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28 ARQUITECTOS NO NUMERARIOS

Por Rafael Moneo arqto.

Por razones de una casi diríamos que obligada simetría —frescos todavía el número dedicado a
Cataluña por Arquitecturas bis, un artículo de Oriol Bohigas que lleva por título «Una nueva Escuela
de Barcelona» y el libro de Helio Piñón «Arquitecturas Catalanas»—, el número que hoy el lector tiene
en sus manos, debiera ser la puesta al día de una presunta escuela o manera madrileña que oponer, con
diez años de más o con diez años de menos, según se vea, a la resucitada arquitectura catalana que, a
juzgar por las publicaciones, al menos está saliendo de su letargo para asumir de nuevo el papel de
catalizador que tuvo en el pasado.
El «match» estaría, pues, preparado de nuevo, si el rival de otras veces, o, más suavemente, el
interlocutor dialéctico de ayer, se sintiese con fuerzas y ganas para emprender el conocido juego.
Entendemos que no es así y por ello no es este el propósito de aquellos que han corrido a cargo
con el montaje del número, quienes, al pensar en uno dedicado a Madrid siempre se han sentido más
inclinados a considerar temas como la arquitectura anónima de vivienda en los sesenta o a intentar la
cada vez más difícil descripción de la ciudad, que a caer en la tentación de volver a las andadas,
proponiendo una vez más la definición de los valores arquitectónicos autóctonos de la ciudad que
ocupa el centro de gravedad de la península.
A la postre —dilucidar las razones no sería tan fácil— el número se presenta, modestamente,
como «paseo por Madrid», lo que no obliga forzosamente a la novedad y más bien lleva a volver los
ojos sobre lo ya conocido, e incluso frecuentado, en otro viaje. Pero el número ofrece, como
contrapartida a la inocuidad del paseo nostálgico, la obra de arquitectos, más jóvenes, menos
conocidos, gentes nuevas, y de su presencia en este número— que, por otra parte, supone muchas
ausencias— es preciso hablar ahora.
¿Por qué Arquitecturas bis publica la obra de todo este grupo de gentes?
Algunos podrían decir que es precisamente así como se cimenta una posible escuela,
ofreciendo un material que, por vía del criterio usado para seleccionarlo (edad, dedicación a la
enseñanza, voluntad crítica, etc.) está llamado a estar dotado de coherencia y, por tanto, es susceptible
de que se le aplique un calificativo común que lo haga ver, por tanto, como el producto de una escuela.
Pero descartado que este sea el móvil —que no se trata de una escuela quedará bien claro a lo largo de
estas cuartillas— tiene interés, sumo interés, el publicar estas obras por muy diversas razones.
El hecho de poder agrupar un buen número de arquitectos atendiendo a su edad, dedicación a
la enseñanza, voluntad crítica —y no más por acotar un tanto el campo de atributos comunes— es
razón, como veremos, que engloba a todas y que sirve para establecer, de paso, aquellos contactos con
sus mayores que hace que el ocuparse de estas gentes sea una manera de atender también a la remota y
callada presencia de quienes fueron protagonistas en un todavía próximo ayer.
Edad. Edad ahora no es tanto el que la fecha de nacimiento de los arquitectos cuyas obras aquí
se publican esté acotada en un determinado arco, sino el participar de una situación común. Hay una
cierta coincidencia; los arquitectos cuyas obras se publican se titulan en la Escuela de Arquitectura de
Madrid en torno a los 70. Pero lo que se quiere subrayar es, sobre todo, el hecho de que ya no están
ligados por vía de estricta continuidad con los arquitectos madrileños notables de los años 50 y 60.
Algunos de ellos han sido sus profesores y, por supuesto, son siempre su más inmediata referencia,
pero se ha perdido la continuidad que los haga sentirse como sus contemporáneos. (Las promociones
tituladas en la Escuela de Arquitectura de Madrid al filo de los 60 podían considerarse tan próximos a
quienes eran los arquitectos en quienes se miraban que no cabía, en última instancia, establecer
distinciones de contemporaneidad entre unas y otros; así se explica el que falten algunos nombres que
tal vez desde el punto de vista estricto del año de la titulación pudieran quedar incluidos.)
Si se considera exclusivamente el desarrollo de los acontecimientos en arquitectura estar en
otra edad quiere decir hoy, entre otras cosas, que no se vive el significado de la «modernidad» del
mismo modo.
Para la generación de sus mayores lo «moderno» todavía es aquello por lo que hay que
batallar. Los arquitectos madrileños de interés en los años 50 y 60 —habrá observado el lector que se
procura cuidadosamente el hablar de una escuela de Madrid— se inclinaban a entender —siguiendo en
ello las pautas marcadas por Giedion y Zevi— la historia de la arquitectura reciente como una cuestión,
una vez más, de enfrentamientos entre antiguos y modernos, entre Academia y vanguardia.
Sin continuidad con la generación que debería haber vivido por pura coincidencia en el tiempo
una tal actitud, el grupo de arquitectos madrileños activos al comienzo de los 50 piensa que sea
entonces la ocasión para recuperar el tiempo perdido y se propone escribir el capítulo, todavía en
blanco, de aquella historia. Hay pues en aquella generación de «modernos» un afán heroico que les
hace vivir su tarea con casi místico fervor.
La batalla librada en torno a la arquitectura moderna llega a Madrid, como tantas otras cosas,
con indudable retraso. Pero los «modernos» acabarán triunfando en toda la regla al terminar los
cincuenta cuando hasta las instituciones— los Poblados Dirigidos por un lado y el Pabellón de Bruselas
por otro serían los dos ejemplos más destacados— acaban confiándoles sus encargos.
Pero aunque los arquitectos madrileños de fines de los cincuenta creían servir exclusiva y
absolutamente el ideal de la modernidad, lo cierto es que su triunfo es coincidente con una actividad
crítica que pronto hará mella en su trabajo. La arquitectura de Madrid —la arquitectura de este grupo se
entiende— había sido sensible, sobre todo, a la interpretación del desarrollo de la arquitectura moderna
que había dado Zevi lo que llevaba parejo una propensión a la arquitectura orgánica que, a pesar de
presentarse como la quintaesencia de lo moderno, implicaba una profunda crítica de aquellos ideales a
los que creía servir.
Cabe advertir esto tanto en el entusiasmo de Antonio Fernández Alba por Alvar Aalto, como
en el «realismo» de Fernando Higueras, quien ya se declaraba abiertamente enemigo de la arquitectura
moderna proponiendo en sus primeras obras una actualización de lo popular que tendrá en alguna de
sus viviendas en el campo su más clara expresión. Bajo esta óptica Torres Blancas, de Oíza, en lo que
tiene de apoteosis de lo moderno encierra ya un claro juicio crítico que, si bien no llegó al público,
quedaba explícito para los profesionales en lo que tenía de superación de un próximo pasado.
En otras palabras el retraso con que en Madrid se produce la llegada de la arquitectura
moderna hace que se confundan materialmente el triunfo con las primeras críticas, sin que haya tiempo
ni distancia para que, quienes participan en ambas, sean capaces de apreciar lo que está ocurriendo; a
mi entender éste ha sido uno de los lastres que ha debido soportar, con grave quebranto de sus fuerzas,
la reciente arquitectura madrileña.
Pienso que, al menos por razones de edad, las gentes cuyas obras se publican aquí deberían
haberse liberado de él, y comprobar si es así, o no, es una de aquellas cuestiones que hacen bien
interesante una visión conjunta de su trabajo.
Dedicación a la enseñanza. La mayoría de los arquitectos incluidos en este grupo comparten en
común afanes y preocupaciones didácticos. Casi todos ellos son profesores no-numerarios de la
Escuela. Este no era un rasgo distintivo de la generación anterior —había, claro está, algunas
excepciones— y, sin embargo, sí que va a ser uno de los que con más fuerza caracteriza a ésta, a quien
la Escuela, más que una revista u otro tipo de trabajo, en común, le da su consistencia.
Los arquitectos notables de los años cincuenta y sesenta entendían que el campo de batalla
estaba en el terreno de lo puramente profesional y la mayor parte de sus fuerzas fue dedicada a él.
Tardíamente —como quedará puesto de relieve en el texto sobre la Escuela que también se publica en
este número— se intentó la conquista de la Escuela que estaba en manos de un desdibujado Claustro. Si
la Escuela interesaba lo era tan solo en tanto que era el centro de difusión desde el que poder extender
aquello que se tenía como incontestada buena nueva.
La situación hoy es bien otra; dejando al margen razones de índole económica, que hacen que
las expectativas profesionales sean hoy bien distintas a las de hace unos años, las últimas promociones
se incorporan a la Escuela pensando no que ésta sea el foco de irradiación que hay, por razones
estratégicas, que controlar, sino que sea ciudadela y reducto de la disciplina a la que piensan dedicar el
tercio laboral de sus vidas. Para ellos es tan sólo en la Escuela donde tiene su sede la arquitectura y el
único lugar en que se puede ser arquitecto.
Las líneas anteriores quieren decir que los arquitectos de las últimas promociones madrileñas
no desdeñan la cultura y tratan de hacer de los problemas teóricos uno de los quicios sobre los que
fundamentar el ejercicio de este nuevo modo de entender la profesión. Los arquitectos de estas nuevas
promociones cuyas obras aquí se publican son arquitectos informados, enterados de lo que las revistas
publican y dan por bueno, que discuten y tratan de incorporarse a una polémica sobre la arquitectura
que rebasa los marcos estrictamente nacionales.
Pienso que tiene cierto interés el señalar este cambio, máxime cuando entre los reproches que
solía hacérsele a la escuela de Madrid era el achacarle falta de cultura y concederle sin embargo
intuición, como atributos simétricamente opuestos de aquellos que se consideraban como
característicos de la escuela de Barcelona.
Voluntad crítica. Como un corolario que recoge los dos puntos anteriores aparece este último.
La asumida consciencia de los problemas disciplinares da al trabajo que aquí se publica tanto más una
condición de voluntaria expresión crítica que de simple adhesión lingüística.
Pero tras de hacer explícitas las razones que justifican el interés que tiene el publicar estos
trabajos, tras de intentar el somero bosquejo de la actitud ante el ejercicio profesional que tienen sus
autores, aparece, una vez que el material se ha reunido, el deseo —o la necesidad imperiosa si se
quiere— de hacer algunas consideraciones.
Déjesenos señalar, en primer lugar, la diversidad del material que aquí se publica y que va
desde el de algunos arquitectos inmersos en la más dura práctica profesional —Casares, Ruiz
Yébenes— hasta aquella voluntaria marginación en un mundo más próximo al mercado de la obra de
arte que al de la construcción —Juan Navarro—. Polos quizás extremos de un espectro que comprende
a un puñado de arquitectos que, a pesar de encontrarse ya a casi diez años de su titulación, apenas si
han tenido la oportunidad de construir, con lo que el fantasma de la «opera prima», con toda la carga de
innecesaria síntesis que por lo general la caracteriza, se presentará a menudo en esta breve muestra.
Esta diversidad deja a salvo a la publicación de poder ser interpretada como un intento de aglutinar una
posible escuela.
Pero vayamos a una de las consideraciones que más nos atrae; a nuestro entender, y
contrariamente a lo que pudiera parecer tras de leer las líneas anteriores, la arquitectura de las nuevas
promociones madrileñas sigue aferrada a algunos de los problemas de sus mayores. Seamos más
explícitos. La interpretación que la arquitectura madrileña —la dé la generación anterior se entiende—
dio del «movimiento moderno» siempre tendió hacia una, llamémosla así, institucionalización de la
tecnología. Pues bien una tal actitud nos parece que se puede entrever todavía en un buen número de las
obras que aquí se publican.
Dicho de otro modo: a pesar de que los tiempos que corren se definen a sí mismos como «post-
modernistas», los jóvenes arquitectos madrileños parecen estar interesados todavía en una modernidad
al pie de la letra, de manual de historia de la arquitectura moderna de los años cincuenta.
Es como si, vueltos a aquellos años en que en Madrid el triunfo y la crítica a lo moderno fue
casi una misma cosa, la postura crítica se rechazase, no quedando otro camino que el profundizar en lo
que se llamaba lo moderno con ayuda, sobre todo, del báculo tecnológico.
La figura en quien se miran todos estos jóvenes arquitectos es, y no pienso que nadie lo ponga
en duda, Alejandro de la Sota, quien permaneció impasible y solo, ajeno a los desviacionismos de sus
compañeros de generación y que ahora vería así premiada, con la admiración de los más jóvenes, su
obstinada postura. A nuestro entender giran en esta órbita obviamente López-Cotelo, Puente y Azofra,
discípulos directos, pero su influencia se hace sentir en otras gentes como son los Casas, o aparece en el
proyecto de vivienda unifamiliar de López-Peláez, Frechilla y Sánchez, llegando las salpicaduras hasta
los propios colaboradores de Oíza, López-Sardá, Valdés, Vellés y Velasco. Incluso Paco Alonso, a
quien muchos de los arquitectos cuyas obras aquí se publican consideran su hermano mayor, se mueve
en un terreno no muy distante del que aquí hemos descrito; hubiese sido nuestro deseo contar con él en
estas páginas pero ha sido materialmente imposible el conseguir su colaboración.
(Podríamos atrevernos a pensar que esta voluntad de modernidad como tecnología es ajena al
fervor surgido en torno a la figura de de la Sota y que responde simplemente a una fe polémica en los
principios del movimiento moderno que se ondea como bandera frente a cualquier posible actitud
«post». Sería atractivo el que así fuera, pero apostaríamos con más confianza por la primera de las
interpretaciones.)
Pero hay también en el grupo, y no podía ser de otro modo, rasgos de «post-modernismo»
claros.
Por un lado el impacto que Stirling tuvo en la Escuela de Madrid a fines de los sesenta y
principios de los setenta y la seducción que se derivó del mismo está presente en algunas de las obras
que aquí se publican. Los proyectos de algunas de las gentes afines a Oíza —sensible a tal influjo en
los Concursos de las Universidades de Madrid y Bilbao y en su proyecto para el Kursaal— serán
quienes más se resientan de una tal influencia. Otro claro síntoma son las posturas disciplinares que
cabe detectar tanto en la obra de Antón Capitel y F. R. de Partearroyo como en la de Gabriel Ruíz
Cabrero y Enrique Perea, en tanto que la tentación de los neo-racionalismos asoma en las obras de
Campo Baeza, Fauquié y Bellosillo, e incluso en el proyecto para el Ayuntamiento de San José de
Maite Muñoz y Juan Antonio Cortés.
Por último, restos de una visión tecnológica que tiene su primer punto de arranque en
Archigram, pero que luego se apoya en la «permisividad» de algunas arquitecturas americanas aparece
en la obra de Junquera y Pérez Pita, y no lejos de una tal actitud estaría el pretendido populismo del
último Daniel Zarza.
La atención que los jóvenes arquitectos madrileños prestan al mundo exterior queda, por tanto,
reflejada en su obra y sería una de sus características más acusadas.
Pero tendríamos que reconocer también que esta atención viene acompañada de una prudencia
que les haría acreedores a la vieja sentencia deifica: nada en exceso. Equilibrio de fuerzas, que hace que
sea difícil el adscribir el grupo a una de las tendencias que por ahí agitan y arremolinan las aguas de la
arquitectura.
¿Qué quiere decir todo esto?
¿Sería esta tibieza una muestra más de una actitud distante de aquel que no quiere verse
afectado por las circunstancias que le son ajenas, la discusión polémica de la arquitectura en este caso?
¿Ha sido esta distancia un rasgo también de las pasadas arquitecturas madrileñas?
¿Debe entenderse la corriente que apuesta por un revival de lo moderno, o si se quiere aquella
de quienes esperan todavía la llegada del Mesías, como la expresión más firme de las nuevas
promociones? Si es así ¿cómo y por qué las nuevas promociones de arquitectos siguen atascadas en los
mismos problemas en que se vieron atrapados sus mayores?
Quedan en pie todas estas preguntas y mucho nos gustaría que al verse en un espejo que no es
el suyo, el reconocerse en este número de Arquitecturas bis, ayudase a reforzar la identidad de la nueva
arquitectura madrileña.

Rafael MONEO

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