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NOTA BENE
Solo a los escritores les he dado, de manera lícita y sin despertar sospechas de
esquizofrenia, expresar en todo su esplendor la multiplicidad y la complejidad del ser
humano. De no ser porque cuento con el apoyo de escritores de la talla de Unamuno,
Slotedijk, Nabokov Nietzsche o Derrida, entre otros, ni siquiera me atrevería a esgrimir
con grandilocuencia y vanagloria los motivos que me hacen convertir a mi padre en
libro, a menos de dos años de su muerte. La idea me la dio el escritor israelita Amos Oz,
cuando en la página 440 de su autobiográfica Historia de amor y oscuridad escribe
“…esperaba crecer y convertirme en libro…No en escritor, sino en libro… si crecía y
me convertía en libro, tenía la posibilidad de que un ejemplar perdido pudiera salvarse,
aquí o en otro país, en alguna ciudad, en alguna biblioteca remota… yo he visto como
los libros consiguen esconderse…
Esconderse para sobrevivir, digo yo, pues es precisamente la supervivencia el leit
motiv de estas memorias que mi padre escribió a petición mía, sin ánimo alguno de
publicarlas, con el único propósito de ser recordado por quienes lo amamos. Mi padre,
múltiple y complejo, repetía, sin haberlo leído jamás lo que ya mucho antes había dicho
Jean Paul Sartre, que los libros son voluminosas cartas para los seres queridos; o
Nietzsche, por aquello de que la escritura es el poder de transformar el amor al prójimo
por la vía desconocida, lejana, venidera. Así visto el escritor se convierte en el remitente
que envía desde la otredad, una invitación extraordinaria a participar en una
confidencia y con ello entrar en un círculo íntimo de cófrades.
Luego, se superpone otra fase, la que Nabokov bautizó como quididad , aquella por
medio de la cual el texto es un asunto en sí mismo, independiente del que lo remite y
con la posibilidad, planteada luego por Derrida , de provocar en cada lector, variadas
inferencias.
Aclarado mi propósito, acudo a Pessoa el más prolijo y prolífico creador de
heterónimos y a Teódulo López Meléndez, traductor e intérprete virtuoso de Pessoa,
para explicar que mi padre, el exitoso empresario Juan Feld, el velerista consumado, el
padre, el esposo, el abuelo, el burgués, a la manera de Sándor Márai, fue solo uno, el de
la imagen pública que le tocó vivir a raíz de los sucesos que signaron su existencia
(1923-2008), pero doy fe de los demás: el melómano, amante de Mozart, tímido pianista
y flautista que le cedió el paso al empresario; el agudo dibujante, caricaturista, artista,
que abdicó frente al apoderado; el delineador de la realidad, capaz de satirizar hasta la
hilaridad cualquier monotonía, que contuvo su humor dentro de los linderos domésticos
porque así lo exigía la persona que ejercía el liderazgo responsable de su imago.
Que mediante estas pocas anécdotas de su vida, de esta selección de sus dibujos, de esta
nota bene de su hija, heredera, lamentablemente de no todos sus defectos, mi padre se
convierta en libro, ¡qué siga Vivo por excepción!
Eva Feld
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Cronografía (muy aproximada, hecha de memoria)
1929 Primaria
1933 Secundaria
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24 diciembre Me incorporo a lo que queda de mi regimiento.
1945 noviembre Regreso a Oradea para evitar que nuestra fábrica sea
expropiada.
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1953 Trabajo como gerente de un departamento
de importaciones en Herbert Zander S.A.
Fracaso y empiezo a trabajar como asistente
del director de Ferrum.
1983 Muere Ilma (no recuerdo el año del matrimonio (puede ser
1965).
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PRÓLOGO
He pensado en escribir, como alternativa a mi hábito de tomar tragos durante mis horas
de insomnio. No le voy a dar título, no lo necesita, pues no es para publicarlo, pero si se
lo diera sería algo así como “carta a los que me han querido”, pues son los únicos
lectores putativos de comentarios tan personales. (“De esta cabuya tenemos un rollo”,
dijeron todos mis compañeros de estudio, cuando después de 50 años, nos volvimos a
encontrar), así que mi cuento no tiene nada de extraordinario, al menos entre los de mí
generación y de orígenes similares.
Por otra parte, el título habría de ser en forma pretérita, para que los destinatarios lo
lean después, (posiblemente muchos años después) de mi entierro.
También he pensado comenzar con un “motto” o lema, pero no encuentro el libro del
extraordinario poeta húngaro Arany János, para citar “verbatim” (al pié de la letra).
Creo que en el inicio de su poema épico, Toldi Miklos, cuenta de un soldado de
regreso de la batalla perdida que pide permiso para pernoctar en una granja; lo invitan a
cenar con la familia del granjero y él comienza a contar sus peripecias de la guerra.
Cuando hace una pausa, surge la conversación con un niño de la familia del granjero,
algo como lo que sigue (repito, la cita, es de memoria):
“Siga contando, tío, dice el niño, (en húngaro los niños dicen tío a los mayores).
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ORGANIZACIÓN DEL MATERIAL
Ahora me toca organizar el material. ¿Cuál criterio será mejor? ¿Cronología, aspectos
sentimentales, “importancia” (subjetiva, en todo caso)? O tal vez combinación de
varios. Ya que se trata de una terapia contra el insomnio, más que esfuerzo literario,
opto por el primero, que además tiene la ventaja de que coincide con el enfoque de lo
que usualmente escribo: correspondencia comercial.
Excelentísimo Señor Ministro de Educación del Reino Húngaro (El reino no tenía rey,
pero esto lo comentaré luego, a menos que se me olvide).
Cuando nací yo, A.D. (Anno Domini) 1923, la población era mayormente húngara,
con muchos rumanos, y un 30% de judíos. Se la apodaba, burlonamente, “Peceparti
Parizs”, o París a las orillas del Pece. Es que por el centro de la ciudad pasa el río Criş
(Crisul Repede, o Río Rápido, pues existen dos Criş más, el “Blanco” y el “Negro”),
que me trae muchos recuerdos de infancia. Pero también tiene, en las periferias, cerca
de los cuarteles, cerca de la fábrica de mi abuelo, casi llegando al cementerio, otro
riachuelo, el Pece (se pronuncia algo como “petse”) de aguas estancadas, de color verde
por las algas que acumula y con olor a podrido. De allí parte del apodo. La otra parte
es que ha sido una ciudad de mucho movimiento cultural: una ciudad tan pequeña tenía
una Orquesta Sinfónica de aficionados, (yo tocaba, 2da. Flauta), Teatro permanente,
Ópera, (compartida con la ciudad de Cluj-Kolozsvar-Klausenburg, algo mayor y a 150
kilómetros de distancia), Clubes Literarios, varios periódicos en diferentes idiomas, de
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buen nivel, para mencionar solo algunos aspectos que le dieron el nombre de “París a
las orillas del Pece”.
Pude conocer muy poco de mis antecesores, en realidad escribo esto (abstracción
hecha del insomnio) para transmitir a “los que me han querido” alguna información del
tipo que me hubiera gustado que mi papá o mi abuelo me hubieran dejado. Mi abuelo
materno era “cerrajero”, de profesión. Para la época y para el idioma (el húngaro), esto
era una mezcla de herrero y mecánico, y yo mismo obtuve, en 1946 o 47, el título de
“maestro cerrajero”. Su nombre y apellido originales eran Sterntahl David, pero con la
moda de “hungarizarse” de los judíos, a principios de siglo, optó por cambiar el apellido
de “Valle de Estrellas” en alemán al de labrador húngaro (Szántó); como David
también suena a judío, lo cambió a Dezsö o Desiderio. Aprendió el oficio en el taller de
mi tío, luego hizo sus “años de deambulación” en Wanderjahre, Alemania (Prusia de
entonces). Esto era una costumbre proveniente de la edad media, cuando los oficiales
de alguna profesión tenían que hacer una pasantía por países extranjeros, sin ayuda
económica, trabajando en talleres donde los acogieran (Y donde los explotaban…) antes
de ser admitidos al “gremio” de su ciudad de origen, lo que les permitiría practicar allí.
Los gremios eran organizaciones con raíces en la Edad Media, con la principal finalidad
de limitar la competencia (en mi apreciación, al menos). En húngaro se llamaba céh, en
alemán Hansa.
Después de trabajar unos años como empleado del tío Grünwald (no hungarizó su
apellido) se estableció por su cuenta, la firma se llamaba sencillamente SZANTO
DEZSÖ ES FIA ELSO NAGYVARADI REDONY ES KALYHAGYARA, en húngaro,
posteriormente FABRICA DE RULORI SI SOBE DIN ORADEA DEZIDERIU SZANTO
SI FIUL. Todo esto necesitaría más comentarios, pero vamos por la vía de la cronología.
Mi abuelo Szanto era, para mí, niño, (él murió relativamente joven, creo que a los 60
años, y yo tenía menos de 10), una persona maravillosa. Era chistoso (aunque, como
somos los viejos, algo repetitivo), generoso y cariñoso. Recuerdo que mi papá se le
oponía rotundamente cuando quería aumentarme excesivamente (le parecía a mi papá),
la mesada extra que me daba mi abuelo. Lo único que le reprochaba era el incidente de
las cucarachas volantes. No sé como se llaman correctamente, pero son unos insectos
muy parecidos a las cucarachas, en húngaro se les llama “sváb-bogár” literalmente,
insecto suebio, es decir alemán. Hay muchas expresiones peyorativas que en los pueblos
se usan en contra de otros pueblos, por ejemplo en húngaro lo mandan a uno a Francia
(“menj a francba”), y con esto le desean que se le pegue a uno la sífilis, enfermedad
que trajeron a Hungría las tropas napoleónicas. Bien, casi todas las primaveras los
insectos de marras, invadía nuestra “viña” (szöllö) de la que tendré que hablar en algún
momento. Mi abuelo me propuso una vez que recogiera bastantes y las pusiera en una
caja de cartón, y luego “….cada una te paga una moneda…” Pensé que era una de las
formas “raras” de expresarse de mi abuelo, en vez de decir “te pagaré una moneda por
cada insecto”; me dediqué con entusiasmo a la tarea. Cuando le llevé la caja con
muchas, muchísimas cucarachas y le pedí las monedas, me dijo “pídeselas a ellas”.
Quedé con desengaño y rabia.
Muchos años después escuché que la fábrica de mi abuelo era uno de los peores
“sweatshops” de la época en la ciudad; de hecho me acuerdo que los obreros, al salir
del trabajo eran cacheados por el capataz, algo humillante, sobre todo para las mujeres.
Para terminar el cuento de mi abuelo Szanto, el verdadero jefe de la familia era, sin
lugar a dudas, la abuela, Irén néni (la tía Irene). Cuando mi abuelo murió, después de
una brevísima enfermedad repentina, ella culpó al médico de cabecera y lo atacó en la
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Calle Real con su paraguas. Recuerdo una carta del médico, dirigida a mí papá,
amenazando con demanda por daños y perjuicios. La abuela le gritó: ¡Asesino!, y otras
cosas más en plena calle.
Ya que me fui por la tangente, hablaré un poco de mi tía Clarita (Klárika). Ella era
mucho más joven que mi mamá, nació en 1910 (mi mamá en el 1903), y murió a los 19
años de tuberculosis. En la época esta enfermedad era incurable, los médicos pensaban
que el aire puro podía ayudar a los enfermos, así que mi tía pasó años en Davos, Suiza,
en un sanatorio para tuberculosos. Era una muchacha bonita, catira, de ojos azules y
muy cariñosa conmigo. En cierto momento, tal vez porque mis abuelos se dieron
cuenta que no se curaría en Suiza, compraron una pequeña propiedad en las colinas, a
unos 3 o 4 kilómetros de la ciudad, para que ella pasase los veranos allí, y por supuesto
todos veraneábamos en el lugar. Esta era la “viña” que mencioné antes, tenía 3 acres
(¿), en húngaro “3 hold”; creo que 1 “hold” (luna) tiene como 1000 metros cuadrados.
Una tercera parte era de uvas, otra tercera parte de frutales y césped y el resto de
vegetales, jardín y la casa; esta tenía 3 habitaciones enormes, una sala y un baño;
recuerdo la bañera: era de lámina galvanizada (lo que aquí se llama cinc), tenía 4 patas
de hierro y, en uno de sus extremos, había una portezuela que se podía abrir y….hacer
fuego de leña adentro. Resultado: el agua estaba hirviendo en un extremo de la bañera y
helada en la otra.
Eran bonitas las vacaciones allí, teníamos un perro pastor alemán, se llamaba
“Thyras”; hacíamos largos paseos por las colinas vecinas. El cuidador de la propiedad
tenía un lugar cercado para sus gallinas, chivos y cochinos. El agua la sacábamos de un
pozo muy cerca de la casa, inicialmente con un tobo, por un mecate que giraba en una
rueda, pero luego mi tío Sanyi (Alejandro) instaló una modernísima bomba de palanca,
de las que todavía se usan para transvasar kerosene y otros líquidos. Con esta bomba
mandábamos el agua a un tanque elevado y ¡Oh milagro de la técnica! podíamos
ducharnos con agua que venía desde las profundidades de la tierra y estaba helada aún
durante la más fuerte canícula (palabra que, por cierto, se usaba en húngaro también).
El trabajo de bombear agua era aburrido, pero hubo otros menesteres más divertidos,
como por ejemplo hacer helado. Para esto servía un tobo metálico montado dentro de
otro tobo grande, de madera “dézsa”. Entre los dos poníamos hielo picado y girábamos
el tobo con una manivela a través de unos engranajes cónicos, echando de vez en
cuando sal al hielo. La sal hacía derretir el hielo, fenómeno exotérmico, es decir, uno
que emite calor, luego produce frío, hasta que el helado se solidifica. Los que más me
gustaban eran los de fresa, frambuesa y de chocolate. Los que más hacíamos eran de…
vainilla.
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Joska (Joselito), heredó la tienda; a la tercera Viki ( Victoria, abuela de mis dos sobrinas
de São Paulo), y a la quinta, Zsuzsi (Susana, abuela de Tibor), las casó, lo que
significaba darles dote -comprarles marido, decía yo- , rebelde eterno, mientras que al
otro hijo, el cuarto en nacer, Miklos (Nicolás), lo mandó a aprender un oficio manual
como es el de “cerrajero”, es decir mecánico, (ver lo del abuelo Szanto).
Cuando fuimos a Poienii, la tienda la tenía mi tío Joska. Vivían en la misma casa de la
tienda, almorzábamos en el cuarto contiguo y a cada rato sonaba la campana que
señalaba que alguien había abierto la puerta (típico de las tienditas de antaño, sistema
que permitía a una persona atender otras labores mientras no había clientes), y Joska, o
su esposa Szerena, tenían que levantarse para atender al cliente, que generalmente venía
a comprar “un leu” (león = moneda rumana) de fotógeno (griego; amigo de la luz),
única fuente de iluminación para ese lugar y esa época. El kerosén estaba en un barril,
debajo del mostrador que tenía como 5 centímetros de espesor, sobre el barril había un
hueco como de 10 centímetros de diámetro, luego se sumergía un cucharón/medida de
mango largo en el barril a través del hueco y se vertía el producto en el envase del
cliente. Total de la venta: 1 moneda con valor cercano a cero…..pero la mano de quien
despachaba quedaba con el poco apetitoso olor a kerosén…
Jozsi, Szerena y sus dos hijos perecieron en Auschwitz; en esto tuvo “culpa” mi papá:
no le pareció bien que los niños crecieran en el pueblo como semianalfabetas. Hablaban
un dialecto horrible el “bihorean”, rumano con muchas palabras cercanas al húngaro;
por ejemplo: decían “bumba” parecido a“gomb”, en lugar de “nasture” (rumano para
decir botón); ghezes parecido a gözös o “vaporoso”, nombre popular en húngaro del tren
a vapor, al que en rumano se le dice “tren”. Tampoco vio mi papá con buenos ojos la
pobreza de Joska y lo convenció que vendiera la casa y la tienda y que viniera a vivir a
Oradea para buscar mejores condiciones de vida. Sin embargo, los judíos de Oradea
fueron deportados a Auschwitz, entre ellos Joska y su familia. Nada le hubiera pasado
si se hubiera quedado en su pueblo…
Las dos tías, Viki y Zsuzsi, se quedaron en la parte rumana, cuando Transilvania se
dividió en dos, en el 1941, y sobrevivieron, con sus esposos e hijos, pero falta mucho
hasta el 41…
Miklos era mi tío favorito, yo le amaba. Era todo lo contrario de mi tío materno Sanyi:
hombre sencillo, cordial, cariñoso, hablador, extrovertido y me trataba como amigo o
compañero. A finales de los años 30 estaba en Bucarest, supervisando la sucursal de la
fábrica que montó allí el tío Sanyi, compró o construyó una casita modesta y por
mandato de la cabeza de familia, la abuela Irén néni, tuvo que casarse, para que no
anduviese con “esas”, como decía la abuela. En 1942, (creo), asustado por las
persecuciones antisemitas en Rumania de los “Guardias de Hierro”, vendió su casa y
todo lo que tenía, para comprar pasajes en un barco, (no recuerdo su nombre, si me
viene a la mente lo anotaré aquí), que los llevaría con cientos de judíos más a Palestina,
clandestinamente desde luego, pues los gobernantes coloniales ingleses no permitían la
inmigración judía para no antagonizar a los árabes. Un submarino alemán torpedeó la
nave y todos, sin excepción, perecieron. Hasta el día de hoy pienso en él con cariño; lo
que más recuerdo es una cosa tonta de mi niñez: un día, estando solo con él en Bucarest,
me invitó a una taberna de verano al aire libre, pidió unos “rosii” (rojos, o tomates)
regados de aceite de oliva, sal y pimienta, y una copa de vino también para mí
(estrictamente prohibida en casa por la autoridad de la abuela). Aun siento en la boca el
sabor de aquellos tomates, es decir, de aquel cariño.
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Tengo que volver a la familia materna. Allí también, de los 3 hijos, el mayor recibió
educación, se graduó de Ingeniero Mecánico en Mittweida, Oriente de Alemania; la
segunda (mi mamá), se casó después de terminar el bachillerato (le “compraron un
doctor”, vide supra). Klarika, la menor, no llegó a terminar la secundaria: no pudo
seguir estudiando por su tuberculosis.
Tío Sanyi, a quien me parezco físicamente, me caía pesadísimo, era mandón, altanero
y podría seguir con adjetivos peyorativos si no fuera porque el pobre terminó también
en los crematorios de Auschwitz. Además, años antes, había sido vejado y torturado por
militares húngaros. Pero esto, cuando yo era niño, no se podía prever, y sinceramente no
lo quería mucho. Para un ejemplo de su forma de ser, cito, de memoria, desde luego, el
letrero que mandó a colocar en la puerta de su oficina:
SZANTO SÁNDOR
INGENIERO DIPLOMADO
SÓLAMENTE RECIBO VISITAS PREVIO ANUNCIO
Y ÚNICAMENTE A PERSONAS QUE INDIQUEN POR ESCRITO EL MOTIVO DE
SU VISITA
Desde luego, hoy entiendo que le habrán llegado cientos de solicitantes de favores,
pedidores de “ayuda” o de limosna, vendedores de cosas que él no quería comprar, y
simplemente estaba administrando su tiempo. Pero para mí, niño rebelde, era el
prototipo del capitalista abusador.
Creo que conviene ahora hacer un resumen de la situación familiar para principios de
los años 30, cuando empecé a estudiar en el liceo. Si bien nací en un apartamento del 2º
piso de un “edificio “de dos pisos de la Calle Real, tengo que anotar que con los
cambios de régimen esta fue rebautizada muchas veces: Avenida del Rey Ferdinand
(Fernando de Rumania), Avenida Almirante Horthy Miklos (Regente de Hungría),
Avenida del Ejército Rojo; pero para los locales siempre se llamaba la Calle Real. Mi
papá compró, en sociedad con el tío Sanyi, una casa en la calle Szanislao, o “Calle de
los Abogados”, pues en casi todas las casas vivía uno, y tenían sus bufetes allí mismo.
La calle estaba (está) a un paso de los tribunales.
La nuestra era una casa vieja, bastante grande; el apartamento mayor, que daba a la
calle, era nuestro. Tenía techos muy altos, un altísimo desván enorme y un cuarto donde
trabajaba la secretaria y el asistente de mi papá, él mismo recibía allí a los clientes de
menor categoría; el cuarto contiguo se llamaba “Cuarto de Señores” (uri-szoba), o
recibo, allí mi papá atendía a los clientes mas importantes, o a aquellos con los que
quería tratar algo confidencial; tenía un juego de recibo de cuero y allí hacía sus siestas
diarias mi papá. Luego, siguiendo el frente hacia la calle, seguía el dormitorio de papá y
mamá, o de papá, después de que mamá muriera. Papá dormía siempre con la ventana
abierta, aún en invierno cuando la temperatura llegaba a menos de 20 grados bajo cero,
abrigado por un edredón de plumas. Hacia el patio, teníamos un gran comedor, el
cuarto de niños, (de mi hermano y mío), luego la enorme despensa, cocina, cuarto de
servicio, etc. El patio-jardín era grande, y allí estaba otro apartamento que por un
tiempo ocupó el tío Sanyi con su esposa Lilly y sus hijos Gabor (Gabriel) y Eva.
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Los abuelos Szanto vivían en el otro extremo de la ciudad, cerca de los cuarteles
-riachuelo Pece- y del cementerio, junto a la fábrica.
Se me hace cada vez mas difícil seguir con esto: pasan muchos días entre página y
página, no recuerdo donde había quedado, no quiero repetir ni omitir detalles, pero
creo que lo peor es que cada vez me acerco mas y mas al período de tragedias,
doloroso de recordar.
Romania Mare (grande) era un reino constitucional, la familia real había sido
“importada” después de un “shoping tour” de los políticos, entre familias reales
europeas; finalmente se decidió coronar como rey a Ferdinand I (Fernando, apodado
posteriormente “Fernando el Borracho”), de la familia de los príncipes alemanes
Hohenzollern, emparentados con las familias reinantes de Alemania, Inglaterra y Rusia.
Definitivamente, el oficio de rey/emperador/zar ha sido un negocio familiar.
Romania era un país petrolero, los rumanos un pueblo latino, alegre y extrovertido,
todo muy comparable a la Venezuela que encontré al llegar aquí en 1948, incluyendo la
corrupción generalizada, que no excluía el Palacio de su Majestad…Pero nosotros no
éramos rumanos, ni siquiera hablábamos el idioma, excepto mi papá, quien nació y
vivió durante su niñez en Poenii, un pueblo netamente rumano, así que hablaba con un
pesado dialecto campesino “bihoreano” (del “judeţ”o judicatura=distrito). Bihor en
rumano, Bihar en húngaro. Mi idioma materno era el húngaro, en casa se hablaba
húngaro, nos consideramos “húngaros de religión israelita”.
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“ocupación”, que comenzó en el 1918, él era el único abogado de Oradea que hablaba
rumano, los jueces no lo hablaban. Entonces se inventó un sistema: Feld Berci
(“Albertico”) redactó una frase en rumano que decía algo como: “Señor Juez,
Honorable Tribunal: Respetuosamente solicito su aprobación para hacer mi exposición
(se usaba la palabra afrancesada “Plédoyer”) en el idioma húngaro”. Los abogados
comenzaron el procedimiento pronunciando (leyendo) esta fórmula mágica, luego el
juez solo tenía que decir la palabra “apruebo”, en rumano aprob, lo cual era
pronunciado por los afables jueces húngaros o judíos de habla húngara, como
“apróbb”, que significa algo como “más menudo”. Luego el juicio continuaba en
“nuestro idioma”, para felicidad de todos. Desde luego, esto cambió con el tiempo: el
gobierno mandó jueces rumanos y los abogados tuvieron que aprender el idioma,
áunque nunca pérdieron el ácento, el cual, en húngaro, síempre ésta en la prímera
sílaba…
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Carajito bueno para nada
(Haszontalan kölyök)
En el último año durante la era rumana, domnul profesor Anca, nos dio como tarea
leer la biografía del más importante poeta rumano, Mihai Eminescu, escrita por un tal
Petrescu. Teníamos que leer el libro de unas mil páginas y escribir un resumen del
mismo durante las vacaciones de Navidad. Yo me fue a esquiar durante las vacaciones y
no leí el libro. Cuando tuve que presentar el resumen, escribí algo así como “las
biografías noveladas están de moda, grandes escritores como Stephan Zweig, Emil
Ludwig y otros se dedicaron a este género, pero ninguna de estas obras como la de
Petrescu; en cuanto a su contenido, no vale la pena resumirlo puesto que todo el mundo
conoce la vida del gran Eminescu”.
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robamos una ampolla de gas lacrimógeno sin abrir y nos la llevamos a casa. Ahora bien,
nuestro profesor de física/química, domnul Otto Weiniger (oriundo de Chernowitz,
Bucovina) casi nunca nos llevaba a la sala de experimentos (lo que nos hubiera
gustado), sino que dictaba las clases en nuestro salón usual, de modo que en vez de ver
experimentos interesantes aprendimos fórmulas en la pizarra. Queríamos fastidiar a
Weiniger y minutos antes de que empezara la clase, echamos la ampolla en nuestro
salón. Entonces por una increíble coincidencia, no solamente Weiniger nos mandó al
laboratorio, sino que Anca decidió, por alguna razón, dictar su clase a otro grupo de
alumnos, en nuestro salón. Oszi y yo, asustados, pedimos permiso para salir y nos
acercamos a nuestro salón. La puerta estaba abierta de par en par, lo mismo que las
ventanas; allí estaba Anca, imperturbable, dando explicaciones sobre la poesía de
Alexandrescu y otros poetas rumanos, mientras vertía lágrimas a cántaros.
Posteriormente, desde luego, Anca convocó un consejo profesoral para juzgarme, pero
si mal no recuerdo, no pasó otra cosa sino la reconfirmación de la prohibición de volver
a inscribirme en el mismo colegio para el año escolar próximo.
Durante el verano, Oradea fue transferida a Hungría. Anca se transfirió a la parte que
siguió siendo rumana, y allí quedo la cosa.
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Feld
Mis abuelos tenían 5 hijos, Al mayor, mi papá, le tocaba estudiar y, con enormes
sacrificios, le financiaron hasta la universidad. Al segundo hijo, Jozsi (José), le tocaba
heredar la casa y la tienda. A las dos hijas, a Viki, mamá de Csuti (Israel) e Ica, (Brasil),
y a Zsuszsi les dieron dotes para que se casaran; al menor, Miklos (Nicolás), le hicieron
aprender una profesión, la de cerrajero (así se denominaba todo lo que se refería a
metales, incluyendo la mecánica).
Miklos era mi tío favorito. Era mucho más joven que mi papá y era una persona
tranquila y alegre. Trabajaba en la fábrica de Rulouri si Sobe (fábrica de persianas y
estufas) Dezider Szanto si Fiul, donde fungió desde jefe de taller hasta chofer de mi tío
Szanto, gerente de la fábrica.
En la época, en Oradea, ciudad de unos 100 mil habitantes, los carros se contaban con
los dedos de una mano. Mi tío Szanto tenía uno. En los años 30 montó una sucursal de
la fábrica en Bucarest y se casó, por insistencia de mi abuelo Szanto, quien le dijo que
debía absolutamente casarse para no pasar más tiempo con “aquellas”. Llegó a comprar
una casita.
Mi mejor recuerdo de Miklos es cuando un verano, estando yo de visita en Bucarest,
me llevó de visita por la ciudad y terminamos en un “restaurante de verano” y en un
jardín con parrilla. Allí pidió un frasco de vino (yo habré tenido 13-15 años) y unos
rosii (literalmente “rojos”), palabra muy rumana para llamar a los tomates, (todavía
siento su sabor en la boca). Con el vinito por primera vez me sentí adulto.
Creo que fue en el año 1943 cuando Miklos vendió su casa y con su producto compró
un pasaje en un vapor de emigrantes judíos ilegales que zarpó de Constanza con destino
a la entonces Palestina, aun con la gran duda de si los dueños coloniales, los ingleses,
los dejarían o no desembarcar.
Los alemanes torpedearon el vapor y Miklos, su esposa y cientos más, perecieron.
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EL TIPO SAMUEL
(SAMU BÁCSI )
Mi papá tenía un tío. En realidad no sé si era tío de verdad, o le decía tío, como los
más jóvenes le dicen a una persona mayor en húngaro. Creo que haya sido un familiar
algo lejano. El tío Samuel, un hombre bajito y gordo, de pelo y bigote blancos, se
amarraba el pantalón por debajo de la barriga y generalmente con una esquina de la
camisa por fuera. Se la pasaba de una crisis económica en otra. Su profesión era pintor
de brocha gorda, algunas veces no tenía trabajo, otras no le pagaban los clientes, pero
cada vez que venía a nuestra casa era para pedir una ayudita. Mi papá le tenía cariño, le
gustaba tomarle el pelo, pero siempre le ayudó.
“Berci (Albertico) -le decía el tío Samuel- necesito que me ayudes porque…” Mi
papá le contestaba: “Pero tío Samuel, hace poco que te ayudé y me dijiste que con los
trabajos que tenías entre manos ibas a arreglar tus finanzas”. “Sí, pero….” – contestaba
el viejo tío Samuel (de unos 60 años cuando lo recuerdo ahora a mis 75 y escribo sobre
él).
Una vez vino un día sábado con sus cuentos. Era hombre devoto que rezaba todos los
días y observaba el Sabbath rigurosamente. “Berci, necesito que me ayudes…” Mi papá,
tomándole el pelo: “Tío Samuel, yo te podría ayudar, pero hoy es sábado y tú eres un
hombre religioso, así que es imposible que yo te de nada”. A lo que el buen tío
respondió: “Bueno Berci, intenta meterlo en mi bolsillo, sin que yo me dé cuenta…”.
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GROZINGER:
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Bien, después de tantos preámbulos, llegó el gran día. Un compañero de clase,
Gronzinger, me llevó a un prostíbulo. Grozinger -y dale con preámbulos- era un
muchacho de pueblo, varios años mayor que yo, pues había repetido varios años en el
liceo. Su padre era carnicero y él parecía un matarife; una mano suya podía haber
cubierto las dos mías y yo no era ningún enano. No recuerdo su nombre, en el liceo,
salvo los amigos íntimos, nos llamábamos por el apellido, supongo que porque los
profesores lo hacían así. Bien, Grosinger era amigo mío; una vez le pegué un puño,
pero… ¡me perdono la vida! Pudo haberme matado de un solo golpe. Así que quedamos
amigos.
En Oradea había una calle (Vitez-útca) al final de la cual, estaban las casas más
importantes (la casa verde y la casa blanca), una frente de la otra, sólo variaba el color
de la fachada, pues eran iguales por dentro, también la tarifa de las damas.
Dentro de estas casas había unos corredores muy largos, en cada cuarto vivía una
profesional del sexo. Cuando uno iba por allá veía algunas paradas en la puerta, para
exhibir sus encantos e invitar a los putativos clientes. Se pagaban entre 20 y 30 leí, por
sus servicios, unos 2 o 3 dólares, que era mucho dinero para la época, (si mal no
recuerdo, mi mesada era de 10 leí por semana).
Dentro de los cuartos, todos iguales, había una cama, un sofá y algunos muebles
menores, como silla, lavabo con bacinilla, en húngaro le decíamos “lavór”, supongo
que de “lavoir”, en francés).
La dama dormía en la cama y trabajaba en el sofá. No se podían mezclar las dos
cosas, la profesión y la vida privada.
Yo soñaba, semanas antes, con esta aventura. Cuando llegamos allí, Grozinger, con su
enorme tamaño y porte altanero, me escogió una compañera, recomendándola como
gran profesional ya que él ya la había probado. Entramos ambos en el cuarto y mi
amigo Grozinger empezó a peinarse delante del espejo, animándome a que me
desnudara, mientras la mujer hacía lo propio. Le dije que saliera del cuarto, pero no
quiso: “Yo no molesto, no te preocupes” repetía, pero me le puse firme y le dije que si
no se iba, me iba yo. Así que por fin se retiró.
Entretanto la mujer se había quiado la ropa y tuve mi primera decepción: ¡no tenía
senos! Yo nunca antes había visto una mujer desnuda (ya tenía 15-16 años para ese
momento) y tenía la fantasía de ver por fin (que no fuese en fotos “cochinas”) a una
mujer sin ropa. ¡Pues el torso de esa mujer era igual al de un hombre!
Del resto del cuento no me acuerdo o “no me quiero acuerdar”. Para compensar el
largo preámbulo, haré corto el epílogo: no pude lograr una erección, y el episodio me
dejó traumatizado por muchos años, para no decir para el resto de mi vida…
Así que aquí termina el cuento de Gronzinger.
19
DOS BOFETADAS
Bofetada No. 1
Estaba en el cuarto (y último) año de primaria, nuestro maestro era el propio director
de la escuela, Sebestyen bácsi, hombre alto, severo, culto. Iba siempre muy erguido y
nos obligaba caminar así. Tradujo una serie de cuentos del yiddish al húngaro y los
regaló a los alumnos destacados, entre ellos a mí. Me hicieron mucho impacto, pues
eran buenos cuentos, pero no para niños de 10 años. Todavía me acuerdo de algunos.
Por ejemplo: “La Madre”. Trataba de una familia numerosa de judíos de una aldea en
Polonia, como era la costumbre de la época. La mamá se volvió loca, tiraba y rompía
cosas, se lanzaba al suelo, etc. Solución: de noche la tenían amarrada a la cama y de
día a una silla. La querían mucho todos. El médico (el cuento es de fines del siglo
XIX) les recomendó que, como terapia, le diesen frecuentemente golpes. Así que tenían
un palo amarrado a la silla y cada miembro de la familia que pasaba al lado, agarraba el
palo y le daba unos golpes a mamá.
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En efecto, al llegar a la casa mi papá me armó un solemne regaño: “No puede ser que
yo esté criando a un falsificador, a un ¡criminal!”, era lo menos fuerte que me gritaba.
Me eché a correr alrededor de la mesa del comedor, y por esta iniciativa fue que recibí
solo una bofetada.
Bofetada No. 2
21
CAP DE VITEL (CABEZA DE TERNERA)
PREMISA I:
Mi primera novia, mi gran amor, tenía unas muy específicas características faciales:
Le faltaba casi completamente la ranura que la mayoría de las personas tenemos entre la
nariz y el labio (esto tiene un nombre pero no lo recuerdo), y tenía uno de los dientes
caninos inferiores un poco más atrás del resto. En esa época no existía la ortodoncia.
PREMISA II:
PREMISA III:
RELATO:
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Nunca olvidaré la mirada llena de reproches que a través de la ternerita me mandó mi
pobre novia.
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POLÍTICA INFANTIL
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relacionado con los juicios sumarios a los generales, médicos y otros “traidores” del
camarada Stalin.
Seguí con mi credo hasta el final de la guerra cuando empecé a tener contactos con
soldados del Ejercito Rojo. La experiencia fue ambigua: nos regalaron comida, pero nos
llevaron a “pequeño robot” (ruso para trabajo) de algunas horas, nos dieron colita en
sus camiones, pero nos quitaron algo de nuestras pocas pertenencias; nos encontraron
un día alojados en la casa desocupada de una familia judía deportada, era de gente muy
pobre en un pueblito, el piso era de tierra compactada, y nos dijeron que era de
“burzhuy” palabra rusificada de “bourgeois”. Uno se podía imaginar en que condiciones
vivirían ellos en el “paraíso soviético”.
Un día conversé con un conocido y le conté estas cosas. Me dijo que estaba loco: yo
era el heredero de la familia de industriales Szanto, que llamara por teléfono y al día
siguiente me llegaría una fuerte remesa de dinero.
Un día de invierno llegué a la fábrica y encontré que los camaradas habían mudado
toda mi oficina al patio, donde había casi un metro de nieve. Me dijeron que no me
dejarían entrar a la oficina a menos que cumpliese con sus exigencias bastante abultadas
en relación al economato (venta de alimentos a una fracción del costo).
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Estas y otras cosas me hicieron cambiar, poco a poco, mis convicciones políticas.
Finalmente hice un contrato con un tal señor Goldenzweig para que administrara la
fábrica mientras yo seguía mis estudios de medicina. En pocas palabras, sucedió lo
siguiente: Goldenzweig, por una parte, resultó ser un ladrón y, por la otra, el sindicato se
negaba a tratar con él, (me imagino que era porque yo era más débil y más fácil de
manipular), así que tuve que dejar nuevamente la universidad. Las presiones siguieron
aumentando y yo sentí el ruido de la cortina de hierro bajando en la frontera del Oeste,
así que me escapé.
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HORTHY
Érase una vez un mar: El imperio austro-húngaro era una modesta potencia naval. La
base de su flota estaba en el puerto de Fiume en el mar Mediterráneo; esta es la
provincia ítalo-parlante de la ex-Yugoslavia. Había sido de Italia, antes de Austria,
luego de Yugoslavia y finalmente de Croacia. Ahora se llama Rijeka, palabra que
significa lo mismo que Fiume en italiano, río; es, en verdad, la desembocadura de un
río.
27
MUSZ
A mediados del siglo XIX un alemán se aventuró a visitar Hungría, para entonces país
tan remoto y lleno de peligros como se podría imaginar. Su libro, publicado
posteriormente en Occidente, tiene la peculiaridad de que describe a los húngaros como
un pueblo “……de juhaszen, kanaszen, lovanszen y jogaszen……”. (El sufijo en es el
plural en alemán, mientras las raíces de los nombres significan pastor de ovejas, pastor
de cochinos, pastor de caballos y jurista, respectivamente). La gracia está no sólo en que
pone a los abogados en el mismo pote con otras profesiones, sino que es (o, al menos
era) verdad.
En la Hungría de la primera mitad de este siglo (XX), había que ser doctor en derecho
(o mejor aún), “doctor utriusque juris”, es decir, de “ambos derechos”, doble doctorado,
de derecho civil y público, respectivamente, no solo para ser juez, abogado, notario,
sino para ejercer un cargo burocrático de alguna jerarquía (oficial de policía de
gendarmería, burócrata de alto rango, etc.).
Me extendí explicando esto porque sin entender esta mentalidad es difícil comprender
el sistema MUSZ de los años 30 y 40.
El dilema del pobre Ministro de la Defensa era: ¿Qué hacer con los judíos que
cumplan 21 años? Enrolarlos en las Fuerzas Armadas equivalía a darles confianza, con
el riesgo de que voltearan las armas contra sus oficiales. Exonerarlos sería hacerles un
favor a los discriminados. Entonces algún jurista del Ministerio de la Defensa inventó el
MUSZ. Bajo este régimen los muchachos judíos de 21 años tenían que incorporarse al
ejercito, pero en lugar de armas llevaban picos o palas, en vez de ejercicios de tiro
tenían que trabajar y hasta había una voz de mando: “¡Presenten herramientas¡” en
lugar del consabido “¡Presenten armas¡”
No teníamos uniforme sino sólo la gorra militar y esta sin la insignia tricolor. Los
oficiales y sub-oficiales eran de segunda y tercera categoría, gente de baja calidad
intelectual y moral. Estos individuos tenían en sus manos la vida o muerte, el bienestar
o sufrimiento extremo de centenares de jóvenes (y no tan jóvenes, ya que reclutaban
hasta hombres de 40 a 45 años) quienes, expuestos a unos semianalfabetas sádicos,
tenían tareas como cavar zanjas en el frente bajo fuego de los soviéticos, o marchar
agarrados de mano en largas filas de decenas de personas delante de la tropa (gente de
raza pura) para así reventar las posibles minas, cargar armas y municiones sobre y desde
camiones y otras tareas similares.
Yo tuve suerte. Quedé en Transilvania todo el tiempo, primero en Baia Mare
(Nagybánya), en el centro de reclutamiento, después nos trasladaron a Oradea. En el
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primer sitio no hubo trabajo para tantos conscriptos, así que el señor sargento nos hizo
llevar grandes piedras del fondo del río a una colina cercana, para luego recoger las
piedras de la colina y devolverlas al río, al grito de “carga más piedras, camina más
rápido, judío sucio desgraciado, ¿crees que estás de vacaciones?”.
En Oradea nos ubicaron (éramos unos 220, la mayoría jóvenes de 21 años, unos 30
“viejos” de hasta 40) en la Escuela de Formación de Oficiales de Artillería, como
“Regimiento de Mantenimiento”. Nuestras tareas eran desde jardinería hasta limpiar
establos y pocetas, pero no nos maltrataron, teníamos un horario razonable y suficiente
comida, la misma de los soldados del cuartel.
Con mi incipiente habilidad de sobrevivencia “me ubiqué” bien (“bulizni” en
húngaro), algo así como “conseguir un cambur”, como se dice en buen venezolano.
Me pusieron de ayudante del profesor de radiocomunicaciones de la escuela, un capitán
activo, más profesional que militar y buena gente. Estaban construyendo aulas nuevas
para sus clases y me encargó fabricar un sistema donde él pudiera comunicarse con
todos sus alumnos a la vez, o solo con un grupo de ellos, o con alguno en particular.
Esta era la era de los alambres y de los interruptores, no se conocían las palabras
“componente” o “prefabricado”, sino que había que inventar un sistema, diseñar sus
componentes y después fabricarlos con los materiales que se podían conseguir.
En esto pasé el verano fatídico de 1944, mientras deportaban en vagones de ganado a
los 30 mil judíos de Oradea, entre ellos mi papá (56 años), mi hermano Peter (17) mi
abuela (64) y varios tíos con sus familias.
En septiembre 1944, las tropas soviéticas atravesaron la frontera Este de Hungría, ya
se escuchaban cañonazos, y nos embarcaron sobre un enorme convoy de ferrocarril
junto con los profesores y alumnos de la escuela, para llevarnos a la frontera con Austria
(para la época Provincia Oriental de Alemania). Sin embargo, no nos llevaron como a
mi familia, 60 ó más personas hacinadas en un vagón, sino bastante cómodamente; cada
uno tenía un saco de yute lleno de paja; varias veces cada día el tren se paraba para
repartirnos comida caliente, (en uno de los vagones estaba la cocina).
Tuve algunas vivencias en el viaje de unos 600 kilómetros que duró unos 10 días; el
tren quedaba desviado del ramal de la ruta principal cada vez que pasaba un tren militar
“de verdad”). Antes de embarcarnos varias personas prepararon su escape: en Oradea
teníamos conocidos que posiblemente nos acogerían; no escaparnos no era prometedor,
pues íbamos en dirección a Alemania; los rusos estaban a pocos días de llegar y de
liberarnos de los nazis. Yo no pude tomar la decisión (este fenómeno se repitió varias
veces posteriormente), entonces -¡solución milagrosa!- se me perdieron los lentes. Con
mi miopía de 6 dioptrías era impensable escaparme y quedar por mi propia cuenta,
luego no tenía alternativa sino seguir con los demás y subir al tren. Momentos antes
¡otro milagro!: aparecieron los lentes.
Segunda aventura: nuestro tren chocó de frente con un tren militar que iba al frente
(nosotros íbamos en sentido contrario). Varios vagones descarrilados, muchos muertos,
la cocina de nuestro tren se volteó y la sopa hirviendo quemó a varios, pero lo peor
fueron unos vagones-plataforma que traían tanques de oruga, con su tripulación
durmiendo debajo de los tanques, que estaban acuñados, pero la fijación no resistió el
choque, los tanques se desplazaron y dejaron a varios soldados hechos albóndigas.
Tercera aventura: ya cerca de nuestro destino, Szombathely, más allá del Danubio
(Dunantul) hubo una alarma aérea, pararon el tren y nos ordenaron bajar y dispersarnos.
Yo me quedé en una zanja cercana a los rieles, al lado de un mayor de carrera. Vinieron
unos aviones de caza británicos “Fokker” que tenían “dos tabacos” (algo como un
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catamarán volador), bajaron en picada, tanto que pude ver la cara de uno de los
ametralladores, hicieron varias pasadas y nos dispararon series de ráfagas. De alguna
manera perversa disfruté el momento de emoción, mientras el vecino, el “heroico”
mayor, se hizo en los pantalones.
El viaje terminó en Koeszeg, unos veinte Km. al Oeste de Szombathely donde nos
acuartelaron en unos baños públicos mientras se recibían las órdenes de si la escuela a la
que pertenecíamos tenía que seguir al Oeste, a Alemania, o se quedaría en la Hungría
cada vez más reducida de tamaño.
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PORTO ROSE
Noviembre 19(¿?)
Pasamos allí varias semanas. La playa estaba cerca del hotel, algo parecido a la bahía
de Tanaguarena: dos rompeolas rodeando una pequeña playa de arena de aguas
tranquilas. Allí nos bañábamos sin necesidad de supervisión; nos alquilaron un kayaks
de una o de dos personas; algunas veces salí solo, otras con mi hermano u otro
muchacho (a tantas liras la hora). La palabra clave era la alemana “achtung” que
significa, “cuidado” o “atención”; por cierto, en el lenguaje (parlante) militar
significa “firmes”, lo cual me recuerda el cuento de Juan Vicente Gómez que
supuestamente entrenaba a la tropa diciendo: “Cuando yo diga gilmes” ¡ustedes
arrejuntan las patas y quedan gilmes!”
Esta palabra la gritábamos, con o sin necesidad, con exuberancia, en principio para
evitar choques con otros kayaks, pero creo que en realidad lo hicimos para soltar la
presión (“let off steam”) de nuestros impulsos juveniles, o más simplemente, porque
era divertido.
Allí mis padres hicieron amistad con una pareja alemana: él, profesor de abundante
barba gris, ella alta y rubia. Mi papá hablaba muy bien el alemán, se había criado en el
Imperio Austro-Húngaro, que ciertamente era más austro que húngaro; además mi papá
venía de un pueblo rumano, Poienii de Jos (Also-Pojény en húngaro), algo como
“Valle de Abajo”, también había un pueblo “de Arriba”.
Estos son mis recuerdos de la memorable vacación fuera de serie que con gran
sacrificio económico nos brindo mi papá. Después recuerdo vagamente que mi papá
sostuvo animada correspondencia con el profesor alemán barbudo, y también que esta
correspondencia se interrumpió de súbito. Entonces no sabía lo que sé ahora: llegó
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Hitler al poder y estaba no solo prohibido, sino algo peor, mal visto, mantener
relaciones, aunque fueran epistolares, con miembros de la raza impura. Mi papá deploró
esto y buscaba excusas para el profesor.
Muchísimos años después llegué al mar Adriático en el velero TANI, (tipo Arpege,
hermano del Gorda I), a Porto Rose, ahora Croacia, en ese entonces Yugoslavia, con
Ilma y Tibor Tatar, quien hacía su “emigración” saliendo de Europa Oriental hacia
Occidente. Fondeamos allí y fuimos con el dinghy al pueblo. Nada me pareció
conocido. Localizamos unos baños públicos, con letreros: duchas - baños de tina y de
vapor - masajes. A nosotros tripulantes de un velero de 30 pies con menos de cien litros
de reserva de agua, se nos hizo agua la boca, pero…era un día miércoles (¿?), y justo
ese era el día de cierre semanal de los baños.
No queríamos pasar otra noche en el fondeadero menos que perfecto, levamos ancla y
seguimos hacia el Puerto de Rikeja, en los tiempos de los italianos llamado Fiume
(ambas palabras quieren decir “río”), probablemente por la desembocadura de un ídem.
Este es un puerto importante, muy protegido y muy sucio. Allí amarramos al muelle,
visitamos los monumentos romanos (Arco del Triunfo, Anfiteatro, etc.), luego Tibor se
quedó a dormir al bordo del TANI, acompañado de una buena reserva de Slivovica de
Maraska, (en italiano Marasca, de allí viene el licor de Maraschino, muy conocido, pero
demasiado dulce para mi paladar), puerto donde habíamos tocado antes. Ilma y yo
fuimos a un Hotel de lujo, del siglo XIX, de tiempos de Francisco José (en húngaro:
Ferenc Joska, algo como “Paco Pepe”. Los techos tenían algo así como 4 metros de
altura; en el lobby y en el cuarto podíamos percibir el lujo y la clase de cuando
albergaba a los altos oficiales y burócratas K.u.k (Imperiales y Reales) lo primero por
Austria, lo segundo por Hungría. Pasamos mala noche, nos comían los mosquitos que
parecían cazas bombarderos.
Pero esto no es el final: Unos diez o doce días más tarde, después de dejar a Tibor en
Triestre, primer gran puerto italiano viniendo del Sur, donde él se entregó a las
autoridades como “prófigo”, (palabra italiana que quiere decir “refugiado”), llegamos
a Monfalcone, puerto de atraque del TANI, dejamos el barco, alquilamos un carro y
fuimos vía Udine y los valles del río (¿?) a Viena; allí nos alojamos en un hotel de lujo,
como para compensar las condiciones “sibaritas” del velero, pero unos días después de
llegar ambos sentimos una insoportable picazón en el pubis. Fuimos a un médico quien
inmediata y sarcásticamente diagnosticó…..ladilla, adquirida, sin duda alguna, en el
aristocrático hotel de Rijeka o Fiume, como quiera que se llame igual molestaba; tomó
varios días de aplicación de una medicina con olor a kerosén antes de que pudiéramos
descansar
Porto Rose, en croata se llama Portoroz, donde la última letra se pronuncia como los
de habla inglesa indican con “zh”, o mejor, como la “Zs” en la palabra “zsido” en
húngaro, o “jidan”, en rumano.
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SCHNORRER
(Mendigo en yiddish)
Yo estaba encargado de atender a los schnorre´s, tenía que recordar cuanto le tocaba a
cada uno: entre 5 y 20 leí cada fin de semana. Había dinero preparado, tenía que
reconocer al visitante y “suum cuique tribuere” (darle a cada uno lo suyo). Huelga decir
que con el correr de los tiempos el timbre de la puerta no dejaba de sonar los viernes por
la tarde. Un día mi papá me dijo que no se aceptaban más clientes. Una vez llegó un
cliente nuevo y de ninguna manera quiso aceptar NO por respuesta. Tuve que ir donde
mí papá para decirle que el señor no soltaba prenda. Mi papá me dijo dale 50 leí y que
no vuelva más. Cuando le di el billete, el señor exclamó indignado: “¡Me vas a dar 50
lei! ¡Si pagué 100 lei por la dirección!”
En cuanto al cuento: es de uno de los excelentes escritores en lengua yiddish que hubo
a principios de siglo en Varsovia, de donde viene Isaac Bashevis Singer, y cuyos
exponentes más conocidos eran Schalom Asch, Scholem Aleijem y otros. No recuerdo
de quien es el cuento que trataré de recapitular.
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En uno de los pueblos totalmente habitados por judíos en Polonia, y que
desaparecieron con la invasión hitleriana, hubo un banquero rico que tenía una hija
única, y un schnorrer que tenía un hijo único. La niña, por supuesto, había sido educada
en Suiza, y el mendigo -que no era tan pobre- también había podido enviar a su hijo a
Suiza, donde por coincidencia se conocieron y se enamoraron. El schnorrer fue a pedir
la mano de la hija al banquero, pero este lo rechazó groseramente: mi hija no se casará
con un hijo de pordiosero.
No hubo nada que hacer, pero la niña estaba sumamente infeliz, dejó de comer, se
encerró en su cuarto, no le hablaba a nadie. Los médicos dictaminaron que se trataba de
una depresión severa y que no había más remedio sino que se casara con el “bojer”,
candidato a rabino. Entonces le tocó al banquero visitar la casa del schnorrer para
decirle que la boda estaba aprobada.
“Mire -le dijo el schonorrer- el que usted rechazara a mi hijo erudito, no me molesta,
pero no le puedo perdonar el que usted, haya insultado ¡mi profesión! y le explicó la
utilidad, necesidad e imprescindibilidad de la institución del schnorrer; el banquero
imploró, le explicó que su hija se estaba muriendo. Finalmente el mendigo se ablandó:
“Bien, voy a consentir la boda, con una condición: mañana es viernes, los viernes me
toca recorrer 5 pueblos de la zona. Venga conmigo y pida limosna conmigo, así reparará
el insulto que le hizo a mi trabajo”. El banquero no pudo hacer otra cosa que aceptar.
El día siguiente, el Erev Shabbeth, tocaron ambos a la primera puerta del próximo
pueblo. “Oh barón, que honor para mi humilde casa…..” dijo el que les abrió la puerta.
“No siga -dijo el banquero- resulta que estoy quebrado, perdí toda mi fortuna y me veo
obligado a solicitar limosna”. El otro decía: “Ajá, así lo quería ver, usurero, cuando le
pedí un préstamo….” y le echó en cara todo lo que tenía en contra suya, pero para que
vea que clase de persona soy, le voy a dar una buena limosna.
Y así siguieron, cuando a principios de la tarde el schnorrer sacó su reloj de bolsillo y
le dijo al banquero: “Bien mehittn (yiddish: consuegro), ha cumplido usted con lo que
convinimos, los jóvenes se pueden casar”.
El banquero contestó “Gracias consuegro, pero faltan unas horas hasta la llegada del
Shabbath, la gente ha sido muy generosa conmigo, podríamos `trabajar´ otro pueblo
más”.
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POLLAKATHARSYS
Uno de los grandes errores de los muchos que he cometido en los últimos 75 años, ha
sido no mandar al mismo carajo al Ing. Georg Pollak, Cónsul de Austria, Chevalier de la
Legion d’Honneur, etc., en una de las oportunidades cuando tenía que hacerlo. El cuento
es largo y poco interesante, pero para que se entienda, debo empezar por el inicio.
Fue más de tres años después cuando solicité a Don Fernando, mi jefe, el menor de
los tres hermanos Beer (vieneses), dueños de la fábrica, un aumento; me dijo que los
1.200 que estaba ganando eran mi techo por varios años. Entonces puse la renuncia y
me puse a comerciar con ropa. Definitivamente no había nacido para esto. Compré a
crédito una camioneta Ford, la llené de ropa de hombre (pantalones de dril, camisas
kaki) y salí hacia Oriente. Allí todos los comerciantes eran árabes, malísimos
pagadores, y sólo compraban a crédito; después que 5 ó 6 “baisanos” me rechazaran de
plano, sin siquiera ver mi muestrario, uno me hizo una propuesta: me ofreció comprar la
docena de pantalones que me costaba 96 bolívares, y que yo quería vender en 120, a
Bs. 108. ¡Primera venta!, me dije y acepté. Entonces me encargó media docena.
Cuando recogí los pantalones en el horno en el que se había convertido la camioneta,
me dijo que quería solamente números grandes (la docena venía surtida, pequeños-
medianos-grandes). Poco después tiré la toalla, devolví la camioneta a la agencia,
devolví la ropa a los fabricantes que me la dieron en consignación, no sin airadas (y
justificadas) protestas de la agencia y de los ropahecheros….y busqué empleo. No me
quedaba ni un centavo, y literalmente estaba pasando hambre.
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Un día ví un aviso de “Herbert Zander & co.”, empresa de representaciones como la
de Bettini, pero grande. Buscaban un Jefe de Departamento. Me presenté y me
aceptaron. Tenía secretaria particular, unos 4 vendedores a mi cargo y muchas intrigas
de los compañeros. Mi error consistió en no admitir mí limitada experiencia ni solicitar
orientación: fingí saberlo todo, y esto acabó con el cambur. Uno de los vendedores
visitaba a los militares, y un día trajo un pedido grande de caraotas (muchas toneladas),
pero el Ministerio de la Defensa no abrió la carta de crédito. Las caraotas estaban en el
muelle de New Orleans y se iban a podrir, dijo por teléfono el exportador. “Bueno
mándelos que después se les pagará” dije yo. A la semana las caraotas estaban en La
Guaira, y el Ministerio se echó atrás. Tuvimos que vender las caraotas a bajo costo y a
mí me botaron del trabajo, con mucha razón.
En ese momento ya tenía las finanzas en mejores condiciones: Zander me pagó 8 mil
en antigüedades, con esto me alcanzó para buscar trabajo, y entonces di con Ferrum y
con Pollak. Aquí quería llegar, todo lo anterior es preámbulo. Empecé a trabajar como
secretario del Gran Jefe Pollak. Me presentó a Helga (taquimecanógrafa en alemán e
inglés), Odette (idem en francés e inglés) y la Sra. Torres, idem en español. La primera
mañana me llevé un susto: Pollak trataba a los empleados como trapos. A la gente la
llamaba por el apellido, yo era Feld, como en el colegio. Resonaban los decibeles en la
planta alta del Banco Holandés Unido, de Sociedad a Traposos, los insultos a toda voz,
delante de todo el personal se escuchaban a cada momento. Pero yo necesitaba los
1.600 que me dio con la promesa que a los dos meses me aumentaba a 1.800 o me
despedía. A los dos meses tuve que pedírselo varias veces, con mucha humildad, hasta
que se dignó a pagarme. Gané menos que todo el mundo, siendo el más devoto
trabajador y “seguro servidor que besa a sus pies”, (frase que aprendí en un manual de
correspondencia editado en España antes de la guerra mundial).
Después de varios casos como este, me di por fin cuenta del saboteo de la buena
dama, y me puse a tipear yo mismo mis cartas en español. Pollak me insultó de nuevo:
“Yo no le pago por escribir a máquina”.
Bien, pasaron los años, llegué a ser ejecutivo (hasta donde esto era posible en la
dictadura pollakiana) y tuve ingresos de más de $ 20 mil por año, suma astronómica
para los años 50-60. En el 55-56 empezó la enfermedad de mis pies y con ello aumentó
mi dependencia de Pollak.
Ahora me toca entrar en las intimidades de la pollakada. Era hijo de familia burguesa
de Viena, se graduó de ingeniero “de baja tensión” (así se llamaba la telefonía de la
época), la guerra lo encontró en Francia, se enroló en el Maquis, de allí su Legion
d’Honneur (además de vender mucho material eléctrico y vidrio Made in France).
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Luego se casó con la baronesa von Aichelburg, hija del edecán (aide camps) del
emperador Franz Joseph. Entra un nuevo personaje: el barón Otto von Leithner. Hijo de
banqueros judíos de Praga, lo mandaron con un intercambio o algo así, a pasar un
tiempo con una familia de barones en Suecia. La hija de los suecos quedó embarazada,
se casó con ella y consiguió el título de nobleza. Emigró antes de la guerra al Brasil,
fundó una empresa que se convirtió en una mini-transnacional; entre sus ramificaciones
estaba Ferrum en Venezuela. Ahora bien, el barón Leithner se divorció de su esposa
sueca, no recuerdo en que circunstancias adoptó a la baronesa Aichelburg y Pollak
descubrió que su esposa (la de Pollak) tenía relaciones con su padre adoptivo (de ella).
Divertido ¿Verdad? Entonces Leithner, para compensar a su (¿qué?) Pollak, lo puso al
frente de la operación que se iniciaba en Venezuela. La relación entre Leithner y Pollak
había sido mala, para decir lo menos. Leithner venía a supervisar Ferrum siempre
cuando Pollak estaba esquiando en Austria, y husmeaba y se hacía contar chismes.
Más de una vez me dijo que la forma como Pollak “maneja mi empresa”, (la suya)
tenía costos apreciables: se deja de ganar millones de dólares por la estupidez y forma
de ser de su socio. Una vez Leithner le escribió a Pollak: “Tu manera de tratar a tus
subalternos da como resultado estar rodeado de yes-man, inútiles y/o enemigos
silenciosos…” Y ¡era verdad¡, pero Leithner no podía sacar a Pollak por su culpa de
adultero, de manera que tenía que esperar que cumpliera los 65 años, edad de retiro
obligatorio en el “grupo”.
Otro personaje para el cuento: Jan Hemrika, holandés, contador, tesorero de Ferrum y
hombre de confianza del barón Leithner. Le mandaba reportes escritos a mano, que él
mismo ponía al correo, relatando todo lo negativo que había podido reunir en la semana
sobre Pollak.
Falta un personaje más (prometo que será el último): el Sr. Glicksman. Era un
indonesio. Su país era anteriormente colonia holandesa., de modo que él hablaba bien
el idioma y se entendía con Hemrika, no solo en su lengua sino también en su carácter
de intrigante y espía. Entro en Ferrum con la palanca de Hemrika, como vendedor de
maquinaria. Resulto un total incapaz.
Por fin llegué al incidente que me vuelve y vuelve a volver en mis horas de insomnio,
me molesta, me mortifica, me mantiene despierto, lleno de rabia y rencor.
Escribo esto para ver si en esta forma se me quita la rabia, aunque sinceramente lo
dudo. Un buen día vibran las paredes con el grito de “¡FEEEELD!” proveniente de la
oficina del Jefe Supremo. Cuando me apersono, allí están, además de ÉL, Hemrika y
Gliksman, estos últimos con una sonrisa sombría de conspiradores. ÉL, con la cara
color púrpura por la rabia. ÉL me reclama en términos groseros e insultantes, una
supuesta falta de respeto mía para con el Sr. Hemrika, quien es “mi superior”. Yo no
sabía que era mi superior (pero como Pollak le temía porque sabía de sus informes…) y
tampoco tenía idea de que se me acusaba.
Para hacer la historia un poco mas corta, un atajo: como se iba descubriendo en el
discurso del Gran Regañon, Gliksman le reportó a su paisano Hemrika, alguna falta
(¿?) mía, Hemrika me lo comentó, y yo le dije a Hemrika que: a) Gliksman no tiene
cualidades intelectuales para opinar sobre mí y b) él es mi subalterno, luego cualquier
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problema tenía que tratarlo conmigo y no con el jefe de contabilidad. Entonces Hemrika
le comentó a Pollak, en presencia de mi subalterno Glicksman, en términos groseros y
con exceso de decibeles, mi “falta de respeto” para con el Gran Jefe Henrika. Y Pollak
tomo groseramente partido contra mí.
Con el rabo entre las piernas regrese a mi escritorio y seguí bregando para el Sr.
Pollak. ¿Cómo hacer para olvidar el incidente?
(*) en el original, escrito a máquina Juan Feld agrega a mano “no tengo paciencia”
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1944
Desde los años 1820-30, cuando el emperador José II les dio derechos ciudadanos a
los judíos en Austria (que incluía Hungría, Checoslovaquia, etc.), los judíos
prosperaron en el país. Luego, después del “convenimiento” del 1867 con el cual
cesaron las hostilidades, y el país se convirtió en la Monarquía Austro-Húngara, ( el
emperador Francisco José II se coronó también de Rey de Hungría), comenzó un
enorme florecimiento de los judíos en los campos intelectual, artístico, profesional y
social, donde la meta de los judíos era la “asimilación”. Cambiaron de nombre, de
costumbres, de idioma, para identificarse país anfitrión.
Durante su gobierno y sobre todo a partir del 1933, a la llegada de los nazis al poder
en Alemania, los partidos ultraderechistas aumentaron su influencia, lo cual redundó en
la aplicación de leyes “para la protección de la raza”, la primera en 1938, seguida por
dos leyes mas, cada una mas restrictiva que la anterior. Estas leyes incluían el
“numeros clausus” en los gremios, universidades etc. Las leyes se basaban en una
aparente justicia: Hungría contaba con 10 millones de habitantes, de los cuales 600 mil
eran judíos, un 6% del total, luego era lógico que el número de médicos, abogados,
contadores, estudiantes, también se limitara a ese porcentaje, en vez del número 2-3
veces mayor que tenían.
Todo este preámbulo era para llegar a la primavera del año 1944. El otoño anterior,
desesperado por haber sido rechazado dos veces como solicitante de ingreso a la
Universidad Politécnica, decidí inscribirme a la Facultad de Derecho en Debrecen (unos
100 Km. al oeste de Oradea). Cabe mencionar que, como excepción, en Derecho se
admitía 12% de judíos, debido a que el doctorado en derecho era en esa época
precondición para cualquier cargo: desde oficial de policía hasta intérprete público.
Por otra parte, siendo la Hungría de Horthy de tendencia feudal, tenía preferencia
como hijo de abogado a optar por esa profesión, mientras que para ser ingeniero tenía
que ser hijo de ingeniero y -por sobre todo- ario.
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Movilicé todos los medios para lograr mi admisión. Mi papá era una persona muy
popular en Oradea y a través de él conseguí recomendaciones de notables allí, como de
sus homólogos en Debrecen: el fiscal de Oradea, el fiscal de Debrecen, el Obispo
católico, el Obispo protestante, el organista de la catedral, etc., y sus respectivos colegas
en Debrecen. Así, siendo Hungría el país de la palanca (“protekció” se llamaba), fui
admitido y, me convertí en “mezei jogasz” donde “jogasz” es jurista o estudiante de
derecho, y “mezei”campestre, porque no atendía a las clases sino que estudiaba en casa
para, al final del semestre, presentar exámenes. En primer año de derecho romano,
“Historia del Derecho y algunas materias mas. “Honeste vivere, alium non laedere,
suum cuique tribuere”.
El examen del primer semestre estaba fijado para el 21 de marzo, cuando, el día 19,
nos enteramos por la radio que las tropas alemanas habían invadido Hungría. En casa
hubo ambiente de profundo duelo y temor, pero yo, utilizando la actitud de avestruz,
que apliqué posteriormente (y estúpidamente) en otras fases de mi vida, dije que a mi
esto no me importaba, aseguré que viajaría al día siguiente a Debrecen para presentar
exámenes. Mi papá levantó la voz: “¡Tú no irás a ninguna parte!”.
Los viajes hasta Auschwitz duraban de cuatro a cinco días. El agua se acabó pronto,
comida no hubo en absoluto, hacía un intenso calor, la mayoría de las personas tenía que
estar de pié y se sentaron por ratos intercambiando el escaso espacio para descansar un
rato. Llegados a Auschwitz, eran sacados a golpes por los soldados de la SS, les
ordenaban desvestirse y colocar sus cosas en forma ordenada (“no olviden amarrar las
trenzas para que luego les sea más fácil encontrarlos”). Anteriormente cada uno tenía
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que pasar por un médico SS quien los enviaba, con un gesto de la mano, a un lado o a
otro. Los de la izquierda fueron a parar directamente a las “duchas desinfectantes”, unas
salas enormes que acogían varios cientos de victimas; en el techo había regaderas, por
las cuales en vez de agua salía gas “Ziklón B”, en base de cianuro. El gas era mas
pesado que el aire, las personas se encaramaban unas sobre otras, niños sobre sus
padres, para tratar de tomar un sorbo mas de aire. Finalmente se sacaba el aire
contaminado con enormes ventiladores, los cadáveres se separaban con ganzúas, se les
abría la boca y se sacaban las prótesis de oro a los que las tenían, para finalmente pasar
al crematorio. En su mayor auge, en Auschwitz se procesaban hasta ocho o nueve mil
cadáveres por día. La ropa se enviaba a Alemania marcada “donaciones para las
víctimas de los bombarderos”, el oro dental se fundía y se enviaba al Banco Central.
Todo lo anterior, que traté de resumir en forma muy escueta, es necesario para
comprender lo que sigue: mis peripecias en el año 1944.
Unos días antes que transportaran a mi papá, abuela, hermanos, tíos y sus familias, al
ghetto (vino un carro tirado por caballo, con un campesino que hacía de cochero, más
un gendarme con fusil al hombro), (se podía llevar una maleta por persona), llegó mi
boleto de reclutamiento: me llamaron al servicio militar.
Aquí debo hacer otro paréntesis. En Hungría el servicio militar era obligatorio para
todo varón al cumplir los 21 años. Pero, ¿qué hacer con los judíos? Si se les daban
armas, podrían voltearlas contra sus superiores, si se les exoneraba, se les estaría
haciendo un favor…entonces inventaron las “brigadas de trabajo” (munkaszolgalat). Se
formaron regimientos y pelotones, lo mismo que en el ejército, pero no se les daba
uniformes, sólo una gorra militar (pero desprovista del escudo que llevaban los
soldados) y en vez de fusil, les daban picos o palos. Tenían que pasar por un breve
entrenamiento (firmes, descansen, presenten palas…) para luego hacer trabajos pesados.
Cada regimiento y pelotón tenía sus oficiales, suboficiales y soldados rasos “arios” (a
los soldados rasos, los judíos tenían que dirigirse llamándoles “señor valiente”) quienes
los cuidaban y los disciplinaban. Ellos se denominaban “marco” para diferenciarlos de
los judíos. Estos “marcos” eran frecuentemente peones semianalfabetas, antisemitas,
algunos sádicos y tenían plena libertad de hacer con sus subalternos de raza inferior lo
que les viniera en gana. Este sistema empieza ya en los años 30 y, después de la entrada
de Hungría a la guerra; se instauro en el frente oriental, es decir, en Rusia, donde les
hacían cavar trincheras, cargar municiones, etc. También tenían que marchar a campo
travieso, agarrados de manos formando una línea delante de las tropas húngaras a fin de
que, si explotaba una mina, pues que matará a judíos y a no a los “valientes”. A todo
esto se sumaban los malos tratos por parte de los “marcos”. Si algún judío moría, el
marco no tenía que rendir cuentas por ello.
Bien, volviendo al inicio, tenía que salir en tren de Oradea para Nagybanya (Baia
Mare) donde funcionaba un centro de reclutamiento. La última vez que vi a mi papá, a
mi hermano (4 años menor que yo) y a mi abuela, fue en el momento cuando ellos
debieron abordar el coche bajo la mirada del gendarme, mientras yo, con una cinta
amarilla en la manga del abrigo de invierno (era mayo y hacía mucho calor, pero quería
llevarme ropa caliente por si la cosa duraba más que el verano), más una gorra militar,
tenía que dirigirme a la estación del ferrocarril. Esta escena no la pude olvidar: dije
algo como “ciao”, hasta pronto, con un gesto en la mano, a todos. Papá me decía:
“¿No vas a abrazar a tu hermano antes de irte?” (No dijo nada de abrazarlo a él, pero
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debe haberle dolido mucho), y yo le contesté: “¡Ah!, no importa, estaré de regreso
pronto!”. Este recuerdo me revuelve casi a diario y me duele mucho. Tal vez -pensé,
pero ahora trato de no pensarlo- he debido quedarme junto con los míos y entrar en el
ghetto. Así lo hicieron varios, muy pocos sobrevivieron Auschwitz.
También tenía una novia, nos queríamos mucho, éramos compañeros del liceo desde
el 7º año (sería el 5to. año aquí) y nos queríamos mucho. Ella tenía un hermano mayor
que hizo, desde el 1943, el servicio de trabajo en Ucrania, y nos contó de pueblos
enteros en el este de Europa totalmente despoblados; los alemanes los deportaron a
todos, y dijo que esto es lo que pasaría también en Hungría. Nosotros, asimilados,
“húngaros de religión mosaica”, contestamos: “¡Ah, esto sucede allí en Polonia, aquí en
Hungría no puede pasar nada parecido!”.
Para entender mejor nuestra actitud miope, quiero mencionar aquí que mi papá era
veterano de la Primera Guerra Mundial, teniente mayor de reserva, con una hilera de
medallas por heroísmo en el combate e inválido de guerra. ¿Quién hubiera pensado que
a una persona así su “patria” lo iba a exterminar?
Bien, mi novia era muy pesimista, debido a lo que su hermano le había contado, y
quería escaparse a Rumania. La frontera estaba a unos 8 o 10 kilómetros, de manera
que era relativamente fácil atravesarla, por los bosques de Baiele Félix. Sin embargo, su
mamá no quería dejarla sola, la hubiera dejado si yo la acompaño, para lo cual tenía que
prometer que nos casaríamos cuando fuera posible. Cuando ella me propuso esto, le
contesté “¿Para qué?, si esto no va a durar nada”. La llevaron a Auschwitz y no
sobrevivió. Pude haberla salvado.
Después fuimos a la orilla del rio, donde teníamos que cargar piedras de gran tamaño,
la mayor cantidad que podíamos agarrar con las manos (‘¡agarra mas judío flojo!”) y así
cargados subimos a una colina para allí depositar nuestro cargamento. Esto se repetía
durante la mañana. En la tarde teníamos que devolver las piedras al rio. A las pocas
semanas de este “entrenamiento” que no era tan malo (hubo mucha camaradería,
comida suficiente y no nos preocupábamos por nada), nos llevaron a Oradea, donde nos
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entregaron a la academia Militar de Artillería, para trabajar en la construcción de nuevas
aulas para los cadetes.
Un día, un señor “valiente” pregunto si había alguien que supiera reparar una persiana
de madera. Yo me ofrecí y me pregunto por mis credenciales. “Teníamos una fábrica de
persianas en esta ciudad” dije y quede bien con el teniente cuya persiana se había
dañado. Luego buscaban músicos, cuando varios se presentaron, escogieron a tres para
mudar el piano del capitán… otro día buscaron técnicos y nuevamente me presente. El
capitán- profesor de telecomunicaciones me escogió y me puso a trabajar en su
tallercito. MI trabajo era fabricar, en un pequeño torno tipo Hobby, un conmutador
mecánico que permitiera las comunicaciones del profesor con todos sus alumnos a la
vez, o uno por uno, o de un alumno a otro. Tarde 2-3 meses en realizar el trabajo, pero
aun no está terminado. Pero pude salir del cuartel, siempre acompañado por un “marco”
con fusil al hombro, para ir a la ferretería a comprar componentes para el conmutador.
Tenía buena vida: me trataban bien, trabajaba poco y comía bastante. Hasta tuve la
posibilidad de dormir, sobre una tabla y con un ladrillo de almohada, la siesta después
del almuerzo
La cerca del cuartel daba justo a la calle Rulikovszky donde embarcaban a los judíos
en los vagones. Un día me dijeron los compañeros que vieron embarcarse a mi papá y al
resto de la familia, que mi papá preguntó por mí, se contentó de que estaba bien y me
mandó abrazos; creo que estaba durmiendo la siesta cuando lo embarcaron.
Entre otros trabajos nos tocó limpiar el ghetto. Teníamos que peinar las casas
abandonadas por los judíos, ellos no podían llevarse absolutamente ninguna
pertenencia. El aspecto era parecido a una Pompeya después de la erupción del
Vesubio: platos de comida a medio comer con la cuchara adentro, etc.
Me llamaron los compañeros a los que les tocó el apartamento que ocupaba mi
familia. Allí, encontré un sobre que mi pobre papá desesperadamente marcó “ruego a
quien encuentre esto que lo entregue a Dr. Eugen Chis”, abogado rumano amigo suyo.
El sobre contenía documentos, papeles, entre ellos uno denominado “Apa halala koruli
megallapodas”, convenio que hizo papá con mi tío, referente a la sucesión de mi abuelo
materno. Con esto papá trataba, hasta el último minuto, de defender los intereses de sus
hijos. Creo que aún conservo estos papeles.
Un día recibí una tarjeta postal de mi hermano Peter. Estaba escrita a lápiz, en alemán,
y empezaba con las palabras “mir geht es gut…” -yo estoy bien, estoy trabajando y me
tratan bien-. Estaba fechada en una localidad ficticia de nombre alemán. No conservé la
tarjeta porque estaba seguro de que pronto nos reuniríamos. Otros recibían tarjetas con
texto exactamente idéntico, con la escritura de su familiar. En Auschwitz obligaron a los
que clasificaron para el trabajo, y que tuvieran posibles sobrevivientes en Hungría, a
que escribieran este texto modelo a fin de tranquilizar a los judíos remanentes.
En Oradea estuve junto con un amigo de liceo, Markovits Zoli; fuimos socios durante
los años 1942-43, tiempo en que no teníamos nada que hacer porque no nos admitieron
en la universidad: dimos clases a alumnos de liceo repitientes, con exámenes de
reparación. Él enseñaba matemáticas, física, química, yo daba clases de gramática
húngara, latín, francés y alemán. Éramos buenos amigos. Un día Zoli me contó que
había tomado contacto con el padre de uno de sus alumnos, quien era cónsul de
Rumania en Oradea. El cónsul le ofreció el uso de su vehículo con placas consulares,
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para que, manejado por el chofer oficial, nos llevase más allá de la frontera y nos dejara
en territorio rumano. Era más fácil y más seguro que caminar por el bosque: los
guardias de fronteras dejarían pasar el carro oficial con un respetuoso saludo, sin revisar
papeles.
La fuga se fijó para las diez de la mañana, cuando teníamos que estar en la puerta del
cuartel, acompañados de un “marco” a quien hubo que darle una suma de dinero para
que nos acompañase, y entonces nos recogería el carro con chofer. Zoli dijo que, como
el carro tiene 4 puestos, podríamos llevarnos dos compañeros más. Escogimos a
Friedlander y Kesztenbaum. A la hora fijada estábamos en la puerta con Zoli, pero no
vinieron los otros a dos. Tampoco vino el carro.
En la tarde nos convocaron y el oficial “marco” informó que se habían fugado tres de
nosotros (los tres nombrados mas Gruenstein), y dijo que serían recapturados y
severamente castigados; también mencionó que según la Ley Marcial en Estado de
Guerra, podían ser diezmados los miembros remanentes (se cuenta uno- dos- tres… y el
que le toca el número 10 es fusilado, luego se empieza de nuevo hasta matar el 10% de
la tropa). Nada de esto sucedió, los tres viven hasta hoy, me encontré con 2 de ellos en
años posteriores. Esta hubiera sido mi segunda ocasión para escapar. (La primera pudo
haber sido con mi novia a Rumania, antes de las deportaciones). La llevaron a
Auschwitz y no sobrevivió. Pude haberla salvado
El trayecto entre Oradea y la frontera con Austria (en la época Provincia Oriental del
Reich Alemán) era apenas de unos cientos de kilómetros, pero tardamos unos 8 o 10
días en recorrer esta distancia, pues teníamos que dar prioridad a los trenes militares
(tropas, municiones). Éramos 8 o 10 en el vagón (contra 80 o 90 de mi papá) y lo
pasamos muy bien leyendo y jugando a las cartas.
Una noche mientras dormíamos, de repente ¡se acabó el mundo! Nuestro tren, de unos
80 vagones, chocó de frente con un tren-hospital alemán. Las dos locomotoras se
descarrilaron y varios vagones se encaramaron unos sobre los otros. Nuestro tren incluía
vagones-plataforma con tanques, cuyos trenes de oruga estaban acuñados con trozos de
madera. Con el impacto del choque los tanques se desplazaron hacia delante,
aplastando a los soldados que estaban durmiendo debajo de los tanques. En nuestra
porción del tren se volteó la caldera del vagón-cocina, causando quemaduras a los
cocineros. Yo estaba con la cabeza orientada hacia la locomotora, así que con el choque
pegué duro la cabeza contra la pared delantera del vagón, pero sin causarme daño.
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para ametrallarnos. Mataron a varios de mis camaradas, pero a la mayoría no nos pasó
nada. Al lado mío estaba agachado el mayor-comandante del tren; “el valiente” se hizo
en los pantalones. Yo, gracias a mi “avestruz”, estaba disfrutando de la escena; de hecho
vi los ojos del soldado británico que nos disparaba.
Después de varios días de viaje, con escalas en campo abierto (el tren fue desviado a
rieles “muertos” para dejar paso a trenes mas importantes, era una especie de excursión
bastante divertida), llegamos a la ciudad de Koeszeg, cerca de la frontera con Austria.
Allí nos alojaron, si mal no recuerdo en unos baños públicos sin uso. Esto sucedió a
principios de octubre de 1944. Allí nos quedamos “vacacionando”, hasta que el día 15
escuchamos por radio la proclama del Jefe de Estado almirante Horthy: ordenaba a las
tropas deponer las armas y entregarse al enemigo (ejército rojo), para poner fin al inútil
desangramiento del ejército húngaro. Observamos grandes movimientos de tropas,
tanques y artillería, de este a oeste (de Hungría a Austria). ¡Los alemanes se iban
retirando!
¿Qué hacer? Si nos quedábamos las tropas húngaras que terminarían retirándose al
oeste nos llevarían consigo, si nos escapábamos y nos agarraban nos exponíamos a ser
fusilados. Preguntamos a nuestro oficial comandante, pero no supo decirnos nada. Así,
especulando sobre nuestro futuro, angustiados, llegó la noche. Yo formaba parte de un
grupito de cuatro amigos, para mi pena y vergüenza ni me acuerdo de sus nombres (uno
se llamaba Hirsch Janos, era alto y flaco). Nos pusimos de acuerdo en que, si teníamos
que escapar, lo haríamos juntos. Ellos se prepararon para esa eventualidad alistaron sus
equipajes, se afeitaron. Yo –avestruz- no hice nada de esto. Este detalle me salvó la
vida.
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deserción organizada (por ser más de un desertor), los condenaron a muerte y los
fusilaron a fines de octubre.
Me encerraron en el sótano de la policía, junto con unos gitanos ladrones. Allí pasé
varias noches y allí tuve mis primeros piojos. Al día siguiente me llevaron para ser
interrogado por un oficial de policía, joven, buen mozo, muy educado, doctor en
derecho. En el interrogatorio le dije que yo no tenía intenciones de desertar sino que,
como llevábamos varios días en Koeszeg, y como me había enterado de que tenía un
familiar cumpliendo servicio de trabajo militar en Szombarthely, había decidido
visitarlo allí, admitiendo que no tenía permiso para hacerlo. Con mucha benevolencia
me escuchó y me mando de vuelta a la celda.
Posteriormente me enteré de que el simpatiquísimo oficial era alto dirigente del
partido ultranazi; poco tiempo después, en noviembre, cuando apenas quedaban tres
ciudades húngaras sin estar ocupadas por los rusos, lo nombraron alcalde de una de
ellas.
También me enteré después (en diciembre de 1944), de que en lugar de cumplir con el
reglamento para devolverme a la unidad y luego a la Corte Marcial competente (si lo
hubiera hecho, me hubieran fusilado), me envió directamente a la Corte Marcial más
cercana, ubicada en la misma ciudad de Szombathely. Motivó su procedimiento con el
hecho que estábamos en guerra y no era el momento para leguleyismos, que había que
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ejecutar lo más rápido posible a los desertores, y más si eran judíos. Con esto me salvó
la vida.
La cárcel se estaba llenando, llegó a tener dos o tres veces su capacidad, por la
cantidad de desertores, húngaros, alemanes (suebios locales), gitanos, croatas, etc.
Tuvieron que habilitar un galpón para ubicar allí a los presos excedentes. Yo estaba
contando los días. Según la Ley Marcial de Guerra, a los desertores había que
procesarlos en ocho días, y la sentencia podía ser una de dos: muerte por fusilamiento, o
libertad (devolución al servicio militar). No sabía bien si los ocho días eran continuos o
laborables, si se contaban desde la comisión del hecho o desde la captura, y todos los
días me estaba preparando para el paredón. No me fue fácil, tenía miedo de morir, pero
también de demostrar cobardía cuando me llevasen a la ejecución. Un día llegaron
presos nuevos y me enteré que mis tres compañeros habían sido ejecutados, de manera
que mi angustia creció aún más. Sin embargo, pasaban los días y no me llevaban a
juicio. Mientras tanto pasaron dos cosas: la Corte Marcial estaba buscando intérpretes
para intervenir en juicios de militares enjuiciados que solo hablaban alemán o rumano.
Me hice intérprete accidental y el juez llegó a conocerme.
En la cárcel, en su etapa galpón, la vigilancia no era tan severa y un día salí para dar
un paseo por el cuartel. Allí tuve la sorpresa de ¡encontrarme con mis compañeros!
Resulta que el pelotón, de unos 220, se dividió en dos grupos de a 110
aproximadamente. La mitad la llevaron a Alemania, los que sobrevivieron no pasaron
de 2 o 3; yo estaba en el grupo que paso a Alemania, ciertamente no hubiera
sobrevivido. Otra vez escapé con vida.
Entré al cuartel de ellos y les di una enorme sorpresa: ¡Me daban por muerto! Lo que
pasó fue que la Corte Marcial ofició al comandante de nuestra unidad que “los tres
desertores habían sido fusilados”. Nuestro comandante no quería participar que habían
ejecutado tres y que uno había sobrevivido, de manera que informó que “los cuatro
fugados habían sido ejecutados sumariamente”.
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bolsillo mi banda que debí llevar en el brazo izquierdo (por ser católico, la banda era
blanca en vez de amarilla). Ambas alegaciones eran falsas, pero dije que tanto el billete
y la banda me habían sido quitados en la cárcel de la policía. Empezaron los juicios, el
mío era el quinto entre siete. Antes de mi caso se había dilucidado el de un “alemán
étnico” del Transdanubio, quien se había separado de su unidad en el ejército húngaro
para incorporarse en la SS alemana. Su defensa: quería luchar por la victoria final del
Fuehrer y no barrer patios de cuartel como lo mandaron a hacer los húngaros. El juicio
duró pocos minutos y el juez lo condenó a diez años de trabajos forzados. ¿Cómo sería
entonces el caso de un judío fugado para salvar su pellejo? Para mi suerte, mi abogado
defensor tuvo que ir al baño justo antes de comenzar mi juicio, estoy seguro que de estar
presente el pobre chocho el resultado hubiera sido peor o tal vez fatal.
El día siguiente llegó el teniente con un tremendo ratón, entendió mi caso y quedó
muy arrepentido de no haberme mandado al cipote, Esto podría traerle problemas...
Total, me quedé y al poco rato nos llevaron a Ondod (Andau en alemán) justo en la
frontera. Allí nos alojaron, de 3 o 4, en ranchos o chozas del barrio gitano del pueblo.
Trabajamos cavando zanjas para la defensa contra los rusos, reforzadas con troncos de
madera. Hacía mucho frío ese invierno. Había una fogata donde podía uno calentarse las
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manos, pero de hacerlo, a los pocos segundos los “marcos” nos conminaban “a trabajar,
a trabajar”. Mi amigo en esa época era Eckstein (más tarde Eles) Otto, quien conocía a
Marianne y por cuya mediación posteriormente yo la conocí a ella. Trabajamos en
equipo y llegamos a la conclusión de que no valía la pena trabajar varias horas para
estar cerca de la fogata unos segundos. Así que decidimos prescindir del calor, nos
escondíamos en el bosque pasando frío y hablando de literatura, arte y filosofía, para
reunirnos con la tropa sólo para la hora de comer y para la retirada. (No perjudicamos a
los compañeros con esta actitud, ya que el trabajo no era por unidad (como en
Auschwitz) sino por hora o día.
Aparte del frío la pasábamos bien, dormíamos en la cocina caliente de la choza gitana,
nos daban toda la cantidad de carotas que quisiéramos. La comida la repartieron con un
cucharón de 0,6 litros, y yo me hice “duplas”, es decir, apenas me daban mi ración, me
ponía, comiendo, nuevamente a la cola y me daban otra ración, y algunas veces hasta
tres. Esta era la comida tres veces al día, menos los domingos, cuando nos daban papas
y algunas veces hasta pedacitos de carne. Yo estaba gordísimo (casi como ahora), pero
sufría de falta de vitaminas, tenía sarna, y las enormes llagas que llevé en todo el cuerpo
nunca cicatrizaban.
Una vez, marchando de regreso después del trabajo, encontré un grupo de jóvenes en
el campo. Ya era marzo, primavera, los bosques y campos comenzaban a reverdecer.
Los muchachos y muchachas tenían una cobija en el suelo, llevaban cestas con comida
y vino y reinó la alegría. Mientras tanto nosotros, trabajadores forzados, acompañados
de “marcos” con la bayoneta calada, marchábamos hacia una suerte desconocida, sin
tener idea de lo que había pasado con nuestra gente. Me impactó ver que para algunos la
vida no había cambiado.
Llegó el momento en que escuchamos la artillería rusa. El oficial nos convocó y nos
dijo: “¡Muchachos, hasta ahora yo los estuve salvando a ustedes, ahora les toca a
ustedes salvarme a mí. Vamos a retirarnos hacia el este, en formación, con los `marcos´
sin armas y con el coche de caballo llevando las reservas de comida y la caldera para
prepararla, por delante!”.
Aprobamos y aplaudimos lo que dijo y nos formamos en una columna. A cada rato
pasaba un soldado ruso, a pié, a caballo, en moto, y nos cuestionaba, para saber que y
quienes éramos. La comunicación fue un tanto difícil: uno de nosotros hablaba algo de
ruteno, idioma eslavo, pero tardábamos mucho en cada escala. Finalmente llegamos a
un río donde el puente estaba bombardeado. Era imposible pasar en formación, pero
individualmente, encaramados en los restos retorcidos del puente de acero, se podía
pasar. Así que nos dispersamos, cada uno con su grupito, yo con Otto, y caminamos
hacia Budapest. Algunas veces conseguíamos colita en un coche de caballo de
campesino o en un camión militar soviético. En una ocasión nos topamos con Arturo,
sentado a la orilla de la carretera, luchando con sus pies hinchados con ampollas de
tanto caminar, pero nos separamos de nuevo.
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Un día nos agarraron los rusos y nos metieron en un enorme grupo (calculo de casi
mil personas) destinados a ser llevados a la Unión Soviética como prisioneros de guerra.
Trabajamos un día picando y transportando rocas. En la mañana nos escapamos con
Otto y nos escondimos en un bosque vecino. Los guardias rusos nos dispararon con
fusiles, pero no acertaron. Dormimos en casas o establos de campesinos, nos dieron
algo de comer y seguimos hacia la capital. Nos dijeron que en Budapest todos los
puentes están destruidos, menos uno: el puente Elizabeth, pero allí había severos
controles por soldados rusos. No había mas alternativas, teníamos que pasar de Buda a
Pest, y encomendando nuestras almas a Stalin (¿?) fuimos hacia el puente. Los soldados
nos dejaron pasar sin pestañear. Me separé de Otto y fui a la casa del tío David,
hermano de mi abuela, padre de las hermanas que posteriormente llegarían a la
Argentina. Me dijeron que fuese a la central judía para que me dieran un documento
original de identidad, pero caminando hacia allá, frente a la estación de ferrocarril
occidental, me detuvo un soldado KGB (policía secreta, posteriormente rebautizada
NKVD) y me llevó al único edificio en la plaza que no había sufrido los bombardeos.
Subimos unos pisos y me hizo señas para que entrara por una puerta pintada impecable.
Toqué la puerta y con paso firme entré para encontrar que en un cuarto pequeño había
decenas de personas como yo, no se podía uno sentar, quedamos parados y apretujados.
Al cerrar el soldado, la puerta indagué “¿De qué se trata?” Me dijeron que
periódicamente venía un soldado ruso y conminaba a los “húngaros” a que salieran.
Ninguno quiso declararse húngaro, todos dijeron ser checos, serbios, rumanos, por
temor a represalias. La situación era tan incómoda, que apenas vino una vez más el ruso,
me ofrecí a salir como “húngaro”. Me llevaron a la oficina de un oficial KGB que
hablaba perfectamente el húngaro, le conté mi historia, me dio un pase provisional y me
dejó ir. Al salir le pregunté la razón por la cual no dejaban salir a los checos, rumanos y
demás y me explicó que era intérprete húngaro y no podía tratar con los detenidos de
otros idiomas.
De Budapest pronto emprendí la última fase del viaje en tren, llevándome al tío
David, para quien conseguí un asiento en un vagón, pero a mí me tocó viajar en el
techo, en una posición bastante incómoda y difícil, porque el techo del vagón era
inclinado y no había donde agarrarse. El viaje de apenas unos 100 kilómetros duró
muchísimas horas. El tren hizo escala en Debrecen, la ciudad universitaria donde yo
“cursaba” derecho, y me acerqué a mi amigo el bedel de la facultad. Este me dijo:
“Quédese unos días señor jurista, en diez días le consigo el doctorado. Los señores
profesores están cagados”. Decliné y así no soy doctor juris.
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CON MARIANNE EN PARÍS
Marianne también hacía el mercado. Ella no hablaba francés, pero se arreglaba con
pocas palabras: une, deux, livres, comme-ca,. Ejemplo: deux livres comme ca.
Había conseguido el trabajo por los avisos en la prensa. Anteriormente fui a Renault,
pasé el examen de admisión, pero finalmente no acepte el boulot porque estaba muy
lejos y pagaban poco. La admisión en la Renault incluía un examen médico, inclusive
rayos X. Cuando salí del aparato, el tipo que estaba detrás de mi me pidió que pasara de
nuevo, haciendo las veces de él, ya que tenía una lesión pulmonar y temía ser
eliminado. No lo acepté, quería ser muy correcto.
En la Chenard & Walker no había examen médico, sino técnico. Un ingeniero me dio
varios croquis y me preguntó sobre varios puntos. Uno era resolver un problema
geométrico, y yo, después de buscar desesperadamente la solución, tuve que decirle que
no podía hacerlo, porque faltaban datos. Después me dio una hoja de trabajo, un cilindro
de acero, las herramientas para que fabricara una pieza formada por una rosca, un cono
y una parte cilíndrica entre los dos. Dijo que la única medida importante era la longitud
del cilindro. Esto porque si me equivocaba con el cono, tenía que modificar la cota del
cilindro. Hice la pieza en menos del tiempo indicado en la hoja de trabajo, y conseguí el
boulot.
Tenía un asistente marroquí o argelino llamado Mouhammad, cuya tarea era recoger
las virutas que mi torno producía. Almorzamos en la fábrica, la comida era gratis,
inclusive un octavo de litro de vino, y no era mala, pero la baguette era aparte, cada uno
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la traía bajo el brazo, ya que el pan era racionado y se necesitaba un ticket para
comprarlo en la boulangerie.
Los fines de semana comíamos en la Mensa judía de la Rue Rosier (¿o Rue Rosier
era el ghetto de París?) por cuenta de la Joint (Organización de Beneficencia Judía
Mundial, que aún existe). Para ello teníamos que pasar por una oficina donde nos daban
valesque luego teníamos que entregar en el comedor a una persona que daba vueltas a
las mesas solicitando “Tsetele s’il –vous – plait!”. La etimología de la tsetele me
parecía la misma de la cédula, lo cual me parecía cómico.
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TORO A PINEDA 41
Esta fue nuestra primera dirección en Caracas. Lo que quiero contar ahora es como
llegamos allí.
Salimos de Oradea con unos 2000 dólares en billetes. Unos 500 dólares se gastaron
en el camino, atravesando seis o siete fronteras ilegalmente, otros 500 dólares me los
quitó un nazi húngaro en París.
En aquel tiempo, a mediados y fines de 1948, toda Europa estaba alborotada por la
posibilidad de una inminente Tercera Guerra mundial. La cortina de hierro había bajado
hacía poco, los rusos cercaron Berlín occidental para que no pudiera recibir suministros
desde occidente (la parte de Berlín occidental, anteriormente zona de ocupación de los
ejércitos de USA, Francia e Inglaterra, dependía totalmente de los insumos que le
llegaban desde Alemania Occidental). Entonces USA estableció el famoso “puente
aéreo“, cada tantos minutos aterrizaba en el aeropuerto de Berlín occidental un avión de
carga con suministros. Era solo asunto de una decisión que Stalin podía tomar de un
momento al otro, la de dispararle a uno de estos aviones cuando sobrevolara el territorio
de la República Popular de Alemania, entre Alemania Occidental y Berlín, para que
USA lanzare bombas posiblemente atómicas (que a USSR aún no tenía) sobre territorio
soviético. En esta circunstancia es comprensible que nosotros, sobrevivientes de una
guerra horrible, quisiéramos escaparnos a un lugar “seguro”.
Bien, llegados a París, nos alojamos en un hotel en la Avenue Zola, hasta que
conseguimos uno más económico en la Rue Lecluse, cerca de la Porte de Clichy. Allí
vivimos hasta fines de 1948, cuando -financiados por la IRU (International Refugee
Organization)-, salimos vía Bordeaux en el vapor “Portugal” con destino a La Guaira.
La IRU pagó nuestro pasaje, pero en París, trabajando como “tourneur outilleur”, es
decir, tornero calificado, no de producción en masa, no ganaba lo suficiente para vivir
los dos, así que gastamos algo de nuestras magras reservas También en París, mientras
buscábamos visa para algún país “seguro” nos estafaron. Este incidente me molesta
hasta el día de hoy y lo contaré, tal vez sirva de “katharsis”.
Entre los emigrantes en París que trataban de ir a alguno de los países codiciados
(USA, Canadá, Australia, metas imposibles ya que todos los cupos estaban colmados)
aparecían entonces, en segundo lugar, Argentina, “el país más europeo de
Latinoamérica”, México (vecino de USA) y Cuba (para entonces probable próximo
estado de los Estados Unidos); todas estas visas eran muy difíciles de obtener.
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de mecánica pero nada de construcción; de todas maneras empecé a comprar cemento y
arena, cargué los sacos desde la calle empinada de Toro a Pineda hasta el fondo del
jardín, luego eché el piso de unos 4x4 metros. No sabía rematarlo, el concreto quedó
poroso y cada vez que Marianne le pasaba escoba, recogía medio saco de cemento/arena
en polvo. Luego compré bloques y construí las cuatro paredes, madera y fabriqué una
puerta y una ventana, finalmente teché todo con láminas de aluminio. Al llover, nuestra
casa era un infierno: las gotas de agua en el techo de aluminio sonaban como un
regimiento de ametralladoras.
Recuerdo un incidente: estando yo echando el concreto del piso, pero aún no seco del
todo, traté de instalar la corriente (tampoco una especialidad mía), y con mi usual apuro,
quería cortar simultáneamente los dos cables con corriente viva. Con el alicate no
aislado, y con los pies mojados me pegó un corrientazo horrible y empecé a bailar y
gritar. Marianne tuvo la presencia de ánimo de retirar el enchufe de alimentación. En
Toro a Pineda 41, pasaron muchas cosas. En uno de los cuartos vivía un matrimonio
húngaro joven (no judíos). Ninguno tenía trabajo, pero ella salía todas las noches sin
decir adonde; posteriormente supimos que era fichera. Una tarde llegaron tres hombres:
uno preso y dos detectives acompañándolo. El preso (luego supimos que era adeco
pesado) entró al cuarto de la mujer, el marido se despidió, y pasaron allí largo rato.
Después escuché una pelea entre el matrimonio: ella le reprochaba a él que no
solamente no trabajaba, sino que le quitaba reales a ella para invertirlos en negocios
fantasmas. La mujer le gritó: “Lo que haces con tus reales es asunto tuyo, pero lo que
gano con mi trasero, ¡es mío!”.
Traté de establecer contacto con las hermanas Schiff en Buenos Aires para ver si me
ayudaban llegar allí y luego establecerme, pero no me hicieron caso. La hermana menor
Klari, se fue de su casa en Budapest cuando tenía unos 20 años e hizo carrera en la
farándula; una vez recuerdo haber visto una foto en la revista semanal SZINHAZI
ELET, en la columna “Húngaros en el Exterior”; estaba bailando en un local en El
Cairo. La hermana mayor, Annus, a la que conocí mucho, era una “doer”, se las arregló
siempre. En un tiempo era concesionaria de un cine en una de las arterias principales;
luego, cuando quedó prohibido a los judíos tener este tipo de empresas, logró obtener la
concesión a nombre de un mayor del ejército, amigo (¿?) de ella, y allí siguió hasta el
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final. Klari su hermana hizo carrera en bares y terminó casándose con un rico
hacendado mucho mayor que ella, quien poco después murió y le dejó miles de cabezas
de ganado.
Pues bien, aún antes de salir de Oradea, contacté a la tía Annus para ver si quería que
me juntara con ellas dos; me preguntó de cuanto dinero disponía. Le dije que
posiblemente podía reunir 50.000 dólares, y ella me contestó a vuelta de correo que sí,
y que fuera cuanto antes, pues con esa suma se podía hacer algo en la Argentina.
Estando ya en París le informé que todo lo que tenía eran 2.000 dólares y ella hasta
hoy no me ha contestado….aunque le mandé hasta una carta certificada con acuse de
recibo, y el recibo me llegó bien.
Por otra parte, siguiendo con lo de las persecuciones, la primera por judíos, la segunda
por “burzsuj” rusificación de la palabra “bourgeois” enemigo del proletariado, la peor
fue la primera, así que decidimos, Marianne y yo, que de ahora en adelante seríamos
católicos. Escogimos esta religión y no otra porque yo había sido bautizado en Oradea
en el verano de 1944, durante las deportaciones, en mi búsqueda de más posibilidades
de sobrevivencia.
Me acerqué a la Embajada de Argentina (de hecho a prácticamente todas las
embajadas posibles, salvo Nicaragua que -según Marianne- era el “zôld pokol” o
infierno verde).
Los argentinos me refirieron a un cura húngaro en París, denominado “aumonier
hongrois en France” para que nos pusiera en sus listas. Este me pidió una
recomendación de la Iglesia de Hungría, de manera que pregunté a mi suegro Bandi
bacsi si me la podía conseguir y él me mandó de inmediato una carta firmada por nada
menos que el Cardenal Mindszenty, príncipe arzobispo de Hungría, quien
posteriormente obtuvo fama mundial por su resistencia a los comunistas, estuvo
encarcelado y luego, por componendas políticas, fue liberado pero sin poder salir del
país; durante la revolución del 1956 se asiló en la embajada USA de Budapest donde
vivió varios años.
Este fue pues mi ilustre interlocutor, pero -aunque ahora me da pena y rabia- negocié
con él, le di los 500 dólares, luego el día siguiente me mandó una carta diciendo ciao,
ya estaba en un barco rumbo a Argentina y yo no tenía chance de ir.
Cuento todo esto -a parte de la propensidad senil de divagar y salir por la tangente- y
aparte del hecho que toda la historia es tan complicada que es difícil mantener el hilo sin
referirse a los antecedentes, para llegar al punto cuando llegamos a Venezuela con unos
1000 dólares en el bolsillo. Llegamos en los días del derrocamiento del gobierno adeco,
(no teníamos idea de lo que la palabra significaba), así que el “Portugal” no pudo
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atracar en La Guaira sino que nos desviaron a Puerto Cabello y allí tuvimos que esperar
2 o 3 días en la rada antes de que nos descargaran y nos llevaran en camiones de estaca
al campamento de Naguanagua, cerca de Valencia.
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El texto que sigue, a modo de apéndice, obedece a una recurrente fantasía de mi padre
y que a fuerza de escuchársela dio origen a mi primera novela, Los vocablos se amaron
por última vez. Quería explorar mi padre lo que hubiera podido ocurrir en la Gran
Colombia, si los alemanes hubieran ganado la Segunda Guerra Mundial. De haber
desarrollado su idea, habría convertido al hijastro de Goebbels, Harald Quandt, en un
funcionario/investigador del (ficticio) Ministerio de Asuntos Raciales del III Reich
“Alfred Rosemberg” asignado a Venezuela y me habría conferido a mí la potestad y la
responsabilidad de inventar las traducciones de unas cartas que Quandt le habría
enviado a su esposa en Alemania, dándole cuenta de las vivencias e incidencias de su
investigación y que habrían caído en mis manos por extraños sortilegios. La ucronía
por él planteada dio así origen a mi novela, en la que Harald Quandt se convirtió en un
agente político involucrado en la historia contemporánea de Venezuela, al estar
involucrado en el magnicidio del General Carlos Delgado Chalbaud, en pleno ejercicio
de la Presidencia de la República, para favorecer, con la implantación de una dictadura
militar férrea, los planes del Fuehrer de anexar los países bolivarianos al III Reich,
comenzando por Venezuela.
Mi padre escribió estas notas preliminares con la intención de inventar esas cartas a
cuatro manos conmigo, había leído más de una treintena de libros y documentos
relacionados con la Segunda Guerra Mundial, había llegado a Venezuela para refundarse
en una patria libre, en una familia nueva, en el futuro, pero los fantasmas del pasado
nunca lo abandonaron, mediante su ucronía, ambos, cada uno a su manera, proscribimos
a nuestras inexpugnables sombras.
NOTAS BIOGRÁFICAS
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Harald Quandt nació en el año 1921, hijo de Guenther y Magda Quandt. Tuvo dos
hermanos: Hellmuth y Herbert Quandt. Su progenitora se divorció de su primer esposo,
el industrial Guenther Quandt, y contrajo segundas nupcias con el entonces Líder de
Circuito (Gauleiter) de Berlín, Dr. Joseph Goebbels.
Este último había sido nombrado por el Canciller y Fuehrer Adolf Hitler, Ministro de
Información y Propaganda, desde su llegada al poder en el año 1933, cargo que ejerció
hasta el año….cuando…. (¿Murió? ¿Se retiró? De hecho se suicidó en el 1945, en
Berlín después de matar a su esposa e hijas).
El Dr. Harald Quandt luchó valientemente en la Wehrmacht (ejército) desde el año
1943 hasta finalizar la guerra en el …
Posteriormente terminó sus estudios de Sociología en la Universidad “Adolf Hitler”
de Berlín, logrando un Doctorado en su especialidad en 19…
Inmediatamente después se incorporó en el personal del Ministerio del Reich para
Investigaciones Raciales “Alfred Rosenberg”, donde trabaja hasta la fecha presente.
Este Ministerio, siguiendo la ruta iniciada por su fundador Dr. Alfred Rosenberg,
quien fuera insigne investigador de todo lo relacionado con asuntos de las razas
humanas, se encontró, en las postrimerías de la guerra, con enormes tareas, de las cuales
destacamos las que ocuparon principalmente a nuestro personaje: la calificación y
clasificación de las razas.
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4) Nuestro personaje cumplió brillantemente con las tareas que le han sido
encomendadas, y sus reportes al Ministerio han sido publicados extensamente.
Esta recopilación y traducción al español corresponde a un conjunto de cartas,
que el Dr. Quandt ha enviado con regularidad a su esposa en Berlín y las cuales -
en la modesta opinión de la traductora – merecen ser publicados de por si, ya
que transmiten un vivo relato de lo que era la vida de las colonias sudamericanas
en la década de los 1950-1960.
LA TRADUCTORA
NOTA DE LA TRADUCTORA
(Lo que sigue es la traducción de una carta, llegó a mis manos, por una serie de
coincidencias, hace algunas semanas. Evidentemente nunca llegó a su destino: estaba
dirigida a la Sra. Irmgard Quandt, Heinrich Himler-Strasse38, Berlín. Su autor es el
Coronel de la SS, Harald Quandt, quien, según averigüé posteriormente, nació en el
1922 y murió en un accidente de automóvil en el 1967. El Dr. Quandt era hijo de
Gunther Quandt, y su esposa Magda Ritschel, el matrimonio se disolvió en el 1929. En
el año 1931 Madda Ritschel se casó con el Dr. Joseph Goebbels, el futuro ministro de
propaganda del Reich, mano derecha del Fuehrer y prócer del Nuevo Orden Mundial.
La carta esta escrita en papel que lleva el membrete del INSTITUTO DE
INVESTIGACIONES RACIALES, (INSTITUT FUER RASSENFOSCHUNG,
ALFRED ROSENBERG), Oficina de Karakas, Gau Grosskolumbien, que el coronel
Quandt visitó a principios de 1965, en su calidad de presidente del Instituto, con sede
en Berlín. Lleva la fecha 16 de mayo 1965.
Decidí traducirla al castellano y publicarla, debido a que contiene un resumen bastante
interesante de lo que era la situación en América del Sur, en aquellos tiempos
tormentosos de post – guerra. Para refrescar la memoria del lector, la segunda guerra
mundial finalizó el 25 de agosto de 1945, cuando después de haber enviado el Reich, en
un cohete, la primera bomba atómica a Glasgow, Inglaterra capituló y los Estados
Unidos, ante la posibilidad de ver atacado su territorio con tan destructivas armas, hizo
lo propio. Los estados suramericanos que anteriormente habían declarado la guerra a las
naciones del Eje Berlín-Roma-Tokio, inmediatamente se rindieron. Las potencias del
eje tenían, en la década de los 50, problemas más urgentes que resolver, así que ha sido
solo en 1960, cuando se inició la organización, económico-política del sub-continente.
Según el acuerdo de Zuerich de 1959, el control de la mayor parte de Suramérica le
tocó a Alemania; Italia recibió Argentina y Uruguay, mientras el Japón recibió Brasil.
La carta del coronel Quandt describe la situación en la provincia que quedó bajo tutela
del Reich Alemán, Grosskolumbien o Gran Colombia, en pleno proceso de
reorganización, y creo que el relato podrá ser de mucho interés para los historiadores en
un futuro no muy lejano.
La traductora
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Dibujos de Juan Feld
Dibujos de familia
60
61
62
Autoretratos
63
64
65
66
Exóticos
67
68
69
70
Profanos
71
72
73
74
75
Psico
76
77
78
79
80
81
82
83
Otros
84
85
86
87
88
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