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Tenorio 1

María Tenorio

Profesor Fernando Unzueta

Español 856

17 de marzo del 2003

Discursos, periódicos e imprenta en El Salvador antes de 18501.

“Me habría gustado darme cuenta de que en el momento de ponerme a hablar ya me

precedía una voz sin nombre desde hacía mucho tiempo: me habría bastado entonces

encadenar, proseguir la frase, introducirme sin ser advertido en sus intersticios, como si

ella me hubiera hecho señas quedándose, un momento, interrumpida. No habría habido

por tanto inicio; y en lugar de ser aquel de quien procede el discurso, yo sería más bien

una pequeña laguna en el azar de su desarrollo, el punto de su posible desaparición.”

(Michel Foucault El orden del discurso. 11)

Cuando leo estas palabras de Michel Foucault, pronunciadas en su lección

inaugural en el Collège de France en 1970, siento como si estuviera nadando en el

discurso, atrapada en él y, al mismo tiempo, hecha persona por el discurso mismo. O

quizás debería decir como si viviera en medio de múltiples discursos que se cruzan en mi

espacio y me forman, me atraviesan, me definen en unas direcciones mientras me

clausuran otras. Y quizás parezca abstracto –o quizás parezca estar rayando en el discurso

de la locura– pero no lo es. Cuando hablo de discurso estoy hablando de palabras:

palabras escuchadas y palabras dichas, palabras aprendidas y palabras repetidas, palabras

leídas y palabras escritas, palabras vividas y palabras soñadas, palabras disfrutadas y

palabras sufridas. Palabras que me han hecho y me hacen hija o esposa, estudiante o

profesora, amiga o conocida… palabras que me hacen.


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Las circunstancias de estar estudiando fuera de mi hábitat –voy a llamar así a mi

ciudad, San Salvador– en otro hábitat hoy menos extraño que ayer, pero siempre ajeno,

para decirlo como se dice, en otro país, en los Estados Unidos, me ha hecho aferrarme a

un discurso que antes no veía porque estaba dentro de él, nadaba en sus aguas sin tener

que pensarlo ni decirlo, que explicarme, que colorearme de él. Me refiero al discurso de

la nacionalidad, de la salvadoreñidad. Ese discurso que antes era mi medio de vida y que

ahora veo, parcialmente desde fuera, es uno que me atraviesa de pies a cabeza, me define,

me forma. Y ese discurso, como estudiante del discurso literario y cultural

latinoamericano, me llama e interpela como no lo había hecho antes. Es mío o quizás soy

de él. Lo hablo a mi modo –claro que como subjetividad moderna reclamo cierta

individualidad– y le hablo –hay siempre cosas que decir, que decirle. Oírlo, decirlo,

escribirlo o leerlo me hacen sentir en casa.

“En el momento de ponerme a hablar ya me precedía una voz sin nombre desde

hacía mucho tiempo”, dijo Foucault, y eso siento ahora que escribo y me propongo

escribir mi lectura de textos –parte del discurso periodístico salvadoreño de la década de

1840– que me preceden, me hablan y me interrogan. Quiero ahora interrogarlos yo a ellos

–o quizás sea mejor decir, a ese discurso–, escudriñar en sus palabras algo de lo que –con

ellas, en medio de ellas, desde ellas– producen, discuten, definen, fijan, articulan,

desprecian o excluyen.

Esta circunstancia del exilio, no es extraño, me hace volver los ojos a mi país. Me

interesa ver cómo se formó ese discurso de la salvadoreñidad, cómo se fue articulando en

los albores de la nacionalidad salvadoreña y centroamericana. Por eso voy al siglo XIX,
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también por eso voy a los periódicos, testimonio escrito que ha sobrevivido al tiempo.

Estoy clara que ese discurso periodístico es una vertiente nada más de ese flujo de

discursos en los que El Salvador surge –de entre (los avatares, las ruinas de) la federación

centroamericana– como estado-nación moderno. A esa vertiente tengo acceso, supongo

que serán los privilegios de que ha gozado desde tiempos inmemoriales la escritura,

especialmente en letra de imprenta.

De la imprenta y su impulso ‘modernizador’.

“Desde que estoi viendo papeles públicos, en que sus autores se proponen formar y dirijir

la opinion del pueblo, he advertido que siempre se habla de opinion pública, de derechos

del hombre, de forma de gobierno, y de otras materias encumbradas que pocos

entienden.”

(El amigo del pueblo. San Salvador, Jueves 25 de Mayo de 1843. N° 5. P. 31)

No habían transcurrido tres meses desde la instalación del Congreso

Constituyente salvadoreño, en marzo de 1824, cuando el gobierno de esta provincia hizo

traer, desde la ciudad de Guatemala, la primera imprenta. Su jefe de estado, Juan Manuel

Rodríguez, había visitado recientemente los Estados Unidos donde “pudo comprobar la

importancia de la imprenta y el gran poder del periódico como instrumento de cultura y

como medio de orientación popular” (Lardé y Larín 45).

Quizás este 1824 esté anunciando tímidamente, según la concepción de Benedict

Anderson, que la imprenta, con su reproducción mecánica de la letra escrita, terminaría

por producir e inventar una vertiente de la salvadoreñidad, esa de la que ahora me siento

partícipe. No sería en absoluto casual que al tiempo cuando la federación

centroamericana se declara tal, después del fracaso de la anexión a México en 1822


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(Pinto Soria 94-99), el estado del Salvador importa su primera imprenta. De acuerdo con

la tesis de Anderson, esta tecnología de reproducción mecánica de discursos escritos ha

sido crucial en la formación de las naciones modernas, al posibilitar el ritual cotidiano de

lectura de textos comunes –libros y periódicos– en amplios grupos humanos que, por su

dispersión geográfica, no tienen contacto cara a cara, pero que al realizar a diario, más o

menos simultáneamente, el dicho ritual se llegan a imaginar y a sentir vinculados por

lazos horizontales, fraternales, como viviendo en una temporalidad y espacio compartidos

(24-36). Esta sería, grosso modo, la idea de la nación, comunidad imaginada, como

artefacto cultural inventado y consolidado en la modernidad.

Cabe señalar que la introducción de una tecnología moderna como la imprenta no

produce, mecánica, automática o voluntariosamente, la comunidad de lectores de que

habla Anderson. La aspiración del jefe de estado salvadoreño, Juan Manuel Rodríguez, de

la “orientación popular” de la letra producida y reproducida por la imprenta pasa por la

‘modernización’ o puesta al día de las estructuras materiales y sociales del recién

constituido estado. En otras palabras, habría que llevar el periódico a zonas

geográficamente dispersas, para lo cual se necesitaría mejorar los caminos2; habría que

poner ese periódico en manos de los pobladores de estas regiones, producir cierta afición

a su lectura, para lo cual se necesitaría que supieran leer. La producción por sí sola nada

hace sin la posterior distribución y el ulterior consumo del discurso periodístico. El

pueblo centroamericano o salvadoreño, como comunidad que se autorreconociera como

tal en el sentido de Anderson, sería una producción de una suma de factores: imprenta,

más caminos, más alfabetismo, por decir lo menos.


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El estado del Salvador, en este sentido, era profundamente no moderno. Según

datos presentados por Héctor Lindo, hacia 1850 El Salvador tenía aproximadamente 370

mil habitantes, de los cuales menos de 7 mil asistían a la escuela (Weak Foundations 69).

No da Lindo datos exactos sobre población alfabeta en esta época, pero sí dice que el país

“era en gran medida analfabeto”, en su estudio sobre “Las primeras etapas del sistema

escolar salvadoreño en el siglo XIX” (144). No leía. Y aquí quiero evitar caer en el lugar

común de ver nuestro pasado como siempre ‘falto de’, ‘carente de’ alfabetización,

educación, caminos, redes de distribución; en una palabra, modernidad. Tampoco quiero

caer en el macondismo, al decir de José Joaquín Brunner, como esa tendencia regionalista

celebratoria de la simultaneidad de tiempos que se da en tierras latinoamericanas, donde

el periódico y la imprenta conviven con prácticas precolombinas. Quisiera poder

situarme, por un momento, en otro espacio crítico que me permitiera ver como funciona

el discurso de la modernización. Es fácil decir que hizo falta construir caminos y

escuelas, infraestructura material. Es difícil ir contra el discurso del que me siento

heredera y partícipe.

La profunda fragmentación de las sociedades coloniales sobrevive después de la

independencia: una minoría vive de un modo occidental y consagra ese modo como

‘universal’ o apropiado para todos; las mayorías ladinas e indígenas, que hacia 1837

sumaban el 80%3 de la población ¿quieren vivir de ese modo? No se trata de los malos

contra los buenos. Los primeros dirigían la nación –fuera Centroamérica o El Salvador– y

la nación era una articulación más en el mercado mundial, que –dominado por Europa y

Norteamérica después– presionaba con toda la fuerza de su imaginaria verdad ilustrada,

con su ideología de la modernidad y el progreso, a las otras zonas del globo. Según el
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discurso de la modernización es necesario que esas mayorías se pongan en onda, que se

crean que van a ser mejores humanamente si saben leer, escribir y si dejan de descansar

tanto y se ponen a trabajar. Van a tener acceso a todo aquello que hace ‘humanos’ y

‘modernos’ a los habitantes que caminan con la frente en alto en las ciudades. La promesa

de la modernidad es que van a decidir su destino, aunque para eso tengan que romper con

las formas de vida que tienen. Nuevamente Héctor Lindo:

Hay indicios de resistencia a asistir a la escuela de parte de las

comunidades indígenas que entraban en conflicto con maestros que se

veían a sí mismos como ‘civilizadores’, y cuyas actitudes hacia los niños

indios eran, cuando menos, condescendientes. Ejemplo de este tipo de

actitudes se encuentra en el maestro del pueblo indio de Nahuizalco, quien

en 1853 escribió al alcalde quejándose de que los niños indios ‘por sus

costumbres; por su lengua y por otras varias circunstancias son

naturalmente rudos y por consiguiente no pueden aprender lo que se les

enseña con la facilidad y prontitud que los ladinos’ (“Las primeras etapas”

145).

El discurso de la modernización es un discurso de élite, de los pocos que tienen acceso a

la letra de imprenta, si se quiere. Si pudiera situarme desde la perspectiva del otro, un

discurso ajeno, foráneo, europeo que desde la colonia ha venido hilvanado de abuso y

explotación de los productos de la tierra y de sus productores. La resistencia de los otros,

los pobladores indígenas de Nahuizalco para el caso, es una respuesta a ese discurso que

habla castellano y se escribe con caracteres latinos.


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Otro ejemplo de resistencia, ahora letrada, es el del epígrafe de esta sección que

viene del semanario El amigo del pueblo4: algunos periódicos o papeles públicos tratan

asuntos de interés general –para dirigir la opinión del pueblo, como quería Rodríguez al

introducir la imprenta– que, a“El amigo de la verdad”, como firma el lector y escritor de

este remitido, le parecen “materias encumbradas que pocos entienden”. Opinión pública,

derechos del hombre, forma de gobierno, todos conceptos que a fuerza de tanta repetición

y tanta fuerza ‘universal’ tienen plena vigencia en estos días, y que en 1843 sonaban

ajenos, extraños, hasta el punto que carecían de sentido para los muchos: pocos los

entendían. Por la tónica “encumbrada’ del remitido de este Amigo de la verdad, me

parece que este reclamo va encaminado –más que a un rechazo de las ideas en cuanto

tales– a darle orientación más pedagógica al discurso de los periódicos, a ser más

explicativos. Hace este remitido amigo un llamado de atención a los productores del

discurso periodístico para que no pierdan de vista que, para llegar a su deseado lector, el

pueblo, deben hablarle con palabras menos elevadas.

En este panorama de la primera mitad del siglo XIX, para volver a Anderson y la

relación entre la imprenta y la formación de la comunidad imaginada nacional, el carácter

no masivo, más bien elitista, del proyecto nacional salvadoreño es una afirmación que cae

por su peso. Nada sorprendente, por otra parte, ni excepcional en latitudes

latinoamericanas, pero tampoco en europeas (Unzueta 42-43, ver nota 23).

Del discurso de la carencia.

“No tenemos hombres, no tenemos dinero, no tenemos crédito, no tenemos union ni

verdadero espíritu público; tristes verdades, pero es necesario confesarlas, nuestros

pueblos no cooperan de un modo eficaz ni se adhieren de una manera positiva a ninguna


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forma de gobierno; por todas partes se nota una lacsitud, una inercia, un egoismo, y una

neutralidad que aflijen a un corazon patriota que desea el bien positivo de su pais.”

(El amigo del pueblo San Salvador, Jueves 4 de Mayo de 1843. N° 2. P. 3.)

Casi dos décadas de agitada y productiva vida llevaba la imprenta en el estado del

Salvador, cuando El amigo del pueblo se siente compelido a confesar por su medio las

tristes verdades que lo afligen. ¡Tanta publicación, tanta letra y la realidad se resiste a

responder! La gente –el pueblo– no se involucra en los asuntos públicos, la unión –esa

comunidad horizontal que ‘vive’ en el mismo tiempo y espacio– aun no llega. No hay

condiciones materiales para realizar el deseo del corazón patriota. En este discurso de la

negatividad, de esa conciencia de lo que ‘no tenemos’, discurso de la carencia –como lo

llama Julio Ortega– está implícita la comparación con la positividad de un modelo de país

moderno que se caracterizaría por poseer lo que ‘nos’ falta: hombres, dinero, crédito,

unión, espíritu público, pueblo adherido a una forma de gobierno, fortaleza, actividad,

solidaridad, involucramiento en la cosa pública. El discurso de la carencia es tal porque

es discurso de la comparación con la plenitud. Aquí creo que es necesario contrastar

afirmaciones como las de José Joaquín Brunner, quien al comentar textos de Octavio Paz

y de Hegel sobre la América Latina, rechaza las “lecturas comparativas” de lo

latinoamericano en que

[l]a interpretación de nuestra historia cultural por sus omisiones respecto

de un modelo occidental consagrado refleja no sólo la hegemonía de este

último sino, además, un antiguo gesto de perplejidad frente a las

diferencias específicas de ‘lo latinoamericano’ cuando ese nuevo territorio

es analizado con las categorías mentales del descubridor (155-156).


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Estoy de acuerdo con Brunner, pero creo precisamente que la hegemonía del modelo

occidental y su gesto colonizador son parte integral no (sólo) de la interpretación de la

cultura latinoamericana, sino de la cultura latinoamericana misma en su vertiente letrada,

dominante, ‘moderna’. Claro que, si se quiere hacer análisis, yo buscaría lo mismo que

Brunner: aunque no sé si se puede lograr.

Pero volviendo al epígrafe de esta sección, quejas semejantes a la suya se repiten

con frecuencia en el discurso periodístico salvadoreño de la época hasta consolidarse

como nota propia de la salvadoreñidad y, más allá, me atrevería a decir con ayuda de

Ortega, de la cultura latinoamericana. Para Julio Ortega, el discurso de la carencia es uno

de los “grandes modelos de representación del mundo americano” (129) y junto a su

contrario, el discurso de la abundancia, constituyen un par dialéctico “configurador de la

idea misma de América Latina desde sus tempranas fundaciones” (130). Lo que ‘nos’

falta llega a ser tan importante como lo que ‘tenemos’: se perfila en este discurso un

nosotros que, al ser dueño y señor de la palabra escrita en letra de imprenta, se autoriza

para diagnosticar la realidad y para curarla, para clasificar y definir lo positivo en que

abunda la realidad y lo negativo de lo que esta carece. Ahora habla El Salvador

rejenerado5, tres años después del Amigo:

Aquí nada se encuentra, de todo se carece. Recorramos la vista á todas

partes, y ¿qué encontraremos? Atraso y nada más que atraso. El Salvador

que ha marchado siempre al frente de los demas Estados, enarbolando el

hermoso estandarte de la libertad, es precisamente el que menos ha sabido

disfrutarla. (“Peticiones.” El Salvador Rejenerado San Salvador, octubre 5

de 1846: 2).
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El diagnóstico es grave: ‘vemos’ a nuestro alrededor y solo ‘vemos’ atraso. ‘Nos’ estamos

quedando atrás en la marcha hacia el disfrute de la libertad, del bien. El Salvador marcha

a la vanguardia en Centroamérica, pero hay fuerzas contrarias que le impiden gozar los

frutos de su lucha. Esta se queda corta frente a una realidad que se resiste a entrar en la

positividad de los tiempos modernos. El presente es negación de lo que debe ser y la

demora en el advenimiento de la plenitud produce ansiedad: “Vivir por vivir, es la muerte

misma: de nada sirve al hombre existir, si no existe como debe” (“Peticiones.” El

Salvador Rejenerado San Salvador, octubre 5 de 1846: 3). Entre el vivir y el vivir como

se debe, entre el ser y el deber ser, se alza una pesada materialidad heredada desde

tiempos sin historia, desde la naturaleza misma de los trópicos, que se resiste a la

modernidad, al progreso, a la marcha de la historia universal, a la civilización. Por la

misma época, otra publicación periódica, El Crisol6, producía –reservando apenas una

mención al ‘nosotros’ en el siguiente ejemplo– un discurso sobre el pueblo

centroamericano victimizado por su misma docilidad:

Los centro-americanos por lo general son bondadosos, hospitalarios,

sufridos, dóciles hasta el grado en que esta virtud pasa á ser defecto: son

blandos y afectuosos, aunque inclinados al ocio, al descanso y á la

disipacion: condicion indispensable de todas las razas que habitan bajo los

climas tropicales y mas particularmente, de aquellas que dueñas de un

suelo siempre templado por el calor vivificante de una eterna primavera,

ven sus arboledas y huertos cubiertos de flores y cargadas de frutos

expontáneos, producto no solo de la natural feracidad que no necesita ser

ayudada por la industria y el cultivo.


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No es el pueblo, repetimos, el que se arroja á ese tumulto revolucionario

que todo lo destruye; por el contrario, el pueblo gime aflijido á los

primeros anuncios de un trastorno, y se contrista y abate cuando sus

mandatarios imprudentes, olvidando sus mas importantes obligaciones,

ponen en choque á pueblos hermanos, y ahogan en torrentes de sangre el

sentimiento de compasion que debiera moverles cuando los desgraciados

perecen á millares como débiles corderos en un mercado, solo por

contener el capricho y la ambicion de unos pocos. (El Crisol. Núm. 1, Pág.

3. San Salvador, Abril 19 de 1845)

No, no es el pueblo el que está lanzado en este proyecto, no es suya la lucha (por el poder

de guiar la nación). Él es sólo la víctima de las decisiones imprudentes e improcedentes

de sus mandatarios. Una primera división: el pueblo, los centroamericanos, en el lado de

los más; los mandatarios, en el lado de unos pocos. Y la palabra que denuncia,

“repetimos”, que no está ni de un lado ni del otro, que se opone a la guerra, según dice,

por las vidas humanas que cobra. Esos millares de vidas que acaban como las de “débiles

corderos en un mercado” aportan carne y sangre a este discurso que reclama el fin de un

período de choques armados entre “pueblos hermanos”. Si en el primer párrafo me habla

de una población ociosa por la abundancia de la naturaleza misma (el discurso de la

abundancia, del que habla Ortega), en el segundo me confronta con una imagen adolorida

de esa población afligida, contristada, abatida. Forma una población tropical que vive en

“la eterna primavera” para luego deformarla y desangrarla bajo los embates de la guerra.

Esa situación crítica es necesario cambiar, transformar, ‘repetimos’ y seguirán repitiendo

hasta el cansancio estos y otros periódicos.


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Pero hay esperanza. Pareciera muchas veces ser mera cuestión de dirigencia, de

quien sabría y podría llevar mejor el carro de la civilización en un territorio sin caminos

aptos. Como dice El amigo: “La imprenta, ese apoyo sublime de las luces y de la libertad,

fué inventada para la discusion y para hacer conocer a los pueblos a sus enemigos y

opresores” (El amigo del pueblo. San Salvador, Jueves 22 de Junio de 1843. N° 9. P. 60).

Una lucha política por el gobierno –entre el ‘amigo’ y los enemigos y opresores del

pueblo– donde se esgrimen valores universales con propósitos particulares: “El bienestar

de los centro-americanos es el fin a que encaminamos nuestros escritos” (El amigo del

pueblo. San Salvador, Jueves 15 de Junio de 1843. N° 8. P 55). Según Ítalo López

Vallecillos, estudioso de la historia del periodismo salvadoreño:

Una de las características principales del periodismo salvadoreño en el

siglo XIX fue el doctrinarismo político. Páginas, cientos de páginas se

dedicaron a la discusión, a la polémica ideológica. La atención de los

periodistas-escritores estaba puesta en el tema político. Los semanarios

constituían verdaderos baluartes de la lucha por el poder. Cada grupo tenía

su tribuna. De ahí la gran profusión de periódicos políticos, de los cuales

podría hacerse una división: los conservadores y los liberales, los

unionistas y los separatistas (85)7.

Lo que creo, y estoy intentando demostrar, es que en esas páginas dedicadas a la

polémica ideológica y al doctrinarismo político se pueden seguir formas de discurso que,

de tanto repetirse, terminan por creerse: impactan y modelan, me atrevería a decir que

hasta la fecha, el imaginario de los salvadoreños sobre sí mismos, sobre su manera de ser

nación y su propio relato sobre su modernidad o la falta de ella. En ese discurso se van
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produciendo actores o personajes, propios ya de los tiempos modernos, después de la

independencia, a la vez que se va articulando un relato –y una historia– que, sea

centroamericano si no propiamente salvadoreño, está reclamando un estatuto diferencial

de otros relatos de naciones extranjeras. Es decir, se produce en estas páginas un perfil de

nación moderna.

Del discurso de la demora y del deseo.

“No solo los intereses y bienestar de todo Centro-América reciben de este plausible

suceso un beneficio inmenso, sino que el crédito del país en las naciones estranjeras

comenzará a restablecerse; y esto es mui importante, no solamente por razon de

seguridad, sino porque bajo los auspicios de la paz y del orden puede fomentarse el

comercio, que es fuente de tanto bien, y otras empresas útiles que atraerán a nuestro suelo

la riqueza y prosperidad a que está llamado.”

(El Salvador Rejenerado San Salvador, enero 2 de 1846: 91-2)

La esperanza de que se va por buen camino aflora en el discurso periodístico en

medio de celebraciones de paz. La del epígrafe se refiere al fin de uno de tantos

conflictos entre los estados de Centroamérica: se acaba de firmar en Senseti la paz entre

El Salvador y Honduras, y al mismo tiempo, se ha invitado a los demás estados a reunirse

para discutir sobre la reunificación de la extinta federación. Basta que se abra una rendija

para que el discurso se invada de optimismo. El deber ser, “la riqueza y prosperidad a que

está llamado” nuestro suelo centroamericano, está a las puertas… del futuro. Ante la

demora del progreso, la temporalidad del deber ser es pura futuridad: en el futuro está el

sueño de la plenitud del ser. Sólo allí se habrán solventado ‘nuestras’ carencias. En el

esquema dialéctico de Julio Ortega, este es el discurso de la virtualidad, “que se propone,


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promete o asume un programa y un proyecto de acciones y realizaciones, para un futuro

hecho de la diferencia de lo latinoamericano” (130). Sobre el futuro dice Octavio Paz:

Concebimos al tiempo como un continuo transcurrir, un perpetuo ir hacia

el futuro; si el futuro se cierra, el tiempo se detiene. Idea insoportable e

intolerable, pues contiene una doble abominación: ofende nuestra

sensibilidad moral al burlarse de nuestras esperanzas en la perfectibilidad

de la especie, ofende nuestra razón al negar nuestras creencias acerca de la

evolución y el progreso (Paz 45).

Y la evolución y el progreso están en manos de los jóvenes. Ellos curarán las heridas de

la patria adolorida, cambiarán la tristeza por la felicidad: ¡ah, las esperanzas de la

modernidad! “¿Hay alguno de nosotros, alguno que tenga un corazon patriota, que no

desee vivamente mudar la faz en una patria tan querida como desgraciada?” (El Crisol

Sin fecha Núm. 4, Pág. 16). El discurso del deseo viene desde dentro del corazón, de los

sentimientos, de la bondad misma hecha carne en la carne joven y educada de la patria:

el foro salvadoreño cuenta a la fecha con un número considerable de

jóvenes letrados que desempeñarán sus funciones con brillantez,

propagarán sus luces en la jeneralidad, darán impulso a nuestra

universidad, dirijirán la opinion pública con buen exito, y harán prosperar

en medio de la cultura y el civismo a la juventud estudiosa de este Estado,

digno por tantos títulos de una venturosa suerte. Habrá una masa compacta

de hombres ilustrados que serán en lo sucesivo el baluarte de las libertades

públicas, y el escollo del oscurantismo y del retroceso. (El amigo del

pueblo. San Salvador, Jueves 11 de Mayo de 1843. N° 3. P. 15-6)


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El advenimiento del futuro no será gratuito, no. Deberá pasar por una lucha contra la

tiranía, deberá luchar contra el atraso: los jóvenes letrados tienen las luces de su lado y

agrupados en una “masa compacta” sabrán combatir a las otras masas que con su peso

histórico, peso de pasado, no dejan que la prosperidad haga su casa en este territorio. Esa

“jeneralidad” que se resiste a educarse y a trabajar, acostumbrada a la abundancia propia

de la naturaleza tropical, en el lado del retroceso; pero también, no debe olvidarse, sus

dirigentes que tienen sumida a Centroamérica en luchas fratricidas, en el lado del

oscurantismo. Y es que “la civilizacion parece que huye de un pueblo en que solo

resuenan los alaridos de la discordia doméstica” (El Crisol Sin fecha Núm. 4, Pág. 15).

Pero la civilización habrá de triunfar y quedarse, la esperanza está en los jóvenes

salvadoreños. Ellos se están preparando, desde el presente, para abrirle las puertas al

futuro prometedor; ellos harán más breve la demora porque muchos ya viven en la

civilización, están alcanzando la modernidad. ¡Bastaría verlos como celebran la paz con

Honduras en las navidades de 1845 para cobrar tan altas esperanzas!

El 25 del corriente, tambien en celebridad de la paz, se dio por un

particular un gran baile en que rivalizaron el buen gusto, la decencia, el

lujo y la abundancia: la flor de la juventud salvadoreña reunida en el

magnífico festín dio a conocer a los observadores cuanto adelantan cada

día nuestras costumbres y cuan rápidos pasos da este pueblo hacia la

civilización européa. Los que habiendo visto los brillantes saraos de otros

paises, están en posicion de hacer comparaciones no se detienen en

asegurar que nuestro baile de pascua supone un grado de cultura en el


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Salvador, que con dificultad se encontrará en las masas de otras partes (El

Salvador Rejenerado San Salvador, enero 2 de 1846: 91).

Los jóvenes y sus observadores: aquellos, los que representan teatralmente ‘la cultura’ y

‘la civilización’ en un baile al estilo europeo; y estos, los que, desde su experiencia

cosmopolita, presencian el espectáculo y pueden juzgarlo, inscribirlo en un contexto

universal. Estos son los que ahora hablan y escriben sobre las distancias entre el ser y el

deber ser, y también reconocen cuando ambos se encuentran, como en esta celebridad de

la paz. El prurito de la comparación con “otros países” y “otras partes” informa el modo

de imaginar y entender la ‘cultura’ propia: ésta es un más o es un menos respecto de otras

‘culturas’. El universo todo se mueve, a distinto paso, hacia una meta común, la

construcción del paraíso en la tierra. Hay una cierta linealidad en la historia del mundo;

las distintas regiones geográficas se acomodarían en distintos puntos en esta línea del

progreso. De allí la justeza y validez misma de la comparación para entender y medir la

situación de la realidad propia en este mapa de la modernidad. Para Xavier Rubert de

Ventos, “La primera y principal de estas ideologías [de la modernidad] –que, por hallarse

en la matriz de todas las demás, bien podría llamarse, también, mitología- es la ideología

del Progreso y el Futuro” (Ventos 146). Ese futuro que según Aníbal Quijano nace a

finales del siglo XV, con los viajes de Cristóbal Colón:

ese descubrimiento de América Latina produce una profunda revolución

en el imaginario europeo y desde allí en el imaginario del mundo

europeizado en la dominación: se produce el desplazamiento del pasado,

como sede de una para siempre perdida edad dorada, por el futuro como
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la edad dorada por conquistar o por construir (Quijano 12, énfasis en el

original).

El deseo es acercarse al futuro, superar el atraso, acortar la demora. De allí la

celebración del avance, aunque sea por un momento y aunque sea sólo una parte de la

población, hacia “la civilización européa”. Esta ha vendido la idea de que es la punta de

lanza de ese movimiento universal y el mundo europeizado –como lo llama Quijano– la

ha comprado para quedársela:

Toda Centro-América de acuerdo con el mundo civilizado, cree que la

libertad es la base fundamental de la felicidad. Ella lo será porque los

centro-americanos están convencidos de que las naciones mas felices y

poderosas son las que disfrutan el inestimable don de la libertad: los

Estados-Unidos, la Francia, la Holanda, y la Inglaterra son el testimonio

mas auténtico de la verdad de este principio: miéntras que la España, la

Italia, Portugal, gran parte de la Alemania y en la misma Asia, en donde

reina la ignorancia y su inseparable compañero el fanatismo; manifiestan

que las naciones gobernadas por el despotismo son las mas pobres, y las

mas débiles aunque con inmensos recursos territoriales (El amigo del

pueblo. San Salvador, Jueves 4 de Mayo de 1843. N° 2. P. 5)

Unas naciones están más adelante y más adelantadas que otras, incluso en la misma

Europa; el mismo continente americano tiene en el norte una representante de la felicidad

y el poder que dan la vida en libertad. El deseo se vuelve convicción y Centro-América

de momento, en el papel Amigo, es una sola toda ella. ¿Es posible ir contra la libertad y

la felicidad? ¿Es acaso posible ir en contra, escapar de la modernidad?


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De mi propio discurso.

En algún momento, páginas atrás, recurrí al concepto del mercado mundial –ni

siquiera me preocupé por definirlo, por cierto– para explicar el poder avasallador y

excluyente de la modernización. Pero no estoy satisfecha con lo que he dicho. Si no

puedo ir más allá es porque todavía no lo tengo claro.8Alguien tiene que cargar con las

culpas de un mundo tan injusto. El mercado mundial me pareció un constructo adecuado

de momento.

Lo que quiero evitar es el simplismo de dejarme arrastrar y convencer, en mi

análisis, por el discurso de la carencia y de la comparación: trampa de la retórica de la

modernización, lugar común de la interpretación de América Latina, como bien señala

José Joaquín Brunner. No es tan fácil la cuestión como decir lo que nos hizo, nos hace y

nos hará falta: “¡Oh San Salvador, querida patria nuestra cuan grande, cuan rica, cuan

feliz y cuan hermosa serias con una paz que durase siquiera diez años!” (El Salvador

Rejenerado San Salvador, enero 2 de 1846: 91). Y la paz ¿llegó alguna vez para

quedarse?

No soy tan optimista como para creer la solución –el deber ser– es inventarnos

estrategias para entrar y salir de la modernidad, como dice el crítico cultural Néstor

García Canclini, con su idea de la hibridez, otra forma de decir que vale insertarnos en el

mercado mundial mientras mantenemos también nuestros mercados locales o, en otras

palabras, seamos cosmopolitas y seamos provincianos, europeos e indígenas, modernos y


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tradicionales a la vez. Termino confundiéndome al querer entender las hibridaciones o

hibrideces.

Pero quizás, en el fondo, me sigue in-formando el discurso del deseo y de la

demora, mas conjugado en el subjuntivo: quisiera, aunque no sé que desear, creer o

esperar y, a veces, pienso que el futuro, por más que mi “corazón patriota” lo desee, no

traerá nada mejor.


1
Notas

Agradezco al Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Estatal de Ohio, por haberme concedido una beca
Tinker para viajar a El Salvador en el verano del año 2002; a la Biblioteca de la Universidad Centroamericana “José Simeón
Cañas” en San Salvador, por haberme recibido en su salón de Colecciones especiales para consultar los materiales que
informan este trabajo.
2

Para ver el estado de los caminos en Centroamérica ver Lindo Fuentes “Economía y sociedad (1810-1870)”, 163-169. La
mejora de los caminos es una preocupación persistente en el estado salvadoreño, una de las obras que se dice fomentar en
los tiempos de paz. En 1847, el periódico oficial dice que “El Supremo Gobierno se ocupa de impulsar de todas maneras el
comercio y la agricultura, de mejorar los puertos y caminos, y de hacer todas aquellas obras de pública utilidad que no han
podido realizarse en las épocas pasadas” (Gaceta del Gobierno Supremo del Estado Del Salvador, en la República de
Centro-América. T 1º. N. 37. San Salvador, Diciembre 3 de 1847. Pajina 145).
3
La población ladina, hacia 1837, sumaba más de la mitad del total, un 57.5%; la indígena era menos de la mitad de la
población ladina, un 22.5% del total; el 20% restante era blanco (Lindo Fuentes Weak Foundations 73).
4
El amigo del pueblo apareció por primera vez en San Salvador 20 de abril de 1843 con un Prospecto que anunciaba su
distribución los jueves de cada semana. Salieron 24 números, el último el 23 de noviembre del mismo año. Consulté este
periódico en el salón de Colecciones Especiales, Biblioteca Florentino Idoate, UCA, San Salvador. Según el historiador
Jorge Lardé y Larín, este semanario fue clausurado por los conservadores, en altos cargos en la iglesia y el ejército, y los
“sostenedores del Amigo del Pueblo” fueron desterrados “sin conocimiento del gobierno” liberal (126-127).
5
El Salvador rejenerado salió en San Salvador por primera vez el 7 de febrero de 1845 y según Ítalo López Vallecillos
“venía publicándose como órgano semi gobiernista” (94). Se terminó de publicar el 31 de diciembre de 1846, después de lo
cual cambió su nombre –dice López Vallecillos– por el de Gaceta del Gobierno Supremo del Estado Del Salvador en la
República de Centro-América. Se publicaba más o menos cada quince días. Ha sido reproducido, casi completo, en edición
facsimilar (ver Obras citadas).
6
El Crisol publicó doce números entre el 19 de abril y el 4 de julio de 1845, en San Salvador. Dejó de salir por falta de
fondos, según se explica en las páginas finales de la publicación misma. Lo consulté en el salón de Colecciones Especiales,
Biblioteca Florentino Idoate, UCA, San Salvador.
7
Los tres periódicos que estoy leyendo, El amigo del pueblo, El crisol y El Salvador rejenerado, son tribunas de lucha y
opinión de los liberales, unionistas (López Vallecillos 90, 94).

8
Obras citadas.

Anderson, Benedict. Imagined Communities: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism.

Rev. ed. London: Verso, 2000.

Brunner, José Joaquín. “Tradicionalismo y modernidad en la cultura latinoamericana.” Cartografías de

la modernidad. Santiago de Chile: Dolmen, 1994. 151-190.

El amigo del pueblo. San Salvador, Abril 20 de 1843–Noviembre 23 de 1843. Colecciones Especiales,

Biblioteca Florentino Idoate, UCA, San Salvador.

El Crisol. San Salvador, Abril 19 de 1845–Julio 4 de 1845. Colecciones Especiales, Biblioteca

Florentino Idoate, UCA, San Salvador.


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Ed. Arturo Taracena Arriola. San Salvador: Fundación Dr. Manuel Gallardo, 1996.

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Lardé y Larín, Jorge. Orígenes del periodismo en El Salvador. San Salvador: Ediciones del Ministerio

de Cultura, 1950.

Lindo-Fuentes, Héctor. “Las primeras etapas del sistema escolar salvadoreño en el siglo XIX.”.

Política, Cultura y Sociedad en Centroamérica: Siglos XVIII-XX. Eds. Margarita Vannini y

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