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w w w . m e d i a c i o n e s .

n e t

Civilización y violencia
La búsqueda de la identidad en la
Colombia del siglo XIX

Jesús Martín-Barbero

Prólogo
(Cristina Rojas, Norma, Bogotá, 2001)

« Estamos ante una correspondencia estructural entre el


no reconocimiento de las identidades otras –negros,
indios, mujeres, que son las de la mayoría de la
población– y la incapacidad del Estado para construir una
unidad simbólica de la sociedad. Cristina Rojas elabora
aquí una comprensión conceptual e histórica del
antagonismo como régimen de representación del otro
en Colombia que va al fondo de las intolerancias del
país. Su figura más visible y determinante, pero no la
única, es la del antagonismo de los partidos. El
antagonismo partidista es la representación del otro
partido como “mi doble”, y por lo tanto como perversión
y simulación a destruir. Así concebido y practicado, el
antagonismo niega la existencia del mínimo “espacio
común” en el que adquiere sentido la diferencia entre
los partidos, y el indispensable reconocimiento por el
otro partido. Privados de la reciprocidad que
posibilita/exige aquel “espacio común”, y por lo tanto
de la posibilidad de resolver los conflictos mediante
“pactos de reconocimiento”, los partidos no tienen otra
forma de dirimir sus conflictos que la violencia.»
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En pocos países las ciencias sociales conviven con una


situación nacional tan desafiante y tan estimulante, pero al
mismo tiempo tan opaca y desgastante como la colombia-
na. Y junto al desaliento que acarrea el asesinato de inves-
tigadores sociales y su exilio creciente, cunde la sensación
de desgaste por la dificultad en entender la diferencia, aquello
que hace de Colombia el país más violento de Latinoaméri-
ca y quizá del mundo. Las búsquedas de explicación se
multiplican, se enredan y se estancan. Porque, como insis-
tentemente afirma Daniel Pecaut, las lecturas sobre el con-
junto de los fenómenos de violencia logran apenas alguna
convergencia a la hora de la denuncia, pero son incapaces
de compartir una mínima interpretación de las causas o el
reconocimiento de los límites entre lo tolerable y lo intole-
rable, con lo que acaban alimentando la polarización del
país.

Frente a esa situación de desgaste y polarización este li-


bro se arriesga a abrir caminos y construir puentes. Y contra
el “malentendido antropológico” que, durante años impedía
hablar de cultura de la violencia –como si ese concepto habla-
ra de una natural predisposición de los colombianos a la
violencia cuando de lo que habla la cultura es siempre de
historia– Cristina Rojas investiga la trama cultural de las
violencias colombianas del siglo XIX, y con ello emprende
por primera vez en este país el proyecto de pensar las violen-
cias desde la cultura. El déficit de historia cultural y de so-
ciología de la cultura que padecemos ha sido evidenciado

Civilización y violencia – Prólogo


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por Jorge Orlando Melo en la introducción a la edición en


1995 de Colombia hoy, cuando escribe: “El estudio del cam-
bio cultural no ha alcanzado un nivel mínimo de desarrollo
en el país, y esto ha hecho que sea imposible incluir un
artículo en el que se tratara de ofrecer una primera visión de
cómo ha evolucionado, en su sentido más general, ese mun-
do de intercambio de signos, de las creencias y las formas
de comportamientos colectivos, de la producción de bienes
culturales, ideas y discursos”. A impulsar como estratégico
el ámbito de la investigación cultural se dedica el libro que
prologamos, pues, aunque tematiza las violencias del siglo
XIX, su renovación en los modos de pensar la violencia nos
ayuda decisivamente a comprender la forma que ella toma
hoy.

Caracterizada como una nación sin mito fundacional, no


pocos historiadores se han preguntado si esa ausencia no
habría marcado a Colombia con algún tipo de frustración
originaria. La autora de este libro desplaza esa cuestión y la
reubica en su verdadero escenario: para explicar las fallidas
expectativas civilizadoras de la expansión del capitalismo a los
países del hasta hace poco llamado Tercer Mundo, la racio-
nalidad occidental ha hecho recaer sobre estos países la
responsabilidad de ese fracaso. O sea, si el comercio no ha
sido portador de civilización en América Latina, ello es
resultado de la incapacidad de estos países para insertarse
en las dinámicas del capital. Es ese mito –según el cual
Occidente sería uno y el resto sería diverso, y su diversidad
una imperfección– es el que propalan las “interpretaciones
metropolitanas” (Mary Pratt) con las que el imperio unificó
la mirada europea proclamándola universal. En la construc-
ción discursiva de la diferencia que identifica a nuestros paí-
ses se halla ya la legitimación/justificación de las violencias
de la dominación: seríamos originariamente una barbarie que
frustró la acción civilizatoria implicada en las leyes de ex-
pansión del capitalismo. Es con esa tramposa “frustración”

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con la que se halla emparentada la fundación de este país, al


igual que los del resto de América Latina, Asia o África
“civilizados” por el capital.

Según este libro, adonde remiten entonces las peculiari-


dades del proceso colombiano de nacionalización del país
es a la violencia de la representación; tanto al estigma con que,
desde fuera, la propia racionalidad de la dominación –bajo
el nombre de “división internacional del trabajo”– marcó a
nuestros países, como a los regímenes de representación que en
la Colombia del siglo XIX “fijaron las identidades” de los
blancos, los negros, los indios, las mujeres, legitimando to-
das las formas de exclusión. Apoyándose en la sociología
política y cultural más avanzada –como la que llevan acabo
los trabajos de Ernesto Laclau, Rene Girard, Edward Said,
Pierre Bourdieu, Chantal Mouffle o Slavoj Zizek– la autora
traza el mapa de las violencias no representadas para poder
después detallar las violencias de la representación.

Como nación, Colombia tiene sus cimientos en una repre-


sentación que demarca nítida y tajantemente aquello que la
constituye –blancos, hombres, con propiedad en el haber y
en el hablar– de aquello que excluye: los indios, los negros,
las mujeres. Es en la representación de sí misma como na-
ción que se halla ya la “violencia propia de la exclusión”.
De otro lado, el “dualismo ontológico” entre el individuo
soberano del liberalismo y el sujeto moral del conservatismo
impidió la formación un Estado con capacidad de representar
el interés general. Y serán esa tajante exclusión nacional y
esa incapacidad estatal las que encontrarán en la “identifi-
cación partidista” el dispositivo de representación que os-
cureció cualquier otra diferenciación/división sociocultural.
Estamos ante una correspondencia estructural entre el no
reconocimiento de las identidades otras –negros, indios,
mujeres, que son las de la mayoría de la población– y la
incapacidad del Estado para construir una unidad simbólica

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de la sociedad. Cristina Rojas elabora aquí una compren-


sión conceptual e histórica del antagonismo como régimen
de representación del otro en Colombia que va al fondo de
las intolerancias del país. Su figura más visible y determi-
nante, pero no la única, es la del antagonismo de los par-
tidos. El antagonismo partidista es la representación del otro
partido como “mi doble”, y por lo tanto como perversión y
simulación a destruir. Así concebido y practicado, el anta-
gonismo niega la existencia del mínimo “espacio común”
en el que adquiere sentido la diferencia entre los partidos, y el
indispensable reconocimiento por el otro partido. Privados de
la reciprocidad que posibilita/exige aquel “espacio común”, y
por lo tanto de la posibilidad de resolver los conflictos me-
diante “pactos de reconocimiento”, los partidos no tienen
otra forma de dirimir sus conflictos que la violencia. En
todas sus formas, desde las discursivas –como las finamente
analizadas por Carlos Mario Perea en Cuando la sangre es
espíritu– hasta las más visibles y corporales estudiadas por
Maria Victoria Uribe en Matar y rematar. De ese antagonis-
mo sólo se ve salida a través de la violencia que destruye al
otro o a través de la autodestrucción de los dos: mirando
desde este enfoque se empieza a entender por qué el Frente
Nacional más que un pacto de reconocimiento resultó sien-
to la desistitucionalización/anulación de ambos partidos, su
vaciamiento ideológico y su definitiva sustitución por ma-
quinarias clientelistas y electoreras.

Pero el antagonismo no fue sólo la forma de identificación


partidaria, ha sido también el régimen de representación del
mestizaje como blanqueamiento, esto es, la anulación del no
blanco. Pues en el proceso de absorción del indio y el negro
(y sus derivados: el zambo, el cuarterón, el tente en el aire)
por lo blanco, lo que se resistiera o no desapareciera debía
ser excluido, estigmatizado. Los indios y los negros –y tam-
bién las mujeres– se vieron así privados de aquel mínimo
espacio común con los blancos/machos, desde el que era

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reconocible su alteridad. Pero a diferencia de lo sucedido


con el antagonismo político, el antagonismo racial se vio en
todo momento resistido desde dentro por las las voces subal-
ternas. Aunque en el país se ha hecho historia de los “re-
beldes primitivos”, esos estudios han seguido un camino
paralelo –no integrado– a la comprensión de la trama na-
cional de las violencias... que es justamente el objetivo de
este libro: pensar las violencias diferenciadamente pero
pensarlas juntas, articuladas históricamente; lo que significa
articularlas por sus contextos históricos pero a la vez como
parte de una misma narrativa nacional. Es esto lo que le falta
al país. Y en cambio se lo ha sustituido por un encadena-
miento del presente al pasado según el cual la violencia se
inscribe no en una historia sino en una “infrahistoria de
catástrofes y desastres cuasi naturales” (D. Pecaut), infrahis-
toria que no puede narrarse sino míticamente y que, aunque
recuerde, no puede dar lugar a una “memoria común”, ni
mucho menos movilizar un imaginario que proyecte un
horizonte de futuro para el conjunto de la sociedad.

De lo que hay ausencia en Colombia más que de mito


fundacional es de un “relato nacional”. Y ello no remite a
ninguna incapacidad congénita sino al muy histórico acalla-
miento de las voces subalternas, esas a cuya escucha se dedica
un capítulo crucial en este libro. Crucial porque apunta a
otra ausencia: la de unos estudios literario/culturales que
como los de Venezuela y México, Brasil o Uruguay, hagan
visible el entretejido de la nación con la narración, con las na-
rraciones literarias en las que se ha metaforizado el con-
flictivo proceso de formación de la nación. Algo de hay de
ese tipo de estudios en algunos trabajos publicados en los
últimos años, pero asiladamente y más como trabajos de
investigación literaria que como parte de un proyecto de
reescritura plural de la historia nacional. Esa que emerge en los
poemas de Candelario Obeso, develando el deseo de los
blancos hacia los negros, que se esconde y se dice en la

Civilización y violencia – Prólogo


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estigmatización de su raza como salvaje e ignorante y su


brutal disciplinamiento, al mismo tiempo que sus contra-
dicciones personales al sentirse atrapado entre la cultura
negra a la que pertenece y la escritura “blanca” desde la que
se expresa. Y en las novelas y cuentos de Soledad Acosta
expresando bien juntas la trasgresión que implicaba pensar-
se mujer y escritora, y las contradicciones que implicó para
las mujeres ilustradas el carácter de género de la lucha por
la independencia, una lucha en la que la patria significaba la
liberación política de la colonia pero dejaba intocada la
dominación social del macho. En La María, donde el impo-
sible amor metaforiza el miedo a las ambigüedades del mes-
tizaje, aquella amalgama racial de la que podía salir una
progenie monstruosa. O en Manuela, ese relato de violencias
y seducciones en la muy social y culturalmente representa-
tiva Ambalema, donde la resistencia que opone una mujer
negra al deseo blanco de los hacendados terminará en “la
destrucción del objeto del deseo”: la muerte de Manuela el
día en que iba a casarse –Eugenio Díaz no podía hablar más
claro–: ¡el veinte de julio!

Este libro se cierra en el mismo lugar donde se abrió: la


violencia no es lo contrario del orden, sino los conflictos
que genera cualquier orden y en especial aquel orden abso-
luto que se llamó a sí mismo civilización o, como lo deno-
mina la autora, el deseo civilizador: “aquel deseo mimético de
ser europeos transformado en principio organizador de la
República”; y, por lo tanto, en consagrador de las diferen-
cias raciales a nombre de su incapacidad de integración al
orden del capital, orden cuya libertad económica presupo-
nía contradictoriamente, o exigía, una fuerza de trabajo in-
diferenciada. Entre las dinámicas homogenizadoras del ca-
pitalismo y las lógicas excluyentes del deseo civilizador no
había reconciliación posible. Pero para dar cuenta de esa
contradicción fundante de la nación colombiana es necesa-
rio poner en escena a otro actor sociocultural: las regiones.

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Pues “en Colombia la historia le dio a la raza una estructura


regional” (Peter Wade), que fue transformando la geografía
racial en una construcción imaginaria de legitimaciones del
terror y fabulosos diablos mediadores en el Cauca, de co-
merciantes natos y desaparición ficticia de lo indígena en
Santander, de purezas originarias y ancestros judíos en An-
tioquia. Construcciones en las que se recargaron las afilia-
ciones partidistas instrumentalizando miedos, creencias reli-
giosas, identidades étnicas y pertenencias de clase. Y ellas
se expresaron muy especialmente en las diversas culturas
disciplinarias de los cuerpos y las almas en las que se plas-
maron las diferentes maneras de organizar una producción
que se quería capitalista pero conservando un precapitalista
y excluyente deseo civilizador. Sólo en Antioquia, una muy
compleja mezcla de construcción imaginaria con marcados
rasgos socioculturales –valoración de la individualidad y del
trabajo– posibilitó resolver la más aguda contradicción entre
conservatismo político y libre comercio mediante la hege-
monía aglutinadora y movilizadora de una patria antio-
queña.

No serán pocos quizá a los que la densidad teórica de


ciertas partes de este libro se les convierta en pretexto para
acusarlo de usar lenguajes o temas “postmodernos”, con
todo lo que ello implica hoy de descalificación, o de seguir
la “moda de los estudios culturales”; acusación fatal como
pocas en un país con la academia más disciplinar y discipli-
nada de América Latina. Pero esas reticencias, previsibles
ante lo que este libro tiene de provocación, no podrán impe-
dir el debate de fondo que él le plantea a las ciencias so-
ciales en Colombia, un debate que éstas no pueden darse el
lujo de esquivar si quieren superar el desencantado descon-
cierto que sufren en los últimos años, y seguir ayudando al
país a construir el espacio público y el relato nacional en el
que algún día quepamos todos los colombianos.

Civilización y violencia – Prólogo

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