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Dice el Catecismo de la Iglesia Católica que «la doctrina social de la Iglesia se desarrolló
en el siglo XIX, cuando se produce el encuentro entre el Evangelio y la sociedad industrial
moderna, sus nuevas estructuras para producción de bienes de consumo, su nueva
concepción de la sociedad, del Estado y de la autoridad, sus nuevas formas de trabajo y de
propiedad. El desarrollo de la doctrina de la Iglesia en materia económica y social da
testimonio del valor permanente de la enseñanza de la Iglesia, al mismo tiempo que del
sentido verdadero de sus Tradición siempre viva y activa»(1). Este encuentro entre
Evangelio y sociedad moderna supone una respuesta histórica a un problema histórico que
va evolucionando en el tiempo de manera que los principios evangélicos se encarnen en los
concretos condicionamientos históricos a los que dichos principios se refieren.
León XIII se encaró con los problemas nuevos surgidos desde la Revolución francesa,
especialmente con el tema de los sistemas políticos, intentando establecer una nueva
relación teológica y jurídica entre el orden espiritual y material. La respuesta a esos
problemas viene dada en seis encíclicas: Diuturnum allud (1881) sobre el origen del poder,
Humanum genus (1884) que condena a los francmasones, Inmortale Dei (1885) sobre la
constitución cristiana de los Estados apoyada en el pensamiento cristiano, Libertas
praestantissimun (1888) sobre la libertad humana y los problemas del liberalismo,
Sapientiae christianae (1890) y Au milieu des sollicitudes (1892) que procurará la paz entre
los católicos, divididos entre conservadores y liberales.
En 1929 se produce una profunda crisis económica en medio del sistema capitalista que
amenaza con arrastrar al sistema democrático en que se sustenta. Comienzan a abrirse
camino ideologías autoritarias. Ya en 1917 se había impuesto la revolución socialista en
Rusia, también como alternativa al capitalismo.
Seis meses después de su elección papal se inició la Segunda guerra mundial. La guerra ya
no se limitaba a los ejércitos sino que afectaba a las poblaciones civiles. El armamento es
más destructivo y la crueldad de la guerra produce más de 35 millones de muertes. Ocurre
un fuerte desplazamiento de poblaciones y minorías étnicas son exterminadas. Este nuevo
tipo de guerra engendrará una fuerte conciencia de la necesidad de establecer un orden
mundial pacífico, basado en principios éticos universales y en normativas eficaces. La
reconstrucción de Europa se sustentará en el Plan Marshall y será dirigida por la
Democracia cristiana y después por la Socialdemocracia. Se instaura un sistema económico
mixto de tipo keynesiano, consiente en el liberalismo y un correlativo intervensionismo
estatal para suplir las deficiencias del mercado. Es el origen del llamado “estado del
bienestar”.
En 1945 nace la ONU, cuya pretensión es regular las relaciones entre todos los países.
Pronto se promulgará la Declaración de los Derechos humanos como base para una
convivencia universal. Pío XII no prestó atención a esta Declaración, al considerar que no
daba cabida a la dimensión trascendente de la personal y al estimar que el orden moral era
objetivo –fundado en la revelación de Dios y en la ley natural- y no dependía del consenso
político.
Pío XII no ha dejado tratados doctrinales sistemáticos, como los anteriores papas. Él aportó
precisiones concretas evitando errores o confirmando nuevos horizontes. Su meta fue la
instauración de la paz entre los pueblos. Su pensamiento social lo expone mediante los
discursos y los mensajes radiados. Entre los de contenido social cabe indicar los siguientes:
In questio giorno (1939) sobre la paz fundada en las justas exigencias de los pueblos,
Grazie (1940) sobre las bases de un nuevo orden internacional, Nell’alba (1941) donde fija
los presupuestos de ese orden internacional, La solennità (1941) sobre la cuestión social en
el cincuentenario de la Rerum novarum, Con sempre (1942) sobre el orden interno de los
Estados, y Begninitas et humanitas (1944) donde opta por la democracia como régimen más
adecuado para los Estados.
Merece reseñarse el apoyo que Pío XII dio al nacimiento de la unión de los estados
europeos, respaldando a los grandes estadistas católicos como Adenauer, De Gasperi y
Shumann.
Con las encíclicas Mater et Magistra (1961) y Pacem in terris (1963) se contempla por
primera vez la cuestión social en su dimensión mundial.
b) Pacem in terris: Se ofrece a todos los hombres de buena voluntad, no sólo a los católicos
y constituye un gran documento sobre la política de su época dirigido a construir un orden
mundial basado en la paz y en el respeto a los derechos humanos. Las principales
cuestiones que trata son: los derechos y deberes de la persona humana, la naturaleza y
función de la autoridad en las comunidades políticas, las formas de gobierno, el bien común
y el comportamiento ciudadano, la necesidad de una autoridad política mundial establecida
por acuerdo entre las naciones y la necesaria actuación del cristiano en todos los campos de
la vida pública. El recibimiento de la encíclica mundial fue excelente.
En su introducción se subrayan las tensiones que afectan al hombre contemporáneo, con sus
afanes y fracasos, con su anhelo de sentido y su deseo de realización. Ante este misterio del
hombre, la Iglesia ofrece lo que tiene: a Jesús, el Señor y Salvador de la historia. La
primera parte se destina al análisis de la dimensión trascendente de la persona, el sentido de
la vida y la realidad del pecado. Presenta el trabajo como colaboración con el Creador y
ofrece ante el ateísmo y el pecado la propuesta del “hombre nuevo” en Cristo. En la
segunda parte la Constitución se fija en los problemas más urgentes de la sociedad: el
matrimonio, la familia, el fomento del progreso cultural, aspectos diversos de la actividad
económica, la vida en la comunidad política, el fomento de la paz, la promoción de los
pueblos, etc. Concluye recordando a cada cristiano su obligación de iluminar en su
ambiente concreto y de culminar en Cristo la obra de la Creación.
Después del Concilio la Iglesia vive varios desafíos, nacidos unos en el interior de la misma
y otros relacionados con el mundo en que trabaja y vive. Un primer reto consiste en que el
cristianismo debe buscar lo específicamente cristiano en la vida personal y comunitaria y
hacerlo presente en la actividad de los creyentes y en las tareas de la Iglesia. Un segundo
reto consiste en la construcción de la paz en el mundo, la cual no podrá implantarse sin un
desarrollo paulatino y concorde de todos los pueblos. La primera dificultad para este
progreso se asienta en la ingente disparidad entre los países ricos y los pobres y la segunda
consiste en el alto crecimiento demográfico de los pueblos del Tercer Mundo. El desarrollo
de las naciones más pobres se ve impedido por los mecanismos del comercio internacional
(los países industrializados emplean materias primas de los países pobres, las elaboran
añadiéndole su valor de producción y los pobres no pueden disfrutarlos por tener precios
inasumibles) y por los mecanismos financieros (la inversión extranjera terminan
apropiándose de la riqueza que se genera en el país subdesarrollado). En este contexto
surgen la encíclica Populorum progressio (1967) y la Carta apostólica Octogesima
adveniens (1971) de Pablo VI.
a) En la Laborem exercens el ser humano está definido por su dimensión trabajadora, que
es la clave de la cuestión social, y se abandona el tema de la propiedad como eje prioritario.
La encíclica nace en medio de las consecuencias producidas por la crisis económica de
1975 ocasionada por la elevación de los precios del petróleo a causa del temor a su
agotamiento y con el fin de distribuir la renta mundial. En los países pobres la mano de
obra barata tiene la oportunidad de alcanzar los mercados internacionales; aparecen las
compañías transnacionales. En los países ricos el valor de la energía se pasa al capital, que
busca lugares con costes más baratos, incluida la mano de obra, provocando un inmenso
paro en los países industrializados. El trabajo se convierte en un bien escaso. En los países
del Este el sistema comunista ha fracaso y se anuncia su derrumbamiento. En este marco la
encíclica presenta una revisión profunda del sentido del trabajo al entenderlo como un valor
en sí mismo, como un medio de conexión entre Dios y el hombre. El capitalismo y el
colectivismo son tratados en pie de igualdad desde una actitud crítica. Se invita a todo
creyente a comprometerse en la transformación de los sistemas económicos, indicando que
el trabajo tiene prioridad sobre el capital. Pide respeto por los principios y valores
fundamentales insustituibles, como la dignidad humana, la solidaridad, la justicia social.
Ofrece, por último, la espiritualidad conciliar al mundo del trabajo.
Juan Pablo II afirma en la Centesimus annus que el juicio de la Doctrina Social es un deber
pastoral pronunciarlo, pero no pretende ser un juicio definitivo «… ya que de por sí no
atañe al ámbito específico del Magisterio» (CA 3). Con esta afirmación queda reflejado que
la Doctrina Social no pertenece en su totalidad al Magisterio, sino que es un discernimiento
técnico, un examen de las nuevas exigencias de la evangelización que subyace a los medios
humanos que el Magisterio utiliza. Por tanto, la Doctrina Social «aplica la luz de los
principios evangélicos a la realidad en cambio de las comunidades humanas, interpreta con
el auxilio del Espíritu de Dios los signos de los tiempos e indica proféticamente las
máximas necesidades de los hombres hacia donde camina el mundo» (1). El Magisterio de
la Iglesia ha convertido, por tanto, la Doctrina Social en un método de evangelización.
2.1. Definición
Dos son las definiciones que se han dado sobre la Doctrina Social de la Iglesia: La más
clásica afirma que es el conjunto de enseñanzas de la Iglesia sobre los problemas de orden
social o el conjunto de conceptos que el Magisterio escoge de la ley natural y de la
revelación y que adapta a los problemas sociales de su tiempo con la finalidad de ayudar a
los pueblos y a los gobiernos a organizar una sociedad humana y más conforme con los
designios de Dios sobre el mundo (2).
«La enseñanza social de la Iglesia contiene un cuerpo de doctrina que se articula a medida
que la Iglesia interpreta los acontecimientos a lo largo de la historia, a la luz del conjunto de
la palabra revelada por Cristo Jesús y con la asistencia del espíritu Santo. Esta enseñanza
resultará tanto más aceptable para los hombres de buena voluntad cuanto más inspire la
conducta de los fieles».
«La doctrina social de la Iglesia propone principios de reflexión, extrae criterios de juicio,
da orientaciones para la acción».
2.2. Fuentes
Las fuentes de la Doctrina Social se encuentran en el derecho natural y en la revelación. Así
lo recuerda los papas Pío XII y Juan XXIII. También los Santos Padres y los concilios. El
derecho natural es el lugar de encuentro de todos los hombres. Todo hombre es persona, y
de esa naturaleza personal nacen los derechos y deberes que son a su vez universales,
inviolables e inalienables. El derecho natural podría entenderse «como el conjunto de
instancias fundamentales de las personas que crean una plataforma de encuentro entre todos
los hombres» (3)
«La Iglesia expresa un juicio moral, en materia económica y social, “cuando lo exigen los
derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas” (GS 76). En el orden de
la moralidad, la Iglesia ejerce una misión distinta de la que ejercen las autoridades políticas:
ella se ocupa de los aspectos temporales del bien común a causa de su ordenación al
supremo Bien, nuestro último fin. Se esfuerza por inspirar las actitudes justas en el uso de
los bienes terrenos y en las relaciones socioeconómicas» (canon 2420).
Por otra parte ha de distinguirse la doctrina del Magisterio de otros estudios que expertos y
teólogos hacen sobre la realidad social o sobre la propia Doctrina Social. A esos otros
estudios se les llama doctrina social católica.
Los documentos oficiales por los que se exhibe de manera oficial la Doctrina Social van
dirigidos a los Pastores de la Iglesia y a todos los fieles del orbe católico. Sin embargo,
desde la Pacem in terris es habitual dirigir estos documentos a “todos los hombres de buena
voluntad”, porque se tiene el convencimiento de que el compendio de Doctrina Social es
eminentemente razonable y pertenece al mundo de la verdad humana. Así pues, la Doctrina
Social de la Iglesia se ha hecho también ecuménica. La dimensión antropológica que Juan
Pablo II ha impregnado en la Doctrina Social se ha centrado en la búsqueda de la dignidad
de la persona humana, imagen de Dios. Por esto, la Solicitudo rei socialis dirá en su
comienzo que «la preocupación social de la iglesia se orienta al desarrollo auténtico del
hombre y de la sociedad, que se respete y promueva en toda su dimensión la persona
humana».
«La revelación cristiana […] nos conduce a una comprensión más profunda de las leyes de
la vida social (GS 23). La Iglesia recibe del Evangelio la plena revelación de la verdad del
hombre. Cuando cumple su misión de anunciar el Evangelio, enseña al hombre, en nombre
de Cristo, su dignidad propia y su vocación a la comunión de las personas; y le descubre las
exigencias de la justicia y de la paz, conformes a la sabiduría divina».