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PRETEXTOS

LA CERTEZA DE LA DUDA

Miguel Huezo Mixco

Si se busca en un mapa, Dryden se ubica en la parte noreste de Ontario, Canadá. Allí vive
una comunidad orgullosa de su paisaje y de sus costumbres. En Edwards, California, está
también el Dryden Flight Research Center, una importante instalación de la NASA
dedicada a la investigación aeronáutica. Dryden, espacio y tiempo imaginarios, no importa.
Cualquiera que sea su ubicación, Dryden es una de las rendijas por donde filtra sus palabras
un poeta. “Dryden (1631-1700). Todo es igual en todas partes... Nada bueno te trajo la
guerra,/ todas tus amantes resultaron falsas”, sentencia.

El poeta es Alfonso Quijada Urías. Kijadurías, como él ha preferido llamarse. El libro se


titula “Certeza de la duda” (DPI, 2005), y salió de prensas poco después de que Alfonso
Quijada regresara al Canadá, completando su rutina de ave migratoria de volar cada dos
años, al final del invierno, de Quezaltepeque a Vancouver. Esta vez, sin embargo, no
sabemos si volverá en dos o tres años. Su paciencia le ha llevado a decidirse por el frío, sin
perder la alegría de su corazón.

En realidad, su libro irrumpió en medio del letargo en donde, por razones que no viene al
caso enumerar, ha estado sumergida en los últimos meses la casa editora nacional. Ojalá
que la presentación pública de la más reciente colección de poemas de nuestro poeta mayor,
inspire al equipo editorial a remontar las innumerables dificultades por las que ahora
atraviesan.

En las pasadas semanas, en una parte del mundillo intelectual salvadoreño comenzó a
abrirse la posibilidad de un debate sobre la cultura de El Salvador. Como si ahora fuera
posible hablar con propiedad de la cultura de una parcela tan pequeña, así se llame El
Salvador o China. Todos hemos sido un poco como los ciegos de la parábola del elefante,
capaces de describir la parte que tocamos ignorando lo demás. Cuánto gesto baldío. Cuánto
derroche de argumentos. Cuánta necesidad de auto justificación. Lo peor de todo es que
estas cosas parecen necesarias. ¡Cultura: cuántos abusos se cometen en su nombre!
Bien dice Andrés Hoyos, un malpensante colombiano, que en el mundo de las artes suele
haber víctimas que quieren ser verdugos, pero también hay muchos verdugos que quieren
ser víctimas.

Hablemos, sin embargo de la cultura. De una cultura en la cual la presencia de Kijadurías es


esencial. Hablemos, aunque sea por un momento, de la cultura como un cultivo, como un
esfuerzo de elevación: la sal desesperada que sazona lo humano. “Esta manera de entender
la cultura se ha vuelto una urgencia en nuestros días tan desnortados y tan desabrigados”,
escribí en una breve nota para la contratapa de ese libro.

Una vez, a riesgo de sonar necio, quiero insistir en lo que ya he dicho a propósito de la
magnífica obra de Alfonso: la poesía ha devenido en una especie de religión secreta. Una
profesión de fe. Una estación en el tránsito cotidiano en nuestro paraíso-infierno. Y una
respuesta de la imaginación a una realidad hiriente. La poesía no es una señora de modales
exquisitos. No habla de hazañas. No da lecciones de moral. Apenas sirve para enamorar. Es
más modesta. Más inútil. Con certeza. Sin duda.

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