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RUBEN DARIO EN NUEVA YORK, CAPITAL DEL CHEQUE

Miguel Huezo Mixco

Un día de finales del siglo XIX llegaba Rubén Darío a Nueva York. Viajando entre la
bruma, la sirena de su barco aullaba roncamente. Staten Island apareció ante sus ojos
como en el marco de una viñeta. Luego, la fina línea costera de Long Island; y en un
ángulo, levantando sobre su cabeza la antorcha, la gigantesca “Madona de la Libertad”.

Las impresiones de ese primer viaje de Darío a Nueva York están recogidas en las
extravagantes páginas de “Los raros”, una colección de ensayos en donde desfilan los
tipos humanos más dispares: Poe y José Martí, Verlaine y Fra Domenico Covalca, el
conde Leautreamont e Ibsen, para citar sólo algunos de los nombres propios que hace un
siglo dejaban huellas en el arte, la literatura y la cultura.

Uno de los más memorables ensayos de aquel pequeño volumen, que Darío ya maduro
miraba con cierto desdén, es precisamente el retrato del poeta y narrador Edgar Allan
Poe. Antes de cincelar uno de los más formidable retratos jamás escritos sobre Poe,
Darío, haciendo enfoques súbitos con su cámara mental, realiza instantáneas de los tipos
humanos de la ciudad: el clérigo huesudo, el comerciante de panza voluminosa, el joven
boxeador lampiño como un bebé.Pero muy rápidamente vuelve su lente hacia el gran
personaje de aquel paisaje: la Estatua de la Libertad, erguida sobre su islote.

Desde que en 1886 fue instalada frente a la ciudad, la estatua ha sido objeto de
innumerables cantos, poemas, fotografías, música y caricaturas. Cuando Darío penetró a
la Bahía, la estatua probablemente tendría poco más o menos de una década en su sillar,
pero ya era un ícono mundialmente reconocido.

Cuando volvemos a leer la crónica que publicó Darío en “La Nación” de Buenos Aires,
es inevitable sentir cierto estremecimiento: “A ti, prolífica, enorme, dominadora. A ti,
Nuestra Señora de la Libertad. A ti, cuyas mamas de bronce alimentan sin número de
almas y corazones. A ti, que te alzas solitaria y magnífica sobre tu isla, levantando la
divina antorcha. Yo te saludo... prosternándome delante de tu majestad”, declama.

Y después de bañarla con halagos, concluye: “Pero ¿sabes? ...Anda en la tierra otra que
ha usurpado tu nombre, y que, en vez de la antorcha, lleva la tea. Aquella no es la Diana
sagrada de las incomparables flechas: es Hécate”.

Darío cree oír en Nueva York el eco de un “vasto soliloquio de cifras” y ver surgir sobre
el suelo de Manhattan un colosal Tío Sam que llama a los pueblos a un inaudito remate.
El martillo de aquel rematador, imagina, “cae sobre cúpulas y techumbres produciendo
un ensordecedor trueno metálico. Y en aquella “fabulosa Babel, gritan, mugen,
resuenan, braman, conmueven la Bolsa, la locomotora, la fragua, el banco, la imprenta,
el dock y la urna electoral”.

Como años más tarde también lo experimentara, a su manera, otro gran poeta, el
español Federico García Lorca, Darío vive un verdadero shock del futuro. Casas
monumentales con cien ojos de vidrio y tatuajes de rótulos, comerciantes, corredores,
caballos, tranvías y hombres-sandwichs vestidos de anuncios. Mirando aquel caudal de
personas en cuya vida reina “la vida del hormiguero”, llega a sentir “la angustia de
ciertas pesadillas”. El ruido lo marea, repiquetean los cascos y las ruedas.
En ese momento, Darío recuerda a Peladan que llamó a los estadounidenses “feroces
calibanes”. Ese Calibán, saturado de whisky, que reina en Manhattan, en Boston, en
Washington, en toda aquella Nación, ha conseguido “establecer el imperio de la materia
desde su estado misterioso con Edison, hasta la apoteosis del puerco, en esa abrumadora
ciudad de Chicago”.

Sería un error creer que los resplandecientes adjetivos darianos pertenecen sólo a la
floresta del lenguaje simbolista. La Nueva York de nuestros días probablemente
también habría producido espanto y admiración a Darío. Desde el inevitable 11 de
septiembre de 2001, Nueva York no sólo parece está en la boca de todo el mundo, sino
que también se ha convertido en una de las heridas más terribles del Gran Rematador.
¿Hará falta volver al simbolismo para captar el hervor existencial de aquella urbe?
Talvez. En Estados Unidos las fotografías y los reportajes, los vídeos y las noticias que
se han hecho en torno a la masacre de las Torres, parecen haber recuperado
repentinamente el valor del símbolo.

Hace apenas unas semanas, la ciudad recordaba el siniestro. Las imágenes transmitidas
reflejaban, como nunca antes en la historia, el rostro de un Imperio adolorido que, pese
a lo descomunal de su desquite, no ha conseguido descansar en la paz de su poderío.

El mundo ha visto a “la sanguínea, la ciclópea, la monstruosa, la tormentosa, la


irresistible capital del cheque” (las palabras son nuevamente de Darío), marchando
atónita en medio de los apagones de agosto. Aquella mañana, el coro de bocinas,
lúgubre y ensordecedor, se escuchó por doquier. Sobre el puente de Brooklyn, que
Darío miró como una enorme uña salida de Nueva York, las multitudes parecían la
proyección de lo que alguna vez, otro poeta, en otra ciudad, miró como una caravana de
penitentes.

“Ciudad irreal,
bajo la parda niebla de una alborada de invierno...”

Estos versos de Eliot remedan la realidad, ¿o es la realidad la que remeda el viaje de la


palabra de los poetas? La Madona de la Libertad respira por sus heridas, mientras la
temible Hécate, la diosa de las tinieblas, desata su jauría por el mundo.

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