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OBSERVACIÓN GENERAL
AL PROYECTO DE LEY
DE
REFORMA POLÍTICA
Lo hago ahora, como entonces lo hice, no por un prurito de oposición, sino por la firme
creencia de que la mayor garantía para la existencia de un Estado de Derecho, se
encuentra en el respeto a la Constitución, que fija las normas fundamentales de las
que emanan las leyes que modelan y regulan aquél Estado.
Pero esta acción cabría llevarla a cabo por dos vías distintas: la de abrir un proceso
constituyente, que liquidase la estructura del actual Régimen y levantase desde cero
un nuevo Estado, y la que, partiendo de su configuración actual, fuese desarrollando
las Instituciones en un sentido más conforme con la realidad social. Cambio político-
desarrollo político.
Ahora bien, entiendo que si el desarrollo termina en cambio, no se habrá hecho más
que sustituir el cambio brusco por el progresivo; el resultado será el mismo.
En vez de haber abierto en el edificio puertas y ventanas, para que entre un aire más
renovado, se habrá destruido el edificio, sin haber aún construido otro, dejando a la
Nación a la intemperie.
Pues bien, en el Proyecto de Reforma Política que se somete a las Cortes existen
preceptos -el apartado 2.° del artículo 2.° y la disposición transitoria primera- que no se
acomodan a los principios que inspiran nuestra normativa constitucional. Principios de
ineludible exigencia, como son los que regulan de una manera precisa, ineludible y
terminante, los cauces de la participación del pueblo español en las tareas legislativas
y en las demás funciones de interés general, y cuyo respeto no debe ser incompatible
con la Reforma, y si lo es, no podemos entonces hablar de Reforma, sino de un
cambio del Régimen, para volver a otro por completo diferente y mucho más
desfasado de las exigencias sociales de los tiempos presentes.
Pero aún en el supuesto que ese cambio fuera la finalidad del contenido del Proyecto
de Ley, entiendo igualmente que para conseguirlo, habría que superar el obstáculo,
franquear la barrera que separa la "Reforma" del "Cambio", barrera que está
representada por la inalterabilidad de los citados Principios, que llevan aneja la nulidad
de las Leyes de cualquier clase que los vulneren o menoscaben. Principios que no son
los 26 Puntos Programáticos de Falange Española, los cuales no fueron declarados
permanentes, sino los de la Ley de mayo de 1958 que los sustituyeron.
No voy a repetir los argumentos que utilicé para defender la enmienda por mí
presentada a la totalidad del Proyecto de Ley de Asociaciones Políticas. Los doy por
reproducidos para no ser reiterativo, pero lo que sí digo, es que esos argumentos
empleados para demostrar la infracción constitucional de aquella Ley, en el caso
actual, tienen aún más directa aplicación y fuerza.
Pues bien, en este momento estamos, y si entonces se admitía que el Principio VIII
quedaba respetado, por ser los Partidos factores de participación electoral, y lo que
aquel Principio exige es que esa participación se haga a través de la familia, el
municipio y el sindicato, no cabe duda que con arreglo a esa misma argumentación
que entonces se empleó, al disponer el Proyecto de Ley que ahora nos ocupa, que los
Diputados a Cortes y los Senadores serán elegidos por sufragio universal, directo y
secreto de los españoles mayores de edad, no hay posibilidad de decir se mantiene la
representación orgánica y se respeta el Principio VIII, por mucha que sea la habilidad
dialéctica que se emplee para demostrarlo.
¿Por qué se considera más auténtica la democracia que se lleva a efecto a través de
la representación inorgánica de los partidos, y no la que se realiza a través de las
entidades orgánicas existentes, susceptibles de perfección democrática, o de otras
nuevas que se puedan crear, cuando en esas organizaciones, al no ser la
representación corporativa ni de mandato imperativo, tanto los electores como los
elegidos pueden expresar libremente su opinión, sin la disciplina de partido, no sólo
respecto a intereses o funciones de grupo, sino respecto a los problemas políticos?
Y no se diga retorciendo el argumento que, siendo los Principios la síntesis de los que
informan las Leyes Fundamentales, al poderse modificar éstas, la modificación
alcanzará también a los Principios, porque lo que ocurre es precisamente que esos
Principios, por ser de naturaleza permanente, impiden la modificación de las Leyes
que van contra ellos.
Se argumenta también que la expresión de permanentes "por su propia naturaleza
referida a los Principios ha de entenderse "a su naturaleza constitucional ", pero ello
no se opone a que estén declarados permanentes, precisamente en razón de esa
naturaleza constitucional no metafísica. Declaración nada extravagante, pues hay
varias Constituciones europeas que establecen límites a la revisión. Así, la de Noruega
prohibe la revisión que vaya en contra de los principios que la inspiran, y las de
Francia, Italia y Alemania declaran la permanencia de la forma republicana, y la última,
además, la del Estado federal. Puede preguntarse, por lo tanto, si podría, dentro de la
legalidad, hacerse en Francia, Italia o Alemania una reforma que implantase la
Monarquía o el Estado unitario.
A la objeción de que esta permanencia de los Principios supone una hipoteca para las
futuras generaciones y un traje jurídico por los siglos de los siglos, aparte de los
ejemplos ya citados y el de la Constitución de EE. UU. con 200 años de duración, cabe
contestar que el cancelar la hipoteca o cambiar de traje o de chaqueta puede hacerse,
sí, pero no desde (a propia legalidad vigente, sino mediante la ruptura jurídica o
revolucionaria del Sistema... Pero reconociendo que se hace así. Si no, ¿qué finalidad
tendría la declaración de permanencia...?
Y aún más, admitiendo a efectos dialécticos que la Ley de Principios fuese una Ley
Fundamental y no una "Super - Leyu, que la inalterabilidad es de los Principios y no de
la Ley que los proclama, y que por tanto fuese posible derogar el artículo 1.° de dicha
Ley, en el que se establece esa inalterabilidad, sería preciso que la Ley de Principios
se hubiera modificado por los trámites establecidos para derogar las Leyes
Fundamentales, esto es, presentando en las Cortes, y aprobándose por ellas y
después por referéndum, un Proyecto de Ley en el que los artículos 1 ° y 3 ° de la Ley
de Principios quedaran modificados; sin que, a mi juicio, sea admisible que esa
derogación se considere hecha implícitamente, al aprobarse por referéndum la Ley
que va en contra de algunos Principios, como sucede con la actual. Primero, porque
resultaría anticonstitucional presentar y aprobar en Cortes una Ley contra esos
Principios, estando aún en vigor la Ley que los proclama, y segundo, porque ésta ha
de derogarse expresamente después de deliberación y aprobación por el Parlamento.
Por tanto, con arreglo a la interpretación que estamos exponiendo, sería necesario
suprimir primero la prohibición de la reforma y abordar después la revisión de los
Principios protegidos por las cláusulas de rigidez que han sido derogadas.
Bien sé que todas estas manifestaciones pueden ser consideradas por algunos de
purismo jurídico, apegado a la letra de la Ley, con olvido de que hay que adaptar las
Instituciones a la realidad social e interpretar lo que el país pide. Pero, aparte de que
esa realidad social y esa petición son discutibles en su alcance y autenticidad, el más
alto valor social es la seguridad jurídica, que resulta del respeto de los Principios
Constitucionales. Lo contrario supondría dejar a la sociedad a merced de
interpretaciones individuales y contradictorias, que se podrían repetir de tiempo en
tiempo, ininterrumpidamente, sometiendo la estabilidad constitucional a constantes y
peligrosos cambios, dando la razón al escritor francés que en frase bien conocida dice
que Runa Constitución en España no es más que un revoco de yeso sobre el granito".
Y todo esto lo conocen perfectamente los autores del proyecto. Lo que sucede es que
entienden hay que tomar conciencia de las profundas transformaciones que se han
producido en España; que hoy existe una sociedad pluralista que no es posible
ignorar, sino organizar; que hay que conservar la paz que la obra de los últimos 40
años ha creado; que si se regulan las relaciones laborales y económicas, no se
pueden dejar a la intemperie las relaciones políticas..., siendo así que con el Proyecto
son aquéllas, las laborales, que quedan al aire libre.
Las Instituciones Políticas sirven para regular las actividades de los hombres en sus
relaciones recíprocas; consiguientemente, para conocer la naturaleza y eficacia de una
Institución hay que analizar la exigencia para cuya satisfacción los hombres la crearon.
Hoy hay que buscar una filosofía política nueva, que ha de brotar de la realidad misma
de los problemas que rodean al hombre.
¿Cuál, pues, ha de ser la concepción del Parlamento para que esa ruptura no se dé?
Ante todo, conviene distinguir entre soberanía nacional y soberanía del pueblo. La
primera, considera a la Nación como un ser real, distinto de los miembros que la
componen. No sólo como la expresión numérica y momentánea de los mismos, ni
coma un plebiscito diario, sino como el producto de la obra lentísima de los siglos,
vínculo indisoluble superior a nuestra voluntad, que hace a cada Nación diferente de
las otras, señalándole una peculiar misión en la obra del Universo. Soberanía nacional
que se expresa por aquéllos a quienes la Nación ha investido de tal función y que dan
a la soberanía su hechura concreta y momentánea.
En cambio, la soberanía popular o fraccionada es la que resulta de la suma de las
diferentes fracciones de soberanía que están atribuidas a cada individuo en particular.
Pues bien, mientras la primera de estas soberanías, la nacional, es la que reconoce la
ley Orgánica del Estado, en cambio la segunda es la que establece el Proyecto de Ley
que se discute. Y si se entiende que sociológicamente sólo es legítimo el Poder que
corresponde a la doctrina imperante sobre la soberanía, y ésta, según el Proyecto, va
a ser la del pueblo, mientras que con arreglo a la Ley Orgánica del Estado es la
Nacional, resultará que de aprobarse el Proyecto de Ley podrá ponerse en duda la
legitimidad de las Instituciones del Régimen, por altas que sean, pues quedarían a
merced de la decisión de la mayoría.
Para el Parlamento tradicional, todos los electores son iguales, y el papel del
Parlamento es tutelar sus derechos y que sean tratados sin diferencias ni privilegios.
Ello era lógico en una época en que la tarea del Estado era preventiva o protectora,
mas al desarrollarse la sociedad, el Parlamento está llamado a intervenir y regular
sobre el sector privado que antes le estaba vedado; y en este sector, los individuos se
hayan inscritos en grupos, con criterios propios y diferenciados, sobre las mismas
cuestiones que como ciudadanos los tienen comunes, surgiendo así las relaciones de
los individuos con los grupos; de éstos entre sí, de éstos con el Estado. Relaciones
que han de reflejarse en la vida del Parlamento, en sus carecterísticas, composición y
finalidad, porque el Estado no puede quedar insensible a todos esos problemas, y a la
lucha extraparlamentaria de los grupos por el poder, sino que ha de oponer la
integración de esos grupos en el Parlamento.
Antes de terminar mi intervención quisiera, hacer constar que bien sé que, dado el
clima creado respecto a la Reforma y las circunstancias internas y externas que en ella
concurren y que la presentan con carácter irreversible, el ocupar esta tribuna y
exponer lo que he expuesto, hará caer sobre mí los calificativos de ingenuo, iluso,
anticuado, nostálgico, inmovilista y todos los demás del manoseado repertorio utilizado
caprichosamente, contra el que discrepa de su opinión, por los que se autocalifican de
únicos demócratas.
A pesar de todo lo dicho, podéis creerme, mucho me alegraría que los hechos
demostraran que mis ideas estaban equivocadas y, por tanto, que la aprobación de la
Reforma Política que váis a votar trajera al pueblo español la paz, la justicia y la
libertad, porque mis ideas políticas, por arraigadas que sean, quedan siempre
pospuestas al interés de la Patria.