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El afán no les deja ver. Será porque, como decía Octavio Paz, ver
duele. Si vieran, entenderían que cada sociedad tiene su particular
idea del mundo y formas distintas de creer, soñar y juzgar.
Los ritos, para decirlo con los griegos, nacen de la sangre y nos
permiten ver en lo más profundo de nosotros. Los sentimos propios:
uña, carne y espíritu. Infunden respeto y tienen un algo sagrado que
nos conmueve; al mismo tiempo atemorizan y protegen. Pero ellos,
los que mandan, no lo entienden así, porque entienden poco de lo
que realmente importa.
Ahora han decidido que los jueces lleven toga. Nada más extraño a
nuestra cultura. La majestad de la justicia, habrá que repetirlo, no se
logra con leyes, ni con solemnidades de otros ámbitos. Pero se
gastarán millones en montar una fiesta de disfraces que, por
supuesto, provocará burlas y sonrisas, sin infundir respeto.Jueces
de toga en pueblos misérrimos, en salas de audiencia de paredes
sucias y desconchadas; y formas —no ritos— que imitarán las de
otros mundos. Ésos no seremos nosotros. Pero las efímeras de
turno complacerán su vanidad y dirán que por fin llegó a estos
yermos la justicia.
Aquí, donde la gente del común suele ser la más inteligente, la toga
no se verá como símbolo del poder del Estado sino como lo que es
entre nosotros, un disfraz. Los problemas de la administración de
justicia son profundos y merecen un tratamiento serio, no paños de
agua tibia. La toga es la máscara de quienes cultivan como obsesos
la imagen. Y eso lo sabremos todos.