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Comprensión

Muy al norte, pasando las tierras que han pisado los hombres.

Más allá de Midgard, más allá de Asgard, más allá del Yggdrasil
mismo, pasando las fronteras de los mares de nebulosas de
electrones, las galaxias pobladas de los héroes olvidados...
había una tierra en cuyo centro se encontraba una montaña
increíblemente grande y alta, que abarcaba toda la vista. Una
montaña desde la que se podía ver el infinito multiverso, cada
gama de color, cada estrella, cada detalle de cada matiz de cada
nimia vida, y no vida, de todo. Aunque no giraba alrededor de un
Sol era una montaña en la que se podía oír el apacible fluir de
los riachuelos y el ulular de los búhos en primavera. Una
montaña de calurosas y verdes y agradables vistas en verano. Una
montaña de apagadas lluvias y viejos colores en otoño.

Poco a poco el frío y la muerte del invierno fueron


invadiéndola, de arriba a abajo y de abajo a arriba. Una gruesa
capa de nieve aparecida de la nada, que era a la vez de un color
y a la vez de todos, cubrió la montaña y la poca tierra que la
rodeaba hasta llegar al mar, formado del tejido mismo de la
existencia.

Cerca de la cima dolía hasta respirar, y es aquí precisamente


donde vivía él.

Él tenía forma. Tenía altura. Puede que hasta pesara.

Pensaba - mucho -, y observaba. Observaba las estrellas, los


planetas y las especies que vivían en ellos. Observaba el crecer
de las rocas, fugaz como el aleteo de un colibrí. Observaba los
átomos en ebullición de las pequeñas explosiones que se
producían cuando implosionaba una supernova, y aunque no sabía
lo que era el límite de Chandrasekhar, supo que tenía que pasar,
aunque no comprendía el porqué.

Un día se sentó en una de las rocas desde las que le gustaba


observar su cielo y sacó una flauta que se había manufacturado
hacía tiempo, aunque ya no sabía cuanto, pues para él el tiempo
no era más que algo que pasaba para todas las cosas menos para
él.

Sus dedos, si es que alguna vez tuvo dedos, crujieron al


desentumecerlos por el intensísimo frío que habría congelado un
iceberg. Sensible como era, no pudo evitar que una melodía le
viniera a la cabeza (metafóricamente hablando, pues no sabemos
si alguna vez tuvo cabeza) cuando su atención se posó sobre el
ruido que se producía entre los huecos que forman las nubes de
un atardecer en un mundo lejano. Y empezó a tocar. Pero no
salían notas de la flauta. Lo volvió a intentar y la música no
sonaba. Intensamente impasible volvió a hacer lo que mejor se le
daba: observar y pensar.
Un día llego la primavera, y la vida en la tierra donde
convergen los infinitos multiversos, donde confluyen el espacio
y el tiempo, el centro del ocho, volvió a surgir.

Y entonces, al desaparecer la gélida estaticidad de la muerte,


se escuchó en la cima de la montaña la sinfonía que provocaba el
espacio vacío entre cúmulos de agua cristalizada que reflejan la
luz de una estrella en decadencia que se oculta tras el velo del
horizonte de un astro que gira y que gira.

Entonces él comprendió.

Y siguió observando.

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