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LA VIDA BUENA Y LA BUENA VIDA: UNA CONFUSIÓN POSIBLE

1. La versión clásica
No es indiferente colocar el calificativo “bueno” antes o después de la palabra
“vida”. Una cosa es la “vida buena” y otra la “buena vida”. Esta distinción es muy
neta para el pensamiento filosófico acerca del hombre a partir de Sócrates. A la
inspiración socrática debe la filosofía gran parte de su desarrollo puesto que Sócrates
proporciona el motivo de fondo al que se aplica el esfuerzo pensante de Platón y
Aristóteles. Es patente que Sócrates se decidió por la vida buena a costa de la buena
vida. A aquella sacrificó el buen pasar hasta el extremo de morir defendiendo la
verdad, sin componendas. La decisión socrática por la vida buena es biográfica, se
encarna en su propia existencia. De manera que los grandes socráticos aludidos,
seguramente dos de los pocos filósofos eminentes de la historia, encontraron en
Sócrates no un simple punto de arranque temático que convenía desarrollar, sino un
modelo vivo. Es decir, la reflexión de los grandes socráticos se ejerce, más que sobre
las ideas de Sócrates, sobre su vida, pues es en esa vida donde se muestra el
verdadero sentido de la filosofía de Sócrates. Sócrates es, por decirlo de alguna
manera, una cantera personalizada y no sólo un bagaje de ideas. Realmente las ideas
enunciadas por Sócrates son pocas; Sócrates se pasó la vida preguntando, tratando
de averiguar y rectificar, sin lograr resultados bien elaborados. Pero el atractivo de su
figura es enorme, precisamente porque es un hombre auténtico que vive el
compromiso existencial con la verdad hasta el final. No es ninguna casualidad, y por
otra parte constituye una circunstancia extraordinariamente afortunada, que
cumpliendo su intención mayéutica se desarrollen las dos primeras síntesis temáticas
de la filosofía. Sin duda, es ésta la mejor situación para la creación filosófica, porque
la filosofía se hace con la propia vida (la teoría es una forma integradora de vida), y
es preciso, por decirlo así, poner toda la carne en el asador para que la tarea de
pensar no decaiga en la repetición de una serie de fórmulas. Para unas inteligencias
penetrantes como eran la de Platón y la de Aristóteles, es un privilegiado empuje la
feliz ocasión de meditar, desde y en torno a un alto vivir humano, ocuparse en
desarrollar lo que Sócrates, insisto, más que pensar, llevó a cabo.
La virtud y la ley
De todo el conjunto de asuntos elaborados por la reflexión platónica y aristotélica, el
que ahora nos interesa es la aludida distinción entre la buena vida y la vida buena.
El ejemplo socrático conduce a fijar la vida buena en dos conceptos básicos. En
primer lugar, el concepto de virtud, que es la cu1nlinación de la antropología de
Platón y, sobre todo, porque está más desarrollada, de la antropología aristotélica.
También la interrogación socrática recae en gran parte sobre la virtud.
El segundo de los conceptos en que se cifra la vida buena (y también la meditación
sobre Sócrates como modelo conduce a ello) es la noción de nomos, o, para decirlo en
latín, la lex. De la virtud y de la ley deriva la posibilidad de la vida buena en el
ámbito propiamente humano (para los griegos el ámbito donde transcurre la vida
humana es la polis; por eso, otra de las dimensiones de la antropología griega es la
filosofía político-social). El hombre puede ser libre en el ámbito de la ciudad sólo si
su vida es virtuosa y sólo si la ley es adecuada.
Primero la virtud. La palabra griega que traducimos por virtud es areté. La areté es
un rasgo de la cosmovisión griega que surge, mucho antes de la época socrática,
vinculada a la aristocracia. La aristocracia, el gobierno de los mejores, era el régimen
instalado en Grecia antes del desarrollo de las democracias que advienen con el
crecimiento de las ciudades. Pero antes del siglo V el régimen político de Grecia es
aristocrático, y la areté en cuanto que vinculada a la aristocracia, o en su versión
tradicional, tiene un contenido muy amplio. Semánticamente es muy difícil fijar sus
límites porque realmente abarca toda la vida desde el punto de la excelencia y, en
concreto, significa la vida buena tal como la puede llevar adelante el aristócrata.
La areté contiene inteligencia y habilidad en el conducirse. Inteligencia, es decir, un
estar atento, un saber de qué va la cosa; llevado a la práctica, eso significa ante todo
que uno se sabe conducir: ser una persona oportuna, discreta, que dice lo que tiene
que decir en su momento, que toma decisiones adecuadas; una persona bien
educada, cortés. Para saberse conducir en la práctica es menester control sobre sí
mismo, dominar la propia actuación de tal maneta que se despliegue en la medida en
que uno inteligentemente lo permite. Moderación, o como diría un aristócrata
español del siglo XVI, sosiego. El hombre sosegado, el que no se extralimita y, por
tanto, el hombre elegante. La elegancia también ha sido tenida muy en cuenta en la
fase aristocrática de la historia de España. Azorín dice que la elegancia es la fuerza
contenida. Es una espléndida descripción de la elegancia del aristócrata. La elegancia
del hombre zafio, que no es sino ostentación, no es areté.
En segundo lugar, la areté tradicional griega comporta valentía y, en orden a la
valentía, el dominio de los propios impulsos. De manera que, si por una parte el
dominio consistía en la elegancia, en la habilidad de saber tratar a la gente, de saber
moverse en sociedad, de saber conducirse, etc., también el dominio de sí es
imprescindible para ser valiente; distinción, decoro, desde el punto de vista
individual. El modelo aristocrático se ha repetido en la historia, no sólo en la fase
medieval griega a partir del ciclo homérico, sino también en las aristocracias
europeas. El decoro es otra manera de dominarse: saber distinguir lo que hay que
decir de lo que hay que callar, lo que hay que mostrar y lo que no. Es un autocontrol
en lo que respecta a la expresión y al gesto. Hay cosas que conviene que sean de
dominio público, y otras que no. Esto también tiene que ver con el pudor.
El reconocimiento y la fama
Precisamente porque en Grecia la vida individual está estrechamente vinculada al
ámbito social, hay un correlato público de la areté del ser humano que es su
reconocimiento. En el ámbito social la areté significa fama, prestigio y bienestar. El
reconocimiento de esas buenas cualidades se concretaba en la recompensa simbólica;
la fama comporta, además, un voto de confianza: al que por sus buenas cualidades
tenía fama, se le añadía el prestigio. Un hombre prestigioso goza de autoridad moral;
una especie de eminencia por la que, en principio, sus opiniones pesan más que las
de otros, porque se confía más en él no solamente por honesto, sino por más sabio.
Pero una persona que vive así tiene también bienestar: en principio no lo pasa mal,
sino todo lo contrario. El aristócrata solía tener bienes de fortuna, no muchos porque
el momento de la riqueza es posterior (la Grecia tradicional es pobre y mientras el
comercio no se desarrolla la gente no tenía muchos bienes); pero precisamente
porque se ha de mostrar como tal, desarrolla una actividad en beneficio de los
demás, lo cual supone la disposición de bienes, es decir, una situación de bienestar
dadivoso. El euergetés, el bienhechor, era un título concedido por la ciudad.
En la vieja areté, la buena vida se enfoca de esta manera: el bienestar y la vida buena
no son incompatibles. El aristócrata goza de bienestar normalmente, pero, bien
entendido, cuando tiene que jugárselo, se lo juega; para él el bienestar no es molicie
ni comodidad, pues quien se sabe conducir está vigilante y no es perezoso. Por otra
parte, el que tiene a su cargo la ciudad, está obligado a correr grandes peligros, tiene
que mostrarse a la altura de las circunstancias cuando vienen mal dadas y no puede
ceder al desenfreno o hacerse blando, porque ha de ser valiente. De manera que aquí
aparece una visión de la buena vida sin carácter vicioso, precisamente porque está
amparada por la vida buena. Es un ideal de excelencia, dicho con terminología
actual. En efecto, ese compendio de cualidades humanas, vistas tanto desde el ángulo
individual como desde el ángulo social, que es la areté abarca la excelencia interior y
la exterior: hombres espléndidos que gozaban de fama. Pero la comunidad la
concedía a prueba, es decir, había que demostrar in casu que esas buenas cualidades
existían y que ese prestigio no estaba montado en falso. Por eso los griegos no decían
que alguien era justo, sino que se mostró justo; con esto se establece el balance entre
el ser de cada uno y la necesidad de demostrarlo. Por eso digo que el aristócrata
estaba puesto a prueba; si fallaba, caía en el descrédito. Si abandonaba el combate y
dejaba a sus soldados desorganizados, era severamente juzgado: había
decepcionado, no había cumplido con su deber. Sócrates, ya digo, preguntaba por la
areté. En las respuestas de los sofistas se refleja muchas veces el antiguo concepto.
Por ejemplo, en el diálogo Menón, en el Protágoras y en el Gorgias, los sofistas eran
individuos que querían hacerse valer aspirantes al poder, que adoptan la figura del
hombre noble, figura que Sócrates va segando, compuesta con trazos de la areté
tradicional. La misma palabra sofistés expresa la pretensión de saber comportarse, y
de enseñar a los demás esta habilidad. Trasímaco y Calicles se quitan la máscara. Tal
como presentan la figura de Sócrates Platón y Jenofonte, se ve su interés por la
dimensión interior de la areté; porque entendía que en su tiempo tenía que ser
asegurada. Advertía que en su tiempo era frecuente aparentar virtud, y fabricar
prestigio; la coyuntura lo permitía. En una aristocracia eso es imposible, porque a la
corta o a la larga, o el aristócrata responde a lo que se espero de él o queda
deshonrado; pero en una situación como la Atenas después de la guerra del
Peloponeso y atendiendo a lo que intentaban los sofistas, era preciso concluir que el
equilibrio entre lo público y lo privado estaba roto. De manera que si se partía de la
dimensión pública, se corría el riesgo de no montar más que una pura apariencia.
Sócrates es una llamada a la intimidad, una acentuación del aspecto, no digamos
subjetivo, pero sí individual de la virtud. La habilidad racional, el saberse comportar,
como ocurría en su época, al verterse en lo público se desvirtuaba completamente.
Gente extraordinariamente hábil para la conducción de los asuntos podían ser
nulidades en humanidad; personalidades sobresalientes de la época eran
pseudoaristócratas, arribistas o snobs. Cuando la polis es pequeña la aristocracia se
puede medir; cuando la polis es grande, lo público se transforma en masa y la
medida del valer humano se hace insegura. Al vertir en ese ambiente el atractivo por
ser célebre, por persuadir e influir, por el poder, se desvanece el aspecto individual
de la areté. Es lo que seguramente Sócrates percibió, y lo que intentaba corregir. Pero
de esto se desprende una conclusión inevitable: Sócrates no vive la virtud como un
aristócrata. No estaba el horno para bollos. Sócrates, para un aristócrata puntilloso,
era un hombre vulgar: no se atenía a las formas, descuidaba a los hijos, a su mujer, se
irritaba, pasaba todo el día discutiendo, caía en el delirio del entusiasmo; además era
feo, no cuidaba su aspecto, le daba lo mismo sentarse a hablar en el mercado o en los
lugares deliciosos de Atenas. Sócrates no era un hombre distinguido. Filósofos de
otra escuela que viene de Sócrates, los cínicos, se fijaron sólo en este aspecto,
despreciaron la cultura y propusieron un vivir elemental. A primera vista en Sócrates
el decoro no se notaba. El lo dejaba para las grandes ocasiones, porque estaba
concentrado en una búsqueda; eso lo vieron los grandes socráticos, otros no, y dieron
una visión de Sócrates como la de los cínicos o la de los erísticos megáricos, que es
superficial.
La virtud, ésta es la tesis socrática, pertenece al alma. Es aquello que permite al alma
estar de acuerdo consigo, cobrarse y alcanzarse a sí misma, es decir, no desperdigarse
en la búsqueda de los prestigios externos, en el agrado que proporcionan los bienes
exteriores que el hombre puede adquirir, pero que no le perfeccionan por dentro; son
bienes no intrínsecamente asimilados; son medios. La virtud pertenece al alma, y por
tanto, la gran tarea de la vida consiste en ser justo consigo mismo; más
concretamente, en evitar el daño que uno puede infligir a lo humano de que es
portador. Esto es una llamada de atención extraordinaria, pero al mismo tiempo es la
ruptura del equilibrio anterior; ya no es la areté antigua. Como el ámbito de lo
público está surcado por todo tipo de quiebras y desfigura lo humano, si el hombre
quiere ser fiel al viejo ideal de areté, tiene que cambiar el acento: la areté es la areté
del alma. Lo humano no se busca con un candil; lo humano es el alma. Aristóteles
dirá que la virtud es lo más intrínsecamente poseído; es una meditación sobre esta
tesis simplemente enunciada por Sócrates: la virtud es cuestión de autenticidad, no
de oropeles; saberse conducir es, ante todo, ser fiel a lo que uno es. La virtud es
aquello que permite al alma, de acuerdo con ella misma, comportarse bien. La virtud
no consiste en un conjunto de buenas cualidades que se suponen o que se pueden
adquirir en el mercado, sino que es preciso afrontar el problema, tan arduo, de
incrementarlas y no perderlas, ponerlas a salvo de la degradación a que se presta el
ambiente de la polis. Por eso la virtud hay que conquistarla, pero también, una vez
que se ha puesto la atención en el aspecto interior de la areté, es posible entenderla
mejor.
En Platón la areté es el temple del alma; el alma de acuerdo consigo misma está más
templada que el acero. No templada en el sentido de la modestia, sino como idea,
como forma. La noción de forma y la identificación de la forma con el acto adquiere
su clara formulación en esta autenticidad insobornable y conquistada según la cual el
hombre es liberado de las situaciones pervertidas. Con esto la areté se acerca a la
noción de capacidad, a lo que significa virtud en latín. La virtud hace posible que el
hombre ejerza sus acciones con una garantía de firmeza interior; la virtud es lo que
pone al hombre en acto (no al pensamiento, sino al hombre); es lo que le hace capaz
de ser fiel a su naturaleza; es el único conducto por el cual las acciones, de las que
uno es principio, están de acuerdo con lo que uno es. En otro caso, el alma no es el
principio adecuado de sus actos, sino que los actos proceden del alma desmintiendo
la índole del alma misma. Platón acude a la metáfora del cuchillo. Para que el
cuchillo se comporte como tal tiene que estar bien afilado. Si el cuchillo no corta, su
acción no es la que le corresponde; un cuchillo romo, sin filo, no actúa como cuchillo
que es; lo mismo es el alma sin virtud. Virtud significa estar en forma, Pero estar en
forma de acuerdo con la propia forma. Es lo que hace que el alma no se desperdigue,
que la naturaleza humana no sea más o menos azarosa, sino que esté de acuerdo con
su propia manera de ser y ésta se comunique a los propios actos: la humanidad de
los actos es imposible sin virtud, como la “cuchilleidad” de los actos del cuchillo es
imposible sin filo. Aristóteles dice lo mismo: la entelécheia, el acto del hacha, es el
filo.
Hay, al menos, dos sentidos del acto. Acto como operación es enérgeia; acto significa,
también entelécheia. El acto como entelécheia aparece en el ejemplo de Platón, y en el
de Aristóteles: el acto del hacha es el filo. También podríamos decir: la virtud es el
filo del alma; aquello por lo que el alma actúa como tal; es lo que humaniza al
individuo porque al estar el hombre en acto en el individuo, lo que procede de él, en
cuanto que acción, está también de acuerdo con su esencia. Con esto se recuperan
muchos aspectos de la areté tradicional: la valentía, el dominio de sí, Pero puestos
anota en otra clave; clave filosófica, desde luego, y también hondamente humana.
Pero precisamente por eso la virtud tiene, ella misma, razón de telos. Nos
encontramos con la forma como acto, y también con el fin como acto. Aristóteles
emplea la expresión areté teleía. Por ejemplo en la Etica a Nicómaco 1109b 26; en la
Metafísica 1021b 29, etc. En cuatro o cinco pasajes Aristóteles habla no de práxis
teleía, sino de areté teleía; no solamente el acto es posesivo de fin como operación
inmanente, sino que también hay un acto que es poseerse la forma en orden al fin
natural: y eso es la areté, porque solamente el que actúa de acuerdo con la condición
humana puede alcanzar como fin la humanidad (Etica a Nicómaco l106a 14: “hay que
decir, pues, que toda virtud perfecciona a aquello de lo cual es virtud”). También
Aristóteles emplea el ejemplo del buen fabricante de timones, aquel que es capaz de
hacer unas piezas especialmente aptas para dirigir o cambiar el rumbo de la nave. El
que no sepa hacer una obra así, no es buen fabricante de timones. Y añade (Política
1326b 27): “cada uno participa de la felicidad en la medida de la virtud. La felicidad
es el telos del hombre”. Se puede decir areté teleía porque sólo en términos de virtud
se puede ser feliz; cada uno es capaz de felicidad en la medida de la areté. La areté es
la vida buena, y como la felicidad es mejor que la buena vida, el que apuesta por ser
fiel a su condición de hombre, ése es el que elige bien, el otro, no. La buena vida es
inferior a la felicidad. El dominio de sí del aristócrata es anota el estar el alma de
acuerdo consigo misma. Lo que se llama encráteia, ser dueño de sí, es la condición de
la libertad. El alma dueña de sí es dueña también de sus actos y al ser dueña de sus
actos es fin para sí, libre para alcanzar la felicidad.
Por el contrario, el que no tiene virtud, el que carece de encráteia, ése está en la
condición más desdichada, que en griego se llama acrasía o acráteia, que se puede
traducir por incontinencia. El que padece acrasía es esclavo de sus pasiones, se deja
llevar por la opinión, es un codicioso de fama, de riquezas, es un plutócrata, palabra
que para el pensador griego es peyorativa. La plutocracia, el régimen en el que
mandan los ricos, es pésimo, porque el que ha perdido el dominio de sí mismo
tampoco sabe usar los medios.
El hombre es principio de acciones. La deliberación versa sobre lo que él mismo
puede hacer, pero las acciones se ejercen siempre con vistas al fin. Esto es un hombre
libre l (Etica a Nicómaco 1112b 31-35; hay muchos lugares paralelos). Con este
cambio en la noción de virtud, no se pierde nada de la areté del aristócrata, sino que
se la depura e intensifica (muchas veces los avances de la filosofía se dan en épocas
de crisis en las que se concentra el sentido, se averigua el núcleo de un asunto
transmitido), porque se pone más duramente a prueba. El aristócrata se ponía a
prueba de vez en cuando, por ejemplo, en la guerra, pero ahora la prueba atañe al
hombre mismo, como corresponde a una época democrática. En las nuevas
condiciones no se puede mantener la areté aristocrática. Ahora la areté es humana
simpliciter, o areté del alma. Es patente que a esa conclusión no hubiesen llegado ni
Platón ni Aristóteles sin Sócrates, que no era un aristócrata; y lo aprendieron de él
porque Sócrates murió por la verdad del hombre, o por el hombre de verdad; murió
en aras de la areté tal como él la había conquistado.
La proyección social de la virtud
Esta adquisición hay que proyectarla sobre la polis, en el ámbito social. Ello es obvio
para un griego. Entonces cambia también el sentido de ésta. “La ciudad que no lo es
sólo de nombre debe preocuparse de la areté”, dice Aristóteles (Política 1280b 6-8).
Tomás de Aquino lo comenta en sentido estrictamente literal. No se puede normar,
no se puede establecer ninguna vigencia social, si no es en atención a la virtud.
“Unde si lex non sit proportionata ad virtutem, non erit lex”, dice Tomás de Aquino
con su tranquilidad flemática característica (In Pol. II, lec.13, n.297).
Se llega a la conclusión, en un salto espléndido, de que lo mismo que sin alma no hay
virtud y sin virtud el alma no es realmente eficaz, sino un principio de actos
equívocos, también existe un alma de la ciudad: un psyché poleós. Y ese alma posee
tanta eficacia para la ciudad cuanta el logos para el cuerpo humano. El logos de la
ciudad, de la ley, ha de marcar el fin. Aristóteles dice, siguiendo de cerca a Sócrates,
que la ley es el bíos tís poleós, su vida peculiar; y continúa diciendo que la ciudad
surgió para el tò eu zen, para el vivir bien; por eso la polis es natural y el hombre es
naturalmente un animal político. Y por eso también la naturaleza de la ciudad es el
fin. Estamos ahora, en paralelo con el areté teleía, en la pólis teleía.
El griego no sabía separar su vida de la ciudad, como advierte Hegel. Después de
conseguir entender la virtud en el individuo, hay que trasladar esos rasgos a la
ciudad, a la política. No es una confusión, o una absorción del sujeto por el objeto; el
diagnostico hegeliano no es enteramente cierto, aunque se aproxima al asunto. Hay
un ideal de vida social, es decir, el hombre puede ser feliz en sociedad. La vida feliz
es la vida adecuada, la única que corresponde verdaderamente al hombre, y se
alcanza en la polis. Si la polis es un desastre, como ocurría entonces, hay que
reformar la polis de acuerdo con la areté. La República de Platón obedece a este
modelo, y también La Política de Aristóteles, aunque las soluciones son distintas.
Para el hombre el mero vivir es poco y la sociedad no se limita a asegurar la
supervivencia. Tampoco el fin de la ciudad es el mero convivir. Esto, dice Aristóteles,
se ve, si se toma en cuenta que los hombres son sociales porque hablan; hablar es
distinto de emitir voces. Los hombres no se reúnen para comunicarse con aullidos
sus sentimientos de placer o disgusto, sino para hablar y realizar lo justo, que es lo
que preserva la felicidad (Etica a Nicómaco 1129b 14-29). El ideal griego en esta
última gran llamarada (poco después Grecia se descompone en el helenismo) alcanza
una plenitud que se transmite como un valor universal.
La virtud es imprescindible. No hay una situación vital segura del hombre a la que
perfeccione la virtud como un superadditum, o un adorno que le viene muy bien,
pero del que podría prescindir. No; sin virtud se vive menos, se tiende con poca
fuerza o no se tiende a nada. Comenta Tomás de Aquino: “se dice recto el apetito que
obedece a lo que la recta razón dicta” (In II Ethic., lec. 1 n. 1). El fin verdadero
solamente se puede alcanzar con virtud. Desde aquí se explica por qué el hombre
puede ser vicioso, y caer en la acrasía. La razón que da Aristóteles es que toda
tendencia humana es particular respecto del logos que es universal. La virtud es
justamente la mediación de ambos; la tendencia particular se hace capaz de logos, se
racionaliza, con la virtud. Si no, el reflejo de la razón en la tendencia la desorienta,
porque le muestra aquello que es incapaz de cumplir. Por eso sin virtud lo universal
de la razón desorganiza el tender humano. Ser muy listo y no tener virtudes es una
catástrofe práctica, porque las tendencias no pueden alcanzar el fin universal, e
instadas por la razón enloquecen. Es curioso: la razón es enemiga de la vida sin la
virtud en cuanto que la vida es tender. Por eso concluye Aristóteles que los animales
no pueden ser incontinentes, no hay acrasía en los animales porque no poseen ideas
universales (Ret. 1366a 36). Pero como el hombre posee ideas universales, busca el fin
universal e insta a las tendencias a que vayan por él; pero las tendencias solas son
incapaces.
Algunos antropólogos modernos han dicho algo semejante. Plessner, por ejemplo,
habla del origen de la risa y del llanto. Cuando al hombre le embarga un afán
profundo, si encomienda al cuerpo la respuesta expresiva, éste lo hace de un modo
inarticulado; la risa y el llanto son convulsivos porque son respuestas corpóreas a
una exigencia espiritual que los excede. Es como si el alma le encargara al cuerpo lo
que no puede hacer; el alma quiere el infinito y el cuerpo no puede con él. En cambio,
dice Aristóteles: “la virtud permite realizar muchas y grandes actividades buenas”
(Etica a Nicómaco 1147b 5). Sin virtudes el hombre es incontinente, precisamente,
porque tiene logos. La virtud es lo que conecta la tendencia con el logos, la famosa
recta ratio de que habla Tomás de Aquino. Y concluye Aristóteles: “para cada uno
siempre es preferible lo más alto que es capaz de alcanzar” (Política 1333a 28-30). El
hombre no debe quedarse nunca corto, pero siempre se queda corto sin virtud, por
eso la virtud es como el filo del hacha. La virtud hace capaz de muchas y grandes
actividades; sin virtud, el hombre es incapaz. Pero lo preferible; lo absolutamente
mejor para un ser es lo más alto que puede alcanzar y el hombre sin virtudes no
puede hacerlo. En todo caso, su logos iría por un lado y sus tendencias por otro, pero
no podría dirigir a sus tendencias; si el logos está separado, las tendencias serían
simples tendencias de animal. Para que el logos se haga cargo de la vida
hegemónicamente (no despotiké, sino politiké, que es como manda el logos a las
tendencias) se exige virtud.
Resumiendo, la vida humana se cifra, según los griegos, en la areté. Hemos visto la
modificación que el sentido de esta palabra experimenta, por enriquecimiento e
intensificación, en tanto que Platón y Aristóteles la entienden a partir del ejemplo de
vida que es Sócrates. De la areté tradicional o aristocrática se pasa a una visión más
interna de la virtud como poner en forma al alma, que por una parte es racional y por
otra parte tiende; para poner de acuerdo las tendencias con lo racional es
imprescindible la virtud.
La ley y la ciudad
La segunda noción es el nómos. La vida buena exige una buena ley. El hecho de que
en Sócrates la vieja versión de la areté griega experimente una modificación es
debido a que la polis está en crisis: ya no se acepta el poder de los mejores, sino que
han aparecido los sofistas y hay desconcierto, rivalidades, luchas civiles; la ciudad
está desorganizada. Pero para un griego lo individual comporta un correlato social:
en la medida en que se hace más íntima la virtud, en esa misma medida hay que
atender a la organización de la polis. La organización de la polis tiene que ser digna
porque, en otro caso, se obliga al hombre virtuoso a vivir una vida exclusivamente
privada, lo cual es una hipótesis que a los griegos no les pasó por la cabeza
(Aristóteles la contempla a regañadientes). La gran pregunta de Aristóteles: ¿se
puede ser buen hombre sin ser buen ciudadano?, registra una grave anomalía. Hay
que procurar que el hombre bueno sea, por lo mismo, buen ciudadano. Pero para eso
hace falta que la polis esté bien organizada; hay que dar una forma normativa a la
polis que ya no puede ser la aristocrática: las ciudades han cambiado; su mayor
población es rebelde al gobierno de unos cuantos, mera oligarquía, y el prestigio se
ha hecho cuestión dudosa o intolerable: ha aparecido, por decirlo así, el virus
democrático. De momento existe una masa de gente que se considera libre, que toma
parte en los asuntos públicos, orquestados por demagogos ascendidos al
protagonismo político sin virtud. Hace falta dotar a la polis en su nueva
materialidad, de una normatividad adecuada. También la ciudad tiene alma y esa
alma es el nomos. Vivir al margen de la ciudad no vale la pena, el castigo más fuerte
que se podía imponer a un griego era el destierro. Pero se puede ser extranjero en la
propia polis si su organización, su politeía, no le permite a uno reconocerse en ella.
Una clara confesión de como estaban las cosas y como las vivía Platón se encuentra
en la famosa carta VII, un escrito autobiográfico: “yo al principio estaba lleno de
entusiasmo por dedicarme a la política, pero al mirar atentamente la vida pública y
verla arrastrada por toda clase de variaciones, de agitaciones, me sentí presa del
vértigo y me dediqué desde entonces a reflexionar sobre la manera de introducir una
mejora en ella sin intervenir directamente de un modo activo” (325e). Platón era un
aristócrata. Su primitivo proyecto — dedicarse a la política — chocó con la ausencia
de un contenido aplicable y con el desenlace socrático. Sócrates murió, precisamente,
por ese respeto sacro del griego por la ley, pero murió víctima de la injusticia.
El motivo del vértigo platónico no es sólo la observación directa de lo que pasaba en
Atenas en su juventud, a finales del siglo V, sino, sobre todo, la muerte de Sócrates.
Una de las obras más dramáticas y más bellas de Platón es La apología de Sócrates.
Ahí aparece un monstruoso absurdo y no como una aporía teórica o como un
acontecimiento opinable, sino como un hecho tremendo que mostraba
completamente roto el equilibrio de la polis: el hombre bueno no gozaba de prestigio,
sino que era un perseguido. La ciudad se había hecho un ámbito tan sordo a la areté,
tan sordo, que incluso tenía que quitar de en medio al que intentaba convencerla de
que así no se podía seguir. Sócrates buscaba dar a luz lo humano en el hombre, pero
la gente despistada por la propaganda sofística se había hecho impenetrable.
Qué significa buena vida
Visto el segundo elemento de la areté, su correlato social, podemos pasar a
ocuparnos de como entendieron los grandes filósofos socráticos la buena vida. Es
evidente que la buena vida había cambiado: no era el simple bienestar, derivado del
prestigio de que gozaba el aristócrata. Sócrates había intentado una vida buena
prescindiendo de la buena vida. En sentido estricto ¿qué significa buena vida? Es
muy sencillo, pero como todo lo sencillo muy difícil de ver de manera completa: es la
suficiencia material del vivir humano. Esa suficiencia es un problema, y por eso es
necesaria la tarea de sobrevivir. Lo que aplica y justifica la tarea de allegar recursos
es una característica de la corporalidad humana: el no estar acabada, el ser potencial.
Además, la suficiencia material de la vida no está asegurada de antemano para el
hombre: sino tiene que procurársela. El hombre no tiene más remedio que trabajar,
de una manera o de otra. Aunque la historia de las formas de trabajo es muy amplia
y cambiante, la clave del asunto es que el hombre inexorablemente tiene que
procurar sobrevivir. El hombre necesita recursos, pero los tiene que allegar él mismo,
tiene que suscitarlos, si no, sucumbe a la miseria. Esa es otra diferencia del hombre
con los animales: el animal no tiene que trabajar para sobrevivir, el hombre sí.
El allegamiento de recursos, digámoslo así, es una conditio sine qua non, un
supuesto de la vida buena. La vida buena mira al perfeccionamiento de la condición
humana, pero hay que tener en cuenta que para crecer y para desarrollarse, por lo
pronto hay que sobrevivir. Pero que el hombre sobreviva es una tarea humana. El
hombre sobrevive trabajando. Esta convicción se destaca con nitidez en la misma
medida en que la vida buena ha venido a concentrarse en la virtud como poner en
forma al alma. Como se suele decir, primum vivere, deinde philosophare; dicho así,
es un poco tonto; pero analizado con detalle, como hacemos los que nos ocupamos
de lo obvio (los filósofos), significa nada menos que esto: el hombre no tiene más
remedio que ganarse la vida; no sólo el hombre aislado, sino la humanidad, o la
polis. La polis necesita una suficiencia de recursos; en otro caso, se extingue.
El inacabamiento corpóreo y la consecutiva necesidad de trabajar están recogidos en
el mito de Prometeo tal como lo expone Platón en el diálogo Protágoras. La manera
aristotélica de entender el cuerpo humano como inacabamiento, como potencial,
enlaza con la noción de héxis; el hábito categorial es una peculiar relación, exclusiva
del cuerpo humano, en virtud de la cual acontece el allegamiento de medios, la
posesión de las cosas externas sin las cuales no se puede vivir. En este sentido hay
que decir que el hombre es un ser de medios por una doble razón: primero, porque
es un ser de fines (sin medios no se pueden alcanzar los fines; los medios,
formalmente, son medios para fines). Pero también, y esto es más inmediato, el
hombre es un ser de medios porque sin procurarse medios el hombre no puede
sobrevivir. El medio cumple en la vida humana dos funciones: aquella que se refiere
a los fines. Por ejemplo, el hombre puede emplearlos a favor de otros y entonces el
fin es la amistad o las virtudes llamadas magnificencia y grandeza de alma. Ahora
bien, de entrada, los medios son imprescindibles para el mero sobrevivir humano. En
esto la coincidencia del pensamiento clásico con el planteamiento de Carlos Marx es
taxativa. Marx dice que trabajar es el aseguramiento de las condiciones materiales de
la existencia. Sin embargo, Marx no pasa de aquí. Es su concepto de valor trabajo
como único valor.
Esto es obvio, pero no se puede posar por alto lo obvio. Hasta aquí, digámoslo así, el
emplazamiento del asunto del bienestar. El bienestar en su forma mínima es
simplemente el sobrevivir, es decir, alcanzar a seguir estando vivo en este mundo,
para lo cual hay que construir un mundo. El hombre tiene que atender a sus
necesidades supervivenciales. Pero según los griegos, esta puede desmesurarse. Es
evidente que el hombre tiene tendencia a trabajar. Esa tendencia está inscrita en la
naturaleza humana en virtud de su corporeidad. Aunque con eso surge la noción de
medio, para el griego lo más propio del medio consiste en ser un medio para un fin.
Y a esto no alcanzan los medios supervivenciales, porque tampoco sobrevivir es un
fin, sino una condición sine qua non.
Con todo, precisamente porque el hombre tiene esa tendencia, esa tendencia puede
aumentar y, eso es lo curioso, para los socráticos ese aumento es siempre vicioso,
nunca virtuoso: no ven que el trabajo sea una virtud. Para un griego trabajar no era
propio del hombre noble, precisamente porque no tenía que ver con el
perfeccionamiento, sino con la conditio sine qua non. Esta explica la distinción entre
la casa, la oikía, y la ciudad. La casa se ocupa de las tareas alimentarias, de las tareas
del cuidado de la vida más elementales y por eso la casa es el lugar natural del
menor y del esclavo. El que sólo trabaja es un esclavo o no puede alcanzar la plenitud
humana.
Acumular excesivas riquezas
Marx piensa de otra manera, pero tal como lo plantea no tiene derecho a magnificar
el trabajo. ¿Por qué es vicioso insistir en el aseguramiento del sobrevivir? Esa
suficiencia es casi una contrafinalidad. Si el hombre se dedica a acumular más
recursos de los necesarios, sucumbe a la vivencia de carencia de ellos. Si dedicamos
demasiada actividad a conseguir recursos, aparece un exceso, una acumulación, un
ocuparse demasiado de esta. De entrada, el acumular excesivo es engorroso, porque
lo característico de la vida humana es una inseguridad supervivencial, y su
aseguramiento en este nivel es artificial y engañoso. Esta convicción resulta, sin
duda, extraña para nosotros que estamos acostumbrados a una civilización distinta
en que la acumulación de recursos se considera muy deseable. Para el pensamiento
griego esta no es deseable, sino perjudicial: si bien el hombre tiene que allegar
recursos para no morirse de hambre, incurre sin embargo en vicio si se empecina en
esto, porque una vida garantizada desde el punto de vista supervivencial induce a la
ilusión de que con esto basta. Y entonces, el proyecto de mejora humana, de
crecimiento moral, se paraliza. Esta es la tesis que entonces se sostiene.
Si hay demasiados recursos desde el punto de vista de la supervivencia, es decir,
aquello de que trata la economía, el crecer como hombre se paraliza. El que está
seguro en esta materia está falsamente seguro. El hombre no puede tirarse a la
bartola desde el punto de vista de su propia rectificación, de su propia maduración
interior. Nunca está en esa situación. Pero si tiene muchos recursos, puede creer que
sí; incurre entonces en un equívoco lamentable, y está perdido. Por eso la plutocracia,
el gobierno de los ricos es una forma degenerada, tanto para Platón como para
Aristóteles.
No es éste el único inconveniente que tiene el excesivo afán de acumular riquezas.
Como esa suficiencia es ficticia, el afán de asegurarla da lugar a desigualdades,
porque las condiciones que lo permiten no son iguales en todas partes. Para
Aristóteles el factor geográfico es decisivo en este punto. Esto da lugar a la diferencia
entre pobres y ricos. No todos nos podemos enriquecer. Como el allegamiento de
recursos es problemático, su solución mejor o peor depende de coyunturas ajenas a la
propia capacidad de decisión; aquí interviene demasiado la fortuna.
Aristóteles (Platón también) está convencido de que la diferencia entre pobres y ricos
destroza la polis, hace imposible que haya un buen nómos pues da lugar a la
sedición. Los ricos y los pobres no se pueden entender, simplemente porque los ricos
desprecian a los pobres y los pobres envidian a los ricos. Valdría la pena no
olvidarlo, porque nosotros estamos en una situación de abundancia notable. La
economía se ha hecho la reina de la política.
Repito que esto a nosotros nos puede resultar raro, pero al mismo tiempo podemos
entender los motivos por los cuales la buena vida, para estos pensadores griegos, se
había convertido en una pesadilla. Piensan que la vida buena y el empecinamiento en
la buena vida son incompatibles: la buena vida hace imposible la vida buena.
Seguridad en griego se llama asfaleía. Aristóteles reclama: la seguridad hay que
ponerla en el nómos, en la concordia de hombres libres que buscan la vida buena,
pero de ninguna manera la asfaleía consiste en la riqueza. La seguridad basada en la
abundancia de los medios lleva consigo el olvido de los fines y, en consecuencia, da
lugar a la intemperancia, porque todo parece fácil. Pero ser bueno es arduo porque es
difícil hallar el medio (el medio aquí es la virtud) (Etica a Nicómaco 1109a 23-25). Lo
mismo dice Tomás de Aquino en el comentario correspondiente (cfr. In II Ethic.
lec.11, n.380; In IV Ethic. lec.1, n.661). Una tendencia descontrolada no tiene fin
porque nunca hay bastante, la riqueza no es más que el modo de satisfacer la no
bastantía de la suficiencia humana. Si uno se empecina en ella cae en un proceso al
infinito en el cual desaparece el fin: se agota en los medios según una tendencia
infinita, que por carecer de fin es insaturable.
Otra mala consecuencia del excesivo afán de riqueza es que el autocontrol moral es
sustituido por un sucedáneo de inferior calidad: el dinero. Es lo que Aristóteles llama
la crematística: un arte adquisitivo para el que parece no haber límite (Política 1256b
40-42). La causa del afán de riquezas no es el vivir bien, sino el afán de vivir hecho
ilimitado que, al apetecer ilimitadamente medios (Política, 1257b 40; 1258a 2), fragua
en una medida asimismo acumulable sin fin cuya posesión es representativa, por
intercambio, de todos ellos: todo se compra con dinero. Como la raíz del afán de
riqueza es, simplemente, el miedo a morirse de hambre (dicen los médicos que la
forma moderna de histeria es la glotonería) lo conjuramos con esa cosa muerta que es
la moneda.
Por eso Aristóteles dice en la Política 1254a 7: la vida es acto perfecto, praxis teleía, no
es producción (ò de bíos praxis, oú poíesis éstin). El vicio destruye el principio; el
principio de las acciones es el fin. El hombre corrompido no ve la necesidad de
elegirlo todo para un fin. Y ese hombre corrompido es el que cede a la buena vida
(Etica a Nicómaco 1140b 19-22).
Además la crematística, y ese es otro carácter negativo suyo, induce al aislamiento,
pues el dinero es un conectivo insuficiente. Entonces cada uno se dedica a lo suyo y
la polis se rompe. La crematística versa sobre las transacciones entre cosas exteriores
al alma. Saint Simon, uno de los primeros sociólogos del siglo XIX decía: hay que
cambiar el gobierno de hombres por la administración de cosas; ése es el signo de
nuestro tiempo. Naturalmente si Aristóteles hubiese oído a Saint Simon se habría
quedado de piedra, ¿En vez de gobernar hombres administrar cosas? Esta es locura
de plutócratas, tecnocracia, asunto de esclavos. Además, la moneda es “la
representación de la demanda en virtud de una convención: no es por naturaleza y
está en nuestra mano variarla o hacerla inútil” (Etic. Nic. 1133a 29-32).
Esta es la posición de los grandes socráticos. Evidentemente algo más hay que decir,
porque nuestra situación es otra. Las relaciones entre la buena vida y la vida buena
hay que plantearlas de un modo algo diferente a como lo hace Aristóteles, con una
nueva inspiración, aunque siempre conviene tener en cuenta el diagnóstico clásico.
La clave de la modificación de la situación es que hoy el trabajo ha adquirido una
densidad en la vida humana insospechable para un griego. Esto comporta que la
dimensión perfectiva del hombre se juega en su acción productiva y,
correlativamente, en el uso (mal llamado consumo) de sus resultados. Hoy la
producción no es un asunto reducido al simple sobrevivir, sino que es la suscitación
de un mundo cuya organización exige especial atención, porque a su manera cumple
la noción de fin. No es lo mismo, en efecto, el fin como término de la tendencia y el
fin como causa ordenadora de un mundo.
Sin duda, este mundo suscitado por el hombre exige su inserción activa en él, por lo
que su ordenación no es una mera administración de cosas, sino una coordinación de
libertades y, por lo tanto, un ámbito propicio para el perfeccionamiento del ser
humano.
De este modo, la noción de medio se ha de perfilar con mayor nitidez. El insertarse
en los medios que el hombre suscita ordenándolos en atención a su plenitud ética,
trasciende la noción de naturaleza. Ese trascender se llama persona.
Persona es el ser a cuyo cargo corre la plenificación de una naturaleza que se dice
suya. Esto significa: cada ser humano — Sócrates, Calias — no es una forma
específica determinada en singular por diferencias accidentales, sino un acto
hiperformal a cuyo despliegue la naturaleza sirve de cauce; por consiguiente, el acto
que es la persona — actus essendi en terminología tomista — se dilata y continúa;
con otras palabras, es un acto efusivo o que aporta.
2. La confusión moderna
Los medios dependen de esa aportación, por lo que reducirse a su nivel como cosas
destacadas contradice la índole del ser personal todavía más que lo reconocido por la
filosofía griega con el concepto de acrasía. A su vez, la persona eleva la vida buena a
la exigencia que le es propia de bien ser. Sin embargo, en nuestra situación se registra
una dificultad muy aguda para proseguir las averiguaciones clásicas en la línea que
he esbozado. Para hacerla patente formularé la pregunta siguiente: ¿sabemos hoy lo
que significa medio? Es muy dudoso. Se oponen a ello una serie de rasgos del
planteamiento moderno. Para medir la dificultad hemos de aludir a un asunto
complicado.
La absolutización de la acción
En la Edad Moderna se ha producido una absolutización de la acción humana. La
acción humana no es lo radical en el hombre; sin embargo, al interpretarla como
absoluta se le confieren dichos rasgos a costa de destruir su carácter personal y la
integridad de su mismo valor activo. Mientras la intención de absoluto se ha
mantenido, se han formulado grandes construcciones filosóficas; cuando ha decaído,
se ha incurrido en reduccionismos crasos. Desde luego, el énfasis puesto en la
operatividad humana debía provocar un enorme incremento de lo que se llama
medios. ¿Pero tenemos hoy una comprensión suficiente de los medios? La
absolutización operativa lo impide, de cualquier modo que se haga: tanto en la forma
del idealismo absoluto, esto es, en la absolutización de la razón humana, identificada
con la razón divina, como en el modo del voluntarismo nihilista, del racionalismo
pragmático, etc.
En especial, el intento de absolutizar la voluntad humana significa: existe el querer
aislado que es productivo del poder en cuanto que es sólo poder (acompañado por la
nada). La absolutización del querer es una peculiar interpretación del poder cuya
influencia política es notoria. Pero, recordémoslo, Nietzsche opera dentro de la crisis
posthegeliana, una crisis basada en la advertencia de que el idealismo, precisamente
por ser un saber histórico modalmente absoluto, se ve forzado a declarar irracional el
futuro. Si el saber absoluto ha sido alcanzado, en el futuro no hay razón. Pero
entonces es posible un poder absolutamente no razonable, marginado de cualquier
subordinación a un fin, que respalda a parte ante una actividad consistente en pura
autosuperación.
Al curvarse sobre sí misma, la voluntad de poder es la nada para siempre. De
acuerdo con esto, los medios, en número creciente, son desasistidos de toda dirección
a un fin. Ello equivale a decir que los medios se “desnaturalizan”, comienzan a
gravitar en sí mismos y a imponer su propio régimen funcional al margen de los
fines. Dicho de otro modo: los medios suplantan a los fines. Sin paradoja, pues es
inevitable, la absolutización de la operatividad humana se desliza hacia el imperio de
los medios. El voluntarismo exacerbado desemboca en el pragmatismo.
La absolutización de la razón es la crisis de la verdad, pues el pensamiento es relativo
a la verdad y la pierde, a la vez que su mismo carácter operativo, al referirla sólo a sí
misma. La absolutización de la razón es un puro imposible en el nivel operativo. El
Absoluto hegeliano es presencia infinita y, como tal, lo más alto, generalidad repleta
y eminente. En ella no hay vector de sentido, intención, tensión hacia un “más allá”.
Después de Hegel aparece la interpretación marxiana de la altura de la presencia
racional como ascenso falso y trivial, simple reflejo de la fuerza de la base, es decir,
del proceso de transformación de la materia. Es manifiesto que dicho proceso, como
Absoluto sucedáneo, no supera el nivel de los medios, con lo que éstos se escapan de
todo control e imponen su enigmática hegemonía. El marxismo viene a ser una
polémica aguda en torno a los medios con un neto déficit teleológico.
Producción y distribución de medios, como categorías centrales de una visión del
mundo de la vida humana, señalan una insuficiencia teórica que repercute en la
captación misma del ser del medio. Sin duda, el vacío de los fines ha llamado la
atención de algunos marxistas y se ha procurado llenarlo. Ya en Rosa Luxemburgo y
en Lenin la preocupación es actuante. Con mayor lucidez en el primer Lukács y en la
subsiguiente escuela de Frankfurt. También en Bloch. ¿Qué hacer, además de
medios? ¿Qué hay más allá de los medios, sin lo cual estos últimos son pura
insignificancia o atroz arbitrismo en su uso? La planificación central, esto es, el
monopolio instrumental, entraña la abrumadora nivelación del hombre con las cosas
con que hace su vida, al quedar comprometido sin residuos en hacerlas. Más aún, el
tedio es inevitable, si la relación del hombre con los medios no sobrepasa la intención
— utópica — de constituir un móvil perpetuo de segunda especie — en este caso, un
colectivismo homeostático —. ¿Es forzoso aceptar que el hombre es tan sólo un ente
entre los entes, un Inter. esse, por cuanto sin interés no hay acción ni conocimiento —
Habermas —, o porque la técnica marca el armazón — Gestell — de la instalación y
de la convocatoria en que se juntan el hombre y la realidad, como sugiere Heidegger?
¿Sabemos, siquiera, lo que es un medio en tales condiciones? La protesta hedonista
— por ejemplo, Marcuse — se limita a retraer la cuestión sin resolverla. La noción de
cuerpo como instrumento de placer del que se dispone sin aplicación productiva
previa, pone crudamente de manifesto el advenimiento de la nada al terminar el uso.
Esta nada es designada por Tomás de Aquino como torpeza y sopor — hebetudo —.
Hay quienes aceptan dicho sopor como un nuevo episodio hedónico: es la renuncia a
la alegría. Taciturno, ahondado en la preocupación, como un adolescente enranciado,
el hombre se ensimisma al no vislumbrar sentido a una existencia consumada en el
inter-cambio, es decir, en el plano de los medios sin finalidad.
Por lo demás, las dificultades de la comprensión del ser del medio en estas posturas
escapan a la obvia observación clásica de que el hombre no se limita al ejercicio de
una conducta medial, sino que capta la razón misma del medio y, por lo mismo, su
relación a los fines. La noción de valor-trabajo de Marx, y del interés como valor de
Habermas, no aseguran la comprensión de los medios.
Aquí entra en escena Nietzsche. Se evita de entrada el caer en el soliloquio,
eliminando de raíz el pensamiento y anticipando el Absoluto a la simple renovada
productividad del querer. Por lo pronto, se descalifica la elevación idealista y se
exalta el fenómeno, lo inmediato. La crítica de Nietzsche está referida a Platón: el
mundo de las ideas es lo otro, lo que no se puede cobrar en el plano de la vida;
además, la idea es en sí mera presencia y, como tal, lo inactivo, lo muerto, mejor, lo
que ya se puede declarar muerto. La dura ironía de Nietzsche se ensaña con la
solemnidad de las construcciones de cartón de piedra de la razón. Todavía más que a
Platón la crítica afecta a Hegel, esto es, al proceso dialéctico entero, cuyo primer
movimiento es percibido como oscilación y debilidad. Nietzsche propugna la
reflexividad de la posición pura (imposible si se da el paso dialéctico a la negación)
emperrada en no quedar fijada de una vez.
Nietzsche rechaza la intencionalidad del pensar por estimarla no tanto una
alienación, como un desvanecimiento de la fuerza de la vida. Dicha intención ha de
ser detenida sin más porque nos aleja de la espiral de la voluntad, ahuyentadora del
haber nacido.
El yo viene a ser así en virtud de la voluntad: el querer es, en cuanto posición tética,
supresor de todo nacer. En la voluntad el yo se encuentra elevado respecto de sí
mismo, al ser fundado por ella. Y esto significa: fundar es la nada como
determinación, pues el yo no es fundado como algo, sino más bien como la inversa
de cualquier resultado. El eterno retorno es la nada de la intencionalidad de la
voluntad vuelta, replegada hacia el yo, el cual se remite a ella como su fundamento.
En suma, la posición de la voluntad apela al yo. El conjunto es como un astro errante
internamente colapsado. Pero es evidente que en estas condiciones la voluntad no
ama o que para ella amar implica una problemática insoluble, porque está cerrada;
no lleva a ninguna parte, no conduce. En resumen, la crisis de la finalidad es un
rasgo común de las ideologías del siglo XIX. También se nota en el mecanicismo, en
el relativismo inherente a la teoría del progreso indefinido y en los planteamientos
evolucionistas. Por ejemplo, la subordinación de todas las variables biológicas a la
supervivencia, en el planteamiento de Darwin, es una crasa anulación del sentido en
el fenómeno en que el sentido es más patente: el vivir. Piénsese un momento en esta
curiosa aporía: supuesto que la inteligencia humana sea debida enteramente a la
evolución biológica, la inteligencia sólo alcanzaría a entenderse a sí misma de modo
adecuado si se reconociera como el proceso a que es debida. Pero esta redundancia
anularía a la inteligencia en cuanto que tal. Dicho de otro modo: la noción de un
proceso material, razón suficiente de la inteligencia, es incompatible con todo
entender, pues sólo sería adecuado entender tal proceso, el cual para existir en modo
alguno necesita ser entendido. Además, la inteligencia, o entiende con verdad algo
distinto de dicho proceso, o es superflua.
Estas breves consideraciones ponen a la vista la disolución del sentido latente en
bastantes variantes de la Ilustración. Sin contar, por otro lado, con que los
planteamientos evolucionistas son escasamente inteligibles — tal como se proponen
—, por cuanto no incluyen en su temática, como debería ser, la comprensión del
modo según el cual la inteligencia del autor se reduce a ellos. Parece indudable que
son provisionales, o que no han alcanzado lo que Kant llamaba el estatuto seguro de
la ciencia.
Es probable que sea correcta la apreciación de Blumenberg, para quien la noción más
operante en los planteamientos modernos, al menos desde Espinosa, es la de
automantenimiento — Selbsterhaltung —.
El dique que pretendió levantar Nietzsche contra la debilidad humana se desmorona
en la medida en que la insignificancia de los medios y su inutilidad se hace patente.
No se sabe qué hacer porque sin fines no se dispone de medio capaz de controlar el
conjunto de medios. Otra modalidad de la situación es provocar lo inevitable para
compensar la falta de energía interior. En la compulsión del terrorista al oprimir el
gatillo — el efecto destructor es desde entonces automático hay un componente de
este tipo. ¿Domina el terrorista la índole medial de su conducta? Según claros
indicios, opera casi a ciegas, fiado en la eventualidad, a la que se aferra
desesperadamente, de conseguir o extraer del crimen el logro de una incierta ilusión.
Desesperadamente, como obligado a proyectarse en la ausencia de toda efectividad
positiva, se desata el oscuro estilo del miedo. Al parecer, un celtíbero penetrante
acertó a expresar este estado de ánimo con el grito: ¡viva lo peor! La violencia es
simplificación extrema, primitivismo y desarticulación, incomprensión de la gama de
los medios positivos, el reinado de la casualidad, el antimedio. Se pretende la
transmutación del odio, del no querer que algo exista y cumplir su aniquilamiento,
en la génesis de una novedad.
La violencia como límite muestra el balance ruinoso de la absolutización de la acción
humana. Comprobamos la predominancia alternada de la energía sin forma o de la
forma sin energía, es decir, la pérdida de la integración de ambas descubierta por el
aristotelismo. El balance, en lo que ahora importa, es: ignoramos el sentido de los
medios, pues ese sentido es lo que se llama fin. Ni las energías sin forma, ni las
formas sin energía son capaces de fin. Pero siendo ésta la situación, el futuro aparece
como catástrofe y el año 2000 como lugar geométrico de los temores. El futuro se
cierra y el hombre pierde su libertad, que, en gran parte, es capacidad de futuro
como riesgo. ¿Qué hay en el hombre de cara al futuro? Según el idealismo absoluto, o
el voluntarismo paralizado, nada. Nuestra situación es terminal, pero no
escatológicamente, sino en el modo de una inhibición, de un descartar la
continuación. Si esta es una descripción acertada, hemos de conceder que las
preguntas, planteadas en solemne secuencia por Kant, han sido contestadas de
manera negativa. ¿Qué puedo conocer? Nada. ¿Qué debo hacer? Nada. ¿Qué cabe
esperar? ¿Qué es el hombre? Nada. Esta es la respuesta actual a las preguntas
kantianas. Y también: ¿por qué el aborto? Porque el truncamiento del futuro de una
criatura no importa; ¿por qué el divorcio? Porque el hombre no es capaz de
compromiso estable. ¿Por qué, en cambio, otro tipo de compromiso, a saber, un
proyecto de consenso político universal por chato que sea? Por un reflejo de defensa
y de conservación ante la perspectiva de cualquier cambio como perturbación. Se
sobreentiende que cualquier iniciativa es, sin remedio, parcial y descoyuntada, pues
altera el precario equilibrio de modo irreversible. A esta impresión de parcialidad
contribuye también el socialismo, que aparece en escena con aspecto revisionante y
polémico, y propone un modelo de sociedad generalizante, homogéneo y, por esto,
sumamente simplista, incapaz de asumir la pluralidad de aspectos y dimensiones
constitutivos de una sociedad desarrollada. La peculiar parcialidad del socialismo le
lleva a imponer la atonía funcional a la complejidad de la situación para dominarla.
Por eso, si el socialismo reconoce su parcialidad y se aviene a pactar, introduce en el
poder una insuficiencia básica. Así se implanta la versión actual de la partitocracia,
que es algo más que el poder de los partidos políticos: es una división y un
debilitamiento del poder en su totalidad, es decir, más allá de la esfera de la
administración y de la asamblea legislativa.
La autonomía de los medios
Ahora debemos ocuparnos de una objeción muy neta contra la oportunidad de la
descripción precedente. ¿cómo explicar desde las instancias aducidas el espectacular
aumento de los medios en el último siglo y en el actual? Parece evidente que las
ideologías del Absoluto no son suscitadoras de medios, sino, por el contrario, un
estorbo para la actividad productiva, la cual sólo por insensatez podría
autointerpretarse como absoluta. Como todas las objeciones bien motivadas, ésta
abre una amplia perspectiva.
1. Sugiere, por lo pronto, que el hombre suscita medios sin acertar a reconocerlos
como tales, o que los produce sin saberlo con exactitud. Con otras palabras: hay
muchos más medios de los que se designan como tales; “objetos” que realmente son
medios, ordinariamente se toman como entidades obvias, que se encuentran ahí de
suyo. Se olvida que son efectos de la inventiva humana. La razón fundamental de
esta inadvertencia se cifra en la dependencia de los medios respecto de las personas.
La ignorancia de nuestra condición de personas acarrea la ausencia de la percepción
de los medios.
Seguramente hay que añadir a ello otros factores. Al concentrar el esfuerzo en su
invención, los medios son apreciados como fines; por otra parte, una vez logrados,
dicho esfuerzo desaparece y los medios se confunden con los elementos de la
naturaleza (cuando se ha encontrado el modo de producirlos se hace casi
automático). Consolida esta superficial actitud ante los medios el hecho de tomarlos
en la fase de la disposición: para disponer de un medio es preciso que ya exista; la
disposición es un apoderarse, no una comprensión del medio según su status
nascens. El desconocimiento acontece también cuando se acepta que el fin justifica
los medios: tal justificación sustituye a la comprensión del ser del medio; pero
aunque la postulación desconsiderada de un fin particular desbarata la comprensión
del ser medial, no impide, por otra parte, la abundancia de su uso. Es éste un curioso
ejercicio de la astúcia (no precisamente a lo que Hegel llama astucia de la razón). El
astuto es prolífico en utilizaciones forzadas, o en soluciones de problemas suscitados
por su torpeza; y también al revés, es preciso dejar a un lado la astucia para
comprender lo que es el medio (la astucia es el recurso único en los fallos de la
inteligencia). Se precisa cierta humildad para aceptar que todo lo que producimos —
la cultura, la técnica ¡El Arte! — no es, en su ser, sino medios. Como, además, la
avidez de disponer entra pronto en escena, nos precipitamos a consagrar los fines
que no lo son. Así acabamos por afirmar que el yo es el fin, sin caer en la cuenta de
que al subordinarlo todo al yo se cae en la esclavitud, pues la más pequeña muestra
de insubordinación se convierte en turbación y en afán obsesivo de acabar con ella.
Tampoco notamos como la subordinación universal abre el vértigo, a pesar que ya
Platón señaló que el tirano se asoma a lo indefinido — el poder total es para el yo la
ausencia de cualquier proyecto que requiera todavía control —. Tampoco atendemos
a la experiencia de Nietzsche, claramente vertiginosa en su circularidad misma.
Todos estos rasgos se dan cita en el pragmatismo moderno y en la ambigüedad de la
Ilustración Total. La ambigüedad consiste en la abrupta injerencia de la intención de
disponer en la capacidad humana de suscitar medios. La intromisión opera como
una reclamación apresurada, es decir, según la tajante vigencia del principio del
resultado (al que he aludido en otras ocasiones). De este modo la capacidad de
suscitar se convierte en medio para un medio. La extremosa vigilancia con que vive
Descartes (prolongada a través de Kant hasta nuestros días), viene a ser como un
estar apostado en una espera que hurga en la facultad de los medios para hacerse con
ellos, para cazarlos de inmediato. O con otra metáfora: es el recurso exigitivo a la
capacidad por amor de la necesidad, la interpretación de lo que hay de generosidad
en el hombre en términos de cantera para el aprovisionamiento de un egoísmo
superpuesto. Esa es la forma más cruda de explotación del hombre por el hombre, no
la que detectan Marx o Proudhon.
La Ilustración confunde lo práxico y lo poiético. Es el proyecto de disponer sin
límites de la razón, es decir, de extender a la razón el momento dispositivo. Este
proyecto es un error teórico y moral. Para deshacerlo conviene distinguir el disponer
y lo disponible. al disponer se dispone de, pero la idea de disponer del disponer
marca una deriva incoherente y vacua, sumamente peligrosa. Es fácil detectar en ella
un pseudo ejercicio de la libertad que la disuelve en angustia, así como una
abdicación que deja el hombre inerme ante la tiranía y la enemistad.
2. En segundo lugar, la objeción sugiere una característica de los medios en su
abundancia tal como es provocada por el pragmatismo absolutizado. Si el
pragmatismo es la incomprensión del ser del medio según la atolondrada e
irrespetuosa interpretación de la génesis de los medios como un medio para el medio
(a partir de la hegemonía del egoísmo sobre la persona humana), el uso de los
medios no puede remediar su primaria incomprensión, la cual en ellos aparece y
prosigue. Esta significa descontrol. En el descontrol los medios se hacen rebeldes.
Poseen, en efecto, un cierto modo de ser y un funcionamiento imprevisible en la
medida en que no se comprende. La comprensibilidad de los medios está ahí fuera,
en ellos mismos, trasladada a una situación inasequible si es que su génesis es un
medio para un medio. El egoísmo acarrea, como digo, atolondramiento, falsa
superioridad que incita al descuido.
El egoísmo tiende a dispensarse de comprender, por cuanto el medio funciona por su
cuenta. La autonomía funcional, y la paralela disminución de la comprensión en el
uso, contribuye decisivamente a la obturación del fin. Con otras palabras, la conexión
dispositiva con el medio — o el utensilio —, como actividad, es débil e incompleta. El
fenómeno es llamativo: usar un medio es limitarse a ponerlo en funcionamiento: de
funcionar, en sentido estricto, se encarga el medio mismo. El contacto factivo,
operativo, en el nivel del uso se reduce a abrir o cerrar un interruptor (apagar o
encender la luz, la televisión; puesta en marcha en un coche, pilotaje automático de
un avión, etc.). Esto despierta la impresión de que el artefacto está “casi vivo”. Pero
también despierta otra impresión: algo así como lo trivial del hacer y sus
consecuencias. Correlativamente, tiene lugar una cierta reposición de la actitud
mágica y animista, con sus componentes de miedo y de reverencia. La ignorancia de
las “tripas” de los aparetejos, y el curanderismo del experto en reparación de averías,
la asimilación de los científicos al “gurú”, es la tecnocracia en estado puro. Repárese
también en la tecnificación de la medicina y en el esoterismo, que llega a un extremo
ridículo en el ritual del psicoanálisis; todo esto contribuye a consolidar la idea de
medio para el medio. El cuerpo humano aparece como instrumento de uso cuya
clave sólo conoce otro. Uno no es dueño ni de su propia psique, la cual es definida
como inconsciente a descifrar únicamente por el psicoarconte. Sucede que la razón
deja de ser rectora, traslada su sustancia al artilugio y se queda sin ella.
La idea de dominar el mundo mediante un conocimiento transformador comporta el
proyecto de construir un factor dominante (no existente hasta entonces). En primera
instancia la idea no es descabellada y su éxito, aunque parcial, es innegable: dominar
es una propiedad del conocimiento, la inteligencia es la facultad de los medios, etc.;
sin embargo. Hay que rechazar cualquier deriva degradante, pues el hombre es
superior al mundo, y al superior compete elevar al inferior, o comunicarle su
dignidad: perfeccionarlo: ésta es la función primordial del entendimiento respecto de
las cosas materiales. Por eso la reducción de la razón a pragmatismo es una
igualación humillante, un recorte empobrecedor que tampoco para el mundo reporta
ventaja alguna. A lo que conviene añadir dos observaciones más.
La primera dice así: el empobrecedor recorte con que nace la Ilustración incapacita a
la razón para mantener su carácter dominante por encima del factor de dominio que
suscita. A esto equivale la rebelión de los medios. Sirve para comprobarlo el hecho
cierto de que el ilustrado no tiene más recursos para paliar los inconvenientes
presentados por los medios que acudir a otros, lo que es el colmo de la astucia, o un
proceso al infinito que deja intacto el problema y, a la larga, lo agrava. Es sumamente
curiosa la sorpresa del ilustrado ante esta observación: para él no hay nada por
encima de los medios. Ahora bien, esta ceguera es el peligro mismo de su situación,
es decir, el traslado de la sustancia de la razón a los medios, la privación del fin.
La segunda observación previene contra una falsa esperanza. La Ilustración postula
la emancipación de la razón en los términos de un total disponer de ella. Pero se trata
de un postulado ilusorio, que sólo se sostiene mientras dicha totalidad dispositiva no
se logra, o precisamente porque no se logra. Esta imposibilidad es lo que impide la
completa demenciación del ilustrado. Para comprobarlo basta señalar que si se
lograra la total disposición de la razón se produciría la coincidencia de la razón con
un postulado. El absurdo es manifesto: esa coincidencia aniquilaría a la razón. Con
otras palabras, si el conocimiento del mundo no reporta ventaja ninguna para el
mundo, el conocimiento se reduce al mundo: no hay más que mundo, o el mundo es
lo único; Pero entonces no hay conocimiento. Como dicen los físicos, la noción de
caso único es incompatible con la ciencia. Por nuestra parte resaltaremos que razón
emancipada significa razón despersonalizada. Pegar una persona a una razón
superlativa es tan imposible como la complexión de la nariz quevedesca.
El terror a la técnica es debido a la incomprensión pragmática. El medio acaba
mostrando una marcada tendencia a detentar él mismo el fin. El fin es del medio a
extramuros de los fines humanos; con esto la persona humana queda sujeta a una
trayectoria extraña, en una situación desairada y peligrosa. Ya no se trata tan sólo de
un descontrol, sino de la aparición inaudita e insospechable de un fin según el
“vitalismo” del medio. De esta manera el medio deja simplemente de serlo, su
incomprensión precipita en una iniciativa que se nos escapa y que conduce a no se
sabe donde (nadie lo sabe, ni el hombre, ni la máquina; sin embargo, es la máquina la
que detenta el fin).
En la moderna filosofía analítica del lenguaje cobra un auge sintomático el sector que
se denomina pragmática, esto es, la consideración del habla como radicada en el
hablante, o emitida por el sujeto (por ejemplo, la noción de acto ilocutivo de Austin).
Se trata de una importante reacción frente a la autonomía de los medios: por lo
menos el lenguaje no debe sernos arrebatado. La noción de juego lingüístico,
propuesta por Wittgenstein, mira también a evitar la deshumanización del lenguaje.
Sin embargo, la pragmática lingüística está desconectada de la cuestión de la
complejidad de la frase como unidad mínima de significado veritativo. El control
ilocucional no es, pues, una garantía suficiente ante la tecnificación de la informática;
en definitiva, hoy también el lenguaje funciona sólo y ofrece una deriva imprevisible.
Lo imprevisible del funcionamiento instrumental agrava nuestra propia
desorientación.
Conclusión: el poder ante el problematismo de los medios
¿Qué queda hoy de la persona en orden a los medios? ¿Cómo acometer el fin clásico
del vivir bien? ¿Cómo organizar la convivencia? No se sabe, pues parece haber sido
sustituida por un conglomerado de máquinas que se remiten unas a otras. No hay
medios particularizados, sino una constelación de medios: tal constelación es el
medio en esta era de la superabundancia de medios. Por eso se usa tanto la noción de
contexto: toda disposición de instrumentos presupone la constelación medial, de la
que no disponemos. Así pues, con la noción de contexto no se resuelve nada, sino
que se asiste impotente al desarrollo de la situación.
Ahora bien, aquí tiene que haber un error, puesto que no es admisible la inhabilidad
del hombre para el futuro. Este error afecta a la situación de un doble modo:
desorganiza su complejidad, que se hace abigarrada y pierde su perfil unitario, y nos
impide concentrar cualquier esfuerzo. Por lo tanto, es preciso proceder a su
rectificación, porque la vocación de futuro es propia del hombre y ha de ser
restablecida. Ciertamente, el hombre es más rico en recursos de lo que admiten estas
interpretaciones y por eso sigue adelante aunque zarandeado por ellas. Vamos
tirando, al menos, a pesar de que no dominamos lo que obviamente deberíamos
dominar; a pesar de la crisis del poder y de la consiguiente trivialidad de la política y
el acortamiento del radio de intereses; a pesar de los remedios aprontados de modo
convulso por carencia de inspiración. Pero, por ello mismo, hay que afirmar que
soportamos un desorden, un cierto atasco que provoca una nerviosa irritación o un
conformismo prematuro.
Todas estas observaciones han de tenerse en cuenta a la hora de plantear la reforma
del poder.
¿Pero el poder es algo más de lo que es o ha sido de hecho? Sin duda, pues el poder
de hecho ha fracasado, o porque, de hecho, el poder no es ni siquiera eficaz. No basta
con ungir el hecho del poder con justificaciones exteriores, si la disposición de los
medios es una simple quimera. Ni conservadores ni progresistas pueden aportar
remedio. La idea de organizar la convivencia a través de una disposición de medios
aptos choca con la complejidad de la situación en cuanto que determinada por la
constelación de medios emancipada. Una complejidad no unitaria, y a la vez
determinante de la sociedad, impide el proyecto de organización, el cual, o es un
sobreañadido a un complejo impermeable a su influencia, o se sume en dicho
complejo y corre su suerte sin dirigirlo. No hay jerarquía de instancias cuando lo que
rige es la constelación de los medios: el poder político ha perdido su índole propia, es
decir, el carácter específico de sus medios propios. La impresión contraria es un
nostálgico apego a antiguas vigencias desprovistas hoy de efectividad. Si se acierta a
mirar por debajo de los viejos oropeles, se percibe que el Estado se limita a
subrogarse a la sociedad. Con ello sucumbe a la desorganización el conglomerado
medial.
Las cosas que se hacen, las medidas que se toman, rehuyen el futuro. Se parte de una
inspiración desde la cual el futuro no es accesible, porque el uso de los medios está
desfinalizado, o porque no hay acuerdo entre los fines subjetivamente pretendidos y
los portados por el conglomerado instrumental. La superabundancia medial fluye en
una dirección opaca para el hombre. Con ello se corresponde la desorientación de la
política. El examen de la objeción ha puesto de relieve la afinidad entre los
absolutismos filosóficos y el proyecto ilustrado. Sabemos que el futuro se nos ha
encapotado porque hemos pretendido una absolutización de lo dinámico en el
hombre, de lo que procede de sus facultades, o lo hemos referido pragmáticamente a
meros resultados. Hemos tomado el tranvía en marcha, sin preocupamos de dónde
viene e ignorantes de su destino. Pero las facultades están radicadas, esto es, los
principios de las operaciones emanan de un principio anterior, que clásicamente se
llama el alma. No es de extrañar que el intento de absolutización del rendimiento de
las facultades, es decir, lo dinámico y operativo del hombre, haya terminado en una
evaporación al olvidarse su respaldo primario. Algo así le pasó al hijo pródigo de la
parábola evangélica.
¿Acaso es la vuelta al padre lo que hace posible la restitución de lo perdido? La
experiencia cristiana lo afirma: sólo esa vuelta asegura que lo mejor está por venir. El
cristianismo es reparación y dotación del hombre respecto de su destino, crecimiento
y vía. Un presente meramente prolongado es una falsa inmortalidad, un
contrasentido y, en el fondo, un imposible, pues el presente necesita una garantía
distinta de él. En todo caso, atenerse al presente es hacedero mientras el futuro está
abierto. Si el futuro desaparece, el presente desfallece, no es vivible. Presente
significa regalo. Por eso pedimos por el hoy: por cada uno.
El eterno retorno es la soberanía del juego como lo único que no cesa, la
temporalidad proteica que priva de seriedad a “lo otro” y aniquila el destino, o sea,
la intencionalidad amorosa. Nietzsche ha eximido a la voluntad de la misma
posibilidad de caer en falta respecto de “lo otro”. ¿De qué modo puede orientarnos,
reconvenirnos, o pedimos, “lo otro” cuando lo definitivo es siempre distinto, otro de
otro? Pero una voluntad capaz de amar quiere “lo otro” y, a la vez, amar más. En
especial, el más del amor no cabe sin futuro (la sentencia de San Agustín “dijiste
basta: pereciste” se refiere al crecimiento del amor). Es éste el remedio contra el torvo
aspecto del poder en manos de la sofística.
Si hemos malbaratado la herencia porque nos hemos hecho con ella en el nivel de la
acción; si hemos entrado en pérdida al construir la Antropología colocando el
absoluto en ese plano; si con ello han proliferado la irresponsabilidad y el descontrol
de los frutos de nuestra actividad, debemos ampliar el planteamiento. Y lo primero
es una cala en lo profundo del hombre. Hay que considerar al hombre antes de su
operación. Disponemos de los medios, pero ¿de donde proceden los medios?
La situación actual es crítica en términos de radicalidad, y por eso también,
correlativamente, de finalismo y de futuro. Hay que estudiar la génesis de la
operatividad medial, esto es, emprender una incursión en la persona. Y ello interesa
tanto en teoría de la acción como en Sociología. Se ha de tratar de la organización y
de su apertura a la comunicación.
POLO, Leonardo. La persona humana y su crecimiento. Madrid: Rialp, 1996, pp. 161-
196

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