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ELOGIO DE LA ANGUSTIA

Voy a empezar interrogando el título que nos convoca; “la clínica de


la angustia” podría dar a entender que habría una clínica que le sería
específica lo que supondría objetivar a la angustia y a partir de allí
poderla tratar o ponerle remedio, lo que efectivamente define una
clínica que podemos llamar médica.
Desde ya que no la hay desde el punto de vista del psicoanálisis
aunque sin duda no hay clínica sin angustia. Entre otras razones por
que más que una clínica, entendida como la aplicación técnica de un
saber previo y universal como la clínica quirúrgica por ejemplo, la
pensamos como una praxis, es decir como un “operar con lo
simbólico sobre lo real” que situado como externo al lenguaje impide
un cierre que determina el caso por caso. En tanto clínica basada
justamente en la función y los efectos de la palabra en el campo del
lenguaje está atravesada por la imposibilidad estructural de decirlo o
cubrirlo todo con la palabra; es decir que algo va a quedar como
irremediable o sea sin remedio.
En cuanto al “malestar contemporáneo” si bien descartamos proponer
alguna cosmovisión resulta interesante pensarlo como las formas de
actualización epocales de esa incomodidad, descontento o infelicidad
que Freud definió como un efecto irreductible de las exigencias, los
imperativos y mandatos de la civilización y en donde situó un matiz
esencial de la angustia como angustia frente a las demandas
paradojales del Superyo. No está demás recordar que ese “malestar”
tampoco tendrá remedio en tanto es básicamente malestar del deseo
frente al hecho de que nada está preparado en este mundo para su
realización, para guiarnos al logro del bien y la felicidad.
Intentaremos respecto de la angustia una suerte de contrapunto
entre una ética que podría desprenderse de la experiencia analítica y
eso que Freud llamó “hipocresía” de la cultura1. Podríamos definirla

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como la suma de las formaciones reactivas, desmentidas, creencias e
ilusiones así como a los objetos que las representen, a través de las
cuales la coacción cultural, mediática por caso que es donde actúan
los representantes del saber, consigue lo que Freud llama “obediencia
para la cultura”. Dicho de otra forma, serían los remedios que el Otro
cultural oferta y promueve como valores para intentar taponar o
yugular ese malestar que a la vez impone y demanda.
Es bien sabido que el psicoanálisis aborda a la angustia a partir de un
camino ya abierto por la filosofía y la literatura; a propósito de ella
Freud cita a Darwin, Nietzsche, Shakespeare y Hoffmann entre otros;
Lacan hace lo propio con Kierkegaard, Chéjov, Heidegger y Sartre
también entre otros. Ello da testimonio contundente de la angustia
como un fenómeno específicamente humano, privativo del ser
hablante y porque habla, que distinguimos del miedo y del terror
como conductas o respuestas instintivas. Queda claro también que
hacer de la angustia una mera cuestión “médica” sería un
reduccionismo tan empobrecedor como inaceptable.
Más interesante aún resulta seguir el deslizamiento operado en torno
al término “angustia” confirmando que si cambian las palabras nunca
será sin consecuencias sobre los sentidos. De la “angst” freudiana se
pasó a la “anxiety” kleiniana del psicoanálisis anglosajón donde esa
“ansiedad” si bien tiene un sesgo constitucional y evolutivo en tanto
se define como “la respuesta del Yo a la actividad del instinto de
muerte”2 sigue manteniendo una referencia clara a la subjetividad
inconsciente. Esta referencia tiende a desaparecer cuando la
ansiedad denota meramente un comportamiento o sensación
objetivable a partir de la cual se puede proponer por ejemplo un
ansiolítico.
Un paso más allá cuando de las neurosis de angustia, descriptas
insuperablemente por Freud, se pasa a los trastornos de ansiedad del
DSM IV lo que desaparece con el sujeto son también, por lógica, las
neurosis como categoría. Finalmente y pasando por la vulgata

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mediática del “stress” la angustia ha devenido “ataque de pánico”3
arribándose a su definitivo vaciamiento subjetivo y a la más acabada
banalización del concepto.
Para Lacan la angustia es el afecto por excelencia, “el afecto de lo
real” planteando también su función de borde. Para Kierkegaard es un
concepto respecto del cual habrá que “renunciar a la ilusión de una
síntesis” según Freud4, quien remarca su carácter de señal para el
intento de huída del Yo frente a su propia libido.
Para la promoción de un pánico, concebido como una suerte de
flagelo o enfermedad, la angustia es en cambio un mal que a la
manera de un virus peligroso amenaza a la especie con su pandemia.
De esta forma lo que es testimonio de la vacilación y el interrogante
subjetivos por excelencia resulta por fin objetivado; el éxito represivo
de este des-involucramiento subjetivo se complementa con el logro
de hacer de la angustia un peligro externo puesto que el ataque viene
“de afuera”. Otro efecto será la tendencia a hacer masa a partir de la
identificación al rasgo, por ejemplo “panicoso” o “agorafóbico”, lo que
permite cierto sostén en una identidad sobretodo en aquellos con
mayor labilidad subjetiva, a la par que se promueve su tratamiento
farmacológico presentado como específico. No es esta, desde luego,
una posición ingenua pues se trata de una política en la medicina y
en la psiquiatría que involucra poderosos intereses.
Lo que la experiencia analítica nos enseña es que no existe nada en
ella que no esté en relación con la angustia pues esta se sitúa en la
intersección, en la encrucijada, no solo de todos los caminos
conceptuales de la teoría sino también a la entrada, a la salida y en
cada torsión del derrotero de un análisis.
La certeza, que podría imaginarse como el paradigma de lo ansiolítico
y de lo calmante está, paradójicamente, del lado de la angustia que
es lo que no engaña por su relación con lo real más allá del
significante como lugar del deslizamiento, de la ambigüedad y la
duda; en definitiva la certeza, lo inamovible, es goce mortífero.

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Es por ello que la cura analítica no apunta a convalidar las
certidumbres y consistencias del sentido (identidades, destinos,
prejuicios, fantasías, etc.) sino más bien a ponerlas en cuestión,
generando a partir de la escucha en transferencia un movimiento de
la significación que produzca una diferencia como efecto subjetivo.
Si el síntoma supone una ligadura de la angustia no se renunciará a
él sin confrontarse con esa angustia de la que es defensa. Tampoco
es posible el acto como puesta en juego del deseo sin pasar por la
angustia de que es riesgo sin garantía del Otro que develará así su
castración. ¿No supone acaso ese actuar (decisiones, cambios, etc.)
cierta salida de una escena para luego rearmar o anudar otra?
Su relación con el “acting out” o el “pasaje al acto”, un tanto
demonizados por cierto, será luego una cuestión de lectura siempre a
posteriori y a partir de sus efectos.
Por consiguiente: desear, cambiar, digamos que curarse, no son sin el
tiempo de la angustia, de su franqueamiento; lo que equivale a decir
que la castración como normalizante no es sin el testimonio de “su”
angustia; allí donde sentir la que cada sujeto es capaz de soportar, al
decir de Lacan5, nos pone a prueba como analistas.
Es necesario también recordar el contrasentido inherente a la función
de la angustia pues si en un sentido el Yo se defiende de ella por su
vínculo indisoluble con el deseo, en la vertiente del sujeto la angustia
es defensa o mediación frente al goce “incestuoso”, que pone a
resguardo ese deseo en la fantasía y en el síntoma.
En suma, la angustia viene a dar cuenta del carácter esencialmente
paradojal y enigmático de la subjetividad humana ligada a un “más
allá del placer” respecto de una lógica del bienestar y la homeostasis.
¿Por qué el deseo angustia? ¿Por qué se sostiene la falta por el
recurso al fracaso, la renuncia o la insatisfacción? ¿Por qué la
realización del deseo puede resultar insoportable y aún fuente de lo
siniestro? ¿Por qué el castigo puede ser el mayor estímulo para
delinquir?

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Ante las preguntas que el “malestar” genera como demanda, como
llamado al Otro bajo la forma de esa “pandemia” de la angustia, la
oferta contemporánea parece ser la quimioterapia de la angustia; la
de taparle la boca con un barbijo farmacológico, por así decir,
vaciando al síntoma del sujeto aunque puntualmente se calme al
individuo. Es necesario aclarar que no se trata de rechazar los
psicofármacos pues si hace falta se los usará como recurso táctico ni
tampoco de proponer una suerte de apología del sufrimiento pues lo
que está en discusión son las políticas.
Por un lado esa política del “pánico”6 inscripta en una tendencia más
general de la “hipocresía” cultural que utiliza a la ciencia para
promover todo tipo de drogas (analgésicos, estimulantes del ánimo,
de la erección, antidepresivos, etc.) generando tanto adicciones
legales como ilegales7 lo cual es solo una cuestión de geografía.
Paradoja de la acumulación de saber para no querer saber, para
desembarazarse de la angustia como problema subjetivo.
Por otro lado una política derivada del deseo del analista que busca
hacer de la angustia producción subjetiva y pasar así al deseo y a la
cadena de sustituciones como su mejor remedio; el que se apoya en
el recurso a la palabra y que solo opera si quien conduce la cura
confía en él. Algo que hasta un niño parece saber; como aquel que
Freud oyó pedirle angustiado a su tía que le hablase en la oscuridad y
que frente a su pregunta: “¿De que te sirve si no puedes verme?” le
respondió: “Hay más luz cuando alguien habla”8.

Luis Campalans

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REFERENCIAS

1) Freud S. “De guerra y muerte” Capítulo I O. C. Amorrortu Ed.


Tomo XIV (1976)

2) Segal H. “Introducción a la obra de M. Klein” Ed. Paidós (1981)

3) DSM IV “Criterios diagnósticos” Ed. Masson SA (1998)

4) Freud S. “Inhibición, síntoma y angustia” O. C. Amorrortu Ed.


Tomo XX (1976)

5) Lacan J. Seminario 10 “La angustia” Clase I Pág. 13 Ed. Paidós


(2006)

6) Armando J. “La política del pánico” Revista Conjetural Nº 37


(2001)

7) Pasqualini G. “La clínica como relato” Pág. 189 Ed. Publikar


(1998)

8) Freud S. “La angustia” 25º conferencia Pág. 371 O. C.


Amorrortu Ed. Tomo XVI (1976)

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