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CON LA TOGA AL CUELLO

Marco Mario Bapreneehe


Los ritos no son meras formas sino esencia misma. No habría ni
que recordarlo. Pero aquí todavía creemos que forma y fondo son
asuntos diversos, escindibles, cuando la semiolo- gía hace ya
mucho zanjó una discusión que hoy parece estéril.

Sin embargo, en Colombia vivimos aferrados a un devastador


anacronismo que corroe todo, que le da a lo nuevo no una pátina de
nobleza y antigüedad sino de bisutería, de abalorio, de tienda de
ultramarinos. Nos encantan los alamares y las joyas de imitación.
Quienes nos mandan (decir gobiernan sería rendirles un inmerecido
homenaje) tienen por lo general el alma plana y el espíritu espeso.
Cada uno vive obsesionado por su gloria de un día, como si de
pequeñas efímeras se tratara.

Cuidan su hoja y la muerden, con la esperanza de que su señal


sobreviva la noche, de que su fama de aldea se consolide sobre la
de otras efímeras.

No comprenden lo elemental, porque lo suyo no es la reflexión sino


la acción impetuosa. No tienen propósitos sino impulsos. Poco les
interesa el bienestar común, ni el acierto de sus decisiones; viven
de apariencias y vanidades; y nos matan a todos con su vacuidad
absoluta.

Solo esa pobreza de alma explica que en apenas poco más de


treinta años se hayan expedido en el país cuatro códigos de
procedimiento penal. Abanderados de las estadísticas negativas, en
ésta no tenemos rival. Cualquier espíritu sensato advertirá que en
tres décadas el mundo no ha cambiado tanto como para hacer
necesaria tal proliferación. Pero es que entre nosotros pululan los
predestinados, los megalómanos, los enviados de Dios. Y cada uno
viene con su código bajo el brazo.

El afán no les deja ver. Será porque, como decía Octavio Paz, ver
duele. Si vieran, entenderían que cada sociedad tiene su particular
idea del mundo y formas distintas de creer, soñar y juzgar.

No se trata, como piensan los mesiánicos, de trasplantar modelos


de países que vi- ven a otros ritmos y tienen otras infraestructuras.
Nosotros somos más míseros que pobres, y más bárbaros que
civilizados. Pero los que mandan lo olvidan, o cierran los ojos para
cubrirse de lo que creen gloria. Y no es gloria sino iniquidad lo que
nos traerá una reforma penal que no consulta la esencia del país.

Nos atosigarán con un código que rinde culto a lo adjetivo, a una


ritualidad calvinista que nos es ajena. No contará la verdad y
cobrará importancia la máscara, no el rito, que es esencia pura: es
el espíritu mismo y tiene que ver con las tradiciones que identifican
al hombre y le dan un rostro, no con leyes y decretos de ocasión.

Los ritos, para decirlo con los griegos, nacen de la sangre y nos
permiten ver en lo más profundo de nosotros. Los sentimos propios:
uña, carne y espíritu. Infunden respeto y tienen un algo sagrado que
nos conmueve; al mismo tiempo atemorizan y protegen. Pero ellos,
los que mandan, no lo entienden así, porque entienden poco de lo
que realmente importa.

Ahora han decidido que los jueces lleven toga. Nada más extraño a
nuestra cultura. La majestad de la justicia, habrá que repetirlo, no se
logra con leyes, ni con solemnidades de otros ámbitos. Pero se
gastarán millones en montar una fiesta de disfraces que, por
supuesto, provocará burlas y sonrisas, sin infundir respeto.Jueces
de toga en pueblos misérrimos, en salas de audiencia de paredes
sucias y desconchadas; y formas —no ritos— que imitarán las de
otros mundos. Ésos no seremos nosotros. Pero las efímeras de
turno complacerán su vanidad y dirán que por fin llegó a estos
yermos la justicia.

Difícil saber si son solo pensamientos obtusos o desmedida


presunción de quienes defienden una formalidad que es oropel,
ausencia de reflexión, vacío.

Aquí, donde la gente del común suele ser la más inteligente, la toga
no se verá como símbolo del poder del Estado sino como lo que es
entre nosotros, un disfraz. Los problemas de la administración de
justicia son profundos y merecen un tratamiento serio, no paños de
agua tibia. La toga es la máscara de quienes cultivan como obsesos
la imagen. Y eso lo sabremos todos.

Diría Fernando González que ésta es una reforma de mestizos.


Pero no, si lo fuera, consultaría la esencia de nuestro pueblo, su
historia, sus tradiciones, sin importar, como si de mercancía se
tratara, lo que otros pueblos miran con respeto y nosotros con
entendible curiosidad, pero sin reverencia.

No es la toga alma ni símbolo de la justicia, sólo imposición de


cortesanos a los que seduce el boato. Y en este país, ése es
suficiente argumento, si de ellos viene. Los demás quedaremos con
la toga al cuello.

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