A la espalda el hatillo, el bastón en la mano y el sudor en la frente. De cuando en
cuando se detiene junto al camino, buscando la sombra de un árbol, y echa de nuevo a andar. Así, hora tras hora. salió por la mañana de Jerusalén, cruzando la puerta del Oriente. Bordeó la colina en que se asienta Betania, pensando en María Magdalena. “¡Oh—decía en su interior—, si yo pudiese arrojarme también delante de aquellos pies sagrados! ¡Cómo los regaría con mis lágrimas! ¡Cómo los secaría con mis cabellos!” Pasó adelante, sollozando, y no tardó en internarse en la “vía sangrienta”, un camino que serpentea entre un caos de crestas amarillas y calvas, semejantes a las olas del mar agitado por la tormenta. Ahora piensa en Jesús, que también recorrió aquel camino, dirigiéndose de Perea a la Ciudad Santa, y de la Ciudad Santa a los montes de Galaad. Piensa en le Buen Samaritano, que en una de aquellas revueltas se encontró el cuerpo maltrecho del desventurado que había caído en manos de los ladrones. ¡Ay! También ella necesitaba aquella mirada compasiva, y aquel vino de fortaleza y aquel bálsamo de suavidad. También ella necesitaba la ayuda misericordiosa del Samaritano evangélico. En el khan, sentados a la puerta, algunos beduinos bebían en silencio. Ella siguió adelante, sin fijarse en sus miradas inflamadas, por la ruta que se retorcía sin cesar, bajando siempre, hasta desembocar en la fértil llanura de Jericó. Sus ojos se alegraron al ver las torres de las murallas y los jardines famosos, pero tampoco ahora quiso detenerse. Tomó el camino que se dirigía hacia el Jordán, y dos horas más tarde, cuando el sol se escondía detrás de las montañas de Judea, daba vista al río sagrado. Estaba en el lugar mismo donde el Bautista había comenzado su predicación. Al otro lado, rodeada de palmeras, se divisaba aún la Betania de Perea, “la casa de la barca”. Junto a ella se alzaba el templo de San Juan, con su jardín en torno, cultivado por los monjes que servían el santuario. Entró en él, rezó, lloró, recibió los santos misterios de la vida, y quedó luego como petrificada, con los ojos fijos en alguna cosa vaga e indecisa, que parecía flotar en el aire. De aquel ensimismamiento vino a sacarla el sacristán, que se acercó a ella agitando las llaves y haciendo gestos de impaciencia. La devota peregrina comprendió, recogió su hatillo, salió de la iglesia y empezó a caminar a la buena ventura. Al llegar a la orilla del río, se lavó piadosamente la cara y las manos, y se enjugó con su manto de seda. “Muchos hermanos y santos monjes—decía por estos días la española Eteria—vienen de diversos lugares para lavarse aquí mismo.” Así acababa de hacer esta mujer, por devoción. Después se sentó junto a un árbol, y sacando un pan de la bolsa que llevaba, se dispuso a tomar los primeros bocados que probaba aquel día. Sus ojos, de violeta viva, están hinchados de tanto llorar; tiene pálido el semblante, y a la luz de la luna parece más pálido todavía; todos sus rasgos revelan una gran belleza, pero una belleza cerca del ocaso. Un sueño, entrecortado por imágenes dolientes, bajo la tibia placidez de una noche oriental, y a la mañana siguiente, al despertar, otra vez el llanto, un llanto hondo y amargo por algo que se fue y que el alma abandona con una pena indefinible. ¿Es la pena de perderlo? ¿Es la pena de haberlo conocido alguna vez? Un ahoguío, una congoja de muerte ensombrecía la vida de aquella pobre mujer. Su cuerpo temblaba, su corazón saltaba inquieto, le hervía la sangre, y la fiebre le enrojecía el semblante.