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(en griego jarísmata, derivado de járis que significa gracia; así «dones de gracia»; cf. el
término técnico carismas). En el Nuevo Testamento, aparte de 1 Pedro 4.10, el uso de la
palabra se encuentra principalmente en las epístolas paulinas. La aplicación de esta
palabra a las diversas funciones que contribuyen a la edificación de la comunidad cristiana
y al cumplimiento de su misión es una contribución original del apóstol Pablo. Al
considerar una función específica dentro de la vida de la comunidad («el cuerpo») como
un «don» o un «carisma», Pablo nos enseña en primer lugar que tal función se
desempeña por gracia de Dios y no por derecho ni por mérito propio. Tanto la autoridad
como las capacidades para el ejercicio de la función proceden del Espíritu. En segundo
lugar, nos enseña que cada función se justifica en la medida en que presta un servicio a la
edificación del cuerpo (1 Co 12.7; 14.3–12; Ef 4.12). La función, en cuanto a don del •
Espíritu, se recibe con el fin de compartirla y así contribuir al desarrollo de la comunidad.
b) Dado que todos los dones, por más diversos entre sí que sean, proceden del «mismo
Espíritu» (1 Co 12.4; Ef 4.4–6), la diversidad no destruye la unidad, sino que la hace
posible. La unidad se ve amenazada solo cuando una función, en tal caso entendida como
derecho y mérito propio, se trata de imponer sobre las demás.
No hay ningún indicio en los textos de que el apóstol Pablo haya considerado estas listas
como exhaustivas, y por lo tanto normativas para las comunidades cristianas en todo
tiempo. La misma diferencia entre las listas confirma la impresión de que Pablo tomó
algunos ejemplos relevantes para las comunidades de su tiempo, con el fin de explicar su
enseñanza y mensaje. Por lo tanto, las listas deben entenderse como abiertas: cada
comunidad cristiana ha de estar dispuesta a recibir del Espíritu nuevos dones necesarios
para responder a los desafíos de su tiempo (Ro 12.2).
Tampoco se puede extraer de estas listas una distinción entre dones considerados
«ordinarios» (naturales) y dones considerados «extraordinarios» (sobrenaturales), con el
resultado de calificar los últimos más relevantes que los primeros o viceversa. La distinción
entre lo ordinario y lo extraordinario varía de una cultura a otra, y por cierto nuestra manera
moderna de hacer tal distinción era desconocida en tiempos bíblicos. Al caer tal distinción,
se hace también irrelevante el viejo debate acerca de si los carismas son un don
permanente para la comunidad cristiana, o si se agotaron al fin de la era apostólica. Un
talento tan «ordinario» como la música o la enseñanza puede ser un carisma, en tanto se
acepte gozosamente como un don del Espíritu y se ponga al servicio de la vida y misión de
la iglesia. Una experiencia como hablar en lenguas o danzar, tan extraordinaria para
alguno, puede ser un carisma ordinario para comunicar el gozo indecible de la presencia
del Espíritu a una comunidad para cuya cultura las formulaciones intelectuales de la fe
carecen de poder comunicativo. Lo que es claro es que para Pablo una iglesia sin
diversidad de dones-carismas carece de las condiciones necesarias para existir.
De todas maneras, para el apóstol Pablo, como también para Juan (1 Jn 4.1), todavía
queda abierta la pregunta por el discernimiento de espíritus: no basta con pretender que lo
que uno hace lo hace en nombre del Espíritu Santo para que realmente sea así. A la
pregunta por el criterio o la norma de discernimiento, Pablo responde con su hermoso
himno a la preeminencia del amor (1 Co 13), aunque también en este contexto podría
citarse su listado de los frutos del Espíritu (Gl 5.22s). Al final, que un determinado talento o
una función permanente o temporal sea genuinamente un don o un carisma del Espíritu
Santo se muestra al ejercitarlo como un servicio de amor incondicional a la edificación de
la iglesia, su unidad, y el cumplimiento de su misión en el mundo.