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San Agustín

1ª Lectura: Hech 1,1-11 - Veían en él un maestro, un consolador y un animador, pero humano.


Muchos son los misterios ocultos en las Escrituras divinas. El Señor se ha dignado revelar a
nuestra humildad algunos de ellos; otros están ahí para que los investiguemos nosotros, pero no
tenemos tiempo suficiente para exponerlos a vuestra santidad. Sé que sobre todo en estos días
suele llenarse la iglesia de gente que piensa más en salir que en venir y que nos tachan de pesados
si alguna vez nos demoramos algo más. Estos mismos, si duran sus banquetes, a los que se
apresuran a llegar, hasta la tarde, ni se cansan, ni rehúsan la asistencia ni salen de ellos con el
mínimo rubor. No obstante, para no defraudar a quienes vienen hambrientos, aunque sea
brevemente, no pasaremos por alto el misterio encerrado en el hecho de que Jesucristo nuestro
Señor ascendió al cielo con el mismo cuerpo en el que resucitó.
Sucedió así en atención a la debilidad de los discípulos, pues no faltaban, incluso dentro del
número de los mismos, algunos tentados de incredulidad por el diablo, hasta tal punto que uno
prestó más fe a las cicatrices recientes que a los miembros vivientes por lo que respecta a la
resurrección en el cuerpo que él conocía. Por tanto, para afianzarlos a ellos, se dignó vivir en su
compañía cuarenta días íntegros, después de su resurrección, es decir, desde el mismísimo día de
su pasión hasta el presente, entrando y saliendo, comiendo y bebiendo, como dice la Escritura
(Hch 1,3-4), y asegurándoles de que lo que se presentaba de nuevo a sus ojos después de la
resurrección era lo que había sido arrebatado por la cruz. Con todo, no quiso que se quedaran en la
carne ni que los atase por más tiempo el amor carnal.
El motivo por el que querían que él estuviese siempre corporalmente con ellos era el mismo por el
que también Pedro temía que sufriese la pasión. Veían en él un maestro, un animador y un
consolador, un protector, pero humano, como se veían a sí mismos; y si esto no aparecía a sus ojos,
lo consideraban ausente, siendo así que él está presente por doquier con su majestad. En verdad, él
los protegía, como la gallina a sus polluelos, según él se dignó afirmar; como la gallina, que, ante
la debilidad de sus polluelos, también ella se hace débil. Como sabéis, son muchas las aves que
vemos engendrar polluelos, pero no vemos que ninguna, salvo la gallina, se haga débil con los
suyos. Ésta es la razón por la que el Señor la tomó como punto de comparación: también él, en
atención a nuestra debilidad, se dignó hacerse débil tomando la carne. Les convenía, pues, a los
discipulos ser elevados un poquito y que comenzasen a pensar en él con categorías espirituales: en
cuanto Palabra del Padre, Dios en Dios, por quien fueron hechas todas las cosas; para ello era
impedimento la carne que contemplaban.
Les era provechoso el afianzamiento en la fe viviendo con él durante cuarenta días; pero les era
más provechoso aún el que se sustrajese a sus ojos y que quien había vivido con ellos en la tierra
como un hermano, les ayudase desde el cielo en cuanto Señor y aprendiesen a considerarlo como
Dios. Así lo indicó el evangelista Juan; sólo hay que advertirlo y comprenderlo. Dijo, en efecto, el
Señor: No se turbe vuestro corazón. Si me amarais os alegraríais de que vaya al Padre, porque el
Padre es mayor que yo (Jn 14,1.28). Y en otro texto dice: Yo y el Padre somos una misma cosa (Jn
10,30). Vindica para sí tanta igualdad, no fruto de rapiña, sino igualdad de naturaleza, que a cierto
discípulo que le decía: Señor, muéstranos al Padre y nos basta, le respondió: Felipe, llevo tanto
tiempo con vosotros y ¿aún no conocéis al Padre? Quien me ha visto a mí ha visto también al
Padre (Jn 14,8.9). ¿Qué significa quien me ha visto? Si se refiere a verlo con los ojos de la carne,
lo vieron también quienes lo crucificaron. ¿Qué significa, pues, quien me ha visto, sino «quien ha
comprendido lo que soy, quien me vio con los ojos del corazón»? En efecto, como hay oídos
interiores -los que buscaba el Señor al decir: Quien tenga oídos que oiga (Mt 11,15), a pesar de no
haber allí sordo alguno-, así también hay una mirada interior del corazón. Si alguien hubiera visto
al Señor con ella, hubiera visto al Padre, puesto que es igual que él...
Poned atención a lo que dice Juan: Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el
Padre es mayor que yo. ¿Cómo entonces es mayor que él, según dice el Apóstol? El mismo Señor
dice: El Padre y yo somos una misma cosa. Y en otro lugar: Quien me ha visto a mí ha visto
también al Padre; ¿cómo dice aquí: Porque el Padre es mayor que yo? Estas palabras, hermanos
míos, por cuanto el Señor pretende insinuarme son, en cierto modo, palabras de consuelo y de
reproche. Estaban anclados en el hombre y eran incapaces de pensar en él como Dios. Pensarían en
él como Dios cuando desapareciese de su presencia y de sus ojos en cuanto hombre, de manera
que, eliminada la familiaridad habitual con la carne, aprendiesen a pensar en su divinidad, al
menos en ausencia de su carne... ¿Qué quiere decir esto? Si me amarais os alegraríais de que vaya
al Padre. Si me amarais: ¿qué es esto, sino una forma de decir que no me amáis? ¿Qué es lo que
amáis, pues? La carne que veis y que no queréis que se aparte de vuestros ojos.
Si, por el contrario, me amarais. ¿Que quiere decir este me? En el principio existía la Palabra y la
Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios (Jn 1,1), según el mismo Juan. Si me amarais
en mi condición de creador de todo, os alegraríais de que vaya al Padre. ¿Por qué? Porque el
Padre es mayor que yo. Todavía, mientras continuáis viéndome en la tierra, el Padre es mayor que
yo. Me alejaré de vuestra presencia; sustraeré a vuestras miradas la carne mortal que asumí en
atención a vuestra mortalidad; comenzaréis a no ver este vestido que tomé por humildad. Pero ha
de ser elevado al cielo para que aprendáis lo que debéis esperar. No dejó en la tierra la túnica que
quiso vestir aquí, pues si la hubiese dejado aquí abajo, todos hubie$en perdido la esperanza en la
resurrección de la carne.
Aun ahora, después de haberla elevado al cielo hay quienes dudan de la resurrección de la carne.
Si Dios la manifestó en su misma persona, ¿va a negarla el hombre? Dios tomó la carne por
compasión, el hombre por naturaleza. Y, con todo, la dejó ver, los robusteció a ellos y la elevó al
cielo. Imposibilitada por la ascensión la mirada de los ojos de la carne, ya no volvieron a verlo
como hombre. Si en su corazón había algo movido por los deseos carnales, debió de entristecerse.
Sin embargo, se juntaron en unidad y comenzaron a orar. Pasados diez días había de enviarles el
Espíritu Santo, para que los llenara de amor espiritual, aniquilando los deseos de la carne. De esta
manera les hacia comprender ya que Cristo era la Palabra de Dios, Dios junto a Dios, por quien
fueron hechas todas las cosas.

2ª Lectura: Ef 1,17-23 - Hizo su camino y dijo: «Seguidme»


Hablando según la vida presente, se dijo a Moisés: Nadie vio el rostro de Dios y vivió (Éx 33,20).
No se ha de vivir esta vida pensando en ver aquel rostro. Hay que morir al mundo para vivir por
siempre para Dios. Entonces, cuando veamos aquel rostro que vence cualquier concupiscencia, ya
no pecaremos, ni de obra ni de deseo. Es tan dulce, hermanos míos, tan hermoso, que, después de
haberlo visto, ninguna otra cosa puede deleitar. Habrá una saciedad insaciable, pero sin molestia
alguna. Estaremos siempre hambrientos y siempre saciados. Escucha ambas afirmaciones tomadas
de la Escritura: Quienes me beben, dice la Sabiduría, volverán a tener sed, y quienes me comen
volverán a sentir hambre (Eclo 24,29). Mas, para que no pienses que allí habrá indigencia y
hambre escucha al Señor: Quien beba de este agua, jamás volverá a tener sed (Jn 4,13).
Pero preguntas: ¿Cuándo va a tener esto lugar? No importa cuando ocurra; con todo, tú espera al
Señor; ten paciencia con él, compórtate varonilmente y sea confortado tu corazón. ¿Acaso falta
tanto como lo ya pasado? Advierte cuántos siglos han pasado y han dejado de existir desde Adán
hasta nuestros días. En cierto sentido, son pocos los días que quedan; así ha de hablarse en
comparación con los ya pasados. Exhortémonos mutuamente, exhórtenos el que vino a nosotros,
hizo su camino y dijo: «Seguidme»; el que subió en primer lugar a los cielos para, desde las
alturas, socorrer como cabeza a sus miembros, que se fatigan en la tierra; el que dijo desde el cielo:
Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? (Hch 9,4). Por tanto, que nadie pierda la esperanza; al final
se nos dará lo prometido; allí se hará realidad aquella justicia.
Escuchasteis también cómo el evangelio concuerda con estas palabras. Es voluntad de mi Padre,
dice, que nadie de los que me dio perezca, sino que tenga la vida eterna; y yo los resucitaré en el
último día (Jn 6,39). Se resucitó a sí mismo en el primer día; a nosotros nos resucitará en el último.
El primer día esta reservado a la Cabeza de la Iglesia. Nuestro día, Cristo el Señor, no tiene ocaso.
El último día será el fin de este mundo. No quiero que preguntes: «¿Cuándo será este día?». Para
el género humano está lejano, y cercano para cada uno de los hombres, pues el último día es el de
la propia muerte. Y, ciertamente, una vez que hayas salido de aquí, recibirás lo que corresponda a
tus méritos, y resucitarás para hacerte cargo de tu cosecha. Entonces Dios coronará no tanto tus
méritos como sus dones. Reconocerá cuanto te dio si supiste conservarlo.
Ahora, por tanto, hermanos, nuestro deseo ha de estar solamente en el cielo, en la vida eterna.
Nadie ponga su complacencia en si mismo, como si fuera posible a alguien vivir aquí en plena
justicia y medirse con quienes viven mal, como el fariseo aquel que se autoproclamaba justo (Lc
18,11) sin haber oído, al Apóstol: No que yo la haya alcanzado o que sea perfecto (Flp 3,12). Por
tanto, aún no había recibido lo que estaba deseando. Había recibido la prenda. Éstas son sus
palabras: Quien nos ha dado el Espíritu como prenda (2 Cor 5,5). Deseaba llegar a aquello de lo
que poseía la prenda; ésta presupone una cierta participación, pero muy lejana. De una manera
participamos ahora y de otra participaremos entonces. Ahora tiene lugar por la fe y la esperanza en
el mismo Espíritu; entonces, en cambio, tendrá lugar la realidad, la especie: el mismo Espíritu, el
mismo Dios, la misma plenitud. Quien llama a los que aún están ausentes, se les mostrará cuando
ya estén presentes; quien llama a los peregrinos, los nutrirá y alimentará en la patria.
Habiéndose convertido Cristo en nuestro camino, ¿desesperaremos de llegar? Este camino no
puede ni acabarse, ni interrumpirse, ni borrarse por lluvias o tormentas, ni ser asediado por
ladrones. Camina seguro en Cristo; camina; no tropieces, no caigas, no mires atrás, no te quedes
parado en el camino, no te apartes de él. Si te cuidas de todo esto, llegarás. Una vez que hayas
llegado, gloríate ya de ello, pero no en ti. Pues, quien se alaba a sí mismo, no alaba a Dios, sino
que se aparta de él. Sucede como a quien se aparta del fuego: el fuego permanece caliente, pero él
se enfría; o como al que quiere alejarse de la luz; si lo hiciere, la luz permanece resplandeciente en
sí misma, pero él queda en tinieblas. No nos alejemos del calor del Espíritu ni de la luz de la
Verdad. Ahora hemos escuchado su voz; entonces, en cambio, lo veremos cara a cara. Que nadie se
complazca en sí mismo ni nadie insulte a los demás. Que nuestro deseo común de progresar no nos
conduzca a envidiar a los avanzados ni a insultar a los retardados, y se cumplirá en nosotros, con
gozo, lo prometido en el evangelio: Y yo los resucitaré en el último día (Jn 6,39).

Evangelio: Si te fijas en el espacio está lejos; pero si te fijas en el amor está con nosotros
Hoy celebramos la Ascensión del Señor al cielo. No escuchemos en vano las palabras:
«Levantemos el corazón», y subamos con él, con corazón íntegro, según lo que enseña el Apóstol:
Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba donde está sentado Cristo a la
derecha del Padre; gustad las cosas de arriba, no las de la tierra (Col 3,1-2). La necesidad de
obrar seguirá en la tierra; pero el deseo de la ascensión ha de estar en el cielo. Aquí la esperanza,
allí la realidad. Cuando tengamos la realidad allí, no habrá esperanza ni aquí ni allí; no porque la
esperanza carezca de sentido, sino porque dejará de existir ante la presencia de la realidad. Oíd
también lo que dijo el Apóstol acerca de la esperanza: Hemos sido salvados en esperanza. Mas la
esperanza que se ve no es esperanza, pues lo que uno ve, ¿cómo lo espera? Pero si esperamos lo
que no vemos, por la paciencia lo esperamos (Rom 8,24-25).
Prestad atención a los mismos asuntos humanos y considerad que si alguien espera tomar mujer es
porque aún no la tiene. Pues si ya la tiene, ¿qué espera? Se casa efectivamente con la mujer con la
que esperaba hacerlo y no esperará ya más tal cosa. La esperanza llega a su término felizmente,
cuando se hace presente la realidad. Todo peregrino espera llegar a su patria; hasta que no se vea
en ella, seguirá esperándolo; más una vez que haya llegado, dejará de esperarlo. A la esperanza le
sucede la realidad. La esperanza llega felizmente a su término cuando se posee lo que se esperaba.
Por tanto, amadísimos, acabáis de oír la invitación a levantar el corazón; al mismo corazón se debe
el que pensemos en la vida futura. Vivamos santamente aquí para vivir allí.
Ved cuán grande fue la condescendencia de nuestro Señor. Quien nos hizo descendió hasta
nosotros, puesto que habíamos caído de él. Mas, para venir a nosotros, él no cayó, sino que
descendió. Por tanto, si descendió hasta nosotros, nos elevó. Nuestra Cabeza nos ha elevado ya en
su cuerpo; adonde está él le siguen también los miembros, puesto que adonde se ha dirigido antes
la Cabeza han de seguirle también los miembros. Él es la Cabeza, nosotros los miembros. Él está
en el cielo, nosotros en la tierra. ¿Tan lejos está de nosotros? De ningún modo. Si te fijas en el
espacio está lejos; si te fijas en el amor está con nosotros.
En efecto, si él no estuviese con nosotros, no hubiese dicho en el evangelio: Ved que estoy con
vosotros hasta la consumación del mundo (Mt 28,28). Si él no está con nosotros mentimos cuando
decimos: «El Señor esté con vosotros». Tampoco hubiese gritado desde el cielo cuando Saulo
perseguía, no a él, sino a sus santos, a sus siervos, o, para usar un término más familiar, a sus
miembros: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? (Hch 9,4). He aquí que yo estoy en el cielo y tú
en la tierra y entre los perseguidores. ¿Por qué dices me? Porque persigues a mis miembros,
mediante los cuales, yo estoy aquí. En efecto, si se pisa a alguien el pie, no se calla la lengua. Así,
pues, aquel por quien fue hecho el cielo y la tierra descendió a la tierra por aquel que hizo de la
tierra y elevó a la tierra de aquí al cielo. Esperemos, por tanto, para el final lo que ya nos ha
anticipado él. Él nos dará lo prometido; tenemos esa certeza porque nos dejó una garantía. Escribió
el evangelio; nos dará lo prometido. Más es lo que nos ha dado ya. ¿Acaso vamos a pensar que no
nos dará la vida futura quien ya nos dio su muerte?... Caminemos confiados hacia esa esperanza
porque es veraz quien ha hecho la promesa; pero vivamos de tal manera que podamos decirle con
la frente bien alta: «Cumplimos lo que nos mandaste, danos lo que nos prometiste».

San León Magno


Así pues, la Ascensión de Cristo es nuestra propia elevación y al lugar al que precedió la gloria de
la cabeza es llamada también la esperanza del cuerpo. Dejemos, pues, queridos, que estalle nuestra
alegría cuando él se sienta, y regocijémonos con piadosa acción de gracias. Hoy, en efecto, no sólo
se nos confirma en la posesión del paraíso, sino que hasta hemos penetrado con Cristo en las
alturas de los cielos; hemos recibido más por la gracia inefable de Cristo, que lo que perdiéramos
por el odio del diablo...
En la solemnidad pascual, la resurrección del Señor era la causa de nuestra alegría: hoy es su
Ascensión al cielo la que nos proporciona materia para regocijarnos, puesto que conmemoramos y
veneramos convenientemente el día en que la humanidad de nuestra naturaleza fue elevada en
Cristo a una altura que está por encima de todo el ejército celestial.
...a los cuarenta días de su resurrección, se elevó al cielo en presencia de sus discípulos, poniendo
así término a su presencia corporal, para permanecer a la derecha de su Padre hasta la
consumación de los tiempos divinamente previstos para que se multipliquen los hijos de la Iglesia,
y venga a juzgar a los vivos y a los muertos en la misma carne en que ascendió. Así pues, lo que
había podido verse del Redentor, ha pasado a los ritos sagrados; y para que la fe sea más excelente
y más firme, la instrucción ha sucedido a la visión: en su autoridad descansarán en adelante los
corazones de los creyentes, iluminados por los rayos de luz de lo alto.

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