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S iempre existió en La Línea una gran afición al arte escénico


en todas sus manifestaciones. El “Teatro del Parque” y el
“Cómico” vieron desfilar por sus escenarios a los más
destacados intérpretes del drama y la comedia. Figuras
eminentes como doña María Guerrero y don Fernando Díaz de
Mendoza, don José Tellavi, don Enrique Borrás, don Ricardo
Calvo, don Emilio Thuiller, don Juan Santacana y doña Rosario
Pino, entre otros, actuaron en nuestros escenarios contratados
directamente por los empresarios linenses o en simples
actuaciones dominicales, aprovechando la estancia en
Gibraltar de las respectivas compañías y como consecuencia
de la prohibición que existía en la ciudad calpense que impedía
celebrar espectáculos públicos los domingos. Junto con el
“Parque” y el “Cómico”, el “Salón Pascualini” y el “Amaya”
ofrecían temporadas de comedias, de zarzuela y operetas, así
como espectáculos de variedades. En este aspecto es junto
acreditar a los empresarios del “Teatro Cómico” el singular
mérito de haber dedicado su local durante largas temporadas,
exclusivamente a representaciones teatrales. Por ese
escenario recuerdo haber visto desfilar a la compañía Tudela-
Monteagudo, a una de zarzuela de la que era triple cómica
Elenita Salvador, a otra infantil, también de zarzuela, y de
manera especial, a la del género chico que dirigía el
popularísimo actor don Antonio Martelo, el cual al retirarse, se
estableció en La Línea.
La afición de los linenses al teatro no se limitaba a ser
contemplativa como simples espectadores. Gustaba de la
actuación y se aprovechaba cualquier pretexto, generalmente
de carácter benéfico, para organizar grupos teatrales en los
cuales participaban jóvenes conocidos por sus actividades
profesionales, sociales o económicas. En otras ocasiones eran
las sociedades recreativas y las de carácter obrero los
creadores de sus propios grupos organizando
representaciones con cierta periodicidad.
De éstas últimas, recuerdo de modo especial el de la
Sociedad de Oficios Varios, que tenía su local en la calle del
Teatro, en el edificio que luego ocupó el Colegio de San Luis
Gonzaga. A esos días del segundo decenio de este siglo, se
remontan mis primeros recuerdos como incipiente espectador
teatral, tal vez porque tuve oportunidad de ver actuar a alguien

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tan entrañable para mi como mi primo Enrique Earle Suárez, el
mayor de la veintena de primos hermanos que constituimos la
descendencia de don Enrique Earle y doña Mercedes Martínez
Cordón, fundadores de la “familia del Inglés”, denominación
con que se nos identificaba a los integrantes de ella. Familia de
longevos, especialmente en la rama femenina. Mi abuela
falleció en el año mil novecientos cincuenta y cuatro a los
ciento dos años de edad y sus hijas –mi madre y mi tía
Mercedes- han muerto recientemente con más de noventa
años.

MI PRIMO ENRIQUE.
Siempre sentí por él un gran cariño y una emocionada
admiración. Aparte de su innata bondad, que derrochaba a
raudales, su habilidad manual y la inteligencia que demostraba
en cuantas actividades acometía, fueron fuentes de mi
admiración por él. Mecánico, electricista, maquinista naval,
fundador con don José Pérez Mafé del primer establecimiento
dedicado al alquiler y reparación de bicicletas que estuvo
instalado en la calle Gibraltar, próximo a la de Zaragoza, le vi
practicar la afición a la fotografía en aquella época en que la
impresión de las imágenes se hacía sobre placas de cristal y su
definitiva impresión sobre papel mediante la exposición al sol
en marcos de madera. Arreglaba a veces con derroche de
ingenio, -así me pareció siempre-, cuando se descomponían los
dos gramófonos de grandes bocinas que él manipulaba en casa
de los abuelos, se entretenía en diseñar y construir pequeños
artefactos que terminaban siendo muy útiles en el hogar;
tocaba “de oído” el piano, la ocarina, el acordeón, la guitarra y
la flauta; participó como banderillero en varias becerradas
benéficas y su afición por el teatro lo llevó, muy joven aún, a
abandonar la casa desoyendo consejos y ruegos familiares, e
hizo una escapada al mundo profesional de la farándula,
presentándose como el “Muñeco Mecánico” en teatros
andaluces y del norte de África. Su inquietud por cuanto fuese
expresión artística o espectáculo lo llevaba a organizar
funciones teatrales para diversión de parientes y amigos. Lo
hacía apasionadamente, con espíritu casi profesional, son
dejar nada a la improvisación. Elegía cuidadosamente las obras
a representar, los números musicales; trabajaba y hacia
trabajar seriamente durante semanas o meses en ensayos
diarios a sus “artistas” y nos obligaba a participar a todos,
jóvenes y pequeñuelos, en las representaciones. Con los
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pequeños formaba coros infantiles -nunca olvidaré mi
desafinada actuación en el de “Alma de Dios”- y nos utilizaba
como “comparsas”.
Sin salir de aquella casa, que durante mucho tiempo estuvo
marcada con el número 13 de la calle del Teatro, podía reunir la
totalidad de su “elenco” femenino. Allí estaba Paquita Trilla,
Amelia y Mariquita Ghersi, Paquita y Lolita Castilla, Mercedes y
Emilia Earle. Ellas eran las cantantes, las actrices, las
pianistas. En más de una ocasión intervinieron en aquellas
funciones, Carlos Calvo Molleda, cuando todavía no ingresaba
en la Academia de Infantería, Pablo y Enrique Carteño García y
Enrique y Pepe Muñoz Molleda, éste apuntando ya el artista que
habría de consagrarse como tal.
Las funciones tenían lugar en el patio convertido al efecto
en una auténtica sala de espectáculos, con su escenario, su
“patio de butacas”, y hasta su “gallinero”: la escalera de piedra
que conducía a la gran azotea que circundaba el edificio. Y a la
hora de correr el telón no faltaba un solo detalle. Ante el
escenario el piano de una de las intérpretes; la concha del
apuntador, la embocadura con su telón, los bastidores, el telón
de fondo, y en cada acto o parte del espectáculo, la
escenografía adecuada, porque hasta como escenógrafo se
daba maña mi primo Enrique. Todo lo hacía bien. De un simple
juego hacía si se lo proponía un bonito espectáculo, sin
importarle el tiempo que le llevase su organización.
En una ocasión, se le ocurrió organizar una “corrida de
toros”, convirtiendo en algo espectacular aquel “jugar al toro”
de nuestros años infantiles.
Se puso a la tarea organizándolo meticulosamente. El día
de la “corrida” el pretil de la terracita que presidía el lado norte
del patio apareció engalanado artísticamente con una bonita
colgadura de la que pendían bellas moñas y multicolores
banderillas de “lujo”, que nada tenían que envidiar a las de las
becerradas benéficas. Y en primera fila de aquel palco de
honor, ataviadas con mantillas españolas, todas las jóvenes del
elenco femenino ya citado, presididas por el organizador de la
fiesta, vestida de vieja y luciendo una voluminosa joroba.
En el cuarto trastero que había debajo de la escalera,
habilitado como “chiquero”, los dos “hermosos ejemplares”, -
un par de amiguitos de la vecindad-, dispuestos a empuñar los
cuernos unidos por una tabla con el consabido agujero en el
centro para simular la suerte suprema.

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Y puntuales, como lo fuimos siempre los españoles en la
fiesta taurina, hicimos el paseíllo aquel día, Pedro Earle
Montegriffo y Paco Ghersi, como matadores, y Pedro Castilla y
yo, como banderilleros, en fundados muy toreros, en los
flamantes trajes “de luces” que confeccionaron ex profeso
nuestras madres, exclusivamente para ese rato.
Así fue mi primo Enrique, que murió joven cuando todavía
podíamos esperar muchas cosas buenas de él.

EL TEATRO EN LOS PATIOS POPULARES.


Naturalmente, la organización de representaciones
teatrales en nuestros populares patios, no podía ser una
iniciativa exclusiva de mi primo Enrique. La afición de los
linenses por la actuación teatral estaba tan extendida, que allá
donde se concentraba un núcleo importante de familias, surgía
en cualquier momento alguien con facultades histriónicas,
capaz de organizar aquellas representaciones y hacerlo con
notable acierto, considerando los elementos de que podía
disponer.
De esas representaciones, recuerdo especialmente las que
bajo la dirección de Pedro Gil se organizaban en el “Patio de
los Huesos”, al final de la calle Cádiz, patio que fue famoso
entre los jóvenes linenses de aquella época, además de por sus
funciones teatrales, por los bailes de Carnaval, los de la “Cruz
de Mayo”, etc., y aquellas otras del “Patio de la Serrana” en la
calle San Felipe y Castellar, que en plan cómico, en el que
ocupaba más espacio la improvisación que la disciplina al
hipotético texto elegido, los jóvenes de la “Unión Deportiva
Linense” organizaban para su solaz y diversión de cuantos
asistían a sus representaciones.

MANOLO GÓMEZ.
He aquí otro linense que por su vocación y la fidelidad con
que todavía, a sus sesenta y cinco años, sigue entregado al
cultivo del arte escénico, merece una mención especial en
estos recuerdos.
“Manolo el chofer”, como se le conoce popularmente, ha
cumplido ya más de cincuenta años de actuar en los
escenarios. Debutó en el año 1916 como simple aficionado en
el escenario del antiguo “Café de Alpandeire”, situado en la
calle González de la Vega y Reina Cristina, representando “El
Contrabando”, la obrita de Muñoz Seca preferida por los
aficionados de aquellos días.
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Aquella noche empezó la larga cadena de actuaciones con
fines benéficos, que suman más de trescientas, de Manolo
Gómez. Fueron un puñado de pesetas, casi doscientas, suma
muy estimable en esos días, las que en compañía de Juan
Fuillerat llevó aquella noche Manolo a una angustiada madre
sin recursos, que veía, impotente, como moría uno de sus hijos
de una terrible enfermedad.
Desde esa noche, Manolo Gómez no ha dejado de estar
vinculado, de una manera u otra, al arte escénico. Desde
aquella fecha en que interpretó el popularísimo personaje del
“Maestro Canillas”, Manolo Gómez ha alternado el
imprescindible trabajo que proporciona, a veces
raquíticamente, el pan nuestro de cada día, con la actuación
escénica, siempre en beneficio de alguien o de algo que
necesitase de ayuda económica, en su dedicación al arte por el
arte, que era a la vez acción benefactora, solidaria, dirigió con
el maestro Soro, la Agrupación teatral de este nombre; actuó
en los días de nuestra guerra, en Requena, Utiel, Segorbe,
Mora de Rubielos, Pozoblanco, Villanueva de Córdoba y otras
poblaciones de la zona republicana, alternando en muchas de
esas actuaciones con Amalia Isaura, Miguel de Molina, y ya en
fecha reciente, además de sus exitosas presentaciones en la
radio, ha actuado junto a “Jarritos”, Pero Terol, Paco de Lucía,
Juanito “Maravillas”, Marifé de Triana, el conjunto “Los Cisnes
Azules” y otros; en fin, en cuantos festivales benéficos
celebrados en el Campo de Gibraltar, se solicitó su concurso.

AGRUPACIONES TEATRALES.
Fueron muchas las agrupaciones de este carácter que con
sus frecuentes actuaciones dieron testimonio del entusiasmo
de los linenses por la representación teatral.
Además de la Agrupación “Soro”, citada anteriormente,
vienen ahora a mi memoria el “Grupo Talía” del que fue Directo
José Martínez Espinosa; la “Agrupación Muñoz Seca”, dirigida
por Alfredo Silva Laguna, gibraltareño residente en nuestra
ciudad; “Amigos del Arte” con Pedro Gil Moriche al frente;
“Santiago”, bajo la dirección de Manuel García Fuentes, y otro
Grupo organizado por Muñoz Contreras; la “Agrupación
Álvarez Quintero” integrada por los hermanos Pepe y Rafael
Marmolejo Bianchi, Francisco Sánchez, Diego Campoy,
Teresita Lozano y otros. Junto a las mencionadas es justo
destacar la “Academia de Declamación”, fundada y dirigida por
Don Eduardo Gómez de la Mata, excelente actor, el cual
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después de haber gozado de merecida reputación por sus
actuaciones en varias temporadas madrileñas, se reintegró a
La Línea acreditándose entre nosotros como excelente
director, que formó a un nutrido grupo de alumnos que pasaron
como profesionales a las nóminas de muchas compañías
teatrales.
En las numerosas representaciones organizadas por el
señor Gómez de la Mata contó siempre con la colaboración de
su hermano Federico, de Blanco, de Diego Perea, de Esteban
Aragón, de José padilla-Orrán, de Antonio Caspuero, siendo
muy populares las funciones que casi año con año daban a
teatro lleno de “La Pasión” y el “Tenorio”, las cuales dieron
motivo a muchas pintorescas anécdotas, que3 servían de
jocosos y chispeantes comentarios en las reuniones familiares
y en las tertulias de amigos.

ACTORES Y ACTRICES LINENSES.


De ellos recuerdo a Pepe Fernández, linense de pura cepa,
aunque desvinculado de nuestro pueblo en el aspecto
profesional. Actuó como tenor en diferentes compañías de
zarzuelas y operetas; los hermanos Amelia y Guillermo Deceno,
José Buerles Haro, Diego Campoy y Contreras, sin olvidar a
Sebastián Rovira, excelente apuntador que figuró en el elenco
de compañías de primerísima categoría y avecindó en Méjico,
donde gozaba de excelente prestigio por su destacada
actuación y diversas actividades teatrales.

AUTORES LINENSES.
En realidad solo hubo uno que deba catalogarse como tal,
ya que fue el único que trascendiendo las fronteras de nuestro
rincón, llegó a recibir el espaldarazo del profesionalismo,
estrenando en Madrid incluso dos obras en la misma noche y
en diferentes teatros, algo nada frecuente en aquella época.
Nacido en la provincia de Málaga, Rafael Segovia Ramos se
formó en La Línea. En la prensa linense publicó sus primeros
trabajos periodísticos; en ella y en la de Gibraltar aparecieron
sus primeras poesías. Y en los teatros locales se estrenaron las
obras con que se inició su carrera de dramaturgo, con “La mala
yerba”, “Espinas”, y otras.
Para estrenarlas formaba su propia compañía, contando
siempre con la colaboración de Pepe Padilla-Orrán, y en
muchas ocasiones con la de Amelia Deceno y Esteban Aragón.

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Después de cada estreno las obras eran representadas por
el propio grupo organizado por Segovia Ramos, quien actuaba
al mismo tiempo como director y primer actor en Gibraltar, San
Roque y el Campamento, representaciones que recuerdo de
modo especial porque en algunas de ellos actué como modesto
“traspunte”.
Buscando campo adecuado a sus aspiraciones como
autor, Segovia Ramos se trasladó a Madrid y allí tuvo
oportunidad de estrenar en colaboración con don Juan Mullor,
actor profesional y autor, varias obras. Durante la guerra tuve
ocasión de asistir al estreno de algunas de sus producciones,
sobre temas de circunstancias.
Don Eduardo Gómez de la Mata, también incursionó en el
campo de la producción teatral. Sólo recuerdo de él una obra
en un acto, premiada en un concurso literario organizado por el
Ayuntamiento con motivo de la Velada en los años 1926 ó 1927,
que fue estrenada en el Salón Pascualini, representación que
constituyó un notable éxito para el autor.
También intenté hacer mis “pinitos en esta actividad de la
creación literaria, infortunado intento que recojo aquí porque
constituye un recuerdo agridulce de aquellos días juveniles y
de modo especial por su pintoresco final.
Por aquellos días se habían quedado “arriados” en La
Línea los integrantes de una compañía de la que era primer
actor y director don Emilio Portes y actriz su esposa la señora
Rodríguez, hija del farmacéutico don Juan Rodríguez
Mancheño. Había que arbitrar el dinero necesario para que
pudiesen viajar a Madrid en busca de oportunidades de trabajo.
De ello se encargó un grupo de aficionados locales, que de
inmediato se entregaron a la tarea de organizar una función
cuyos ingresos serían destinados a ese fin. El programa quedó
integrado con una obra en dos actos titulada “De la noche a la
mañana”, cuyo estreno constituyó aquella temporada un éxito
clamoroso en Madrid; una obra en un acto original de don
Fernando Agea, a la sazón Administrador de nuestra Aduana y,
como relleno, un entremés mío titulado “Vicente de Veras”.
De la representación “De la noche a la mañana” y de la
obra del señor Agea se encargaron los supervivientes de la
compañía del señor Portes, quienes contaron, si la memoria no
me falla, con la colaboración de don Eduardo Gómez de la
Mata. De la puesta en escena de “Vicente de Veras”, se
hicieron cargo José Martínez Espinosa y su esposa Araceli, su
novia por aquellos días. La función se celebró en el “Cómico” a
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teatro lleno. “De la noche a la mañana” y la obra del señor Agea
constituyeron un verdadero éxito. La mía naufragó desde la
primera escena; fue un fracaso sin atenuantes. Al caer el telón
buena parte del público, benévolo, generoso, aplaudió
indulgente. José Conejo Aguilar, mi compañero y compadre,
prorrumpió en gritos de: “¡Qué salga el autor, que salga el
autor!”. Por su parte, Rafael Valencia Rivera, otro compañero
que siempre me distinguió con su afecto bromeaba desde las
gradas: “¡No hacerle caso, que es el compadre!”. Me refugié en
un camerino. Allá fueron por mi dos bellas damitas de la
compañía del señor Portes, obligándome a salir a “recoger los
aplausos”, mientras continuaban las protestas de Valencia.
Una noche inolvidable de la que puede resarcirme, aunque
modestamente el mismo día del estreno en el “Pascualini” de la
obra premiada al señor Gómez de la Mata, ya que en el mismo
concurso obtuve el segundo premio, por una obrita en un acto
escrita en el marco del homenaje nacional rendido aquel año a
los hermanos Álvarez Quintero.
Así terminaron, sin que por ello hayan perdido nada los
amantes del arte de “Talía” mis torpes inquietudes como autor
teatral.

EL CINE.
Mis primeros recuerdos de esta maravilla del ingenio
humano, que en los días de su balbuceante aparición pocos
creyeron pudiera alcanzar la extraordinaria importancia que
tomó apenas unos años después, se remontan a la época ya
triunfal, en la que el desarrollo de la película podrá seguirse a
través de los textos impresos en la propia cinta. No alcancé,
por tanto, como simple espectador, aquellos tiempos en que,
para ayudar al público en la comprensión de las escenas que
se sucedían en la pantalla, existía un “narrador” que de modo
pintoresco, muchas veces con gracejo, seguía a su manera
personal, el guión que se le entregaba para ello. Aquel
narrador constituía una parte muy importante en el desarrollo
del espectáculo.
Mis primeros recuerdos en lo que al cine se refiere,
corresponden a la época gloriosa de “Charlot”, Fatty y Mabel,
en sus graciosísimas películas de “una parte” que cumplían -
¿quién podía pensar entonces en que aquel “Charlot” iba a
llegar a ser el gran Charles Chaplin reconocido como el más
grande genio del arte del celuloide?- abriendo la sesión como
simples “teloneros”, utilizado como atracción para los niños
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que disfrutábamos de verdad, en medio de ruidosas carcajadas
y espontáneos comentarios infantiles. Fueron los días
triunfales de la Bertini y de Rodolfo Valentino; los de las
películas de serie en numerosos episodios. Y, para los linenses,
las de las dos funciones diarias en el “Parque” y el “Cómico”, y
en las temporadas veraniegas en el “Salón del Parque”, aquél
con el que terminó un voraz incendio cuando años más tarde
había ascendido a elegante local de una sociedad de “recreos”.
Al final de los veinte asistimos ya a los tanteos del cine
sonoro con la sincronización de efectos musicales, de cuya
revolucionaria innovación fui espectador por primera vez en el
“Parque”, exhibición de la que sólo recuerdo se repetía como
tema musical los acordes de “La Marsellesa”, tal vez como
homenaje a los hermanos Lumiére. Y rápidamente, casi con la
misma vertiginosidad que pasa la película ante el objetivo del
proyector, el paso trascendental, definitivo, la gran conquista
técnica del cine hablado.
Durante este proceso evolutivo, de rápido avance, de esta
industria, que se convirtió en una de las más importantes con
cierta influencia en la balanza comercial de los EE.UU., la
afición al cine fue creciendo en La Línea, y con ella los locales
dedicados a este espectáculo.
Don Ruperto Toledano Fernández construyó de madera el
“Salón Victoria” al final de la calle de San Pablo, próximo al
arco de hierro, con el se pretendió dar cierta prestancia al
“Paseo de la Velada”, don Juan Beaty convirtió la Plaza de
Toros durante varios veranos, en popularísimo cine “al aire
libre”; don José Estripot Dorado erigió en un espacioso solar
frente al patio de Serruya, el “Cinema X”; los herederos de don
Bartolomé Lima convirtieron en “Cine Cómico Jardín” el huerto
de su propiedad ubicado al principio de la calle Reina Cristina;
Trino Cruz dio su nombre al cine de verano que explotó durante
varias temporadas en los terrenos de la Huerta de Russi, con
entradas por las calles de la Aurora y Reina Cristina. Y por
último, don Cristóbal Ramírez Álvarez, acondicionó también
como cine de verano, un terreno de la calle San Bernardo que
funcionó varios años como “Cine El Chorro”.

TRINO CRUZ. CINEASTA.


Si bien por sus especiales características el cine no se
prestaba como el teatro a su cultivo por aficionados, La Línea
no dejó de estar presente en las realizaciones del séptimo arte,
aunque sólo fugaz y modestamente. Fue Trino Cruz en otra de
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sus facetas, quien cumplió con ese papel. Actuó como galán en
los balbuceos del cine español en una película que llevó por
título “La Local del Monasterio”. Esta mención me trae el
recuerdo de otras de las genialidades de este linense, cuya
biografía si alguien se encargase de hacerla con cariño y
pasión, estaría formada en lo esencial, por riquísimo
anecdotario de una vida especialmente la de sus años jóvenes,
plena de felices ocurrencias, de derroche de chispeante
ingenio.
La nota a que me refiero se relaciona con la época en que
fue empresario del Teatro del Parque. Un buen día desenlató
“La Loca del Monasterio” para pasarla en una de las funciones
de aquel teatro. La anunció a bombo y platillo y para que no
faltara la “salsa” con la que siempre aderezaba todas sus
cosas, tuvo “el buen cuidado” de destacar al pie del programa
una importante advertencia dirigida “A sus bellas paisanas”,
aclarando que aunque resultaba casándose al final de la
película, ello no era más que pura ficción, pues seguía soltero y
“en estado de merecer”.

ANTONIO MORENO, LA LINEA Y EL CAMARERO


GIBRALTAREÑO.
Durante muchos años creía que el popular actor Antonio
Moreno, una de las más relevantes figuras de Hollywood del
primer tercio de este siglo, había nacido en La Línea, creencia
que tuvo su origen en una primera biografía que de este artista
compré por cinco o diez céntimos en la modesta librería
propiedad de don Francisco Sanchís Avilés, establecida en la
calle de las Flores, esquina con la de Jardines. En dicha
biografía, -un cuadernillo de no más de treinta páginas- se
señalaba como lugar de nacimiento del héroe cinematográfico
del legendario Oeste americano, nuestro pueblo. Cuando años
más tarde intenté comprobar el dato, Agustín Ciatelo, a la
sazón oficial de nuestro Juzgado Municipal, me informó que en
aquel Registro Civil no encontró la inscripción del nacimiento
del cineasta. La duda quedó en el aire, aunque lo que en
definitiva parece cierto es que Antonio Moreno, hijo de un
carabinero, nació en Los Barrios en ello estuvo la confusión del
autor de aquella biografía mis años infantiles.
Pero no fui yo el único que estaba en este error, A este
respecto, recuerdo una anécdota que no me resisto a traer a
estas páginas.

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Una tarde en la que me disponía a saborear aquel exquisito
café que podía degustarse por solo treinta céntimos en
cualquiera de los populares establecimientos del género en
Gibraltar, al acercarse para atenderme con la simpática
solicitud que era habitual en los hombres de esta profesión, el
camarero de turno retiró, poniendo cierta devoción en ello, la
colilla de un cigarro puro que el cliente que me había precedido
dejó en el cenicero de cristal que estaba sobre la mesa. Tomó
una servilleta de papel envolviendo cuidadosamente la colilla y
me preguntó con manifiesta ingenuidad, casi con el mismo tono
en que los niños juegan a las adivinanzas:
-¿A qué no adivina quién ha dejado aquí esta colilla? Es un
paisano de usted muy célebre.
Inopinadamente se me encendió el “foco”, cosa rara en mí
porque nunca fue este mi fuerte, y acordándome que acababa
de leer en la prensa que estaba de vacaciones en nuestro
rincón el popular cineasta, le respondí sin titubeo:
-¡Antonio Moreno!
-El mismo. Por eso he recogido esta colilla, para
conservarla como recuerdo.
Animado, tal vez, por haber entrado en el juego de su
adivinanza, me contó que era aficionado a coleccionar
recuerdos de personajes a los que tenía oportunidad de servir
por su profesión. Me aseguró que le tocó hacerlo en el
banquete con el que las autoridades del Peñón agasajaron al
rey Eduardo VII con motivo de su visita oficial a Gibraltar. En
aquella ocasión, igual que acababa de hacer la tarde de mi
relato, cogió la colilla del puro que se había fumado el monarca
y la guardó como una reliquia. Años más tarde se repitió el
mismo hecho con motivo de la presencia en la plaza de Jorge
V, y ahora viene lo mejor, cuando en ocasión posterior estuvo
en Gibraltar el Príncipe de Gales, -aquel que renunció por amor
a la Corona, y murió como duque de Windsor-, también
correspondió a mi amigo servirle en el banquete oficial. Y
aprovechó la oportunidad para acercarse a Su Alteza y
entregarle las “reliquias” que tan devotamente había
conservado durante tantos años.
Estas son colillas de los puros que fumaron en sus visitas a
Gibraltar su padre y su abuelo. Se las entrego porque sé que le
gustará conservarlas como recuerdo de su estancia en este
pueblo.
El príncipe, muy emocionado, recibió agradecido el
obsequio.
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¿Figurarán aquellas dos colillas, chupeteadas por los
reales labios de dos soberanos del Imperio Británico, en algún
rincón de uno de los palacios de la Corona?

LOS EMPRESARIOS.
En los años de estos recuerdos los locales propiedad de
don Bartolomé Lima Ortiz, estuvieron regentados por el propio
señor Lima, su yerno don Francisco del Villar Sánchez y su
nieto don Emilio del Villar Lima, durante muchos años
auxiliados por el fiel Felipe; “el Parque” y el “Salón Victoria”,
por su propietario don Ruperto Toledano Fernández, el cual
contó en algún periodo con la colaboración de don Juan
Borgoñón Florín, don Guillermo Fares, don Trinidad Cruz
Herrera y don José Vinuesa; el “Cinema X”, por don José
Estripot Dorado; el “Salón Amaya” por su propietario don
Ramón Amaya, y el “Cine el Chorro”, por don Cristóbal Ramírez
Álvarez.
Como dato curioso y sin que en ello deba verse otra
intención que no sea la de pura anécdota, señalaré, cerrando
este capítulo, que fueron personalidades que ocuparon la
Alcaldía de nuestra ciudad, los que, a sus expensas, dotaron de
locales de espectáculos a La Línea. Así, don Luis Ramírez
Galuzo, acometió la empresa de construir la Plaza de Toros;
don Ruperto Toledano Fernández, el “Parque de la Victoria”,
con sus dos salas de espectáculos, así como el “Salón
Victoria”, en el Paseo de la Velada, y don Bartolomé Lima, el
“Cómico”, el “Cómico Jardín” y el “Pascualini”. Por su parte,
don José Cayetano Ramírez Galuzo, fue propietario del
“reñidero de gallos” que existió al final de la calle Del Águila.

LA LÍNEA DE MIS RECUERDOS


Enrique Sánchez-Cabeza Earle.

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