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En los últimos veinte años hemos sido testigos de una regresión estilística que
ha abandonado cualquier experimentalismo e innovación para volver al clásico
formato decimonónico en una elipsis que dice mucho de los aires que soplan
en la cultura de este mundo globalizado. El narrador omnisciente, virtualmente
paternalista y casi misericordioso para con los lectores ha desplazado a la
pluralidad de voces y perspectivas para contar historias. Aquellos saltos
temporales que tan bien diseñaron Faulkner o el primer Vargas Llosa ahora
dan miedo siquiera imaginarlos. La parafernalia casi auditiva que imprimió Dos
Passos en sus novelas hoy parece casi de otro planeta. Los narradores
actuales parecen haber perpetrado un infame pacto con los lectores, en
función de darles historias sencillas, narradas sin complicaciones y
prescindiendo de cualquier sobreesfuerzo intelectual o estético. Ya nadie se
atreve a llenar el texto de galicismos, chinoiseries o latinajos (ni mucho menos
escribir páginas enteras en francés como alguna vez lo hizo Juan Goytisolo en
su genial Señas de identidad). Antes se le exigía al lector, hoy éste nos parece,
simplemente, un subnormal. Los premios y concursos son ahora juntas de
negocios entre agentes literarios y representantes de editoriales, dejando al
artista y al esteta como los grandes convidados de piedra en jurados atroces
cuyo dictamen solo es una parte más del mecanismo publicitario de editoriales
cada vez más fenicias. El mercado ha terminado tragándose a la novela.
Cervantes escribió esa novela en la cárcel, con lo terrible que debían ser las
mazmorras del siglo XVII y eso dice mucho. Quizá el mejor arte, el arte que
necesitemos tenga que salir del sufrimiento, de las penalidades, del duro
interrogar a la vida desde el bando de los perdedores. Hasta hace unos años
se creía que la frivolidad podía producir arte. A lo mejor lo ha hecho. Pero hoy
la lógica de la trivialidad ha matado cualquier potencialidad trangresora o
vindicativa del arte en general y de la novela en particular. La novela huevera
o alpinchista que tanto se ha cultivado en los años noventa y cuyos epígonos
aún hoy se pasean por las calles letradas debe ser liquidada de un tajo.
Pisoteada por los cascos de Rocinante. Y punto.
Imagínense una novela encabezada por poemas que los personajes de ficción
se dedican unos a otros. Imagínense una novela cuya narración esté salpicada
por epigramas, sonetos, cuentos de regular tamaño, discursos filosóficos y
chistes de sal gruesa. Imagínense una novela-río, donde el número de los
personajes llega con largueza a los tres dígitos. Novela de corte francamente
experimental, novela como sorprendente mezcla de géneros, novela entendida
como una nueva manera de contar las cosas. A que le suena a cosa moderna
¿no? Bueno, eso hizo Cervantes en pleno siglo XVII, cuando la Santa
Inquisición perseguía las innovaciones y la vida no valía nada frente a las iras
del poder. Aún así, Cervantes se atrevió a hacer creaciones arriesgadas y esa
osadía marca la diferencia. ¿Qué ha sido del riesgo en la narrativa
contemporánea? Esas malditas ganas de tentar la fama, de triunfar en el
mercado, de hacerse un nombre, han convertido a buena parte de los
escritores en criaturas cobardes, miedosas a experimentar, conformándose
con la pueril moda de turno.
¿Cómo es posible, entonces, que una novela escrita hace cuatrocientos años
sea hoy más moderna y más innovadora que medio centenar de los best-
sellers de hoy (incluyendo a nuestro eterno candidato patrio al Nobel)?
Es cierto que este nuevo siglo ignora al Quijote, marginándolo al desván de las
obligaciones colegiales. Es cierto que las nuevas generaciones manejan un
castellano inferior al que se hablaba hace un par de siglos, es cierto que
soplan malos aires para la república de las letras. Pero no es necesario caer
en la hora undécima del pesimismo. Todos nosotros podemos percibir signos
de vida en el quehacer diario de la gente y en el ronronear de los artistas.
La capacidad de creación del ser humano no tiene límites. El arte siempre
busca sus propios caminos. El guión para la pequeña o la gran pantalla, el
videoclip, la conversión de la publicidad en un virtual noveno arte, el relato por
entregas en la prensa (género muy en boga en los países desarrollados
cuando se acercan las vacaciones o las navidades), el auge del cuento en la
ciudad letrada, la proliferación del weblog y el blogspot -donde se cruzan el
cuento, el diario personal y la columna de opinión- entre la comunidad de los
internautas....en fin, son ejemplos que no nos hemos vuelto tan idiotas, que no
hemos dejado de disfrutar el arte. Normal. Son propuestas de narratividad
corta, osada, irónica, agresiva.
El Quijote sigue cabalgando entre nosotros, lo hace en las ondas, en los tubos
catódicos y en el ciberespacio. Cabalga con los artistas que izan la bandera de
la rebeldía y las ganas de crear, que defienden su libertad y su independencia,
que no se someten al Santo Oficio financiero o mediático, que quieren
contarnos una historia sobre nosotros mismos, que persiguen un lenguaje aún
por descubrir, aún por disfrutar, en medio de nuestra postmoderna feria de
vanidades. Que buscan sus molinos de viento. Y con entusiasmo.