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Las áreas tribales pakistaníes

y la lucha contra el terrorismo


Ángeles Espinosa

A ambos lados de los 2.400 kilómetros de frontera afgano-pakistaní operan insurgencias in-
fluidas por el movimiento islamista global. Al Qaeda, talibán y grupos baluchis tienen su
campo de entrenamiento en unas áreas tribales ajenas al control del gobierno de Pakistán.

la salida de Peshawar en dirección a la frontera afgana, junto al

A cartel que da la bienvenida a la Agencia Khyber, hay otro más pe-


queño en letras rojas que prohíbe el paso de los extranjeros. No es
una anécdota. El visado que concede el Estado de Pakistán no tie-
ne validez dentro de algunas regiones de su propio territorio. Al igual que
para visitar el resto de las Agencias Tribales Administradas Federalmente
(FATA, en sus siglas inglesas), se requiere un permiso oficial para cruzar el
mítico paso de Khyber, que Alejandro El Grande atravesó de camino a India
en el año 326 antes de nuestra era y que siglos después noveló Rudyard Kip-
pling. Hasta el 11-S ese aviso era tal vez el signo más visible de la excepcio-
nalidad de las áreas tribales pakistaníes. Desde entonces, la anomalía pone
en peligro no solo las relaciones entre Pakistán y Afganistán, sino la estabili-
dad de ambos e incluso la lucha contra el terrorismo.
Durante 2006 y a medida que el resurgimiento talibán hacía empeorar la
situación de seguridad en Afganistán, las acusaciones veladas hacia el veci-
no oriental se han hecho explícitas. Políticos, diplomáticos, cooperantes y
afganos de a pie apuntan hacia las zonas tribales de Pakistán como santua-
rio de los nuevos talibán, el lugar donde se entrenan, se refugian y cogen
fuerzas tras atacar a las instituciones del gobierno de Kabul o a los 40.000
soldados extranjeros desplegados en territorio afgano, 600 de ellos españo-
les. El presidente, Hamid Karzai, ha denunciado esa situación y advertido de
que el apoyo de Islamabad a los extremistas amenaza a toda la región.
“En Afganistán estamos combatiendo los síntomas del terrorismo, no
sus causas”, declaró Karzai el pasado diciembre. “Debemos ir a las causas

Ángeles Espinosa es corresponsal de El País para Oriente Próximo y Asia central, con base en Teherán.

POLÍTICA EXTERIOR, núm. 116. Marzo / Abril 2007


52 Política Exterior

del terrorismo y combatirlo allí, o seguiremos perdiendo tropas, afganas e


internacionales, en un círculo vicioso”. No es nuevo el reproche de que Pa-
kistán apoya a los extremistas para desestabilizar Afganistán, con el que
comparte 2.400 kilómetros de una frontera muy permeable. Los servicios se-
cretos pakistaníes llevan décadas utilizando grupos islamistas para presio-
nar a los gobiernos afgano e indio. Sin embargo, desde el 11-S, el presidente
de Pakistán, Pervez Musharraf, asegura que su país ha puesto fin a esa ayuda
y menciona el despliegue de 80.000 soldados en las áreas tribales (y las cer-
ca de 800 bajas sufridas) como muestra de su sinceridad.
De todas formas, hasta el ministro pakistaní de Interior, Aftab Khan
Sherpao, ha reconocido que se está reclutando y entrenando a potenciales
terroristas en esas comarcas limítrofes con Afganistán, donde también se
presume que se esconden los cabecillas de Al Qaeda, incluido Osama bin La-
den. Y, como parecen indicar los primeros atentados suicidas ocurridos en
Pakistán a finales de 2006, este país está empezando a pagar el precio. Para
algunos analistas, Musharraf corre el peligro de perder el control de esas re-
giones1 habitadas por pastunes, la etnia mayoritaria entre los talibán. Si es
que alguna vez lo tuvo del todo.
Hombres orgullosos, códigos de honor ancestrales, fabricación y tráfico
de armas, 27.000 kilómetros cuadrados de tierras sin ley… Su insumisión al
dominio británico primero y su virtual autonomía de Pakistán después han
convertido las zonas tribales en materia de leyenda. Cada una de las siete
agencias (Khyber, Bajaur, Mohmand, Orakzai, Kurram y los Waziristán del
Norte y del Sur) tiene su propia milicia de guardafronteras y una suerte de
extraterritorialidad por la que el Estado delega la administración de la ley en
las asambleas tribales (jirgas) y los maliks o notables. Solo así es posible
entender el trauma que supuso hace tres años la entrada del ejército pakista-
ní en Waziristán, por primera vez en su historia. La presencia de los soldados
cambió el paisaje de la región tras un siglo de control indirecto, primero por
parte de los británicos y luego por Islamabad.

Una anomalía histórica


Hasta ahí la historia oficial. Pero lo que el estudioso pakistaní Abubaqar Sid-
dique califica de “la anomalía de las FATA”, va más allá. Sus siete millones
de habitantes (y la cifra es una estimación porque el último censo data de
1998) viven del contrabando, la pobreza supera el 60 por cien (similar a la de
Afganistán y dos veces la media nacional), el analfabetismo es rampante (al-
canza el 97 por cien entre las mujeres y el 70,5 por cien entre los hombres) y

1. Hassan Abbas, intervención en el seminario Pakistan’s volatile north-west frontier,


organizado por la Fundación Jamestown el 14 de diciembre de 2006 en Washington.
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TAYIKISTÁN
UZBEKISTÁN
CHINA

BADAHSÁN
ÁREAS DEL
NORTE
NURISTÁN
AFGANISTÁN
KONAR
KABUL
Tora Bora Peshawa
ISLAMABAD
GHAZNI KHOST

Zona ampliada
ORUZGÁN
Miram
Shah
Kandahar ZABUL PAKTIKA
NIMRUZ Lahore
KANDAHAR Dera INDIA
Ismail PUNJAB
HELMAND Khan

Río Indus
Multán
Quetta 200 km

Bajaur
PAKISTÁN KABUL
Tora Bora Mohmand
IRÁN Peshawar
Khyber
BALUCHISTÁN
Kurram Orakzai
SINDH
Miram
Waziristán
Shah del Norte
Karachi Hyderabad
Mar Arábico Waziristán
del Sur

Zona Zona
Línea de demarcación Durand (1893)
Pastún Baluchi
POLÍTICA EXTERIOR.

el paro ronda el 80 por cien.2 Más grave aún, aunque según la Constitución
de 1973 el presidente es la autoridad ejecutiva, las FATA se gobiernan desde
Peshawar por parte de un agente gubernamental que aúna la autoridad polí-
tica, judicial, policial y económica sin ningún control legislativo (aunque las
agencias tienen representantes en la Asamblea Nacional, no participan en
las elecciones al Parlamento provincial).
El sistema, que suele justificarse por estar basado en “las costumbres y
tradiciones tribales” a pesar de contradecir el espíritu igualitario del ethos
pastún, es una herencia del imperio británico y el llamado Gran Juego, cuan-
do Londres quiso hacer de Afganistán un Estado tampón entre sus dominios
del subcontinente indio y el imperio ruso. Alertados ante los avances de las
tropas del zar en Asia central y los intentos del emir afgano Yaqub Khan por
establecer buenas relaciones con su nuevo vecino del norte, los británicos

2. Barnett R. Rubin y Abubakar Siddique, Resolving the Pakistan-Afghanistan stale-


mate, informe especial del United States Institute of Peace, octubre de 2006.
56 Política Exterior

lanzaron una ofensiva en 1879, la segunda guerra anglo-afgana, que les llevó
a ocupar Kabul y deponer al emir. A resultas de esa derrota, Yaqub Khan se
vio obligado a firmar el Tratado de Gandamak por el que cedió el control de
varias regiones fronterizas, entre las que estaban la mayoría de las actuales
FATA y parte de Baluchistán.
Desde esa posición de dominio, los británicos decidieron fijar una fron-
tera estable que sirviera de segunda línea de contención tras las demarca-
ciones acordadas con los rusos al norte y al oeste de Afganistán. De ahí, el
trazado en 1893 de la Línea Durand, que tomó su nombre del entonces se-
cretario del Foreign Office, sir Henry Mortimer Durand, y dividió a pastunes
y baluchis entre dos Estados.3 Pero incluso Abdul Rahman Khan, el nuevo
emir instalado por los británicos, consideró un error excluir los territorios
tribales de Afganistán, convencido de que él podía controlarlos mejor. No en
balde se trataba de una misma población a uno y otro lado de la línea, lo que
sumado a su resistencia a los dictados británicos determinaría su alto grado
de autonomía, una suerte de gobierno indirecto, a medio camino entre los
territorios del subcontinente administrados directamente y el protectorado
afgano en la margen exterior de la zona de influencia.
Así, la región que hoy corresponde a la Provincia de la Frontera Noroc-
cidental, a la que en Pakistán todo el mundo se refiere como NWFP por sus
siglas en inglés, pasó a estar administrada por un alto comisionado como
parte de la provincia de Punjab. En 1901, la NWFP recibió estatuto de pro-
vincia independiente y fue dividida entre zonas asentadas, los distritos, y zo-
nas tribales, las agencias. El gobernador de la NWFP, dependiente del gober-
nador general de India, supervisaba la administración de ambas. A cambio
de reconocer el gobierno colonial y de mantener abiertos los pasos fronteri-
zos, los maliks obtenían no solo cierta autonomía sino también asignacio-
nes y subsidios para distribuir entre sus tribus.
Los afganos siempre han defendido que Yaqub Khan aceptó el Tratado
de Gandamak bajo coacción. De hecho, ningún gobierno afgano –ni siquiera
durante el régimen de los talibán– ha reconocido la que terminó convirtién-
dose en frontera internacional. Y mientras duró la dominación británica so-
bre las áreas tribales hubo numerosos movimientos de resistencia popular
que en 1930 desembocaron en un movimiento nacionalista pastún. Aún así,
Afganistán fue uno de los primeros países en establecer relaciones diplomá-
ticas con Pakistán tras su independencia, en 1947. En las últimas décadas,
sin embargo, ha sido Islamabad –que sí que admite formalmente la demarca-
ción– quien más ha hecho en su contra. El mantenimiento de la excepciona-
lidad de las FATA es el elemento más visible.

3. También hay baluchis en Irán, donde se estima que vive un 20 por cien de los entre 5 y
15 millones de miembros de ese grupo étnico-lingüístico. El 70 por cien vive en Pakistán y el
restante 10 por cien en Afganistán.
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Pakistán heredó el régimen especial establecido por los británicos, que


incluía una estructura legal propia, llamada Frontier Crimes Regulations, y
vigente hasta la actualidad. También la mentalidad de la doble frontera, co-
mo lo prueba el apoyo de Islamabad a los muyahidín antisoviéticos y a los
talibán para asegurarse de que, en caso de conflicto con India, podría utili-
zar el territorio y el espacio aéreo afganos: lo que los analistas militares lla-
man “profundidad estratégica”. Incluso renunció a desplegar al ejército en
esas regiones después de que los maliks de Khyber, Kurram y los dos Wazi-
ristán firmaran un tratado por el que reconocían el nuevo gobierno, a cam-
bio de mantener los beneficios económicos de que disfrutaban.4
Esos acuerdos sentaron las bases para que las FATA, aún siendo parte in-
tegrante de Pakistán, estén más cerca de una colo-
nia, ya que sus habitantes viven bajo leyes y dispo-
siciones administrativas que les diferencian del
resto del país. También han permitido que los go-
biernos afganos, primero, y los pakistaníes, más re- El sueño de
cientemente, hayan jugado la carta pastún. Todos
5
Pastunistán ha
han mantenido una calculada ambigüedad respecto sido manipulado
a las aspiraciones de los nacionalistas pastunes a
un gran Pastunistán. Lo que en el caso de Kabul tanto por la
constituiría una política expansionista, en el caso Unión Soviética
de Islamabad puede terminar convirtiéndose en como por India
una trampa, ya que la filosofía política que alienta
las supuestas ambiciones transnacionales de ese
pueblo contradice los fundamentos del Estado-na-
ción sobre los que se creó Pakistán.
Tal como señalan el profesor estadounidense Barnett Rubin y el citado
Siddique, la disputa por la demarcación de la frontera “llevó la guerra fría al
paso de Khyber”.6 En julio de 1949, después de un ataque aéreo pakistaní sobre
una aldea fronteriza afgana, el gobierno de Kabul convocó una loya jirga (gran
asamblea tribal) que declaró su apoyo a las pretensiones nacionalistas pastu-
nes y rechazó que Pakistán fuera heredero de los acuerdos firmados con los
británicos, incluido el que estableció la Línea Durand. Afganistán se dirigió a la
Unión Soviética en busca de apoyo militar porque su posición respecto a Pas-
tunistán le impedía recibir ayuda de Estados Unidos, un aliado de Pakistán.
Aunque Pastunistán significa cosas diferentes para distintos grupos a am-
bos lados de la línea (desde un país independiente hasta una provincia autóno-
ma dentro de Pakistán, pasando por la anexión a Afganistán), no fue obstáculo
para que ese sueño fuera manipulado en su beneficio tanto por la URSS como

4. Instrument of accession con el entonces gobernador general Mohammad Ali Jinnah.


5. También la baluchi.
6. Rubin y Siddique, op. cit.
58 Política Exterior

por India. La primera trataba de evitar que Afganistán se uniera a una alianza
occidental, para poder presionar a Pakistán. India, por su parte, buscaba divi-
dir los recursos militares pakistaníes (a los que se enfrentaba en Cachemira)
cultivando el temor de Islamabad a una frontera occidental inestable.

La llegada de los islamistas


El panorama se complica con la entrada en escena del islamismo radical.
Durante el mandato de Zulfikar Ali Bhutto (presidente entre 1971 y 1973 y
primer ministro hasta 1977), que intentó el desarrollo económico de las FA-
TA sin emprender una verdadera reforma política, Pakistán empezó a apo-
yar a los islamistas afganos que se oponían al etno-nacionalismo laico de su
primer ministro, Daud Khan. Tras el golpe de Estado que depuso a Bhutto,
el general Zia ul Haq pasó a utilizar el islamismo como forma de legitimar su
gobierno, lo que militarizó y radicalizó las regiones fronterizas. La promo-
ción de la yihad al otro lado de la Línea Durand para combatir la invasión
soviética de Afganistán a finales de 1979, fue parte de esa estrategia.
Su posición como aliado de vanguardia de EE UU le permitió canalizar
toda la ayuda occidental y de las monarquías árabes del golfo Pérsico a la
guerrilla islamista (los entonces ensalzados muyahidín, los que hacen la
yihad) en detrimento de los grupos nacionalistas. En el proceso, el naciona-
lismo pastún, inicialmente modernizador, laico y asociado con las élites mo-
nárquicas, los líderes tribales y los intelectuales, cayó bajo influencia de los
islamistas contrarios a las instituciones o valores políticos y sociales liberales.
Todavía hoy resulta curioso que el gobierno pakistaní prohíba la actividad de
las ONG en las FATA, pero no las prédicas de los clérigos radicales, lo que ha
permitido la proliferación de escuelas coránicas integristas en esas regiones.
Con la retirada soviética en 1989, Afganistán cayó en el olvido internacio-
nal, pero no en el de Pakistán, que mantuvo su deseo de alimentar un régimen
cliente que le facilitara un espacio al que retirarse en caso de enfrentamiento
con India. De ahí, el papel de sus servicios secretos, el ISI (Inter Services Inte-
lligence), en el ascenso al poder en Kabul de los talibán en los años noventa.
Pero los estudiantes coránicos preparados en las madrazas pakistaníes be-
bían también de otras fuentes. La política de apisonadora auspiciada por EE
UU durante la yihad antisoviética de la década anterior había movilizado a nu-
merosos combatientes árabes salafistas entre los que surgió Al Qaeda. Poco a
poco, la solidaridad panislamista eclipsó los lazos tribales y la cohesión étnica.
Los atentados del 11-S marcaron una inflexión. La presión de Washington
obligó a Pakistán a cambiar su política hacia los que entonces habían sido sus
socios al otro lado de la frontera. El presidente Musharraf anunció un giro que
le transformó de villano en aliado a ojos de la comunidad internacional. No así
en el frente interno, donde los intereses estratégicos seguían siendo los mis-
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mos. Para muchos pakistaníes, un Afganistán dependiente de EE UU constitu-


ye una amenaza a largo plazo. De hecho, su intervención en aquel país exacer-
bó los problemas de las zonas tribales pakistaníes, donde han aumentado las
tendencias extremistas y está desapareciendo el liderazgo jerárquico pastún.
Solo entre 2005 y 2006, dos centenares de dirigentes locales, simpatizantes
del gobierno o supuestos espías estadounidenses, han sido asesinados, algu-
nos de ellos decapitados. Fueron víctimas de los islamistas radicales que poco
a poco están suplantando el poder de mediación de los maliks ante las autori-
dades y situando a sus clérigos como interlocutores.
A pesar del compromiso de Musharraf de combatir a los terroristas, la ma-
yoría de los observadores coinciden en que “desde la retirada de Al Qaeda de
Afganistán en el invierno de 2001, algunas de esas
regiones se han convertido en una copia a pequeña
escala del Afganistán controlado por los talibán,
donde los militantes islamistas pueden recuperarse
y planificar nuevas operaciones, a la vez que poco a
Muchos atribuyen
poco van imponiendo su voluntad”.7 De ahí que al- el éxito de los
gún periodista ocurrente haya hablado de “Terroris- talibán a las
tán”, tras los acuerdos del general-presidente con los
líderes tribales para retirar al ejército de las agencias
buenas relaciones
a cambio de su compromiso de no albergar a mili- de Musharraf con
cianos talibán o de Al Qaeda. los islamistas
El primero de ellos se produjo a finales de abril
de 2004 en Waziristán del Sur. Entonces, tras una fa-
llida operación para capturar a Ayman al Zahawiri, el número dos de Bin La-
den, varios civiles muertos, un centenar de casas destruidas y 100.000 despla-
zados de una comunidad de 160.000, los militares pactaron con los cinco
maliks de la zona. Los soldados cesaron sus operaciones a cambio de que las
tribus organizaran una fuerza de voluntarios armados (lashkar) y se compro-
metieran a “expulsar de su territorio a todos los extranjeros”, un eufemismo
para referirse a los presuntos miembros de Al Qaeda.
El fracaso de esa fórmula no impidió que se repitiera el pasado septiembre
en Waziristán del Norte, donde un líder talibán pakistaní incluso ha llegado a
declarar un Estado islámico. De nuevo, la decisión seguía al fracaso militar pa-
ra desalojar a los terroristas y a importantes pérdidas humanas, incluidos va-
rios cientos de civiles. También esta vez actuó de mediador el grupo Jamiat
Ulema-e-Islam, principal partido de la coalición Muttahida Majlis-i-Amal, que
gobierna en la NWFP y es aliada de Musharraf en el ejecutivo provincial de Ba-
luchistán, lo que revela la dependencia política del presidente de los grupos re-
ligiosos radicales y los partidos que simpatizan con los extremistas.

7. Rubin y Siddique, op. cit.


60 Política Exterior

Pero lo que más ha sorprendido a los observadores es que Islamabad


aceptara liberar a los activistas detenidos, les devolviera las armas y permi-
tiera la permanencia en la zona de los llamados “combatientes extranjeros”
si se comprometían a abandonar la violencia. Portavoces militares estado-
unidenses y de la OTAN han asegurado que las infiltraciones fronterizas y
los ataques se han triplicado desde entonces.
“Con el ejército replegado en sus cuarteles, ese arreglo facilita el au-
mento de la militancia y los ataques en Afganistán, ya que da a los elemen-
tos pro talibán libertad para reclutar, entrenar y armarse”, denuncia el últi-
mo informe del International Crisis Group (ICG). 8 Para este grupo de
análisis y prevención de conflictos, las medidas pakistaníes han fracasado
precisamente por esa alternancia de fuerza excesiva y apaciguamiento. “Ca-
da vez que las operaciones de castigo han causado grandes pérdidas milita-
res, el gobierno ha amnistiado a los militantes pro talibán a cambio de com-
promisos verbales de que no volverían a atacar a sus fuerzas de seguridad, y
promesas vacías de que no permitirían el cruce de la frontera a otros mili-
tantes y acabarían con los terroristas extranjeros”.
Tal vez por ese motivo, EE UU trató de evitar el nuevo acuerdo con los
líderes tribales de Bajaur el pasado noviembre. Los pakistaníes, y muy en
especial los habitantes de esa agencia, están convencidos de que fueron mi-
siles norteamericanos, y no un ataque del ejército pakistaní, lo que mató a
80 personas, que según Musharraf eran militantes talibán en un centro de
entrenamiento y, según los islamistas, meros estudiantes en una madraza.
Los militares acabaron reconociendo que habían recibido información de
sus aliados norteamericanos, aunque el incidente no se terminó de aclarar.
La respuesta de los radicales en forma de coche bomba se cobró la vida de
42 reclutas del ejército en una localidad cercana a Peshawar y puso de relie-
ve la presión que afronta el presidente.
Además, aunque el grueso de los soldados proviene del Punjab, entre un
20 y un 25 por cien son pastunes y, de acuerdo con sus costumbres, cada dos o
tres semanas vuelven de permiso a sus hogares en las regiones tribales, donde
se ven influidos por los acontecimientos locales. Para Hassan Abbas, ex jefe
de la policía de la NWFP y actual investigador en la Universidad de Harvard, la
necesidad de mantener satisfecho a este contingente sería otra poderosa razón
por la que Musharraf intenta alcanzar acuerdos de paz en las agencias.
La mayoría de los observadores atribuye el éxito de la insurgencia tali-
bán en Afganistán a las relaciones del presidente pakistaní con los grupos
islamistas. De ahí la ambigüedad de sus medidas que subrayan todos los ob-
servadores. No se trata de que su ejército quiera reinstaurar a los talibán en
el poder, sino de que considera que le beneficia alentar el nacionalismo pas-

8. International Crisis Group, Pakistan’s tribal areas: appeasing the militants, 11 de di-
ciembre de 2006.
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tún en el país vecino. Algunos incluso opinan que si tuviera la voluntad de


echar a los talibán de sus regiones fronterizas, le costaría hacerlo a la vista
de sus malos resultados en la lucha contra la insurgencia.
Por eso, existe consenso en que la mejor forma de corregir la situación
es el regreso de Pakistán al control civil y una intervención más determina-
da de la OTAN en Afganistán. “Pakistán es la raíz del problema”, aseguró el
estudioso Martin Weinbaum durante la asamblea anual del Middle East Ins-
titute, el pasado noviembre en Washington. Otro de los asistentes, James
Dobbins, insistió en que “si hay un frente central en la guerra contra el te-
rrorismo, sin duda, es Pakistán”.
Los expertos que han elaborado el informe del ICG proponen integrar
las FATA dentro de la Provincia de la Frontera Noroccidental, desarrollar sus
recursos naturales e incentivar la agricultura. Solo así será posible desarmar
a los militantes islamistas, cerrar los campos de entrenamiento, perseguir a
los responsables de los asesinatos de civiles y funcionarios, y abrir las FATA
a la prensa y los grupos de derechos humanos, tal como ese grupo plantea.

Talibanización de la frontera
Por otra parte, el problema también empieza a revertir en ese país. La talibani-
zación, como se conoce la imposición de una interpretación radical del islam
característica de los talibán, es una realidad no solo en las agencias, a las que
los periodistas extranjeros no tenemos acceso, sino incluso en partes de la
NWFP. Grupos de talibán locales o meros simpatizantes deambulan por las ca-
lles tratando de impedir que las mujeres salgan de sus casas, cerrando escue-
las femeninas y oficinas de ONG. Los extremistas también distribuyen folletos
amenazando a los hombres con terribles consecuencias si no les apoyan.
En buena medida, esa radicalización es asimismo resultado de la extra-
territorialidad de las zonas fronterizas, convertidas en Estado rentista den-
tro del Estado pakistaní. El mencionado informe del ICG concluye que “el
fracaso de Musharraf en extender su control a las FATA y facilitar un buen
gobierno a sus habitantes ha hecho posible que florezca el extremismo”. Sus
analistas consideran que el abandono del gobierno central ha permitido a
los simpatizantes de los talibán establecer un sistema paralelo, lo que unido
al apoyo oficial a los islamistas pastunes afganos habría alentado ese clima
en las regiones de mayoría pastún.
“Las zonas fronterizas todavía se gobiernan con leyes de la era colonial,
y esto convierte a sus habitantes en ciudadanos de segunda en Pakistán. A
menos que el gobierno realice un verdadero cambio democrático, el extre-
mismo y el terrorismo se harán rápidamente con la región”, ha advertido Sa-
mina Ahmed, directora para el Sureste Asiático del citado ICG. Durante las
tres décadas que duró el conflicto afgano, esas regiones fueron utilizadas
62 Política Exterior

como rampa de lanzamiento para la guerra contra los soviéticos y, a conti-


nuación, como campamento base para los talibán, lo que ha llevado a la mi-
litarización, la ausencia de reformas políticas y la perpetuación del aisla-
miento social de las FATA.
Los sucesivos gobiernos pakistaníes han justificado esas políticas de
excepción por las costumbres tribales pastunes. Sin embargo, los propios
pastunes han empezado a hablar contra la insurgencia talibán. En una jirga
reunida en noviembre de 2006 en Peshawar, muchos líderes políticos y tri-
bales pidieron a Islamabad que corte sus lazos con el movimiento islamista
radical. “Nuestros valores tradicionales se están ahogando en un mar de
sangre”, señalaron los participantes en la llamada Jirga de la Paz, conscien-
tes del proceso de talibanización en la sociedad pastún.
Hay unas 60 tribus pastunes, divididas en 400 clanes, a ambos lados de la
Línea Durand, que tradicionalmente han cruzado al margen de los 186 puntos
fronterizos que la salpican. Los pastunes constituyen la mitad de los cerca de
30 millones de afganos (no hay censo) y hasta un 20 por cien de la población
pakistaní, es decir, unos 40 millones. Esos lazos familiares explican lo intrin-
cado de las relaciones bilaterales más allá del terreno político. Ahora, pastu-
nes de uno y otro lado de la frontera padecen su asociación con los talibán.
“Los taliban no son fruto de la sociedad pastún sino del ejército de Pa-
kistán”, denunció ante la Jirga de la Paz Afsandyar Wali, jefe del Awami Na-
tional Party, un partido laico que pide que se reestructure el sistema federal
pakistaní y el reconocimiento de la Línea Durand. En su opinión, la pacifica-
ción de la línea de demarcación solo será posible con una política de demar-
caciones abiertas. En Afganistán, por su parte, existe un consenso político
para no reavivar el debate sobre la disputa fronteriza, aunque nadie lo men-
ciona debido a la actitud oficial pakistaní.
Sea como fuere, a ambos lados de esa raya operan hoy varias insurgen-
cias transfronterizas (talibán, Al Qaeda, baluchi…), influidas por el movimien-
to islamista global, que agravan las relaciones entre Pakistán y Afganistán, y
complican el entorno estratégico regional. No hay que perder de vista que el
conflicto de Pakistán con India siempre subyace bajo el complejo entramado
de grupos extremistas tolerados, cuando no alentados, por Islamabad.
Opino con Siddique que los talibán “son fruto de la frontera”, se trata de
una red y una organización afgano-pakistaní. Por ello, no basta con “levan-
tar una valla y minar la frontera para asegurarse de que nadie la cruza”, co-
mo ha propuesto Musharraf. Solo una reforma de las FATA que permita su
integración en las políticas nacionales y la administración del Estado (junto
a un claro reconocimiento de la Línea Durand como frontera internacional
tanto por Afganistán como por Pakistán), permitirá trabajar hacia un cam-
bio del entorno estratégico y evitar los augurios de que los pactos de Musha-
rraf con los líderes tribales conviertan a las agencias en “Terroristán”.

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