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Estrategias para satisfacer las necesidades de un alumnado diverso

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LA EVALUACIÓN ESCOLAR EN EL CONTEXTO


DE UNA EDUCACIÓN PARA LA DIVERSIDAD*1

Autor: Iván Escalante


* Artículo publicado en: Educando para educar. Año 3, mayo de 2002, No. 4. México, B.C.
Escuela Normal de Estado de San Luis Potosí.

Sobre Iván:
Profesor e Investigador de la Universidad Pedagógica Nacional, Cd. de México
Catedrático de la Universidad Iberoamericana. Cd. deMéxico.
Coordinador del Proyecto de investigación e innovación: Integración Educativa,
auspiciado por la SEP y el Fondo Mixto de Cooperación Científica y Técnica México-España
Autor de publicaciones relacionadas con el curriculum escolar, la enseñanza, el aprendizaje, y la
evaluación, así como con el campo de la formación de maestros.
Autor de publicaciones y materiales audiovisuales para apoyar el desarrollo de la
integración educativa en México, los que forman parte de la producción del proyecto
de integración educativa.

• Introducción
• La necesidad de superar la evaluación tradicional
• ¿Cuál debe ser la orientación de la evaluación?
• Finalidad de la evaluación en el contexto de una educación para la diversidad.
• Fines de la evaluación de los procesos de enseñanza y aprendizaje
• Referencias

Introducción

Entre los aspectos más preocupantes y polémicos en el medio educativo se destaca el de la


evaluación escolar. Los criterios, procedimientos, instrumentos y fines de la evaluación
responden a concepciones y prácticas educativas en las que se valora de manera sesgada el
esfuerzo individual, el proceso mismo de aprender, los resultados obtenidos y la experiencia
que todo alumno vive en el aula. La evaluación, además, está sujeta a una serie de normas,
regulaciones y exigencias administrativas para su aplicación, sin dejar de lado las
expectativas de autoridades, maestros, padres y de los propios alumnos en cuanto al valor
del trabajo educativo en el que están involucrados. Todos estos elementos determinan la
práctica, el sentido y la trascendencia de la evaluación en el ámbito escolar, influyendo de
manera distinta en los procesos de enseñanza, aprendizaje y socialización. Por lo tanto,
cuando nos ubicamos en el contexto de una educación para la diversidad, la evaluación se
constituye en uno de los asuntos de la mayor importancia que exige un cuidadoso análisis y
asumir una clara posición que sea congruente con el tipo de trabajo pedagógico que es
necesario impulsar para atender las necesidades educativas derivadas de la diversidad.

1
Bajado de Internet por el Centro Nacional de Recursos para la Inclusión Educativa de la Fundación Paso a Paso, de
Venezuela. Dirección: http://www.pasoapaso.com.ve/GEMAS/gemas_94.htm

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Una de las creencias más arraigadas en la escuela que es necesario erradicar, es la de
suponer que la eficacia del aprendizaje depende exclusivamente del alumno y que los
recursos didácticos que el docente pone a su disposición, llegan a ser trascendentes sólo en
la medida en que el alumno demuestra, con su interés y esfuerzo, que se ha beneficiado de
ellos. Es decir, se considera que los recursos y acciones didácticas están disponibles para él,
pero sólo él es el responsable de aprovecharlos o no, según sus capacidades y disposición.
Curiosa manera de entender el trabajo pedagógico, puesto que por un lado se reconoce la
importancia de reforzar contenidos, mejorar el proceso de enseñanza, diseñar mejores y más
eficientes materiales didácticos, en fin, generar las mejores condiciones para favorecer el
aprendizaje, pero, por el otro se sigue pensando que al final de cuentas todo depende del
propio alumno para que los esfuerzos educativos realmente fructifiquen, lo que por lo general
se legitima mediante los resultados de la evaluación.

El interés de la sociedad es que el alumno adquiera en la escuela los conocimientos y


desarrolle las capacidades, habilidades y actitudes que sean significativas y relevantes para
su vida presente y futura. Pero se debe convenir que esta posibilidad no depende sólo de él,
sino que depende de la confluencia de múltiples factores: la intervención docente, los
contenidos escolares, las estrategias metodológicas, los recursos didácticos, el clima de
trabajo, las relaciones interpersonales, el apoyo de los padres, las características sociales y
culturales del entorno, y, por supuesto, los procedimientos de evaluación. Todos estos
elementos, inherentes a la dinámica de la experiencia escolar, constituyen un todo que actúa
conjuntamente, influyéndose mutuamente, lo que le confiere un carácter específico al trabajo
escolar como la instancia por excelencia para la formación integral de los individuos.

En este orden de ideas, la relevancia de la evaluación está fuera de toda duda, puesto que
influye en prácticamente todas las actividades que se realizan en el aula. En las concepciones
más actuales, la evaluación sintetiza lo que la escuela entiende por el saber escolar,
establece pautas para definir el objeto, el modo y la finalidad de la enseñanza y del
aprendizaje; en sus formas se refleja la importancia real que adquiere de cada uno de los
elementos del proceso educativo. Mediante el ejercicio y los resultados de la evaluación, el
maestro no sólo puede conocer la evolución del aprendizaje de cada niño, sus condiciones y
necesidades, su capacidad de respuesta a las exigencias del trabajo escolar, también puede
conocer sobre la pertinencia de los medios que utiliza para favorecer su desarrollo. Por eso,
la evaluación no debe limitarse al alumno sino abarcar todos los elementos que intervienen
en el proceso escolar: el trabajo del maestro, los contenidos de la enseñanza, los recursos
educativos, la organización académica para la realización de las actividades, el manejo
curricular e incluso la evaluación misma; y todos estos elementos apuntan en una sola
dirección: el desarrollo óptimo de las facultades del educando. La evaluación desde esta
perspectiva, debe entenderse como una actividad retroalimentadora que aporte información
suficiente y oportuna para orientar las decisiones del maestro con el fin de hacer las
correcciones oportunas a las acciones que coordina cotidianamente.

Sin embargo, en los hechos se pueden identificar una serie de problemas debido a las
controversias que surgen por la manera en que se conceptualiza, por las prácticas que la
caracterizan y por su impacto en el trabajo educativo, convirtiéndose en un objeto de estudio
permanente. Haciendo un poco de historia, se puede reconocer que debido a la masificación
de la educación desde finales del siglo XIX y de manera más notable durante el siglo XX, el
examen (considerado por muchos como la forma de evaluación por antonomasia) irrumpió
en las instancias y prácticas escolares, propiciando que las técnicas de examen individuales y
grupales se desarrollaran en forma masiva y con un alto nivel de especialización, con su
consabido riesgo: si bien el crecimiento de los sistemas educativos fue, y sigue siendo, una
respuesta al derecho que tienen todos los menores a recibir educación (obligatoria y gratuita,
en nuestro caso), democratizando el acceso a los servicios educativos, paralelamente se
desarrollaron técnicas de examen más selectivas para establecer las diferencias entre el
alumnado, como parte de un afán meritocrático cuyo propósito más destacado es el de
distinguir a los más "capaces". Esta manera de evaluar, y particularmente el papel del

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examen, desafortunadamente sigue arraigada en muchas instancias y espacios educativos,
aunque también se han introducido visiones más enriquecidas de la evaluación basadas en
otros criterios y propósitos, con procedimientos e instrumentos más diversificados (Escalante
y Robert, 1993).

La evaluación es, sin duda, un recurso para constatar un tipo de formación específica
certificada mediante una calificación al final de una etapa escolar. Lo importante es definir
cómo se llega a esta determinación, en función de qué propósitos formativos se ha actuado y
qué recursos se aplicaron para tener la seguridad de que se hizo el mejor esfuerzo. El interés
al abordar este componente del proceso escolar radica en que la posibilidad de la
implantación y consolidación de una educación para la diversidad en las aulas depende en
gran parte de los criterios y las prácticas de evaluación.

Por estas razones, en esta conferencia se presentan una serie de planteamientos sobre la
evaluación, centrada principalmente en los procesos de enseñanza y aprendizaje,
considerando cuestiones básicas para una reflexión sobre los problemas que afronta el
maestro al tratar de conciliar en la práctica cotidiana normas, tradiciones, expectativas,
procesos, instrumentos, finalidades y resultados.

La necesidad de superar la evaluación tradicional

Se decía líneas arriba, que tradicionalmente, se considera como único objeto de la evaluación
del aprendizaje el rendimiento del alumno, idea muy extendida en el ámbito educativo.
Veamos las principales características de este tipo de evaluación.

Con base en este criterio de evaluación se constata el nivel de aprendizaje del niño, los
conocimientos adquiridos y sus características. La evaluación convencional, muy extendida
en los años sesenta, se centra en el estudio de lo manifiesto, de lo mensurable, y está
vinculada a una forma de indagación predominantemente cuantitativa, influida por el
paradigma positivista de la ciencia social. La determinación de los objetivos educativos se
fundamenta en criterios que permiten verificar fehacientemente qué se ha logrado,
reduciendo el problema de la enseñanza y el aprendizaje a una relación entre insumos y
productos, entre lo enseñado por el maestro y lo aprendido por el alumno. Es un modelo de
evaluación centrado en los objetivos, considerados como la expresión del aprendizaje o
comportamiento observable de los alumnos, como evidencia de la adquisición de
determinados conocimientos, habilidades, actitudes, etc. Así concebida, la evaluación es un
mecanismo para comparar los resultados del aprendizaje con los objetivos predeterminados,
resultados que se limitan prácticamente al aprendizaje más fácilmente constatable (Rosales,
1990).

La principal objeción a esta forma de evaluación tradicional es la escasa atención que presta
a los procesos, orientándose directamente a los resultados fácilmente mensurables, mediante
pruebas formales y datos cuantitativos. Este enfoque es parcial e insuficiente (MacDonald, en
Rosales, 1990). Casanova (1998) afirma que, aunque este tipo de evaluación supone
criterios fijados de antemano, resulta muy difícil para el maestro mantenerse al margen del
clima generado en un grupo por los distintos niveles de aprendizaje de los educandos, y
generalmente termina valorando por encima de su capacidad real a un alumno que
demuestra dominar un poco más los objetivos previstos en la programación. Por tanto, estos
criterios se van ampliando y flexibilizando y dejan de ser un referente claro y fiable para el
alumno y para el maestro.

Además, en sistemas de enseñanza fuertemente centralizados como el nuestro, existe una


jerarquización de funciones, un proceso de carácter descendente en la determinación de
criterios de evaluación según los cuales, a partir de amplias orientaciones de política
educativa, se elaboran los programas de estudio que van especificándose progresivamente

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en los niveles de decisión hasta llegar al ámbito docente (Rosales, 1990). En tales
circunstancias, dice Carreño (1994), el profesor no tiene decisión en cuanto a la
determinación de criterios para la evaluación, reduciéndose su tarea a aplicarlos. Entonces,
obedeciendo a una constante presión administrativa, los profesores se limitan a medir el
aprendizaje con calificaciones, sin llegar a interpretar tales mediciones, ni deducir las
apreciaciones que los lleven a adoptar medidas prácticas para el enriquecimiento cualitativo
de los procesos de enseñanza y aprendizaje, desperdiciando así información valiosa generada
por el proceso de evaluación para el desempeño ulterior de la actividad docente. El mismo
autor destaca que esta situación ha llevado a dos errores básicos en la evaluación de los
procesos de enseñanza y aprendizaje:

· Comprobar el aprendizaje sólo cuando la administración escolar lo exige.


· Considerar las pruebas o exámenes como única fuente de calificación.

De esta forma, la evaluación determina la acción docente a tal grado que el maestro organiza
y ejecuta su trabajo teniendo como única referencia los lineamientos y procedimientos
evaluadores establecidos normativamente o por la tradición escolar, que habitualmente se
limita al examen escrito. De acuerdo con Casanova (1998), esta evaluación normativa es
válida cuando se pretende determinar la posición ordinal de un sujeto en un grupo, lo cual no
es recomendable ni educativo.

Como consecuencia, la principal preocupación del alumno al comienzo del curso es conocer la
manera de evaluar del maestro para ajustarse a tal procedimiento (García et al., 1996). El
maestro enseña para el examen, sin considerar los problemas que plantea el largo proceso
del aprendizaje escolar y la formación del alumno. Es decir, este modelo de evaluación
destaca aspectos parciales del aprendizaje, valorando la capacidad memorística del alumno y
reduciendo la enseñanza y el conocimiento a reforzar esta habilidad (Escalante y Robert,
1993); y concibe el aprendizaje como una serie de datos o de informaciones que el alumno
reproduce. La evaluación se convierte así en un fin, en una medida de control y en un
instrumento punitivo. Si nos basamos en la idea se que la enseñanza no puede ser lineal, por
la diversidad de actores y factores que comprende, tampoco debe simplificarse su
evaluación, reduciéndola a la simple cuantificación de los conocimientos verificables del
alumno. Si en el contexto de una eduación para la diversidad se propugna por una práctica
docente fundamentada en un enfoque curricular abierto y flexible que propicie la actividad
constructiva del alumno, el aprendizaje significativo, la autonomía para aprender y el trabajo
cooperativo, la evaluación tendrá que ser considerada desde otra óptica que modifique
substancialmente su orientación y su propósito.

El problema aquí es que la evaluación tradicional está relacionada fundamentalmente con la


preocupación por la promoción académica y, por lo tanto, la calificación (certificación) sirve
para clasificar a los alumnos comparándolos entre sí o con una norma general. Esta
evaluación normativa, estandarizada, desconoce las peculiaridades de cada sujeto y suele
perjudicar el concepto que el alumno tiene de sí mismo. De acuerdo con este enfoque, la
evaluación tiene un propósito definido y exclusivo: comprobar el aprendizaje para otorgar
una calificación, que no es otra cosa que la descripción -mediante símbolos numéricos- de
cuánto se ha aprendido. Según Carreño (1994), para la mayoría de los profesores evaluar es
hacer pruebas o poner exámenes, revisar los resultados y adjudicar calificaciones para medir
el aprovechamiento. Esta calificación que se otorga con pretendida justicia y objetividad, sólo
indica cuánto sabe el alumno, pero no revela qué es lo que sabe y lo que no sabe, de qué
forma lo sabe, y por qué lo sabe o no lo sabe.

Además, los trabajos, ejercicios o cualquier actividad del alumno se convierten en evidencias
o indicios que el maestro califica con una nota, lo cual supone un juicio de valor que hace
abstracción de los diferentes factores intervinientes en tales acciones. Y no se puede perder
de vista que este procedimiento, que parece tan simple, se convierte en una gran
preocupación para los alumnos (y seguramente para el propio maestro) desde el punto de

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vista social, académico y personal, del que dependerá su éxito o fracaso dentro y fuera de la
escuela y la manera en que serán apreciados por los demás. Una nota reprobatoria puede
convertirse en un estigma que repercute en la autoestima del alumno y en su interés o
motivación hacia el aprendizaje. Por otra parte, los maestros asumen la evaluación como una
parte ineludible del trabajo escolar, cuyos resultados, si bien permiten conocer el rendimiento
alcanzado por sus alumnos y la supuesta eficacia de las estrategias de enseñanza que
utilizan, también repercuten en su valoración como profesionales de la educación: malos
resultados = malos maestros (García et al., 1996).

Medir, cuantificar aciertos y errores, y adjudicar calificaciones son pues aspectos parciales de
la evaluación, ya que las interpretaciones y juicios sobre el aprendizaje no son una mera
cuestión de acumulación. Por tanto, es indispensable desarrollar otras estrategias que
permitan apreciar de otra manera la enseñanza y el aprendizaje.

Afortunadamente, poco a poco se han ido revalorando los elementos que intervienen en la
experiencia escolar cotidiana, considerándolos también objeto de evaluación; no sólo hay que
evaluar al alumno, también hay que evaluar la acción docente, los contenidos educativos, las
condiciones de trabajo en las aulas, los recursos didácticos y las actividades de aprendizaje,
es decir, la totalidad del trabajo escolar. Es absurdo pensar que, si el alumno no aprende, se
debe a su disposición personal. Tenemos que preguntarnos pues cuál es la función del
maestro, cuál es la función de las estrategias de enseñanza y cuál es la función de la escuela
para propiciar el sprendizaje del alumno.

La evaluación implica a todos los componentes de la educación: profesores, currículo,


administradores, programas y otros, y constituye un proceso interactivo con la enseñanza,
para su orientación y desarrollo. Este proceso consiste en proyectar, obtener y organizar
información y argumentos que permitan a las personas interesadas participar en el debate
crítico sobre un programa específico. Hay que valorar también elementos como la ideología
del evaluador y el sistema de valores imperante en la sociedad, que condicionan los
resultados de la evaluación. La finalidad de la evaluación no es resolver o evitar un conflicto,
sino proporcionar la información básica necesaria a los implicados en el proceso educativo
(S. Kemmis, citado en Rosales, 1990).

Estos planteamientos nos conducen a considerar la cuestión relacionada con la orientación


posible de la evaluación en nuestro contexto escolar.

¿Cuál debe ser la orientación de la evaluación?

Se debe partir de la idea de que el proceso educativo es un continuo dinámico y cambiante


que ha de ser valorado permanentemente para conocer su desarrollo con base en los
propósitos que se quieren alcanzar. Cuando el maestro está centrado preferentemente en la
medición cuantitativa, se aleja del sentido de proceso de la enseñanza y el aprendizaje. El
riesgo de preservar este criterio, sin llegar al establecimiento de otras formas de evaluación
que posibiliten un conocimiento más profundo de las experiencias de enseñanza y
aprendizaje, es muy grande, porque el medir ya permite calificar, cerrando de esta manera
otras opciones más fructíferas. Los criterios de evaluación no se pueden aplicar de manera
rígida, pues éstos deben ampliarse, lo mismo que las técnicas o instrumentos que se utilicen,
de tal suerte que se pueda contar con recursos suficientes para dar cuenta de los elementos
involucrados en el proceso. Otros pasos como la observación, las entrevistas, el trabajo
grupal, las referencias indirectas y otros que no supongan exclusivamente la cuantificación
del aprendizaje, pueden ayudar en este propósito.

Para Carreño (1994), la evaluación es un conjunto de operaciones que carecen de finalidad


en sí mismas y que únicamente adquieren valor pedagógico en función del servicio que
prestan para el mejoramiento de los procesos de enseñanza y aprendizaje. Por consiguiente,

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la funcionalidad de la evaluación radica en incrementar la calidad y el enriquecimiento de
estos procesos, sometiéndolos a una constante revisión. Este tipo de evaluación está muy
relacionado con el concepto de currículo dinámico, abierto, flexible y cambiante. La
evaluación, como señala Stenhouse (1993), debe favorecer el desarrollo del currículo
mediante la reflexión y la acción docente, adaptándolo de manera inteligente, razonada,
pertinente y viable.

Rosales (1990), afirma que en este nuevo modelo de evaluación la autonomía del profesor se
incrementa en la medida en que se reconoce su capacidad para elaborar y desarrollar
orientaciones curriculares y criterios de evaluación. Pero esta labor no debe ser individual y
aislada sino en equipo. La evaluación de los procesos de enseñanza y aprendizaje pondera
colectiva e individualmente, total y parcialmente, los resultados de la actividad de profesores
y alumnos en cuanto al logro de los objetivos de la escuela (Carreño, 1994).

Finalidad de la evaluación en el contexto de una educación para la diversidad.

Se reafirma aquí que la evaluación es un proceso complejo en el que intervienen distintos


elementos: el evaluador, el alumno, lo que se evalúa, el modelo de evaluación que se aplica y
el contexto inmediato, y se requiere observación y conocimiento del comportamiento y
aprendizaje de los alumnos por parte del profesor con el fin de mejorar las técnicas
didácticas. La evaluación sirve para orientar al propio alumno y para guiar los procesos de
enseñanza y aprendizaje, a la vez que permite conocer las necesidades educativas de los
alumnos en las diferentes áreas de desarrollo con el fin de determinar la ayuda pedagógica
más adecuada de acuerdo con las posibilidades de cada niño.

En un aula caracterizada por la heterogeneidad de su alumnado (social, cultural, intelectual,


afectiva, etc.) se debe tener un conocimiento de las necesidades y potencialidades de cada
alumno para saber qué recursos educativos necesitan para favorecer su aprendizaje y
socialización. Por tanto, la evaluación ha de ser también idiográfica, es decir, ha de centrarse
en cada alumno de forma individual, pero sin perder su sentido global. Se destaca con esto el
sentido de singularidad que debe caracterizarla, ya que considera las capacidades y las
posibilidades de desarrollo del sujeto en función de sus circunstancias particulares y tomando
en cuenta su esfuerzo, la voluntad que pone en aprender y en formarse (Casanova, 1995).
En el maestro recae la responsabilidad de crear el clima propicio, de aceptación y confianza,
de motivación y solidaridad en el aula, para lo cual ha de tener muy claros las finalidades,
objetivos, contenidos y estrategias del trabajo. De modo tal que se podría concretar la
finalidad de la evaluación como un elemento para descubrir las "verdaderas necesidades" de
los alumnos y conocer qué variables favorecen su aprendizaje, en qué situaciones están más
a gusto y rinden más, con qué tareas se fatigan, qué ayudas necesitan, qué momento del día
es el más adecuado para introducir estímulos o conceptos nuevos, qué actividades les
agradan más, con cuáles obtienen mayores avances, cuáles entorpecen su aprendizaje,
cuáles los motivan, con qué compañeros o grupo se relacionan mejor. El siguiente cuadro
recoge esquemáticamente estos fines.

FINES DE LA EVALUACIÓN DE LOS PROCESOS DE ENSEÑANZA Y APRENDIZAJE

• Conocer los resultados de la metodología utilizada en la enseñanza y hacer las


correcciones pertinentes.

• Retroalimentar el mecanismo de aprendizaje ofreciendo al alumno una fuente extra de


información en la que se reafirmen los aciertos y corrijan los errores.

• Dirigir la atención del alumno a los aspectos más importantes del material de estudio.

• Orientar al alumno en cuanto al tipo de respuestas que se esperan de él.

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• Mantener informado al alumno de su avance en el aprendizaje, para evitar la
reincidencia en los errores.

• Reforzar oportunamente las áreas de estudio en que el aprendizaje haya sido


insuficiente.

• Asignar calificaciones justas y representativas del aprendizaje.

• Juzgar la viabilidad de los programas de acuerdo con las circunstancias y condiciones


reales de operación.

• Planear las experiencias de aprendizaje atendiendo a la secuencia lógica de los temas


y a la coherencia estructural del proceso.

(Carreño, 1994, pags. 23 y 24).

La evaluación revela también su estrecha relación con los componentes, procesos y


contextos más específicos de la enseñanza y del aprendizaje, así como la proyección que se
le puede dar a sus resultados, cuestión de vital importancia para determinar las estrategias
de evaluación. En este sentido es posible ubicar la relación de la evaluación con el
aprendizaje, la función del maestro y los recursos metodológicos que pone en juego. Con los
procesos de planeación, con el desarrollo de las experiencias y con los resultados obtenidos,
considerando el ámbito del aula, el institucional y el social.

Las investigaciones sobre el aprendizaje y el desarrollo de los alumnos, ponen de relieve que,
además de los resultados de carácter intelectual, hay que evaluar las actitudes y la
integración socioafectiva. En el terreno intelectual, la evaluación debe proyectarse más sobre
las habilidades, las técnicas y las estrategias de conocimiento que sobre el dominio de la
información. Se trata de valorar la capacidad expresada en los propósitos generales de cada
programa. Es la capacidad, más que la conducta o el rendimiento, lo que debe ser el objeto
de la evaluación. Al ser el alumno un sujeto capaz de participar activamente, es
recomendable introducir como práctica habitual que los alumnos evalúen sus propias
actuaciones, su labor y el grado de satisfacción que les produce. La capacidad de valoración
del alumno es también un objetivo educativo. (Casanova, 1998).

Con respecto a las funciones del profesor, la evaluación debe considerar tanto el dominio y
manejo de los contenidos y las estrategias de enseñanza, como sus actitudes para crear
relaciones interpersonales de mayor confianza, respeto y estima, sin olvidar la naturaleza de
sus percepciones, juicios y conceptos en los que se apoya para tomar sus decisiones. La
autoevaluación continua que realice el maestro de su actividad en el aula y en la escuela
constituye un elemento imprescindible para mejorar paulatinamente los procesos educativos,
ya que esta reflexión le proporciona los datos básicos y fundamentados para tomar
decisiones (Casanova, 1998).

En cuanto a los recursos metodológicos, la evaluación ha evolucionado desde el interés por el


efecto global del medio sobre el aprendizaje del alumno hasta el estudio específico de ciertos
recursos en el desarrollo de sus habilidades y aprendizajes, todo ello en interacción con los
contenidos, la preparación del profesor y las características psicopedagógicas de los alumnos,
pues el objeto de la evaluación no puede limitarse a alumnos, profesor y medios
aisladamente, sino que estos tres elementos se integran en un proceso dinámico que
organiza sus objetivos en congruencia con un enfoque global de la enseñanza y el
aprendizaje, con el fin de lograr una planificación más racional de la intervención docente y
la participación de los alumnos.

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Sabemos que toda actividad didáctica tiene lugar en un determinado contexto que repercute
en la orientación y resultados de la acción educativa. Este contexto favorece o limita la
interacción profesor-alumno y las relaciones entre todos los participantes de la experiencia
escolar, y del mismo modo que puede facilitar o entorpecer las actividades de enseñanza,
puede ser estimulante o puede incluso frustrar el interés por la innovación. En la perspectiva
de una educación para la diversidad, la evaluación del aprendizaje se concibe como un
proceso continuo y con carácter formativo. Es decir, acompaña al desarrollo de toda la
experiencia escolar, desde que se inicia hasta que concluye, e incluso va más allá, teniendo
como objetivo el beneficio del alumno y del grupo. La continuidad es entonces un criterio que
le confiere a la evaluación un sentido global y diversificado. Como elemento inseparable de la
misma educación, proporciona las referencias necesarias para que el maestro conozca la
situación general del grupo y de cada alumno en los diferentes momentos del proceso
escolar. El aspecto formativo de la evaluación se refiere a las correcciones que se pueden
realizar en el proceso de enseñanza, ajustando las estrategias, adecuando los materiales de
trabajo, atendiendo a las necesidades individuales y planeando mejor las actividades.

En este sentido, hay que señalar la importancia de la diversificación de los procedimentos


evaluativos, como se indicaba anteriormente, ya que el examen es sólo un recurso, no el
único válido, entre muchos de los que el maestro puede disponer, sobre todo tratando de ser
congruente con el enfoque que aquí se ha manejado. Si se asume una posición abierta y
flexible frente al currículo, si se valora la importancia de crear condiciones de trabajo que
respondan a las necesidades educativas del alumnado, entonces se debe actuar de la misma
manera en lo que a evaluación se refiere, por lo que la disposición de técnicas e instrumentos
para evaluar debe ser manejada con la flexibilidad requerida para tener un conocimiento lo
más amplio y completo posible sobre el alumnado y sobre la experiencia educativa en su
conjunto.

Finalmente, los supuestos expuestos a lo largo de este artículo sobre la evaluación son
elementos de referencia para tratar de definir y establecer formas de organización y de
intervención pedagógica más coherentes para los requerimientos de una educación que
pretende responder a la diversidad del alumnado. Desde este punto de vista, se pretende
superar la idea de que el valor y trascendencia de la acción educativa sólo radica en sus
productos, no en sus procesos, particularmente en cuanto a los criterios que se utilizan para
la evaluación. La evaluación es pues una manera de traducir una propuesta curricular, basada
en determinadas concepciones sobre el conocimiento y el aprendizaje escolar, en una
práctica concreta y específica que logra ciertos resultados. El análisis debe apreciar la
coherencia entre un objetivo y los procedimientos utilizados para alcanzarlo, pero además
tiene que reconocer las implicaciones que ciertas prácticas evaluadoras tienen en la
formación de los sujetos (en su desarrollo, aprendizaje y socialización).

La reflexión sobre el significado de la evaluación está estrechamente ligada a la forma en que


el maestro, y el colectivo de maestros, determine para conocer al sujeto de la educación,
para valorar su propio trabajo y para elevar la calidad del mismo. Esto supone asumir
conscientemente que las dificultades y limitaciones de un modelo o tradición educativa
pueden y deben ser superadas cuando muestran su ineficacia.

Referencias
Carreño, F. (1994). 5 enfoques y principios teóricos de la evaluación. México: Trillas (2a.
ed.).
Casanova, M. A. (1998). La evaluación educaticva. México: SEP-Cooperación Española
Escalante, I. y Robert, M. (1993). La evaluación en la escuela primaria. México: Colección
cuadernos de cultura pedagógica Nº. 5, UPN.
García, I., Escalante, I., Escandón, M., Fernández, L., Mustri, A. y Toulet, Y. (1996).
Integración Educativa: Perspectiva Internacional y Nacional. (Informe de investigación de
circulación interna). SEP, Subsecretaría de Educación Básica y Normal.
Rosales, C. (1990). Evaluar es reflexionar sobre la enseñanza. Madrid: Narcea

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