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La Mujer y La Monja

Carlos Peña

Por la ventana entraba la suave luz de la luna, iluminando de plata todo el interior de la
habitación, el suave viento mecía las cortinas en un ligero vaivén, el canto de grillos y
cigarras llegaba como un murmullo desde el bosque cercano. Era una noche fresca,
tranquila, una noche de luna para enamorados y así era como Celia lo sentía. En su mente
se repetía una y otra vez el rostro de Federico, su voz, su gallardía, sus ojos y lo principal;
sus palabras... Aquellas palabras que musitó de rodillas frente a ella, palabras hermosas
que repitió al mostrarle aquella sortija tan plateada como aquella luna... Federico le había
propuesto matrimonio, lo hizo con lágrimas en los ojos, temblando de emoción y lleno de
humildad... Aquellas muestras de su pasión no le eran extrañas a Celia, desde el primer día
que Federico le confesó su sentimiento, había demostrado ser un hombre cariñoso, sin
miedo a mostrar su corazón hacia ella, un caballero en todo momento, siempre atento,
siempre protector y siempre dispuesto a compartir con ella cualquier emoción que a ella le
embargase, fuera esta de alegría o tristeza.

Celia había disfrutado de una vida en todo momento, una hija querida por padres que
siempre le han dispensado su atención, su tiempo y su protección, un hermano mayor que
ha sido amigo y consejero en todo momento, amigos y amigas que le han dado su cariño
honesto y han contado con ella en toda ocasión. Y ahora, sobre toda aquella felicidad y
tranquilidad, la propuesta de Federico venía a culminar su vida y darle aun más alegría y
tranquilidad.

Aquella noche, mágica y pacífica, Celia sintió el llamado del sueño y lo aceptó con una
sonrisa, si en su vida todo brillaba, sus sueños por lógica tendrían que ser mejores. Poco a
poco, sus ojos fueron cerrándose y su respiración quedó a un ritmo suave y lento en ritmo
con aquellas cortinas mecidas al suave viento nocturno, mientras la luz de la luna
continuaba iluminando tenuemente la habitación de la dichosa, y ella se hundía en aquella
amable sensación de paz y oscuridad.

En otro lado de la ciudad, el apuesto Federico se mantenía despierto, más a diferencia de


Celia, no apreciaba la belleza de la luna ni la tranquilidad de la noche, su atención se
concentraba en leer una y otra vez aquella misiva que sostenía entre sus manos, y al
hacerlo, sus ojos se llenaban de lágrimas.

"Señor Federico Santillana

Se le hace de su conocimiento que debido al estado de guerra que nuestro reino mantiene
en estos días, Su Majestad le ordena que cumpla con su deber ante él, y se una lo más
pronto posible al ejército real para ser destinado al frente de la batalla y defender nuestro
honor aun a costa de su propia vida. Se le recuerda que su familia ha estado siempre
dispuesta al sacrificio si de honrar a nuestro monarca se trata. La recompensa vendrá en
dos formas, si sobrevive, la fama, la gloria y el poder estarán a su disposición, si muere en
batalla, su alma será recordada con infinita consideración y afecto.
Mariscal Mayor.
Diego de Soto."

Federico se sentía desfallecer, no era un hombre que huyera de sus responsabilidades, su


honor y su palabra eran de capital importancia para él, y sabía que responder al llamado
del rey era, no una orden injusta, sino al contrario, una oportunidad de demostrar su valor
y su interés por el reino, pero que hubiese llegado justo en estos momentos, en que
también estaba comprometido su honor con Celia, lo devastaba.

El joven se paseaba por toda su habitación, se pasaba la mano por la cabellera en forma
constante, tratándo de hallar un balance, una salida, una solución a aquel dilema que
sorpresivamente le había llegado, se castigaba pensando en que había apurado las cosas
con Celia, ya que todo el mundo sabía de la difícil situación que se vivía en el reino y los
rumores de que los caballeros de las familias principales iba a ser llamados por el rey, ya
circulaba en la ciudad, pero Federico, envuelto en esa lógica de los enamorados, no pensó
correctamente y se comprometió sin pensar en las consecuencias que ahora estaba
viviendo.

A la mañana siguiente, Federico se presentó ante su padre Miguel, el cual de inmediato


notó en el rostro de su hijo la preocupación y el desvelo. Federico le tendió a su padre el
mensaje real, el padre lo leyó lentamente y al terminarlo, abrazó a su hijo fuertemente y
ambos lloraron juntos por largo tiempo. La madre de Federico, Andrea, los encontró
abrazados y su corazón supó de qué se trataba. El día trancurrió lentamente, y en aquella
casa, reinó el silencio que se mezcló con el orgullo, el honor y la desolación.

Miguel, hombre acostumbrado a pocas palabras, pero siempre muy bien escogidas, sentó a
su hijo frente a él y le dio el consejo paternal que Federico necesitaba, el padre, haciendo
uso de bien dotada inteligencia, hizo hincapie en los pros y contras de cualquier decisión
que el hijo asumiera. Federico escuchó a su padre, en silencio y analizaba las palabras del
padre con la mente y el corazón. En el cómodo sillón de al lado, Andrea, su madre,
hermosa y tranquila, escuchaba a su marido y en silencio compartía aquellos sabios
consejos, asintiéndo levemente cuando su hijo volvía sus ojos hacia ella.

Después del mediodía, Federico ensilló su caballo y salió de su casa con destino a la de
Celia, sus padres lo observaban desde un balcón, ambos habían conversado con su hijo
durante mucho tiempo sobre aquel problema, por una parte, se sentían orgullosos de que el
rey hubiese ordenado a su hijo a unírsele en aquella guerra, sabían que Federico era muy
capaz, había sido enseñado desde la tierna infancia en el arte de la guerra, de las armas y
la lucha cuerpo a cuerpo, era fuerte, valiente, sagaz, inteligente y perseverante. Andrea,
muy adentro de su corazón, encomendaba al Señor del cielo la protección de su hijo.
Miguel, sentía en el suyo el doble orgullo de haber servido al padre del ahora rey en
similares condiciones y de ver a su hijo cumplir con aquella sagrada misión. Pero ambos
padres se consternaban al ver a Federico entre dos compromisos de gran envergadura,
ambos de honor, ambos importantes y saber que tenía que escoger solamente a uno...

Celia caminaba por el inmenso jardín de su casa, acompañada de Gertrudis, su dama fiel
que sostenía las flores que su ama iba cortando para hacerce un ramo que adornaría su
mesita de noche. Respiraba hondo, y el día se le presentaba diáfano, claro, vitalizante...
sonreía a cada paso, al observar las pequeñas mariposas y las traviesas abejas buscando las
flores más hermosas para alimentarse con su miel.

La campanilla del desayuno sonó a lo lejos, Gertudis apresuró a su ama a regresar a la casa.
El desayuno era de vital importancia para la familia y la señorita no podía llegar tarde. Los
amables padres de Celia, la esperaban en la puerta con sus acostumbradas sonrisas: Luis,
vestido elegantemente, con aquel su aire militar tan propio que le daba una imagen
sofisticada y varonil. Mónica, la madre, de una belleza frágil y a la vez poderosa, abrazaron
a su hija y juntos se dirigieron a la enorme mesa que ya estaba preparada; en un momento,
Héctor el hermano de Celia, se presentó y abrazando al padre, luego de una reverencia
ante su madre y hermana se sentó en su lugar y todos iniciaron aquel ritual familiar que
fortalecía sus vínculos.

En un momento, en que se hallaban charlando alegremente, apareció repentinamente


Alberto, amigo de la niñez de Héctor, miembro a su vez de una distinguida familia, su
visita, asi de improviso, sorprendió a todos, más fue la cara larga y seria de Héctor la que
los preocupó enseguida.

El joven visitante, después de los saludos de rigor, sacó de su pequeña bolsa un papel
enrollado que depositó en las manos de Alberto. Aquel papel traía el sello real. Alberto
desprendió el sello y leyó para sí su contenido, su semblante se puso rígido, seguidamente
se lo entregó al padre que lo leyó en voz alta:

"Señor Alberto Espuelas:

Se le hace de su conocimiento que debido al estado de guerra que nuestro reino mantiene
en estos días, Su Majestad le ordena que cumpla con su deber ante él, y se una lo más
pronto posible al ejército real para ser destinado al frente de la batalla y defender nuestro
honor aun a costa de su propia vida. Se le recuerda que su familia ha estado siempre
dispuesta al sacrificio si de honrar a nuestro monarca se trata. La recompensa vendrá en
dos formas, si sobrevive, la fama, la gloria y el poder estarán a su disposición, si muere en
batalla, su alma será recordada con infinita consideración y afecto.

Mariscal Mayor
Diego de Soto."

Al terminar de leer, a Luis se le llenaron los ojos de lágrimas, igual sucedió con Mónica y
Celia, aunque a ella por diferentes razones. Alberto recibió un fuerte abrazo del padre. Que
inició un discurso sobre el beneplácito que sentía ante aquella orden del monarca, pero no
lo terminó, al ver los llorosos ojos de su esposa y oir los suspiros reprimidos de Celia. Luis
abrazó a Mónica y lloró con ella al comprender el sentimiento de su esposa. Celia no
soportó más y corrió a sus habitaciones.

En aquel instante, en que Héctor y Alberto contemplaban a los señores de la casa llorar
juntos, llegó Federico y por lo desencajado de su rostro fue comprendida inmediatamente
la razón de su presencia. Mónica sintió que el mundo entero se le venía encima. Federico,
respetuosamente después de saludar a todos, pidió hablar con Celia.
Mónica fue personalmente por su hija. Celia al ver a Federico palideció y casi se desvanece
en los brazos de su madre. También acá el silencio cayó pesadamente sobre todos.

Celia y Federico hablaron lejos de todos, en una parte alejada del jardín, su lugar favorito
de tantas citas, el mismo lugar donde hace tan sólo un día Federico había propuesto
matrimonio a Celia y ella había aceptado. Los amantes lloraron en silencio, sus manos y sus
corazones estaban entrelazados. Hubo juramentos, promesas, compromisos entre ellos. La
orden del rey no podía dejarse sin atender. Celia tenía su alma doblemente herida, su
hermano y su amor... se escapaban de su mundo de manera inevitable...

Federico, Héctor y Alberto, se despidieron formalmente de sus respectivas familias y


salieron en veloces cabalgaduras junto a numerosos jóvenes hasta perderse en el horizonte,
dejando mucha pena y consternación, pero también mucha esperanza en aquella ciudad.

Y pasaron los días lentamente, los rumores de la guerra iban y venían. Celia recibía cartas
de Federico y de Alberto y las respondía inmediatamente. En su alma, tenía la confianza de
que tanto su amado como su hermano regresarían pronto y con salud.

Lo mismo hacían Andrea y Mónica. Mientras Luis y Miguel se reunían indistintamente en sus
casas, para charlar sobre guerras pasadas, sobre honores defendidos con sangre y batallas
que en su propia juventud habían librado, pero en el fondo, ambos hombres llevaban el
dolor de sus hijos ausentes, más por no lastimar a sus esposas, guardaban un silencio al
respecto que los torturaba constantemente.

Un día, llegó un correo a la casa de los Espuelas. Celia, siempre atenta, lo recibió, al leer la
carta, su rostro se transformó y cayó al suelo desmayada. Gertudis corrió a socorrerla y
dando de gritos avisó a todos lo que sucedía. Luis llevó a su hija en brazos hasta su
habitación y un médico fue requerido de inmediato. Mónica que se encontraba destrozada,
tuvo la fuerza suficiente para leer aquella carta que sabía no era nada agradable.

"Señora Celia Espuelas:

En el fragor de la dura batalla, el caballero encuentra el destino que le da fama y


renombre. El honor es cuestión sagrada, que debe defenderse hasta las últimas
consecuencias. Y así, nuestro rey le da a usted la gracia de su palabra y le pide sea fuerte
ante los sucesos trágicos que de la guerra resultan. El señor Federico Santillana ha dado su
vida en cumplimiento a su palabra dada al rey de defender el honor de Su Majestad. Le
informamos que su cuerpo fue sepultado como se debe y a Nuestro Señor Dios fue elevada
la oración por su alma. Su Majestad le está agradecido.

Prior De Batallas
Edgardo Montemayor

Mónica se apretó el pecho, Luis sintió que todo daba vueltas. Ambos se sintieron
terriblemente mal por su hija, y al mismo tiempo agradecieron que aquella misiva no
trajese el nombre de Alberto en ella. Luis tuvo la obligación de informar a Andrea y Miguel
de aquella fatídica noticia que sumió a ambos padres en una dolorosa pena que les cambió
la vida.

Celia, enfermó gravemente, estuvo al borde de la muerte por algunos días, pero poco a
poco volvió a la vida, a esa vida que ahora le parecía vacía, diferente, sin sentido. Para
colmo, después de la trágica noticia de la muerte de Federico, no llegó correo alguno con
noticias de Alberto y esto puso a Luis y Mónica en un terrible estado de desesperación.

Tan pronto como se levantó de la cama, Celia dispuso, muy a pesar de sus padres, que
ingresaría al convento, nada había ya en el mundo que la retuviera en aquella casa o en
aquella ciudad. Los padres trataron en vano de disuadirla de aquella decisión que les
parecía muy extrema. Pero Celia mantuvo su palabra. Incluso Andrea y Miguel hablaron con
la muchacha, exponiéndoles que ellos habían perdido a un hijo, pero que la vida seguía, y
ella era joven, hermosa y que su decisión estaba equivocada. Celia no escuchó. Siete días
después de aquellas conversaciones, Celia tocaba la enorme puerta del convento y entraba
en él, convencida de renunciar para siempre a la vida pecadora y entregarse al amor de
Cristo para siempre.

La madre Eva, superiora del convento, informada ya de los motivos que llevaban a la joven
a enclaustrarse en aquel lugar, hizo lo que pudo para motivar a la niña a cambiar su
decisión, pero fracasó desde la primera vez. Celia estaba absolutamente convencida de que
debía comprometerse con Cristo para siempre.

Exigió que su noviciado no tardará el tiempo normal. Deseaba hacer los votos lo más pronto
posible. Y así lo hizo. Se hizo monja y cambio su nombre, como era costumbre, desde aquel
día se llamaria Sor Susana y moriría en gracia de Dios, abrazada en el fuego de la pasión del
amor de Cristo.

En los meses que siguieron, Sor Susana dio ejemplo de entrega total a sus deberes religiosos
con una disciplina envidiable, era la primera en levantarse, ayudaba en la cocina, en el
jardín, leía los salmos a las novicias, se encargaba de los animales, y en lo que destacaba
era en su gran capacidad para hacer los hábitos de las monjas y reparar los ya usados, Sor
Susana era una excelente costurera y pasaba noches enteras sin dormir para tener listas
aquellas vestimentas.

En su celda, por la minúscula ventana, entraba la suave luz de la luna que iluminaba todo el
interior, el viento, apenas perceptible, entraba y hacía que la llama de la vela bailase
suavemente, el murmullo de los cantos de las novicias llegaba levemente hasta su celda,
eran noches de luna, hermosa, brillante, digna de una oración de agradecimiento al creador
de los cielos, asi lo sentía Sor Susana, en su mente, ahora se repetía una y otra vez la
imagen de Cristo, orando, hablando a sus discípulos, cargando su cruz, sufriendo su
calvario, siendo clavado en el madero, perdonando a aquellos que le hicieron aquel daño...
aquellas palabras... aquellas palabras... hacían eco profundo en su mente...

Una noche de invierno, que caía una lluvia pertinaz sobre el convento, llamaron a la puerta
con grandes golpes. Sor Sonia, que era la encargada de la velación aquella noche, atendió
al desconocido que venía envuelto de pies a cabeza en una capa de color negro que le daba
cierto aire sobrenatural. Pero Sor Sonia no era de las que se atemorizaba muy fácilmente y
abriendo de par en par la puerta permitió a aquel hombre entrar.
Dijo llamarse Federico Santillana, que recién volvía de la guerra, que gracias a Dios había
sido ganada por Su Majestad y que volviendo a la ciudad buscó como loco a la dueña de su
vida, con doble intención, la primera, para informarle que por alguna razón la misiva
aquella que refería su muerte, había llevado el nombre equivocado y que desgraciadamente
el caído en combate había sido su querido hermano Alberto Espuelas, que a su vez, él había
sido herido terriblemente y llevado casi muerto hasta un castillo donde lentamente fue
recuperando la salud. Ahora había vuelto y se había enterado de aquella confusión, que
deseaba poder decirle a Celia que había vuelto, que su amor estaba completo y que la
promesa se había mantenido tal y como habían convenido.

Sor Sonia escuchó pacientemente todo aquel relato. Fue a la cocina y le trajo a Federico un
vaso de leche caliente. Y le dijo, que en aquel lugar no había nadie llamada Celia, que
estaba equivocado, o estaba loco. Federico le explicó que los padres de Celia le habían
dicho que ese era el convento donde Celia habíase hecho encerrar.

Sor Susana se encaminó hacia los enormes lazos del campanario y empezó a jalarlos con
fuerza para despertar a sus hermanas y empezar las oraciones matinales. Bajó por las
gradas hasta la cocina y desde allí, escuchó la voz fuerte de Sor Sonia que hablaba con
alguien. Se dirigió hacia el lugar y se quedó de una pieza al ver el rostro de aquel hombre.
El a su vez, sintió que la vida le regresaba al cuerpo al ver a Celia y cayéndo de rodillas le
imploró lo escuchara. Sor Sonia que empezaba a comprender quien era Celia, corrió a
buscar a Sor Eva y a las demás monjas.

Federico explicó todo, contó su historia, hizo énfasis en los detalles, habló de guerras, de
muertos, de Alberto, de aquel castillo, de sus heridas, de su promesa, de su regreso, de su
enorme sorpresa, de todo... Sor Susana, lo escuchó.

El corazón de Federico estallaba de emoción, el de Sor Susana estaba tranquilo.

Cuando él calló. Sor Susana, dijo:

"Como mujer amé a un hombre, entregué mi ilusión y mi corazón a ese hombre, pero ese
hombre murió y mi ilusión y corazón murieron con él, renací con otro nombre y un hombre
que nunca muere me dio una nueva ilusión y un nuevo corazón y ahora como monja amo a
ese hombre".

Sor Susana, dio media vuelta... Junto sus manos en oración y se dirigió a la capilla.
Federico trató de detenerla pero las monjas se lo impidieron, expulsandolo del convento y
cerrando las puertas.

Para Celia... un amor había muerto. Para Sor Susana... un amor había nacido.

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