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Hábitos negativos para el rendimiento escolar y para la salud

Alfonso Aguiló Pastrana

Hábitos piscológicos

Aplazar la gratificación
En la década de los sesenta, Walter Mischel llevó a cabo desde la Universidad
de Stanford una investigación con preescolares de cuatro años de edad, a los que
planteaba un sencillo dilema: «Ahora debo marcharme y regresaré dentro de unos
veinte minutos. Si quieres, puedes tomarte esta chocolatina, pero si esperas a que
yo vuelva, entonces te daré dos.»
Aquel dilema resultó ser un auténtico desafío para la mayoría de los chicos. Se
les planteaba un fuerte debate interior: la lucha entre el impulso a tomarse la
chocolatina y el deseo de contenerse para lograr dos poco después.
Era una lucha entre el deseo primario y el autocontrol, entre la gratificación y su
demora. Una lucha de indudable trascendencia en la vida de cualquier persona.
Tal vez no hay habilidad psicológica más decisiva que la capacidad de resistir el
impulso.
Resistir el impulso es el fundamento de cualquier tipo de autocontrol emocional,
puesto que toda emoción supone un deseo de actuar, y es evidente que no
siempre ese deseo será oportuno.
El caso es que Walter Mischel llevó a cabo su estudio, y efectuó un seguimiento
de esos mismos chicos durante más de quince años.
En la primera prueba, comprobó que aproximadamente dos tercios de esos
niños de cuatro años de edad fueron capaces de esperar lo que seguramente les
pareció una eternidad, hasta que volvió el experimentador. Pero los otros, más
impulsivos, se abalanzaron sobre la chocolatina al poco de quedarse solos en la
habitación.
Además de comprobar lo diferente que era entre unos y otros la capacidad de
aplazar la gratificación –y, por tanto, el autocontrol emocional–, una de las cosas
que más llamó la atención al equipo de investigadores fue el modo en que aquellos
chicos soportaron la espera: volverse para no ver la chocolatina, cantar o jugar
para entretenerse, o incluso intentar dormirse.
Pero lo más sorprendente de aquel estudio comparativo vino diez o doce años
más tarde, cuando pudieron comprobar que la mayor parte de esos chicos y chicas
que en su infancia habían logrado resistir aquella famosa espera de la chocolatina,
eran luego en su adolescencia –siempre en términos de conjunto– personas
notablement e m á s e m p r e n d e d o r a s y e q u i l i b r a d a s , m e n o s p r o c l i v e s a
desmoralizarse, más resistentes a la frustración, y más decididos y constantes.
Un niño de cuatro años ha recibido ya mucha educación: puede haber aprendido
a ser obediente o desobediente, disciplinado o c a p r i c h o s o , o r d e n a d o o
desordenado. Por eso, más que alentar oscuros determinismos ya cerrados desde
la infancia, o viejas tesis conductistas, lo que resalta aquella investigación es que
las aptitudes que despuntan tempranamente en la infancia suelen florecer más
adelante, en la adolescencia o en la vida adulta, dando lugar a un amplio abanico
de capacidades emocionales: la capacidad de controlar los impulsos y demorar la
gratificación, aprendida con naturalidad desde la primera infancia, constituye una
facultad fundamental, tanto para cursar una carrera como para ser una persona
honrada o tener buenos amigos.
Este experimento muestra cómo los chicos poseen ya desde muy pronto
importantes capacidades emocionales (como percibir la conveniencia de reprimir
un impulso, o saber desviar su atención de la tentación presente), y que educarles
en esas capacidades será de gran ayuda para su desarrollo futuro.
Esa capacidad de resistir los impulsos, demorando o eludiendo una gratificación,
para alcanzar así otras metas –ya sea aprobar un examen, levantar una empresa o
mantener unos principios éticos–, constituye una parte esencial del gobierno de
uno mismo. Y todo lo que en cualquier tarea de educación, o de autoeducación,
pueda hacerse por estimular esa capacidad será siempre de una gran
trascendencia.
La espiral de la preocupación

«Estaba desolada. Por alguna razón, aquella pequeña historia de ese tonto
comentario era superior a mis fuerzas.
»Reviví mentalmente el incidente una y mil veces, como una obra en tres actos.
Lo analicé, lo diseccioné, lo descuarticé y volví a recomponerlo. Reviví mis
emociones, la ira y el tremendo dolor por ese comentario.
»Me sentía muy dolida, pero veía que la memoria y la imaginación estaban
multiplicando ese dolor, repitiéndolo todo una y otra vez, haciéndome desear que
hubiera dicho o hecho eso o lo otro. Es horrible. Te puedes obsesionar con un
suceso y perder la medida real de las cosas.»
La preocupación, que tan vivamente narraba aquella mujer, si no se mantiene
dentro de unos límites razonables, puede desarrollarse hasta extremos claramente
perjudiciales. La espiral de la preocupación es el núcleo fundamental d e l a
ansiedad.
No es que la preocupación sea negativa de por sí. Como han señalado Lizabeth
Roemer y Thomas Borkovec, la preocupación es esencial para la supervivencia y
la dignidad del hombre, pues resulta imprescindible para la reflexión constructiva, y
sirve para alertar ante un peligro potencial y facilitarnos la búsqueda de soluciones.
Sin embargo, cuando la preocupación se repite continuamente sin aportar
ninguna solución positiva, produce un constante ruido de fondo emocional que
genera un agobiante murmullo de ansiedad. Esa espiral suele comenzar por un
relato interno, que luego va saltando de un tema a otro, a una velocidad que puede
llegar a ser vertiginosa. Si se hace crónica y reiterativa, esas personas no logran
dejar de estar preocupadas y no consiguen relajarse. Y en lugar de buscar una
posible salida, se limitan a dar vueltas y más vueltas en torno a esas ideas
reiterativas, profundizando así el surco del pensamiento que les inquieta.
Si ese círculo vicioso se intensifica y persiste, ensombrece el hilo argumental de
la mente y puede conducir, en los casos más graves, a trastornos nerviosos de
diverso género: fobias (cuando la ansiedad se fija en una intensa aversión hacia
situaciones o personas), obsesiones (por la salud, el orden, la limpieza, la propia
imagen, el peso, la forma física, etc.), sensación de pánico (ante un riesgo físico, o
al tener que aparecer en público), insomnio (como consecuencia de pensamientos
intrusivos o preocupaciones no bien abordadas), etc.
— ¿Y por qué la preocupación puede terminar en esa especie de adicción
mental?
Es difícil saberlo. Quizá porque mientras la persona está inmersa en esos
pensamientos recurrentes, escapa de su sensación subjetiva de ansiedad. Cede a
la tentación de perderse en una interminable secuencia de preocupaciones, en las
que se refugia, y que le envuelven en una especie de neblina narcotizante.
— ¿Y qué hay que hacer para salir de esa espiral de la preocupación? Porque no
es nada fácil seguir consejos como «no te preocupes; anda, distráete un poco», u
otros parecidos.
Lo mejor es conocerse bien para así detectar el fenómeno y cortar con esa
tendencia desde sus inicios. Hay que adoptar una actitud crítica hacia lo que
constituye el origen de su preocupación, y preguntarse básicamente tres cosas:
? ¿Cuál es la probabilidad real de que eso suceda?
? ¿Qué es razonable que haga yo para evitarlo?
? ¿De qué me está sirviendo darle vueltas de esta manera?
Así, con una mezcla de atención y de sano escepticismo, se puede ir frenando la
ansiedad y salir poco a poco del círculo vicioso en que tiende a aprisionarnos.

El control de la tristeza
Es cierto que puede haber momentos en que la tristeza sea la reacción más
natural y adecuada: por ejemplo, ante el fallecimiento de un ser querido, o ante
alguna otra importante pérdida irreparable. En esos casos, la tristeza proporciona
una especie de refugio reflexivo, de duelo necesario para asumir esa pérdida y
ponderar su significado.
Sin embargo, la tristeza común, esa melancolía que lleva a las personas a estar
abatidas, a aislarse de los demás y hundirse bajo el peso de la soledad o el
desamparo, es un sentimiento cruel y lacerante que hay que aprender a superar.
Uno de los principales motivos de la duración e intensidad de un estado de
tristeza es el grado de obsesión que se tenga ante la causa que ha producido la
tristeza. Preocuparse más de lo debido por esa causa, sólo hace que la tristeza se
agudice y se prolongue más aún. Aislarse, dar vueltas y vueltas a lo mal que nos
sentimos, o a los nuevos males que nos pueden sobrevenir, son excelentes modos
de prolongar ese estado.
— ¿Y qué se puede hacer para superarlo?
De modo análogo a lo que decíamos al hablar sobre la espiral de la
preocupación, la mejor terapia contra la tristeza es reflexionar sobre sus causas,
para así buscar remedio en la medida que podamos.
Aprender a abordar los pensamientos que se esconden en el mismo núcleo de lo
que nos entristece, para cuestionar su validez y considerar alternativas más
positivas.
A veces la tristeza tiene su origen en causas sorprendentemente pequeñas.
Comienza quizá con un talante un poco gruñón, de queja, de susceptibilidad, o de
envidia, más o menos leve, que en ese momento nos parece controlable e
inofensivo. Pero si nos dejamos dominar por esos sentimientos, será inevitable que
nos asalten también después, en horas más bajas, y es probable que, entonces,
en un descuido, se hagan con el gobierno de nuestro estado de ánimo.
Y lo peor de todo este fenómeno no es el mal rato que nos haga pasar –y haga
pasar a otros– e n c a d a o c a s i ó n ; l o m á s g r a v e e s q u e , s i n o a c t u a m o s
decididamente para superarlo, puede llegar un momento en que esos sentimientos
se establezcan de modo permanente en nosotros y, en continuas oleadas, vayan
invadiendo lugares cada vez más profundos de nuestra vida emocional.
Otro modo de variar el estado de ánimo es actuar sobre las asociaciones de
ideas que se producen en nuestra mente. Como ha señalado Richard Wenzlaff,
todos contamos con un amplio repertorio de ideas y razonamientos negativos que
acuden con facilidad a nuestra mente cuando estamos con un bajo estado de
ánimo. Las personas más proclives a la tristeza suelen haber establecido fuertes
lazos asociativos entre esas ideas y lo que les sucede en la vida ordinaria: tienden
a distraerse asociando esas ideas, saltando de una a otra, con lo que sólo
consiguen ahondar ese surco, y acaban dominados por una fuerte tendencia a
convertir en lamento cualquier reflexión que hacen. Cortar esas cadenas de negros
pensamientos es lo más eficaz para salir del círculo vicioso de la tristeza. La vida
es algo más que un libro de reclamaciones.
Y aunque a algunas personas les parezca una prueba de agudeza y de madurez
mostrar una actitud de constante denuncia de los males que padecen ellos, o la
sociedad en general, es mucho más práctico dedicar esas energías –o al menos
una buena parte de ellas– a descubrir buenos ejemplos en quienes nos rodean, y
procurar seguirlos. No es que haya que ignorar o esconder lo que está mal, pero
es importante aprender a centrarse en tareas que siempre sean constructivas.
También la distracción es una buena forma de alejar esas ideas recurrentes,
sobre todo cuando esos pensamientos más o menos deprimentes tienen un
carácter bastante automático, e irrumpen en la mente de modo inesperado, sin una
causa directa clara. De todas formas, es preciso hacer esto con medida, pues el
recurso inmoderado a la distracción suele ser perjudicial: por ejemplo, los
telespectadores empedernidos suelen concluir sus maratonianas sesiones con un
mayor sentimiento de tristeza y de frustración que al comenzar.
Hay otras muchas formas de abordar la tristeza. Por ejemplo, esforzarnos por
ver las cosas desde una óptica diferente, más positiva; eludir los pensamientos
autocompasivos o victimistas; vislumbrar lo positivo que –poco o mucho– puede
haber detrás de lo que en ese momento nos parece tan negativo; pensar que
muchas otras personas saben sobrellevar bien situaciones que son objetivamente
mucho peores; buscar el desahogo en alguien que, al no estar atrapado por esa
espiral de la tristeza, pueda más fácilmente ofrecernos alternativas o remedios;
etc.
Habrá otras ocasiones en que la causa principal sea simplemente el cansancio.
Por ejemplo, una persona que duerma habitualmente poco, puede mostrar un
carácter pesimista o irritable, y estar convencido de que sus reacciones son las
lógicas ante las cosas que le suceden, y quizá no se da cuenta de lo que
realmente pasa: que sufre un mero y simple estado de cansancio, resultado natural
de haber dormido poco. Es un ejemplo de influencia de una situación corporal en
nuestro estado de ánimo, pero experimentada a veces de una manera n o
consciente.
Unas veces, la solución será descansar. En otras, embeberse en alguna
ocupación, aunque no sea estrictamente de descanso: por ejemplo, acometer
pequeñas tareas pendientes (trabajos domésticos, por ejemplo) que nos hagan
centrar la atención en otra cosa y además nos hagan gozar de la gratificante
satisfacción del deber cumplido.
Cabría insistir, por último, en que pensar en los demás es una excelente terapia
contra la tristeza, pues ésta suele alimentarse de preocupaciones que giran en
torno a uno mismo, y el hecho de ayudar a los demás –algo siempre recomendable
para cualquier persona, esté triste o alegre– tiene el benéfico efecto, entre otros
muchos, de contribuir a que nos desembaracemos un poco de nuestro egoísmo.
Estilos pesimistas y estilos optimistas
Hay en la actualidad indicios claros de que la predisposición hacia la depresión
está aumentando de modo preocupante entre los jóvenes. La tendencia patológica
a la autocompasión, el abatimiento o la melancolía se presentan cada vez con más
frecuencia y a edades más tempranas.
Aunque la tendencia a la depresión tenga un origen parcialmente genético, éste
se ve potenciado por los hábitos mentales pesimistas que, cuando se dan,
p r e d i s p o n e n a q u i e n l o s p a d e c e a s e n t i r s e h u n d i d o a n t e l o s pequeños
contratiempos de la vida (problemas escolares, faltas de entendimiento con sus
padres, dificultades en su relación social, etc.). Lo que resulta más revelador es
que muchas de las personas propensas a la depresión suelen estar dominadas por
hábitos mentales pesimistas antes de caer en ella, y esto hace pensar que luchar
contra esos hábitos es una buena forma de prevenir.
Todas las personas sufrimos fracasos que momentáneamente nos sumergen en
una situación de impotencia o desmoralización. ¿Por qué unas personas salen
pronto de esa situación mientras que otras quedan encerradas en ella como en
una trampa?
Cada persona tiene un estilo para explicar y afrontar los sucesos que le afectan.
Los estilos pesimistas tienden a explicar los sucesos desagradables con razones
de tipo personal (es culpa mía), con carácter permanente (siempre va a ser así) y
proyectándolo de modo expansivo sobre el futuro (esto va a arruinar mi vida
completamente). Con esa actitud, la sensación de fracaso no es ya algo sólo del
pasado o del presente, sino que se convierte en una negra anticipación del futuro:
Todo va a ser así, por mi culpa, y para siempre.
Los estilos optimistas son totalmente opuestos: hay cosas que no dependen de
mí, las malas situaciones no van a durar siempre, ni ocupan toda la vida, sino sólo
una parcela de ella.
— ¿Y qué se puede hacer para pasar de un estilo pesimista a otro optimista?
No es cuestión sencilla. Lo iremos abordando a lo largo de todo el libro, aunque
quizá la clave está en aprender a cambiar un poco el modo de pensar, el estilo con
el que explicamos las cosas que nos afectan y la atribución de causas a lo que nos
sucede. Como decía J. Escrivá de Balaguer, «no llegaréis a conclusiones
pesimistas si puntualizáis».
— ¿Y piensas que esos estilos son de nacimiento?
Aunque siempre hay una determinación genética de esa propensión optimista o
pesimista, influye de modo decisivo el aprendizaje personal, y desde edades muy
tempranas. Por ejemplo, un niño de siete años ya tiene un modo muy personal de
explicar las cosas que le suceden. Antes de esa edad, los niños suelen ser
siempre optimistas, razón por la que no hay depresiones ni suicidios en niños más
pequeños (ha habido niños de cinco años que han cometido incluso asesinatos,
pero nunca han actuado contra su propia vida).
— ¿Y qué es lo que determina ese modo de interpretar las cosas?
Sobre todo, el modo en que sus padres explican cada cosa que sucede. Un niño
oye continuamente comentarios sobre los acontecimientos de la vida diaria. Sus
antenas están siempre desplegadas, y siente un inagotable interés por encontrar
explicaciones a las cosas. Busca con insistencia los porqués. El pesimismo u
optimismo de los padres y hermanos es recibido por el niño como si fuera la propia
estructura de la realidad.
Otro elemento decisivo es el modo en que los adultos –los padres, otros
familiares, sus profesores, la asistenta, etc.– valoran o critican el comportamiento
de los niños. Los niños se fijan mucho, y no sólo en el contenido de la reprimenda,
sino también en el modo.
Por ejemplo, es muy distinto si los reproches o reprimendas se basan en causas
permanentes o en cuestiones coyunturales. Si a un niño o una niña se le dice:
«Has dicho una mentira», «No estás prestando atención», o «Esta evaluación has
estudiado poco las matemáticas», o frases semejantes, las recibirá como
observaciones basadas en descuidos ocasionales y específicos que puede
superar.
En cambio, si se le dice habitualmente: «Eres un mentiroso», «Siempre estás
distraída», «Eres muy malo para las matemáticas», etc., el niño o la niña lo
entenderán como algo permanente en ellos y muy difícil de evitar. El estilo
educativo dificulta o favorece la motivación.
El mundo emocional de cada uno dificulta o favorece su capacidad de pensar,
de sobreponerse a los problemas, de mantener con constancia unos objetivos. Por
eso, la educación de los sentimientos establece un límite de la capacidad de hacer
rendir los talentos de cada uno.
El aprendizaje de la decepción
Otro elemento importante es el modo en que los niños van superando las
primeras crisis de entidad que se presentan en su vida. Si las superan bien, se
enfrentarán de manera mucho más optimista a las siguientes. En cambio, los niños
que han vivido situaciones críticas crónicas o mal resueltas tienden a sufrir
fracasos semejantes más adelante.
— ¿A qué te refieres con lo de las crisis mal resueltas?
Los sentimientos de fracaso o de decepción, cuando no se saben asumir,
tienden a mantenerse fijos en la memoria, parpadeando como un señuelo
perturbador. Y en vez de aportar una experiencia, siempre aleccionadora, hacen
que se apodere de la mente una idea negativa sobre uno mismo o sobre los
demás.
— ¿Y la solución?
Quizá aprender a hacer las paces con uno mismo. En muchos casos, con sólo
aceptar serenamente el error, se esfuman los fantasmas del fracaso y puede
llegarse a muchas enseñanzas útiles. Es preciso hacer frente al abatimiento o al
enfado, reconducir nuestros pensamientos y, de esa manera, acabar
reconduciendo también nuestros sentimientos. El hecho d e hacer frente a los
pensamientos negativos va disipando los estados de ánimo pesimistas, y con el
esfuerzo sostenido, día a día, esto acaba convirtiéndose en un hábito. Cuando una
persona logra transformar el fruto del fracaso en una herramienta que forja su
persona y la templa, hace entonces un descubrimiento tremendamente liberador.
Como ha señalado José Antonio Marina, hay dos tipos de razonamientos
peligrosos a la hora de afrontar un fracaso. El primero es éste: «Si procuro hacer
las cosas bien, me irá bien; como lo cierto es que me va mal, no lo estoy haciendo
bien». Conclusión: depresión y culpabilidad.
Y el segundo es análogo: «Si procuro hacer las cosas bien, me irá bien; estoy
haciendo las cosas bien, pero me va mal. Luego el mundo es injusto». Conclusión:
cólera e indignación.
Una de las claves de una buena educación sentimental es aprender a asumir el
fracaso.
En este punto influye de modo decisivo el sentido que cada uno haya querido
dar a su vida. Como subrayó Martin Seligman al término de los estudios a que
antes nos referíamos, puede decirse que durante las últimas décadas hemos
asistido en bastantes ambientes a un ascenso del individualismo y a un cierto
declive de las creencias religiosas y del soporte moral proporcionado por la familia
y la sociedad, y eso ha supuesto la pérdida de toda una serie de recursos útiles
para amortiguar los reveses y fracasos de la vida. En la medida que uno cuente
con una perspectiva más amplia –como la creencia en Dios o en la vida después
de la muerte–, los fracasos quedan inscritos en un contexto distinto, mucho más
resistente al abatimiento y la desesperanza.
Cuando se saben enmarcar las cosas en su justo contexto, se comprende que el
hombre sólo fracasa realmente cuando fracasa como persona: ése es el verdadero
y profundo desengaño, el que convierte en una tragedia la propia vida. No hay
nada más frustrante que experimentar éxito en lo exterior cuando lo que hay en el
propio interior sólo produce sonrojo y vergüenza.
Capacidad de concentración
Cuando una persona atraviesa una crisis importante en su vida (por ejemplo,
ante problemas familiares o profesionales graves, o ante enfermedades serias),
experimenta en su propia carne lo difícil que resulta mantener la atención en las
tareas habituales del trabajo o el estudio.
De la misma manera, cualquier persona que haya padecido una depresión sabe
también cómo, en esa situación, los pensamientos autocompasivos, la
desesperación, la sensación de impotencia o de desaliento, son tan intensos que
dificultan seriamente cualquier otra actividad.
De modo más general, cuando una determinada situación emocional dificulta la
concentración, observamos que disminuye notablemente nuestra capacidad de
mantener en la mente toda la información relevante para la tarea que llevamos a
cabo, y no logramos pensar con claridad.
En el extremo opuesto de esa dificultad para fijar la atención, está lo que
podríamos llamar concentración: un estado de olvido de uno mismo en el que la
atención se absorbe por completo y se focaliza tanto que se ciñe casi sólo a la
estrecha franja de percepción relacionada con la tarea que estamos llevando a
cabo.
— Tal como lo dices, es parecido a una obsesión.
La diferencia es que la preocupación obsesiva produce desasosiego, mientras
que con la concentración nos encontramos serenos y absortos en lo que hacemos.
Como ha señalado Daniel Goleman, la concentración nos hace entrar en una
especie de oasis en el que, una vez en él, con poco esfuerzo de voluntad
mantenemos un alto rendimiento. Nos encontramos entregados a una tarea, sin
pensamientos intrusivos que nos distraigan. Es un estado en el que hasta el
trabajo más duro puede resultarnos entretenido y gratificante, en vez de
extenuante y agotador. Y por eso tiene importantes consecuencias en la
educación, por ejemplo, de niños o adolescentes.
— Sí, pero no toda concentración es buena: pueden estar muy concentrados en
algo inútil, o incluso en algo perjudicial.
En efecto. Muchos de ellos, por ejemplo, pasan bastante tiempo aburriéndose en
actividades como ver televisión horas y horas cada día, lo cual apenas les reporta
nada positivo ni pone a prueba sus habilidades. Pero si logramos que descubran la
satisfacción que produce entregarse a una tarea que estimule su capacidad y les
haga sentirse comprometidos con algo que les ponga a prueba y les lleve a
desarrollar nuevas áreas de su talento, entonces habrán entrado en el ciclo de la
motivación.
Deben lograr habituarse a concentrar la atención en tareas que supongan un
desarrollo exigente de sus capacidades.
De lo contrario, quedará muy limitado el alcance de las tareas intelectuales de
que podrán disfrutar en el futuro, pues les resultarán desproporcionadamente
áridas e ingratas.
Para lograr una mejora en este punto, han de esforzarse en no depender en
exceso del bienestar, no ser personas que se abaten enseguida ante las pequeñas
molestias o incomodidades, o ante el esfuerzo físico. Han de aprender a
concentrarse en lo que deben hacer, aunque les exija permanecer de pie bastante
tiempo, o sentarse en un lugar poco cómodo, o aguantar en una situación de cierta
tensión.
En ese sentido, resulta muy positivo encontrar tareas y habilidades que
fortalezcan su capacidad de concentrarse y de proponerse objetivos. Tareas en las
que él vea que rinde, en las que se sienta seguro, satisfecho, estimulado: tocar un
instrumento musical, aprender idiomas, desarrollar un deporte, interesarse por la
historia o la pintura, aficionarse a la astronomía, el bricolaje, la fotografía, etc. De
esta manera, lograrán cada vez una mayor independencia respecto a las inercias
que podríamos llamar corporales, y así podrán después proponerse y alcanzar
otros proyectos vitales más serios.
Victimismo

Hay básicamente dos maneras de abordar un fracaso profesional, familiar,


afectivo, o del tipo que sea. La primera es asumir la propia culpa y sacar
conclusiones que puedan llevarnos a aprender de ese contratiempo. La segunda
es afanarse en culpar a otros y buscar denodadamente responsables externos de
nuestra desgracia. De la primera forma se suele adquirir experiencia para superar
el fracaso; con la segunda es fácil volver a caer en él, y culpar de nuevo a otros, en
vez de hacer un sano examen de nuestras responsabilidades.
Los estilos victimistas suelen estar ligados a sentimientos negativos como la
envidia, los celos y el rencor. Tienden a legitimarse en nombre de desgracias
pasadas, amparándose en todo lo que se está sufriendo o se ha sufrido, y con eso
se arrogan una especie de patente de inmunidad con la que justifican su actitud.
Ese recuerdo de las desgracias pasadas constituye para ellos una reserva
inagotable de resentimientos. Y si alguien se lo reprocha, a lo mejor admiten que lo
suyo no es muy ejemplar, pero aseguran que sus padecimientos pasados justifican
esa “leve incorrección”.
Otra de sus notas características es la susceptibilidad, que les hace reaccionar
con crispación ante cualquier crítica. En todo ven malas intenciones. El menor
reparo es enseguida considerado una ofensa. Por doquier intuyen hostilidad,
confabulaciones y menosprecios. En los casos más extremos, se sienten
satanizados por todo el mundo (curiosa paradoja la del satanizador satanizado) y,
aquejados de una sorprendente megalomanía, caen en el síndrome de la
conspiración o el complot, tanto en su versión agresiva como en la contraria, de
renuncia y pasividad (para qué hacer nada si una fuerza tan poderosa está
tramando tales cosas contra mí o contra nosotros).
Es frecuente que envuelvan sus ataques en un manto de candidez, pues
aseguran que lo único que hacen es defenderse. Sus ideas son difícilmente
refutables, pues dan la vuelta a cualquier argumento transformándolo en prueba de
la omnipotencia o sutileza de los ofensores. Y como la venganza induce con
facilidad reacciones similares en el otro, que se siente también víctima inocente de
una agresión, el veneno del victimismo se inocula en el otro con la pelea, y va
extendiéndose más y más al subir cada nuevo escalón del resentimiento: cuánta
razón teníamos en sospechar que era un sinvergüenza, fíjate lo que nos ha hecho.
Se produce así un mimetismo victimista, que confiere a las dos partes en conflicto
la misma impresión de ser eterna e injustamente maltratadas.
Cuando se invocan padecimientos pasados para justificar actitudes que, por
mucho que se adornen, respiran el hedor del resentimiento y del deseo de
vengarse, lo más sensato es desconfiar de esas personas, que buscan cargarse
de argumentos para repetir, en cuanto puedan, las mismas acciones que lamentan
haber sufrido.
Tener presente los dolores del pasado puede ser enriquecedor. Pero esa
memoria puede pervertirse si se deja impregnar del rencor. Cuando el recuerdo
nos lleva de forma obsesiva a reabrir heridas del pasado, buscando quizá legitimar
un oscuro deseo de resarcimiento, entonces la memoria se vuelve esclava del
agravio, se convierte en una potencia que reaviva tensiones, exacerba la
animosidad y reconstruye el pasado y lo reescribe acumulando cada vez nuevos
motivos a su favor.
Si las personas o las familias o los pueblos se dedican a rumiar sus dolencias
respectivas, será difícil que vivan en paz y concordia. Cuando se hurga
morbosamente en el pasado, siempre se encuentran perjuicios que alegar,
razones por las que desenterrar el hacha de guerra de la violencia, el desprecio o
la falta de solidaridad. Siempre hay motivos para no superar las desavenencias
recíprocas, pero si queremos vivir en buena sintonía con los demás, debemos
trazar una raya sobre nuestras disensiones de antaño y dejar que el pasado
entierre esos desencuentros. No se trata simplemente de olvidar, sino de perdonar
y de aprender a evitar que se repitan esos errores, oponerse con firmeza a ellos. El
perdón es lo que deja paso libre a quienes no desean cargar sobre sus hombros
con el terrible peso de los antiguos resentimientos.

Tratar de eliminar el sufrimiento a toda costa significa casi siempre agravarlo,


pues a medida que se huye de él nos va ganando terreno. Hay un curioso
fatalismo en esa obsesiva alergia al más mínimo dolor (no muy distinto al de la
resignación pasiva y tonta ante la desgracia), pues, aun siendo lógico y sensato
evitar el sufrimiento inútil, hay una dificultad vital inherente a nuestra condición de
hombres, una dosis de riesgo y de dureza sin los que la existencia humana no
puede desarrollarse con plenitud.
Quiero con esto decir que nuestros reveses, nuestros pequeños naufragios,
hasta nuestros peores enemigos, nos ayudan a curtirnos, nos obligan a activar en
nuestro interior yacimientos de dinamismo, de coraje, de habilidades
insospechadas. La fortaleza del carácter de una persona, su valía, tiene bastante
relación con la cantidad de dificultades que esa persona sabe encajar sin
sucumbir. Los obstáculos y las contrariedades le invitan a superarse, le impulsan a
elevarse por encima del temor y la pusilanimidad.
Una vida pródiga en dificultades suele producir personalidades más ricas que las
que han sido formadas en la comodidad o la abundancia. No es que haya que
desear la miseria o la contrariedad, pero es peligroso llevar una vida demasiado
cómoda, o ablandarse demasiado ante las propias penas, o encerrarse en el papel
de víctima.
Decir que uno sufre mucho cuando objetivamente apenas se está sufriendo, es
quedar desarmado antes de entrar en batalla, hacerse a uno mismo incapaz de
afrontar un sufrimiento verdadero. Quienes tienden a pensar así necesitan salir de
ese error alimentando pensamientos que estimulen su energía interior, que
generen alegría y entusiasmo. Tienen necesidad de cultivar la vivacidad, el
dinamismo, una valentía serena.
A la retórica victimista, que tiende a agotarse con sólo explicarse a sí misma,
hay que responder buscando soluciones razonables, alternativas viables. Y para
eso hay que empezar por expresar las dificultades en términos que admitan la
propia superación. Porque uno de los primeros efectos de la tediosa machaconería
sobre los propios problemas es que nos impide distinguir bien entre lo nosotros
podemos cambiar y lo que está fuera de nuestro alcance: en la obsesión victimista
todas las adversidades se viven como una sentencia inapelable de un negro
destino.
El hombre se hace grande cuando no permanece encastillado dentro de sí, sino
que se empeña en algo que le lleva a superarse. Cuando se rinde ante los efluvios
del conformismo, se rebaja; cuando se refugia en el egoísmo, se rebaja también.
Si se obsesiona por protegerse hasta de la más mínima contrariedad, se acabará
encontrando de bruces con una fragilidad vital que ahoga y abruma.

El victimista suele ser un modelo humano mezquino, de poca vitalidad,


dominado por su afición a renegar de sí mismo, a retirarse un poco de la vida. Una
mentalidad que — como ha señalado Pascal Bruckner— hace que todas las
dificultades del vivir del hombre, hasta las más ordinarias, se vuelvan materia de
pleito. El victimista se autocontempla con una blanda y consentidora indulgencia,
tiende a escapar de su verdadera responsabilidad, y suele acabar pagando un
elevado precio por representar su papel de maltratado habitual.
El victimista difunde con enorme intensidad algo que podríamos llamar cultura
d e la queja, una mentalidad que — de modo más o menos directo— intenta
convencernos de que somos unos desgraciados que, en nuestra ingenuidad, no
tenemos conciencia de hasta qué punto nos están tomando el pelo.
El éxito del discurso victimista procede de su carácter incomprobable: no es fácil
confirmarlo, pero tampoco desmentirlo. Es una actitud que induce a un morboso
afán por descubrir agravios nimios, por sentirse discriminado o maltratado, por
achacar a instancias exteriores todo malo que nos sucede o nos pueda suceder.
Y como esta mentalidad no siempre logra alcanzar los objetivos que tanto ansía,
conduce a su vez con facilidad a la desesperación, al lloriqueo, al vano
conformismo ante el infortunio. Y en vez de luchar por mejorar las cosas, en vez de
poner entusiasmo, esas personas compiten en la exhibición de sus desdichas, en
describir con horror los sufrimientos que soportan.
La cultura de la queja tiende a engrandecer la más mínima adversidad y a
transformarla en alguna forma de victimismo. Surge una extraña pasión por
aparecer como víctima, por denunciar como perversa la conducta de los demás.
Para las personas que caen en esta actitud, todo lo que les hacen a ellos es
intolerable, mientras que sus propios errores o defectos son sólo simples futilezas
sin importancia que sería una falta de tacto señalar.
Hay básicamente dos maneras de tratar un fracaso profesional, familiar, afectivo,
o del tipo que sea. La primera es asumir la propia culpa y sacar las conclusiones
que puedan llevarnos a aprender de ese tropiezo. La segunda es afanarse en
culpar a otros, buscar denodadamente responsables de nuestra desgracia. De la
primera forma, podemos adquirir experiencia para superar ese fracaso; de la
segunda, nos disponemos a volver a caer fácilmente en él, volviendo a culpar a
otros y eludiendo un sano examen de nuestras responsabilidades.
Cuando una persona tiende a pensar que casi nunca es culpable de sus
fracasos, entra en una espiral de difícil salida. Una espiral que anula esa
capacidad de superación que siempre ha engrandecido al hombre y le ha permitido
luchar para domesticar sus defectos; un círculo vicioso que le sumerge en el
conformismo de la queja recurrente, en la que se encierra a cal y canto. La
victimización es el recurso del atemorizado que prefiere convertirse en objeto de
compasión en vez de afrontar con decisión lo que le atemoriza.
Sensibilidad ante los sentimientos ajenos
Hay personas que sufren de una especial falta de intuición ante los sentimientos
de los demás.
Pueden, por ejemplo, hablar animadamente durante tiempo y tiempo, sin darse
cuenta de que están resultando pesados, o que su interlocutor tiene prisa y lleva
diez minutos haciendo ademán de querer concluir la conversación, o dando a
entender discretamente que el tema no le interesa en absoluto.
A lo mejor intentan dirigir unas palabras que les parecen de amigable y cordial
crítica constructiva –a su cónyuge, a un hijo, a un amigo–, y no se dan cuenta de
que, por la situación de su interlocutor en ese momento concreto, sólo están
logrando herirle.
O irrumpen sin consideración en las conversaciones de los demás, cambian de
tema sin pensar en el interés de los otros, hacen bromas inoportunas, o se toman
confianzas que molestan o causan desconcierto.
O quizá intentan animar a una persona que se encuentra abatida después de un
disgusto o un enfado, y le dirigen unas palabras que quieren ser de acercamiento
pero, por lo que dicen o por el tono que emplean, su intento resulta
contraproducente.
O hablan en un tono imperioso y dominante, pensando que así quedan como
personas decididas y enérgicas, y no se dan cuenta de que cada vez que con su
actitud cierran a uno la boca suelen hacer que cierre también su corazón.
— ¿Y por qué crees que esas personas son así? ¿Por qué parecen entrar en la
vida de los demás como un caballo en una cacharrería?
No suele ser por mala voluntad. Lo más habitual es que, como decíamos, les
falte sensibilidad ante los sentimientos ajenos.
Como ha señalado Daniel Goleman, las personas no expresamos verbalmente
la mayoría de nuestros sentimientos, sino que emitimos continuos mensajes
emocionales no verbales, mediante gestos, expresiones de la cara o de las manos,
el tono de voz, la postura corporal, o incluso los silencios, tantas veces tan
elocuentes. Cada persona es un continuo emisor de mensajes afectivos del más
diverso género (de aprecio, desagrado, cordialidad, hostilidad, etc.) y, al tiempo,
cada persona es también un continuo receptor de los mensajes que irradian los
demás.
Esas personas de las que hablábamos, tan inoportunas, son así porque apenas
han desarrollado su capacidad de captar esos mensajes de los demás: se han
quedado –por decirlo así– un poco sordas ante esas emisiones no verbales que
todos irradiamos de modo continuo.
Es un fenómeno que notamos también en nosotros mismos cuando quizá a
posteriori advertimos que nos ha faltado intuición al tratar con determinada
persona; o que no nos hemos percatado de que estaba queriendo darnos a
entender algo; o caemos después en la cuenta de que, sin querer, la hemos
ofendido, o hemos sido poco considerados ante sus sentimientos.
Es entonces cuando advertimos nuestra falta de empatía, nuestra sordera ante
las notas y acordes emocionales que todas las personas emiten, unas veces de
modo más directo, y otras más sutilmente, más entre líneas.
— Pero caer en la cuenta de que hemos cometido esos errores es ya un avance.
Sin duda, pues nos proporciona una posibilidad de mejorar. A medida que
aumente nuestro nivel de discernimiento ante esos mensajes no verbales que
emiten los demás, seremos personas más sociables, de mayor facilidad para la
amistad, emocionalmente más estables, etc.
Se trata de una capacidad que resulta decisiva para la vida de cualquier
persona, pues afecta a un espectro muy amplio de necesidades vitales del
hombre: es fundamental para la buena marcha de un matrimonio, para la
educación de los hijos, para hacer equipo en cualquier tarea profesional, para
ejercer la autoridad, para tener amigos..., en fin, para casi todo.

La capacidad de reconocer los sentimientos ajenos, ese discernimiento que


tanto facilita establecer una buena comunicación con los demás, tiene unas raíces
que se retrotraen hasta la primera infancia. Ya en los primeros años, algunos niños
se muestran agudamente conscientes de los sentimientos de los demás, y otros,
por el contrario, parecen ignorarlos por completo. Y esas diferencias se deben, en
gran parte, a la educación.
— ¿Y cómo se aprende?
Es importante, por ejemplo, que al niño se le haga tomar conciencia de lo que su
conducta supone para otras personas.
H a c e r l e c a e r e n l a c u e n t a de las repercusiones q u e s u s p a l a b r a s
o sus hechos tienen en los sentimientos de los demás.
Para lograrlo, hay que prestar atención a la reacción del niño ante el sufrimiento
o la satisfacción ajena, y hacérselo notar, con la correspondiente enseñanza, en
tono cordial y sereno. Por ejemplo (y aunque también podría aplicarse, mutatis
mutandis, a adolescentes o adultos), en vez de referirse simplemente a que ha
hecho una travesura o una cosa buena, será mejor decirle: «Has hecho mal, y mira
que triste has puesto a tu hermana»; o bien: «Papá está muy contento de lo bien
que te has portado». De ese modo se fijará en los sentimientos que los demás
tendrán en ese momento como consecuencia de lo que él ha hecho.
— ¿Y por qué a veces son tan distintos los sentimientos de dos hermanos que
han sido educados casi igual?
Además de la educación hay en juego muchos otros factores, y por esa razón
hay que dejar siempre un amplio margen a causas relacionadas con el
temperamento con que se nace, decisiones personales que cada persona toma a
lo largo de su vida, etc. De todas formas, la educación es un factor de gran peso, y
por eso lo más frecuente (sobre todo durante los primeros años) es que los
hermanos se parezcan bastante en cuanto a su educación sentimental. Además,
aunque la educación no sea el único factor, e s s o b r e e l q u e l o s p a d r e s
más pueden actuar.

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