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Basta una mirada crítica a la fluidez del sujeto humano para darnos cuenta de la
ambivalencia de las convicciones y sus diversas connotaciones; la experiencia auténtica de
la verdad se nos antoja como el abrazo imposible de la Venus de Milo. “En lugar de desear
una relación humana inquietante, compleja y perdible, que estimule nuestra capacidad de
luchar y nos obligue a cambiar, deseamos un idilio sin sombras y sin peligros, un nido de
amor, y por lo tanto, en última instancia un retorno al huevo… En lugar de desear una
filosofía llena de incógnitas y preguntas abiertas, queremos poseer una doctrina global,
capaz de dar cuenta de todo, revelada por espíritus que nunca han existido”. Son palabras
del extinto académico colombiano Estanislao Zuleta en su discurso “Elogio de la dificultad”,
que desnudan el estado del arte del pensamiento del hombre de este siglo. Hay que
observar con cuánta frecuencia empleamos un método explicativo completamente diferente
cuando se trata de dar cuenta de los propios fracasaos y errores y los del otro cuando es
adversario o cuando disputamos con él. En el caso del otro argumentamos que lo acontecido
es una manifestación de su ser más profundo; empero, en el nuestro aplicamos un
circunstancialismo de Perogrullo, de manera que aún los mismos fenómenos se explican por
las circunstancias adversas o por alguna infortunada coyuntura. Preferiríamos que nuestra
causa se juzgue por los propósitos y la adversaria por los resultados.
No está lejos de esta especie de doble moral de las interpretaciones la praxis del cristiano
promedio. Si usted se considera un buen cristiano – o al menos intenta serlo -, ha debido con
seguridad experimentar la ansiedad y la frustración originadas por la conspicua evidencia de
la distancia entre la voluntad y la práctica. De ello da razón el apóstol san Pablo en la
Sagrada Escritura: “y no acabo de comprender mi conducta, pues no hago lo que quiero, sino
que hago lo que aborrezco”1. Este sesgo ineludible en la etología humana puede verse
agravado por la labor quijotesca de la no comisión (o su hermana bastarda: la elusión) del
error personal. Dicho de otra forma, nuestra irredimida sicología de la culpa nos induce muy
fácilmente a mirar de soslayo el hecho de la contradicción y el error dentro de nuestra
respuesta a Cristo, o lo que es peor, nos conduce por el camino de la negación objetiva y del
autoengaño como consecuencia lógica –o mecanismo inconsciente de defensa-, del miedo a
conocernos a nosotros mismos. No superar esta visión eclipsada y maculada de nuestro
actuar y pensar constituye, en sí misma, una condena -al estilo de Sísifo- un mea culpa
vicioso e interminable.
1
Romanos 7, 15.
2
El primer ámbito de la contradicción se encuentra en mí mismo y lo noto cada vez que hago
prevalecer el juicio sobre la reflexión propia, en cada mirada timorata hacia mi error de fondo,
en cada evidencia de mi ambivalencia volitiva, cada vez que empuño el arma de la
justificación, cuando recurro al auto elogio como afirmación de mi mismidad, cuando quiero
poseer una verdad que no domino. Es hora de mencionar aquella enfermedad muy en boga
entre los impúberes de las escuelas privadas durante mi época de maestro de preparatoria:
la baja tolerancia a la frustración. Es un tecnicismo que denota la baja permeabilidad interior
del ser humano a la misericordia divina, la muestra infalible de una fe inmadura y un
espaldarazo a la imagen como recurso cobarde; cuando la total emancipación de las
motivaciones y reacciones radica en la inconmensurable libertad generada por un sencillo y
sensato: ‘me equivoqué’. Una frase corta y a la vez vergonzante a causa del imperativo
social moderno.
Es muy posible que usted tampoco esté ajeno a la coyuntura de la mentira si es de los que
critican severamente los desfalcos de los gobernantes de turno, cuando ha dotado a sus
hijos de elementos de papelería escolar sustraídos de la oficina de la empresa donde labora.
Tal vez usted sea uno de los que arrojan el papel por la ventana del automóvil y vetan el
servicio de recolección y aseo de la municipalidad, o tal vez es de los que finge dormir o
distracción en el autobús para no ceder su asiento. Nuestro papa Benedicto XVI nos ha
hablado sobre la fuerte tentación del hombre de construirse un sistema de seguridad
ideológico, refiriéndose a la labor artificiosa de sostener su ‘paradiscurso’ de la verdad.
Puedo asegurar que la palabra que ahora da vueltas en su cabeza es esta: coherencia.
En mi tierra natal se conoce como ‘Cali Viejo’ a la tradición urbana ubicada entre los años
cincuenta y setenta. Una de las leyendas vivientes de esa época es la de uno de los famosos
personajes callejeros del centro histórico de la ciudad de Cali, puesto que cada ciudad tenía
–en ese entonces- su loco, su ladrón y su policía reconocidos. Ella tenía por nombre Rosa,
pues según mis cuentas ya habrá fallecido, y era una anciana mendicante que deambulaba
por las calles de ese céntrico ‘Cali Viejo’. Nadie sabía su procedencia, su historia verdadera o
su residencia. Como llegó a estar vieja, sola y vagabunda, se difundió la conjetura de que era
una solterona. Así que mientras hacía su recorrido callejero diario para pedir limosna, era
3
En lo que el doblaje hace decir a los actores de un programa televisivo extranjero acerca de
un juicio legal, solemos escuchar con algo de inevitable nostalgia: “¿Jura decir la verdad,
toda la verdad y nada más que la verdad?”. Es que la verdad sólo es una –en sentido lógico
y metafísico- y cualquier otra alternativa es mentira. La verdad es la continuidad entre la
inteligencia y el objeto2 y es, además, una experiencia corroborada en la práctica, que no
puede confundirse con la validez, la cual no puede ser comprobada sino sólo en la mente. No
podemos permitirnos, pues, la aceptación de formulaciones con apariencia de validez puesto
que estaríamos reproduciendo a Eubulides en su parábola de la mentira cuando enunciaba:
“Un hombre afirma que está mintiendo” –¿lo que dice es verdadero o falso?-.
Cristo es la verdad que libera al hombre3, es una invitación objetiva que atañe coherencia y
que a la vez lo capacita para vivir y resolver la contradicción propia de la condición humana.
2
BRUGGER Walter, Diccionario de Filosofía, Editorial Herder, Barcelona 1988.
3
Juan 8, 31.