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Meditaciones - I
MEDITACIONES
Dr. Ramón Hernández Martín O.P.
Contenido
PROTOPREHISTORIA PRIOR
PROTOPREPRÓLOGO A LA HISTORIA QUE PRETENDO ESCRIBIR
Unos cuatro cuatrillones de años tiene el cosmos actual. Fue al principio un cosmos
vacío, oscuro, que juzgó conveniente el Todopoderoso iluminar y colmar. Lo iluminó, y
creó dentro de él un astro grande, casi como la tierra en la que ahora estamos. Era un
astro resplandeciente, dinámico, que alegraba con sus movimientos variados en uno y
otro sentido el mundo entero.
Encerraba dentro de sí aquel astro un potencial enérgico sin límites conocidos, que
originaba un dinamismo interno incalculable e incontenible. Esto se manifestaba en
explosiones continuas, que lo agrandaban y que plagaban la superficie del astro solitario
de múltiples géneros de seres con vida o sin ella, siguiendo los caprichos del
Todopoderoso, que parecía recrearse como un químico en su laboratorio. Era su juego el
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acuerdo para conseguir la paz entre los dos grupos. Guerra total, victoria absoluta o
vuelta a la nada.
Era el final del primer tercio del primer cuatrimillón de años de la creación. Llegó el
bimbam del pléroma. La suma concentración energética del interior y del exterior de
pléroma hizo que estallara éste en multitud de desiguales partes, llenando el espacio del
cosmos con desiguales astros, que fueron creciendo según la energía que se encerraba
en ellos. Aquella humanidad primera, que había logrado llenar y dominar el primer
pleroma, despareció de aquel astro único de la creación primera. Cuatrocientos mil
cuatrocientos nuevos astros comenzaron a brillar en el cosmos, buscando cada uno su
órbita, para no chocar con los otros. Sólo uno conservó el núcleo de la vida, que a lo
largo del segundo cuarto del primer cuatrillón de años iría apareciendo a la superficie. Y
de nuevo tenemos al hombre, con ese primer pecado de concentrada soberbia y egoísmo
y división ardiendo en su seno. El segundo cuarto del primer cuatrillón de millones de
año fue tan desgraciado como el primero. Los bimbanes se sucedieron cada cuarto de
cuatrillón de años más o menos y con parecidos resultados.
La historia de nuestro mundo siguió ese ritmo, como repitiéndose siempre, sin que el
hombre consiguiera aprenderlo ni enmendarse; el envenado núcleo, invadido por la
soberbia no parecía tener una absoluta cura. “Siempre tendréis pobres con vosotros”,
porque el egoísmo no parece desarraigarse de nuestro pléroma. Sólo los humildes,
comprensivos y generosos lo vencen sea individualmente sea en sociedad con otras
personas de parecidos sentimientos. ¿Estamos al final del último cuarto del cuarto
cuatrillón de años del comienzo del cosmos? ¿Y dentro de ese último cuarto en qué
billón de años nos hallamos hasta llegar a un nuevo bimbam destructor-renovador?
Difumina, difumina en tu loca imaginación el discurso; yo voy a comenzar mi historia,
dejando estas consideraciones protoprehistóricas, sean prior, secunda… … o posterior.
Mi historia, la que hoy comienzo a escribir, se limita a un trozo importante de espacio y
tiempo en este cosmos, que nos parece inconmensurable y que es el nuestro. Sirva lo
que antecede de protopreprólogo.
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ULTRAHISTORIA INFINITA
Siempre ha habido párrocos celosos, cercanos a sus feligreses, que son el orgullo del
pueblo, están donde el pobre, el enfermo, el que necesita una ayuda. En la Iglesia, en
todo tiempo no ha faltado un santo cura de Ars o un unamuniano san Manuel Bueno
Mártir. Quizás entonces era más fácil, pero hoy es más meritorio. Entonces no
encontraban dificultad para convocar en los domingos a los niños a la catequesis, tenían
los párrocos acceso fácil a las escuelas para explicar el evangelio dominical o el
misterio o fiesta de próxima celebración, podían con agrado del pueblo extenderse en la
homilía festiva de la misa mayor. No faltaban, siempre con abundante público, las
conferencias para jóvenes o adultos o para matrimonios. El encuentro y saludo diario
con el pueblo por la calle. El cura, el párroco, era una institución bien vista, y los
feligreses acudían a él confiadamente ante los variados problemas personales o
familiares o sociales que iban surgiendo en la vida diaria. Los pobres, enfermos, los
necesitados en el cuerpo o en el alma eran para él los predilectos. Así lo aprendieron en
Jesucristo y en el Evangelio y así se esforzaban por llevarlo a la práctica.
Con semejante actividad, desde el temprano amanecer hasta el pleno cerrar de la noche,
poco tiempo tenía el párroco para meditar, leer, contemplar en la soledad las verdades
de la fe, para ofrecer cosas nuevas o aspectos nuevos en la explicación de las verdades
de fe a sus cristianos. Él las creía, las vivía y las ofrecía a la gente con el castizo modo
de su pueblo, que seguía con emoción la vivida emoción del sacerdote, al explicar las
sencillas escenas y parábolas del Evangelio. Lo más complicado para él era la
exposición de los altos misterios: la transubstanciación eucarística o la misma presencia
real de Jesús, siempre presente y siempre olvidado y encarcelado en el sagrario. Otro
misterio para él difícil de hacerlo accesible era la Encarnación del Verbo: Dios infinito,
que se hace un hombre limitadísimo, paupérrimo y plenamente indefenso ante la
persecución y las humillaciones de los prójimos más perversos e inhumanos.
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Santísima Trinidad, como era habitual hacerlo en aquellos años lejanos -algo más de
medio siglo- con un rollo grande, y, al extenderlo, allí estaba el famoso árbol del grueso
y firme tronco y de las tres frondosas y vigorosas ramas. Ya nos advirtió que era sólo un
ejemplo, un símbolo; pero a él le sirvió para meternos bien dentro del alma, con sus
explicaciones, la realidad del misterio trinitario y la necesidad de adorarlo y vivirlo
cuando recitamos el Credo o nos persignamos. Digo su nombre en señal de
agradecimiento por aquella y otras muchas lecciones: Don Leónides Prieto, ya
contemplando y disfrutando este misterio en la eternidad.
En una de mis meditaciones aquí expuestas, en mi página Web, Sobre la Ciencia de
Dios, partía yo de una frase que oí de pequeño (primer año de Escuela Apostólica [o
Seminario] Menor. Respondía a la pregunta ¿qué hacía Dios durante toda la eternidad,
antes de la creación? La respuesta era Dios se contemplaba a Sí Mismo. Expuse
entonces el bien inmenso que hasta el día de hoy me ha venido proporcionando esa
breve, pero, para mí, desde entonces, luminosísima frase. Manifesté asimismo el
agradecimiento a aquel padre dominico, al que se la oí. Diré también el nombre de este
mi gran benefactor espiritual, pues hace cinco años que ha fallecido y no me podrá
reñir: P. Jesús García Rodríguez, Director entonces de aquella Escuela Apostólica
Menor. Pero esa frase es tan densa que me ha permitido y me sigue permitiendo un
inacabable desarrollo, del que quiero ofrecer ahora sólo el principio. Pues bien, el
desarrollo es lo que yo llamo La Ultrahistoria Infinita.
En efecto, nuestra inteligencia humana presenta ante nuestra mente una infinitud de
consideraciones de la Divinidad, es decir, de la misma naturaleza divina, común a las
Tres Divinas Personas. Esas consideraciones, hablando a lo humano, tienen como fondo
todo cuanto nos ofrece el ser-vital-espiritual infinito con sus infinitas perfecciones, que
constituyen ónticamente la Divinidad. Algo de esto es a lo máximo a que puede llegar el
hombre como por atisbos, o sospechas, o analogías, como dicen los filósofo-teólogos
tomistas, y tienen su punto de apoyo en la naturaleza creada o cosmos.
Dios sabe, vive y experimenta que encierra en sí absolutamente todo el ser en sus
infinitos aspectos posibles, más que lo que el hombre con su imaginación ilimitada
puede soñar o pensar: multitud infinita de infinitos mundos o modos de ser participado
de ese ser divino único: mundos o modos bellos, bellísimos; buenos, buenísimos; grados
o modos infinitos de perfección participada del ser de Dios. El mundo o cosmos que
conocemos, o mínimamente conocemos, es sólo una manifestación de esas infinitas
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ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Hijo engendrado de ti
será Santo, será llamado Hijo de Dios”. Recuerda las dos teofanías o manifestaciones de
la Divinidad con motivo del Bautismo de Jesús y de la Transfiguración en el monte
Tabor: el Espíritu Santo que desciende sobre Jesús en forma de Paloma y la voz del
Padre Éste es mi Hijo muy amado, el predilecto, escuchadlo. La persona del Padre
tantas veces evocada por Jesús: el Padre y yo somos uno; el Padre, que me ha enviado;
mi alimento es hacer la voluntad del Padre; el Padre me glorificará; Yo estoy en el
Padre y el Padre en mí; Padre mío, si es posible pase de mí este Cáliz… Lee el sermón
de Jesús, después de la Última Cena, que recoge San Juan, particularmente los capítulos
14 y 16 donde encontramos las tres divinas personas y sus relaciones entre sí y con
nosotros. Ve el final del Evangelio de San Mateo, capítulo 28, versículo 19: “id y
predicad el Evangelio a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo”. Al final del Evangelio de San Lucas, capítulo 24, versículo
49: “os enviaré al prometido de mi Padre; permaneced en Jerusalén hasta que seáis
imbestidos de la virtud venida de lo alto”; texto que se completa con los Hechos de los
Apóstoles escritos por el propio San Lucas, al principio de los capítulos 1 y 2. Los
textos sagrados se multiplican en las cartas de los santos Pedro, Pablo, y Juan. Sólo
evocaré el saludo que decimos tantas veces al comienzo de la Misa, y que está tomado
de la Carta Segunda de San Pablo a los Corintios, capítulo 13, versículo 13: “la gracia
de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo esté con
todos vosotros. Amén”.
Tenemos tema vivísimo y superabundante para contemplar y para predicar sobre la
Trinidad. No tenemos excusa. Es un misterio muy familiar al verdadero cristiano: lo
glorificamos en el Gloria de la Misa; lo profesamos en el Credo y ¡tantas veces lo
invocamos con la señal de la Cruz a través del día: ”en el nombre del Padre y del Hijo y
del Espíritu Santo. Amén”.
Entremos dentro de la vida íntima de Dios, con la ayuda de la revelación de Jesús, que
nos hace Él directamente en los Evangelios e indirectamente a través de los Apóstoles
en sus inspirados escritos. Entremos en el misterio de la Santísima Trinidad, que es lo
que con toda propiedad constituye y define a Dios. Entremos con la máxima veneración,
iluminada nuestra mente con la fe sobrenatural y caldeado nuestro corazón por la
caridad. Tengamos al rojo vivo las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu
Santo, que se nos confirieron en germen con la gracia de Jesucristo, que nos ha
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en Dios una realidad infinitamente perfecta, o, como dije antes, una persona infinita,
que, repito, es el Espíritu Santo. ¡Cómo este misterio o supramisterio no va a ofrecer
consideraciones sin fin en Dios, y por regalo divino y concesión divina también en
nosotros!
Suma ahora lo que viene. Es decir, las maravillas de la Trinidad (de Dios Uno y Trino),
que viene a nuestra alma por la gracia de Jesucristo, que nos hace hijos de verdad,
incluso en ese mismo orden sobrenatural, de Dios y herederos de la gloria y de la vida
íntima de Dios en el cielo. No acabaríamos con estas consideraciones y predicaciones
sobre el misterio trinitario. Jesús lo prometió; lo leemos en el Evangelio de San Juan,
capítulo 14, versículo 23: “si uno me ama, cumple mis palabras, y mi Padre lo amará y
vendremos a él y haremos morada en él”. Los santos contemplativos lo vivieron y
experimentaron y nos lo transmitieron. Otro recuerdo de mi infancia en mi Escuela
Apostólica (o Seminario) Menor. Un Padre dominico nos leyó algo impresionante de la
entonces Sor y ahora en los altares, Isabel de la Trinidad. No lo entendí bien entonces,
pero se me quedó como en oro grabado en mi interior, y luego, a partir particularmente
del año de noviciado, ha sido principio de benéficas meditaciones. ¡Dios no se aburre en
la Eternidad ni los santos en la Patria eterna con Él! Imposible el aburrimiento con esta
Ultrahistoria Infinita y Eterna; lo experimentas, si vives en sintonía con la Santísima
Trinidad.
Y falta tanto por decir todavía. Falta por ejemplo la transcendencia social, porque dice
San Cipriano, comentando el Padrenuestro: “El sacrificio más importante a los ojos de
Dios es nuestra paz y concordia fraterna y un pueblo, cuya unión sea un REFLEJO de la
unidad que existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo”.
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1
Santa Rosa de Lima
Bastante fresca esta mañana del 23 de Agosto del 2003. Estoy en Macotera (provincia
de Salamanca) y madrugo para ir a la capital charra. En el autobús provinciano de las
nueve iba yo rezando el Oficio de Lecturas en mi libro de preces, el Libro de las Horas.
Era la fiesta de Santa Rosa de Lima. Meditaba la segunda lectura, cuando recibí un
golpe fuerte de fuego en el alma. No pude seguir su recitado. En esa segunda lectura,
que es propia de la santa, habla ésta del valor de la gracia sobrenatural, emanada de la
Redención que Jesucristo nos consiguió en la Cruz.
Ella tuvo en sus meditaciones una revelación de Cristo sobre su extraordinario valor.
Tan grande vio entonces la Gracia del Salvador que la transformó, más aún de lo que
estaba. Le abrasaba el alma y saltaba loca. Pocos conocen este valor transfigurante,
embriagador, que llena de felicidad incontenible el cuerpo y el alma. Estoy ardiendo,
estoy loca, se decía. Ardo en deseos de ir por plazas y calles gritando la inmensa virtud
de este inmenso tesoro:
“Hombres, mujeres, ¿queréis paz, felicidad, satisfacción plena de toda vuestra
inquietud y preocupación? Eso lo da enteramente la gracia de Cristo, y sólo ella. Jesús,
el Señor, la ofrece a todos. Si entendéis esto, todos los sacrificios que comporta la vida
os parecerán pequeños para conseguir este tesoro que transforma, que da fuerzas
insospechadas para superar todo obstáculo; que os enciende en el verdadero Amor, que
sacia y os impulsa a hacer el bien, y a ayudar y a orientar y hacer felices a todos sin
excepción”.
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Llevo años viviendo de cuando en cuando esta realidad. Todos los años en este día de
Santa Rosa de Lima salto como ella de incontenible felicidad. ¿Cómo no hago lo que no
podía hacer Rosa: predicar hasta morir predicando el valor de esa Gran Gracia recibida?
2
Unamuneando
3
Tengo en propiedad, como herencia, una bendición
Di una vez a estos pequeños artículos el genérico título de golpes de luz. Ahora prefiero
llamarlos toques que queman el alma; me parece llega más dentro y que es también más
fecundo. Y es que me pareció un toque hiriente que me quemaba el alma la lectura y
relectura meditada de unas palabras del Apóstol Pedro. ¡Cuántas veces no habré leído
esas frases, pues las traen a colación en distintas ocasiones los libros litúrgicos! Pero esa
vez me hirió punzante, quemando en mi interior.
Muy sencillamente, en ese lenguaje reposado e intimista de sus cartas, dice nuestro
primer Papa o Vicario de Cristo en su Primera Epístola, capítulo tercero, versículos 8 y
9: “Procurad todos tener un mismo pensar y un mismo sentir, con afecto fraternal, con
ternura y con humildad; no devolváis mal por mal, ni insulto por insulto; al contrario,
responded siempre con una bendición, pues para esto habéis sido llamados para poseer
en heredad una bendición”.
Al sentir el dardo ardiente de este pasaje en mi alma, traté de hacerlo muy mío y me lo
traduje tal como lo vivía, cuidando de ser plenamente fiel a esas palabras y a su
mensaje, y escribí: sentíos hermanos unos de otros, tratándoos con afecto fraternal; no
devolváis mal por mal, ni maldición por maldición, sino bendecid siempre y a todos,
porque tenéis en posesión, como heredad, una bendición (una bendición grande, infinita,
que no se acaba).
No creo haberte traicionado, Pedro mío. Me viene ese pensamiento tuyo muy a menudo
y me impulsa a practicarlo de inmediato. El pensamiento, la conciencia, el sentimiento,
o quizás la imaginación, me ponen delante la figura o figuras de los por mí ofendidos de
alguna manera o de los que alguna molestia me causaron; también sobresaltan mi
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interior los que ofenden a tu Iglesia o extorsionan a los inocentes, los violentos contra la
sociedad o contra los individuos, los que sufren por la enfermedad o por las desgracias
tan múltiples de este mundo. Hasta los difuntos y almas del purgatorio siento al vivo
que me gritan, pidiendo ayuda.
Siempre San Pedro me hiere con su llameante advertencia y parece pedirme para ellos
“una bendición, porque poseo gratuitamente en herencia una bendición infinita, eterna,
que no se acaba”.
4
Jesús, la Gloria, el Templo
“La Gloria del Señor llenó el Templo”
En la liturgia de la Misa y de las Horas Canónicas se combinan textos del Antiguo y del
Nuevo Testamento. Los del Antiguo Testamento aparecen como profecías o anuncios
del Nuevo: unas veces de modo manifiesto, otras de una manera velada, como
insinuaciones. Me llaman de ordinario la atención las combinaciones que se hacen en
los responsorios entre el solista y el coro. Tomé este apunte cuando meditaba el viernes
de la semana veinticinco del tiempo ordinario en el responsorio de la primera lectura. Se
complementan o combinan en él las palabras de profeta San Zacarías 43, 4-5 con las del
evangelista San Lucas 2, 24. El tema es el Templo, la Casa del Señor.
Decía el coro, profetizando con Zacarías: “la Gloria del Señor llenó el Templo”. Y
respondía el solista, asegurando con el evangelista de Lucas: “Llevaron al Niño Jesús
sus padres al Templo”. Y repetía el coro, confirmándolo: Y “la gloria del Señor llenó el
Templo”. Cantado, como antiguamente en el sencillo canto silábico gregoriano, este
combinado de profecía y plenitud, producía intensas emociones. Ahora también las
produce, si traes a la mente su rico y sabroso contenido.
Ahí está la meditación de las meditaciones: en ver a Jesús, al Señor, al Mesías, al
Salvador, anunciado y revelado a través de todo el Testamento Antiguo. Dios Padre
prepara a su pueblo para recibir con gozo al Mediador único entre Él y los hombres: a
Jesucristo “Hijo del Altísimo”, como anuncia el arcángel Gabriel a la Virgen María. El
Espíritu Santo ilustra y enciende a la Iglesia entera, ilustra y enciende el alma de cada
uno de los fieles, para vivir y exultar de gozo ante la misión y la gloria, y los misterios
de la vida y de las enseñanzas de Jesús. Ese mismo Espíritu ilumina y enciende el alma
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del creyente para vivir esos misterios con entusiasmo y gozo desbordantes,
impulsándolo a comunicar esos gozos a hombres y mujeres, animándolos a apreciar y
estimar como se merecen esas realidades humano-divinas.
Jesús es la Gloria del Padre; Jesús llena el Templo con su majestad; Jesús es el Templo;
Jesús nos invita a entrar y hablar en amistad con Él, nuestro Mediador ante el Padre.
5
Alabanza de Dios
“Alabanza de la gloria de Dios”. Fue esta frase de San Pablo la que tocó como dardo
ardiente el fondo del alma de la Beata Isabel de la Trinidad. Era lectora asidua de San
Pablo y meditadora de sus textos, que gustaba de releer, y descifrar las entrañas de sus
inspirados conceptos y frases. El capítulo primero de la Carta a los Efesios le ofrecía
meditaciones sin fin. Los versículos 11 y 12 fueron pronto el centro de sus
predilecciones. Es que –dice ahí san Pablo- “hemos sido predestinados por Dios en
Jesucristo, para ser alabanza de su gloria”. Esa es nuestra predestinación; esa es la
voluntad explícita de Dios para mí, y esa es mi precisa misión en esta vida y en la otra.
La haré la substancia de mi ser. Aquí mi circunstancia es más mi yo que mi mismo yo.
Eso soy yo ahora y por siempre, y eso será mi nombre propio, lo que verdadera y
totalmente me define. Me llamo y soy –viene a decirnos la santa- “alabanza de su
gloria”, “Alabanza de la gloria de Dios”.
Si esa es la voluntad de Dios, porque a eso Dios me ha predestinado, en ese lema se
encuentra para mí la identidad entre la voluntad y la gloria de Dios. Ahora entiendo por
qué esas dos cosas aparecen tan unidas en las locuciones de Jesús en los Evangelios y
por qué los santos instintivamente hablan de estas dos cosas como la expresión de sus
máximos deseos: sólo quiero la voluntad de Dios (¡lo que Dios quiera!) y sólo deseo la
gloria de Dios, o dar gloria y alabanza y bendición a este Dios, que lo es todo en mí y
para mí (“¡al Dios que ha hecho tanto por mí!).
La voluntad del Padre para Cristo es su inmolación, su crucifixión, para la redención y
santificación y glorificación de los hombres, y esa es también la alabanza suprema de
gloria, que Cristo ofrece al Padre: “Ahora es glorificado el Hijo del Hombre, y Dios es
glorificado en Él, y pronto lo glorificará para siempre” (Jn 13, 31 y 32): en la
persecución, en la Cruz, en la Resurrección. “Padre, glorifica tu nombre. Llegó entonces
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una voz del cielo: le he glorificado y le glorificaré de nuevo” (Jn 12, 28): en la
persecución, en la Cruz en la Resurrección. “Padre, glorifícame con la gloria que tuve
siempre en ti” (Jn 17, 5): glorificación en ti con los míos, que son parte de mi Cuerpo,
de mi Ser.
Y por fin el estrambote, que no es sólo para los sonetos; cabe también en otros poemas
y en las meditaciones. Alabanza y gloria son lo mismo. Más sencillo que “alabanza de
la gloria a Dios”, soy, según el título de este artículo “Alabanza de Dios “.
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La Fe de tu Iglesia
De bastantes años a esta parte –no sabría cuántos- me viene impresionando cada día, al
recitarla en la plegaria eucarística, después del Padrenuestro, la expresión siguiente: “la
fe de tu Iglesia”. En la Iglesia viven, sin duda, hombres y mujeres de mucha fe y
santidad. Pero cuando pienso primero en mí -y es lo ordinario- me echo a temblar. ¿Te
complace, Señor, de verdad mi fe? Porque la frase entera reza: “no mires, Señor, mis
pecados, sino la fe de tu Iglesia”, y esto se presenta a Jesucristo para que nos dé la paz y
la unidad.
Sólo recé con paz y complacencia esta breve e importantísima plegaria, cuando logré
transcenderme a mí mismo. Me remonté a lo más grande y me sentí fortalecido. Pensé
en la inconmensurable fe de la Virgen María, la Madre del Redentor; la sentí de pronto
muy cercana, como Madre nuestra por la concesión de Jesús desde la Cruz. Tu fe,
Madre, sí que fue meritoria; basta pensar en ti para rezar esa oración con plena
confianza. El tesoro de los méritos de tu fe sigue siendo sin límites, a pesar de los
siglos. Y con el pensamiento sosegado y fresco –Ella misma debió de hacerlo- me sentí
transportado a la altura máxima, a la fuente originaria de toda fe: Jesucristo, manantial
eterno e infinito, del que nace directamente el torrente fresco y lúcido de la misma
Virgen. Hontanar oculto a los ojos mundanos, pero lanzando a borbotones frescos la fe
para los que confían en Él.
Sí; me doy cuenta de que de ordinario se dice que Jesucristo no tuvo fe y que no podía
tenerla, porque es Dios y para Él todos los misterios, hasta los más misteriosos e
inescrutables, son manifiestos, tanto los de la tierra como los del Cielo de los Cielos,
que es el mismo Dios Trino y Uno. ¡Atención!, sin embargo. Jesucristo tiene dos
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naturalezas completas, totales y perfectas, no les falta nada de lo que es propio de cada
una de ellas: la divina y la humana. Y tiene dos entendimientos, humano uno y divino el
otro, y dos voluntades absolutas y libérrimas, una divina y otra humana. Cada una de
estas facultades tiene sus correspondientes perfecciones y virtudes: la sabiduría del
entendimiento y el consentimiento y aceptación de la voluntad. El Evangelio nos dice
que “Jesús crecía en sabiduría, estatura y gracia” (Lc 2, 52). Se trata de un crecimiento
no sólo físico sino psicológico o anímico, y espiritual, que incluye todas las facultades y
perfecciones o virtudes del alma, aunque no todas de la misma manera que en nosotros,
por la armonía perfecta entre una y otra naturaleza.
El entendimiento humano de Jesús iba creciendo con la experiencia y con las propias
reflexiones sobre las cosas. Y también crecía en su alma humana la gracia, pues, si bien
el alma estaba siempre llena de gracia, crecía su capacidad y al mismo tiempo su
plenitud. La virtud sobrenatural de la fe, derivada de la gracia, es una virtud que informa
el entendimiento para abrir sus horizontes a todo lo divino. Esa fe se configura y se
conforma en Cristo a su confianza plena en el Padre, y se acrecienta y agranda al mismo
tiempo que la gracia. La fe-confianza de Jesús en el Padre es plena, como es total su
entrega a la voluntad divina. Por el Evangelio sabemos que la voluntad divina de
Jesucristo es igual a la del Padre, pero ¡qué distinta de su voluntad humana, y qué
“contrarias” a veces ambas! Hay momentos en los que vemos la voluntad humana de
Jesús espantosamente hundida en “la angusta, el pavor y la tristeza: “mi alma siente una
tristeza de muerte” (Mt. 26, 38; Mc 14,34); Jesús, “entrando en agonía, oraba con el más
intenso anonadamiento, y era su sudor como gotas de sangre que caían sobre la tierra”
(Lc 22, 44).
Sí, como ya advertimos, la fe pura es de lo que no se ve y la persona de Cristo tuvo la
visión divina siempre; en este sentido de fe estricta o pura, la fe más grande sobre la
tierra fue la de la Virgen María. Pero Cristo-Jesús tenía una naturaleza humana
completa, y Jesús, como íntegramente hombre, sufrió hasta el máximo las debilidades
de todo orden de esa humana naturaleza. Los méritos conseguidos por Cristo en el orden
de esa fe-confianza, antes descrita, y de su esperanza confiada en la voluntad justísima
y santísima del Padre, que fue siempre su alimento (Jn 4,34), son de un valor infinito.
Así es, porque el mérito es de la persona y en Cristo la persona es Dios.
Con todo esto delante de mis ojos, digo de mi mente, al llegar en la misa a la mística
frase “en la fe de tu Iglesia” me siento rejuvenecer y grandemente confortado. Aplico
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7
¡Que todos nos sintamos uno; porque lo somos!
Jesucristo habla de su unidad con el Padre: “el Padre y yo somos uno”. Y muchas veces
en el Evangelio habla de su conformidad con el Padre y la conformidad del Padre con
Él: esto es lo que quiero, agradar al Padre, y el Padre encuentra en Jesucristo sus
complacencias. No sólo son uno, sino que se sienten uno: son, se entienden y se aman, y
las tres cosas plenamente. Esa unidad viene anunciada muchas veces en el Nuevo
Testamento, y sobre todo en el Evangelio de San Juan.
Jesús pide para los suyos la unidad; de modo especial la unidad de sentimientos. No
sólo lo desea, sino que lo hace objeto especial de su oración, pidiéndolo ardientemente
al Padre. Ve para esto el Evangelio de San Juan, capítulo. 17: que todos los suyos sean
uno. Unidad plena, porque pone como ejemplo su unidad con el Padre: “que todos sean
uno, como Tú, Padre, y yo somos uno”; “consérvalos en la unidad, para que sean
siempre uno, como Tú y yo somos uno”.
Parece imposible, pero todavía hay otro deseo ardentísimo en Jesús, que nos eleva más
arriba, y pide en su oración al Padre que ese deseo tan ardiente sea realidad: “como Tú,
Padre, estás en mí, y yo estoy en Ti, que ellos estén en nosotros, siendo uno con
nosotros”. No sólo nos eleva a una vida sobrenatural, que nos da vida y felicidad eterna,
sino que nos introduce dentro del misterio más grande y más sublime, indescifrable e
indecible de la Santísima Trinidad.
Añade a esto lo que hemos sentado al principio: no se trata sólo de estar ni de ser
pasivamente, sino de disfrutar, de experimentar la grandeza, la bondad, la verdad y la
felicidad plenísima que ese ser y sentir proporcionan al alma, tan insaciable que con
nada parece conformarse duraderamente. Sólo esta unidad con Jesucristo y con toda la
Trinidad Beatísima sacia por completo el alma. Jesús mostraba a la Samaritana un agua
viva, que le quitaba la sed de toda otra agua o placer terreno, porque sería dentro de ella
un surtidor que salta hasta la vida eterna. Aquí está la cumbre suprema de esas
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aspiraciones, que los santos saborean, y disfrutan y gozan ya en la tierra, como aperitivo
del cielo.
La gracia que Cristo nos da, nos traslada a la familia divina, que constituyen el Padre, el
Hijo y el Espíritu Santo. Esa unidad y comunicación de las tres divinas personas
constituyen su felicidad, de tal manera que no necesitan de las criaturas para ser felices;
las criaturas no añaden nada a esa Bienaventuranza divina. Pero Dios ha querido
comunicarnos sus tesoros, y comunicarlos, no de cualquier manera, sino en el grado
sumo; quiere hacernos partícipes de su felicidad, y por consiguiente que seamos y nos
sintamos uno con Él.
Pienso que en el orden de la naturaleza existe también una exigencia natural de unidad,
como un reflejo del Dios creador y salvador. Dios, cuando crea, deja su huella. San
Agustín, al tratar del misterio de los misterios, que es el de la Trinidad divina, descubre
muchas huellas de esa Trinidad en la creación, y particularmente en el hombre. Hay
personas de una sensibilidad especial; no se sienten como una isla, sin contacto con el
resto de los hombres o del mismo planeta tierra en que vivimos o del cosmos que nos
circunda. Una catástrofe natural que presencian o una muerte a ellos cercana, sienten
que algo se derrumba o muere dentro de ellos, y lo cantan en sus elegías o lo exponen
en sus pensamientos como algo ocurrido trágicamente a ellos mismos. Bartolomé de
Las Casas al contemplar los sufrimientos y las muertes angustiosas de tantos indios en
la colonización de América exclama: “todos los hombres son uno”. Nadie da a esta frase
este sentido, que yo le doy ahora. Se sentía uno de verdad con los indios, y la horrible
muerte de muchos de éstos era una herida de muerte para él, para toda la humanidad y
para toda la creación.
Hay otra unidad, que yo no quiero olvidar, por la verdad que encierra y por la
trascendencia a que nos lleva. La vemos repetidamente en la Sagrada Escritura. Las
fuentes siempre dicen la verdad. Hablo ahora de la unidad de los creyentes, o del
Cuerpo místico de Cristo. San Pablo en Carta a los Efesios 4,5 nos invita a la unidad,
porque: “uno es el Señor, una la fe y uno el Bautismo”. El Apóstol no quiere que nos
instalemos en las fórmulas, por muy inteligentes que sean; quiere que sintamos o
vivamos su contenido. Tenemos que llegar a hacer nuestros los sentimientos más
íntimos de Jesucristo: “tened en vuestros corazones los sentimientos del corazón de
Cristo”. Esto es muy grande: sentir, latir al unísono con el corazón más sensible, más
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rico en sublimes sentimientos como es el corazón del hombre más perfecto en toda
perfección y que lo tiene todo divinizado en su persona divina; no cabe nada más alto.
Todo esto es posible, porque se funda en la unidad mística de todos en Él. Lo dice San
Pablo en la Carta a los Gálatas, 3, 28: “todos los fieles sois uno en Cristo Jesús”. En la
Carta a los Romanos, 12, 5 evoca su doctrina del Cuerpo Místico de Cristo, que expone
largamente en la Primera a los Corintios: como los miembros físicos del cuerpo son
muchos, siendo un solo cuerpo, así todos los creyentes formamos un solo cuerpo en
Cristo Jesús. Recordemos algunos textos de la citada Primera a los Corintios. En 10, 17:
“muchos granos de trigo forman un solo pan; la multitud de los creyentes forman un
solo cuerpo místico”. En 12, 12: “como uno es el cuerpo y tiene muchos miembros, así
todos nosotros, con ser muchos, formamos un solo cuerpo en Cristo”. Y con ese
argumento continúa San Pablo en ese capítulo 12. Dejando otros muchos textos
paulinos, no olvidemos el de la Carta a los Colosenses, 1, 18: “El es la cabeza del
cuerpo, de la Iglesia”. La Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, que tiene unidos a él
fuertemente, como miembros en plenitud de vida, a todos los fieles; que les da aliento y
vida e imprime en sus corazones sus sentimientos, todos ellos de la máxima exquisitez.
Y me rindo, porque esto es tan sublime, tan inimaginable, tan superracional y tan
plenamente sobrenatural, que subes como peso liviano hacia una altura imposible de
escalar ni con el entendimiento más agudo ni con la imaginación más alucinante. Pero
me acuerdo siempre, ante los misterios a los que nuestros sentidos, nuestro
entendimiento y nuestra imaginación, creadora insaciable de lo imposible, no llegan, me
acuerdo –digo- de aquellas palabras del arcángel San Gabriel a la Santísima Virgen
María, al hablar a ésta del misterio suprainsondable de la Encarnación del Verbo de
Dios en sus entrañas: “para Dios nada hay imposible”. Con ésas me quedo siempre,
incluso para explicar la resurrección final de los cuerpos. Porque prefiero confiar en el
poder infinito de Dios a fiarme exclusivamente en la finitud de mis razonamientos.
Ramón Hernández Martín O.P. 31
Nació una estrella, naciste tú En algunos diccionarios se inician las biografías con las
fechas del nacimiento y de la muerte, y colocan antes de la fecha de la muerte una cruz
(†) y delante de la fecha del nacimiento una estrella (*). Muy bien la cruz (†), porque en
ella murió Cristo, y la muerte con Cristo es el ideal de todo cristiano. ¿Y por qué la
estrella? Cuando viene una persona al mundo nace una estrella. Dios crea ese alma, la
adorna con su imagen y semejanza, la colma de facultades y cualidades, todas en
germen, pero proyectadas y abiertas hacia un gran desarrollo y a la producción de
grandes frutos; con el bautismo la colma de dones sobrenaturales, también en germen,
pero orientados hacia la perfección y santidad cristiana, y así preparado ese astro
luminoso lo lanza a recorrer su camino, es decir, su órbita, iluminando cada vez más
según va desarrollando esas inmensas capacidades y dones que consigo lleva. Es su
obligación, porque los dones de Dios no son sólo para el provecho y perfeccionamiento
individual de su persona, sino que tienen una gran proyección social. Recorre el lucero
su camino, describiendo su órbita sobre la tierra, hasta consumirse en la cruz de su
muerte, que lo pone de nuevo en las manos de Dios, de donde partió. Se consume y
muere, como la semilla, para renacer o resucitar en todo su esplendor. Y Dios viendo la
gran luz que brilla ahora en su lucero y la estela que ha dejado en la tierra, lo invita a
vivir con Él eternamente, como un sol ya sin ocaso.
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¿Se puede hablar de “Economía Divina”? De la Economía divina han hablado mucho
los teólogos y el Magisterio de la Iglesia. En la calle oímos decir con frecuencia: “esto
es muy económico”; es decir, lo contrario a “esto es muy caro”. La significación
originaria de “económico” está por encima de esa puntual acepción con que hoy de
ordinario la usamos. La palabra está compuesta de dos sustantivos griegos: “oicos”, que
significa casa, y “nomos”, que quiere decir costumbre y también norma o estatuto.
En resolución, que economía significa, a tenor de su origen etimológico, “gobierno de la
casa” o “administración de las cosas de la casa”. Parece que, según las exigencias no
sólo morales sino ónticas, la buena economía no es derrochadora, sino que gasta
justamente lo justo para sacar la casa adelante. Para esto se necesita entendimiento
especulativo y práctico: que ve las necesidades y sabe arreglárselas, para no introducir
cosas superfluas, que desdicen de la armonía de los elementos que la constituyen.
Tuve en la Escuela Apostólica un profesor, cuya cultura literaria y teológica era para
aquellos jovencitos alumnos una admiración. Daba clases de griego e impuso como
texto de traducción la Ilíada. Gustaba de comentarnos de cuando en cuando frases,
escenas, palabras especiales que han pasado a la posteridad, primero latinizadas y luego
romanceadas. Como sabíamos que era su débil desarrollarnos el contenido riquísimo
histórico y doctrinal de esos términos, algunos le preguntaban por el significado
originario y actual de algunos vocablos procedentes del griego.
Un día en que la lección era particularmente difícil y había cierto temor a la pregunta-
examen, que pudiera hacer el profesor, un alumno se levantó y muy respetuosamente le
hizo esta súplica: ¿no podría explicarnos el alcance de la palabra economía, que tanto se
utiliza hoy para tan diversas materias? Como digo, el Padre era de una cultura muy
amplia en distintos campos, pero de modo particular en Teología, como buen dominico.
Ramón Hernández Martín O.P. 34
Su nombre era Felipe Lanz Yoldi. Y por el campo de la teología se lanzó, dejando los
otros más usados en los periódicos de cada día. Nos habló de la economía divina, de la
economía de la gracia, de la economía de la salvación en Cristo por parte del Padre. Sus
aplicaciones cristológicas, eclesiológicas y sacramentales. Y tan largo y denso y
provechoso fue su recorrido que por él discurríamos sin que ni él ni nosotros nos
cansáramos. El sonido de la campana para salir de clase nos hizo pisar tierra a todos.
¡Vaya por Dios!, dijo el Padre; otra vez que perdimos el tiempo inútilmente. No; nunca
le hemos escuchado con tanta atención. Es la mejor clase de griego de nuestra vida. No
olvidaremos nunca la riqueza que esconde la palabra griega economía.
En la Sagrada Escritura la encontramos. Es una palabra sagrada. De la Escritura pasó a
la Sagrada Teología. La usaron los Santos Padres, que con tanto celo y entusiasmo se
entregaron a meditar y exponer la Palabra de Dios. La heredaron los Teólogos de
Medievo, que subidamente nos explican el misterio de la Economía de la Salvación y de
la Gracia. ¡Como influyó esta palabra bíblica y las reflexiones a través del tiempo en el
tratado sobre El Verbo Encarnado de Santo Tomás de Aquino y de los grandes
Maestros en Sagrada Teología de los siglos XII, XIII y siguientes! A pesar de que la
palabra economía se fue apoderando del campo de las finanzas y administraciones
monetarias de las personas y de las instituciones, nunca perdió del todo su sentido
sagrado. Hasta el Concilio Vaticano II la usó en sus documentos solemnes, para hacer
llegar a los fieles los misterios de la gracia, del perdón, de la santidad y del destino a la
Vida Eterna.
Recordemos algunos textos sagrados del principio, es decir, de la Escritura, y algunos
ejemplos de lo último, es a saber, de los documentos del Vaticano II. Usa esa palabra
“economía” el texto original griego de las cartas de San Pablo; palabra que suele
traducir la Vulgata Latina de San Jerónimo con el término “dispensación”, y las
traducciones en lenguas nacionales con vocablos similares a esa palabra latina.
San Pablo, Carta a los Efesios:
Cap. 1, versículo 10: El Padre se propuso la dispensación (economía) de la plenitud de
los tiempos, para recapitular todas las cosas en Cristo.
Cap. 3, versículo 2: La dispensación (economía) de la gracia de Dios, que me ha sido
dada para vosotros.
Cap.3, versículo 9: La dispensación (economía) del misterio escondido desde siglos en
Dios.
Ramón Hernández Martín O.P. 35
Es éste un momento señaladísimo para dar gracias a Dios, porque el don del sacerdocio
es una gran gracia; es todo gracia. Quiero hacerlo muy brevemente y con mucha
sencillez, pero también con toda la intensidad de mi pobre alma.
Hay un ejemplo supremo de dar gracias; es el de Jesús dando gracias al Padre. Pero
¿quién puede dar gracias como Jesús que las dio de una manera infinitamente perfecta?
Hay otro ejemplo imposible de igualar para toda persona humana, que es el de la Virgen
María que cantó su inimitable Magnificat.
Yo me voy a inspirar en el salmo 135, que es un himno general de acción de gracias en
todas vicisitudes de la vida con ese estribillo tan famoso: “porque es eterna tu
misericordia”.
En efecto, Señor, me diste la vida y me la diste a través de unos padres llenos de fe en ti,
que me llevaron inmediatamente al bautismo para recibir una vida superior, la vida de la
gracia. Y, con los padres, una familia, en cuyo seno aprendí lo fundamental de la
doctrina y de las virtudes y costumbres cristianas. ¿Por qué? Sólo porque es eterna tu
misericordia.
Me diste la vocación dominicana, primero en germen que se fue desarrollando en la
Escuela Apostólica con unos Padres, plenamente entregados a mi formación, a los que
nunca agradeceré con suficiencia todo lo que hicieron por esa vocación dominicana mía.
¿Por qué? Porque es eterna tu misericordia.
Me condujiste al noviciado de Palencia, con el santo Padre Merino, y después al
“Estudio de Filosofía” de Las Caldas con unos Padres admirables que prepararon mi
Ramón Hernández Martín O.P. 38
mente con la mejor de las filosofías, y me llevaste luego a la Facultad Teológica de San
Esteban de Salamanca, familiarizándome con el más sabio de los santos y el más santo
de los sabios, nuestro Santo Tomás de Aquino. Porque es eterna tu misericordia.
Me concediste el gran don del sacerdocio con los poderes admirables de realizar el
misterio eucarístico, administrar otros sacramentos y predicar tu palabra. Todo ¿por
qué? Sólo porque es eterna tu misericordia.
Por fin me colocaste en esta comunidad de hermanos, a los que agradezco los
incontables bienes que me han hecho, a los que pido perdón por mis múltiples fallos y
ofensas, y a los quiero con toda mi alma. Porque es eterna tu misericordia.
Bien; sé que he dicho poco y mal; quede con ello significado lo mucho o muchísimo
que pudiera decir. Porque, Señor, es eterna tu misericordia.
Muchas gracias a todos vosotros y a ti, ¡oh, mi Dios!, porque es eterna tu misericordia.
(Oda, que me pareció bellísima y me hizo llorar de emoción, mientras nos la leía con
profundo sentimiento su autor, el dominico P. Fr. Emilio Díez)
- Cuando todos los hombres y mujeres en todos los lugares y en todos los tiempos ven
lo mismo, oyen lo mismo, huelen lo mismo, gustan lo mismo y palpan lo mismo. En
todos estos casos damos siempre con la realidad existencial, que es la base sobre la que
la razón construye el edificio de la ciencia y de la filosofía, es decir, de las ciencias
empíricas y de las ciencias especulativas.
Hemos llegado por los sentidos a la existencia real como base del razonar. No obstante
la razón descubre que además de la existencia real hay otra existencia, la existencia
posible, es decir que no es real ahora, pero que puede llegar a serlo con el tiempo. Esta
existencia posible también cuenta y de ella puede igualmente servirse el hombre para
hacer avanzar la ciencia.
Y creo que me llegó la luz. ¡Eureka! Parece ser claro que hemos dado con el verdadero
primer principio del filosofar, y también con el verdadero método, que consiste en
seguir ordenadamente las exigencias de ese primer principio. Porque sueñe o no sueñe,
sienta o no sienta, imagine o razone, la existencia de las cosas necesariamente es o real
o posible. Este dilema es siempre verdadero, y lo sigue siendo, aunque el diablo me
engañe o aunque yo mismo lo sueñe.
Éste es el verdadero primer principio del filosofar: la existencia o es real o es posible.
Desde la existencia real o posible (o sospechada) podemos empezar sin engaño una
verdadera filosofía.
Los mundos reales o posibles que caben en nuestro entendimiento son innumerables,
numéricamente indefinidos; pero no los podemos dominar ¿Habrá una mente en la que
quepa todo lo real, presente, pasado y futuro y todos los mundos posibles, y que los
pueda dominar? Tiene que ser una inteligencia infinita en capacidad y poder. Sólo Dios
tiene esto y sólo Él puede decir en verdad: pienso; luego existo. Y mejor aún existo y
pienso. Esta es pues mi segunda verdad filosófica: Dios existe realmente.
LA EXISTENCIA REAL
La existencia real no es una forma de ser; es el acto continuado de existir de los seres
reales. Los entes reales se dividen en simples o meramente espirituales, y compuestos
de forma y materia. Los seres puramente espirituales o simples se dividen en dos
grupos: el ser espiritual por esencia, o no dependiente de ningún otro, y los seres
puramente espirituales por participación, dependientes siempre del primero. El primero,
Ramón Hernández Martín O.P. 43
o ser espiritual por esencia, que no depende de ningún otro, y del que dependen todos
los demás seres es Dios; los segundos o seres puramente espirituales por participación
son los ángeles.
Los seres compuestos se dividen en dos grupos: 1º seres compuestos de forma
intelectual o racional o espiritual y de materia; 2º seres compuestos de forma no
intelectual o racional o espiritual y de materia.
Los del primer grupo son los hombres: con su alma racional o forma intelectual-
racional, que es espiritual y con su materia, que es el cuerpo orgánico humano.
Los del segundo grupo son los otros seres distintos del hombre, cuya forma no es
espiritual ni racional, y que informa una materia. Esta materia puede ser: a) un cuerpo
orgánico o dispuesto a la vida, la cual le es conferida por la forma propia o apropiada a
ese cuerpo; o b) un cuerpo inorgánico o no dispuesto a la vida y que recibe una forma
propia o apropiada a esa clase de materia.
Los seres de este segundo grupo, distinto del hombre, son: los minerales o carentes de
vida, los vegetales y los puramente animales.
La existencia o el acto continuado de existir en cada ser particular es distinto del de los
otros seres particulares. Esa distinción individual viene dada en los seres puramente
espirituales, como los ángeles, por el modo de participación o dependencia del ser
espiritual por esencia (Dios). En los otros seres compuestos esa distinción individual se
constituye por la relación estrecha o íntima entre la forma y la materia de ese ente
concreto. Esto es lo que constituye en los seres compuestos el principio de
individuación.
El ser por esencia, es en sí mismo o por definición, necesariamente uno.
Con “el ser por esencia” quiero decir aquél, que no tiene más que existencia: todo
cuanto tiene o que esencialmente lo constituye es la pura existencia, o el puro acto
infinito de existir. De él proceden todas las demás existencias, que serán siempre
limitadas. La existencia pura es Dios. Las existencias participadas son criaturas, o seres
creados por AQUÉL, DE CUYA EXISTENCIA PARTICIPAN.
EXISTENCIA POSIBLE
En el puro existir que es Dios están tanto el existir real como el existir o ser potencial (o
posible.
Todos los seres que existen en la creación y todas sus perfecciones son participación del
puro existir que es Dios.
Los seres actuales fueron antes potenciales y existían, como todos los otros mundos y
seres posibles, en el existir pleno de Dios. Los mundos y seres posibles se convierten en
reales por una determinación divina, por un acto de la voluntad de Dios: sed, y son.
Hay entendimiento infinito en Dios, que se identifica con su ser o existir, y en ese
entendimiento están todos los seres reales y posibles. Hay voluntad en Dios, que se
identifica con su ser, y por su mandato pasan las cosas de la existencia posible a la real;
esto es la creación.
Hay ciencia en Dios, que se identifica con su ser, y es una y simplicísima, como uno y
simplicísimo es el ser o el existir de Dios.
“El ser, el bien, la verdad y el uno se convierten”. Este principio metafísico se da en
Dios en su plenitud. En Dios todas las perfecciones en su plenitud, reales y posibles, se
convierten con su ser
Ramón Hernández Martín O.P. 45
MEDITACIÓN ELECTRIZANTE
Hablaré, por encargo del P. Prior, de mi gran compañero el P. Rafael. Nos ordenamos
de sacerdotes juntos el 30 de marzo de 1958. Hace mes y medio cumplíamos los 50
años de sacerdocio. Yo los he celebrado en la tierra; él en el cielo. ¡Cuánto me acordé
de Rafa en los meses inmediatamente anteriores a esta celebración! Él había sido el gran
organizador de los complicados preparativos y de las complejas ceremonias de nuestra
ordenación sacerdotal. Ahora, en las llamadas “Bodas de Oro del Sacerdocio” él habría
estado presente en todos los detalles. Gozaba de ese don que muy poca gente tiene.
Celebramos con esta santa misa el año del fallecimiento del P. Rafael Mateos Guerra. El
año pasado cayó este día de hoy -14 de mayo del 2008- en el lunes de la sexta semana
de la Pascua, y nos preparábamos para la fiesta de la Ascensión. Dios quiso llevárselo
entonces para celebrar eternamente los triunfos de Jesucristo. Fuimos compañeros
durante toda la carrera; podría contar innumerables cosas, todas buenas, y muchas muy
buenas. Pocos minutos después de su entierro, para que no se me olvidase nunca su
memoria, escribí un esbozo de semblanza, que podría llenar con mil historias. Me limité
a unos rápidos recuerdos.
Un gran silencio me invade en estos momentos – escribía yo- , que me hunde en la
meditación más profunda. No tengo ánimo para hablar; sólo para meditar.
Juntos fuimos a la Escuela Apostólica de Corias (Asturias) en 1945. ¡Cómo me acuerdo
de aquel maravilloso viaje! Un grupito salimos de Salamanca con el P. José Santos, que
marcharía pronto a las misiones dominicanas del Perú. En León nos unimos a un grupo
más grande de chicos de diversas procedencias: Zamora, Madrid, León, Palencia. Entre
ellos estaba Rafael Mateos. Desde León en el coche de línea nos dirigimos hacia
Asturias por el puerto de Leitariegos.
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Rafael era de los más animosos, y yo me fijaba en él para vencer la nostalgia y levantar
los ánimos. En el viaje, todos en la baca del coche, cantábamos muy gozosos y alegres.
En Cangas del Narcea nos esperaba fray Luis Carrillo, que nos recogió los bultos en el
carro con su caballo. Los chicos a pie los dos o casi tres kilómetros de carretera que nos
ponían a las puertas del monasterio de Corias. La algarabía del recibimiento por los
apostólicos veteranos fue muy grande y nos llenó de ánimo, y nos abrió a la confianza
de que aquello era en verdad lo nuestro.
Todo era maravilloso en Corias. Todo nuevo: la tierra, el aire, el río grande con el
murmullo continuo de sus aguas a los pies del monasterio, con la sola separación de la
carretera, que seguía pegada a la finca y al edificio del convento; valle profundo el de
Corias rodeado de altas montañas. Y dentro ¡qué pronto prendió con fuerza en nosotros
aquel sublime ideal: la Orden de Predicadores! Nuestro Padre Santo Domingo, nuestros
grandes santos y santas, con la vivencia diaria de la Eucaristía y la devoción a la Virgen
y su Rosario.
Rafael siempre de compañero (muy buen compañero, extraordinario compañero): en
Corias; en Palencia (el noviciado); Las Caldas de Besaya (la filosofía); Salamanca (la
teología). Toda nuestra carrera sacerdotal. Después él marchó a las misiones, en primera
línea, veinte años hasta que se puso muy enfermo. Tuvo que venir a España.
Convivimos de nuevo a partir del 28 de agosto del 2002, en que fui asignado a este
convento de Santo Domingo el Real de Madrid. Había trabajado mucho Rafa en el
secretariado misionero de “Selvas Amazónicas” y ahora colaboraba en la Biblioteca.
Los primeros meses del 2007 los había pasado muy mal. Las enfermedades, que venían
minándole, le tuvieron sumido en el máximo dolor.
No voy a decir más; solamente que su vida fue un holocausto espléndido, ofrecido para
la alabanza de Dios y el bien de las misiones, de la Iglesia y de su Orden.
Impresionante, inolvidable ejemplo el del P. Rafael. No se nos borrará.
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¿CARISMA? ¿IDENTIDAD?
Muchos dominicos pasaron muchos años, principalmente después del Concilio Vaticano
II, preguntándose y buscando el carisma o identidad dominicanos. No faltaron los que
lo veían claro y no querían entrar en discusión. La solución estaba en fijarse en el
fundador, Santo Domingo de Guzmán. Santo Domingo lo vio claro desde el momento
en que concibió la idea de fundar una Orden. Su orden sería por su misión específica,
por esencia, Orden de Predicadores. Era algo raro o nuevo, pues esa misión como tal, de
predicadores, era exclusiva de los obispos, que podían delegar, sólo delegar, en otros.
Por eso no todos los dominicos lo entendieron plenamente; algunos, con certeza sí,
como el beato Jordán de Sajonia, sucesor del santo en el gobierno de la Orden; también
los primeros compañeros del santo. Ni el Papa que confirmó la Orden lo entendió en su
sentido justo y pleno, como tampoco los obispos, con la excepción de Fulco de
Toulouse. El Sumo Pontífice aprobó, todo lo más, una Orden, que pudiera predicar por
el mundo entero, por disposición pontificia. A lo de misión esencial o constitutiva de la
esencia de esa Orden tardó algún tiempo en llegar.
Veámoslo. El Papa Honorio III confirmó la Orden de Santo Domingo el 22 de
diciembre de 1216. Un mes más tarde, justamente el 21 de enero de 1217, dirige una
bula “al Prior y a los frailes que predican (praedicantibus) en San Román de la región
de Toulouse”. A Santo Domingo no le satisfizo la palabra latina praedicantibus,
porque no expresaba plenamente lo substancial de su carisma. Su Orden no era de unos
frailes que predican acá o allá, ahora o en otro momento. Los suyos eran frailes
esencialmente predicadores, cuya misión esencial (que en verdad los define) era la
predicación. Por eso recurrió inmediatamente, sea de modo directo sea a través de un
notario curial amigo y conocedor de su pensamiento, a la curia pontificia, para que
quitaran la palabra praedicantibus y la sustituyeran por praedicatoribus. Esta
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