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PRESENCIA DE JOSÉ ANTONIO

LECCION POLITICA pronunciada en el Palacio de la Música de Barcelona el 21 de


noviembre de 1960, en acto organizado por la Jefatura Provincial del Movimiento, en
conmemoración del XXIV Aniversario de la muerte del Fundador.
SERVICIO DE RELACIONES EXTERIORES SINDICALES
MADRID, ENERO 1961

D. LUIS GOMEZ DE ARANDA Y SERRANO


Secretario General Técnico de la Secretaría General del Movimiento, Consejero Nacional y
Procurador en Cortes, en el acto del Palacio de la Música de Barcelona.

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OPORTUNIDAD DE LA CONMEMORACION
AGRADEZCO al Mando, en primer lugar, su invitación para participar en este acto. Es para
mí siempre cosa grata venir a Barcelona, pues me encanta esta gran ciudad, que ha sabido
conservar con genial tino las reliquias de una civilización milenaria; todos esos edificios,
instituciones y costumbres que proclaman muy alto la grandeza y la belleza de Barcelona en
las diferentes épocas de su historia gloriosa; y todo ello, y el sosiego y el recato de un pueblo
con solera, con tradición, lo hace compatible con el pulso firme, recio, de su saludable y
prometedora modernidad. Que eso es la cultura, ese sentido en la asimilación de esfuerzos de
las generaciones sucesivas, el crecimiento, el desarrollo orgánico y armonioso. Y
especialmente grato, honroso y hasta emocionante para mí es hablar ahora al pueblo y a la
Falange de Barcelona, a una Falange tan distinguida en guerra y paz, en combate y trabajo,
como la Falange barcelonesa.
Que también sabe mucho de lealtad y de firmeza. Sabe, y está dispuesta a defenderlo con
la vida de cada uno de sus camaradas, que nuestra historia, la historia de nuestro Movimiento,
tejida de sacrificios y de gloria, no puede ser aventada como la paja en una era, ni
desvanecerse en el aire como el humo de un cohete.
Por eso estamos aquí hoy, a los veinticuatro años del sacrificio de nuestro Fundador, y, con
la gracia de Dios, estaremos dentro de otros tantos. El mantenernos firmes, que es una virtud
de consecuencia, de lealtad, de fortaleza, no quiere decir que estemos anquilosados ni
paralíticos, sino, por el contrario, flexibles, permeables, dispuestos a mejorar lo que sea
imperfecto. Como en el ejemplo que antes contemplábamos de Barcelona como ciudad
orgánica, todo organismo vivo se manifiesta por el movimiento, por la renovación de sus
células. Que a una escultura, terminada y perfecta, que ya no cambia ni varía, yerta en la
tallada belleza de su mármol, le podremos prestar admiración, pero no otra cosa, pues no nos
sirve para la vida. Y nuestro Movimiento no ha de ser sólo la más bella aventura política, la
doctrina más sugestiva y la historia más heroica y gloriosa, sino además algo que por estar vivo
sirve para la vida del pueblo español de hoy y de mañana.
Alguien por ahí nos podrá reprochar, con mala intención, que con actos de conmemoración
como éste pretendemos perpetuar recuerdos de guerra, de odios y de muerte. Pero vosotros
sabéis como yo que este acto es todo lo contrario: Un acto de paz, de hermandad entre
españoles, de unidad, de amor. Y ocurre además que no podría ser de otra manera. Un
dirigente marxista -me molesta repetir su nombre habla ahora de la que llama «generación
fratricida», la generación de la guerra, a la que quiere oponer la generación posterior, que
denomina «generación fraterna». Esto es una gran infamia, desde luego hábil desde su punto
de vista, porque a él le interesa cancelar la gloria del sacrificio y enfrentar a una generación con
otra. Pero constituye, como os decía, una gran infamia. La juventud de entonces fué a la guerra
no por culpas propias, sino ajenas. Fuimos a la guerra porque no había otro remedio para
salvar a España; fuimos con amor y con dolor, pensando siempre en lograr por caminos tan
heroicos y terribles la unidad de todos los españoles, para siempre.
Nosotros, en vez de confundir a la generación mártir en una condenación global,
reivindicamos el carácter palingenésico, fundacional, renovador, superador de viejas luchas,
que su total sacrificio representa. Nosotros, que no aceptamos ningún contacto ni compromiso
con ideologías ni organizaciones que pasaron para siempre, admitimos, en cambio, la buena fe
con que muchos españoles buscaron por caminos equivocados, y aun con el supremo sacrificio
de sus vidas, una España mejor; comprendemos la causa de sus errores y la justicia relativa de
sus razones parciales. Por eso, cuando llegó la Victoria se administró para todos; “sobre todo
para los vencidos” -como varias veces ha repetido Franco-; y por eso también, mientras aquel
capitoste derrotado habla de la generación fratricida, nosotros, por la inspiración y la voluntad
creadora de Franco, hemos levantado el Monumento del Valle de los Caídos como monumento
de nuestra unidad. Con él hemos izado en el corazón de España una Cruz de ciento cincuenta
metros, no por un afán de colosalismo, ni de vanidad, que entonces se habría elegido otro
símbolo, sino como un impulso salido del corazón, para exteriorizar la verdad que está dentro
de nosotros, para proclamar con este signo la realeza de Jesucristo en la ley de la Cruz, que es
ley de amor, de Redención y de fraternidad. Claro está que para asegurar el reinado de Cristo
no basta con proclamarlo y levantar un monumento, sino que es algo mucho más difícil, que

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tenemos que merecer todos los días. Pero con ello, con la elevación de la Cruz y nuestra
consagración a ese signo glorioso, se señala un propósito, un ideal al que hay que acercarse
en cada momento.
He venido a Barcelona desde Alicante. Ayer estuve en la Casa-Prisión participando en los
actos del día del Dolor. Algunos de vosotros conoceréis ya estos actos. Son de un enorme, de
un sobrio y entrañable patetismo. La coincidencia en el tiempo y en el espacio se conjuran para
lograr una evocación muy próxima y tremenda. Desde las doce de la noche, en que entramos
en capilla con José Antonio, en una verdadera comunión espiritual, hasta las siete menos
veinte -la hora exacta del fusilamiento-, en el patio de la enfermería, cuando la emoción
atenaza todos los corazones, firmes, con las luces apagadas, ante aquello que un poeta llamó:
... ese muro de cal, lívido espejo en que araña su luz la madrugada.
Pero a pesar de todo esto, incluso en ese acto de Alicante, tan especial, y en éste de igual
manera, debemos procurar sobreponernos a la simple emoción pasional sin trascendencia. Es
deber nuestro superar esa emoción, que es algo sólo del mundo de lo sensible, como una
conmoción orgánica, y remontarnos de lo efímero a lo permanente, de lo sensible a lo
espiritual, de la emoción a la construcción de doctrina, del hombre que muere al mensaje que
nos lega y la idea que permanece. Es el modo de servir una memoria sagrada y colaborar en
su obra, hacer que cuaje su siembra y grane su cosecha. En esta Patria nuestra, en donde -
según decía Miguel de Unamuno- la quejumbre es una institución, en donde casi todos los
españoles nos quejamos de vicio, sepamos continuar a José Antonio con serena y exacta
fidelidad. Procuremos cumplir la idea que estos versos expresan
No se ha roto el empuje de tu aliento. Tu anhelo, en soledades encendido, sigue su curso,
ya que no es vencido por la sorpresa del sudor sangriento.
... nunca es ceniza en valeroso sueño.

Pues bien, para servir ese pensamiento de José Antonio, su continuidad, su presencia entre
nosotros, sus posibilidades de futuro, son oportunas estas conmemoraciones, siempre que
acertemos a darles su sentido más conveniente. La conmemoración es necesaria -José
Antonio habló de que «hay que conservar la gracia histórica de las fechas»-, mas para que sea
oportuna no ha de significar un tributo a la nostalgia, ni siquiera un justificado homenaje de
gratitud a los fundadores y a los caídos. Ha de ser algo más: la más eficaz manera de servir el
presente, el momento actual, el «aquí» y el «ahora». Por las necesidades, permanentes y
cambiantes a la vez, de España y la perennidad militante del Movimiento, es preciso que estas
rememoraciones se liguen y relacionen de algún modo con las cosas de hoy: «Dies interpellat
pro homine» (Los días interpelados por el hombre).

PERMANENCIA DE LA DOCTRINA DE JOSE ANTONIO


Debemos afirmar y recordar en este acto que el pensamiento de José Antonio y los
Principios Fundamentales del Movimiento ofrecen un valor permanente, una eficacia para el
presente y para el futuro; que eso es la política: capacidad de adivinación, don de profecía, el
arte de dar forma al futuro. Y entiendo que a estas alturas de nuestro tiempo la justificación de
este Movimiento político hay que buscarla, más que en los servicios prestados, por gloriosos
que sean, en su eficacia para el presente y en sus posibilidades del futuro. Fijaos bien:
hablamos del futuro de España. En ese futuro pensaba también José Antonio: un futuro de
gloria para España y de esfuerzo y sacrificio para sus camaradas, que jamás ofreció otra cosa.
Hasta del cielo, del paraíso, decía, con licencia poética o retórica, que quería un paraíso donde
no se descansase nunca y que tenga, junto a las jambas de sus puertas, ángeles con espadas.
Bien está pensar, soñar, trabajar por el futuro de España. Pero otros, que no hablan ahora más
que del futuro, lo que piensan es en su propio futuro personal, algo así como su porvenir en el
sentido pequeño y mezquino en que se dice de este chico que tiene o no tiene porvenir.
Piensan esos tales en su egoísta porvenir, en sus expectativas de medro y situaciones, y se
apuntan a lo que creen que puede favorecer este medro, sin escrúpulo en abandonar y en

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traicionar cosas sagradas. Otros no tienen que abandonar nada, ni traicionar nada, porque
nacieron ya traidores y torcidos.
Pero, en fin, dejemos ladrar a los perros del camino y sigamos nuestro razonamiento.
Existen muchas razones para que el pensamiento de José Antonio pueda conservar hoy
absoluta vigencia, lozanía inmarcesible y plena eficacia. De esto he hablado varias veces, y no
quiero repetirlo, aparte de que no habría tiempo para ello. Sí diré que fundamentalmente la
misma radicalidad innovadora del pensamiento de José Antonio le salvó de empequeñecer su
mensaje sobrecogedor con su programa político al uso, que, de modo indefectible, hubiese
envejecido hace ya muchos años. Tampoco pretendió ofrecer una ideología cerrada, construída
al modo racionalista, con soluciones concretas para todos los problemas.
José Antonio posee una inteligencia rigurosa, pero no es un intelectual, sino algo más
profundo y entrañable. Un pensador español hizo, sobre textos de San Pablo, una clarividente
clasificación de los hombres en tres grupos: los carnales, los psíquicos e intelectuales y los
espirituales. Los intelectuales manejan la lógica del mundo, y con ella pueden construir
atrevidos andamiajes racionales. Pero los espirituales saben discurrir hasta con el corazón, y
por eso les son reveladas las verdades más profundas. Son los más grandes poetas, que
llegan por inefable intuición al fondo de las cosas.
Y esto es obra y producto del amor. Podemos ser carnales. Es más, somos carnales.
“Aunque te laves con salitre y jabón no serás limpio”, sentencia Jeremías. Pero los poetas nos
dicen que en tanto dura nuestro amor vivimos de manera inequívoca y radiante la única
eternidad que aquí en la tierra se pueda conseguir. Hay en el amor una ampliación de la
personalidad que absorbe otras cosas dentro de esta misma personalidad, que las funde con
nosotros. Amor es un divino arquitecto que bajó al mundo, según Platón,
a fin de que el universo entero viva en conexión
Y el amor se define por las exigencias de unidad y totalidad que nos hace sentir. En José
Antonio resulta innegable su cualidad no simplemente racionalista o intelectual, sino creadora,
poética, de vaticinio y de amor. Por eso encuentra, como en una suprema armonía musical y
religiosa, la cabal concordancia entre el hombre y el cosmos, esa unidad, esa divina y universal
conexión.
De ahí deriva toda la gracia unitaria de su pensamiento. La proporción de todas las partes
de que se compone con el todo. Su distribución exacta. Sitúa a España en el mundo; al
español, en su contorno; a la mujer, en el hogar; la propiedad, en su función; el trabajo, en la
suya; el Estado, como instrumento, pero instrumento eficaz; el Sindicato, como unidad orgánica
de convivencia; las corporaciones todas, con vida propia, institucional; la libertad, en el orden;
la jerarquía, en el servicio; la educación, como forja de ideales; el Ejército, en la guardia de
honor. Y siempre el hombre como sistema, y todo girando alrededor del hombre, portador y
realizador de valores y fines trascendentes.
Pero todo esto no son cosas aisladas ni fórmulas que baste recetar de una vez para siempre
y después elaborarlas según arte. Lo fundamental es el modo de ser. Un místico dominico -
Eckehart- llegaba hace siglos a una conclusión sorprendentemente parecida: «Las personas no
deben pensar tanto lo que han de hacer, como lo que deben ser>. Es esto lo que infundió José
Antonio: una nueva actitud, un talante nuevo y distinto; un temple heroico, ardiente, ilusionado;
un justo desvío por todo lo que no sea nuestro patriotismo tenaz, a veces amargo. El concepto
de «amamos a España porque no nos gusta>, aún hay quien no lo entiende, pero es de una
hondura y de una claridad estremecedoras. Por eso, porque lo más importante es el modo de
ser, el estilo de vida, nuestro afán de superación, de exigencia, de rigor, resulta indispensable
la existencia del Movimiento como organización. No basta la proclamación de unos principios
que queden como flotando en el vacío, ni guardados en un arca santa para que obren como por
una irradiación de mágicos poderes. Es preciso que formaciones adecuadas, mediante el
entrenamiento y la preparación ascética, aseguren la perduración de ese modo de ser, que,
naturalmente, implica un estar. Como el mismo Caudillo dijo en Castellón, a los pocos días de
la proclamación de la ley de Principios Fundamentales en las Cortes, de 17 de mayo de 1958,
“una nación para tener unidad, continuidad y proyectarse en el futuro necesita de la existencia

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de un Movimiento Político, del Movimiento como organización para guarda y permanencia de
los mismos ideales y principios”.

EL MOVIMIENTO COMO INSTITUCION


Pues bien, el Movimiento conviene que se institucionalice y éste puede ser un tema de la
actualidad política que hay que tocar, una cuestión de hoy. No es que hayamos tenido, ni
tengamos, un exagerado prurito racionalista de preverlo todo en leyes, como en un sarampión
constituyente. Hace cerca de dos años, en una joven república americana se produjo una
revolución, que se atribuía el propósito de reivindicar la democracia, y al poco tiempo, a las
pocas horas, se promulgó una Constitución flamante, incluso larga, bien cumplida en el número
de artículos -me parece recordar que pasan de trescientos-. Cualquiera podría creer que estos
revolucionarios eran vestales de constitucionalismo, de la juridicidad. Pero si no nos
conformamos con ver esa constitución por la portada, o por el índice y el número de artículos,
sino que pasamos a leerla, nos encontraremos con la sorpresa de que uno de sus artículos
dice que el poder legislativo reside en el Gobierno. Y si además de leer la Constitución leemos
los periódicos, nos enteraremos de que, absueltos unos acusados por el Tribunal, el Jefe del
Gobierno entendió que podía disentir por las buenas de esa sentencia absolutoria, y ordenó
que se les juzgase de nuevo para que fuesen condenados; y vemos igualmente que sin
garantía ninguna se confiscan los bienes de los ciudadanos y de los extranjeros, contra todo
derecho de gentes. O sea la potestad y la función legislativa, !a ejecutiva y la judicial, en el
Gobierno. Y no es que nos rasguemos las vestiduras en favor del dogma de la división de
poderes, pero sí creemos en el Estado de Derecho, en la seguridad jurídica, la certidumbre
jurídica -el «jus certum»-; así como creemos en la participación del pueblo, por medio de sus
representaciones orgánicos, en la redacción de las leyes y en una justicia independiente,
administrada -como ocurre en nuestro Estado- por tribunales técnicos e inamovibles y con
sujeción a un derecho material y a un derecho procesal, esto es, a un procedimiento
determinado y no caprichoso, que sirve de garantía al ciudadano.
En fin, esto no es más que un inciso. Lo que quiero dejar bien sentado es que no hemos
padecido un fetichismo constitucional, una urgencia o improvisación legisladora. Esa ilusión -
como dijo el Caudillo en su Mensaje de fin del año último- por «una mera ortopedia
constitucional, que el primer contratiempo serio o el primer movimiento pasional convertiría en
escombros». Pero otra cosa es que las instituciones reales se cristalicen en leyes, pues si no
creemos en que las leyes por sí solas puedan crear de la nada sino cosas artificiales, ficticias,
inertes, en cambio es evidente que el derecho proporciona formas y cauces que encuadran a
los hombres y les sirven para la vida. Los hombres se unen más para hacer cosas que por
haberlas hecho, más para el porvenir que para el pasado; y el porvenir, el futuro, es obra de los
hombres unidos en instituciones. Los hombres pasamos como el agua pasa bajo los puentes,
discurre por los cauces de los ríos, pero los puentes permanecen, los cauces quedan. Es
preciso que la sangre circule constantemente, pero es preciso también que para eso existan las
venas, las arterias, los vasos sanguíneos, el corazón. Ese es el sentido de las instituciones.
Toda institución implica cierto grado de fijeza, determinación y conservación. Y la institución
política es aquella que organiza y asegura de forma duradera la realización del proceso de
orientación política. Orientación política es una predeterminación ideológica acerca de las
metas políticosociales que han de ser alcanzadas por la actividad de los órganos del Estado.
No basta por ello que el Estado tenga unos órganos muy perfectos; es preciso que tengan una
orientación, una inspiración política. No basta, repito, con la organización, aunque
consiguiésemos que ésta fuese perfecta, porque organizar, cuando se refiere a hombres, no es
colocarlos de esta o de aquella manera, como los ladrillos en un edificio, sino armonizarlos
como las notas de una sinfonía. Y para esa sinfonía son precisos el alma, la inspiración, el
aliento.

CONTINUIDAD DEL MOVIMIENTO


Y es preciso asegurar esa correcta continuidad, porque, desde luego, el Movimiento es
irrevocable, irreversible: el 18 de julio no tiene billete de vuelta. Se acaba

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ron las viejas divisiones, los añejos partidismos, las dos Españas enfrentadas y divididas.
Que lo aprendan quienes todavía lo ignoran. Es algo para siempre, como el 14 de julio lo es
para Francia, por ejemplo, aun con la enorme diversidad de sus sucesivas situaciones políticas,
que ya veis ponen número a sus Repúblicas, y ya van por la V, que estos días anda un poco
revuelta, pero también podéis observar que los mismos «ultras» de la Argelia francesa siguen
cantando la “Marsellesa” y enarbolan como única bandera la tricolor, o sea, una continuidad
con su 14 de julio.
Ahora bien, esa misma continuidad exige una gran amplitud para asegurar, sin
anquilosamientos ni particularismos, la necesaria fluidez de la vida política. La amplitud de un
doble sentido, en el orden de las personas y en el orden de las ideas. Que no seamos
exclusivistas, sino que mantengamos una actitud abierta. Y esta actitud abierta no obedece a
ningún oportunismo, a ninguna táctica, ni mucho menos representa una desviación. Por el
contrario, una actitud abierta es la nuestra de siempre, que nunca fuimos un partido, sino un
antipartido -en palabras de José Antonio-, un Movimiento, cuya razón de ser es precisamente la
incorporación de todos los españoles a un quehacer colectivo, a la empresa en marcha de la
Patria, que España no es sólo nuestra madre, sino también hija nuestra, hija de nuestras obras,
de las obras de todos. Por eso nosotros no profesamos ninguna doctrina de despotismo
ilustrado, que lo quería todo para el pueblo, pero sin el pueblo, sino que aspiramos a la
.participación de ese pueblo, su incorporación por medio de una democracia orgánica, en el
Gobierno y en la administración. No somos partidarios de un «paternalismo>, que considere al
pueblo como en perpetua menor edad.
Y con esta actitud abierta en las personas, una actitud también abierta, permeable, racional
en las ideas. Salvados los principios fundamentales, la discrepancia en lo opinable no sólo es
legítima, sino que pertenece a la esencia de la función política, pues la coincidencia plena de
voluntades respecto de todos los problemas de la vida pública, sobre no ser posible, tampoco
constituye ningún régimen ideal.
Pues bien, para asegurar esa continuidad necesaria, cuyo presupuesto es la amplitud en las
personas y en las ideas, tiene enorme importancia que no se hagan pasar por dogmas las
cosas opinables. Que nadie nos atribuya, ni nos cuelgue como propio nuestro aquello que se le
ocurra, sino que sólo han de ser para nosotros ideas esenciales las que proclamamos como
medula de nuestra personalidad, como razón de ser de nuestra existencia política. Puede
haber gentes de mala fe a quienes no interese la unidad, sino la división de los españoles, y
que intenten arrinconarnos, arrinconar al Movimiento, como cosa pasada, adscrita a ideologías
que ya periclitaron. Y hemos de salir al paso de todo eso y afirmar que en el pensamiento de
José Antonio, aparte de lo que pudo tener de circunstancial y episódico. sometido a la
coyuntura del momento, existe y resplandece una modernidad absolutamente vigente, y en su
esencial y pura desnudez nos proporciona las líneas maestras para el edificio majestuoso y
funcional, podríamos decir, capaz de albergar la unidad y la convivencia de los españoles.

NO SOMOS NACIONALISTAS
Así, existe hoy una tendencia en el mundo que postula un civismo supranacional. La tierra
ha encogido, se ha quedado pequeña por el progreso de las comunicaciones y de la técnica y
por la superpoblación que nos apiña y hacina. Queramos o no, somos ya ciudadanos del
mundo. De 275 millones de habitantes probables en los comienzos de la Era Cristiana, hasta
cerca de 5.200 millones de hombres calculados, y hay quien dice más, para finales de este
siglo. No podemos vivir desconociéndonos unos pueblos de otros, abroquelados en nuestras
fronteras, con un cuchillo entre los dientes, esperando la guerra o la agresión. No hace falta
creer en un Estado universal, pero sí en un orden internacional, en unas relaciones justas entre
los pueblos, en un bien común internacional. Se empezó por las uniones de tipo económico: en
Europa existen el Mercado Común, la Zona de libre Cambio y la O. E. C. E., y ya sabéis cómo
en la O. E. C. E. se está buscando una integración más completa, no sólo en

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lo que se refiere a los países miembros, sino también en orden a la colaboración con los
otros pueblos de la tierra, con los países subdesarrollados. Nuestro Pontífice Juan XXIII ha
recogido estas preocupaciones en su discurso ante el Consistorio secreto, y el historiador
filósofo Toynbee observa que «la minoría rica de la Humanidad tiene la alternativa de dividir
sus riquezas con la mayoría pobre o de ser odiada por ella».
Pues bien, esta colaboración internacional en nada puede repugnar a nuestra ideología.
Nunca fuimos nacionalistas. Es cierto que en los albores de nuestro Movimiento, hacia enero
de 1933, Onésimo Redondo hablaba de Nacionalismo y proclama a Menéndez y Pelayo «padre
del nacionalismo español revolucionario». Pero puede con esto juzgarse cuál era el signo de un
nacionalismo de esa filiación, pues el gran D. Marcelino, españolísimo, fué, por serlo, el espíritu
más anchamente europeo, cristiano y ecuménico. En sazón más avanzada del nacional-
sindicalismo, en 1935, José Antonio llega a definir sin ambages que «no somos nacionalistas»,
sino españoles, que es una de las pocas cosas serias que se puede ser en el mundo. Acertaba
Eugenio d'Ors, ese gran catalán, ese gran español universal, al relacionar este pensamiento
con el de Menéndez y Pelayo, que no fué nunca nacionalista, sino imperialista -claro está, de
un imperio que nada tiene que ver con los imperios coloniales capitalistas. “Imperialistas -
concluye- como iba acabando por ser, a punto de terminar su combate con el Angel, nuestro
Jacob, es decir, José Antonio. Creyente en lo absoluto de la cultura (que esto significa ser
“clásico” y en la relatividad de la Nación.”

LA TRANSFORMACION ECONOMICOSOCIAL DE ESPAÑA


Lo mismo podemos decir en el orden económico. Con mala fe alguien nos ha atribuido una
adhesión a determinadas tendencias económicas. No es cierto. Lo esencial para nosotros es el
reconocimiento de la propiedad privada, de la iniciativa privada. La acción del Estado -según el
Punto X de los Principios Fundamentales- debe limitarse a estimular esa iniciativa, encauzarla,
y en su caso suplirla. Por ello, dentro del respeto a esos principios, con el objetivo de defender
la libertad del hombre y de implantar la justicia social, ha habido flexibilidad suficiente para que
razones de oportunidad aconsejasen en un tiempo cierta dirección e impulso a la economía, y
que esas mismas razones de oportunidad hayan aconsejado después la sustitución de algunos
procedimientos, diríamos ortopédicos, por un juego más espontáneo de la empresa privada, y
que ahora pueda ser necesario aplicar medidas estimulantes de la reactivación y el desarrollo
económico. Porque es evidente que la política económica no ha de ser un arte desligado de la
realidad. Y como la realidad económica está sujeta a profundas variaciones, la política
económica no sólo podrá variar, sino necesariamente tendrá que variar para servir a las
diversas situaciones.
No quiere decir esto que sigamos los caprichos de la moda, la imitación de cualquier
corriente de política económica que puede ser válida en algún país extranjero, pero no de
eficacia universa!. Ahora veréis cómo los cursis fanáticos de la moda, los entusiastas de
novedades, cambian de dirección, como una veleta impulsada por el viento, con la victoria,
mínima, pero victoria al fin, de Kennedy. Estos últimos años han sido los de la apoteosis del
capitalismo liberal, la resurrección efímera del trasnochado liberalismo económico. La doctrina
del partido republicano yanqui en el poder favorecía esta moda. Para ellos no había más meta
que la producción de bienes de consumo. El Estado debía restringir sus gastos, porque creían
que ese dinero de los impuestos sería gastado de forma más útil e inteligente por los
particulares. Se entendía que el fabricante y los consumidores saben muy bien en qué tienen
que gastar su dinero -cosa no siempre cierta, sobre todo en cuanto a los consumidores,
manejados por una publicidad monstruosa que les crea necesidades, zarandeándolos a su
antojo y haciéndoles bailar como al son de un tantán africano, que a eso se asemeja la técnica
propagandística basada en la repetición hasta la locura de los mismos motivos. Los
demócratas niegan validez a estos criterios de capitalismo liberal.
No se trata con él -dicen- de producir hombres mejores, escuelas mejores, hospitales mejor
equipados, ciudades más sanas, más grandes posibilidades de desarrollo cultural y espiritual,
ni siquiera de producir proyectiles más poderosos. Se trata de fabricar más objetos que serán
vendidos con beneficio, más «artefactos» y máquinas para dificultar nuestras vidas y distraer
nuestro espíritu. Como hace ya un siglo decía Emerson, «los objetos son los que dominan y
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hacen cabalgar a la Humanidad». Arthur Schlesinger, del equipo de intelectuales kennedistas,
ponía un ejemplo muy curioso: El turista americano que grita en el «hall» de un hotel de Moscú:
«!Estas gentes, que ni siquiera son capaces de darme un billete para Odesa! ¿Cómo se puede
uno imaginar que hayan podido enviar un proyectil a la luna?», no comprende nada de la
situación, no comprende que en la U. R. S. S. dan mucha menos importancia a los turistas y
sus billetes para Odesa que a reforzar los elementos que han de sostenerla como gran
potencia. Si la cuarta parte de la inteligencia y de los recursos que hoy se consagran a la
excitación de las necesidades del consumidor se orientaran hacia el desarrollo de la potencia
nacional, no tendríamos nada que temer a la competencia soviética. Por eso -opinan los
demócratas- «la pobreza de los servicios públicos en medio de la abundancia -en algunos
casos hasta el despilfarro- de bienes privados, es algo que debe terminar en Estados Unidos».
En fin, no es mi propósito ni es tema apropiado para la lección política de hoy entrar en esa
polémica. He hecho una referencia a ella para señalar la profecía fácil de por dónde van a ir en
un tiempo inmediato los seguidores de las modas políticas y económicas.
Nosotros no tenemos que ir detrás de ninguna moda. Sólo las necesidades de nuestro
pueblo nos impondrán las medidas que debemos tomar en cada momento. La Organización
Sindical del Movimiento ha demostrado en esto una eficacísima, fina sensibilidad. El año
pasado, en enero de 1959, el Consejo Económico Sindical, a la vista de los acontecimientos
producidos en el campo de la economía europea, tales como la convertibilidad de la moneda y
otros, aconsejó para España una serie de medidas con un doble fin: evitar que la economía
española quedase al margen de la economía internacional y que, por el contrario, quedase
relacionada con ésta, y lograr una estabilización en orden a los precios y al valor de nuestra
moneda. Después, en unas reuniones celebradas en febrero de este año, la Organización
Sindical vuelve a examinar la situación después de los meses transcurridos en plan de
estabilización y se resumen en doce puntos muy concretos las medidas necesarias para la
reactivación económica. No voy a entrar en ellas, pues no es momento oportuno, sino que
señalo estas actividades como muestras de la sensibilidad económica de nuestro sindicalismo.
Ahora, nuestro Ministro Secretario, José Solís, anuncia la celebración para fecha próxima de un
gran Congreso Sindical Económico y Social, que estudie las posibilidades del necesario
desarrollo económico «hacia una nueva etapa de expansión>, es el lema que le sirve de base.
En ese Congreso se planteará la necesidad de crear un millón de puestos de trabajo para que
los hijos de España no tengan que marchar al extranjero a ganarse el pan. No quiere decir
esto, claro está, que se vaya a impedir la emigración, que es un derecho natural del hombre,
pero sí evitar que ésta tenga que hacerse por la más dura y penosa necesidad, con el riesgo de
que los obreros españoles puedan ser engañados y explotados por agentes sin conciencia,
como en el caso de Werner Zahn, «importador> de españoles en Suiza, condenado a primeros
de octubre último en Basilea. En todo caso, la expatriación es siempre dolorosa, supone un
desgarramiento, y por bien que estemos en otro lugar, nunca podemos llevarnos a la Patria
pegada a la suela de nuestros zapatos, como dijo Sócrates al preferirla cicuta y la muerte a la
huída y el destierro.
En definitiva, lo que quiero destacar es que hay que diferenciar bien claramente lo que es
esencial de lo que es circunstancial y transitorio. Lo esencial es la voluntad de transformación
de España, la elevación del nivel de vida de nuestro pueblo. Esa era la preocupación constante
de José Antonio. Y en ese sentido, la política socialeconómica de Franco ha sido, desde hace
más de veinte años, de una consecuencia y de una fidelidad ejemplares. Y de una ejemplar
modestia. En su discurso de 29 de octubre de 1958 a los mandos de la Secretaría General del
Movimiento en las bodas de plata de la Falange con España, afirmaba Franco cómo las
razones del Movimiento Nacional, tan maravillosamente expresadas por José Antonio, siguen
perennes al cabo de los veinticinco años, y dijo más: «Exactamente igual que entonces
sentimos hoy la necesidad de nuestra transformación>. Esto es, nuestra postura de exigencia
constante y afán de superación asumida por el Caudillo con enorme generosidad y sinceridad.
Por el hombre que ha dirigido la reconstrucción de España, que ha hecho el milagro. Porque
para conseguir el triunfo se requerían cualidades geniales de imaginación, de fortaleza y de
audacia. Para la necesaria transformación económica, apoyada en la técnica, había que
superar lo que un psiquiatra de nuestra sangre, López Ibor, llama el complejo de inferioridad del
español. Discutido, pero evidente. Puede ser que tengamos un complejo de superioridad como

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estilo de vida, pero ante la ciencia y la técnica padecemos un complejo de inferioridad. Cierto
que no corresponde a una incapacidad auténtica, y por eso es un complejo, pero no por ello
deja de constituir causa real y suficiente para enervar nuestro espíritu de creación y de
iniciativa.
En los estudios que sirven de base al proyectado Congreso Sindical se establece con toda
claridad que el problema fundamental de España no es el mayor o menor grado de desarrollo,
con ser este aspecto importante. Sí lo es la honda discrepancia que existe entre dicho
desarrollo en el aspecto material y el grado de madurez humana que tiene nuestro pueblo. Su
mentalidad no es la de un país subdesarrollado, sino la de nivel medio europeo, quizás con
menos erudición técnica promedia, pero muy aguda en todo lo que se relaciona con las
cuestiones de los problemas relativos al hombre. Tiene voluntad creadora y de propósitos,
como ha demostrado en los últimos veinte años. Pero el haber comenzado a resolver los
problemas económicos pendientes desde hacía un siglo, le ha hecho ver que tienen solución
total. Y ahora está impaciente por lograr cuanto antes que se corone la honda transformación
en curso.
No se trata, pues, según esos estudios, de un problema de plena ocupación solamente, con
ser esta premisa insoslayable, sino de lo que podríamos llamar «promoción social». El
campesino que tiene que trabajar con medios de cultivo anacrónicos aspira a convertirse en
tractorista u obrero industrial, porque ha visto que una fracción de la población campesina lo ha
hecho. El obrero industrial capacitado e inteligente, pero que se ve forzado a un trabajo de tipo
inferior, aspira a convertirse en especialista y desea la multiplicación de nuevas fábricas que
creen nuevas oportunidades. Y el profesional, que sufre en muchas ramas de la actividad de
una plétora de aspirantes a un nuevo puesto de trabajo que el progreso económico no ha
ampliado en cantidad suficiente, siente la frustración derivada de no poder desarrollar
plenamente su capacidad de trabajo. Todos estos problemas no son privativos de nuestro país.
Pero la madurez humana de nuestra población hace que se sientan con mayor agudeza.
Para todo esto es preciso que se logre esa transformación de nuestro campo y la
industrialización de nuestra Patria. La industrialización de España, que se emprende con un
paso que quiere recobrar el tiempo perdido, no es uno entre los caminos que cabe elegir, sino
el último posible. No significa el menosprecio del campo; en su complemento necesario, pues
no se concibe hoy la agricultura sin base y colaboración industrial.
Esta es la tarea emprendida, y en ese sentido la estabilización es algo que en absoluto
puede estar en contra del necesario desarrollo. No puede significar estancamiento ni retroceso.
Se trata de recontar y reagrupar nuestras fuerzas después de veinte años de continua batalla.
De practicar en la meseta los necesarios ejercicios respiratorios para acompasar el ritmo de
nuestro corazón y lanzarnos después a la conquista de más altas cumbres.
Claro está que en la doctrina de José Antonio no podemos buscar lo que pensaba sobre la
estabilización económica, pues éstas son actitudes y medidas de oportunidad ante
circunstancias cambiantes e imprevisibles. Pero sí podemos encontrar en el pensamiento de
José Antonio, y debemos hacerlo, claves eficaces de conducta para comportarnos
políticamente dentro de esta situación de estabilización que como tal fenómeno nuevo era
imprevisible. Y así las ideas de José Antonio sobre la economía al servicio del hombre y no a la
inversa, toda su idea de función, de servicio, de la dignidad del hombre y de unidad entre los
españoles, nos dan las normas de conducta adecuadas. Nos señalarán la meta de la
transformación económica y social de España.
En este sentido, y considerando el actual momento como un instante concreto, un tiempo,
dentro de una acción conjunta, de un proceso de secuencia ininterrumpida, adquieren toda su
significación las palabras del Jefe del Estado cuando habla de otros veinte años de esfuerzos
para coronar la gigantesca obra emprendida. No se refiere a veinte años bajo su mando, pues
sólo Dios dispone del destino y de la vida de los hombres, ni tampoco quiere decir que, una vez
cumplidos, podrá dilapidarse el fruto cosechado, sino que otros cuatro lustros de unidad, de
tensión y de impulso son precisos para que llegue a su destino lo que tantas fatigas costó
arrancar del atasco. Este plazo no es un estupefaciente, ni una prórroga caprichosa, es una
certera previsión económica. Así, desde un campo muy distinto, el economista Jesús Prados
Arrarte, ha elaborado su tesis «La Economía Española en los próximos veinte años>. España,
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merced a la tarea realizada, se encuentra actualmente al borde del último escalón para
transformarse en un país más de la Europa Occidental, tanto por la diversidad de las
actividades industriales que se realizan en su territorio, como por la cuantía de su producto
nacional por habitante -no quiere decir esto que estemos cerca ahora de esa cuantía sino que
podemos estar cerca en el tiempo de conseguirlo, si el desarrollo continúa. Por el contrario, si
nuestro país no logra convertirse en exportador de productos industriales verá frustrado su
destino. A través de esos cuatro quinquenios, en un programa de desarrollo, España se
encontrará con capacidad plena para competir en un plano de igualdad con el resto de Europa.

UNIDAD ENTRE LOS ESPAÑOLES


Todo eso es un programa ambicioso y esperanzador, para cuyo cumplimiento hace falta la
más firme unidad. Esto sí que es principio fundamental nuestro. La unidad, «nombre divino del
sosiego celestes, nos enamoró, como amada ideal e imposible, en tiempos de lucha de todo
contra todo, de tinieblas y de caos. De ahí, el literal deslumbramiento de lo mejor de nuestra
juventud cuando el genio de José Antonio iluminó las cosas con una luz nueva.
Deslumbramiento no de ofuscación, sino de refulgente claridad, que destaca formas y perfiles,
perspectivas y matices. Y esto es otra manifestación de su amor a las cosas, de su amor y de
nuestro amor a la Patria. Suele decirse que el amor es ciego. Sin embargo, la evidencia que
produce en nosotros el amor es deslumbradora. Con profunda intuición observaba Cervantes
que el amor es un ser de aguda vista, aunque de ciegos ojos.
José Antonio en esa oscura noche, noche oscura del alma de España, diremos
parafraseando a San Juan de la Cruz, penetra con su luz. Su himno se concibe y se canta cara
al sol, el sol que es símbolo de la luz y también de la norma y medida de los días, de lo seguro
y exacto. En la oscuridad de esa noche española, José Antonio trae, para combatir las
tinieblas, su propia antorcha, viva, resinosa, chisporroteante. Que es llama de amor y lámpara
de fuego, como en las metáforas de San Juan de la Cruz.
Pues con la claridad y la luz del amor buscó José Antonio la unidad. La idea de unidad
aparece constantemente en sus escritos y discursos. Habla de la unidad metafísica en Dios; del
Imperio español como unidad histórica, física, espiritual y teológica; de la necesaria unidad
actual de España: unidad irrevocable, indestructible; unidad de los hombres, de las tierras, de
las clases de España. Y finalmente, como objetivo histórico común, la unidad de destino en lo
universal. El destino, claro está, no como la «moira» de que hablaba el viejo Homero, el
«fatum», el «ananke», como ciega necesidad y fuerza ineludible, como el juego de los dioses
sobre los hombres, sino con la idea de función, utilidad o fin como vocación y volición del
hombre a ese fin.
Una Patria, pues, que nos una en una gran tarea. Un concepto espiritual y funcional de la
Patria, y no un concepto romántico, telúrico, con amor sensual, de contacto, como la planta del
pie se agarra a la dura roca o a la blanda tierra. A esa unidad y a ese estilo queremos ser
fieles. En ello ponemos nuestra mejor voluntad. Decidme si no es el estilo y el espíritu generoso
de José Antonio, lleno de comprensión y de verdad, el que presidió el homenaje de toda
España a Cataluña el pasado primero de mayo. Sólo un movimiento como el nuestro podía
ofrecer sin adulación ni bajeza, sino de hermano a hermano, de corazón a corazón, un
homenaje como aquél. Vosotros lo recordáis igual que yo: En el Nou Camp del Barcelona,
repleto de una muchedumbre emocionada, todas las regiones llevaron la ofrenda de sus cantos
y de sus bailes, en esa maravillosa variedad, con esos encantadores contrastes de nuestra
hermosa Geografía. Allí, las castañuelas con su repiqueteo y las guitarras con su sentimiento,
los chistus y tamboriles, de ingenuo ritmo, montañés y campesino, los acordeones y las gaitas,
que encierran en sus viejos odres, como un vino fragante y añejo, la inspiración artística del
pueblo celta, entrañable y glorioso, lleno de saudades, de dulzura y de encanto. Pero no bastó
el homenaje de cada región a Cataluña en sus cantos y bailes diversos, sino que, con sus
plurales acentos, tres mil voces se unieron, en la disciplina que presta la armonía de la música,
para entonar con coral solemnidad la bellísima Sardana de las Monjas. Pero ni aun esto fué
suficiente. El remate fué el baile de la Sardana -«la más bella de todas las danzas que se
hacen y se deshacen», decía Maragall- por los trabajadores de los distintos pueblos españoles,
formando dos grandes circunferencias, como dos hemisferios de un mismo mundo de amor y
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de unidad, con dos guirnaldas que se ofrecían a Cataluña, formadas por las flores humanas de
los diversos intérpretes, con el atavío multicolor, variopinto de sus prendas regionales: los
calzones, los zaragüelles, las chaquetillas, las blusas, las chupas, las camisas bordadas, las
fajas; y en las mujeres, sus faldas, sayas, delantales, basquiñas, corpiños, jubones, manteletas
y pañuelos. Observad el hermoso simbolismo. Las circunferencias, las ruedas humanas como
la expresión de la perfecta unidad, de lo que no tiene derecho ni revés, principio ni fin, solución
de continuidad, ni costura. Y en la danza, en esa rueda, con las manos unidas, signo de la más
íntima y plena amistad. El cuadro era tan hermoso y el simbolismo tan evidente, que cuando
esa danza causada litúrgica, casi sagrada, se encrespa al final de una breve estridencia, un
grito de entusiasmo y de asombro salió de las gargantas, que aún no estaban quebradas en
sollozos. Era la unidad de los hombres y de las tierras de España hecha, no espectáculo para
diversión de nadie, sino carne y realidad y sangre y espíritu, en el amor, en la cultura y en la
hermandad de los trabajadores españoles.
Esta unidad es la que hay que mantener a toda costa en el presente y en el futuro. Para ello
quiero hacer -y con esto termino- un llamamiento a las generaciones nuevas. Su incorporación
ha de ser constante preocupación nuestra, pues es necesaria la renovación de los cuadros, de
nuestro Movimiento.

LA JUVENTUD, HOY
Muchas veces creemos que son cosas exclusivas de España lo que en realidad son
fenómenos más amplios. No hace mucho leía en un periódico un artículo de Arturo Koestler, el
célebre autor de «El cero y el infinito». Titulaba su artículo «Retrato de un joven europeo».
Viene a decir que los fenómenos de gamberrismo y de delincuencia juvenil no pueden
caracterizar a la juventud europea. Son simples brotes patológicos, minoritarios. Lo que
caracteriza a esa juventud es su escepticismo hacia la política, su carácter de juventud neutra y
no comprometida, con ideales privados, de tener una familia limitada en el número de hijos,
cultivar cada cual su parcela individual y, si es posible, estrenar de cuando en cuando un
automóvil. Un italiano, Cantieri Mora, en un artículo titulado «Han muerto las viejas banderas»,
escribía también algo parecido: «Es la nuestra una juventud mecánica, seducida tan sólo por la
velocidad de la época y el brillo del oro y el ruido».
Pues bien, yo no quiero para la juventud española ese aire neutral y no comprometido,
aunque, no hace mucho, le parecía muy bien a José María Pemán en un artículo del «A B C»,
en el que alababa la actitud «pancista». Claro está que no deseo que la generosidad juvenil
pueda ser desviada hacia ideas que, para nosotros, estaban ya fracasadas en 1934, destruidas
y sin vigencia. Pero la quisiera ver ilusionada por tantos problemas como España tiene y que
para su solución requieren la unidad y el entusiasmo de todos. Problemas de transformación
económica, problemas de fraguar la convivencia entre los españoles sobre bases más justas.
Los dos escritores más «políticos» de la generación del 98, Unamuno y Maeztu, insistieron
mucho en que estaba en la falta de ideales, más que en la pobreza, la gravedad de nuestro
mal.
Que no les falte ahora ideales a nuestros jóvenes. Además, nadie les pide conformismo, ni
una fe estática, sino una fe viva, dinámica, acuciante. Las nuevas generaciones disponen,
pues, de ancho campo para su originalidad creadora, hasta donde les alcance el fuelle en su
galopada histórica. Pero tienen que luchar, porque es milicia la vida del hombre sobre la tierra,
y estamos en una época de crisis, de pugna entre el materialismo marxista o capitalista y el
espiritualismo social.
José Antonio es, sobre todo esto, un ejemplo constante. En su vida y en su muerte. El poeta
Juan Maragall termina su Cántico Espiritual diciendo:
¡Sea mi muerte un nuevo nacimiento!
Hay muertes, como la de José Antonio, que promueven un nuevo nacimiento, una vida
nueva de inmortalidad. José Antonio fué mártir, testigo de su fe, de nuestra fe.

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Cumplamos, cada uno, el deber de cada hora, y así podrá ser realidad la idea que sobre
José Antonio expresó un poeta con esperanzadora elocuencia:
y al fin cayó, pero su muerte es vida.

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