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LA BURGUESÍA DE LOS LIMOSNEROS


Por Gilsan López Bedoya

Esta semana me he topado con algunas sorpresas y desengaños necesarios a propósito de


la búsqueda de toda sabiduría y de toda certeza. Recuerdo en este momento “una cita
citable” que encontré hace muchos años en un ejemplar de la revista Selecciones que,
parafraseando, decía: Cuando recibes una postal de un amigo turista en el extranjero
diciéndote, ‘ojalá estuvieras aquí’, en verdad quiere decirte, ‘mira dónde estoy’. Este aparente
contrasentido, extrapolado a los diversos escenarios de la vida, me hace indagar acerca de
la veracidad -¿es lo mismo validez?- de las cosas, los sucesos, los conceptos, las emociones
y las opiniones. Pareciera que el actual imaginario colectivo se alimentara más bien del
discurso lisonjero de la subjetividad de lo válido, que de la bien ponderada y panegírica
concepción de la verdad como categoría superior.

Basta una mirada crítica a la fluidez del sujeto humano para darnos cuenta de la
ambivalencia de las convicciones y sus diversas connotaciones; la experiencia auténtica de
la verdad se nos antoja como el abrazo imposible de la Venus de Milo. “En lugar de desear
una relación humana inquietante, compleja y perdible, que estimule nuestra capacidad de
luchar y nos obligue a cambiar, deseamos un idilio sin sombras y sin peligros, un nido de
amor, y por lo tanto, en última instancia un retorno al huevo… En lugar de desear una
filosofía llena de incógnitas y preguntas abiertas, queremos poseer una doctrina global,
capaz de dar cuenta de todo, revelada por espíritus que nunca han existido”. Son palabras
del extinto académico colombiano Estanislao Zuleta en su discurso “Elogio de la dificultad”,
que desnudan el estado del arte del pensamiento del hombre de este siglo. Hay que
observar con cuánta frecuencia empleamos un método explicativo completamente diferente
cuando se trata de dar cuenta de los propios fracasaos y errores y los del otro cuando es
adversario o cuando disputamos con él. En el caso del otro argumentamos que lo acontecido
es una manifestación de su ser más profundo; empero, en el nuestro aplicamos un
circunstancialismo de Perogrullo, de manera que aún los mismos fenómenos se explican por
las circunstancias adversas o por alguna infortunada coyuntura. Preferiríamos que nuestra
causa se juzgue por los propósitos y la adversaria por los resultados.

No está lejos de esta especie de doble moral de las interpretaciones la praxis del cristiano
promedio. Si usted se considera un buen cristiano – o al menos intenta serlo -, ha debido con
seguridad experimentar la ansiedad y la frustración originadas por la conspicua evidencia de
la distancia entre la voluntad y la práctica. De ello da razón el apóstol san Pablo en la
Sagrada Escritura: “y no acabo de comprender mi conducta, pues no hago lo que quiero, sino
que hago lo que aborrezco”1. Este sesgo ineludible en la etología humana puede verse
agravado por la labor quijotesca de la no comisión (o su hermana bastarda: la elusión) del
error personal. Dicho de otra forma, nuestra irredimida sicología de la culpa nos induce muy
fácilmente a mirar de soslayo el hecho de la contradicción y el error dentro de nuestra
respuesta a Cristo, o lo que es peor, nos conduce por el camino de la negación objetiva y del
autoengaño como consecuencia lógica –o mecanismo inconsciente de defensa-, del miedo a
conocernos a nosotros mismos. No superar esta visión eclipsada y maculada de nuestro
actuar y pensar constituye, en sí misma, una condena -al estilo de Sísifo- un mea culpa
vicioso e interminable.

1
Romanos 7, 15.
2

El primer ámbito de la contradicción se encuentra en mí mismo y lo noto cada vez que hago
prevalecer el juicio sobre la reflexión propia, en cada mirada timorata hacia mi error de fondo,
en cada evidencia de mi ambivalencia volitiva, cada vez que empuño el arma de la
justificación, cuando recurro al auto elogio como afirmación de mi mismidad, cuando quiero
poseer una verdad que no domino. Es hora de mencionar aquella enfermedad muy en boga
entre los impúberes de las escuelas privadas durante mi época de maestro de preparatoria:
la baja tolerancia a la frustración. Es un tecnicismo que denota la baja permeabilidad interior
del ser humano a la misericordia divina, la muestra infalible de una fe inmadura y un
espaldarazo a la imagen como recurso cobarde; cuando la total emancipación de las
motivaciones y reacciones radica en la inconmensurable libertad generada por un sencillo y
sensato: ‘me equivoqué’. Una frase corta y a la vez vergonzante a causa del imperativo
social moderno.

Otro nivel de la contradicción supera la dimensión estrictamente personal y se ubica en el


estrato de la noosfera. La sociedad de la información se nos presenta como una realidad
dominante, densa y huidiza, que intenta sepultarnos bajo miríadas de nuevos términos, de
nuevas promesas, de nuevos aburrimientos satisfechos, de despliegues asombrosos,
paralizando nuestras mentes y obligándonos a ‘pescar en río revuelto’. Para la muestra el
botón de las mentiras bien orquestadas de la macro-propaganda. La creencia en vilo del
supuesto alunizaje del hombre por una filmación al estilo Stanley Kubrick, la contratación de
Oliver Stone por parte de Hugo Chávez para la producción de una película sobre su gesta
‘liberadora’ suramericana, la cortina de humo del conflicto fronterizo venezolano tendiente a
ocultar el grave problema de desabastecimiento, el argumento bélico-epopéyico
estadounidense originado a raíz del derribo de las Torres Gemelas y su discurso agotado
como súper policía del mundo. Paradojas que desvirtuamos y creemos. No podemos evitar
mirar con alarma el gran espectro de la oferta de posibilidades dogmáticas orientales en las
sociedades cristianizadas, como si hubiera una verdad alternativa a la fe cristiana. Cabe
preguntarnos, ¿dónde encontramos la verdad en medio de este mercado funesto de la
información contra el conocimiento?

Es muy posible que usted tampoco esté ajeno a la coyuntura de la mentira si es de los que
critican severamente los desfalcos de los gobernantes de turno, cuando ha dotado a sus
hijos de elementos de papelería escolar sustraídos de la oficina de la empresa donde labora.
Tal vez usted sea uno de los que arrojan el papel por la ventana del automóvil y vetan el
servicio de recolección y aseo de la municipalidad, o tal vez es de los que finge dormir o
distracción en el autobús para no ceder su asiento. Nuestro papa Benedicto XVI nos ha
hablado sobre la fuerte tentación del hombre de construirse un sistema de seguridad
ideológico, refiriéndose a la labor artificiosa de sostener su ‘paradiscurso’ de la verdad.
Puedo asegurar que la palabra que ahora da vueltas en su cabeza es esta: coherencia.

En mi tierra natal se conoce como ‘Cali Viejo’ a la tradición urbana ubicada entre los años
cincuenta y setenta. Una de las leyendas vivientes de esa época es la de uno de los famosos
personajes callejeros del centro histórico de la ciudad de Cali, puesto que cada ciudad tenía
–en ese entonces- su loco, su ladrón y su policía reconocidos. Ella tenía por nombre Rosa,
pues según mis cuentas ya habrá fallecido, y era una anciana mendicante que deambulaba
por las calles de ese céntrico ‘Cali Viejo’. Nadie sabía su procedencia, su historia verdadera o
su residencia. Como llegó a estar vieja, sola y vagabunda, se difundió la conjetura de que era
una solterona. Así que mientras hacía su recorrido callejero diario para pedir limosna, era
3

víctima constante de gritos provenientes de tenderos, transeúntes, boleros, vendedores


ambulantes y oficinistas. La muletilla era sonora: ‘¡Roooossaaa! ¡Rosa consiguió marido!’.
Ella contestaba siempre con una suerte de improperios y ademanes agresivos. La gente
disfrutaba con este espectáculo matutino gratuito. La dura vida de esta mujer daba al traste
con la ‘fama’ que pesaba bajo sus hombros y que le proveía de fuertes ingresos económicos
a través de la limosna. La burla y su vida mendicante eran suficientes motivos para acumular
un salario mensual más elevado que cualquiera de los oficinistas que la vituperaban. Rosa es
un fiel exponente de ‘la burguesía de los limosneros’. Este gran contrasentido no disminuye
la veracidad de la historia y, a la vez, nos hace pensar acerca de nuestra concepción de la
verdad. La verdad no excluye la aparente contradicción. En el mundo de vida del hombre y
de las relaciones sociales es un mal necesario, una verdad de a puño.

En lo que el doblaje hace decir a los actores de un programa televisivo extranjero acerca de
un juicio legal, solemos escuchar con algo de inevitable nostalgia: “¿Jura decir la verdad,
toda la verdad y nada más que la verdad?”. Es que la verdad sólo es una –en sentido lógico
y metafísico- y cualquier otra alternativa es mentira. La verdad es la continuidad entre la
inteligencia y el objeto2 y es, además, una experiencia corroborada en la práctica, que no
puede confundirse con la validez, la cual no puede ser comprobada sino sólo en la mente. No
podemos permitirnos, pues, la aceptación de formulaciones con apariencia de validez puesto
que estaríamos reproduciendo a Eubulides en su parábola de la mentira cuando enunciaba:
“Un hombre afirma que está mintiendo” –¿lo que dice es verdadero o falso?-.

Cristo es la verdad que libera al hombre3, es una invitación objetiva que atañe coherencia y
que a la vez lo capacita para vivir y resolver la contradicción propia de la condición humana.

2
BRUGGER Walter, Diccionario de Filosofía, Editorial Herder, Barcelona 1988.
3
Juan 8, 31.

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