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Contra un bibliómano ignorante

Luciano

CONTRA UN BIBLIOMANO IGNORANTE

1. Contrario a tu deseo es lo que haces ahora. Crees que has de parecer algo en la ciencia
comprando con afán los más bellos libros; pero esto ningún resultado te produce y pone en
evidencia tu ignorancia. En primer lugar, porque no comprar los libros mejores, sino que fiado
en los que sin fundamento los elogian, vienes como llovido del cielo para los libreros charlatanes
y eres un tesorero para los mercaderes de esta especie. Porque, ¿cómo podrás distinguir los libros
antiguos y de precio, de los despreciables y musidos si no es porque están carcomidos o
agujereados, llamando a consulta para su adquisición a las polillas? ¿Qué conocimiento exacto,
qué seguridad y qué discreción precisas hallas en ellas?

2. Pero aun concediéndote criterio para discernir las hermosas copias de Calino y las que el
célebre Atico escribió con cuidado exquisito ¿para qué te serviría su posesión, hombre
estupendo, si no podrías comprender su hermosura, ni podrías disfrutar de ella jamás, como
ciego que no puede gozar de la belleza visible en sus amores? Tú, en verdad, miras tus libros con
ojos muy abiertos; los examinas, por Júpiter, hasta la saciedad, y hasta los lees de corrido,
adelantándote a los labios con la vista; pero esto no basta, si no conoces también las bellezas y
defectos de cada escrito, y el sentido de todas las palabras y su construcción sintáctica, y si el
autor se ha sujetado a las reglas gramaticales, y cuáles términos son de buena y de mala ley,
castizos o adulterados.

3. ¡Cómo! ¿Quizás sabrás esto sin haberlo aprendido? ¿De dónde, por vida mía, a menos que,
como aquel pastor, hayas recibido un ramo de laurel de las Musas? Pero presumo que jamás
habrás oído hablar del Helicón, donde, según dicen, moran: no has permanecido en él de
muchacho, ni te es lícito siquiera acordarte de estas diosas. Ellas no se desdeñaron de aparecerse
a un pastor rudo y velloso, de cutis bronceado por el viento; pero a un hombre como tú
(permíteme por la Venus libanitida no decirlo ahora todo) estoy seguro de que jamás se han
dignado aproximarse. En vez de darte laurel, te hubieran azotado con mirto o tallos de malva
para que no vinieses a impurificar el manantial de Olmeo o de Hipocrene, destinado a apagar la
red de rebaños y pastores de boca no manchada. Podrás ser muy atrevido e imprudente, pero
nunca lo bastante para decir que has recibido instrucción, que te has cuidado de mantener
relaciones con los libros o que tal ha sido tu maestro y tal tu condiscípulo.

4. Esperas, sin embargo, conseguir todo esto con sólo comprar libros y libros. Pero aunque
recojas todas las obras que Demóstenes dejó escritas por su propia mano, y las de Tucídides,
bellamente copiadas harta ocho veces por aquel príncipe de los oradores, y en fin, todas las que
Sila envió a Italia desde Atenas, ¿aumentarás algo tu instrucción, por más que duermas sobre
tus libros y te los pegues al cuerpo y los uses como vestidura? Aunque se vista de seda, dice un
refrán, la mona, mona se queda. Tienes un libro en la mano y lees continuamente, pero nada
entiendes de lo que lees, y eres un asno moviendo la oreja cuando suena la lira. Si la posesión de
libros hiciese instruido a su dueño, esa posesión sería de valor inestimable y sólo los ricos
podríais ser sabios, pues compraríais ciencia en la plaza y nos hundiríais a los pobres.
¿Quién, por otra parte, podría competir en instrucción con los comerciantes y libreros que
venden y poseen tantos volúmenes? Examínalos, sin embargo, si te place, y verás que tampoco
te aventajan gran cosa en conocimientos; su lenguaje es como el tuyo, bárbaro, y su inteligencia

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nula, como de hombres que jamás disciernen lo bueno de lo malo. Sin embargo, tú sólo tienes
quizá los dos o tres libros que les compras, y ellos andan entre libros día y noche.

5. ¿Más para qué cosa buena se los compras, como no pienses que los estantes de tu biblioteca
son también unos sabios en el hecho de contener tantas antiguas copias? Respóndeme, si
quieres; o mejor, pues esto no es posible, haz una señal afirmativa o negativa a mis preguntas. Si
un hombre que no supiese tocar la flauta tuviera las de Timoteo o las que Ismenías compró por
siete talentos en Corinto, ¿podría, sin más, tocar la flauta, o le sería completamente inútil la
posesión de aquellos instrumentos, puesto que no podría usarlos según su arte? Haces señal
negativa, y aciertas. Pues aunque posea las flautas de Olimpo y de Marsías, no tocará quien no
sepa. Y quien poseyera el arco y las saetas de Hércules sin ser un Filoctetes capaz de armarlo y
de apuntar al blanco, ¿qué te parece que sería? ¿podría disparar como un arquero? También
haces signos negativos. Supongamos de igual modo una persona imperita en el arte de dirigir un
navío, y otra en el de guiar un caballo; si la primera recibe un barco magnífico, de solidez y
elegancia intachables, y la segunda compra un corcel de Media, o un centaurida, o un potro
marcado con el coppa, ¿no se convencerán ambos de que no sirven para el caso? Dices también
que sí. Pues bien, créeme y asiente también a esto. Cuando un hombre ignorante, como tú,
compra muchos libros, ¿no provoca y excita él mismo las censuras contra su ignorancia? ¿Por
qué tardas en asentir a esto? La prueba es evidente, y quien te ve, te aplica lo de “¿qué tiene que
ver el perro con el baño?”.

6. No hace mucho tiempo había en Asia un rico a quien faltaban los dos pies: se le habían
helado, creo, en un viaje que tuvo necesidad de hacer sobre la nieve. Este accidente le puso en
situación tan deplorable. Para remediar su infortunio, se mandó hacer unos pies de madera, con
cuya ayuda andaba, apoyado en dos esclavos. Este infeliz tenía la ridícula manía de comprar
continuamente borceguíes magníficos, en cuya adquisición ponía gran empeño, atento a llevar
calzados con la mayor elegancia los trozos de madera, o sea sus pies postizos. Pues lo mismo
haces tú. Tienes inteligencia coja y dura como tronco de higuera, y te compras coturnos de oro,
con los cuales apenas podría andar el hombre más ligero.

7. Entre los demás libros habrás comprado, sin duda, varios ejemplares de Homero. Pues bien,
toma uno y haz que te lean el canto segundo de la Ilíada: no examines los demás, que ninguna
relación tienen contigo. En ese canto se describe un personaje ridículo, orador impertinente, de
cuerpo encanijado y defectuoso. Es Tersitas. Supongamos que, tal cual es, coge las armas de
Aquiles; ¿crees que por esto sólo se hará al instante gallardo y fuerte? ¿Crees que pasará de un
salto el río, y enrojecerá sus aguas con sangre de Troyanos y matará a Héctor, y antes a Licaón
y a Asteropeo, cuando ni siquiera podría llevar sobre los hombros la fraxinea lanza de Aquiles?
No, me dirás. Pues, ¿cuánto no haría reír, cojeando con el escudo, agobiado bajo su peso,
mostrando al mirar, bajo el casco, aquellos ojos bizcos, levantando el espaldar de la coraza con
la curva de su giba, arrastrando las grebas, avergonzando así al que fabricó las armas y a su
dueño? ¿Y no ves que esta figura es tu retrato cuando, llevando en las manos un hermoso
volumen de purpúrea cubierta y áureo ombligo, lees de tal modo que con bárbara pronunciación
lo afeas y desfiguras, provocando la risa de los instruidos, mientras te aplauden tus interesados
aduladores, que también se miran de cuando en cuando y sueltan contenidas carcajadas?

8. Quiero referirte también un suceso ocurrido en Delfos. Un Tarentino, llamado Evángelo,


bastante conocido en su patria, se propuso ganar premio en los Juegos Píticos. En los ejercicios

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gímnicos comprendió pronto que no podría lograrlo, pues ni en fuerza ni en rapidez le había
hecho la naturaleza apto para ellos; pero el premio del canto y de la cítara lo supuso fácil de
alcanzar, creído de los execrables aduladores de su séquito, que lo elogiaban incesantemente y
prorrumpían en gritos de admiración apenas ponía sobre las cuerdas la mano. Presentóse, pues,
en Delfos, con boato magnífico: túnica recamada de oro, mandada tejer para el caso;
hermosísima corona de laurel del mismo precioso metal, con bayas de esmeraldas del tamaño
natural del fruto; cítara estupenda por la materia y por el arte, todo de oro fino, adornada de
sellos y pedrería variada con relieves representando entre otros asuntos las Musas con Orfeo y
Apolo, constituían el atavío de Evángelo. Para los espectadores fue un asombro.

9. Llegado el día del certamen, hubo tres competidores. Correspondióle el número dos a
Evángelo, detrás de un tal Tespis, de Tebas, que compitió bastante regularmente. Entra, pues,
nuestro hombre cubierto de oro, esmeraldas, jacintos y berillos; la púrpura del traje brilla entre
el oro del bordado. Todo el teatro queda lleno de asombro y expectativa silenciosa. Llega, por
fin, el instante preciso de cantar y de tañer la cítara. Evángelo principia por arrancar a su
instrumento discordes y agrias notas; rompe al propio tiempo tres cuerdas, por la inhábil
violencia con que las ataca, y comienza a cantar con una voz tan débil y antiartística que todo el
público se echa a reír, y los jueces del certamen, indignados del atrevimiento, lo mandan azotar
y expulsar del teatro. El áureo Evángelo dio entonces un espectáculo ridículo, arrastrado por los
azotadores en medio de la escena, llorando con las piernas acardenaladas por los golpes, y
recogiendo del suelo las piedras que se habían saltado de la cítara cuando la golpeaban al mismo
tiempo que al dueño.

10. Tras breve intervalo, presentóse un Eleense llamado Eumelo, con vieja cítara de clavijas de
madera y vestido y corona que con diez dracmas estarían bien pagados. Pero la habilidad de su
canto y el arte con que toca la cítara, le ganan la victoria. Coronado por el heraldo, cuéntase que
burlándose de su rival inútilmente ensorbebecido con su lira y sus piedras. “Evángelo, le dijo, tú
estás coronado de laurel de oro, porque eres rico, y yo, como soy pobre, de laurel délfico. El
único fruto que de tu aparato obtienes es que nadie se compadezca de tu vencimiento, y que
todos te desprecien por tu ignorancia y tu inútil lujo” Lo de Evángelo te viene como anillo al
dedo, fuera de que nada se te importe la risa de los espectadores.

11. Tampoco será inoportuno el referirte otra historia sucedida antiguamente en Lesbos. Cuando
las mujeres de Tracia despedazaron a Orfeo, dícese que su cabeza y su lira, arrojadas al Hebro,
bajaron hasta el golfo de Melana. Puesta sobre la lira, flotaba la cabeza, cantando la triste
suerte de Orfeo, y la lira, cuyas cuerdas hacía sonar el viento, acompañaba su canto. En este
concierto llegaron a Lesbos, cuyos habitantes recogieron la cabeza y la sepultaron en donde hoy
está el templo de Baco: la lira fue dedicada a Apolo, en cuyo santuario se conservó mucho
tiempo.

12. Más adelante, Neanto, hojo del tirano Pitaco, habiendo sabido que esta lira amansaba
animales, árboles y piedras, y que después de muerto Orfeo sonaba todavía sin que nadie la
tocase, compró a fuerza de dinero a un sacerdote, para que, sustituyéndola con otra igual, le
diese la lira de Orfeo. Recibióla Neanto; pero no creyendo seguro usarla en la ciudad durante el
día, se fue de noche a uno de los arrabales, llevándola oculta bajo el manto. Una vez solo allí,
sacó el joven la lira y se puso a tañer y a trastornar sus cuerdas, esperando, en su ignorancia y
desconocimiento de la música, que el instrumento iba a producir melodías celeste, seducción y
encanto de todas las cosas, y que él iba a ser feliz con la herencia de la habilidad órfica, hasta

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que acudiendo al ruido muchos perros de los que allí abundaban, despedazaron a Neanto. Así
tuvo igual suerte que Orfeo, aunque en sus manos sólo pudo atraer perros la lira. Evidencia esta
historia que no era la lira lo que encantaba a los oyentes de Orfeo, sino el arte y la voz que en
grado supremo había recibido de su madre. El instrumento, por sí mismo, no era mejor que los
otros.

13. ¿Más para qué hablarte de Orfeo y de Neanto, cuando en nuestros días (acaso viva aún) ha
habido un hombre que ha comprado en tres mil dracmas la lámpara de arcilla del estoico
Epicteto? Esperaba, creo, que leyendo de noche a la luz de aquella lámpara, la sabiduría de
Epicteto se la colaría, al dormir, en la cabeza y le asemejaría al asombroso anciano.

14. Hace poco, ayer, como quien dice, compró uno el bastón que Proteo el cínico dejó para
arrojarse al fuego. Costóle un talento la reliquia, que guarda y enseña, como los Tegeatas la piel
del jabalí de Calidonia, los Tebanos los huesos de Gerión, y los rizos de Isis los Menfitas. El
dueño de tan estupenda alhaja te supera en ignorancia y tontería. Considera si será grande tu
infelicidad, que te hace falta un palo en la cabeza.

15. Dícese que Dionisio componía tragedias tan extremadamente malas y ridículas, que a
menudo hicieron bajar a las canteras a Filóxeno, porque no podía menos de reírse al oírlas.
Enterado Dionisio de las burlas, adquirió con mucho empeño el punzón con que Esquilo
escribía, creyendo con el conseguir entusiasmo e inspiración poética. Pero escribió sandeces
mayores todavía, como las que cito para muestra:

Doris, esposa de Dionisio, ha muerto.


Y luego:
¡Ay! ¡Qué mujer tan cómoda he perdido!
Y en fin esta máxima salida del mismo punzón:
Los morta les imbéciles se engañan.

Máxima que tiene el mérito de parecer escrita expresamente para ti por el tirano. El punzón que
la escribió merecía ser dorado por esto.

16. ¿Qué esperas de los libros para estar siempre revolviéndolos, encolándolos, recortándolos,
ungiéndolos de cedro y azafrán, forrándolos de piel y guarneciéndolos de ombligos como si
obtuvieses de ellos algún fruto? ¿Su adquisición te ha hecho por ventura más virtuoso? ¿Qué
dices? ¡Ah, te callas como los mudos peces! Vives como no debe decirse. La impureza de tus
costumbres te granjea, como dice el adagio, aborrecimiento terrible. Si eso hiciesen los libros,
fuerza sería huir de ellos a toda prisa.

17. Dos ventajas pueden obtenerse estudiando los antiguos: facilidad de elocución, y
conocimiento de lo que debe hacerse y de lo que debe evitarse, por la imitación de los excelentes.
Pero quien da a entender que ni esta ni otra utilizada obtiene de los libros, ¿qué hace
comprándolos, si no dar que roer a los ratones, habitación a las polillas, y golpes, so color de
negligencia a los esclavos?

18. ¡Cuánta debe ser tu vergüenza cuando alguno, viéndote en la mano un libro de los que
continuamente manejas, te pregunta si es de un orador, de un historiador o de un poeta! Tú, que
has leído el epígrafe, le contestas con aplomo. Pero sí, como en el trato familiar ocurre, el otro
prolonga la conversación y aplaude o censura ciertos trozos de la obra, héteme perplejo y sin

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poder decir esta boca es mía. En aquel instante, por haber llevado como Belerofonte un escrito
en contra tuya, ¿no querrías que te tragase la tierra?

19. El cínico Demetrio vio en Corinto a un necio que, en primoroso libro, leía Las Bacantes de
Eurípides, si no me equivoco. El lector estaba en la escena en que un mensajero anuncia el furor
de Agave y la muerte de Penteo. Demetrio le arrancó el libro y lo hizo trizas, diciendo:

“¡Mejor es que yo despedace una vez a Penteo que tú tantas!”. Por más que reflexionó e
investigó, no he podido averiguar todavía la causa de tu extremada afición a comprar libros,
pues el que sea por tu utilidad o para tu uso es cosa que nadie podrá imaginarse, aunque sólo
tenga de ti la más insignificante noticia. Más verosímil fuera creer que compra peines un calvo,
espejos un ciego, flautas un sordo, meretrices un eunuco, remos un habitante del interior y
arados un piloto. ¿O te propones, quizá, hacer ostentación de tus riquezas, demostrando a todos
que te sobran hasta para derrocharlas en cosas que ninguna utilidad te acarrean? Es posible;
pero según he logrado saber en lo que me permite mi condición de Sirio, si no te hubieses inscrito
fraudulentamente en el testamento de un viejo, hubieras muerto de hambre a estas fechas y
hubieras vendido todos tus libros.

20. Aun resta suponer que los elogios de tus aduladores no sólo te han convencido de que eres
bello y amable, sino sabio y orador e historiador como no hay otro, y que tú compras libros para
justificar sus aplausos. Dícese, en efecto, que les sueles leer de sobremesa algunas obras, y que
ellos, llenos de sed, se ponen a gritar como las ramas en tierra, sin lograr beber hasta que se han
deshecho a gritos. Pero no comprendo cómo con tanta facilidad te dejas llevar de la nariz y les
crees a pies juntos, hasta el extremo de admitir que te pareces a un monarca, como el falso
Alejandro, o el falso Filipo, hijo de un batanero, o el falso Nerón, de tiempo de nuestros padres,
o cualquiera otro, en fin, cuyo nombre va tildado de impostura.

21. ¿Pero el que tú, hombre ignorante y necio, incurras en semejante sandez y andes con la
cabeza levantada, limitando el paso, el traje y el mirar del personaje con cuya semejanza gozas,
tiene nada de extraño, cuando el epirota Pirro, príncipe, por lo demás, excelente, se dejó engañar
por sus aduladores, hasta el punto, dicen, de creerse muy parecido a Alejandro? La diferencia
entre ambos, como me convencí viendo un retrato de Pirro, era, conforme al tecnicismo musical,
de dos octavas, no obstante lo cual, se creía viva imagen del Alejandro. Pero ofendo a Pirro
comparándolo a ti en esto. Lo siguiente te es perfectamente aplicable. El Epirota había caído en
este error; creía lo dicho a pies juntos, y nadie opinaba de distinto modo ni dejaba de padecer la
misma enfermedad, hasta que una anciana extranjera le dijo la verdad en Larisa y lo curó de su
sandez. Pirro, después de enseñarle los retratos de Filipo, de Perdicas, de Alejandro, de Casandro
y de otros reyes, le preguntó a quién se parecía, seguro de que señalaría a Alejandro; pero la
anciana, después de vacilar un poco: “A Batraquián el cocinero”, dijo. Había efectivamente en
Larisa un cocinero llamado Batraquión muy parecido a Pirro.

22. No podré decir a cuál bardaje de nuestros bailarines te pareces tú, pero me consta que todo el
mundo cree llegada al colmo tu manía de parecerte a tal o a cual. No es de admirar, pues, que
siendo tan mal pintor quieras parecer erudito, y creas ciegamente a los que en este concepto te
suelen adular. ¿Más para qué divago? Manifiesta es la causa de tu afición a libros, aunque por mi
rudeza no la haya visto ya. Imaginas muy ingenioso tu expediente y esperas gran fruto de él, si
la noticia llega a oídos del Emperador, hombre sabio y que estima muchísimo el saber. Si oye
decir que adquieres y coleccionas muchos libros, crees que en breve conseguirás cuanto quieras
de él.

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23. Pero, infame, ¿supones tan empapado de mandrágora al Emperador que, si sabe esto, no
sabrá también cómo vives de día, cuánto bebes y a qué inmundos placeres dedicas tus lechos y
tus noches? ¿Ignoras que son infinitos los ojos y los oídos del Príncipe? Tus actos son tan
públicos, que hasta los ciegos y los sordos los conocen. Con sólo pronunciar una palabra, con sólo
desnudarte en el baño, o sin necesidad de desnudarte, con sólo hacer desnudarse a tus esclavos,
¿qué piensas? ¿No se descubrirá al punto el secreto de tus noches? Responde ahora: si vuestro
sofista Baso, si Bátalo el flautista, si el bardaje Hermiteón de Sibaris, autor de famosas leyes en
que os prescribe la manera de suavizar la piel, depilarla y de usar toda especie de lascivia; si uno
de éstos, digo, se presentase cubierto con la piel de león y con la maza en la mano, ¿por quién
crees que lo tomarían los espectadores? ¿Por Hércules? No, a menos de tener en los ojos una olla
de legañas. Diez mil cosas testificarían en contra del disfraz: el paso, la mirada, la voz, el cuello
inclinado, el albayalde, la masilla y el colorete con que soléis adornaros; pues, como dice el
refrán: “Mejor se pueden esconder en el sobaco cinco elefantes que un bardaje”. Si una piel de
león no basta para cubrir un hombre de esta especie, ¿crees que un libro bastará para taparte?
Eso es imposible: te denunciarían las demás señales.

24. Sin duda ignoras que la buena opinión no ha de buscarse en los puestos de libros, sino que
cada cual se la debe procurar por sí mismo y con su vida cotidiana. ¿Crees tú que los copistas
Calino y Atico testificarán y abogarán a favor tuyo? No: gentes implacables te aplastarán, si
place a los dioses, y te reducirán a la última miseria. Debías, si recobrases ahora tu juicio, vender
todos esos libros a algún sabio, y con ellos vender también tu recién construida casa, y devolver
a tus compradores de esclavos parte de lo mucho que les debes.

25. Porque tú has puesto singular empeño en dos cosas: en adquirir libros de un gran valor, y en
comprar jóvenes gallardos, ya bien hechos. En este doble negocio tratas y contratas con afán.
Pero es imposible siendo pobre sobrellevar el gasto de esta doble afición. Escucha, pues, que
nada hay más sagrado que un consejo. Despréndete de todo lo impropio de ti y atiende a la otra
enfermedad: compra siervos complacientes, no sea que si te faltan los de casa te dirijas a
hombres libres: mira que en esto hay peligro de que, como no reciban cuanto gusten, divulguen
lo que hacéis después de beber, como últimamente aquel infame que al salir de tu casa ha
revelado tus torpezas y mostrado la huella de tus dientes. Pudiera yo probar, con los testigos
entonces presentes, la indignación que sentí y lo a punto que estuve de pegar al indiscreto cuyas
revelaciones me sublevaban por ti, sobre todo cuando invocó el testimonio de otro joven y luego
el de otro que ha confirmado sin vacilar su revelación. Atiéndeme, pues, bendito varón; conserva
tu dinero y guárdalo para poder sin riesgo hacer y consentir estas cosas dentro de tu habitación.
Porque a que dejes de hacerlas ¿habrá quien te pueda persuadir? No suelta fácilmente la perra el
cuero que le han enseñado a roer.

26. El otro consejo es más fácil de seguir: no compres más libros; estás bastante instruido; tu
ciencia es suficiente; tienes todo lo antiguo en la punta de la lengua; conoces toda la historia,
todas las artes del decir, todos los vicios y elegancias, y usas términos áticos a placer. Gracias a
tu muchedumbre de libros has llegado al colmo de la sabiduría y de la erudición. Nada impide,
en efecto, que me divierta un poco a tu costa, ya que te complaces en verte burlado.

27. Con gusto te preguntaría qué libros prefieres, de tantos como tienes a tu disposición. ¿Los de
Platón? ¿Los de Antístenes? ¿Los de Arquíloco o de Hiponax? ¿O desdeñas obras de esta clase y
te dedicas a los oradores? Dime, ¿lees quizás el discurso de Esquines contra Timarco? Pero, sin
duda, conoces todo esto y muy al pormenor. ¿Has visto algo de Eupolis y Aristófanes? ¿Has

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leído toda la comedia de los Baptas? ¿No te ha conmovido nada de lo que en ella hay? ¿No te ha
dado vergüenza al reconocerte allí? Lo que más asombrará a cualquiera es que con un alma
como la tuya te atrevas a tocar libros, y ¡con qué manos, Júpiter salvador! Pero ¿cuándo los
lees? ¿De día? Nadie te ha visto. ¿De noche? ¿Cómo, si estás consagrado a tu otra afición?
¿Antes de oscurecer? No te atreverías entonces a hacer tal.

28. Déjate, pues, de libros y entrégate a tus gustos. Aunque, bien mirado, más valdría que te
abstuvieras y respetases a la Fedra de Eurípides, cuando en su ira contra las mujeres exclama:

A las tinieblas cómplices no temen.


Ni que airados los muros las delaten.

Más si estás decidido a perseverar en tu dolencia, anda, compra libros, tenlos encerrados en casa
y disfruta del honor de poseerlos. Esto te basta. Pero no los toques jamás, no los leas, no
apliques tu lengua a discursos y poemas de los antiguos que ningún mal te han hecho. Sé que
empeñado, como el proverbio dice, en blanquear a un Etíope, pierdo lastimosamente el tiempo.
Comprarás libros, no los leerás y serás el ludibrio de las personas ilustradas, que no avaloran un
libro por la hermosura exterior, ni por lo subido del precio, sino por el estilo y fondo de los
autores.

29. Crees, sin duda, que ocultándola bajo apariencias de erudición, vas a disimular tu ignorancia
y a engañarnos con la muchedumbre de tus libros, sin conocer que los médicos más ignorantes
siguen igual sistema, mandándose fabricar cajas y calabacitas de plata y escalpelos con dibujos
en oro; pero al irlos a emplear no saben manejarlos, y suele ocurrir que el último practicante se
presenta y, con roñosa pero bien afilada lanceta, libra de sus dolores al paciente. Aunque
empleando una comparación más vejatoria, fíjate en los barberos, y observarás que los hábiles
tienen una navaja, un cuchillito y un espejo de regulares dimensiones, y los ignorantes y torpes
ostentan muchas navajas y enormes espejos; pero con todo no logran disimular su impericia; y,
lo que es todavía más ridículo, la gente va a afeitarse en las barberías próximas, y viene a
arreglarse el cabello y a mirarse en sus espejos.

30. Del mismo modo pudieras tú prestar a otros tus libros, ya que no puedes usarlos. Pero jamás
has prestado un libro, pues haces lo que en el pesebre el perro: ni come la cebada, ni la deja
comer al caballo, que puede hacerlo. Esto es, por ahora, lo que con franqueza tenía que decirte
de tus libros: de tus demás acciones bajas y miserables me oirás a menudo en adelante.

Luciano
Tomado de Obras Completas de Luciano
traducidas por Federico Baraibar y Zumarraga

Extraído de: Portal del Libro http://www.portaldellibro.com [Consulta: 30-10-03]

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