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La blognovela gótica y de ciencia ficción
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En virtud Por Oderfla
Capítulo 1: Antes
M
il años antes de que todo comenzara, ella murió.
Sola, aunque en los brazos de un amante que nunca
pasó de ser un espectador, su vida terminó en un último
estallido de desesperanza. A su lado, el poema que había ido
escribiendo mientras se desangraba quedó finalizado por una gota
escarlata rezagada, que se había dormido en los laureles y había
tenido que correr, a última hora, para abandonar junto al resto de
sus hermanas aquel cuerpo ya vacío, seco, blanquecino, translúcido,
muerto.
Casi sin gamaglobulina por el apremio, la pobrecilla tardona
saltó desde el corte irregular, tembloroso, zigzagueante, que Luz se
había abierto en la muñeca, y se estrelló justo donde acababa la
última línea de su poema de despedida. Punto final.
Siento el miedo
que ya llega
siento la razón
que se me niega
siento las lunas
todas negras
que dormitan
en los vacíos
de mi corazón
siento partir
cuando no debiera
cuando vivir
de verdad quisiera
mas por querer
no puedo
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y sin poder
no quiero.
Luz escribía de corrido, sin puntuar, poseída por la ansiedad.
Escribía donde fuera, con lo que fuera, por lo que fuera… Escribía
poemas breves e intensos como lo fue su vida.
Luego, en los momentos en los que creía que un día estaría
cuerda, que un día sería una hormiguita más; en los momentos de
paz tensa, de falso bienestar, de esperanza incrédula, de rezos a un
dios inventado por ella misma, a un dios que nadie le había
presentado, los transcribía en unas libretas que guardaba en un lugar
secreto, en el caserío de sus padres.
Cuando comenzó la primera, en su portada verde pálido
escribió “Libertad”, y pensó que si un día había una segunda, la
titularía de otra forma, y que con otra más formaría una trilogía.
Pero, al llegar el momento de inaugurar la que hacía dos, se percató
de que, de hecho, aún no había terminado la anterior, así que en su
portada verde pálido caligrafió “Libertad II”.
Aquel título reiterado retumbó en su cabeza. Sintió cómo un
ahogo espeso y áspero le subía por el cuello, hasta las fosas nasales,
y le taponaba todo: la boca, la nariz, la razón, la cordura, el futuro…
“Parece que el camino hacia la libertad va a ser más largo de lo que
creía”, se sorprendió pensando.
Algo más tarde, reflexionó sobre aquella cavilación y no la
entendió, como solía pasarle, así que escribió el que pasaría a ser el
segundo poema de la segunda libreta, en la contraportada del libro
de Álgebra II, mientras Raúl, su acompañante, su sirviente, su novio,
su diana, su pañuelo, miraba sus rodillas fascinado, suspirando por lo
que había un poco más allá.
Esta senda temblorosa
me resulta conocida
veo labriegos muertos
y ganado suicida
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inco años antes de que todo comenzara, el planeta Tierra
cambió de nombre.
Cuando aún faltaban unas horas para la ceremonia,
nervioso como un avispero centrifugando, él esperaba a que se
abriera el cierre hermético de la funda de conservación textil sin
impacto ambiental en la que guardaba su traje solemne. Todo
ciudadano contaba con uno, y solo con uno, entre su vestuario, el
cual se le proporcionaba poco después de que se determinara que sus
patrones biométricos (altura y peso, esencialmente) fueran a
permanecer estables durante el resto de su vida. El suyo era gris
plateado, con una franja azul marino que recorría las mangas desde
el hombro hasta la empuñadura, y las perneras, desde la rodilla hasta
el bajo.
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Una franja azul como sus grandes ojos en un rostro sin vello en
una cabeza sin vello.
Aquellas fundas de conservación que proporcionaba el estado
no eran muy sofisticadas. Su proceso de equilibrado atmosférico
requería de un par de minutos para completarse, que se hicieron
eternos para aquella joven mente tomada por la euforia. Su intensa
mirada de impaciencia no iba a acelerar el proceso, pero la juventud
es un tiempo de prisas y tropezones, de despilfarro energético y
temporal, de impulsos irreflexivos, así que él siguió intentando abrirla
a golpes de vista.
Recordó la primera vez que se había vestido con aquel atuendo,
hacía menos de dos años; en aquella ocasión, para llorar una marcha,
para decir adiós, hasta siempre, para honrar una muerte, la de uno
de sus progenitores. Por aquellos tiempos aún vivía en el hogar
familiar. Fue el día más triste de su vida, triste y confuso, un día en el
que su nombre le pareció una mofa cruel, una decisión chapucera e
inconsciente de una pareja de ingenuos.
En aquellos pesarosos momentos que ahora parecían tan
lejanos, en un intento de calmar un sentimiento de traición plúmbeo
y abrasador, que se le estaba comiendo el estómago desde dentro, se
acercó a su progenitor sobreviviente y le espetó:
—¿En qué estabais pensando cuando se os ocurrió llamarme
Futuro?
Se miraron. El inquirido intentó mantener la firmeza, pero su
cabeza, que se inclinó ligeramente, delató un sentimiento de
culpabilidad del que no se podía librar. Pese a su mala conciencia,
consiguió contestar de la forma que su compañero muerto hubiera
esperado de él:
—Pensamos que el futuro merece ser nombrado continuamente
cuando va a ser tan brillante como lo es… —Hizo una pausa,
confundido por los tiempos verbales, que siempre tiemblan cuando la
Parca está presente. Miró hacia un lado, avergonzado por los ojos
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eintisiete años antes de que todo comenzara, ella nació.
Nació gracias a una defunción heroica, la de su madre,
que le regaló dos vidas en lugar de una. Y no solo eso, sino
también un legado incomparable, el legado de quien basó su
existencia —y su muerte como parte de ella— en una rectitud ética a
prueba de tentaciones, chantajes, intimidaciones y amenazas; en una
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os años antes de que todo comenzara, el reverendo llegó a
la ciudad.
El viaje se le había hecho larguísimo. No era un
hombre paciente. Pensó que haber tenido que pasar una hora
incrustado —según a él le gustaba decir— en aquella vieja UVA
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il veinticinco años antes de que todo comenzara, él
descubrió el poder de la violencia.
El otro niño quedó sentado en el suelo, sobre su
trasero, llorando como una fuente exhibicionista el día antes de la
entrada en vigor de una restricción del consumo de agua. El
pobrecillo no sabía adónde llevarse las manos, si al moflete, donde
primero había recibido un tortazo, o al tobillo, donde a continuación
había recibido una patada. Optó por dividir los esfuerzos y dedicar
una a cada asunto: la derecha, al carrillo izquierdo; la izquierda, al
pie derecho, mientras seguía haciendo trabajar a destajo a sus
glándulas lacrimales y gemía como una sirena de bomberos.
La señorita estaba lejos, pero el agresor, como todo buen
matón, tenía claro su lugar en la jerarquía, así que prefirió no
arriesgarse a que aquella escandalera la atrajera. A los cuatro años
de edad no podía desafiar la autoridad de la profesora. Aún no.
—Si no te callas, te vuelvo a dar —amenazó al agredido, con
tono firme y mostrándose inequívocamente resuelto. Su labio
superior fruncido, su lengua hecha un rizo y asomando entre sus
dientes, y su mano castigadora elevada a la altura del hombro y
abierta no dejaban lugar a la duda… ni a la piedad.
El otro se calló como si la restricción del consumo de agua se
hubiera llevado a cabo de forma instantánea. Con los ojos ahogados
en lágrimas viejas, y los chillidos sencillamente ahogados, lo miró,
aterrorizado y sumiso, aceptando su supremacía y reconociendo el
poder que tenía sobre él, como buena víctima débil… o cobarde… o
débil y cobarde… o cobarde y débil. A sus cuatro años solo pensó que
no quería recibir otro sopapo y que aquel bruto se lo iba a dar si no
detenía su quejumbrosa algarabía: ergo, callarse iba a ser.
Entonces, Hernestito —con hache, pues su madre, altivamente
simplona, bellamente burda, un ángel basto y engreído de los
suburbios, creyó que la grafía que tanto ocupa como poco suena le
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—Pegar a los otros niños está mal —le espetó sin titubear.
Hernestito le clavó los ojos, afrentado. Raúl le aguantó la
mirada.
El cachorro de abusón sintió que, según sus nuevos
conocimientos, debía amenazarle o directamente agredirle, pero algo
se lo impidió. Algo le chilló, desde el recoveco más recóndito de sus
intestinos, que el otro no era ni sirviente ni vasallo, que mejor no
poner en juego su reino.
—Y a ti qué te importa— replicó finalmente.
Y se marchó, molesto por la osadía del que un día abrazaría a
una Luz muerta, aquella que escribía poemas sin signos de
puntuación y que se desangró al lado del último de ellos; pero
satisfecho por haber consumado su pillaje.
Raúl, el que suspiraría por aquella mente revolucionada y
revolucionaria de una muchacha que emborronaba su belleza con
tatuajes, y la castigaba con piercings, vio cómo la víctima se
levantaba, con los lechos de los ríos de sus lágrimas convertidos en
secarrales, y partía también, en otra dirección.
Él se quedó solo, intentándose convencer de que había hecho lo
correcto… Aunque la realidad fuera que no había hecho nada: no
recuperó el juguete, no se enfrentó al matón. Solo mostró su
disconformidad. Solo habló.
No le gustó. Pero en ello basaría su vida.
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uatro años antes de que todo comenzara, Lucas Torrejón
ganó las elecciones.
Hasta hacía unos ocho meses, Futuro se había vestido
solamente dos veces con su traje solemne: la primera, para llorar
casi en soledad, en el colmo de la desesperanza; la segunda, para
regocijarse junto al resto de la especie humana, en el sumun del
hermanamiento. Ahora, sin embargo, tenía un buen número de
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iez años antes de que todo comenzara, su hija murió.
Tras verla partir, la doctora Cifuentes no volvió a
casa. Quería estar sola, o, más bien, necesitaba huir… De
todos, de todo… Muy especialmente de su esposa. Huir de un mundo
que se diluía ante ella como una acuarela a medio terminar olvidada
bajo una tormenta. Un mundo que ya no sabía cómo interpretar, que
ya no era capaz de asimilar, que ya no se podía creer… Un mundo al
que ya no deseaba justificar, ni exculpar, ni defender… Sin su hija no.
Se dirigió a su despacho: su refugio, su otra pasión, el único
motivo que le quedaba para seguir viviendo… Iba en busca de sus
estanterías atestadas de libros escrupulosamente organizados por
temática y autor. Libros que la unían con el pasado, glorioso y no
tanto, de la especie humana. Libros que, en contra de cualquier
previsión, habían seguido existiendo generación tras generación,
seguramente a causa de la necesidad humana de obtener refrendo
sensorial de las realidades abstractas: el saber debe ocupar lugar,
debe poderse tocar y oler… El olor a papel satinado de su despacho
era todo en lo que ahora quería pensar.
Al llegar se sentó con las luces apagadas y quiso sentir su
soledad. Ahora que su hija ya no estaba con ella, no le quedaba
nada… Se engañaba: su cobardía seguía ahí. Podía sentirla en sus
sienes, oprimiéndolas, amenazando con reventarle la cabeza como
una manzana de caramelo aplastada por un niño matón, quizás por el
fantasma de Hernestito. Eran amenazas vanas, de quien se tira un
farol: sus miedos la querían bien viva, para seguirla mortificando,
para reírse en su cara cada vez que ella mirara hacia otro lado, cada
vez que pretendiera no ver, que intentara no pensar…
Separados por casi un milenio, Raúl y la doctora Cifuentes
compartían el mismo mal: la inacción patológica, o, dicho de otro
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eintitrés años antes de que todo comenzara, ella empezó a
explicarle historias sobre la muerta.
Loreto siempre le había hablado a su bebé, Virtud,
sobre su esposa fallecida, la madre diosa de perfección congelada en
recuerdos exacerbados por una añoranza desmedida, desgarradora;
pero hasta ese momento se había tratado solamente de referencias
vagas, inconcretas.
—Tu madre te habría querido tanto… —le decía a menudo—.
Eres tan guapa como ella. Tienes sus mismos ojos verdes… ¡Mi niña
preciosa! ¡Qué haría yo sin ti!
Como dos patas de un trípode mutilado, Loreto y Virtud
convivían a diario con la que ya no estaba, o, más bien, con su
ausencia: la sentían en sus continuas pérdidas de equilibrio, en sus
titubeos, en los silencios, en una melancolía tibia que se había
quedado a vivir en su apartamento, como un huésped molesto,
abusón y moroso, tan físico que a veces provocaba unas extrañas
interferencias en la comunicación con la NIEBLA que ningún técnico
era capaz de explicar, y, menos aún, reparar.
Pero, en las Diez Ciudades del planeta que pronto se llamaría
Utopía, ya nadie creía en los fantasmas, ni en la vida después de la
muerte, ni en ningún dios… Por ello, Loreto, cuando quería
transmitirle a su hija cercanía con su difunta madre, le hablaba en
condicional, y no en presente.
—Tu madre hubiera estado tan orgullosa de ti —le diría tantas
veces, mientras dibujaba su sonrisa cansada, apagada, que parecía
requerirle tanto esfuerzo.
Quizás si la muerta les hubiera podido sonreír desde el Cielo, se
habrían sentido menos desamparadas; pero ya no había un cielo.
Quizás si se hubiera convertido en un ángel de la guarda que velara
por ellas, se habrían sentido menos perdidas; pero ya no había
ángeles. Quizás si hubiera intercedido por ellas ante Dios, se habrían
sentido menos incomprendidas; pero ya no había un dios. Quizás si
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reinta y tres años antes de que todo comenzara, las niñas se
morían.
Las dos llevaban solo doce años transitando por el
mundo. Todo lo que la vida les había ido lanzado a la cabeza, que no
había sido poco, lo habían enfrentado con el mismo semblante, los
mismos gestos, la misma entereza, la misma impaciencia… Y no en
ningún rocambolesco sentido figurado, sino casi literalmente: eran
mellizas.
Aquella condición resultaba muy extraña en el siglo XXXI. Sus
madres tuvieron que superar un viacrucis legal para conseguir que la
Representatividad les concediera lo que, incluso tras contar con la
autorización democrática, fue calificado desde la mayoría de los
medios de comunicación como una prebenda injustificable.
La Constitución Terrestre, ley precursora de los Cánones
Utópicos, estipulaba que cada matrimonio tenía derecho a un mínimo
de un hijo sano, y a un máximo que quedaba determinado por una
fórmula cuyos parámetros eran la esperanza de vida en las Diez
Ciudades, la dispersión matemática de la edad de la población y el
número total de habitantes.
Hacía varias décadas que aquel cálculo arrojaba un resultado
inferior a uno, lo cual, ya de por sí, había creado una gran
controversia porque había quien defendía que el máximo se debía
anteponer al mínimo. “Para preservar el equilibrio natural”, decían los
que estaban a favor de esa postura, “solo se debería autorizar a un
cierto número de matrimonios a criar a un hijo, tantos o tan pocos
como sea necesario para que se cumpla la media por pareja que
determine el máximo. Al resto no se les debería permitir procrear”.
Por el contrario, otros defendían vehementemente que la
desigualdad de facto entre ciudadanos que aquella interpretación de
la ley hubiera causado era radicalmente incompatible con preceptos
constitucionales de rango superior: si algunos podían tener un hijo,
todos debían poder tener un hijo.
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il años antes de que todo comenzara, él murió en vida.
Sus pulmones se resistían a dejar de respirar, su
corazón aún latía, sus piernas andaban, y por su boca
salían sonidos y entraban alimentos; pero cada inspiración le
ahogaba, cada latido le dolía, sus pasos no le llevaban a ningún lugar,
era incapaz de articular palabras que no hablaran de ella, y nada le
saciaba. Estaba muerto. Muerto en vida.
Se había convertido en un muñequito sin pilas, un soldado sin
valor, un león sin melena, un poeta sin amor, un revolucionario sin
rencor; un bombero hidrofóbico, un barman alcohólico, un policía
corrupto, un padre maltratador… Todo lo que no tenía, le faltaba;
todo lo que poseía, le sobraba.
Su Luz se apagó cuando él no estaba. Su Luz de piel de
melocotón albino, su vampirilla chalada, su angelita vestida en negro
y malhablada, pero tan tierna, tan empática, tan altruista…
El único lienzo en el que había querido dibujar su vida se pudría
bajo tierra. Sabía que nunca encontraría otra tela igual. Solo en ella
los trazos burdos de su existencia mediocre relucían como un bólido
de oro puro surcando un cielo de verano a la velocidad de la… Todo le
recordaba a ella.
Su Luz se apagó cuando él no estaba…, pero no podía dejar de
culparse. Nunca lo haría. Se juzgaría trescientos mil cuatrillones de
quintillones de veces y el veredicto siempre sería el mismo: debía
haber estado.
Ella había vuelto a abandonar la medicación. Siempre que lo
hacía, durante unos pocos días subía como un cachorrillo hiperactivo
de cohete espacial en busca de su mamá la Luna, tanto tiempo
añorada. Subía y subía, con todo el ímpetu que cabía en su cuerpo
compacto, esculpido a base de tensión vital, en el mismo caucho con
el que las hadas dan forma a las efigies de sus dioses. Hasta que, de
pronto, su fogoso motorcillo a reacción comenzaba a toser,
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desaparecer, que no había otra solución, que era lo mejor para todos,
que ya no podía más, que aquello no era vida… él la escuchaba, con
semblante serio, pero no severo. La escuchaba con atención para que
se sintiera acompañada, y la dejaba hablar, y nunca censuraba sus
palabras, pues sabía que eran la expresión de un dolor, no de un
deseo.
Además, lo cierto era que nunca lo había intentado… Nunca lo
había intentado… Nunca lo había intentado.
Trágicamente, como en una fábula de Pedro y el lobo inversa,
aquella última vez todo sucedió a contrapelo…
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a primera vez que el reverendo Mh-Pá se comunicó con la
NIEBLA, solo con la ayuda de Dios consiguió no volver a caer
en la bebida.
Acababa de abandonar a su UVA a su propia suerte, en la
entrada de aquel faraónico centro de almacenaje temporal de
vehículos, que parecía abalanzarse sobre las nubes como si los
transportes ahí albergados nunca fueran a ser reclamados por sus
propietarios, requiriéndose una cantidad de espacio creciente para
cobijarlos.
Supo que debía descender del vehículo porque unas enormes
letras holográficas flotantes, que parpadeaban a unos tres metros del
suelo, rojas como una manzana vergonzosa con cuarenta de fiebre,
así se lo ordenaron: “Descienda del vehículo”. Imperativamente, sin
ni siquiera un lacónico “por favor”, seguramente a causa de que los
Cánones Utópicos dictaban que se debía prescindir de las antiguas
fórmulas de cortesía —excepto en determinadas ocasiones
solemnes— en un afán de igualar a los tímidos con los extrovertidos
(si nadie pedía las cosas por favor, nadie sería injustamente
considerado grosero cuando meramente fuera tímido).
Una vez sobre tierra firme, mientras se sacudía el polvo de sus
resistentes pantalones azules, tejidos en la misma tela que muchos
siglos antes había vestido a los pastores trashumantes de ganado
vacuno de ciertas regiones (sí, avispado lector: a los vaqueros o
cowboys), y se sorprendía por la limpieza sin mácula de todo lo que
le rodeaba, experimentó su primera interacción con la NIEBLA. De
sopetón escuchó una voz neutra, asexuada, aunque un tanto
meliflua, que parecía provenir de alguien que se encontrara a escasos
centímetros de su cogote:
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a primera vez que Valeria Cifuentes —la futura doctora
Cifuentes— meditó seriamente sobre la muerte dulce, se vio
asaltada por una miríada de sentimientos contradictorios.
Antes de aquel día, la muerte dulce solo había sido para ella
algo con lo que topaba esporádicamente en los medios de
comunicación, la mayoría de las veces en forma de estadística: “Este
año, la aplicación de la muerte dulce se incrementó un 1,53 % en las
Diez Ciudades”.
Como tantas cosas, aquel compasivo procedimiento médico no
cobró un sentido concreto en su cabeza hasta que irrumpió en su
vida, en primera persona… y de sopetón.
—¿Y si no consigo dejar la bebida tras los diez meses de
tratamiento? —le preguntó a su terapeuta, durante el transcurso de
la primera entrevista que tenía con ella.
—Entonces se te administraría la muerte dulce —le respondió la
psicóloga, con rotundidad, aunque sin modificar el tono invariable,
casi aséptico, de sus palabras.
Fue ese el momento en el que la muerte dulce adquirió para
Valeria el sabor del vodka: tenue, casi insípido, pero abrasador. La
notó pegada a su paladar como la pastosa saliva de un despertar con
resaca, extrañamente azucarada, pero tan molesta.
Su cuello se encogió como si quisiera esconder la testa dentro
del tórax. Sus grandes ojos marrones en su rostro sin vello en su
cabeza sin vello se abrieron como si para entender lo que acababa de
oír tuviera que enfocar mejor la vista. Sus manos fueron a buscar
refugio bajo sus muslos. Sus rodillas y sus talones se acurrucaron,
asustados, junto a su par. Sus hombros de veras que también lo
intentaron. Todo su cuerpo se contrajo y se tensionó. Imaginó ser
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a primera vez que Futuro se sintió verdaderamente orgulloso
de sus congéneres fue el día de la refundación.
Hasta aquel momento, la humanidad en general le
había parecido poco comprometida con los principios utópicos,
aquellos que él, al ser hijo de dos firmes creyentes en ese ideario,
había mamado desde la cuna. Cierto era que se habían ido logrando
importantes avances, pero no lo era menos que los hábiles políticos
intimistas, aun actuando desde una exigua minoría representativa,
habían conseguido, mediante intrépidas técnicas de filibusterismo,
retrasar la completa aplicación de los postulados de la ideología
dominante.
Futuro no entendía por qué la mayoría utópica que controlaba
la Representatividad había permitido durante tanto tiempo la actitud
insolidaria, y el obstruccionismo flagrante, de los intimistas. Su
obstinada defensa de un cierto espacio individual (una “básica
intimidad personal”, según ellos decían) excluido de la supervisión
estatal solo podía significar que tenían algo que esconder… Algo, sin
lugar a dudas, muy sucio.
Era un hecho científicamente demostrado que los principios
utópicos garantizaban, estadísticamente, el mayor grado de felicidad
para la especie humana de todas las teorías políticas y filosóficas
conocidas. Teniendo eso en cuenta, la Representatividad debería
haber forzado su implantación total hacía muchos años, por el bien de
todos.
Lamentablemente, aquello no había sido así. La rigurosidad
formal y burocrática de los políticos de las Diez Ciudades había
permitido que los mañosos tejemanejes de los intimistas retrasaran
hasta la desesperación aquel ansiado acontecimiento. Ansiado por
Futuro y sus padres, así como por una amplísima mayoría de los
humanos, absolutamente convencidos de las bondades de la doctrina
utópica, dado que no en vano había sido refrendada científicamente.
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a primera vez que Luz escribió uno de sus poemas, lo hizo
sentada junto a su hermanita, en la trinchera.
“La trinchera”, así llamaban al cuarto que compartía
con la peque cuando al otro lado de la puerta se estaba luchando una
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a primera vez que Lucas Torrejón entró en el despacho que
le correspondía como nuevo gobernador del distrito cien de
Ciudad Amor, la amplitud de su sonrisa amenazó con partirle
la cabeza por la mitad.
Ciudad Amor era la más importante de las Diez Ciudades, y la
más poblada. Diez mil millones de habitantes así lo atestiguaban. Se
extendía a lo largo de la costa noroccidental del continente
americano, formando una anchísima franja de densa civilización.
Cemento, cristal, acero, IAs y humanos de grandes ojos en rostros
sin vello en cabezas sin vello se agolpaban todos contra todos, desde
las gélidas regiones del norte hasta el bochornoso trópico, formando
un pudin compacto pero cambiante, que vibraba, bailaba, y hasta
hacía alguna que otra cabriola, al ritmo impuesto por la batuta de la
omnipresente, sigilosa e invisible NIEBLA de voz asexuada, aunque
un tanto meliflua.
De los varios miles de distritos en los estaba dividida Ciudad
Amor, el cien era el más próspero e influyente. Comprendía un
amplio territorio de clima benigno, que incluía una estrecha península
que se había empeñado en resistir el paso del tiempo y los
ocasionales y recurrentes terremotos, pese a las ominosas
predicciones de los sismólogos.
De facto, y de la noche a la mañana, Lucas Torrejón se había
convertido en el tercer humano más poderoso del planeta, solo
superado por el alcalde de Ciudad Amor y el presidente de la
Representatividad (o, lo que era lo mismo, de Utopía). Ni siquiera
podía considerarse que el alcalde de la segunda ciudad en orden de
importancia, Ciudad Equilibrio, situada en el sudeste del continente
asiático, estuviera a su mismo nivel.
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—Llámame Lucas.
—Entendido, Lucas.
Y así fue como en aquel despacho, el más alto de todos, la
NIEBLA se disipó.
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a primera vez que Loreto se enfundó el traje de
negociadora, se sintió tan ridícula que habría preferido que le
creciera un pene en la frente.
Una cosa era ver a otros deambular vistiendo aquel pastiche,
que habría explotado en cualquier momento si los colores hubieran
tenido las propiedades reactivas de las sustancias químicas (algunas
de las combinaciones cromáticas en las que “incurría” no eran para
menos), y otra completamente distinta, tener que salir a la calle
ataviada con aquella indumentaria tan letrada, pero tan ininteligible.
¿Quién habría diseñado semejante mono multicolor, plagado de
inscripciones y rótulos, cada uno escrito en una letra de diferente tipo
y tamaño? Seguramente, un técnico desbordado por tener que
cumplir demasiadas normas, decretadas de forma independiente, que
habrían decidido reunirse con el expreso propósito de estallarle en las
narices, en el mismo momento en el que se dispuso a acometer
aquella tarea que alguien, que no le quería bien, le había asignado.
“Los servidores públicos de rango inferior o medio deberán lucir
un distintivo que permita a un adulto sano leer el nombre del
organismo al que pertenecen hasta a cuarenta metros de distancia,
en letras redondas del color común del organismo”; “Todo funcionario
que preste su servicio en la vía pública estará continuamente
identificado por un rótulo con su nombre completo y número
funcionarial, escritos en letras mayúsculas de tamaño no inferior a
cuarenta puntos, y en tono brillante”; “Se dispone que los
negociadores muestren en todo momento los preceptos básicos de la
normativa de servicio al ciudadano, en particular las normas trece a
la dieciocho, y cuarenta y siete a la cincuenta y dos, en su versión
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L
a primera vez que Hache vio seriamente amenazada su
primacía por otro tan poderoso como él, se sintió más vivo
que nunca.
El reino de Hache era pequeño, pero a él le bastaba. Aun
careciendo de empatía y siendo un usuario habitual de la violencia,
sus genes eran los de un superviviente, no los de un conquistador.
Quizás por ello, y pese a que disfrutaba propinándolas, no abusaba
de las agresiones físicas, limitándose a las verbales, a la pura
intimidación, siempre que le era posible.
Para Hache, la violencia era el medio que la naturaleza le había
proporcionado para conseguir sus objetivos y solucionar sus
problemas. No siendo muy ambicioso, se conformaba con procurarse
los placeres que le apetecieran, conseguir aquello con lo que se
encaprichara, y sentirse respetado y temido, así que nunca se le
hubiera ocurrido hostigar a otros reyezuelos de parecida calaña.
¿Para qué? En su reino tenía los suficientes vasallos y sirvientes,
fuentes mágicas de las que brotaba alcohol destilado de alta
graduación que no se agotaban nunca, drogas a un precio razonable
y un buen número de bellas concubinas siempre prestas a poner sus
viscosas cuevas del placer submarino a disposición de su pececito. No
necesitaba más.
A su madre la frustraba aquella actitud: había conseguido
engendrar a un bruto perfecto, un hércules imponente de cuerpo
marmóreo y mirada aterradora, pero había nacido con el espíritu
impedido, el espíritu de su padre… ¡Qué duro que era ser una reina
madre en los suburbios! Claro que antes de que su Hernesto fuera el
rey, ella solamente había sido una cortesana pretenciosa, de belleza
primaria, de andares exagerados, con la cabeza siempre tan erguida
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—Si tu chica es una puta que no sabe tener las piernas cerradas
la tendrías que atar más en corto —adujo, de un tirón, con tono
firme.
El afrentado, al escuchar aquellas palabras, sintió cómo toda la
mierda que le corría por la sangre le subía al cerebro. Tras que le
explotaran varias neuronas, se dispuso a abalanzarse sobre aquel
hijoputa y matarlo a golpes, pero no le dio tiempo: el Máquina lo
tumbó de un derechazo en los morros que ni vio venir; un derechazo
que subió, raudo como funcionario al encuentro de su almuerzo,
desde la cadera de uno hasta la cara del otro; un derechazo que
derribó al segundo e hizo que el primero se levantara de su taburete
a la vez que lo ejecutaba.
Con su rival en el suelo, el Máquina extrajo una navaja del
bolsillo trasero de su pantalón. Mediante un rápido movimiento de
dedos, la abrió y la asió con la hoja hacia abajo, en su puño cerrado.
Sin dudarlo ni un momento, se la hundió al cornudo en el muslo
derecho, con mucha fuerza, como el que hiende una bandera en un
territorio conquistado, dejándosela bien clavada en el fémur, con al
menos un par de centímetros del filo enterrados en el hueso.
El otro profirió un chillido que acalló la música y todas las
conversaciones. Instintivamente se encogió sobre sí mismo, por el
dolor y preparándose para recibir más golpes. Pero no los hubo.
El Máquina pensó que era patético.
—Esa navaja es mía, cabrón —dijo—. Quiero que me la
devuelvas. —El derribado no paraba de gimotear, derrotado por el
dolor, con las manos alrededor del puñal, intentando contener la
hemorragia—. Vas a ir al hospital, vas a decir que te la has clavado tú
mismo porque eres gilipollas, te la van a sacar y vas a venir a
devolvérmela. Tú… En persona… Esta noche.
El agredido pensó que el Máquina estaba loco, o de broma, o
ambas cosas a la vez. No se movió.
El rey abrió los ojos como pizzas de tamaño familiar.
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L
a primera vez que, tras la muerte de la otra melliza, la
hermana superviviente entró en la habitación que había sido
de las dos, entendió, en su mente de niña, que era la mitad
de una naranja que nació entera, pero que nunca lo volvería a estar.
Sus dos madres aún se debatían entre el dolor y la alegría, el
terror y el alivio, la desazón y la ilusión.
Por un lado, sufrían las constantes acometidas del peor de los
acosadores, la agonía indescriptible de morir a cada instante, otra
vez, otra vez, otra vez, junto a su hija fallecida, de vivir en la
angustia que linda con la demencia, de habérseles quedado atascado
en la garganta el regusto venenoso que deja la esperanza al estallar
y desintegrarse para siempre, reventada a golpes de malas nuevas,
ilícitamente sustituida por la cruel realidad de lo imposible, la cruel
imposibilidad de lo irreal: la muerte es irreversible y eso, el cerebro
humano, necesitado de expectativas que le permitan vivir una día
más, no puede aceptarlo, aunque sepa que es cierto. Atrapada en
una contradicción irresoluble, la mente se ve incapaz de hallar un
camino de salida al laberinto de lo irremediable, se niega a procesar
lo que no debiera ser como es, y reacciona mal, fatal, peor,
produciendo dolor, dolor y dolor; dolor y rabia; dolor y culpabilidad; y
dolor… Y dolor… Y dolor.
Pero, por otro lado, se sentían flotar sobre un mar cálido y
denso de amorosa calma, cuyas olas suaves como el roce de una
pluma al caer las mecían, incitándolas a dejarse abrazar por la alegría
del drama superado; de la muerte esquivada con un volantazo en el
último momento, aplazada sine die gracias a la intervención heroica
de un abogado llamado “determinación”; de la victoria de la
obstinación humana, que había sometido a la dificultad monstruosa,
de mastodónticos músculos venosos e hipertrofiados, venciéndola
contra todo pronóstico en un pulso desigual en el que la voluntad de
una niñita se había impuesto a la lógica médica, científica,
matemática, pura. Su hija renacida, arrancada de las fauces de la
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una, todo, y ahora ella ya solo era media. ¿Por qué? ¿Qué habían
hecho de forma diferente en aquella ocasión decisiva? No podía
explicárselo.
Miró sus camitas, que colgaban del techo. Originariamente
habían compuesto una litera, pero, cuando ella y su hermana no eran
más que dos renacuajos respondones, llenos de vida, alegres y
bulliciosos, locuaces como la proverbial capacidad de hablar hasta
debajo del agua, decidieron que no les gustaba que una quedara por
encima de la otra, ni que fuera en sueños, así que les pidieron a sus
madres que las coloran a la misma altura. Se negaron: no había
espacio suficiente. Para mostrar su disconformidad, a modo de acto
reivindicativo y de protesta, aunque candoroso, las mellizas
comenzaron a dormir alternativamente en una y otra cama, no en
días sucesivos, sino relevándose en mitad de la noche. Aquello
exasperó a sus progenitoras, que no comprendían por qué sus hijas
eran tan testarudas, tan caprichosas, sin darse cuenta de que eran
sus dignas herederas. Acabaron dando su brazo a torcer, incapaces
de resistir por más tiempo la energía infinita de sus incansables hijas,
obcecadas con aquel asunto, y por haber encontrado una solución
que contentaba a todas, mujeres de recursos como eran: colgando
las camitas del techo no se perdía espacio, sino que incluso se
ganaba, y las mellizas verían cumplido su deseo. Les costó un buen
dinero, pero acometieron la obra.
Recordó la sonrisa de su hermana, que era como la suya
propia, y lo felices que habían sido el día que inauguraron aquellas
camas tan emocionantes: a la misma altura y elevadas, voladoras.
Habían conseguido el sueño imposible de tantos niños de siglos
anteriores: tener dos “literas de arriba”. El no va más para dos
hermanas tan bien avenidas.
Juntas eran una fuerza irresistible. Juntas eran simpatía
huracanada, un ciclón de risas y energía. Juntas eran cuatro
piernecitas que andaban en la misma dirección, sin tener que
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discutirlo. Juntas ERAN. Juntas. Solo podían ser, juntas. Solo podía
ser de aquella forma. Cualquier otra posibilidad no existía. De hecho,
ellas nunca pensaron que estuvieran juntas. Ellas meramente estaban
de la única forma que podían estar, que sabían estar: juntas. Tanto
que tal palabra en su mundo no existía, al no tener contraria, al ser la
única opción.
De pronto le golpeó el recuerdo del segundo día más aciago de
su vida, el día en el que alguien desconocido —ella no, ella nunca—
decidió despeñarla por la ladera de la montaña de las mitades
sueltas, lejos de su hermana; el día en el que abrió los ojos, tras
mucho tiempo en coma, y la vio, a su lado, como siempre, pero tan
diferente, como nunca. Vio a su reflejo viviente y no se reconoció en
él, no la reconoció.
Estaba tan delgada… Flotaba en una cámara de gravedad cero,
conectada a mil trastos, con agujas clavadas por todo su cuerpo, con
tubos insertados en lugares horribles, tubos por los que entraban y
salían sustancias de colores asquerosos… Igual que ella, que no se
podía mirar, pero que se notaba ensartada, punzada y pinchada.
Igual que ella…, pero ¿por qué no abría los ojos? Ella los había
abierto. ¿Por qué su hermana no abría los ojos?
En aquel momento entendió, horrorizada, que podía existir al
margen de su hermana…, SIN su hermana. La palabra “juntas” se
generó en su cerebro a causa de la irrupción de su malvada
contraria: “separadas”, que invadió su ánimo al galope, embutida en
una armadura negra, con muchas púas, blandiendo la pesada maza
del desamparo, a lomos de un caballo del mismo color, musculoso,
terrorífico, que relinchó y se elevó sobre sus patas traseras en el
mismo centro de su consciencia, donde se quedaría a vivir.
Su hermana murió, y le colocaron como mortaja la palabra
“juntas”, que dejó de tener aplicación, que solo vivió días de
angustia, cuando tanto ella como su contraria hubieran sido posibles,
al menos en el reino de la esperanza. Ahora ya solo quedaba el
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a primera vez que Virtud sintió que estaba respondiendo a
las expectativas de su madre muerta fue cuando la asignaron
al equipo de programadores de la ESENCIA.
—Esta es Virtud, la nueva ingeniera —le indicó el director
administrativo (lo cual significaba político) del CEPORRO (Comité para
el Estudio, Programación y Organización de las Redes Robóticas
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a primera vez que Raúl copió un poema en las libretas de
tapas verde pálido fue, también, la última.
El caserío de los padres de Luz era en realidad de su
madre, que lo había heredado de los abuelos, a los que la Parca había
decidido pasarles cuentas antes de lo debido, cuando Luz era una
niña muy pequeña y la peque aún no era nada. Solo la hermana
mayor había guardado sus caras en la memoria, aunque sin mucho
interés.
Aquella gran casa de labranza, de paredes gruesas como la
campesina más sanota, y desnudas como la más descocada, que
mostraban al mundo las enormes piedras que las formaban, y
susurraban a los árboles que ni el mismísimo Sansón las habría
podido tumbar; de tejado puntiagudo, que desafiaba a los cielos con
la arrogancia que le confería su pronunciada pendiente, chillándoles
que le resbalaba toda la nieve bajo la que lo intentaran sepultar; de
tejas que pesaban un quintal, apoyadas unas sobre otras con la
determinación de la primera línea del equipo de rugby de los
rinocerontes, eterno campeón de la liga animal; de postigos de
madera de la de verdad, la que se fabricaba serrando troncos y no
masticando astillas, tan densos que un planeta entero de termitas se
habrían empachado con uno solo de ellos y no se lo habrían podido
terminar; de puertas y ventanas generosas como el buen samaritano
en su mejor momento, por las que hubieran cabido un gigante y su
señora…; aquel caserío ya no era lo que un día fue. Ahora, más bien,
era un caserón. La falta de cuidados lo había convertido en el
recuerdo de un tiempo mejor.
Sus dominios se mostraban aún más decrépitos que él: el
pajar, que podría haber sido el que dio lugar al dicho de la aguja, ya
que de tan enorme hasta horcas (bieldos, “tridentes”) hubieran
podido perderse en él sin remisión, estaba semiderruido; el establo
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mala idea (no se le ocurrió qué otra cosa podría rajarlas). Con gran
esfuerzo levantó un par de ellas, dejó en el hueco que se formó sus
libretas verde pálido, protegidas de la humedad y la suciedad por la
bolsa de plástico de la librería de cómics, y volvió a colocar sobre
ellas las dos tejas, cuidando de que quedaran completamente
escondidas.
Ahí las iría a buscar y a dejar furtivamente cada vez que
quisiera copiar los poemas pendientes.
Ahí las encontró Raúl el día que fue a completarlas y a
despedirse de ellas.
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Capítulo 3: Pasiones
A
Lucas Torrejón nada le gustaba más que la lectura.
Bien, quizás el poder, pero esto último era más una
necesidad que un gusto, una pulsión irrefrenable, algo que
había sido grabado en su ADN con escarpa y martillo. Leer, por el
contrario, le proporcionaba el placer que solo se halla en las pasiones,
y nunca en los vicios o las obsesiones.
Para el nuevo gobernador del Distrito Cien, los libros eran uno
de los pilares de ese “tener los pies sobre la tierra” del que tanto
alardeaba. “Todo está en los libros”, solía pensar, aunque no fuera
una reflexión que le gustara compartir, al considerar que, de hacerlo,
otros descubrirían uno de sus principales secretos. Era mejor
guardarlo solo para él, como todo lo valioso.
Tampoco pudiera haberse dicho que fuera un lector a
escondidas, un lector clandestino, el inverso de la trágica Luz, la
furtiva escritora que traficaba con poemas en rápidas incursiones a
un sótano con olor a mazmorra. O quizás sí. Leer, leía a todas horas:
en los tiempos de asueto, en los libres y en los muertos; cuando se
desplazaba a realizar algún acto de campaña, y cuando esperaba a
alguien, o a que alguien lo recibiera; en su céntrico piso, en su
cuartel electoral y, ahora, en su fastuoso despacho gubernamental
del piso trescientos diecisiete… También en el váter, sí, eso por
supuesto. Alguna vez, incluso, mientras caminaba. Más de dos, bajo
la ducha, a través del monitor impermeable —en este caso, sin
profundidad— que se había hecho instalar en una de las paredes.
Pero, siempre que alguien se interesaba por aquella costumbre
suya de andar con las narices metidas entre letras, él menospreciaba
el asunto, arguyendo que era un mero pasatiempo, una costumbre
insustancial que le permitía relajarse, evadirse momentáneamente,
sin mayores implicaciones.
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Cobi Delà nada le gustaba más que el sexo.
El sexo era su pasión… y su vicio, pues en ella todo
estaba corrompido. No había un solo aspecto de su
personalidad que se hubiera mantenido cándido, que no hubiera sido
mancillado, vejado, violado por el cruel destino que la había
condenado a ser una mitad suelta: por siempre jamás, sin remedio.
Desde que muriera su hermana, su único objetivo había sido
vivir a toda velocidad, como si buscara salirse de la vía y estrellarse
contra cualquier muro. Y terminar, terminar de una vez. Pero, para su
desgracia, parecía ser un piloto demasiado avezado, sobradamente
experto en trazar las curvas a una velocidad de vértigo,
insultantemente capaz de aumentar y aumentar la apuesta, ¡más
madera que es la guerra!, y más, y más, sin conseguir que explotara
la caldera; con la chimenea fundida con el humo; las ruedas de un
lado, en el aire; las otras del otro, chirriando como tridente
demoníaco contra pizarra escolar, aferradas a una trayectoria que
repudiaban pero de la que no se sabían desviar, arañando la vía con
todas sus fuerzas, con toda su ansiedad, sin ninguna piedad… Como
sus uñas habían arañado tantos hombros.
Quizás su tren no descarrilaba, pero su vida no podía
descarriarse más.
¿Cómo se podía estar tan descarriada sin haber nunca
descarrilado? Aquello no tenía sentido. Ni como trabalenguas. Como
todo en su vida. Como nada en su vida. Ella debería haber dejado de
existir, JUNTO a su hermana.
Pero ahí seguía, viviendo a empujones pélvicos, con su muerto
corazón continuamente resucitado por las descargas del último
orgasmo; mezclando su sudor con el de su última presa,
perennemente asida a sábanas alquiladas, tratando de recordar si
alguna vez había conocido el pudor, habiendo perdido la necesidad de
fingir, habiendo dejado de preguntar nombres, de recordar caras, de
intercambiar mentiras, cabalgando siempre a lomos del caballo de
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A
Hache nada le gustaba más que “machacarse” en el
gimnasio.
Su cuerpo de guerrero intentaba librarse por todos los
medios de la infinidad de toxinas que se administraba en forma de
drogas, alcohol y tabaco, incluso café, aunque, en este último caso,
soliera consumirlo sazonado con lo segundo y acompañado de lo
tercero, que, bien pensado, lo acompañaba a casi todo.
(Se abre un paréntesis cervantino —por el estilo, no por el
tropezón—, que quizás no sea tan arbitrario como pudiera parecer.
Séale, por favor, a este que escribe, aceptada tanta redundancia
como la desplegada en el segundo párrafo, tengan piedad, y sálvense
las notables diferencias de grado de los estragos corporales que
causa cada sustancia: el café es malo, fumar es muchísimo peor, y la
cocaína, una plaga bíblica.
El alcohol, por su parte, es como la violencia. En grandes
cantidades nadie duda de que sea el lugarteniente en la Tierra de
Belcebú. Sin embargo, en forma de copichuela de vino junto a ágape
tan copioso como uno se pueda permitir —según sea el tamaño de su
bolsa, o a razón del aguante de sus tragaderas— hay quien dice que
es bueno para el corazón, que templa los ánimos y hasta espesa la
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A
Futuro nada le gustaba más que su trabajo.
Como todo funcionario al servicio de Utopía, su
principal función —al menos según lo veía él— era preservar
los principios recogidos en los Cánones Utópicos, lo cual significaba
hacer lo que fuera necesario… TODO lo que fuera necesario… para
garantizar que los ciudadanos y las ciudadanas cumplieran la ley…
TODA la ley… en TODO momento. O eso le gustaba pensar. Sí que
era innegable que, como adjunto de la vicesecretaria del Distrito
Cien, le correspondía un gran poder de decisión en todo lo
concerniente a la supervisión, diseño e implementación tanto de los
sistemas de control como de las medidas correctoras que se
estimaran oportunos. Era una gran responsabilidad para alguien tan
joven, de solo veinticuatro años, pero él la asumía con honor, y no
sin cierta sensación de placer.
¿Acaso podía haber una ocupación más noble? Su elevada
posición en el escalafón del aparato administrativo del estado lo hacía
sentir más cercano a los ideales utópicos, que él tanto respetaba, en
los que creía firmemente, con total convicción, casi ciegamente…
¿Casi?
Los mismos ideales por los que su amado padre había muerto…
Injustamente… Tan injustamente.
En la mente de Futuro, sin que él se hubiera dado cuenta —
porque quizás no podía, porque quizás no quería, porque quizás su
delirio era lo que dotaba de sentido a su vida— la doctrina utópica
había dejado de ser una teoría política y se había convertido en un
ser antropomórfico al que adoraba con absoluta devoción, con una
pasión casi sexual, que le nacía en el diafragma y se le extendía
radialmente por todo el cuerpo, hasta las yemas de los dedos, hasta
la punta de la nariz, hasta los lóbulos de las orejas, hasta las
pestañas, hasta el ombligo, hasta las nalgas, hasta los pezones,
hasta el glande; un ser infalible, perfecto, omnisciente, omnipotente,
amoroso, que devolvía más de lo que recibía, mucho más, y que para
y aun así la doctrina más perfecta que había sido nunca enunciada les
premiaría con la anhelada felicidad.
Futuro no habría sido tan generoso. Él, como profeta del dios
que había creado en su cabeza, que se confundía con la doctrina real,
en una mezcolanza que lo tenía atrapado, formando unas arenas
movedizas que lo estaban engullendo irremisiblemente, les hubiera
exigido un cumplimiento ininterrumpido, forzoso… Al fin y al cabo, era
por su propio interés: era… por el bien de todos. ¡Él lo hacía! ¡Él vivía
cada segundo de su existencia en concordancia con lo que disponían
los principios utópicos! Y si él podía hacerlo, cualquiera podía hacerlo,
pues todos los seres humanos eran iguales.
¡Tampoco era tan difícil! Más bien al contrario: era satisfactorio,
enriquecedor, ennoblecedor, sano, mejoraba la vida sexual e incluso
tenía un excelente efecto rejuvenecedor en el cutis.
Indiscutiblemente: había sido científicamente contrastado; los
resultados estadísticos eran irrefutables, todos los modelos
matemáticos, mínimamente serios y rigurosos, estaban de acuerdo.
Y, aunque no hubiera sido así, ¿qué mal podía haber en vivir en
equilibrio, con dignidad y de forma solidaria? Esa era, en resumen, la
forma de vida utópica, tal y como recogía el lema: “Por una
humanidad sin conflictos: equilibrio, dignidad y colectividad”. ¿Quién
podía negarse a ello? Lo único que se le exigía a cualquier persona
para ser feliz era… ¡ser feliz! ¿Qué podía haber más simple, más
razonable, más evidente, más deseable?
Sin embargo, el ser humano, aun habiendo abrazado por
unanimidad los Cánones Utópicos hacía ya más de dos años, parecía
obcecado en caminar en contra de su interés, fiel a su enervante
tendencia a la autodestrucción, incapaz de liberarse de sus
intolerables obsesiones individuales —siempre erráticas, siempre
enfermizas— que ponían en peligro el interés colectivo, eternamente
adicto a su propia arrogancia, que tantos, en el pasado, habían
A
Virtud nada le gustaba más que escribir.
Le era indiferente si se trataba de relatos, poemas de
diez versos decasílabos, manuales de usuario, normativas
para el trabajo en equipo o código fuente que implementara
complejísimos algoritmos; la cuestión era juntar letras, hacerlas
bailar al son de su cerebro, ordenarlas en combinaciones únicas que
hicieran estremecer… daba igual si corazones humanos, equipos de
personas o cerebros robóticos.
Con la misma facilidad que rimaba, Virtud era también capaz
de resolver series de ecuaciones que le habían vuelto el pelo blanco a
más de un matemático del pasado (sí, este era un arcano secreto de
algunos científicos de siglos anteriores: su alba tintura capilar se la
debían al susto tremendo que habían sufrido al tenerse que enfrentar
a ciertos “bocadillos” de números, que resultaban terroríficamente
intimidatorios hasta escritos en letra muy pequeña). Incluso, cuando
su mente divagaba, quizás antes de que la venciera el sueño, o
mientras hacía pipí, sus pensamientos flotaban, felices, como en un
cuento de castillos en el cielo, entre nubes de números que formaban
aproximaciones a ciertas figuras (n-1)-dimensionales trazadas sobre
espacios n-dimensionales, las cuales se utilizaban para resolver
A
l reverendo Mh-Pá nada le gustaba más que explicar cómo
Dios le había apartado del mal camino.
Tentado estuvo de compartir aquella experiencia vital
con la NIEBLA, pero, por una vez, consiguió contener su locuacidad,
que lindaba con la verborragia, aunque no por ello resultara menos
efectiva que la de un gran orador como Lucas Torrejón, por más
que la de este segundo encandilara mientras que la del reverendo,
más bien, atrapara al oyente en una telaraña pegajosa, pero
chocantemente confortable. Dar testimonio a cualquier extraño, cauto
o, con mayor frecuencia, todo lo contrario, sobre cómo su encuentro
con Dios había salvado su alma era predicar; hablar directamente con
Nuestro Señor, aunque nunca le contestara de forma tan tangible
como lo hacía la NIEBLA, era razonable, lo mínimo a esperar de un
reverendo que enseñaba La Palabra de Dios vivo; discutir consigo
mismo, por cualquier estupidez, y aunque fuera en voz alta, era algo
que hacía todo el mundo (¿no?); pero explicarle su vida al aire, un
aire, para más inri, tontorrón, y que siempre parecía sentirse
obligado a responder, rozaba lo ridículo. Incluso para el reverendo
Mh-Pá.
Sí que decidió preguntarle a aquella “niebla” dónde podía
adquirir un local.
—Oye, ¿dónde venden locales comerciales en este barrio? —dijo
a la vez que escudriñaba los alrededores de su cabeza, moviéndola
de un lado a otro, arriba y abajo, como intentando localizar al
minúsculo insecto que transmitía la voz de aquel invento que en
épocas anteriores hubiera sido considerado no menos que satánico
(aunque ya sabemos que no era una mosca lo que transmitía las
palabras de la NIEBLA directamente al oído del interlocutor de turno,
sino un sofisticado sistema de emisión direccional de sonidos).
No recibió respuesta alguna.
—Oye, tú, la que me hablaba antes a propósito de mi UVA,
¿puedes oírme?
Nada. El reverendo decidió entonces que sería mejor
preguntarle a un humano. Al menos a ellos los veía. De hecho, le
rodeaban. Tan pulcros, tan calvitos, tan perfumados… Se desplazaban
de aquí para allá por la acera, en tumultuosas oleadas. La gran
mayoría de ellos flotaban sobre sus PATINETEs, unos pocos iban a
pie; casi todos parecían muy concentrados y permanecían en silencio,
como preocupados únicamente por llegar a su destino.
Pasaban por su lado sin prestarle la menor atención, como si
fuera tan invisible como aquella condenada (“Perdona, Señor, en tu
infinita piedad, mi blasfemo vocabulario”, pensó el reverendo
inmediatamente después de que la anterior palabra se generara en
su cerebro) “niebla” que ahora no le quería contestar. ¿Se habría
enfadado con él? ¿Le habría molestado que la hubiera cortado de
forma tan tajante, hacía pocos minutos? ¿Estaría ya maquinando el
A
Luz nada le gustaba más que Marilyn Manson.
Se enamoró de él a los doce años y, como las buenas
estrellas, las del cielo y las de la tierra, las que perduran
porque saben que estallar en una supernova es muy bonito pero
Una semilla
se tornará un árbol
aun sin permiso.
(Lector: lo anterior es un haiku, género poético que agrada
especialmente al que escribe).
Que ella no era un caso único, Luz lo sabía bien, y, como
carecía de todo interés por sentirse hipertrofiadamente especial, tal
conocimiento la reconfortaba. Quizás nadie más lo llamara “Lacasito”,
pero los seguidores de Marilyn Manson eran legión, especialmente
entre los moradores de lo impuro, fueran góticos, metaleros, ambas
cosas o miembros de “confesiones” limítrofes, ya que la gran mayoría
de ellos vivían, al igual que ella, alejados de la ortodoxia estúpida de
los que intentaban erigirse en sus portavoces.
El éxito del consignatario de tanta admiración solía atribuirse a
su música, a su estética, a su pose de rebelde, a su teatralidad
transgresora, pero si no hubiera sido, como era, una persona
extraordinariamente inteligente, jamás hubiera llegado a ser una
estrella lo suficientemente masiva para atraer incluso a la luz…
incluso a Luz. Claro que aquello era algo ignoto para todo aquel que
fuera incapaz de superar la barrera de las apariencias y los
pensamientos preconcebidos, ergo prejuicios. Intolerantes los hay
bajo cualquier bandera: basta con que la agiten incluso por encima
del valor de la vida de los demás… cualquier “demás”, por idiota o
malvado que parezca.
Durante la suya, Luz a nada le fue tan fiel como a él. Por ello
nunca quiso verlo en directo, o quizás la implicación correcta fuera la
refleja.
—Tía, ¿vas a ir a ver a Marilyn Manson, no? —le preguntó una
vez una compañera de clase, cuando el cantante iba a actuar en
directo en su ciudad.
—No —respondió Luz, lacónica.
A
la doctora Cifuentes nada le gustaba más que ayudar a
sus pacientes.
O al menos así fue durante mucho tiempo. Pero ya no.
Tras la defunción de su hija todo dejó de interesarle. Ahora nada le
gustaba… ni más… ni menos.
Solo el pensamiento de la inevitable llegada de su propia
muerte, más tarde o más temprano, en el futuro, la reconfortaba.
Únicamente la idea de que un día la luz se apagaría y no habría nada,
ni siquiera vacío, ni siquiera oscuridad, únicamente la no existencia,
la dimisión irrevocable de la esperanza, el cese de todo, incluso de los
recuerdos, incluso del dolor, incluso del ser, le proporcionaba un
cierto alivio.
Sin embargo, no era capaz de forzarse a abandonar la vida
precipitadamente: su cobardía era mucho más testaruda que ella
misma. Cada pulso que le planteaba, lo perdía. Así que bebía. Y
bebía. Y bebía.
A
Loreto nada le gustaba más que dormir.
Mientras dormía, la hueca realidad, en la que ella y
Virtud, su preciosa niñita, vivían acurrucadas en el centro
de una gran cueva —lóbrega y desabrida, pero familiar—, frente al
fuego de su amor —eterno e incondicional, pero insuficiente—,
incapaces de entrar en calor por faltarles la madre diosa tornada
A
Raúl nada le gustaba más que contemplar a Luz.
Eso hizo el día de su funeral, a ojos llenos. No se
permitió llorar. De haber podido, se hubiera arrancado los
párpados para no pestañear. Una vez la enterraran, no la volvería a
ver.
Quizás aquel cuerpo ya no era ella, sino solamente una
muñequita sin vida, descomponiéndose sigilosamente, sin que nadie
se diera cuenta, pero era todo lo que le quedaba. Al día siguiente solo
habría recuerdos. Y lamentos.
Nadie le echó la culpa a Raúl, de nada, excepto él mismo, de
todo. Chorradas, dijeron muchas. Todos. No pararon de decirlas. No
la conocían.
“Siempre estuviste a su lado”: Falso. Aquella última vez, la
determinante, no fue así.
“No podías hacer más”: Falso. Podía haber estado, podía
haberlo previsto, imaginado… Podía haberla escuchado mejor, más
allá de las palabras. Debía… Debía… Debía.
“Quizás ya no quería vivir”: Falso. Por supuesto que quería
vivir, pero estaba enferma, y, cuando el mamut la aplastaba, no
pensaba; dejaba de ser ella y se convertía en un síntoma de un mal
traicionero, ruin, falaz, inicuo, sórdido…
“Ahora está en un lugar mejor”: Falso. Nunca sin él.
“Posiblemente, antes de morir, se arrepintiera”: Falso. ¿De qué
se tenía que arrepentir? No sabía lo que hacía. Su mente estaba
embotada. Su voluntad no le pertenecía, estaba bajo el control del
mamut.
¿Por qué no quería vivir?… ¿Por qué no quería vivir?… ¿Por qué
no quería vivir?… ¿Por qué no quería vivir?… ¿Por qué no quería
vivir?… ¿Por qué no quería vivir?…
¡Que sí que quería vivir!… ¿Por qué no se callaban todos y se
iban a la mierda?
La vistieron de blanco… porque todos sabían que se le había
muerto, antes que nadie, a él, pero, como era el cenutrio máximo,
nadie le hacía ningún caso. A Luz no le gustaba el blanco. Ella
hubiera querido ser un elegante cadáver vestido de negro, no una
mala imitación de un ángel renacentista. Pero la vistieron de blanco,
como si estuvieran celebrando su última comunión.
Para compensar, Raúl se engalanó completamente del color
que tanto le gustaba a su novia: traje, camisa, corbata, calzado, ropa
interior… Excepto un clavel rojo que llevaba sujeto con un alfiler
plateado en la solapa derecha de su americana. Rojo de amor… y de
ira. No iba cubierto de luto, sino ataviado para gustarle a Luz en
aquella última cita. Incluso se pintó la raya de los ojos y se cepilló su
media melena bien hacia atrás, como ella solía insistirle en que
hiciera.
Estaba muy guapo: Luz se hubiera derretido si lo hubiera
podido ver, todo lo alto y delgaducho que era, tan repeinado, con su
traje negro impecable, de la talla justa, sus relucientes zapatos de
puntera afilada… y un brillante aro dorado insertado en el borde
superior de su pabellón auditivo diestro.
Como último homenaje a su amada, Raúl hizo lo impensable:
fue a que le agujerearan la oreja derecha. A él le encantaban los
piercings que llevaba Luz, pero le aterraba la idea de que alguien
taladrara su cuerpo, así que nunca se atrevió a ponerse uno. Ella le
dijo muchas veces que casi no hacía daño, que solo era un
momentito, pero él pensaba con tanta intensidad en aquel
“momentito” que se le antojaba como una eternidad de tortura en los
pozos del infierno. Y eso que la había acompañada casi siempre que
se había puesto uno nuevo… Pero nada tenía que ver ser un
observador solidario con ser el sujeto paciente.
En cualquier caso, le pareció que, después de todo, Luz tenía
razón: casi no hacía daño. No el suficiente. Para acallar el dolor de su
corazón deberían haberle amputado la oreja con un cuchillo oxidado y
romo, muy lentamente, sin anestesia. Sí, eso hubiera estado bien.
El sacerdote batió holgadamente el récord de tonterías por
segundo, en su sermón. No la conocía, solo era una máquina
expendedora de frases hechas… Su obsesión por convertir aquella
homilía en un alegato en contra del suicidio, además, le resultó
repulsiva: Luz no se había suicidado, la habían matado entre el
sádico mamut y él mismo, cómplice imperdonable, por omisión.
Las palabras del oficiante iban y venían entre condenas a quien
con su mano destruía lo que solo le pertenecía a Dios —la vida— y
disculpas de compromiso a Luz porque, posiblemente, se hubiera
arrepentido en el último momento —como Judas, aunque esto último
no lo dijera—. Estaba claro que aquel orador religioso no aprobaba la
muerte de la joven y que la responsabilizaba de ella, aunque
intentara atemperar —poco— sus críticas.
Que un cura pudiera ser tan insensible y tan vomitivamente
oportunista era una demostración más de que Dios no existía. Eso
pensó Raúl en algún momento en el que su atención no consiguió
bloquear las palabras venenosas que insultaban la memoria de su
amada desde el púlpito. La mayor parte del tiempo, no obstante,
permaneció ajeno a aquel discurso, solo pendiente de empaparse de
la imagen de su Luz muerta.
Blanco sobre blanco, parecía de yeso. La novia de la muerte,
con sus labios carmesí y sus mil piercings; su larga melena negra,
con una mecha blanca que le caía hacia su derecha; sus grandes ojos
verdes, ya por siempre cerrados, que durante su vida habían
mantenido perennemente abierta al tránsito la ciudad de la
imaginación…
¡Gracias! :)