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ENSAYO

JUAN JOSE OPPIZZI

MILAGRO The angel of history © By Ernst Fuchs
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 MILAGRO
Es importantísimo agregar que la consideración de
milagrosos para ciertos hechos reside en la
diferente velocidad que los caracteriza.
os hábitos de pensamiento
formados a lo largo de milenios siguen
inventariando una palabra en las lenguas vivas:
milagro. Su definición podría ser esta: un hecho
repentino, fuera del cotidiano desarrollo natural,
que cambia el ordenamiento de las cosas de manera
positiva. Huelga aclarar que la noción de milagro se
halla íntimamente ligada al concepto mágico de la
realidad. Es más: lo milagroso es una interpretación
de la realidad. En general, cuando un
acontecimiento queda fuera de los parámetros
usuales de evaluación, mucha gente lo incluye en esa
categoría sin más análisis. Por tal motivo, lo
milagroso de algo no reside en la índole sino en la
calificación externa; y la calificación externa
responde directamente a la voluntad del calificador.
Más de una vez, hemos escuchado que, por ejemplo,
luego de un terremoto, en medio de la ruina de una
ciudad, se ha encontrado a alguna persona
sobreviviendo bajo los escombros; entonces el
narrador (periodista, testigo o protagonista) dice
que se trata de un milagro. El hecho de que una
persona, entre miles que han muerto aplastadas,
haya podido quedar indemne, forma parte de una
circunstancia mayor; lo que cambió entre antes y
después del terremoto es la situación de los que
murieron; el único sobreviviente quedó así en razón
de que fue el único para quien las cosas no variaron;
por lo tanto, el cambio en ese ordenamiento no fue
positivo, sino negativo.
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Es importantísimo agregar que la consideración de
milagrosos para ciertos hechos reside en la diferente
velocidad que los caracteriza. Por ejemplo, a nadie le
llama la atención que el cabello crezca lentamente,
que un medicamento haga efecto poco a poco en el
combate con una enfermedad o que un automóvil
salga de la fábrica luego de varias semanas de
construcción; en cambio, si un día el cabello de la
gente creciera en un minuto, un medicamento curara
una enfermedad instantáneamente o un automóvil
quedara listo a la primera orden de su futuro dueño,
todo el mundo diría que son milagros; nadie repararía
en que los procesos en cada uno de los casos hubieran
sido exactamente los mismos. Por supuesto, los
milagros que mayor prestigio conllevan son los que
se les adjudican a santos, vírgenes o ídolos que el
fervor popular eleva a ese rango.
En estos casos, no se tiene en cuenta la intervención
de otros factores; se valora únicamente el supuesto
fenómeno mágico. Además, el intercambio se refiere
casi siempre a la salud, a cuestiones íntimas o a la
situación laboral. Y si digo intercambio es porque el
contacto entre los individuos y sus figuras veneradas
entraña una promesa a cambio del anhelado milagro;
es una transacción que sublima la antigua costumbre
del sacrificio; el que pretende obtener un favor
metafísico, debe hacer o dar algo como pago. No cabe
aquí, de parte de los ansiosos demandantes, reparar
en los detalles colaterales: en la poquísima virtud que
tendría una figura sacra al exigir un pago a cambio de
 JUAN JOSE OPPIZZI
No hay una división que separe en dos campos
los acontecimientos de la vida (lo milagroso de lo común);
simplemente hay alternativas infinitas para clasificarla,
que dependen de los puntos de vista de quienes opinan.
los bienes que supuestamente debería otorgar
enforma gratuita; en el trasfondo horrible que posee
la actitud misma de requerir una súplica para aliviar
el Dolor, cuando la bondad infinita del ídolo, santo o
virgen podría suprimirlo antes; en la injusticia que
supone atribuirle, por ejemplo, la cura de un
enfermo a la intervención de la figura a quien se
rogó, y su eventual muerte al fracaso de la ciencia
médica.
Fuera de esas implicancias extremas, el
pensamiento mágico tiene una fascinación que lo
hace agradable a cualquier mente. Incluso muchos
racionalistas se avienen a tomar algunos elementos
de allí, porque consideran que una realidad
desprovista de lo milagroso podría resultar árida y
descorazonadora. También se le atribuye la virtud de
despertar las propias fuerzas, es decir el muy
mentado efecto placebo. En ambos casos podríamos
decir que hay un abarcamiento parcial del asunto. Si
lo milagroso es apenas una variante interpretativa
de la realidad, no hay una división que separe en dos
campos los acontecimientos de la vida (lo milagroso
de lo común); simplemente hay alternativas infinitas
para clasificarla, que dependen de los puntos de
vista de quienes opinan. Además, nuestra voluntad
influye sobre buena parte de los hechos que nos
rodean, con lo cual, además de interpretarla,
fabricamos un gran porcentaje de la realidad en la
que nos desenvolvemos.
Por otra parte, el valor de la interpretación que
hacemos de la realidad es proporcional al respeto
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que tenemos por ella. Aquello estructurado con
menos apego a la realidad, aquello que fija pautas
ajenas por completo al desarrollo natural de las
cosas, es lo más disparatado y lo menos confiable.
Generalmente, la perspectiva histórica es la que
transforma los milagros en hechos comunes y
viceversa. Si a un hombre de la Edad Media se le
hubiera podido hacer ver una película, sin dudas
hubiese creído estar ante un milagro. Y al revés,
alguien que hubiera presenciado un cortocircuito y
luego hubiera conocido los mecanismos de la
electricidad, pasaría de la apreciación milagrosa a la
aceptación cotidiana. También ese giro conceptual
se halla en la simple vigilancia de los hechos y de las
cosas: si lo pienso de manera aislada, suprimiendo
los procesos paulatinos que intervinieron en su
concreción, el estar escribiendo en un teclado que
proyecta los signos en una pantalla y después, en
segundos, los imprime impecablemente sobre un
papel, es un milagro. Lo mismo, apretar un botón y
tener ahí, en la sala de uno, a Enrico Caruso,
cantando desde la llovizna de un siglo atrás. O si
reparamos en el acontecimiento extraordinario del
brote de una hierba o del nacimiento de un bebé. Ni
qué hablar si dirigimos la atención al espacio
cósmico. La realidad no necesita de los anexos que
trabajosamente le prepara la gente; ella puede
asombrarnos de modo continuo, sin enredos
metafísicos ni racionalizaciones de lo irracional.
Basta con cambiar el cristal que nos sirve de
ventana. Y basta con no olvidar que poseemos
diferentes cristales.