemplum 35, transcurre en una villa árabe en donde

residía “el mejor mancebo que podía existir, pero que no era tan rico que pudiese cumplir

tantos hechos y tan grandes como su corazón le daba a entender que debía cumplir. Y

por esto era él muy triste, porque tenía el talento y la voluntad, pero no tenía el poder”,

como lo describe Patronio (don Juan Manuel 2000, p. 196). En la misma villa vivía una

doncella situada en el lado opuesto del muchacho no sólo porque era de familia noble,

sino porque era rebelde y desobediente: “cuanto aquel mancebo tenía de buenas

maneras, así las tenía ella de malas y revesadas, y por ello, ningún hombre del mundo se

quería casar con aquel diablo” (don Juan Manuel 2000, p. 197, subrayado mío). Patronio

enfatiza que no había hombre, aun el más pobre, que la pretendiera como esposa.

45
El ambicioso muchacho pide la mano de la insubordinada doncella para escalar de

posición social. Sin el matrimonio, su única alternativa era emigrar o resignarse a la

miseria. Cuando se negocia el matrimonio, el padre de la muchacha le advierte a su futuro

suegro:

–Por Dios, si yo hiciera tal cosa sería muy falso amigo, porque tú tienes muy buen hijo,

y yo te haría gran maldad si consintiese su mal y su muerte. Porque sé que si se casara

con mi hija, que sería muerto, o le valdría más la muerte que la vida (don Juan Manuel

2000, p. 198).

En este exemplum, la prometida simboliza al pueblo y representa al mismo tiempo la

escalera de ascenso social. El matrimonio es el elemento para legalizarlo. Al casarse, el

esposo asume como príncipe y su hogar se convierte en su reino. Una vez consumado el

enlace, el nuevo príncipe debe sobrevivir a su propia ambición; demostrar sus dotes de

noble y pagar las consecuencias de haber alterado el orden del mundo al escapar de su

estamento. El musulmán recién casado lo logra con éxito. La esposa, en su papel de

pueblo, se declara en rebeldía. El príncipe se enfrenta, desde que toma las riendas de su

hogar-reino, con una insurrección popular tan peligrosa que, según los familiares de ella,

lo podría dejar muerto o malherido, lo cual, de paso, terminaría de tajo con el incipiente

reino.

El método que elige el novio-príncipe es el terrorismo9. Este capítulo se inició con la

escena del hombre que le ordena a su perro, a su gato, a su caballo y a su esposa que le

den agua a las manos. Corresponde a la noche de bodas del ambicioso joven moro y su

inquieta novia. El novio va generando una atmósfera de terror con las exigencias a seres

9
Empleo este concepto de acuerdo con las dos definiciones del Diccionario de la Real Academia
Española: una, dominación por el terror, y dos, sucesión de actos de violencia ejecutados para
infundir terror. A partir de los ataques a Nueva York del 11 de septiembre de 2001 nos hemos
familiarizado con la definición de terrorismo como un método empleado por bandas marginales
contra poblaciones civiles o gobiernos. El terrorismo, por el contrario, es una manera de hacer
política que ha sido más común a los gobiernos que a las oposiciones. Las dictaduras
latinoamericanas fueron regímenes terroristas, como lo fueron los fascismos europeos o como es,
actualmente, la política de Israel en los territorios palestinos.

46
que no lo entenderán y menos cumplirán su voluntad. El joven moro, es importante

subrayarlo, se dirige en realidad a la recién casada. Al gato y al caballo los llama “don

gato” y “don caballo”:

–¡Cómo, don falso traidor!, ¿et non vistes lo que fiz al perro porque non quiso fazer lo

quel’ mandé yo? Prometo a Dios que si un punto nin más conmigo porfías, que esso

mismo faré a ti que al perro”.

La narración de Patronio contribuye a asociar a los animales con el hombre. El joven

moro le corta al perro “las piernas y los brazos” y al gato lo toma también de “las piernas”

y no de las patas. Don Juan Manuel consigue transmitir el pánico que sufre la muchacha.

El escritor se solaza en los detalles de la persecución y el asesinato de los animales: “et

tanto andido en por dél fasta que lo alcançó, et cortol la cabeça et las piernas et los

braços, et fízolo todo pedaços et ensangrentó toda la casa, et toda la mesa, et la ropa”.

Con el gato la descripción es similar: “levantóse et tomól’ por las piernas et dio con él a la

pared et fizo de’l más de çient pedaços, et mostrándol’ muy mayor saña que contra el

perro”. Frente a su mujer, el joven advierte al caballo que quien no le dé agua a las manos

correrá la misma suerte que el perro y el gato.

-¡Cómo, don cavallo!, ¿cuidades que porque non he otro cavallo, que por esso vos dexaré
si non fizierdes lo que yo vos mandare? Dessa vos guardat, que si por vuestra mala
ventura non faierdes lo que yo vos mandare, yo juro a Dios que tan mala muerte vos dé
como a los otros; et non ha cosa viva en el mundo que non faga lo que yo mandare, que
esso mismo non le faga (Don Juan Manuel 1987, p. 228, subrayado mío.)

La mesa, la casa, las ropas del joven moro están empapadas de sangre de sus

víctimas. El terror ha calado ya en la prometida. "[Ella] tovo que estava loco o fuera de

seso, et non dizía nada", o bien "tovo que esto ya non se fazía por juego, et ovo tan grand

miedo, que non sabía si era muerta o biva". Cuando ya ha asesinado a los tres animales

de la casa, el esposo jura que si mil caballos, hombres o mujeres que hubiese en casa lo

desobedecen, que a todos mataría.

47
El terror funciona y la fiera es domesticada. No sólo le da agua a las manos: le da de

comer, vela su sueño y ahuyenta a las visitas para que no lo despierten. El novio-príncipe

consigue gobernar su hogar-reino. La violencia y el terror usados, lejos de provocar

rechazo en la familia, generan la aprobación social. "Cuando todos esto oyeron, fueron

marabillados; et desque sopieron cómo pasaron en uno, presçiaron mucho el mançebo

porque assí sopiera fazer lo quel’ cumplía et castigar (gobernar) tan bien su casa".

El joven moro es un príncipe que asume el poder. Este exemplum tiene un carácter

fundacional; su aplicación funciona cuando se erige un reino o se toma el poder y se debe

recordar a los naturales su carácter de vasallos. El recién casado personifica el poder de

la nobleza y el clero, mientras que la esposa asume por doble partida el carácter de sujeto

por dominar. Su tarea es servir al señor. La política terrorista es aprobada por el destino:

"et daquel día en adelante, fue aquella su muger muy bien mandada et ovieron muy

buena bida".

Una estrategia de esta naturaleza, precisa Patronio, estaría destinada al fracaso si se

pretende aplicar cuando los súbditos le han tomado la medida a su rey: el suegro del

joven moro quiere domeñar a su esposa y mata tal como lo aprendió de su yerno, y mata

un gallo. Su mujer, sin embargo, le responde que podría matar cien caballos y no la

asustaría “porque ya bien nos conocemos”.

No resulta exagerada la interpretación política del relato: la elabora Patronio al término

del cuento: “et aun conseio a vós, que con todos los omnes que ovierdes a favor [que

tuvieras que tratar] que siempre les dedes a entender en quál manera an de pasar

conbusco” (don Juan Manuel 2000, 201).

En el exemplum 27, después de contar la muerte de la emperatriz, esposa de don

Fradrique, Patronio relata la boda de Alvar Háñez Minaya. Él también desde el principio

advirtió a su mujer que con un poco de vino que tome se vuelve violento, hiere a los

hombres y en la cama hace cosas que en su juicio no se atrevería. La mujer acepta desde

48
el principio su carácter de súbdito; con ella no se requiere el terror teatral porque basta el

terror lingüístico, pero terror al fin.

Don Juan Manuel pertenece a la clase que ve afectados sus intereses por la falta de

mano de obra debido al lento poblamiento de Europa de los siglos anteriores a la política

misógina de terror encabezada por la Iglesia. Innovador, original, la audacia del escritor

reside en hacer de la misoginia una virtud política en el hombre de Estado.

La huella de la cultura misógina de fines de la Edad Media ha sobrevivido hasta

nosotros. En la Ciudad de México el aborto se despenalizó, y con numerosas

restricciones, en 2007. En el mundo de hoy persisten prácticas ejecutadas desde el

Estado o las estructuras religiosas como la infibulación, la obligatoriedad del burka, así

como la exclusión del trabajo doméstico de las contabilidades nacionales. La batalla

cultural, sin embargo, la empieza a perder la Iglesia. El aborto es legal en países de

Europa occidental y en algunas entidades de Estados Unidos. La Unión Europea se ve

nuevamente en un dilema económico y de identidad por la baja tasa de natalidad. Los

gobiernos, en lugar de promover una política de terror y de destrucción de los nuevos

métodos de anticoncepción, optaron por los estímulos fiscales a las familias que procreen.

El esposo golpeador y el gobernante terrorista que defiende don Juan Manuel, poco a

poco, van perdiendo prestigio en la Vieja Europa.

49
La moral ambigua

Buena comida en épocas de hambruna y peste, clases de latín y filosofía, acceso a libros

en un mundo que desconocía la imprenta, abundancia de vasallos, castillos y tierras;

ejercicio del poder con escasos límites legales, limpieza de sangre: una existencia que

envidiarían los hombres del siglo XIV y muchos del XXI. Pero, ¿la vida de un príncipe

medieval como don Juan Manuel era un transcurrir idílico y perezoso cuya mayor

preocupación era ganar la salvación del alma?

Si se juzga de acuerdo con los exempla de El conde Lucanor, la vida del aristócrata

hispánico no se limitaba al goce de sus privilegios de clase. Como en la dialéctica del amo

y el esclavo, estos dones venían acompañados de una manzana envenenada: la disputa

a muerte entre los nobles y los reyes por el mismo inventario de bienes de los territorios

cristianos de la península ibérica.

En el terreno ideológico y moral, la España de don Juan Manuel vivía una época de

exaltación del cristianismo, de osadía caballeresca contra los moros, de endurecimiento

de la doctrina, de matanzas y hogueras donde se reducía a los herejes, las brujas y los

subversivos. La religión era un relámpago que iluminaba la noche y que pretendía fijar,

como en una fotografía, una idea de eternidad, pero, ¿era la de don Juan Manuel una

edad de la fe y el amor a Dios, una época donde se buscó instaurar el reino de Cristo en

la tierra y los hombres más encumbrados de la sociedad guiaron a sus vasallos a la

salvación del alma?

Los relatos de don Juan Manuel retratan una realidad distinta: una sociedad

pragmática, inmersa en la mentira y el arte del engaño, con la intriga como costumbre y la

traición como cultura. En los cuentos de don Juan Manuel los reyes le mienten a sus

esposas, los consejeros confabulan contra sus reyes y los dominados se inconforman con

sus dominadores: asistimos a un mundo donde la Verdad es tonta y la Mentira, sagaz, y el

Bien vence al Mal con el mal. Se parece más a la descripción que hace Charles Dickens

50
de la sociedad victoriana del siglo XVIII en Historia de dos ciudades: “era el mejor de los

tiempos y el peor; la edad de la sabiduría y de la tontería; la época de la fe y la época de

la incredulidad; la estación de la luz y la de las tinieblas… en una palabra, era una época

tan parecida a la actual que algunas de sus autoridades más ruidosas insistían en que,

para bien o para mal, se le tratara sólo en grado superlativo” (Dickens, p. 11).

Don Juan Manuel, portavoz de una nobleza que detentaba enormes privilegios, se

dedica a confeccionar una moral política de nobles, concebida para conservar el poder.

Los conflictos narrativos de los cuentos dejan ver que, lejos de la unidad de la nobleza, la

traición y el engaño entre iguales eran la práctica diaria, el pan cotidiano. Lucanor,

hombre de gobierno, se ve en repetidas ocasiones enfrentado a los intereses de sus

iguales. El oportunismo de la vida palaciega se refleja desde el primer relato: “De lo que

contesçió a un rey con un su privado”. En él, Lucanor acude entusiasmado con Patronio

porque un hombre muy poderoso y rico, que le da a entender que es un gran amigo suyo,

pretende retirarse para no volver más, y le ofrece regalarle sus tierras en gratitud a la

amistad y confianza que han cultivado.

En el exemplum 7, “de lo que contesçió a una muger quel dizían doña Truhana”,

Lucanor le expone a Patronio una situación similar: un hombre lo ha invitado a un negocio

muy rentable, en donde las ganancias se multiplicarán una tras otra. En el 8, “de lo que

contesçió a un omne que avían de alimpiar el fígado”, Lucanor atraviesa por una dolorosa

carencia de dinero y debe vender una propiedad muy preciada; en el 15, “de lo que

contesçió a don Lorenço Suárez sobre la cerca de Sevilla”, el conde cuenta que durante

años sostuvo una guerra costosísima contra su rey; en el 19, “de lo que contesçió a los

cuervos con los búhos”, Lucanor explica que durante años se ha tenido que enfrentar a un

enemigo muy poderoso, pero que ahora tiene la oportunidad de aventajarlo porque un

pariente de aquél le ha ofrecido a Lucanor una alianza secreta, con el objetivo de vengar

una ofensa de su antiguo protector.

51
Patronio advierte de inmediato que en todas esas circunstancias el conde se enfrenta

a la traición y a la mezquindad de los miembros de su clase. En el exemplum 1, “de lo que

contesçió a un rey con su privado”, le previene que su amigo, quien supuestamente le

donaría sus tierras para retirarse, le hace esa oferta sólo para probar su lealtad y su

ambición; en el 7, Patronio elige la historia de doña Truhana (la famosa mujer con el

cántaro de leche o miel en la cabeza que, mientras camina, sueña con que la venta del

cántaro le permitirá comprar huevos; esos huevos, gallinas; las gallinas, dinero; con

dinero, ovejas, hasta volverse rica) porque advierte que ese gran negocio es una “fiuza

(ilusión) vana” (don Juan Manuel 1987, p. 107); en el 8, mientras Lucanor está angustiado

por las deudas y por el dolor de perder su propiedad más valiosa para salir del apuro,

hombres ricos sin ninguna necesidad van y le piden dinero.

El exemplum 15 es de los que de manera más explícita refleja la atmósfera de intriga

en las cortes del tiempo de don Juan Manuel: Lucanor ha alcanzado, después de muchos

años de conflicto, la paz con su rey, aunque persiste la sospecha entre los dos (don Juan

Manuel había vivido una situación idéntica con Alfonso XI). Pero en los círculos íntimos de

ambos hay hombres que se dedican a sembrarles miedos, a incrementar las sospechas y

a decirles que cada uno prepara el ataque contra el otro. Patronio lo previene

nuevamente: sus cercanos no buscan el bien sino en el mal; son cobardes que no

pretenden la paz ni la guerra porque son incapaces de pelear, sino

lo que ellos querrían sería un alboroço con que pudiessen ellos tomar e fazer mal en la
tierra, e tener a vos e a la vuestra parte en premia para levar de vos lo que avedes e non
avedes, e non aver reçelo que los castigaredes por cosa que fagan (Don Juan Manuel
1987, p. 138).

Es decir, los hombres cercanos, los consejeros, los de confianza, los amigos, los que

rodean al conde y al rey, no son más que unos oportunistas que siembran cizaña para

revivir el conflicto, crear un alboroto y provocar el debilitamiento de los dos más fuertes,

52
¡una situación idéntica a la narrada en un capítulo anterior sobre el ideal de conservación

del poder de don Juan Manuel! En aquél, centrado en el exemplum 22, la conjura de los

débiles resultaba victoriosa y triunfaba una revolución contra el león y el toro.

Una intriga similar se narra en el enxiemplo 19, “de lo que contesçió a los cuervos con

los búhos”: el pariente de un antiguo y poderoso enemigo se acerca a Lucanor porque

pretende una alianza con el conde para vengarse de su otrora protector, quien lo ha

maltratado y deshonrado, y Lucanor supone que es una excelente oportunidad para

debilitar a su adversario. Patronio le asegura que se trata de una nueva trampa: el

pariente de su enemigo finge haber sido víctima de un agravio para ganar la confianza de

Lucanor, obtener su información más delicada y atacarlo desde adentro: “este omne vino

a vos sinon por vos engañar”, le advierte. Su supuesto aliado le prepara una traición que

el viejo consejero es capaz de prever. El exemplum narrado en este caso es idóneo para

ilustrar el engaño. Los cuervos y los búhos, le cuenta Patronio, son enemigos naturales:

los búhos, sin embargo, llevaban ventaja porque de día se escondían en cuevas secretas

y de noche atacaban a los cuervos mientras éstos dormían en los árboles.

Un cuervo llegó un día con los búhos, casi deshecho e incapaz de volar porque sus

hermanos le habían arrancado las plumas, enojados porque se había opuesto a pelear

contra los búhos. Quiero vengarme, les dijo el cuervo herido, les ofrezco lo que sé de mis

agresores. Es la gran oportunidad, coincidieron los búhos, lo llevaron a curar sus heridas,

y le mostraron sus cuevas secretas. Sólo uno, el más viejo, sospechó del engaño y trató

de avisar al mayoral, pero nadie le hizo caso. Una tarde, cuando el cuervo había

recuperado sus plumas, voló de regreso con sus congéneres. Voy a ver en dónde están

ahora mis hermanos, los que me lastimaron y me dejaron sin plumas, en cuanto sepa,

volveré con ustedes y les diré en dónde podrán encontrarlos para que los ataquen, les

prometió.

53
En lugar del informante, llegó un ejército de cuervos a atacar las cuevas secretas en

donde los búhos habían estado seguros hasta entonces. Y mataron y destruyeron a

tantos que resultaron vencedores: “e todo este mal vino a los búhos porque fiaron en’l

cuervo que naturalmente era su enemigo”, dice Patronio (don Juan Manuel 1987, p. 150,

énfasis mío).

Se podría argumentar que los consejos de Patronio son de sentido común. Que la

cultura de la intriga, la traición y el abuso entre los nobles no es privativa de una época o

de una clase, sino que forma parte de la condición humana y que el hombre, desde

siempre, ha vivido inmerso en este tipo de argucias inmorales, más aún si se trata de los

hombres dedicados a la política y al gobierno. Lo específico de don Juan Manuel es que

convierte en teoría esta forma de actuar y de pensar: el escritor, desdoblado en Lucanor,

en Patronio y en los personajes de sus exempla, está preocupado por transmitir una

experiencia política específica, pero convertida en una estrategia general10. La colección

de exempla de El conde Lucanor contiene no sólo respuestas a preguntas concretas, sino

un conjunto de valores ideológicos sobre la conducta privada y pública del hombre de

Estado. Ya el escritor levantisco opta por la “ética de la responsabilidad”, como llamaría

Weber a la moral del hombre de gobierno, opuesta a la “ética de la convicción” o moral

privada, aunque don Juan Manuel a veces disfrace una por la otra y la ofrezca como el

mejor camino para la salvación del alma.

Por lo pronto, se advierte que la vida de la nobleza de la España medieval estaba

dominada por la intriga: a los personajes de palacio no los mueve ni la ideología ni lealtad

alguna con sus reyes o señores. La amistad era un valor relativo. Son los amigos y los

cercanos a Lucanor los que le preparan traiciones, que ni siquiera asoman visos de

10
Don Juan Manuel desarrolla en el estilo literario una estrategia similar: borra toda referencia a
fuentes para presentar su obra no sólo como personal, sino de aplicación universal, como dice la
filóloga María Rosa Lida: “[don Juan Manuel posee] un curioso empeño de borrar toda huella de
taller, de omitir toda referencia a fuentes, a fin de presentar su obra como parto original, fruto de su
experiencia y no de sus lecturas” (Lida de Malkiel, 1979, p. 196).

54
intereses colectivos, de grupo, partido o de clase (a diferencia de la conjura analizada

anteriormente de los animales débiles contra el león y el toro), se trata de intereses

inmediatos, materiales e individuales, de consejeros menores que buscan desplazar al

más influyente o de falsos amigos que quieren debilitar a sus señores para pescar más

peces en el río revuelto.

Al respecto hay dos lecturas necesarias: una, Patronio es nuestro filtro para advertir

esas traiciones. El consejero no le permite equivocarse a su discípulo. No sabemos si se

hubiera tratado de buenos negocios o de demostraciones sinceras de amistad al conde.

El olfato de Patronio, gato de las azoteas de la política cortesana, desactiva cualquier

sospecha: eso nos lleva a concluir que, a ojos del conocedor, no hay margen de confianza

en sus iguales.

La segunda lección es más reveladora del pensamiento político de la nobleza

hispánica de la Edad Media: las recomendaciones de Patronio en estos exempla son

esencialmente conservadoras. Lucanor acude a él con la expectativa de incrementar su

“fazienda e su onra”. Llega siempre con un buen negocio en las manos, urgido de obtener

la aprobación del consejero sabio. Y sin embargo la respuesta siempre es negativa. Pero

más que “no confíes” lo que Patronio enfatiza es “no arriesgues”, conserva lo que te ha

sido dado.

La teoría del capitalismo dice que la ganancia es un premio al riesgo. Se llaman

empresarios y empresas justamente porque emprenden; al que arriesga y no gana está

reservada la bancarrota, la salida del circuito de la competencia. Y Patronio expresa el

pensamiento del cero riesgo: conservar y no arriesgar. Guardar lo que se tiene. Lo curioso

es que don Juan Manuel representó la vanguardia de la nobleza española porque supo

arriesgar. Como guerrero y político caminó siempre en el filo de la navaja: guiado por su

instinto, más de una vez apostó sus bienes y sus cargos y perdió y ganó. Pero el don

Juan Manuel consejero de El conde Lucanor opta por la ideología tradicional de su clase:

55
el mantenimiento del poder y de los bienes materiales. Es una posición defensora del

feudalismo en medio de la crisis de la feudalidad11 y de los inicios del capitalismo.

Bastan, pues, esos cinco casos en los que Patronio cierra el camino a posibles

negocios para ilustrar ambos síntomas del declive de la nobleza ibérica: una, la

descomposición interna y, dos, la ausencia de un carácter ofensivo y emprendedor, de

esa ética del riesgo que le habría de dar a la incipiente burguesía capitalista la ventaja

frente un grupo que terminaría por volverse decorativo y parasitario.

Esa nobleza feudal, sin embargo, tenía bríos para dar la batalla 150 años más, hasta

que la asunción de los Reyes Católicos le diera a España la unidad en torno de la figura

monárquica. Don Juan Manuel, sin duda el dirigente más capacitado de la nobleza

medieval castellana, resume en sus exempla la moral práctica que se dio esa clase para

el ejercicio del poder. Sus lecciones se deben leer en la escala que él mismo establece:

tres cuartas partes de vida material y terrenal por una de vida espiritual, como ya se vio.

Por ello llama la atención el tratamiento que le da a cuatro conceptos morales, la Verdad y

la Mentira y el Bien y el Mal. Ubicados simétricamente en el libro, los exempla 26 y 43 son

esenciales para entender la relativización de la moral juanmanuelina:

“Mas, la mentira treble (triple), que es mortalmente engañosa, es la que miente e

engaña diziéndol verdat”, dice Patronio en el exemplum 26, “de lo que contesçió al árvol

de la Mentira”. El relato se enmarca en dos comentarios moralizantes del consejero contra

las mentiras. A su señor-discípulo, Lucanor, le sugiere que se aleje de los mentirosos y no

aprenda sus artes: la verdad, aunque sea menospreciada, lo hará “bien andante” y le

granjeará la gracia de Dios para honra de su cuerpo en este mundo y la salvación de su

alma.

11
La “crisis de feudalidad” es un concepto del historiador francés Jacques Le Goff: “La crisis que
comienza a afectar las rentas de los señores, la ‘renta feudal’, desembocará en el siglo XIV en una
crisis general que será esencialmente una crisis de feudalidad” (Le Goff, 1999, 82).

56
Hasta ahí demuestra coherencia con la retórica cristiana. El contenido del exemplum,

sin embargo, se dedica más a elogiar la mentira triple, la “verdad engañosa”. El relato

cuenta que, un día, la Mentira propone a la Verdad sembrar un árbol para que ambas

reposen bajo su sombra y se protejan del calor. A partir de entonces, los adjetivos

reservados a una y otra son notablemente opuestos. La Mentira es “acuciosa”, da razones

coloradas y apuestas, dice mentiras hermosas, es halaguera y “de grand sabiduría”; la

Verdad es cosa llana y de buen talante, carece de inteligencia (“no ay en ella muchas

maestrías”), y es confianzuda, crédula.

Con esa gran sabiduría, la Mentira convence a la Verdad de que le será más

conveniente, al dividirse el árbol, que se quede con las raíces mientras ella, en un acto de

sacrificio, se alojará en las ramitas que salgan a la superficie: lugar peligroso como

ninguno porque estará a merced del calor, el hielo, los ataques de las bestias y de los

hombres. La Verdad acepta de grado y se va a vivir bajo tierra. La Mentira se convierte en

el paraje predilecto de los hombres. Don Juan Manuel abunda en la descripción de su

belleza:

E commo ella es muy fallaguera, en poco tiempo fueron todos muy pagados della. E el su
árbol començó a cresçer e echar muy grandes ramos e muy anchas fojas que fazían muy
fermosa sonbra e paresçieron en él muy apuestas flores de muy fermosos colores e muy
pagaderas a paresçencia” (don Juan Manuel 1987, p. 185).

Su sombra provee alegría, vicio, placeres y paz. Y por si fuera poco, educación.

Enseña a los hombres las mentiras sencillas, las dobles y las triples (las dobles son las

que implican juramentos y pactos, y las triples, las que se hacen con verdad engañosa).

No hay quien se sustraiga a sus encantos: “e el que menos se llegava a ella e menos

sabía de su arte, menos le presçiavan todos, e aun él mismo se presçiava menos” (don

Juan Manuel 1987, p. 187).

Si al final del cuento la Verdad triunfa es por mera casualidad o, si se quiere, por la

ayuda de una fuerza providencial que acude de manera fortuita. Como vive bajo tierra y

57
sufre hambre, se come las raíces, lo que debilita la estructura del tronco a tal punto que,

con un ventarrón, el árbol se cae y mata o deja malheridos a sus plácidos moradores, que

para entonces eran ya casi toda la especie humana. El golpe del tronco alcanza también a

la Mentira y la quiebra de muy mala manera. El final del exemplum no está exento de

oscuridad: la Verdad sale de la tierra y observa que cuantos se cobijaron bajo la fronda de

la Mentira son mal andantes.

Oscuro porque no hay un triunfo moral de la verdad, ni como concepto ni como

alegoría. La escena final es la Verdad atestiguando el desastre. Hay un castigo a la

Mentira y a sus discípulos, pero la Verdad no la releva en el favor de los hombres. Y si

bien Patronio dedica amplios párrafos a la condena de la Mentira, el exemplum es un

largo elogio de ella: es sabia, acuciosa, elocuente, inteligente, poseedora de un “gran

arte”. Sus acciones se encaminan al engrandecimiento de su honra y su hacienda,

mientras la Verdad es tonta, ingenua, subterránea, hambrienta y tímida.

Y en adelante la “verdad engañosa” será un recurso recurrente y bien visto en

diversos relatos de la colección. Basta comprobarlo en el exemplum siguiente, el 27 “de lo

que contesçió a un emperador e a don Alvar Háñez Minaya con sus mugeres”: el

emperador Fradrique, por medio de una verdad engañosa, provoca el suicidio de su

mujer, incómoda para los intereses del imperio; en otro relato agrupado también en el

enxiemplo 27, Álvar Háñez miente primero al presentarse ante sus posibles esposas

como violento, autoritario y borracho, y después se afana en mentir, conscientemente, al

afirmar que las vacas eran yeguas y las yeguas, vacas, para demostrar ante un pariente

el control que ejerce sobre su mujer.

En el próximo capítulo se analizará la “verdad engañosa” de don Juan Manuel como

una aplicación de su relativización de la moral, de su uso de la teatralidad para restaurar

el orden del mundo. Por lo pronto insistimos en que el escritor levantino defiende una

58
moral práctica, y lo hace con su mentira triple: mientras defiende a la Verdad exalta a la

Mentira, y mientras condena al Mal, defiende sus métodos.

El exemplum 43, “de lo que contesçió al Bien e al Mal, e al cuerdo con el loco”

contiene dos relatos. Nos ocuparemos sólo del primero. El Bien y el Mal se juntan y

adquieren ovejas. El Mal elige la lana y la leche, y le da las crías al Bien. Luego compran

puercos. Cuando se reprodujeron, el Mal le dijo al Bien que, como ya se había quedado

con los corderos, ahora al Mal le tocaban las crías, y al Bien, la leche y la lana de las

puercas. Cuando sembraron nabos, el Mal convenció al Bien de recibir las plantas que

crecían en la superficie mientras él se quedaría con los tubérculos; cuando sembraron

coles, el Mal argumentó, para ser justos, que ahora le tocaba lo cosechado y al Bien lo

que estaba bajo tierra.

Después se hicieron de una mujer que los sirviera. El Mal escogió de la cintura para

abajo y la hizo su esposa. El Bien se quedó con la cintura para arriba, por lo que la tomó

por sirvienta. En todo momento el Bien aceptó las condiciones de su socio.

La mujer se embarazó del Mal. Y cuando el niño nació, el Bien le prohibió que le diera

de mamar. Porque el pecho era su parte.

Quando el Mal vino alegre por veer el su fijo quel nasçiera, falló que estaba llorando, e
preguntó a ssu madre que por qué llorava. La madre le dixo que porque non mamava. E
díxol el Mal quel diesse a mamar. E la muger le dixo que el Bien gelo defendiera
(prohibiera) diziendo que la leche era de su parte.
Quando el Mal esto oyó, fue al Bien e díxol, riendo e burlando, que fiziese dar la leche
a su fijo. E el Bien dixo que la leche era de su parte e que non lo faría (don Juan Manuel
1987, p. 256).

El Bien condiciona la sobrevivencia del recién nacido a que el Mal tome el niño a

cuestas y salga a la calle a pregonar la frase: “Amigos, sepan que con bien vence el Bien

al Mal”, inspirada en el famoso versículo evangélico vince in bono malum. El Mal piensa

que le ha salido barato proteger la vida de su hijo y va a la calle a cumplir la sentencia.

Al terminar de leer este relato hay que preguntarse: ¿de veras el Bien cumple con la

frase de san Pablo: “Antes al contrario, si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; y si

59
tiene sed, dale de beber; haciéndolo así, amontonarás ascuas sobre su cabeza. No te

dejes vencer por el mal, antes bien, vence al mal con el bien”? (San Pablo, epístola a los

romanos, 12-20, Biblia de Jerusalén).

Hay que señalar lo contrario: El Bien vence al Mal con el mal. ¿No es condenable en

cualquier contexto negarle a una madre que le dé de mamar a su recién nacido? A

diferencia de la tonta Verdad del exemplum 26, el Bien ha perdido la inocencia y asume

una victoria clara sobre el Mal al término del relato. Pero el lector está obligado a

cuestionar su moral: el niño, que no tiene la culpa de lo que han hecho sus padres, corre

el riesgo de morir, y llora. Su madre, que tampoco tiene la culpa de los abusos de su

marido, también sufre. El Bien es un circunspecto testigo de la escena, que usa el hambre

de un bebé y el dolor de su madre para aleccionar a su compañero de negocios. Y

además lo somete a la humillación pública de salir a gritar, con su hijo a la espalda, que

ha sido vencido por el Bien. Por el contrario, el Mal se muestra compasivo con el dolor de

su esposa y de su hijo. ¡Si ese es el bien, salgamos a la calle a decir que somos buenos y

que vencemos al mal con el bien: colonicemos a las civilizaciones de los infieles,

subyuguemos a los insurrectos, asesinemos a las esposas indeseables con las armas del

Bien!

Don Juan Manuel justifica una moral donde el valor primordial es la conservación del

poder, capaz de armonizar el ideal cristiano de las buenas obras con el suicidio inducido

de una reina, la decapitación de un sacerdote, el elogio de la Mentira, la vituperación de la

Verdad y la maldad del Bien. Más que una moral ambigua, relativa o flexible, se trata de

una moral pragmática cubierta con una máscara de caridad, una herramienta para el

gobierno y la guerra.

60
La verdad engañosa

Hamlet, príncipe de Dinamarca, monta una función de teatro en donde los invitados son

su tío, el rey Claudio, y su madre, la reina Gertrudis. En la obra, un rey es asesinado por

su hermano, que le vierte veneno en la oreja mientras duerme12.

La iracunda reacción del rey frente a la representación confirma las sospechas del

príncipe Hamlet: su padre, el anterior rey de Dinamarca, ha sido eliminado por su

hermano Claudio, quien se convierte así en doble usurpador: del trono y del lecho de la

reina Gertrudis.

Además del juego de espejos (los personajes se convierten en espectadores de una

obra que repite la trama que el público observa) William Shakespeare descubre el valor

del teatro como revelación. Hamlet convierte una sospecha en una imagen teatral: al

representarla, la invención manifiesta la verdad. Al escenificar una ficción, el teatro revela

y saca la verdad a la luz.

Es posible que Shakespeare conociera los cuentos de El libro de los enxiemplos del

Conde Lucanor e de Patronio. El exemplum 35, “De lo que contesçió a un mancebo que

casó con una muger muy fuerte e muy brava” podría ser la fuente de The taming of the

shrew (La doma de la fiera). Pero más allá de si hubo o no una influencia directa de don

Juan Manuel en el dramaturgo inglés, es un hecho que ambos comparten el gusto por

teatralizar: por poner a sus personajes a escenificar montajes, a representar mentiras con

el fin de obtener ganancias o educar a sus antagonistas.

Cuando menos en 11 exempla de El libro de Patronio, que se describen a

continuación, la teatralidad juega un papel esencial en el desarrollo de las tramas, pero

sobre todo en la transformación de los personajes. La teatralidad es una herramienta

literaria interna que los personajes la ejercen de manera consciente y en provecho propio.
12
“I'll have these players / Play something like the murder of my father / Before mine uncle: I'll
observe his looks; / I'll tent him to the quick: if he but blench, / I know my course”, monologa el
angustiado príncipe antes de montar “La ratonera”. William Shakespeare. The complete works.
Londres; Pordes, 1998, p. 955.

61
En la colección aparecen diversos tipos de teatralidad que se analizarán a continuación,

pero en todos hay una constante: el que teatraliza gana.

En Hamlet, príncipe de Dinamarca, el protagonista recurre al montaje presionado por

sus indecisiones. Su teatralización se justifica moralmente porque es una víctima: su

padre ha sido asesinado por su tío, que además se casa con su madre. No hay dudas

para el espectador: Hamlet hace lo correcto al poner la trampa al usurpador Claudio

(incluso la obra acerca del hermano regicida se llama “La ratonera”). En don Juan Manuel,

por el contrario, no queda tan clara la justificación moral de la teatralidad, o no en todos

los casos. Pero no hay que olvidar que la moral de don Juan Manuel es una moral

política. Es decir, se trata de una escala en donde el valor primordial reside en la

conservación del poder y los privilegios del estamento nobiliario. Se requiere, por lo tanto,

entender la teatralidad en los exempla de don Juan Manuel desde ese punto de vista de la

dominación. No hay en sus cuentos, como sí ocurre en Shakespeare, una representación

formal de una obra teatral: no llegó el escritor castellano a esa metaliteratura donde se

inserta el teatro en el teatro. Lo que sí hay es una intención consciente y voluntaria de sus

personajes de representar lo que no son, de actuar.

En donde sí hay un parecido con Hamlet, príncipe de Dinamarca, es en la función de

revelación o, bien, de recuperación del orden perdido que ambas obras le dan a la

teatralidad. En los exempla de don Juan Manuel la teatralidad no pocas veces se

transforma en una herramienta pedagógica: se usa el engaño para enseñar una verdad; la

mentira ilumina y “castiga”: revela la ambición e ingenuidad del rey, la mezquindad del

clérigo, la cordura del loco, la traición de los leales.

La teatralidad en el Libro de los enxiemplos del Conde Lucanor e de Patronio se

manifiesta desde el exemplum 1, “de lo que contesçió a un rey con un su privado”:

Patronio cuenta la historia de un soberano y de su más cercano consejero, quienes

mantienen una relación de absoluta confianza que, sin embargo, se ve trastocada cuando

62
un bloque de consejeros envidiosos conspiran y convencen al rey de que su antiguo

privado pretende matarlo a fin de apoderarse del reino.

El rey dice a su privado que se ha cansado de gobernar y que se retirará a la vida de

oración y penitencia, y que le dejará el poder y la custodia del príncipe heredero. El

consejero nunca se había sentido tan feliz. Corre a su casa a compartir la noticia con un

filósofo, a quien mantiene cautivo, y que es una suerte de esclavo intelectual, un hombre

del que no sabemos nada, salvo que se desempeña en la clandestinidad como el

consejero del consejero. No hay decisión de Estado que el privado no consulte con su

cautivo.

Más astuto que su amo, el esclavo descubre el ardid y reprende a su dueño por su

ingenuidad. Le previene de que su carrera y su patrimonio se encuentran en peligro por la

conspiración de los consejeros envidiosos. El rey, le dice, ha montado una representación

para probar su lealtad.

El privado, desengañado

fuese a raer la cabeça e la barba, e cató una vestidura muy mala e toda apedaçada, tal
cual suelen traer estos omnes que andan pidiendo las limosnas andando en sus romerías,
e un vordón e unos çapatos rotos e bien ferrados, e metió entre las costuras de aquellos
pedaços de su vestidura una grant quantía de doblas (Don Juan Manuel, 1987, p. 80).

Con esa apariencia de pordiosero despierta de madrugada a su rey. Si tú te vas a

retirar a la penitencia yo me iré contigo, porque lo que tengo te lo debo a ti, le dice. El rey

se maravilla de su lealtad y le confiesa que había sido engañado por el bloque de

consejeros menores.

El rey teatraliza frente a su privado; el privado teatraliza frente al rey. Un montaje

desvela las perversiones de otro montaje. La mentira revela la verdad y descubre la

conspiración. La teatralización del privado permite también el elemento de mayor

importancia para Patronio y don Juan Manuel: la recuperación del orden perdido después

de que lo puso estuvo en riesgo por la intriga de palacio. Este juego es muy revelador de

63
la política cortesana de los tiempos de don Juan Manuel: se advierte la lucha intestina por

ganar el oído del monarca; las maniobras del engaño; el impulso, frente a esta

descomposición, del retiro a la vida penitente.

La teatralidad se presenta también con mecanismos menos sutiles como en el

exemplum 11, “de lo que contesçió a un deán de Sanctiago con don Yllán, el grand

maestre de Toledo”. El sabio de Toledo le ofrece enseñarle las artes de la nigromancia 13

al deán. A cambio, sólo le pide gratitud. Antes de iniciar la lección ordena que se preparen

unas perdices para la noche.

La iniciación se ve interrumpida por la llegada de emisarios de Santiago, que le

informan al deán que su tío, el arzobispo, está gravemente enfermo. El deán lo lamenta

pero opta por quedarse a seguir en la casa del mago; los emisarios regresan días

después a decirle que debe partir de inmediato porque ha sido designado arzobispado en

la sede que su tío dejó vacante.

Don Yllán le ruega que el deanazgo que dejará libre se lo otorgue a su hijo, y le

recuerda que antes de iniciar la sesión no le había pedido nada, salvo gratitud, y que el

clérigo había prometido corresponderle.

El que fuera deán tiene una veloz y afortunada carrera en la jerarquía católica: primero

arzobispo de Santiago, luego obispo de Tolosa, después cardenal, nunca cumple a don

Yllán la promesa de reciprocidad; cada vez que accede a un cargo, don Yllán de Toledo

va a visitarlo para pedirle un empleo para su hijo. El dignatario eclesial le responde que le

resulta imposible, porque ya los tiene comprometidos para los miembros de su propia

familia.

13
Por el desarrollo del cuento, vale la pena citar la definición de nigromancia del Tesoro de la
lengua castellana o española de Sebastián de Covarrubias Orozco: “Arte de adivinar invocando los
muertos (…) Esta arte y otras, como quiromancia, hidromancia, geomancia, etc., están prohibidas
por los sacros cánones y últimamente por el santo Concilio Tridentino. 2. Nigromántico, el que usa
desta superstición”.

64
A los pocos años, el afortunado canónigo es elegido Papa de la cristiandad. A Roma

acude a verlo don Yllán, quien le recuerda la obligación contraída la tarde remota en que

acudió a aprender el arte de leer los cadáveres en Toledo. Nuevamente, el Papa le

explica que ya está ocupada la curia. El nigromántico se exaspera y le reclama que nunca

le ha cumplido su palabra y, por el contrario, sólo le ha dado pretextos.

Su insolencia irrita al Papa, que amenaza con mandar a echarlo a palos y acusarlo de

hechicería (castigada con la hoguera). Don Yllán, entonces, desmonta la representación:

de un golpe se esfuman Roma, el vicariato de Pedro, el meteórico ascenso del funcionario

eclesial, y regresan a la habitación subterránea de la casa de don Yllán en Toledo, la

noche del mismo día cuando el modesto deán acudió a suplicar el saber de la

nigromancia y don Yllán se la ofreció a cambio de correspondencia. Así como el Papa lo

había echado de Roma, ahora es don Yllán quien lo corre de su casa y le niega las

perdices calientes que apenas salen del horno.

En el exemplum 1 la teatralidad permanece oculta al rey, quien cree la versión de que

su privado se retirará con él a la vida penitente. En el 11, por el contrario, la

representación teatral se revela ante el deán y lo escarnece, lo exhibe como el

malagradecido que nunca dejó de ser.

No está de más reseñar otra manifestación de teatralidad en la colección. En el

exemplum 21, “de lo que contesçió a un rey moço con un muy grant philósopho a qui lo

acomendara su padre”, un consejero se queda con la custodia del príncipe heredero a la

muerte de su padre. Cuando cumple 15 años, el rey desoye al buen consejero y se rodea

de otros asesores, que lo solapan y le permiten que el poder de su reino decline al ritmo

de sus caprichos. El buen consejero emplea diversos mecanismos: lo halaga, lo reprende,

lo aconseja. Con ninguno recupera la cercanía del reyecito.

El buen consejero propala en la corte la falsa versión de que él es el mejor agorero del

mundo. Al enterarse, el joven rey insiste en acompañarlo a leer los agüeros. El buen

65
consejero se niega, pero termina cediendo. Al amanecer, en un páramo solitario, el rey y

su privado miran a dos cornejas discutir de árbol a árbol. El buen consejero, después de

escuchar los gritos de cada una, llora con mucha tristeza, se tira al piso y arranca puños

de tierra. Le explica que las cornejas pactan el casamiento de sus hijos; la unión, dicen las

aves, será muy provechosa. Debido al mal gobierno, en pocos años las tierras serán tan

yermas que se llenarán de lagartos, culebras, sapos y otros animales que servirán de

sustento a la estirpe de cornejas que surgirá de aquel enlace.

El joven rey se arrepiente de haber ignorado a su ayo. A partir de ese día, los

consejos del falso agorero se convierten en la guía de su gobierno y los destinos se

enderezaron para bien de su hacienda y de su cuerpo14.

Los personajes de don Juan Manuel teatralizan en el exemplum 5 “de lo que contesçió

a un raposo con un cuervo que teníe un pedaço de queso en el pico”, en donde el raposo

halaga falsamente al cuervo hasta que lo motiva a cantar y a soltar el queso; en el 20, “de

lo que contesçió a un rey con un omne quel dixo quel faría alquimia”, en donde un

intrépido estafador difunde la versión de que conoce el arte de la alquimia y esquilma a un

ingenuo rey; en el 25, “de lo que contesçió al conde de Provençia, commo fue librado de

la prisión por el consejo que le dio Saladín”, en donde el heredero del condado de

Provenza desarrolla una falsa amistad con el sultán Saladino para rescatar a su suegro;

en el 27, “de lo que contesçió a un emperador e a don Alvar Hañez Minaya con sus

mugeres”, con dos cuentos, uno en donde el emperador don Fadrique, por medio de

engaños, impulsa a su mujer a suicidarse, y el segundo, en donde Alvar Hañez simula

confundir a yeguas con vacas frente a su esposa, doña Vascuñana.

14
Covarrubias anota en su diccionario que los agüeros son “entre gentiles y bárbaros, no entre
cristianos”. Don Juan Manuel exhibe en los exempla 11 y 21 la fe que los funcionarios eclesiales y
los reyes reservaban a la artes prohibidas por la Iglesia como la nigromancia y la adivinación del
destino en el vuelo de las aves. Patronio condenará, en el exemplum 45, la lectura de augurios: “de
los pecados del mundo, el que a Dios más pesa e en que omne mayor tuerto e mayor
desconocimiento faze a Dios, es en catar agüero e estas tales cosas” (don Juan Manuel, 1987, p.
270).

66
De la misma manera, en el enxiemplo 29 “de lo que contesçió a un raposo que se

echó en la calle e se fizo muerto” el zorro aparenta que está muerto para salvar su vida

(aunque después se vea obligado a salir huyendo); en el 32, “de lo que contesçió a un rey

con los burladores que fizieron el paño”, en donde los burladores se representan como

sastres que confeccionarán al rey el traje más conveniente: aquel que sólo son capaces

de ver quienes son hijos verdaderos del que dice ser su padre; en el 35, “de lo que

contesçió a un mancebo que se casó con una muger muy fuerte e muy brava”, cuando el

joven novio moro simula locura frente a su nueva esposa y le pide al gato, al perro y al

caballo que le den agua a las manos, y en el 43, en donde el dueño de un próspero baño

se hace pasar por loco para echar a un verdadero loco que le espanta a los clientes.

La teatralidad juanmanuelina se puede agrupar según sus características en:

a) la teatralidad oculta de los protagonistas: el montaje permanece oculto para los

personajes que la padecen. El fin de esta teatralidad es recuperar el orden

familiar, político o social de una comunidad. Esta teatralidad la ejercen, por lo

general, los protagonistas contra los antagonistas, si entendemos sendos

conceptos desde el punto de vista de la moral política, en donde los

protagonistas representan los valores positivos: la conservación del poder y el

equilibrio del reino, y los antagonistas, por el contrario, ponen en riesgo al

sistema. En estos exempla engañan los consejeros, los sabios y los nobles

para recuperar la armonía: se agrupan en esta definición el 1, en donde el

antiguo privado desarticula la conspiración del bloque de consejeros

envidiosos; el 21, en donde el buen consejero recupera para bien del reino la

cercanía con el joven rey; los dos relatos del 27: en el primero, el emperador

don Fradrique garantiza la seguridad de su reino al inducir, con la venia del

Papa, el suicidio de su esposa; y el exemplum de Alvar Hañez, quien le

67
demuestra a su primo que su mujer es tan sumisa que respaldará sus

disparates.

b) La teatralidad revelada de los antagonistas: El montaje se revela a sus víctimas

y su función es enseñar por medio del escarnio y el ridículo. Esta teatralidad la

desarrollan los pícaros de los exempla: los burladores, los vagos y los

mentirosos. Las víctimas son los reyes o nobles que tienen una posición de

ventaja. Los ejemplos de esta teatralidad son el 5, en donde el raposo obtiene

el pedazo de queso después de halagar al cuervo; el 20, del “golfín” que se

hace pasar por alquimista y exhibe la ingenuidad del rey, y el 32, en donde los

estafadores convencen al rey, a su corte y a la comunidad entera de que

confeccionaron un traje que sólo pueden ver los hijos de quien dice ser su

padre. Tanto en el 20 como en el 32 el ridículo se hace público y los dos

soberanos son castigados con la burla de su pueblo. En esta clasificación se

agruparía también el exemplum 11. Si bien don Yllán de Toledo no es un

pícaro, sí es un nigromante, un mago que exhibe la ingratitud del funcionario

religioso y lo escarnece en privado.

c) La falsa locura: los protagonistas teatralizan su locura frente a sus

antagonistas. La locura nunca se revela como tal, sino que se manifiesta a

través de la violencia: el exemplum 35: el joven esposo de una insumisa mujer

de la nobleza morisca se hace pasar por loco. Ordena al gato, al perro y al

caballo que le laven las manos. Al no obtener respuesta, los asesina con saña

frente a su nueva esposa, a quien le advierte que le dará el mismo trato a

quien le desobedezca. El exemplum 43 es otro ejemplo, aunque sin el

significado político del anterior. El dueño de un baño vive asolado por las

68
invasiones de un loco que se desnuda y espanta a los clientes. El dueño, harto

de perder dinero, se desnuda también, lo espera y lo acomete a golpes con un

mazo y una cubeta. El loco, temeroso de su vida, sale corriendo. En la calle, un

hombre le pregunta por qué huye: “Amigo, guardatvos, que sabet que otro loco

a en el vaño”, le previene. Con esta falsa locura, el dueño debela a su vez la

falsa locura del invasor.

Don Juan Manuel defiende la intención pedagógica de la teatralidad. Después de

contar la historia del buen consejero que recupera la confianza del reyecito caprichoso,

Patronio recomienda la enseñanza a los reyes por medio de ejemplos y palabras

“maestradas” (“hábiles, mañosas, calculadas”, según anota Sotelo). El poder del engaño

lo subraya en el exemplum 5, del raposo que le gana el queso al cuervo cuando lo

convence de cantar después de una retahíla de elogios:

Parat mientes que maguer que la entención del raposo era para engañar al cuervo, que
siempre las sus razones fueron con verdat. E set çierto que los engaños e damños
mortales siempre son los que se dizen con verdat engañosa (don Juan Manuel 1987, pp.
102-103).

La teatralidad de los personajes refleja una de las facetas de la relativización de la

moral, de la moral ambigua del político medieval que ha desarrollado una refinada manera

de mentir, de aparentar, de convivir en la corte con sus pares, dotados de la misma

capacidad para la simulación.

Hamlet recurre a la teatralidad torturado por sus vacilaciones. Teme que el fantasma

que le ha revelado el regicidio no sea el espíritu de su padre asesinado sino una

representación del mal que busca provecho de su zozobra. El montaje de Hamlet sólo

pretende confirmar una sospecha, verificar una información que obtuvo de una fuente de

incierto origen. El fin que persigue es emocional: resolver una duda, aliviar una pena. Si

bien la confirmación de la sospecha desencadenará la tragedia, se debe a que Hamlet

actúa como un hombre de pasiones y no como un hombre de Estado. La teatralización

69
que realizan los personajes de don Juan Manuel, por el contrario, siempre busca fines

específicos: la restauración del orden o la trasmisión de una enseñanza. Incluso en

aquellos donde el objetivo se limita a obtener una ganancia monetaria, don Juan Manuel

los aprovecha para dar una lección por medio de la vergüenza y el ridículo.

La teatralidad no es sólo una herramienta literaria del Adelantado de Murcia. Es una

actitud frente al mundo y una manera de hacer política. Una actitud que invierte los

valores: obtiene la verdad representando una mentira. Una moral de carnaval, donde la

revelación se expresa en el ocultamiento, la cordura se obtiene al representar la locura y

la armonía del mundo se restablece a través del tono disonante de la simulación y la

apariencia.

70
Don Juan Manuel contra el rey y los nuevos ricos

Un fantasma recorría la España de don Juan Manuel: el fantasma del capitalismo. El

sistema feudal mostraba evidentes signos de declinación política y económica. Los

príncipes, que habían gobernado como soberanos locales durante siglos, veían menguar

su influencia al tiempo que crecía el poder central del rey. Los ricos omnes de la nobleza

advertían, además, una amenaza nueva, un grupo emergente que le disputaba la

preeminencia en la acumulación de capital: los comerciantes aventureros, como llama

Pirenne a los jornaleros pobres que aprendían el arte del comercio15.

Don Juan Manuel personificó, como dirigente y portavoz de su clase –la nobleza

principesca– ambos conflictos históricos, uno contra el rey y el otro contra la naciente

clase de comerciantes, y los llevó con fortuna al El conde Lucanor.

El escritor castellano lanza una condena al surgimiento de los comerciantes ricos. La

riqueza, dice, resulta necesaria y moralmente correcta si está en manos de los nobles,

pues se convierte así en herramienta de conservación del estamento, la honra y la fama.

El Adelantado, sin embargo, se da cuenta de que la acumulación de capital es el

elemento decisivo que convertirá a los comerciantes en una clase capaz de disputar el

poder. Lo descubre a tiempo, cuando en España el desarrollo del capitalismo era inferior

al que se producía en los reinos de Italia, país de navegantes que sostenían un intenso

intercambio con Constantinopla.

La acumulación de riqueza le plantea una contradicción, porque la admite y la estimula

siempre y cuando permanezca en los nobles: los grandes señores, afirma en el Libro

15
En Castilla se promulgan leyes especiales para la protección de los comerciantes (en privilegios
concedidos en 1281, 1289 y 1296). Sectores populares se sublevan en Córdoba en 1312 y en
Úbeda en 1331. En 1348, con la despoblación surgida de la peste, los trabajadores del campo
“demandaban tan grandes precios, sueldos y jornales, que quienes poseían las tierras eran
incapaces de pagar, y por esta razón las heredades se quedaban yermas y sin labores”, afirma un
documento del siglo XIV. Julio Rodríguez Puértolas concluye que “la estructura agraria tradicional
comienza a tambalearse y con ella la del sistema feudal todo” (p. 47). Los nobles ven amenazados
sus privilegios por el desarrollo de la economía monetaria y reaccionan con un reagrupamiento, no
sólo frente a las clases peligrosas de los mercaderes y los campesinos, sino frente a la monarquía.

71
Enfenido, deben tener buenas rentas y están obligados a incrementarlas cuanto puedan

“con derecho y sin pecado” porque por las rentas se acrecientan los haberes, y por los

haberes se mantienen los señores, las fortalezas, los amigos y los vasallos:

Y en esta manera –no haciendo los señores vileza, ni mendiguez, ni mengua de su honra y
de su estado por juntar gran tesoro– esto guardado, debe hacer lo posible por acumular el
mayor tesoro que pudiere. Porque bien creed que el gran señor que ha de mantener gran
tierra y muchas fortalezas, que nunca podría acabar grandes hechos, ni mantener gran
guerra largo tiempo, si tesoro no tuviere […] No se puede mantener la guerra ni llevar a
término grandes cosas sin dineros (Rodríguez Puértolas, p. 53).

De la misma manera el desclasamiento es la mayor desgracia que puede ocurrirle,

como afirma Patronio en el exemplum 45: “no hay en el mundo tan gran desventura como

ser muy mal andante el que solía ser buen andante”. La acumulación de capital, el

incremento de la fazienda en manos de un noble se convierte en una preocupación

esencial para un hombre de Estado.

La acumulación es un elemento decisivo para la conservación de los privilegios de

clase. Y como la suya es una visión clasista, su solución, de acuerdo con los exempla del

Conde Lucanor, se puede resumir en que la acumulación es lícita en la nobleza feudal,

pero reprobable e inmoral en el grupo emergente de comerciantes ricos. Este conflicto se

explica porque la historia lo enfrentaba a un cambio escandaloso: de repente surgían,

entre los miserables, hombres ricos, que no estaban unidos a los grandes señores por el

pacto vasallático, sino que eran trabajadores agrícolas desposeídos que viajaban de una

tierra a otra en busca de trabajo y que en la travesía aprendían el oficio del comercio.

El exemplum 14, “del miraglo que fizo Sancto Domingo quando predicó sobre el

logrero”, lo dedica a fustigar a ese nuevo sector: los tacha de inmorales y excluidos de la

gracia de Dios. Patronio reconoce que está en la naturaleza de un gran señor poseer un

cuantioso tesoro para cumplir con su responsabilidad. Pero si en acumular bienes

72
consume tanta energía que soslaye sus deberes con sus súbditos, su honra y su estado,

le pasará como al lombardo que vivía en Bolonia16.

El lombardo no pertenece a la nobleza, no es un gran señor ni un fijo dalgo. Se trata

sólo, como dice Patronio, de “un lonbardo que ayuntó muy grand tesoro et non catava si

era de buena parte o non, sinon ayuntarlo en cualquier manera que pudiesse”: un

representante de los comerciantes aventureros, que empezaban a minar el poder de la

aristocracia gobernante.

Cuando el millonario lombardo agoniza, Santo Domingo de Guzmán, que entonces

predicaba en Boloña, se rehúsa a acudir a su lecho a darle la extremaunción 17 “porque no

era voluntad de Dios que aquel mal hombre no sufriese por la pena por el mal que había

hecho”; el santo no llega al extremo de dejar sin asistencia espiritual al lombardo, y le

envía a uno de sus frailes. Los hijos del ricachón se alarman al saber que un religioso

había sido llamado al lecho de muerte, por el temor de que convenciera a su moribundo

padre de entregar su riqueza a la salvación del alma (es decir, a las arcas de la Iglesia).

Así que prefieren desembarazarse del fraile dominico que había ido en sustitución de

16
Es sintomático que el rico comerciante sea natural de un reino italiano. Henri Pirenne describe
que el resurgimiento del comercio en la Europa medieval se originó precisamente en esa región,
con el auge de los mercaderes de Venecia y Sicilia, que abrieron un mercado en Constantinopla.
Se erigen como una clase nueva con rasgos morales propios, que chocarán con los ideales de
abolengo de la aristocracia a la que pertenecía don Juan Manuel, y que evolucionarán hacia la
burguesía: “los comerciantes (mercatores) son hombres nuevos. Aparecen como creadores de una
riqueza nueva, al margen de los que detentan la antigua fortuna territorial, de cuya clase ellos no
proceden. Entre el ideal de la nobleza y la vida del mercader, el contraste ha subsistido durante
siglos y no está aún completamente disipado. Son dos mundos impermeables. De la Iglesia no hay
ni que hablar. Es hostil a la vida mercantil (…); tienen por antepasados a los pobres, es decir, a las
gentes sin tierra, masa flotante que azota el país, contratándose en la época de las cosechas y
corriendo aventuras y peregrinaciones (…) gentes sin tierra, no tienen nada que perder, y gentes
que no tienen nada que perder pueden ganarlo todo. Gentes sin tierra son gentes aventureras que
sólo cuentan consigo mismas y a quien nada estorba (…) No hay que olvidar que en un principio la
falta de honradez debió ser tan extremada como la violencia. La honestidad mercantil es una virtud
que llega muy tarde”. (Pirenne 1942, pp. 153-155).
17

No es casual que haya elegido a este santo para negarle el sacramento a un nuevo rico; Santo
Domingo, fundador de la Orden de Predicadores, era la figura religiosa más importante para don
Juan Manuel después de Jesucristo.

73
santo Domingo: le dicen que ellos lo llamarán a la hora requerida. El lombardo muere sin

socorro espiritual.

Al entierro acude, ahora sí, santo Domingo, quien lanza en su prédica una sentencia

evangélica: en donde esté tu tesoro allí estará tu corazón (san Mateo VI, 21; san Lucas

XII, 34). Sus palabras obran el milagro: el corazón aparece en el arca del tesoro del rico

lombardo. Pero al igual que su alma sin auxilio, su dinero malhabido y sus hijos

avariciosos, el órgano se halla corrompido y descompuesto: “Y estaba lleno de gusanos y

olía peor que ninguna cosa por mala ni podrida que ésta fuese”, declara Patronio para

finalizar el cuento.

En este exemplum, don Juan Manuel demuestra que entiende por “buena parte” la

riqueza que se relaciona con las responsabilidades y derechos de un príncipe medieval: la

herencia, los impuestos, las rentas de las tierras, el botín de guerra: las tareas a las que

consagró su vida, y que le permitieron tener castillo o villa cercada desde el reino de

Navarra al reino de Granada, como le presume a su hijo Fernando Manuel en el Libro de

las armas.

Pero no era sólo la emergente comunidad de mercaderes la que le planteaba un

desafío político. Mientras declinaba el poder de los señores feudales y los emperadores,

crecía la influencia de los reyes, que eran lo más cercano a nuestra figura de jefe de

Estado. Don Juan Manuel, por ser el “hijo segundón del hijo segundón de un rey”, como

dice Lida de Malkiel, nunca pudo aspirar al trono y se tuvo que conformar con atestiguar la

sucesión de sus parientes. Derrotado su anhelo monárquico, se desquitó en su obra. Los

exempla de Lucanor que tratan sobre la sucesión se inclinan sin ambigüedad por el

talento individual sobre la línea vertical de sucesión: resalta en uno de sus exemplum una

ridiculización del primogénito del rey y el halago de un fijodalgo sin posibilidades

sanguíneas de obtener un reino, pero dotado de mayor valor y méritos personales.

74
En el exemplum 24, “de lo que contesçió a un rey que quería provar a tres sus fijos” un

rey moro llega a la vejez con tres hijos varones; los hombres buenos del reino le piden

que elija quién lo sucederá. Al mayor lo llama un día de madrugada y lo manda a traer sus

vestidos y a preparar el caballo. Don Juan Manuel describe con lentitud, una por una, las

tareas encomendadas y la torpeza del muchacho para cumplirlas. El rey pide su traje: el

primogénito acude con el camarero; éste le pregunta qué traje quiere el rey; el joven

regresa con su padre a preguntarle qué traje quiere. Luego su padre le pide la aljuba, y el

joven acude de nuevo con el camarero, quien le pregunta qué aljuba quiere el rey; el

joven regresa con su padre… este proceso se repite con los zapatos, el caballo, la silla, el

freno, las espuelas y cada una de las necesidades del monarca. Después de que se ha

vestido, el rey prefiere quedarse en el palacio, y envía al joven a recorrer el reino en

compañía de los nobles y de una banda de trompetas y timbales. A su vuelta, ya de

noche, le pregunta qué le ha parecido el paseo y qué opina del estado del reino. “Creo

que esos instrumentos hacen mucho ruido”, se limita a responder el primogénito.

El experimento se repite con el segundo hijo, quien actúa con la misma torpeza de su

hermano mayor.

A la noche siguiente le toca al menor de los tres hijos, que es el único que demuestra

sentido común: acude a la recámara cuando su padre todavía duerme; una sola vez le

pregunta por los vestidos, calzado, caballo y silla. En su recorrido por el reino, visita las

mezquitas, el tesoro, los sitios y las personas notables, y pasa revista a los soldados y

caballeros. Su padre le hace la misma pregunta sobre el estado del reino. El menor le

responde que no le parece que fuera tan buen rey como debía, porque si lo fuese, pues

disponía de tan buena gente y de tanta, y de tanto poder y tan grandes riquezas, que todo

el mundo debería de ser suyo. Su respuesta termina de convencer a su padre sobre quién

debe ser el sucesor.

75
En sus versos finales sobre el sentido del exemplum, don Juan Manuel ratifica su

preferencia por el talento individual sobre los derechos de sangre: “Por las obras e

maneras podrás conosçer / a los moços quales deven los más seer” (Don Juan Manuel

1987, p. 173).

En el exemplum 25 don Juan Manuel aborda nuevamente el problema de la sucesión,

pero ahora lo sitúa en un principado cristiano. Durante una cruzada, el conde de Provenza

cae prisionero de Saladino, sultán de Babilonia. Aun preso, su talento y su lealtad lo llevan

a una ambigua posición: se convierte al mismo tiempo en el cautivo y en el consejero más

íntimo del sultán. Tan bien le aconsejaba y tanto confiaba en él que, a pesar de su

encierro, tenía tanto poder como tendría en su propia tierra, describe Patronio.

Antes de salir de cruzadas, el conde había dejado una hija muy pequeña. Con el paso

de los años, la niña alcanza la edad matrimonial y la familia le pide al conde que

seleccione con quién deben casarla entre los hijos de reyes y grandes hombres que la

pretenden. Ahora es el conde quien le pide consejo al sultán Saladino, quien le sugiere,

parco: “cásala con hombre”.

La condesa envía por escrito las cualidades y defectos no sólo de los hijos de reyes y

grandes hombres, sino del conjunto de los fijos dalgo de las comarcas provenzales. En

todos los candidatos hay “tachas”: algunos son mal acostumbrados en comer o beber;

otros son sañudos o solitarios, y algunos más se desprestigian por sus malos modos o

sus malas compañías.

Saladino recomienda a un candidato que ni siquiera había pretendido a la manceba,

un hombre de escaso linaje y menos riqueza que no había entrado a la competencia,

consciente de que no tendría posibilidades frente a los más ricos. El sultán le sugiere al

conde que es más de preciar el hombre por sus obras y no por su riqueza ni por la

nobleza de su linaje. De inmediato, el muchacho de poca estirpe demuestra cuánta razón

tuvo el babilonio en elegirlo sucesor en Provenza. Aun sin consumar su matrimonio sale a

76
rescatar a su suegro. Discreto, sin revelar su identidad, se inserta en la corte de Saladino

y se gana su amistad y su confianza, pero sin demostrarle sumisión. Un día, mientras

ambos cazan, lo toma preso, lo retiene en un galeón provenzal y le ofrece un canje: su

liberación a cambio del conde de Provenza. El sultán se la concede con gusto, ufanado

por el acierto en su consejo, y agradece a su cautivo conde colmándolo de riquezas.

La reflexión de Patronio al término del relato puede leerse como una confesión de don

Juan Manuel. Sobran ejemplos, le dice, de ricos y nobles que perdieron la riqueza y la

honra, frente a hombres menos privilegiados que acrecentaron su honra y su hacienda y

fueron más preciados por sus obras que por su linaje: y así todo el bien y todo el daño

nacen y vienen de quién es el hombre en sí, de cualquier estado que sea, subraya

Patronio.

Don Juan Manuel, firme defensor de los estamentos, emprende sin embargo la

hazaña ideológica de defender el valor del individuo sobre su clase social, y le abre la

puerta a la movilidad ascendente. En El conde Lucanor se cobra la afrenta de no nacer

rey con la ridiculización del primogénito y con la recomendación de elegir a los más aptos

de los descendientes reales tanto en un reino islámico como en el condado cristiano de

Provenza. El destino no le dio a don Juan Manuel la posibilidad de vengar a Jesucristo

pero sí de desagraviar en su obra, como dijo Lida de Malkiel, su “herida vanidad de

segundón postergado”.

El Conde Lucanor refleja la crisis del estamento nobiliario que gobierna la península

ibérica y el surgimiento de los grupos que la habrán de desplazar: la burguesía mercantil y

los reyes. Marx escribió, en el siglo XIX, que ante el fantasma del socialismo se unían el

Papa y el zar, los radicales franceses y los polizontes alemanes. En el siglo XIV el frente

contra la nueva clase social, retratado en el Libro de los enxiemplos, lo integran santo

Domingo, la nobleza castellana y Dios mismo, que mueve de lugar el corazón del nuevo

rico al escuchar la prédica de su inquisidor. Se trata del fantasma del capitalismo, que

77
reclama su lugar en la repartición del poder. Don Juan Manuel da la pelea y, aun cuando

su batalla contra los reyes y la burguesía esté perdida en el ámbito histórico, vuelve a

ganar en el terreno literario: el primogénito del rey es incapaz de dirigir un reino, y el

emprendedor comerciante de Boloña no es más que un avaro infeliz de cuya memoria

pervive un corazón pestilente.

78
El rey va desnudo

Uno de los lugares comunes más afortunados en la política es el dicho “el rey va

desnudo”, porque apunta tanto al líder encumbrado que se ha sumido en el autoengaño –

el rey–, pero al mismo tiempo acusa a una comunidad que se ha vuelto cómplice de la

farsa de su dirigente. Esa colectividad sabe que ha sido estafada pero opta por ignorar la

verdad. La mentira se repite mil veces hasta que parece real: nadie se atreve a decir “el

rey va desnudo” y la simulación pública arropa al emperador. La verdad se reduce a

murmullo, pues quien ose denunciar el fraude se convierte en un traidor o se exhibe como

un tonto. Sólo el que no tiene nada que perder, un niño o un esclavo, lo grita en la plaza:

“¡el rey va desnudo!” y la revelación desnuda al rey y también a su corte y a su pueblo.

Como Adán y Eva al morder el fruto, todos caen en cuenta de que han vivido encuerados.

Es el ridículo. Un ridículo tan colectivo como el engaño. Sólo hay una forma de zafarse

de él: apuntando al rey con el índice. Señalándolo. Los demás estamos vestidos. Nada

más él va desnudo. Y luego viene el rito de liberación: la risa, la carcajada que termina por

separarnos del rey desnudo. Nos burlamos de su desgracia, de su ridículo. Cuando

reímos lo dejamos solo y la risa nos cubre. “¡El rey va desnudo!” se convierte en el grito

liberador del colectivo que ha llegado a la verdad sólo después de que se vio desnudado

por ella.

La risa rasga la vestidura de la normalidad: es subversiva porque rompe el protocolo y

la solemnidad de las ceremonias. La Edad Media, que se creía inmutable y eterna,

mantenía una relación incómoda con la risa. La condenaba desde la oficialidad del clero

pero la toleraba en la calle. Graciela Cándano dedicó un libro, La seriedad y la risa. La

comicidad en la literatura ejemplar de la Baja Edad Media, al humor en las colecciones de

exempla del crepúsculo medieval hispánico. Afirma Cándano: “La risa abierta se

contraponía a la cultura oficial, a su tono serio y ascético, a ese mundo donde el llorar a

79
mares era un lugar común, ya sea en las procesiones, los sermones, los entierros o ante

la representación de la pasión de Jesucristo” (Cándano 2000, p. 27).

La Edad Media había heredado de los Padres de la Iglesia la visión grave de la vida.

San Juan Crisóstomo había afirmado en el siglo IV que Jesucristo no reía.

San Juan Crisóstomo también declaró que las burlas y la risa no provenían de Dios, sino
que eran una emanación del diablo, y condenó a los arrianistas por haber incorporado al
oficio religioso el canto, la gesticulación y la risa. Desde sus orígenes, pues, el cristianismo
condenó la risa (Cándano 2000, p. 31).

En los inicios del cristianismo, San Anastasio, también Padre de la Iglesia y Obispo de

Alejandría, afirma acerca del famoso penitente San Antonio Abad que “no tuvo que luchar

contra la risa” después de haberse adiestrado en la soledad del desierto durante 20 años.

(Cándano 2000, p. 32). San Efrén Siro escribió una amonestación contra las risas de los

monjes y san Benito exhorta a la seriedad en la Regla de fundación de la orden

benedictina. Juan de Salisbury, obispo de Chartres, advertía del riesgo en el que ponían

su alma quienes ofrecían regalos a los bufones, por ser éste un oficio depravado.

Bernardo de Claraval, doctor de la Iglesia, afirmó que los caballeros seculares debían

tener horror a los cómicos, magos, cuentos, canciones burlescas y comedias.

Pero el Medievo fue también el esplendor del carnaval, la fiesta de la carne y de la

inversión de valores. “El hombre medieval, abatido por el orden universal impuesto por las

jerarquías del clero y la nobleza, concebía los festejos como su Reino, y reía”, (Cándano

2000, p. 34). Si la risa era un antivalor para los doctores de la Iglesia, en el carnaval

nadaba en sus aguas. Bajtín resalta “la fiesta de los locos o los tontos” o Charivari, donde

se comía morcilla en los altares y se paseaba a burros vestidos de obispo, y “la fiesta de

los burros” en donde se parodiaba los ritos religiosos repitiendo “¡hi ha!” en cada parte de

la misa.

En la vida social, ser objeto de la risa equivalía a ver reducida la honra y la fama, esos

dos conceptos tan caros para la nobleza feudal. Los escritores de literatura ejemplar

80
advirtieron el poder punitivo de la burla y lo usaron como propaganda. El Sendebar, por

mencionar uno (cuya versión española data de 1253) es una colección de cuentos acerca

de personajes que obtienen lecciones tras ser ridiculizados. Útil en la campaña misógina

de la época, narra anécdotas de maridos bobos que, o bien son engañados por sus

esposas, o bien provocan su propio infortunio por descuido o ignorancia.

Don Juan Manuel entendió la fuerza pedagógica del ridículo y la convirtió en una

lección política para nobles y reyes. En la ideología juanmanuelina ser objeto de ridículo

se vuelve una circunstancia penosa, sólo menos grave que perder el estamento, la

“honra” o la “fazienda”, porque con el ridículo se merma la fama, factor de estabilidad

política. Don Juan Manuel ridiculiza a integrantes de la élite, a soberanos, pero también al

filósofo moro que pierde su prestigio al entrar involuntariamente al callejón de las putas

urgido de descargar los intestinos (exemplum 45).

En tres exempla de El Conde Lucanor se ridiculiza a reyes: en el 20, el 32 y el 5118. En

el 32 y en el 51 el punto de partida de la situación cómica es el desnudo. Según John

Esten Keller (citado por Cándano 2000, p. 56) hay tres tipos de situaciones cómicas en los

exempla medievales. El primero y más importante es “el desconcierto” y, dentro de éste,

la desnudez. “No había nada más cómico en el hombre medieval que el desnudo

involuntario”, dice Keller, y María Jesús Lacarra agrega que la desnudez es un motivo

cómico en la medida en que las reglas sociales exigen que los hombres estén vestidos.

Según Keller, los otros dos motivos hilarantes en los ejemplarios medievales son, uno, los

ridículos relacionados con las clases sociales y, dos, los que versan acerca del

comportamiento de profesionales (el ridiculizar oficios). Al exhibir a los reyes don Juan

18
Los filólogos discuten si el exemplum 51 salió de la pluma de don Juan Manuel o si se trata de
una interpolación. Me inclino a pensar que el Adelantado de Murcia no es autor de este cuento, por
las mismas razones de Antonio Blecua y Lida de Malkiel: exceso de citas bíblicas y en latín (que no
aparecen en ningún otro exemplum) y la defensa de la Inmaculada Concepción, que era un tema
conflictivo para los dominicos. A pesar de ello lo incluyo en el análisis porque es imposible saber
con certeza qué escribió el rebelde infanzón y qué le debemos a los copistas. A nosotros nos llegó
El Conde Lucanor con el exemplum 51 y en virtud de que no desmerece de la calidad de los
mejores relatos de la colección, lo considero como parte del cuerpo.

81
Manuel reúne los tres patrones de Keller: el desnudo, la burla a la condición social y a la

profesión de gobernante.

Don Juan Manuel condena con el ridículo la ambición desmedida, la soberbia y la

ingenuidad de los monarcas. En el exemplum 51 un rey cristiano muy orgulloso de su

soberbia se inconforma con el pasaje evangélico “Deposuit potentes de sede et exaltavit

humildes” (que Patronio traduce “Nuestro señor Dios tiró e abaxó a los poderosos

soberbios del su poderío et ensalçó los omildosos”) y manda corregir las Escrituras e

insertar “Et exaltavit potentes in sede et humildes posuit in natus” (que Patronio traduce

“Dios ensalçó las siellas de los sobervios poderosos et derribó los omildosos”, don Juan

Manuel 2000, p. 68).

Mientras el rey se baña, Dios envía a un ángel que toma su imagen, se pone sus

vestidos, se retira del baño con la comitiva real y le deja unos andrajos en lugar de los

ricos ropajes. El monarca se enfrenta a un ridículo privado, íntimo, cuando llama a su

servidumbre sin obtener respuesta, desde el interior del baño. Está desnudo frente a sí

mismo.

El autor escarnece repetidamente al soberbio reyecito: lo hace vestir los paños “viles y

rotos” y salir así a la calle. En la puerta de su palacio el guardia lo hiere con la maza

cuando el pobre rey exige, a golpes, su derecho a entrar. Le pasa lo mismo con su

mayordomo y le va peor con su esposa, la reina, que lo manda echar a palos. El ridículo

es mayor cuando se ve obligado a pedir limosna, al tiempo que reprocha a la gente su

condición de pordiosero siendo el rey de esa tierra. Es un loco como tantos que

deambulan por las calles creyendo que son lo que no son. El rey se somete así a la

desnudez, al desclasamiento y a la locura (él mismo llega a pensar que está loco y que

nunca ostentó la corona).

Detrás de la preocupación de don Juan Manuel por la soberbia resalta su condena a la

ambición y la avaricia. En el exemplum 20, “de lo que contesçió a un rey con un omne

82
quel dixo quel faría alquimia”, el ridículo se descarga sobre un ingenuo rey deslumbrado

por la riqueza fácil.

La construcción de las escenas humorísticas en los exempla de El Conde Lucanor

revela desde el principio la trampa de los estafadores y la candidez de los engañados. En

el exemplum 20 Lucanor le pide a Patronio consejo sobre la oferta de un hombre que le

pide dinero y le asegura que lo multiplicará por 10. Patronio, en el relato que le da

respuesta a la inquietud de su señor, habla desde el principio de un “golfín” –“ladrón,

vagabundo y farsante” según Blecua. Este pícaro quiere salir de la pobreza y sabe de un

rey que se afanaba en hacer alquimia y que Patronio describe como “de non muy buen

recado”.

En un capítulo anterior nos ocupamos de la teatralidad como recurso central en la

visión juanmanuelina. Los exempla donde se escarnece a los reyes son un paradigma

central de esta manera de entender la política. En el 51 un ángel enviado por Dios

encarna al soberano; en el 32 es el monarca mismo, la corte, el pueblo entero y los

estafadores quienes asumen conscientemente su parte en el montaje; en el exemplum 20

el golfín monta una representación a gusto de su víctima: se hace pasar por un misterioso

sabio poseedor de la fórmula para obtener oro. El golfín es alquimista al revés: mezcla el

oro de cien doblas con elementos corrientes y las convierte en cien pelotas de un material

sin valor que el propio embaucador llama “tabardíes”. Para coronar la farsa, el pícaro las

vende al equivalente a dos o tres doblas de oro.

La farsa se desarrolla al gusto del embaucador. El monarca lo manda llamar y lo

observa producir oro con materiales baratos; aprende la técnica y su ambición se dispara:

cada vez que duplica la fórmula se duplica el oro. El golfín le había advertido que todos

los componentes eran imprescindibles. Cuando se agota el tabardí se termina también la

mágica generación del metal precioso. El rey provee de “muy grand aver” al alquimista

para que consiga ese raro ingrediente. Satisfecha su ambición, el golfín no se aparece

83
nunca más en esa villa, y le deja una nota en un baúl: “Bien creed que non a en ‘l mundo

tabardíe; mas sabet que vos he engañado, et cuanto yo vos dizía que vos faría rico,

deviérades me dezir que lo feziesse primero a mí et que me creeríedes” (don Juan

Manuel 2000, p. 130).

En los tres cuentos de ridiculización de reyes, la lección queda incompleta si el pueblo

no se mofa de su gobernante. La escena inmediata retrata a un grupo de amigos que,

días después de la confesión escrita, bromean y agrupan a los hombres según sus

defectos y virtudes. Entre los de poco juicio colocan a su rey. Inconforme, éste los manda

llamar y les propone que lo saquen a él de la nómina de los tontos si el golfín vuelve a

esas tierras. Patronio no se ocupa de finalizar el relato y queda claro que nunca pudo

transmutar su nombre por el del golfín de la lista de ingenuos. La lección a Lucanor es

que, si el gobernante no quiere ser clasificado entre los hombres de “mal recabdo”,

desista de aventurarse en negocios que parecen muy fáciles.

Occidente le debe a don Juan Manuel la frase que se citó al principio de estas líneas y

que se ha convertido en un dichoso lugar común en la política: “el rey va desnudo”. El

enxiemplo 32 “de lo que contesçió a un rey con los burladores que fizieron el paño” trajo

de Oriente la anécdota que popularizaría en el siglo XIX Hans Christian Andersen con Los

vestidos nuevos del emperador. Así como en el exemplum 20 Patronio estableció desde

el principio que el estafador era “un golfín”, aquí llama “burladores” a los falsos sastres

que le ofrecen al rey un paño invisible para quienes no son hijos de quien dice ser su

padre. Patronio agrega que

Al rey plogó de esto mucho, teniendo que por aquel paño podría saber quáles omnes de su
regno eran fijos de aquellos que devían seer sus padres o quáles non, et que por esta
manera podría acresçentar mucho lo suyo; ca los moros non heredan cosas de sus padres
si non son verdaderamente sus fijos” (don Juan Manuel 2000, p. 187).

En este exemplum se despliega el mejor humor de don Juan Manuel: los vivales se

encierran en un palacio con oro y plata a confeccionar el paño; el rey, antes de

84
arriesgarse, manda a sus cortesanos de mayor confianza a verificar los avances. Cada

uno sufre el mismo pánico de sentirse deshonrado cuando ven a los cortadores bordando

en el aire. Un deshonor que destruiría sus vidas por no ser legítimos herederos de

apellidos, herencias y cargos. El rey mismo teme la pérdida de su reino y “se tiene por

muerto” cuando es incapaz de ver el paño. El pavor lo lleva a asumir la misma actitud de

sus colaboradores: alabar el textil con ahínco. Para desengañarse, manda a su alguacil,

quien experimenta la misma zozobra cuando no ve nada y corre a elogiar el textil para

encubrir su origen ilegítimo. El hombre que debería ser de su mayor confianza y el de más

depurado criterio, el privado, asume la misma reacción al temerse descubierto. Al rey no

le queda más que contribuir a la farsa y exhibir su desnudez ante el pueblo.

La aportación del cuento, lo que le da la trascendencia política y literaria, es la escena

en donde las masas forman parte de la representación teatral del paño maravilloso: todos

temen ser deshonrados si confiesan que ven a su rey en cueros.

Fasta que un negro que guardava el cavallo del rey et que non avía que pudiesse
perder, llegó al rey et díxol:
-Señor, a mí no me enpeçe que me tengades por fijo de aquel padre que yo digo, nin
de otro, et por ende, dígovos que yo so çiego o vós desnuyo ydes (don Juan Manuel 2000,
p. 190).

En la versión de Andersen es un niño el que lanza el grito liberador. Don Juan Manuel

elige a un palafrenero negro: los más bajos de la escala social se convierten en los

elementos del desengaño. Eso significa un doble castigo para el rey: además de ser

exhibido en público, lo exhiben los menos valorados de la sociedad.

Un efecto colateral de los exempla de don Juan Manuel es cuestionar la capacidad de

los reyes de mantener el sistema feudal: en los tres casos los monarcas son tontos,

rapaces o soberbios. La lección esencial, sin embargo, es la siguiente: no poner en

peligro el poder existente por el poder codiciado. Se trata de una ideología defensiva,

conservadora y realista por conveniencia. En el exemplum 20 un rey posee la fórmula

85
para obtener oro; en el 32, el rey supone tener en sus manos un instrumento de extorsión

contra quienes no son hijos legítimos, y en el 51 el soberano se cree superior a Dios. En

los tres casos las ambiciones se vuelven contra los monarcas.

El Adelantado de Murcia había sido un emprendedor que en política actuó siempre al

ataque: estuvo en guerra contra su rey, pactó alianzas con cristianos y moros, organizó

ejércitos, conspiró, buscó los matrimonios más convenientes para él y sus hijas, acumuló

riquezas y enemigos. Al final del día, el esfuerzo sirvió sólo para conservar lo que ya

tenía: los adelantamientos de Murcia y la frontera, la libertad de Constanza Manuel y la

condonación de los costos derivados de sus lances.

El valor que don Juan Manuel otorga a la risa lo ubica una vez más como un

renovador cultural de su época. El uso de la lengua vulgar y la importancia otorgada a la

noción de autor son otros de los principios que lo pusieron a la vanguardia. Lo paradójico

es que la audacia formal de su literatura se ocupe de promover un conservadurismo

político. La burla es un castigo para los ambiciosos pero también es una advertencia

contra los emprendedores. Los reyes castigados buscaban propósitos políticos benéficos:

multiplicar el oro, dominar a sus semejantes por la extorsión y superar a Dios. Parecen

anhelos comunes a cualquier gobernante con anhelos de absolutismo. Pero don Juan

Manuel sabía que no habían llegado esos tiempos. Eran épocas de tensión entre reyes y

nobles y de declinación del sistema feudal. Eran tiempos de vestirse con los paños del

realismo y esconder la desnudez de un modelo que empezaba a agotarse.

86
La cabeza de todas las bondades

El valor político y moral de El libro de los exiemplos del conde Lucanor e de Patronio sería

menor si don Juan Manuel se hubiera limitado a defender sus intereses de clase, pero no

se redujo a ello. En éste, como en el ámbito literario, el genio del Adelantado de Murcia se

dirigió a la búsqueda de la individualidad.

Fue el primer escritor español en asumir una conciencia de autor, en cultivar un estilo,

un discurso y un mensaje personales: en sus manos la tradición cuentística oriental, que

le enseñaron los predicadores dominicos, se convirtió en un material nuevo, con un sello

estético y una función histórica propia, y así como su literatura trazó un camino hacia la

originalidad, también fue capaz de trascender los intereses de su clase y postular un

pensamiento político cuyo objetivo fue la construcción de una ética del individuo.

Hemos juzgado a don Juan Manuel como un ideólogo del oportunismo. Su principio

fue la conservación del poder y su moral fue ambigua y relativa, como lo exhibe su elogio

a la Mentira, su poca confianza en la Verdad y su descripción de cómo el Bien vence al

Mal con el mal (aunque diga lo contrario). Su talento literario, sin embargo, no sirvió sólo a

los intereses de su clase, sino también a la defensa de una escala personal de valores en

donde la amistad, la humildad y, por encima de todos, la vergüenza, adquirieron una

importancia similar a la custodia de la sociedad estamental de su época. El escritor

castellano incluso emprende una reivindicación de la mujer y del amor muy avanzada

para su época.

A pesar de su promoción de la guerra santa contra los moros, don Juan Manuel elige

a un musulmán, Saladino, el sultán de Babilonia, como su paradigma de soberano. Es el

único rey que protagoniza dos exempla, el 25 y el 50, y en ambos se le retrata como un

rey sabio, capaz de asumir los papeles de consejero y de aconsejado.

En una visita a un pueblo apartado, Saladino se enamora de la esposa de un vasallo.

El deseo sexual y el impulso amoroso no habían aparecido en ningún relato precedente:

87
no ha estado en las preguntas de Lucanor (a lo más que se aproxima es a inquirir acerca

de la relación de sus hermanos con sus esposas) ni Patronio se había interesando en

contar una historia amorosa; las relaciones entre hombre y mujer se han determinado por

la conveniencia, la movilidad social ascendente o la razón de Estado.

En el Libro de los enxiemplos a la mujer le toca una suerte peor que al amor. En sus

pocas apariciones como protagonista resulta distraída y soñadora, como doña Truhana,

que rompe el cántaro de leche (exemplum 7), o francamente diabólica, como la falsa

beguina que destruye un sólido matrimonio de dos campesinos y de paso provoca una

matanza (exemplum 42). De esta manera don Juan Manuel no se aparta de la tradición

misógina de la época, cuya huella literaria está precisamente en las colecciones de

exempla19. Por ello resulta sorprendente en el exemplum 50, “de lo que contesçió a

Saladín con una dueña, muger de un su vasallo”, ver al poderoso sultán loco de deseo,

poseído por una fuerza desconocida que lo hará convertirse en juglar, cazador y poeta;

endiablado, porque Patronio afirma que ha sido el Diablo quien pone en el talante de

Saladino que olvide sus obligaciones y ame a la dueña como no debe20. Un mal consejero

sugiere al sultán que le otorgue a su marido un cargo en una tierra lejana. Ya en su

recámara, con su esposo enviado a un lugar apartado, Saladino le declara su amor a la

señora.

–Bien sé que el amor no es en poder del hombre, antes es el hombre en poder del

amor –le dice ella, en medio de reflexiones sobre el deseo y el papel de la mujer en el

amor.

19
El Sendebar o Syntipas, por ejemplo, se subtitula Libro de los engannos e los assayamientos de
las mugeres. Véase el estudio de Graciela Cándano, La harpía y el cornudo, acerca de la misoginia
en las colecciones de exempla medievales.
20
El diablo es quien le inocula un enamoramiento que desencadenará la acción del relato y la
búsqueda de la sabiduría, de la misma manera como la serpiente le dio a Eva el fruto del árbol del
conocimiento, y liberó al hombre de “la eterna felicidad del imbécil contento” –como dice Michel
Onfray– a la que estaba condenado en el paraíso.

88
La esposa le reclama que los grandes señores, una vez que han atraído hacia sí a las

mujeres sencillas, las olvidan y las desprecian. Y le pone una sola condición antes de

ceder: que le diga qué es lo más preciado que puede tener un hombre: la madre y cabeza

de todas las bondades.

Entre los sabios de la corte de Saladino se enciende un debate acerca de la mayor de

todas las virtudes: ser de buena alma, afirma uno, pero se le refuta porque aquello podría

ser cierto para el otro mundo, pero no para éste; ser leal, propone otro, pero se le replica

que un hombre leal podía ser a la vez cobarde o mezquino. Insatisfecho, Saladino

convoca a dos juglares, él mismo se disfraza de juglar y sale al mundo a buscar la

respuesta. Pero no la encuentra en ninguno de los dos centros de la cristiandad: ni en la

curia romana “donde se ayuntan todos los cristianos” ni en la corte del rey de Francia. Se

cansa de preguntar en las cortes. Agotado, casi arrepentido por el largo viaje, ya su

búsqueda no obedece tanto al amor por la esposa de su vasallo, sino por su autoestima

de príncipe, pues es deshonroso a los grandes señores que dejen sin terminar lo que

empezaron.

A punto de regresar a Babilonia con las manos vacías, los tres juglares se encuentran

a un cazador que los invita a cenar. Su padre, un anciano ciego, apenas escucha la

pregunta de uno de los juglares y descubre que se trata del sultán, a quien había servido

en su palacio muchos años atrás. Le dice:

–La mejor cosa que el hombre puede tener, y que es madre y cabeza de todas las

bondades, os digo que es la vergüenza; y por vergüenza sufre el hombre la muerte, que

es la cosa más grave del mundo, y por vergüenza deja el hombre de hacer todas las

cosas que no le parecen bien, por más voluntad que tenga de hacerlas. Y así en la

vergüenza se inician y terminan todas las bondades y la vergüenza es el punto de partida

de todos los malos hechos.

89
De regreso a la recámara de su amada, la esposa de su vasallo, Saladino revela la

respuesta y exige el cumplimiento del compromiso. ¿Eres el mejor hombre del mundo?, le

replica ella. Sí, no hay otro mejor que yo, responde Saladino. Entonces si dices que la

vergüenza es la cabeza de todas las bondades y que tú eres el mejor hombre del mundo,

te pido que te avergüences de lo que me has pedido.

Quando Saladín todas estas buenas razones oyó e entendió cómmo aquella buena dueña,
con la su vondat e con el su buen entendimiento, sopiera aguisar que fuesse él guardado
de tan grand yerro, gradesçiólo mucho a Dios. E commoquier que la él amava ante de otro
amor, amóla muy más dallí adelante de amor leal e verdadero, qual debe aver el buen
señor e leal a todas sus gentes (Don Juan Manuel 1987, 299, subrayado mío).

La defensa de la sociedad, de la preeminencia de la caballería y de la reivindicación

del estado nobiliario pudieron llevar a don Juan Manuel a elegir otra virtud como madre y

cabeza de todas las bondades: la honra o la salvación del alma según el estamento de

cada persona (como en el Libro de los estados). Por otro lado, su apego a la ortodoxia

dominica, su búsqueda de una perfección espiritual de acuerdo con los preceptos de la

Iglesia lo hubieran conducido a elegir la fe y el temor a Dios como la mayor de todas las

virtudes, pero el Adelantado de Murcia optó por un valor laico y no religioso, individual y

no corporativo: la vergüenza, que es un valor independiente de la clase o posición social,

del cargo, el origen, la limpieza de sangre y aun de la fe en algún Dios verdadero. Está al

alcance del vasallo, el clérigo, el caballero y el rey.

El desarrollo del amor no es menos interesante en este exemplum. Se expresa al

principio como el amor cortés de la época, cuando Saladino se enamora y por su amor

compromete, primero, su honra como príncipe, y abandona luego el gobierno para buscar

la solución. En el viaje ese amor endiablado se vuelve un amor al saber: ya no lo impulsa

tanto la obsesión con la esposa del vasallo, como su necesidad de encontrar la respuesta,

aunque don Juan Manuel lo matice como la obligación de clase que tiene un gran señor

de concluir sus empresas. Y su evolución concluye en un amor político: “E commoquier

90
que la él amava ante de otro amor, amóla muy más dallí adelante de amor leal e

verdadero, qual debe aver el buen señor e leal a todas sus gentes”. Patronio enfatiza que

se convierte en un amor leal, que es el amor verdadero que el buen señor le debe tener a

todas sus gentes, un amor a su colectividad desde su posición de gobernante.

Don Juan elige a una mujer como el paradigma del buen consejero, del sabio que

educa al sultán, y la sitúa en las antípodas del mal consejero que recomienda alejar al

marido con una embajada. Los diálogos de la mujer son de poeta o filósofo, y sólo al final

se echa a llorar para despertar la vergüenza de su señor, que reconoce que su bondad y

su buen entendimiento lo salvaron de cometer un error mayúsculo.

Es decir, don Juan Manuel se reserva para el último o penúltimo cuento de la

colección –según se acepte o no la autenticidad del exemplum 51– la defensa de un valor

ético, individual y laico –la vergüenza– como el mayor que puede poseer el hombre; ahí

mismo reivindica a una mujer como el buen consejero y expone además una visión

personal donde el amor evoluciona del amor cortés al amor al saber y luego al amor

político. Y además se da el lujo de sugerir que en los centros políticos del cristianismo, la

curia del Papa y la corte del rey de Francia, no se tiene ni idea de la vergüenza.

Este exemplum, el 50, es el resumen de las preocupaciones morales y espirituales de

don Juan Manuel, que aparecen con mayor énfasis en los últimos 12 cuentos de la

colección. “El libro del Conde Lucanor se va a cerrar con un grupo de exemplos (41-50)

en los que los aspectos concretos de la existencia individual irán siendo sustituidos por

consideraciones de carácter principalmente religioso […] Al final del libro, pues, lo que se

desea alcanzar es un determinado grado de perfección interior”, afirma Fernando Gómez

Redondo en la Historia de la prosa medieval castellana (1998, p. 1175).

Se puede refutar el carácter “principalmente religioso” de las inquietudes de don Juan

Manuel cuando menos en el exemplum 50, pues la vergüenza es un concepto

independiente de Dios y de escasa tradición judeocristiana. Sin embargo, hay que estar

91
de acuerdo con Gómez Redondo en que don Juan Manuel se supera a sí mismo en la

última docena de cuentos de la colección. Sus preocupaciones se vuelcan a la salvación

del alma, la buena fama, el bien y el mal, la amistad y la vergüenza.

En dos exempla la preocupación central es la fama: el 41, “de lo que contesçió a un

rey de Córdova quel dizían Alhaquem” y el 46, “de lo que contesçió a un philósopho que

por ocasión entró en una calle do moravan malas mugeres”. Una diferencia sustancial

entre ambos es que el primero se refiere a una fama como asunto de Estado, porque su

protagonista es un rey, mientras en el segundo la fama no está relacionada con una

preocupación política: su personaje principal es un filósofo con dificultades para cagar.

Alhaquem, como ya se detalló en otro capítulo, es el rey moro que primero hizo el hoyo en

la flauta y después terminó la mezquita de Córdoba.

Patronio cuenta la historia porque Lucanor, aficionado a la cacería, se avergüenza de

que se burlen de que sus proezas se limiten a los añadidos que ha hecho a las “piuelas” y

a los “capiellos”: correas y caperuzas de los halcones (recuérdese que don Juan Manuel

escribió El libro de la caza). Y enfatiza que debe preocuparse por hacer obras magnas,

buenas y nobles, como le corresponde a los grandes hombres. De esa manera, la

inquietud de Patronio por la fama tiene que ver con un fenómeno que desde el siglo XX

hemos llamado “opinión pública”: la buena fama de un gran señor se relaciona con la

estabilidad de su reino. Si bien es requisito para un príncipe que sus obras sean tales que

se hable de ellas después de su muerte, también lo es que el reconocimiento y la

admiración deben ocurrir en vida: son, de alguna manera, un refrendo moral a su

actuación como cabeza de una sociedad en donde los cargos eran hereditarios y la

opinión de los súbditos debía manifestarse por vías subterráneas, como la burla o el

enaltecimiento de sus reyes.

La amistad merece también dos exempla en la última docena de la colección: el 44 y

el 48, ambos de magnífica factura literaria. El primero, “de lo que contesçió a Pero Núñez

92
el Leal, e a don Roy Gonzales Çavallos e a don Gutier Roiz de Blaguiello con el conde

don Rodrigo el Franco” es una exaltación de la lealtad y la abnegación. Tres caballeros

acompañan a su señor, Rodrigo el Franco, a un retiro a Jerusalén después de que ha

contraído lepra. Para que su señor no se sienta avergonzado, ellos beben del agua con la

que le lavaron las pústulas. Cuando muere, los caballeros esperan a que el cadáver se

descomponga para llevar la osamenta de vuelta a su tierra. La misma lealtad que le

profesan a su señor la reciben los caballeros de sus esposas al término del relato. El

exemplum 48, “de lo que contesçió a uno que provava sus amigos”, lleva ese concepto de

amistad al plano espiritual. Un medio amigo es aquel que intercede por ti, acepta tus

pecados y encubre tus crímenes, mientras el amigo completo es aquel que sacrifica a su

hijo para que tú libres la condena de muerte. Patronio aclara que el medio amigo es una

analogía de los santos y la virgen María, quienes interceden ante Dios y piden el perdón

de tus pecados, mientras tu amigo completo es Dios, quien sacrifica a su hijo por tu

perdón.

Los exemplos de la última docena, y en particular el 41, 44, 45, 46, 48 y 50 están entre

los de mayor calidad literaria de la colección: en ellos no hay maniqueísmo; a diferencia

de cuentos anteriores, no se componen de un bloque protagónico contra otro antagónico

(como la repetida estructura del buen consejero contra los malos consejeros). Los

personajes son víctimas de sus decisiones y no sólo del ataque de grupos con intereses

contrarios. Rodrigo el Franco adquiere lepra porque le ha achacado falso testimonio a su

mujer. El milagro de Dios –así es como llama Patronio al hecho de que Rodrigo se vuelva

leproso– ocurre inmediatamente después de que ella pide al Señor que lo castigue por la

calumnia. Pero aun este acto de una mujer contra su marido, un “omne bien andante” no

despierta la condena de Patronio, que simplemente enuncia el hecho.

Quizá tenga razón Gómez Redondo al afirmar que los últimos exempla de la colección

se orientan a la búsqueda de una perfección espiritual, pero la elección de la vergüenza

93
como la mayor de todas las virtudes, y no el amor y el temor a Dios, revela que don Juan

Manuel había asimilado y estaba de acuerdo con la separación de poderes que ocurre al

final de la Edad Media21, y que su pensamiento al respecto es una reacción al ascetismo

de las órdenes mendicantes. El férreo defensor de la dominación, el promotor de la guerra

santa y el canalla que perseguía y defenestraba a sus detractores era, además, un

hombre de ideas propias que eligió a una mujer como el consejero más sabio, a un

musulmán como el rey más prudente y a un valor laico –la vergüenza– como la cabeza de

todas las bondades.

21
Jacques Le Goff afirma que la disputa en la Edad Media entre los emperadores y los papas
condujo a dos fenómenos políticos: uno de ellos, la aparición de los reyes, y el otro, la separación
de los poderes temporal y espiritual. “El conflicto entre el más poderoso de los reyes, el rey de
Francia, Felipe el Hermoso, y el papa Bonifacio VIII, termina con la humillación del pontífice, que
incluso es abofeteado en Agnani (1303), y con la cautividad del papado en Aviñón (1305-1376). El
enfrentamiento, en la primera mitad del XIV, entre el papa Juan XXII y el emperador Luis de
Baviera, no significará más que la supervivencia de estas luchas, que permitirá a los partidarios de
Luis, sobre todo a Marsilio de Padua en su Defensor pacis (1324), definir una nueva cristiandad
donde los poderes temporal y espiritual se hallan claramente separados. La defensa del carácter
laico de los poderes alcanza con él la categoría de ideología política. El último gran partidario de la
mezcla de poderes, Dante, el último gran hombre de la Edad Media, a la que resumió en su obra
genial, murió con la mirada vuelta hacia el pasado en el año 1321” (Le Goff, p. 84).

94
Epílogo. La dulce medicina

Teoría y estilo literario en El conde Lucanor

Cuando los médicos quieren que una medicina cure el hígado, porque al hígado le gusta

lo dulce, acompañan a esa medicina de azúcar o miel, para que el hígado, cuando atraiga

hacia sí la dulzura, lleve con ella la medicina que le ha de aprovechar.

Con esta analogía ilustra don Juan Manuel su teoría literaria, una teoría que otorga

igual importancia al mensaje que se pretende transmitir que a la forma con la que se debe

contar. “Y a esta semejanza, con la merced de Dios, será hecho este libro, y quienes lo

leyeren, si por su voluntad tomaren placer de las cosas provechosas que encuentren,

estará bien”, afirma en el prólogo al Conde Lucanor.

La medicina cura al hígado como los exempla previenen y corrigen las equivocaciones

de los grandes hombres. Pero se necesita la dulzura de las palabras “falagueras” y el

poder poético de los cuentos a fin de que la enseñanza la reciba de grado el lector o el

auditorio de la obra. Don Juan Manuel se asume como un médico de las conciencias que

quiere ayudar a sus pacientes a conservar su estado, mantener su hacienda y su honra y

encontrar el camino para la salvación de su alma; es decir, defiende la función social y

pedagógica de su escritura. Pero sitúa al mismo nivel el continente del contenido. Porque

si bien la dulzura formal que persigue está al servicio del mensaje, sabe que la eficacia

comunicativa depende de la belleza alcanzada.

Incluso la dulzura tiene la capacidad de enseñar aun cuando el lector se resista a

recibir la doctrina; la poesía de la obra le otorga al escritor poder sobre su lector: “y aun

los que no lo entendieran tan bien, no podrán excusar que, en leyendo el libro, por las

palabras halagueras y apuestas que en él hallarán, que no hayan de leer las cosas

provechosas que están ahí mezcladas, y aunque no lo deseen, se aprovecharán de ellas,

así como el hígado y otros miembros se aprovechan de las medicinas que son mezcladas

con las dulzuras que les gustan”, afirma don Juan Manuel.

95
Una poética concisa y sustancial al servicio de la pedagogía pero tan preocupada por

la forma que, en el prólogo general a sus obras, don Juan Manuel pide que no le

achaquen los errores hasta que no se consulte el manuscrito que él autorizó y que dejó a

resguardo en el monasterio de Peñafiel, y que hemos perdido.

Este ensayo se ha dedicado a un análisis de la ideología política de don Juan Manuel

a través de El libro de Patronio, y a ello se limita. Pero se cerrará sin una reflexión general

sobre el estilo de la obra. Porque su ideología no tendría relevancia ni singularidad si no

estuviera encubierta en la dulzura del genio literario. Acierta Gracián al decir que es

siempre agradable, aunque siete veces se le lea.

El Libro de los enxiemplos del conde Lucanor et de Patronio es una síntesis del talento

literario que ha desplegado en el conjunto de su obra. Se pueden señalar relatos fallidos,

pero entre sus 53 cuentos (si se asume que el exemplum 51 es auténtico, y se considera

que los exempla 27 y 43 se componen de dos cada uno) hay al menos una veintena de

piezas brillantes, a la altura de los grandes cuentos de la lengua española. Ya Fernando

Gómez Redondo describió la concepción general del libro y la disposición de los cuentos.

Afirma que Lucanor sintetiza la búsqueda del consejero perfecto: se inicia con un

exemplum acerca de la traición de un bloque antagónico de consejeros envidiosos y

menores que intrigan en contra del privado del rey y lo impelen a probar a su privado. Ese

relato es un planteamiento general del problema de la confianza en el consejero y del

ambiente de intrigas que gobernará el libro.

El crítico español hace una lectura de los diálogos entre Lucanor y Patronio, que se

producen antes y después de cada relato, y relaciona superficialmente el tema de los

cuentos con el intercambio entre el conde y su consejero. De esa manera encuentra cinco

bloques: exempla 1-10, elección del buen consejero; 11-20, examen de las relaciones

entre consejero y aconsejado; 21-30, transformación del aconsejado en consejero; 31-40,

definición del “aristocratismo consiliario”, y 41-50, configuración espiritual del consejero.

96
Las principales estaciones de esta ascensión son el exemplum 1, en donde el privado

advierte el ardid porque consulta a su consejero interior, al consejero del consejero que

mantiene cautivo en su casa. La segunda estación es el exemplum 25, en donde el relato

se convierte en un juego de espejos: Saladino recibe consejos de un conde cristiano a

quien mantiene cautivo, pero el sultán se convierte en su consejero cuando ha llegado la

edad matrimonial de su hija y ambos se dedican a escoger al sucesor.

La tercera estación es el exemplum 50, nuevamente protagonizado por Saladino, que

se enamora de la esposa de uno de sus vasallos. La dueña se convierte en el “consejero

perfecto” porque condiciona su aceptación sexual a que Saladino le revele la cabeza de

todas las bondades. Por medio de la mujer, el sultán descubre que el mejor consejero es

el consejero interior, que se llama vergüenza, pues por la vergüenza, le revela un anciano

ciego, “sufre el hombre la muerte, que es la cosa más grave del mundo, y por vergüenza

deja el hombre de hacer todas las cosas que no le parecen bien, por más voluntad que

tenga de hacerlas”. De acuerdo con este análisis, Gómez Redondo deduce que detrás del

libro hay una planeación y concepción general con un fin estético y moral preciso.

Una rápida enumeración de otras de sus virtudes literarias son, en primer lugar, una

eficacia narrativa limpia de lastre. Don Juan Manuel evita conscientemente las citas

clásicas; se omiten referencias a sabios de la Antigüedad o a los Padres de la Iglesia. No

hay una sola frase en latín (salvo en el exemplum 51). María Rosa Lida apunta que don

Juan Manuel borra además toda huella de taller. El Conde Lucanor se nutre de relatos, la

mayoría de origen oriental, reelaborados por don Juan Manuel, pero contados de manera

tal que parecieran sucesos ocurridos recientemente o debidos a la tradición oral. Su estilo

es ágil, las descripciones son breves, precisas, y nada más que las necesarias.

Usa diálogos, pero pocos, y los emplea con maestría porque son realmente orales; en

cada uno hay carácter y color, tanto que se permite usar el árabe cuando hablan ciertos

97
personajes, como el pueblo del rey Alhaquem y la profanadora de tumbas que se aterra

cuando el jarrón de agua suena bocu bocu.

Los exempla tienen una estructura que favorece el suspenso. Lucanor acude con

Patronio con un problema concreto, y el consejero sintetiza en una frase el conflicto del

relato: “plazerme ía que sepades lo que contesçió a un omne con el diablo”, le dice en el

45, por tomar un ejemplo. Algunos de los mejores cuentos están construidos

circularmente, como el magistral exemplo 11, “de lo que contesçió a un deán de

Sanctiago con don Yllán, el grand maestro de Toledo”, en donde el ambicioso deán

recorre un viaje imaginario que lo convierte en obispo, cardenal y Papa, para regresar al

punto de partida, la cámara del nigromante que prueba la gratitud del funcionario eclesial.

O el exemplum 50, “de lo que contesçió a Saladín con una dueña, muger de un su

vasallo”, en donde la acción se inicia y concluye en la recámara de la mujer.

Don Juan Manuel aprovecha la oposición de protagonistas y antagonistas para

plantear conflictos dramáticos, como ocurre en el exemplum 1, “de lo que contesçió a un

rey con su privado”, y en diversos cuentos más, en donde se enfrentan dos bloques: el

protagónico, encabezado por el privado del rey (y su cautivo) y el antagónico, en donde se

agrupan los consejeros conjurados, y el rey que oscila de uno a otro bando. Pero supera

esta estructura en la última decena de su libro, la dedicada a la perfección espiritual. En

ese grupo de cuentos los personajes son más complejos porque son pecadores y se

enfrentan a sus propias pulsiones. La esposa de Rodrigo el Franco es la causante de que

su marido contraiga lepra (una enfermedad altamente estigmatizada en la época) pues le

pide a Dios que lo castigue por haberla acusado falsamente. Patronio como narrador se

abstiene de condenar o de culpar a la dama; sólo refiere, de pasada, que ella se divorcia

de su marido y se casa con el rey de Navarra. No hay buenos y malos, sino personajes

que toman decisiones y se enfrentan a sus consecuencias.

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Ya en El libro de los estados don Juan Manuel aparece como personaje y lector de su

obra; en Lucanor se asume como receptor en cada exempla, cuando repite la fórmula al

término de cada relato: “et porque don Iohan tovo este por buen exienplo, fízolo escribir

en este libro et fizo estos viessos que dizen así”: don Juan Manuel es lector, crítico y

glosador de su propia obra.

Y además da un guiño a la metaliteratura en el exemplum 33, “de lo que contesçió a

un falcón sacre del infante don Manuel con un águila e con una garça”, cuando Patronio

se reconoce personaje de una obra escrita. El consejero le recuerda al conde que los dos

pertenecen al ámbito de la escritura, cuando le pide recordar un relato contado páginas

atrás: “Et si quier, parat mientes al enxiemplo terçero que vos dixe en este libro, del salto

que fizo el rey Richalte de Inglaterra, et cuanto ganó por él” (subrayado mío).

Su aportación a la historia de la literatura no reside solamente en su plena conciencia

de autor ni a una técnica narrativa tan eficaz como refinada para su época; aporta

también, aun con brevedad, una poética de la función literaria: la dulce medicina para la

conservación del poder, el mantenimiento de la clase social y la salvación del alma. Con

base en esa misma declaración de principios se ha interpretado en este estudio los

cuentos del Libro de los enxiemplos del conde Lucanor et de Patronio, una obra que funde

tanto su pensamiento político como su genio literario. En el siglo XXI cabe preguntarse,

¿cuánto ha cambiado la manera de hacer o pensar la política de la España del siglo XIV a

nuestros días?

99
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