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El Militante

La experiencia histórica de la lucha contra el fascismo (I parte)


autor Ulises Benito
lunes, 08 de enero de 2007

Si no fuese por nosotros ya no habría burguesía viva en Alemania: el bolchevismo (...) habría dado cuenta de ella hace
tiempo (...). Hoy nos encontramos en el punto crucial del destino de Alemania. Si continúa el actual estado de cosas,
Alemania se verá un día sumida en el caos bolchevique; pero si hay que impedir que esto suceda, nuestro pueblo debe
ingresar en una escuela de férrea disciplina.

Discurso de Hitler ante el

Club Industrial de Düsseldorf, 27 de enero de 1932*

Esta cita del enemigo, no en un mitin de desesperados, lúmpenes y desclasados uniformados de marrón, sino ante la
flor y nata de los capitalistas alemanes, y de la mano del burgués Thyssen, financiador de primera hora del nazismo y
presentador de Hitler en sociedad, refleja de forma concisa la relación entre fascismo y revolución.

Desde que el movimiento obrero existe, los burgueses han echado mano de todo tipo de elementos, especialmente de
lúmpenes, para romper huelgas, apalear o asesinar sindicalistas, etc. Las bandas de matones, los sindicatos libres, los
pistoleros contratados para acabar con luchas, no son un invento de Hitler o Mussolini. Estos desalmados, humanos
devueltos al reino animal por la brutalidad del capitalismo, seguirán existiendo, y seguirán siendo utilizados contra el
movimiento, mientras no acabemos con este sistema caduco. Contra ellos, nuestra fuerza es la unidad, la organización,
la decisión, que se traducen en un enfrentamiento físico en el que tienen todas las de perder.

Pero el fascismo es bastante más que eso. Sólo entendiendo qué es, es posible saber cómo luchar contra él. Tan
pernicioso es minusvalorarlo como exagerar su fuerza y sus posibilidades de desarrollo y minusvalorar la nuestra propia.
En este sentido es de aconsejar la lectura de La lucha contra el fascismo, de Trotsky**, colección de artículos coetáneos
al ascenso del nazismo.

Bonapartismo

La reacción burguesa es un monstruo de muchas caras. La dominación capitalista normalmente se expresa en el régimen
de democracia burguesa, al menos en los países más desarrollados. Pero si el entramado de instituciones legales
supuestamente democráticas, la ficción de elecciones libres, justicia independiente, etc., no impiden el desarrollo de
fuertes movimientos de nuestra clase, y si la situación de debilidad de la burguesía dificulta comprar la paz social con
concesiones importantes, ésta puede echarse en manos de un salvador, normalmente un militar, con el objetivo de
reprimir, desmoralizar, al movimiento obrero, y de imponer sus planes. En esos casos, los capitalistas prescinden de su
clase política, que apenas engaña ya a nadie con sus maneras parlamentarias. La muleta principal de la burguesía en
circunstancias normales, es decir, los dirigentes reformistas (las direcciones de las organizaciones sindicales y políticas
de la clase obrera), es sustituida por la represión policiaco-militar, si bien a veces el sector más degenerado de los
reformistas se pone al servicio del nuevo régimen (por ejemplo, un sector de la dirección del PSOE y la UGT durante la
dictadura de Primo de Rivera). Este cambio de régimen suele darse cuando ni la fraseología democrática ni los
dirigentes obreros son capaces de paralizar la lucha en ascenso, que en su desarrollo puede amenazar la propia
existencia del capitalismo. Ésta es la esencia del bonapartismo: la delegación del poder en una figura que se presenta
como árbitro entre las clases, como moderador de los diferentes intereses, pero que inevitablemente defiende los de la
clase dominante (no necesariamente sin tensiones entre ésta y aquél). El Bonaparte surge cuando existe un cierto
empate entre las clases, en el sentido de que la burguesa no puede seguir dominando como antes, y la obrera no es
capaz todavía de tomar el poder (para lo cual, entre otras cosas, es un elemento fundamental la existencia de un partido
revolucionario con una influencia determinante en el movimiento).

El surgimiento

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del fascismo

El fascismo es cualitativamente distinto. Si bien el primer movimiento claramente fascista es el de Mussolini, el más
clásico es el nazi. El fascismo es la movilización masiva de la pequeña burguesía arruinada de la ciudad y el campo, del
lumpemproletariado, de sectores periféricos de la clase obrera y desclasados, y otras capas, en contra de la clase
obrera. Y no sólo eso: para el aplastamiento de la clase obrera, la destrucción de sus organizaciones independientes,
incluso las no políticas, la atomización y el amedrentamiento de los obreros en general. De esta forma la dictadura más
brutal del capital se impuso con el látigo de los sectores más atrasados de la sociedad, víctimas también de ese
capital, pero que se sentían alguien cuando machacaban la cabeza de los obreros. La pequeña burguesía nunca es
independiente, sigue a la clase que demuestre más fuerza, sea el proletariado o la burguesía; no tiene un programa
propio, no tiene una alternativa de sociedad.

El fascismo es el último camino del capitalismo. El método que queda cuando todo lo demás (las ilusiones
democráticas y la colaboración de clases, el bonapartismo...) falla. Pero eso no significa que pueda ser utilizado en
cualquier momento, al margen de la correlación de fuerzas. Si el régimen político del sistema capitalista cambia, es
porque los capitalistas no pueden gobernar siempre como quieran. Si así fuera, nunca se saldrían de la democracia
formal, que es el régimen más económico, más estable y más seguro.

Para tener a las masas de la pequeña burguesía movilizadas contra la clase obrera, es imprescindible, en primer lugar,
una crisis social fuerte. De otra forma, esas masas continuarían con la rutina de su vida conservadora, religiosa, seguirían
siendo rehén, en su mayor parte, de los partidos de derechas. El capitalismo ha de poner todo el peso de su crisis en
los hombros de ellas, como en las de los obreros. En segundo lugar, es necesario que esas masas hayan perdido la
esperanza de la revolución obrera. Es decir, que no vean en el proletariado una alternativa de sociedad, y que no vean
suficiente decisión, valentía y fuerza en ella para imponerla a los burgueses. Antes de que eso ocurra, tendremos una y
mil ocasiones de arrastrar, si no a todos, a una gran parte hacia nuestra lucha, y de inhibir a los menos proclives. Por
último, la burguesía ha de fracasar en cualquier otro método de dominación.

La experiencia histórica

de Italia y Alemania

En Italia el triunfo fascista en 1922 nunca hubiera ocurrido sin la derrota del movimiento revolucionario de 1920, echada
a perder por la actitud contrarrevolucionaria de la dirección socialdemócrata y por la inexperiencia del joven PCI. En
Alemania el proletariado, derrotado en 1918-19 y en 1923-24, era lo suficientemente fuerte como para amenazar, desde
finales de los veinte, a un capitalismo en declive, que combinaba el corsé de las condiciones de Versalles con los
efectos de la crisis de los treinta. Pero no era lo suficientemente fuerte como para tomar el poder, y no lo era porque
carecía de una dirección revolucionaria. La República de Weimar, el régimen democrático burgués que surgió del
fracaso revolucionario de 1918-19, era un régimen de concesiones al proletariado, fruto de la correlación de fuerzas
favorable de esos años, y precisamente por eso, en época de crisis económica y social, era un lastre para el capital.
Frente a ella, se intentó diferentes modalidades de bonapartismo, pero ninguna de ellas fue capaz de solucionar los
problemas de fondo, es decir, de eliminar el peligro potencial de la revolución. Sólo quedaba la solución del nazismo.

Al fascismo no se le combate con la bandera de la democracia en general; esa abstracción es traducida por las masas en
la democracia que existe, en la burguesa. Y es precisamente la crisis de esa democracia lo que da fuerza al fascio. La
única forma de cohesionar a las propias filas, las del proletariado, dándoles la fuerza de una sociedad mejor por la que
luchar, y a la vez de desmoralizar y desmantelar la base social del fascismo, la pequeña burguesía y el
lumpemproletariado, es con un programa revolucionario. Incluso sectores importantes de las capas medias, que en su
agonía buscan desesperadamente consuelo en la reacción fascista, pueden apoyar un nuevo orden socialista, siempre y
cuando vean determinación en la clase obrera. Pero esta determinación no la crea reivindicaciones vacías de contenido
como "defender las leyes democráticas", o "la libertad de prensa" (que ya sabemos quién puede ejercer), o "la justicia
independiente". No, se trata de defender todas las posibilidades de organización y lucha de la clase obrera, de sus
asociaciones, de sus locales, de sus militantes. Se trata de preservar las conquistas que la clase obrera ha arrancado en
su lucha. Pero en circunstancias tan excepcionales, la defensa se puede (y se debe) convertir rápidamente en
ofensiva. Los partidos burgueses democráticos apresuradamente se inclinan hacia el fascismo, la pequeña burguesía,
antaño base social de la democracia burguesa, enloquece y busca una salida, la propia clase obrera ve cómo las leyes
democráticas impiden el avance de su lucha, tomar medidas eficaces contra el paro masivo, la inflación desbocada, y los
propios ataques fascistas. Así pues, la única forma de garantizar el nivel de organización de la clase es con la alternativa
de la democracia obrera. Expropiando a las grandes empresas pondremos todos los recursos -creados por nosotros
mismos- al servicio de nuestros intereses; acabaremos con el paro masivo; y cerraremos el grifo de las cuantiosas
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subvenciones recibidas por la canalla fascista.

La táctica del frente único

Sin embargo, defender ese programa no suele ocurrir en el vacío. Incluso en una situación tan límite como la alemana de
principios de los treinta, los dirigentes tradicionales de la clase obrera eran reformistas, es decir, habían abrazado de
hecho el sistema capitalista. Estos dirigentes tenían pavor a las masas -a su propia base social- movilizadas, para ellos
la participación de los trabajadores en la política es un abismo, que les puede empujar a ir mucho más allá de lo que
desean. Antes que poner en peligro el capitalismo, estaban dispuestos a no movilizar contra el fascismo, ¡a pesar de
que éste incluso amenazaba sus cabezas! La primera prueba fue en Italia, pero la decisiva fue en Alemania, donde el
propio Hitler se vanagloriaba de haber tomado el poder sin guerra civil. La socialdemocracia del SPD apoyó cualquier
solución bonapartista como mal menor frente al fascismo (sin entender que esas soluciones sólo preparaban el camino a
éste), se negó a la unidad de acción con el resto de partidos obreros, especialmente el KPD (el comunista), y en
contraposición formó el Frente de Hierro con organizaciones liberales. Su programa siempre fue el de defensa de la
República de Weimar. Por supuesto, el Frente de Hierro, lastrado por ese programa y con la excusa de la participación
de liberales, no organizó ninguna lucha seria contra el fascismo. Sustituir la dirección reformista con una dirección
revolucionaria, o sea, dotar al proletariado de un programa socialista, el único programa consecuentemente
antifascista, es imposible con ultimátums o sectarismos. Si el KPD hubiera sido realmente bolchevique y no estalinista,
habría entendido la táctica del frente único de clase, explicado por Lenin y aplicado en agosto de 1917, cuando la
Revolución Rusa estaba en peligro de muerte por la intentona militar reaccionaria de Kornilov. Ganar a la base social de
los mencheviques y socialrevolucionarios hubiera sido imposible sin esa táctica.

* Quién financió a Hitler, de James y Suzanne Pool, Ed. Plaza y Janés, 1981.

** Fundación Federico Engels, 2004.

La experiencia histórica de la lucha contra el fascismo (II parte)

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