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WILHELM HAUFF

Cuentos del
Almanaque
Título original: Märchen als Almanach
Traducción: Melsi Pelfort
Cuentos del Almanaque.....................................................................................................3
La caravana........................................................................................................................6
La historia del Califa Cigüeña...........................................................................................8
La historia del velero fantasma........................................................................................16
La historia de la mano cortada.........................................................................................23
El rescate de Fatme..........................................................................................................33
La historia de pequeño Muck..........................................................................................43
El cuento del falso príncipe.............................................................................................54
Cuentos del Almanaque1
En un bello reino lejano, del que se dice todavía existe un jardín eternamente verde
y donde nunca se pone el sol, reina desde siempre la reina Fantasía. Hacía ya muchos
años que la reina Fantasía obsequiaba a sus súbditos con el don de la abundancia, y era
amada y venerada por todos los que la conocían. Pero la reina tenía un corazón
demasiado grande para guardarse todas aquellas bendiciones en sus tierras y ella misma,
equipada con su belleza y su eterna juventud, bajó a la Tierra porque se había enterado
que la gente vivía triste y sin ilusiones. Les llevó el precioso don de su reino y, desde
que aquella hermosa reina pasó por la Tierra la gente vivía contenta y estaba de buen
humor, sin exagerar.
La reina también envió allí a sus hijos, que eran tan bien parecidos y amados como
su madre, para que llevasen felicidad a la gente. En una ocasión cuando la princesa
Cuentacuentos, la hija mayor de la reina, regresó de la Tierra, la reina advirtió enseguida
que la princesa Cuentacuentos estaba triste. Sí, cada vez que la reina la miraba le
parecía ver señales de llanto en sus ojos.
—¿Qué te ocurre, querida Cuentacuentos? —le preguntó la reina—. Desde que has
vuelto estás tan triste y abatida... ¿ya no confías en tu madre, no quieres explicarme qué
te ocurre?
—Ay, querida madre —contestó la princesa Cuentacuentos—. Créeme que debería
de habértelo dicho, pero no quería que mis penas te entristecieran a ti también.
—Explícamelo todo, siempre, hija mía —le pidió la hermosa reina—. Las penas son
una pesada carga si las lleva uno solo, pero se vuelven más ligeras si se llevan entre dos.
—Si así lo quieres —contestó la princesa Cuentacuentos—. Escucha: ya sabes lo
mucho que me gusta estar con la gente, también sabes como he disfrutado pudiendo
sentarme en la puerta de sus casitas y pasar un rato charlando con ellos, al terminar el
trabajo. Además, siempre me habían saludado con un apretón de manos cuando llegaba
y me habían mirado sonrientes y contentos cuando me iba, pero ahora hacía ya algunos
días que no era así.
—Pobre Cuentacuentos —dijo la reina mientras le acariciaba las mejillas
empapadas de lágrimas—. ¿Seguro que no te las imaginas, estas cosas?
—Lo digo de verdad. Me he dado perfecta cuenta. Lo he visto demasiado
claramente —respondió la princesa Cuentacuentos—. Ya no me aman. Vaya donde vaya
me encuentro con miradas frías, no soy bien recibida en ninguna parte e incluso los
niños, a los que siempre he amado, se ríen de mí y me dan la espalda con desdén.
La reina se sujetó la cabeza con la mano y se quedó en silencio.
—Que cosa más rara. ¿Qué estará ocurriendo? —se preguntó la reina—. ¿Estás
segura, Cuentacuentos, que la gente de allá abajo ha cambiado tanto?
—¡Escucha, la gente ha puesto vigilantes astutos que cachean y revisan
minuciosamente todo lo que viene de tu reino, oh reina Fantasía! Si ven a alguien que
no es de su agrado, le chillan, le apalean hasta matarlo o hablan tan mal de él que todo
el mundo les cree a pie juntillas, y ya no hay forma de encontrar pizca de cariño ni
chispa de confianza. ¡Vaya con mis hermanos los Sueños, a ellos sí que les van bien las
cosas! Saltan a la Tierra alegres y contentos, ningún hombre astuto les pregunta nada,
1
En el original, el autor juega con el significado de la palabra Märchen, que hemos preferido traducir por
Cuentacuentos y no por su traducción literal Cuento, con el objetivo de mantener la idiosincrasia del
personaje.
visitan a la gente cuando duermen y entrelazan y describen las historias que desean los
corazones y que gustan a todo el mundo.
—Tus hermanos tienen los pies ágiles —dijo la reina—. Y tú, estimada, no debes
tener ningún motivo para envidiarles. Por otro lado, ya sé que hay guardias de frontera,
la gente no ha hecho mal en ponerlos. Ocurre que siempre hay algún desvergonzado que
se hace pasar por enviado de mi reino y que, a lo sumo, nos debe haber visto desde el
otro lado de la montaña.
—¿Pero, porqué me echan la culpa a mí? ¿A tu propia hija? —dijo la princesa
Cuentacuentos, llorando—. Ay, si supieras lo que me han hecho. Me disfrazaron como
una vieja solterona y me amenazaron que la próxima vez no me dejarían entrar.
—¡Qué me dices, hija mía! ¿Qué no te dejarían entrar? —dijo la reina gritando, y el
pronto le acentuó el rubor en sus mejillas—. Pero, ya que lo dices, conozco el origen
todo esto: ¡Aquella lengua de víbora de la madrina nos ha calumniado!
—¿La Moda? ¡No es posible! —Dijo la princesa Cuentacuentos gritando—. ¡Pero si
siempre ha sido amable con nosotros!
—Uy, la conozco muy bien, es una hipócrita —contestó la reina—, pero esta nos la
va a pagar hija mía. Los que queremos hacer el bien debemos estar siempre preparados.
—¡Madrecita! ¿Y si no quieren que vuelva allí? ¿O si hablan tan mal de mí que la
gente ya ni me mira o me menosprecia y no me hace caso?
—Si los Mayores, mal aconsejados por la Moda, te menosprecian, te pondré a tu
favor a los Pequeños, quienes son realmente mis predilectos. Haré que tus hermanos los
Sueños les hagan llegar las más valiosas ilustraciones. Yo misma debo bajar a menudo,
planeando, para verles; debo acariciarlos y darles besos, y debo jugar con ellos a juegos
muy bonitos. Me conocen bien, aunque no saben como me llamo, a menudo, cuando
oscurece, me he dado cuenta que sonríen mirando mi estrella y, por la mañana, aplauden
contentos cuando mis vistosos borreguitos tiran de mí hacia las nubes. También me
amarán cuando se hagan mayores y, entonces ayudaré a las queridas chiquillas a trenzar
guirnaldas de colores, y los chicos, más traviesos, se estarán quietos cuando me siente
con ellos en lo alto de los riscos. Les dejaré salir del mundo de las nubes, de las
montañas azules, de los altos castillos y de los relucientes palacios, y con las nubes
carmesíes del atardecer crearé batallones de aguerridos caballeros y procesiones de
peregrinos.
—¡Cuánto me gustan los niños! —exclamó la princesa Cuentacuentos—. ¡Sí, por
supuesto! Volveré a intentarlo con ellos.
—Sí, buena hija —dijo la reina—. Vete con ellos, pero quiero vestirte de una forma
más apropiada para que gustes a los Pequeños y no vuelvan a menospreciarte los
Mayores. Veamos, te daré la apariencia de un almanaque.
—¿Un almanaque, madre? ¡Uf! ¡Qué vergüenza presentarme de esa guisa ante la
gente!
La reina hizo una señal y los criados trajeron un vestido con la apariencia de un
almanaque, tejido con hilos de brillantes colores y preciosos dibujos.
Las criadas peinaron las trenzas a la bella princesa Cuentacuentos, le ataron unas
sandalias doradas a los pies y la vistieron con el vestido de almanaque
La resignada princesa Cuentacuentos no osaba siquiera levantar la vista, pero su
madre se la miraba complacida y la cogió entre sus brazos.
—Vete hacia allí —le dijo a la chica—, que mi bendición te acompañe y si se da el
caso que te menosprecian y se mofan de ti, vuelve conmigo. Quizás las generaciones
sucesivas tendrán una conducta más leal y volverán a cederte su corazón.
Así, pues, habló la reina Fantasía. Y, por fin, la princesa Cuentacuentos bajó a la
Tierra. Con el corazón latiéndole fuertemente, se aproximó al lugar donde estaban los
astutos vigilantes, inclinó su cabecita hacia el suelo, se ajustó bien al cuerpo su bonito
aspecto y se acercó a la entrada con pasos vacilantes.
—¡Alto! —bramó una voz profunda y ronca—. ¡Guardias a formar! ¡Ahí llega otro
almanaque!
Al oír esto, la princesa Cuentacuentos se puso a temblar. Un escuadrón de hombres
más bien maduros y de miradas hoscas se adelantó precipitadamente. Llevaban plumas
afiladas en los puños y se plantaron cortando el paso a la princesa Cuentacuentos. Uno
de la cuadrilla se le acercó y con su mano áspera la agarró por la barbilla.
—Sólo quiero que levante la cabeza señor Almanaque –dijo con voz ronca—, que
os podamos ver en los ojos si está todo correcto o no.
Ruborizada, la princesa Cuentacuentos levantó la cabeza y entornó sus ojos negros.
—¡La princesa Cuentacuentos! —exclamaron y estallaron de risa—. ¡La princesa
Cuentacuentos! ¡Qué imaginación, presentarse de esta forma! ¿Pero adónde vas con esta
facha?
—Ha sido idea de mi madre —respondió la princesa Cuentacuentos.
—¿Y, qué? ¿Quería hacerte pasar de estraperlo? ¡Se habrá creído que puede
tomarnos el pelo! ¡Date la vuelta! —Le gritaron los vigilantes uno tras otro mientras
levantaban sus afiladas plumas.
—Pero, yo solo quería ir con los niños —suplicó la princesa Cuentacuentos —¿No
podéis siquiera permitirme esto?
—¿No ha estado ya bastante por aquí esta gentuza? —gritó uno de los guardias—,
no hacen más que contar tonterías a nuestros hijos.
—Veamos que intenciones se trae esta vez —dijo otro.
—¡Eso, eso! —Dijeron todos gritando —¡Venga, explícate! Pero date prisa que no
podemos perder más tiempo contigo.
La princesa Cuentacuentos alargó sus brazos y con el índice de la mano dibujó un
montón de signos en el aire. Se veían pasar formas rebosantes de color; caravanas llenas
de preciosos caballos llevando jinetes ricamente ataviados, muchas tiendas encima la
arena del desierto; pájaros y veleros surcando mares tempestuosos; tranquilos bosques y
plazas y calles llenas de gente; nómadas combativos y pacíficos, todos iban pasando por
el aire hechos de imágenes animadas y de un hormiguero de colores.
La princesa Cuentacuentos estaba tan entusiasmada mostrando aquellas
ilustraciones que no se dio cuenta de que los vigilantes de la puerta se habían quedado
dormidos. Aún se disponía a hacer más dibujos nuevos cuando un señor muy amable se
le acercó y le sujetó la mano.
—Mira hacia allá buena princesa Cuentacuentos —le dijo aquel hombre, mientras
señalaba a los vigilantes dormidos—. Tus cosas de colores no les sirven para nada a
éstos. Cuélate rápido por esta puerta, nadie sospechara que estás en el país y podrás ir
por la calle tranquila y desapercibidamente. Te llevaré donde están mis hijos, en mi casa
te dejaré un rinconcito tranquilo y confortable, donde podrás quedarte y hacer tu vida.
Cuando mis hijos e hijas hayan hecho sus deberes, les dejaré que vayan a escucharte
con sus amigos. ¿Te parece bien?
—¡Oh, sí, por supuesto! Ir contigo y conocer a tus encantadores hijos. ¡Puedes estar
seguro que me esforzaré para ofrecerles muchos ratos agradables!
El buen hombre asintió con la cabeza amablemente y la ayudó a pasar por encima
de los dormidos vigilantes. Cuando ya los hubo pasado todos, la princesa Cuentacuentos
se los miró aguantándose la risa y atravesó la puerta en un periquete.
La caravana
Érase una vez una caravana que pasaba por el desierto. En aquella inmensa llanura,
donde no se veía otra cosa que arena y cielo, se oían a lo lejos las cencerrillas de los
camellos y el plateado rodar de los caballos. Una densa polvareda, que les iba a la zaga,
anunciaba su proximidad, y cuando alguna ráfaga de aire rompía la nube de polvo, el
brillo de las armas y el esplendor de los vestidos deslumbraban la vista. Entonces un
hombre que cabalgaba no muy lejos de la caravana se acercó. Montaba un precioso
caballo árabe enjaezado con una gualdrapa atigrada, del correaje colgaban cascabeles de
plata y en la crin del caballo se balanceaba un precioso plumaje. El caballero tenía la
apariencia atractiva y sus vestidos hacían juego con la suntuosidad de su montura; un
blanco turbante ricamente bordado en oro cubría su cabeza; la túnica y los bombachos
eran de intenso color rojo y una curvada espada le colgaba del costado. Llevaba el
turbante calado a fondo; este detalle y los ojos negros, brillantes, bajo sus espesas cejas
y la larga barba que le colgaba por debajo de su nariz aguileña, le daban un aspecto
temerario y salvaje. Cuando el caballero estaba a unos cincuenta pasos de la avanzadilla
de la caravana, puso su caballo al galope y en un momento llegó al frente de la recua.
Era un hecho tan insólito esto de ver un caballero atravesar el desierto en solitario que el
responsable de la caravana blandió la lanza, por temor de un ataque sorpresa.
—¿Qué queréis? —gritó el caballero, al ver que le recibían de aquella forma tan
belicosa—. ¿Creéis que un hombre solo puede atreverse a asaltar la caravana?
Confundido, el guardia retiró la lanza; pero el guía cabalgó hacia él y le pidió qué
quería.
—¿Quién es el dueño de la caravana? —preguntó el caballero.
—No es de un dueño —respondió el otro, sino de un grupo de mercaderes que
regresan de la Meca y vuelven a su casa, y nosotros les guiamos por el desierto, porque
tienen miedo de la gente de mal vivir.
—En este caso, llévame ante los mercaderes —solicitó el forastero.
—No puedo hacerlo —contestó el guía—. Debemos de continuar sin detenernos, y
los mercaderes van ahí atrás, como mínimo, a un cuarto de hora de marcha; pero, si lo
queréis, podéis cabalgar a mi lado hasta que lleguemos al lugar donde nos detendremos
para hacer la siesta y podré satisfacer vuestro deseo.
El forastero no dijo nada más; agarró una larga pipa que llevaba atada a la silla y se
dispuso a fumar a grandes bocanadas mientras cabalgaba junto al guía de la avanzadilla.
Éste no sabía como comportarse con aquel forastero; no se atrevía a preguntarle
directamente por su nombre e intentó entablar una conversación de manera tan
persistente, que el forastero se dio cuenta.
—Fumáis buen tabaco.
O bien:
—Vuestro caballo tiene el galope intrépido.
Pero el forastero cada vez contestaba sólo con unos escuetos “sí, sí”. Finalmente,
llegaron al lugar donde querían acampar. El guía apostó a sus hombres y junto al
forastero esperó a que llegase la caravana. Treinta camellos cargados hasta los topes y
dirigidos por conductores armados se acercaban. Detrás de estos camellos, iban
montados en vistosos caballos los cinco mercaderes propietarios de la caravana. Casi
todos eran hombres de edad avanzada, de aspecto serio y solemne; sólo uno se veía más
joven que los demás y, también, más alegre e impulsivo. Un gran número de camellos y
caballos de carga cerraba la caravana.
Armaron las tiendas y acomodaron los camellos y caballos en círculo. En el centro
había una gran tienda con la cubierta de seda azul adonde el guía de la avanzadilla
acompañó al forastero. Cuando cruzaron el cortinaje de damasco de la entrada, vieron a
los cinco mercaderes sentados en almohadones tejidos con hilo de oro, esclavos negros
les servían comida y bebida.
—¿A quién nos traes aquí? —Preguntó, con un grito, el mercader joven al guía.
Antes de que el guía pudiese responder, lo hizo el forastero.
—Me llamo Selim Baruch y soy de Bagdad. Una horda de malhechores me hizo
prisionero cuando viajaba a la Meca y hace tres días que, incomprensiblemente, me han
liberado de la mazmorra. El gran Profeta me hizo oír en la lejanía el cascabeleo de
vuestra caravana y por esta razón me acerqué hasta aquí. ¡Permitidme que viaje en
vuestra compañía! No os arrepentiréis de darme protección ya que, tan pronto
lleguemos a Bagdad, voy a recompensaros con creces vuestro favor. Soy el sobrino del
Gran Visir2.
El más anciano de los mercaderes tomó la palabra:
—¡Selim Baruch! —dijo—, sed bienvenido a nuestra sombra! Nos llena de gozo
teneros entre nosotros; pero ante todo, sentaros y acompañadnos a beber.
Selim Baruch se sentó con los mercaderes y bebió y comió con ellos. Después de
comer, los esclavos retiraron los platos y les ofrecieron largas pipas y sorbetes turcos.
Los mercaderes estuvieron sentados largo rato en silencio mientras contemplaban las
volutas y espirales de las azuladas bocanadas de humo que lanzaban y que terminaban
esfumándose en el aire. Finalmente, el mercader joven rompió el silencio:
—Hace tres días que no hacemos otra cosa que estar así, sentados —dijo—, del
caballo a la mesa sin nada que nos ayude a pasar el rato. Experimento un excesivo
aburrimiento, porque estoy acostumbrado a ver bailar o escuchar canciones y música
después de comer. Querido forastero, ¿sabéis de alguna manera de matar el tiempo?
Los mercaderes ancianos continuaban fumando, serios y solemnes; aún así, el
forastero habló:
—Si me lo permitís, os daré una idea. A mí me parece que en cada campamento uno
de vosotros podría explicar a los demás alguna historia. Esto nos ayudaría a pasar el
rato.
—¡Selim Baruch, has hablado con palabra de sabio! —dijo Achmet, el mercader
más anciano—. ¡Aceptamos tu propuesta!
—Me satisface que os haya gustado la idea —dijo Selim—, ya veis que no os he
sugerido nada indigno, por eso seré yo mismo el primero en hacerlo.
Divertidos, los cinco mercaderes se acercaron entorno al forastero. Los esclavos
ofrecieron llenar los vasos otra vez, echaron tabaco fresco en las pipas de sus amos y las
encendieron con teas ardiendo. Selim se refrescó la garganta con un buen trago de
sorbete, se apartó su largo bigote de la boca y empezó a hablar:
—Pues, escuchad La historia del califa cigüeña.

2
El funcionario ejecutivo de rango más alto, en algunos países orientales.
La historia del Califa Cigüeña

(I)
Érase una vez el califa Chasid de Bagdad. Se había pasado toda la tarde sentado en
el sofá, holgazaneando y se había quedado algo traspuesto porque era un día muy
bochornoso y daba la impresión que después de la siesta aún haría más calor. Fumaba
una larga pipa de palo de rosa. De vez en cuando bebía un poco del café que le servia un
esclavo y, cuando se le antojaba, se frotaba la barba con satisfacción. Enseguida se veía
que estaba de buen humor. Aquellos momentos eran los más adecuados para hablar con
él y, por esta razón, también eran los que cada día aprovechaba su Gran Visir, Mansor,
para visitarle. Aquella tarde, nada más llegar, el Califa se dio cuenta que el Gran Visir
estaba bastante mustio, lo cual no era muy normal. El Califa se retiró un poco la pipa de
la boca y dijo:
—¿Cómo es que tienes este aire tan pensativo, Gran Visir?
El Gran Visir cruzó los brazos sobre su pecho, hizo una reverencia a su señor y
respondió:
—Señor, no sé si tengo el aire pensativo o no, pero allá abajo al final del castillo
hay un mercader con cosas tan bonitas que me sabe mal no tener más dinero para
podérselas comprar.
El Califa, que hacía tiempo tenía ganas de regalar algo a su Gran Visir, envió un
esclavo a buscar a aquel mercader. El esclavo volvió al poco rato en compañía del
mercader. Era un hombre pequeño, corpulento, de cara morena y llevaba el vestido
hecho jirones. Acarreaba una arqueta con toda clase de artículos, perlas y anillos,
pistolas bellamente adornadas, jarrones y peines. El Califa y su Visir lo examinaron
todo minuciosamente y, finalmente, el Califa compró unas pistolas muy bonitas para él
y para Mansor. Justo en el momento en que Mansor iba a cerrar la arqueta, el Califa vio
un pequeño cajón y preguntó si aún había más cosas. El mercader abrió el cajón, y en su
interior pudieron ver un estuche que contenía unos polvos negros y una hoja de papel
con una escritura singular que ni el Califa ni Mansor sabían leer.
—Hace ya tiempo, me los dio un comerciante que venía de la Meca —dijo el
mercader—. No entiendo lo que dice; os los puedo servir a un precio mínimo porque no
sé qué hacer con ello.
El Califa, propietario de una biblioteca llena de manuscritos antiguos, que tampoco
sabía leer, compró los manuscritos y el estuche y despidió al mercader. Sin embargo, el
Califa pensó que le haría mucha ilusión saber qué decía aquel trozo de papel, y preguntó
al Visir si conocía alguien que lo pudiese descifrar.
—Honorable señor y amo —le respondió—. En la gran mezquita vive un hombre,
que conoce todas las lenguas. Se llama Selim el sabio. Hacedlo llamar, quizás nos sepa
leer estos misteriosos trazos.
Al momento trajeron al sabio Selim.
—Selim, dicen que eres muy sabio; echa un vistazo a este papel a ver si lo puedes
leer: ya que te llaman sabio, si eres capaz de leerlo te regalaré un vestido de fiesta nuevo
y, si no, vas a recibir doce azotes en la espalda y veinticinco en las plantas de los pies.
Selim hizo una reverencia y dijo:
—¡Hágase vuestra voluntad, oh señor! —examinó el papel un buen rato y de
repente exclamó—. Es latín, oh señor, o que me cuelguen.
—Adelante ¿qué dice? —le ordenó el Califa—. Si sabes que es latín.
Selim empezó a traducir:
—¡Hombre, que has encontrado este estuche! ¡Da gracias a Alá por haberte honrado
con este presente! Quien inhale los polvos que contiene y diga Mutabor3, se podrá
transformar en cualquier animal y, también, entender su lengua. Cuando quiera volver a
tener aspecto humano, deberá inclinarse tres veces en dirección a Oriente y decir la
misma palabra. Pero, ándate con cuidado, mientras tengas el aspecto de animal no debes
de reír por nada, de lo contrario, te vas a olvidar completamente de la palabra mágica y
quedarás animal para siempre.
Al Califa, le divirtieron mucho todas aquellas cosas que leyó Selim. Hizo jurar al
sabio que no explicaría aquel secreto a nadie más, le regaló un bonito vestido y le
mandó marcharse. Entonces dijo a su Gran Visir:
—¡Esto sí que es una buena adquisición, Mansor! ¡Tengo ganas de ser un animal!
Mañana por la mañana ven temprano; ¡iremos al campo los dos juntos, aspiraremos un
poco de esto que hay en mi estuche y después espiaremos todo lo que se diga en el agua,
en el bosque y en el campo!

(II)
Al día siguiente el califa Chasid apenas había acabado de vestirse y de desayunar
que su Gran Visir ya estaba allí, tal como le había mandado, para acompañarle a pasear.
El Califa se metió el pequeño estuche que contenía los polvos mágicos en la faja y,
después de mandar a su séquito que se quedara donde estaba, salió a pasear con su Gran
Visir. Primero pasaron por el ancho jardín del Califa, y otearon, en balde, que pasase
algo vivo que les permitiera probar sus habilidades. Finalmente, el Visir le propuso ir
hasta una estanque que estaba un poco más lejos donde, a menudo, había visto animales,
principalmente cigüeñas que, con su porte majestuoso y su cloqueo, siempre le habían
llamado la atención.
El Califa aceptó la propuesta de su Visir y se dirigió con él hacia el estanque. Una
vez allí, vieron una cigüeña que andaba absorta de un lado a otro buscando ranas y que,
de cuando en cuando, picoteaba alguna cosa. Al mismo tiempo, también vieron otra a lo
lejos que volaba en aquella dirección.
—Apuesto mi barba, honorable señor —dijo el Gran Visir—, que estas dos
zancudas se pondrán a charlar. ¿Qué le parece si nos transformamos en cigüeñas?
—¡Buena idea! —respondió el Califa—. Pero primero asegurémonos de qué hay
que hacer para recobrar el aspecto humano. ¡Exacto! Tres reverencias en dirección a
Oriente, decir Mutabor y volveremos a ser yo el Califa y tú el Visir. ¡Pero, por el amor
de Dios, no vale reír, de lo contrario, estamos perdidos!
Mientras el Califa decía esto, observaba otra cigüeña que pasaba volando por
encima de sus cabezas y aterrizaba lentamente. Rápidamente se sacó el estuche del
cinto, cogió un buen puñado de polvos, ofreció a su Gran Visir que también aspiró y los
dos a la vez gritaron:
—¡Mutabor!
Entonces se les encogieron las piernas y se les quedaron delgadas y rojas, las
bonitas babuchas doradas del Califa y su compañero se transformaron en unos pies de
cigüeña desproporcionados, los brazos se les volvieron alas, el cuello se les alargó hasta
3
Palabra latina que significa seré transformado.
casi cuatro palmos, la barba les desapareció y el cuerpo les quedó cubierto de sedosas
plumas.
—Tenéis un pico muy coquetón, señor Gran Visir —dijo al cabo de un rato el Califa
maravillado—. ¡Por las barbas del Profeta, jamás había visto una cosa así!
—Gracias, gran señor —respondió el Gran Visir al tiempo que hacía una reverencia
—; si me permitís el atrevimiento, su majestad casi queda tan distinguido de cigüeña
como de Califa. Pero acerquémonos, si queréis. Intentaremos mirar a nuestros
compañeros, para probar si sabemos comportarnos como cigüeñas.
Entretanto, la otra cigüeña ya estaba en el suelo. Se sacudió los pies con el pico, se
alisó bien las plumas y se dirigió hacia la otra cigüeña. Las dos nuevas cigüeñas se
apresuraron acercándose a ellas y escucharon la siguiente, sorprendente, conversación:
—¡Buenos días, señora Zancuda, si que salís temprano al campo!
—¡Muchas gracias, querida Picapico! Tan sólo he picoteado una poquito para
desayunarme. ¿Quizás os apetecería un pedazo de lagarto o una patita de rana?
—Gracias, sois muy amable; hoy no tengo mucho apetito. He venido a este lugar
por motivos bien diferentes. Hoy tengo que bailar ante los huéspedes de mi padre y
quería practicar un ratito, con tranquilidad.
Acto seguido, la joven cigüeña empezó a caminar por el campo con unos
movimientos extravagantes. El Califa y Mansor la contemplaban con curiosidad. Pero
cuando se quedó de pie sobre una pata, en una posición pintoresca, y batiendo las alas
elegantemente, no pudieron contenerse por más tiempo: del pico les estallaron unas
irresistibles carcajadas y se estuvieron desahogando un buen rato. El Califa fue el
primero en parar.
—¡Que bien me lo he pasado! —dijo gritando—. Eso sí que no tiene precio.
¡Lástima, que los estúpidos animales se hayan asustado con nuestras risas, si no seguro
que incluso las habríamos oído cantar!
Pero entonces fue cuando el Gran Visir recordó que no debían reír mientras tuviesen
forma animal. Comunicó su temor al Califa:
—¡Mecachis la Meca y la Medina! ¡Sí que estaría bien, si nos tuviéramos que
quedar con pinta de cigüeñas! ¡Recapacita, haz memoria de la maldita palabrota! Yo no
me acuerdo.
—Tenemos que hacer tres veces una reverencia en dirección a Oriente y entonces
—dijo—, mu... mu... mu...
Se colocaron de cara a Oriente y empezaron a hacer tales reverencias que casi
tocaban al suelo con el pico. ¡Pero, qué maldición1 La palabra mágica se les había
olvidado y, cuantas más reverencias hacía el Califa, más impaciente se ponía su Visir
mu... mu..., cualquier recuerdo se había desvanecido totalmente y el pobre Chasid y su
Visir eran e iban continuar siendo cigüeñas.

(III)
Los dos embrujados deambulaban tristes por los campos; los pobres desgraciados
no sabían ni por donde empezar. Con aquella pinta no podían ir a ninguna parte,
tampoco podían volver a la ciudad para darse a conocer porque, ¿quien se habría creído
a una cigüeña que dijese que era el Califa? Y si la hubiesen creído, ¿a los habitantes de
Bagdad les habría gustado tener un Califa cigüeña?
Con este panorama estuvieron muchos días vagando por aquellos mundos de Dios,
iban tirando como podían y se alimentaban con frutas del campo que no podían tragar
muy bien, porque tenían aquellos picos tan largos. La verdad es que los lagartos y las
ranas no les apetecían, temían que les pudiera sentar mal aquella clase de comida. El
único placer que les proporcionaba la nueva situación era que podían volar y, a menudo,
se daban una vuelta por encima de los tejados de Bagdad para ponerse al día de lo que
ocurría en la ciudad.
Los primeros días vieron que había mucha agitación y muestras de duelo por las
calles, pero un día, cuando haría unos cuatro que acarreaban aquel embrujo, se posaron
sobre el palacio del Califa, y vieron que por la calle desfilaba una vistosa comitiva. Al
son de tambores y trompetas, pasaba un hombre cubierto con una capa púrpura bordada
con hilo de oro, montado en un caballo enjaezado y rodeado de ostentosos criados.
Medio Bagdad iba detrás de ellos y todos gritaban:
—¡Viva Mizra, el señor de Bagdad!
Las dos cigüeñas, sentadas en el tejado del palacio, se miraron una a otra y el Califa
Chasid dijo:
—¿Puedes hacerte una idea, Gran Visir, de mi sorpresa? Este Mizra es el hijo del mi
peor enemigo, el poderoso brujo Kaschnur, que en un mal momento juró venganza.
Pero, pese a todo, aún no he perdido la esperanza. Ven conmigo, fiel compañero de mi
desgracia, iremos a la tumba del Profeta; a ver si en aquel santo lugar se nos deshace el
embrujo.
Levantaron el vuelo desde el tejado de palacio y volaron en dirección a Medina.
Pero el viaje no les fue demasiado bien, porque aún no tenían suficiente práctica de
volar.
—¡Oh, señor —se quejó el Gran Visir, cuando ya llevaban unas cuantas horas
volando—, con vuestro permiso, yo paro. ¡Voláis demasiado deprisa! Además, está
oscuro y es mejor que busquemos un refugio para pasar la noche.
Chasid escuchó la petición de su sirviente. Debajo, en el valle, vieron unas ruinas
que les podían servir de cobijo y hacia allí se dirigieron. El lugar donde se instalaron
aquella noche debió haber sido, en otros tiempos, un palacio. Elegantes columnas
sobresalían de los escombros, muchas estancias, aún conservadas, evidenciaban el
antiguo esplendor de la casa. Chasid y su compañero dieron vueltas por los pasillos
buscando un sitio seco; de pronto, la cigüeña Mansor se quedó quieta.
—¡Amo y señor —dijo en voz baja—, si no es suficiente disparate que un Gran
Visir crea en fantasmas, todavía lo es más que lo haga una cigüeña! Estoy muy
intranquilo, porque aquí al lado se oyen claramente suspiros y lamentos.
El Califa se detuvo para escuchar y oyó, nítidamente, un llanto apagado, que lo
mismo podía ser de una persona que de un animal. Aún así, intrigado, quiso acercarse al
lugar donde se oían los llantos. Pero el Visir le agarró por el ala con el pico y le pidió
con insistencia que no se metiera en nuevos y desconocidos peligros. ¡No sirvió de
nada! El Califa, que debajo del vestido de plumas todavía albergaba un corazón muy
grande, se desembarazó de él, perdiendo algunas plumas, y se adentró rápidamente en
un siniestro pasillo. Apenas llegó a una puerta, que sólo estaba entornada, le pareció oír
a alguien lloriquear y gemir. Con el pico empujó la puerta, pero se quedó quieto en el
linde. En aquella estancia derruida, apenas iluminada por la claridad que entraba por
una reja, vio una gran lechuza posada en el suelo. De sus grandes y redondos ojos le
salían unas espesas lágrimas, y con una voz casi imperceptible soltaba sus quejas por el
arqueado pico. Tan pronto la lechuza vio al Califa y a su Visir que, pese a todo, también
se había acercado allí, soltó un grito de miedo, se enjugó delicadamente las lágrimas
con las alas, y les dejó boquiabiertos al dirigirse a ellos en buen árabe y voz humana:
—¡Bienvenidas cigüeñas! ¡Me traéis la buena suerte de mi salvación, porque me
profetizaron que la suerte me vendría a través de unas cigüeñas!
Cuando el Califa se recobró de su sorpresa, hizo una reverencia con su largo cuello,
puso sus esbeltas patas en una grácil posición y dijo:
—¡Lechuza! No puedo creer lo que me dices. Hemos encontrado una compañera de
infortunio. ¡Pero, ay! Tus esperanzas de salvarte con nuestra ayuda son vanas. Te darás
buena cuenta de nuestras ingentes desventuras en cuanto oigas nuestra historia.
La lechuza les pidió que se la explicasen, y entonces el Califa se enderezó y empezó
a exponerle lo que ya sabemos.

(IV)
Cuando el Califa terminó de narrar su historia a la lechuza, ésta le dio las gracias y
dijo:
—Escuchad mi historia y os daréis cuenta de que no soy menos desgraciada que
vos. Mi padre es el rey de la India; yo, su única e infortunada hija, me llamo Lusa.
Aquel brujo llamado Kaschnur, que os embrujó a vosotros, también me trajo a mí la
desventura. Un día le pidió mi mano a mi padre, para ser la esposa de su hijo, Mizra.
Pero mi padre, que era un hombre colérico, le echó de patitas en la calle. Aquel
miserable conocía los hechizos para poder tener otro aspecto y acercarse a mí sin que
nos diéramos cuenta, y un día en que yo estaba en mi jardín y me apetecía tomar un
refresco me sirvió, disfrazado de esclavo, una bebida que me convirtió en esta asquerosa
cosa que ahora soy. Me desmayé de miedo y él me trajo aquí, y con una voz horrorosa
me dijo gritándome al oído: “Deberás quedarte aquí, fea, menospreciada incluso por los
animales, hasta el final de tus días o hasta que alguien, por propia voluntad te quiera por
esposa aunque tengas este asqueroso aspecto. Así me vengo de tu orgulloso padre”.
Desde entonces han pasado muchos meses. Vivo sola y triste como una ermitaña en
estas estancias, escondida del mundo. Doy miedo incluso a los animales; tengo vedada
la bella naturaleza, ya que de día soy ciega y, sólo cae el velo que cubre mis ojos cuando
la luna pone su blanquecina luz sobre estas ruinas.
La lechuza terminó y se enjuagó de nuevo los ojos con las alas, ya que la narración
de sus desventuras le había vuelto a hacer llorar. El Califa se quedó reflexionando,
pensativo, con todo lo que les había explicado la princesa.
—Si no he entendido mal —dijo—, debe haber alguna forma de misteriosa relación
entre nuestras desgracias, pero ¿dónde podríamos encontrar la clave de este enigma?
La lechuza respondió:
—Oh señor, me lo dice el corazón, ya que cuando era joven una mujer sabia me
profetizó que una cigüeña me traería mucha suerte, y quizás sé como nos podemos
salvar.
El Califa se sorprendió mucho y le pidió qué se explicara.
—El brujo que nos ha hecho desgraciados a todos —dijo—, suele venir a estas
ruinas una vez al mes. No muy lejos de esta estancia hay una sala, en donde organiza
festines junto con otros compañeros. Yo misma les he espiado muchas veces. Entonces
se explican unos a otros sus vergonzosas acciones; a lo mejor, si él habla de las suyas,
dice la palabra mágica que vosotros habéis olvidado.
—Oh encantadora princesa —dijo el Califa gritando—, dinos ¿cuándo viene y
dónde está esta sala?
La lechuza se quedó un momento en silencio y luego dijo:
—No os lo toméis a mal, pero sólo os lo puedo decir con una condición.
—¡Adelante! ¡Adelante! —dijo el Califa gritando— .Ordena, haré lo que tu quieras.
—Al propio tiempo, a mí también me gustaría quedar libre, y esto solo ocurrirá si
uno de vosotros se casa conmigo.
Pareció que las cigüeñas estaban algo interesadas por la proposición y el Califa hizo
una señal a su criado para que le siguiese fuera un momento.
—Gran Visir —dijo el Califa delante de la puerta—, es un trato un poco tonto, pero
lo podríais hacer.
—¿Pero? —respondió éste—. ¿Queréis que mi mujer me arranque los ojos cuando
vuelva a casa? Además, yo ya soy un hombre viejo y vos aún sois joven y soltero, y
bien que podéis casaros con una princesa joven y bonita.
—Exactamente —suspiró el Califa mientras dejaba caer las alas con tristeza—,
¿quién te ha dicho que ella es joven y bonita? Puede muy bien darnos gato por liebre.
Aún discutieron un buen rato. Finalmente, cuando el Califa vio que su Visir prefería
más quedarse como cigüeña que casarse con la lechuza, llegó a la conclusión de que no
había nada que hacer y que debería ser él mismo quien satisficiera la condición de
casarse con ella. La lechuza estaba muy contenta y les confesó que no lo habían podido
decidir en mejor momento, porque precisamente aquella misma noche era la que debían
reunirse los brujos.
La lechuza abandonó la estancia con las cigüeñas para ir hacia aquella sala;
caminaron un buen rato por un pasillo oscuro, finalmente les deslumbró una claridad
que pasaba por la rendija de una pared medio derruida. Al acercarse la lechuza les
exhortó a no hacer ruido alguno. Desde el agujero, en donde ellos estaban, se podía ver
una gran sala. Por todas partes habían balaustradas pintadas y magníficamente
adornadas. Muchas lámparas de colores substituían la luz del día. En medio de la sala
había una mesa redonda provista con una selección de escogidos manjares, y alrededor
de la mesa un sofá, en donde se sentaban ocho hombres. En uno de aquellos hombres
las cigüeñas reconocieron aquel brujo que les había vendido los polvos mágicos.
Entonces, el que estaba sentado al lado del brujo le pidió que les explicase sus últimas
proezas. Entre otras, el hombre explicó la historia del Califa y su Visir.
—¿Qué palabra les dijiste que debían decir? —le pidió otro brujo.
—Una palabra latina bastante difícil: Mutabor.

(V)
Cuando las cigüeñas, a través de la rendija en la pared, oyeron la palabra casi se
caen uno encima del otro. Con la velocidad que les permitían aquellas patas tan
sumamente largas, corrieron tan deprisa hacia la puerta de las ruinas, que la lechuza
apenas si les podía seguir. Una vez allí, el Califa enternecido le dijo a la princesa:
—Salvadora de mi vida y de la vida de mi amigo, para agradecerte esto que has
hecho por mí y por mi amigo tómame por esposo.
Entonces, por supuesto, se colocó de cara a Oriente. Las cigüeñas hicieron tres
reverencias con sus largos cuellos en dirección al sol que en aquellos momentos salía
por detrás de las montañas.
—Mutabor —gritaron.
Y, en un abrir y cerrar de ojos, volvieron a ser como eran, y estaban tan contentos
con el regalo de la nueva vida que se echaron el uno en brazos del otro riendo y
llorando. Pero la cara de sorpresa que pusieron cuando se dieron la vuelta, ¿cómo se
podría describir? Ante sí tenían una preciosa dama, vestida majestuosamente, que dio
sonriente la mano al Califa:
—¿Ya no conocéis a vuestra lechuza? —dijo ella.
Era ella. El Califa estaba tan entusiasmado con su belleza que exclamó que había
sido una gran suerte que le hubiesen convertido en cigüeña.
Entonces se marcharon los tres hacia Bagdad. Junto con sus vestidos, el Califa
había encontrado el estuche con los polvos mágicos y, además, la bolsa con el dinero.
Así, en el primer pueblo que encontraron compraron todo lo que les hacía falta para el
viaje y muy pronto estuvieron en la puerta de Bagdad. Y, evidentemente, la llegada del
Califa causó una gran sorpresa, porque se le había dado por muerto y el pueblo estuvo
muy contento de volver a tener a su señor entre ellos. Y, al saber lo ocurrido, se
enardecieron todavía más contra el impostor Mizra.
Se dirigieron a palacio e hicieron prisioneros al brujo y a su hijo. Al viejo, el Califa
le envió al mismo castillo en ruinas en donde había vivido la Princesa cuando era
lechuza y lo hizo colgar. Pero al hijo, que no conocía los negocios de su padre, el Califa
le dejó escoger entre morir o ‘aspirar’. Como escogió esto último, el Gran Visir le
ofreció el estuche. Un intenso puñado y la palabra mágica del Califa le convirtieron en
cigüeña y, entonces, el Califa lo hizo meter en una jaula de hierro que colocó en su
jardín.
El Califa Chasid y su esposa la Princesa vivieron felices mucho tiempo; los
momentos más divertidos siempre eran aquellos días por la tarde en que su Gran Visir
les visitaba; entonces hablaban a menudo de las aventuras que habían vivido cuando
eran cigüeñas, y el Califa se lo pasaba aún mejor, cuando el Gran Visir se dignaba imitar
lo que hacían las cigüeñas; se ponía serio y caminaba arriba y abajo de la sala con las
piernas rígidas, cloqueaba, agitaba los brazos como si tuviese alas se agachaba de cara a
Oriente, y ponía cara de estar sumamente frustrado mientas gritaba mu... mu... Acto
seguido el Visir miraba divertido hacia la puerta en donde representaba que estaba la
princesa Lechuza porque quería que también participase la señora Califa.
En cuanto Selim Baruch hubo acabado su historia, los mercaderes aseguraron que
se lo habían pasado muy bien con ella.
—¡Verdaderamente la tarde nos ha pasado sin que nos diéramos cuenta! —dijo uno
de ellos mientras retiraba el techo de la tienda— el viento del atardecer es fresquito y
podremos dejar atrás un buen trecho de camino.
Sus compañeros estuvieron de acuerdo; desarmaron las tiendas, y volvieron a
formar la caravana, en el mismo orden en que había llegado a aquel lugar.
Cabalgaron casi toda la noche porque de día hacía demasiado calor, pero la noche
era confortable y estrellada. Finalmente llegaron a un lugar acogedor, armaron las
tiendas y se tumbaron a descansar. Además, todos los mercaderes se preocuparon de que
el forastero estuviese bien instalado, tratándole como al huésped más apreciado. Uno le
trajo almohadones, otro mantas, el tercero le proporcionó esclavos, en una palabra,
estaba tan bien servido como si estuviese en casa; por fin, llegó el mejor momento del
día, al levantarse decidieron, por unanimidad, esperar en aquel lugar a que oscureciera.
En cuanto hubieron comido, se reunieron y el mercader más joven se dirigió al mayor y
le dijo:
—Ayer Selim Baruch nos proporcionó una tarde entretenida; qué os parece,
Achmet, si nos explicáis alguna cosa. Tanto si se trata de algún episodio de vuestra larga
vida, que seguro tenéis alguna aventura para presumir de ella, como si se trata de un
bonito cuento.
Después de este pequeño discurso Achmet permaneció en silencio durante largo
rato, como si dudase si hacerlo o no, si esto o aquello debía o no decirlo. Finalmente,
empezó a hablar:
—¡Queridos amigos! Durante este viaje que hemos hecho juntos habéis demostrado
que sois unos buenos compañeros, y también Selim se ha ganado mi confianza; por eso
quiero compartir con vosotros una experiencia de mi vida que, por eso mismo, no me
gusta explicar ni explico a cualquiera: La historia del velero fantasma.
La historia del velero fantasma
Mi padre tenía una pequeña tienda en Basora. No era ni rico ni pobre y era una de
aquellas personas que no arriesga nada fácilmente, por miedo a perder lo poco que tenía.
Me educó de manera recta y sencilla, hasta el punto de que, cuando caminábamos
juntos, dejaba que le diera la mano. Se murió justo cuando yo acababa de cumplir los
dieciocho años y después de realizar su operación más arriesgada; en realidad murió a
causa del disgusto que se llevó por haber confiado mil piezas de oro al mar. Poco
después tuve que admitir que había sido una suerte que hubiese muerto porque, al cabo
de pocas semanas, corrió la noticia de que se había hundido el velero que transportaba
las mercancías de mi padre. De todas formas, mi empuje juvenil no podía rendirse por
este contratiempo. Convertí en dinero todo lo que mi padre me había dejado y salí a
probar suerte en cosas desconocidas, acompañado sólo de un viejo sirviente de mi padre
que, por fidelidad, no quiso separarse de mí ni de mi destino.
Embarcamos en el puerto de Basora con viento favorable. El velero se dirigía a la
India. Levábamos ya quince días navegando por las rutas de costumbre, cuando el
capitán nos anunció que se aproximaba una tempestad. Se le veía muy asustado, y daba
la impresión de que no estaba suficientemente familiarizado con las rutas de aquellos
parajes, como para tener que habérselas con una tempestad. Hizo arriar todas las velas y
avanzábamos muy despacio. Llegó la noche; era clara y fría, y el capitán creyó que ya
habíamos burlado la tempestad. De repente vimos un velero, que no habíamos visto
antes, balancearse navegando junto a nosotros. De la cubierta resonaban gritos y
alaridos, cosa que a mi no me sorprendió en absoluto en aquellos momentos de pánico,
si se tiene en cuenta que se nos aproximaba una tempestad. Pero el capitán, que estaba a
mi lado, empalideció como un cadáver.
—¡Mi velero está perdido! —gritó— ¡En aquel velero viaja la muerte!
Antes de que le pudiese preguntar por qué había pegado aquel grito tan extraño, los
marineros también se pusieron a gritar y dar alaridos.
—¿Lo habéis visto? —gritaban— ¡Estamos perdidos!
Entonces el capitán nos mandó leer unas plegarias de consuelo del Corán y se puso
al timón, ¡pero no nos sirvió de nada! La tempestad se enfurecía por momentos y,
cuando aún no había transcurrido una hora, nuestro velero se partió y se detuvo.
Echamos al agua los botes salvavidas y, acababan de saltar los últimos marineros
cuando, el velero se hundió ante nuestros ojos y me quedé en el mar como un mendigo.
Sin embargo, las desgracias aún no se habían terminado. La tempestad arreció de
manera espantosa; ya no podíamos gobernar el bote. Yo había agarrado fuertemente a
mi sirviente y lo llevaba a rastras, y nos juramos que nada nos separaría. Por fin se hizo
de día. Pero cuando empezó a clarear, el viento nos cogió desprevenidos y nos volcó el
bote. Jamás he vuelto a ver a ninguno de aquellos marineros. El golpe me dejó aturdido
y cuando recobré el sentido encontré a mi pobre anciano y leal criado, que me había
salvado del naufragio, y había ido tirando de mí.
Después de la tempestad llegó la calma. De nuestro velero, no quedaba ni rastro;
afortunadamente, sin embargo, vimos a otro velero no muy lejos, que las olas
empujaban hacia nosotros. A medida que nos íbamos acercando, lo reconocí. Era el
mismo que navegaba junto a nosotros la noche anterior y que dejó al capitán tan
atemorizado. Aquel velero me dio un miedo muy extraño; las palabras del capitán, su
pánico, el vacío del velero de donde, pese habernos aproximado tanto y de haber gritado
fuertemente, no pudimos oír a nadie que diese señales de vida. Pese a todo, era nuestro
único medio posible de salvación, por eso dimos gracias al Profeta por habérnoslo
enviado.
Una larga cuerda de amarraje colgaba de la proa del velero. Bogamos en aquella
dirección con pies y manos para podernos sujetar en ella. Al fin lo conseguimos. Grité
otra vez, pero el velero continuó en silencio. Entonces trepamos por la cuerda; como sea
que yo era el más joven de los dos, pasé el primero. Pero, ¡me quedé patitieso! ¡Qué
espectáculo vieron mis ojos al llegar a cubierta! El suelo estaba rojo de sangre; allí
había unos veinte o treinta cadáveres vestidos a la turca; en el centro se podía ver a un
hombre de pié, ricamente vestido, con el sable en la mano, pero con la cara pálida y
desencajada y un largo clavo, atravesando su cabeza, clavado en el palo mayor; también
estaba muerto. Me quedé petrificado de terror, casi no me atrevía a respirar. Cuando
llegó mi compañero, también se horrorizó con todo aquello que se le aparecía sobre
cubierta, sin alma viviente, y lleno de cadáveres horribles. Por fin, nos atrevimos a
avanzar en medio de aquel angustioso panorama que el Profeta nos había enviado. A
cada paso que dábamos, mirábamos a nuestro alrededor por si se presentaba algo nuevo
y aún más horroroso, si cabe. Pero todo estaba inmóvil. Total, que los únicos que se
movían éramos nosotros y el océano. No nos atrevimos a abrir la boca, por miedo a que
el capitán muerto, y colgando del palo mayor, moviera aquellos ojos abiertos de par en
par y nos mirase, o que uno de los muertos moviese la cabeza. Por fin llegamos a la
escalera de la bodega. Nos detuvimos y nos miramos sin mediar palabra, porque
ninguno de los dos se atrevía a decir lo que pensaba.
—Ay, señor —me dijo mi fiel criado—, aquí debe haber ocurrido algo terrible. Si
abajo también esta lleno de muertos, prefiero rendirme sin condiciones a tener que
quedarme entre cadáveres.
Yo pensaba como él; sacando fuerzas de flaqueza bajamos expectantes. También allí
reinaba un silencio mortal y sólo se oía el eco de nuestros pasos en la escalera. Nos
detuvimos en la puerta del camarote. Agucé el oído y escuché: no se oía nada. Abrí la
puerta: el lugar ofrecía un aspecto desordenado. Vestidos, armas y otros enseres estaban
desparramados por todas partes. No había nada en su sitio. La tripulación o, como
mínimo, el capitán debía haber agarrado una buena borrachera porque todo se hallaba
revuelto. Continuamos pasando de un lado a otro y de camarote en camarote. Por todas
partes había refinadas provisiones de seda, perlas, azúcar y cosas así. Me alegré de ver
todo aquello ante mí, ya que no había nadie en todo el velero, pensé, que pudiese evitar
que yo me apropiase de aquello; pero Ibrahim hizo que me percatara de que estábamos
muy lejos de tierra firme para poder llegar allí solos, sin ayuda alguna.
Saboreamos la comida y bebida, que encontramos en abundancia, y, al terminar,
subimos otra vez a cubierta. Pero se nos pusieron los pelos de punta al ver de nuevo a
todos aquellos muertos. Decidimos deshacernos de ellos y lanzarlos por la borda, pero
nos moríamos de miedo al comprobar que no podíamos mover ni uno de ellos del lugar
en que estaba.
Estaban en el suelo como si estuviesen pegados; tendríamos que haber arrancado el
suelo para poderlos sacar y, aún así, habríamos roto las herramientas. El capitán
tampoco se dejaba despegar de su palo mayor; no le pudimos quitar el sable que tenía
cogido con la mano rígida.
Pasamos el día amodorrados reflexionando sobre nuestra situación y cuando
empezó a oscurecer, dejé que Ibrahim se fuese a dormir y yo quise quedarme en
cubierta para vigilar si alguien venía a salvarnos. Pero al salir la luna, y estaba
calculando que deberían ser las once, me invadió una pasión de sueño tan irresistible
que caí, sin remedio, encima de un tonel que había en cubierta. Aquello era más bien
aturdimiento que sueño, ya que oía claramente el golpear de las olas en los costados del
velero, y los crujidos y silbidos del viento al rozar las velas. También me pareció que
oía voces y pasos en cubierta. Quería levantarme para ver que ocurría, pero una fuerza
invisible me lo impedía como si llevase grilletes en las articulaciones; ni una sola vez
puede abrir los ojos, pero las voces eran cada vez más claras; parecía que toda la
tripulación iba a la deriva por la cubierta; de vez en cuando me llegaba una poderosa
voz que daba órdenes, y también oía izar y arriar cuerdas y velas. Al mismo tiempo,
poco a poco, se me desvanecía la sensación de estar sumergido en un sueño profundo,
en el que aún podía oír ruido de armas, y me desperté cuando el sol ya me quemaba la
cara. Cuando me repuse miré a mi alrededor; la tempestad, el velero, los muertos y lo
que había oído aquella noche se me presentaron como un sueño pero cuando lo volví a
mirar, lo vi todo como el día anterior: Los muertos estaban inmóviles y el capitán,
clavado al palo mayor, también. Me reí de mi sueño y me fui a buscar a mi viejo.
Lo encontré muy preocupado sentado en el camarote.
—¡Ay, señor! —exclamó en cuanto entré— Preferiría estar en lo más profundo del
mar, que pasar otra noche en este velero embrujado.
Le pregunté cuál era el motivo de su aflicción y me contestó:
—Cuando llevaba unas horas durmiendo, me he despertado y he notado que alguien
corría de un lado para otro por encima del techo. Primero pensé que erais vos, pero por
lo menos debían ser veinte los que corrían por allá arriba; también he oído gritos y
alaridos, finalmente, unos pesados pasos que bajaban la escalera. Entonces he perdido el
sentido y sólo he vuelto en mí unos instantes, en un par de ocasiones, y ha sido cuando
he visto al hombre, el que hay arriba clavado al palo mayor, sentado al lado de aquella
puerta cantando y bebiendo, y le acompañaba aquel que esta en el suelo a su lado, con el
vestido escarlata.
Y esto es lo que me explicó mi anciano criado.
Podéis creerme amigos míos, yo no las tenía todas conmigo porque todo aquello no
era ninguna broma; también yo había oído a los muertos. Con aquella compañía me
resultaba horroroso navegar. Y mi Ibrahim volvió a caer en profundas cavilaciones.
—¡Ya lo tengo! —exclamó por fin.
Recordó una oración que había aprendido de su abuelo, un hombre con experiencia
y que había viajado mucho, para ahuyentar los embrujos y los malos espíritus, incluso,
dijo, podía servirnos para evitar que la próxima noche un sueño embrujado se apoderara
de nosotros, siempre, que recitásemos fielmente un versículo del Corán. El consejo de
su abuelo me gustó bastante. Aguardamos la noche con inquietud. Al lado del camarote
había una recámara y decidimos que nos refugiaríamos en ella. Realizamos algunos
agujeros en la puerta, los suficientes para controlar todo el camarote; luego cerramos la
puerta por dentro, lo mejor que pudimos, e Ibrahim escribió el nombre del Profeta en las
cuatro esquinas del lugar. Así fue como esperamos la pavorosa noche que se nos
acercaba. Volvían a ser, aproximadamente, las once cuando un sueño pesado se apoderó
otra vez de mí. Por esta razón, mi compañero me aconsejó que recitase unos versículos
del Corán, lo cual también me ayudó. De pronto pareció que los de arriba empezaban a
moverse; las cuerdas chasqueaban, los pasos recorrían la cubierta, y se distinguían
claramente diversas voces. Durante unos minutos nos quedamos sentados en tensa
atención, después oímos algo que bajaba por la escalera del camarote. Al oírlo, el
anciano empezó a recitar aquella oración que su abuelo le había enseñado para
ahuyentar los malos espíritus y los hechizos:
Surgid del tupido aire,
Emerged del profundo mar
Dormid en la oscura tumba,
Escapad del fuego,
Id ánimas de Alá,
Volved con vuestro amo.
Debo confesar que no creía demasiado en aquella oración, y se me pusieron los
pelos de punta cuando la puerta se abrió de golpe. Entró aquel hombre impresionante y
alto que había visto clavado en el palo mayor. Aún tenía el clavo hincado en la frente,
pero llevaba la espada metida en la vaina; detrás de él entró otro con un vestido menos
ostentoso, a quien también había visto arriba tendido. El capitán, porque
indiscutiblemente lo era, tenía la cara pálida, una espesa barba negra y los ojos salidos,
con los que miró todo el camarote. Le pude ver perfectamente cuando pasó por delante
de nuestra puerta, sin embargo, dio la impresión de que ni tan siquiera se fijaba en la
puerta que nos escondía.
Los dos se sentaron en la mesa que había en el centro del camarote, y hablaban en
voz alta y casi se gritaron en una lengua desconocida. Cada vez gritaban más y con más
pasión hasta que el capitán terminó dando un puñetazo en la mesa, que retumbó por
toda la estancia. Riéndose a carcajadas, el otro saltó e hizo una seña al capitán para que
le siguiese. Éste se levantó, sacó la espada de su vaina y los dos abandonaron el lugar.
Nosotros respiramos aliviados cuando salieron, pero el miedo que teníamos aún nos iba
a durar bastante tiempo. Arriba, en cubierta cada vez se oía más y más alboroto. Todo
eran correrías arriba y abajo, risas y alaridos. Al final, el ruido era tan infernal que
estábamos completamente convencidos de que la cubierta nos iba a caer encima, con las
velas incluidas; el fragor de las armas, los gritos y, de repente, un profundo silencio.
Cuando al cabo de unas horas nos atrevimos a subir, lo encontramos todo como antes; y
ninguno de ellos estaba tendido en sitio diferente. Todos estaban rígidos como la
madera.
Y de esta forma pasamos muchos días en aquel velero; siempre iba en dirección a
Oriente, donde, según mis cálculos, debía haber tierra firme; sin embargo, si bien es
verdad que de día el velero recorría muchas millas, daba la impresión que de noche
volvía a hacerlas todas en sentido contrario, porque siempre estábamos en el mismo
sitio cuando salía el sol. Todo esto no podía tener otra explicación que la de que fueran
los propios muertos los que llevaran la nave a toda vela al punto de origen. Con objeto
de evitarlo, en cuanto oscureció, arriamos todas las velas e hicimos todo lo que
habíamos hecho la noche anterior en la puerta de la cabina: escribimos el nombre del
Profeta y la oración del abuelo en un pergamino, y los atamos a los pliegues de las
velas. Atemorizados, nos quedamos esperando en la recámara a que todo saliera bien.
Nos pareció que aquella noche los fantasmas todavía alborotaban más; pero, escuchad,
al día siguiente las velas estaban otra vez arriadas tal como las habíamos dejado
nosotros. Estuvimos todo el día izando tantas velas como hacían falta para navegar y, de
esta forma, al cabo de cinco días habíamos podido hacer un buen trecho de camino.
Finalmente, la mañana del sexto día descubrimos una estrecha franja de tierra a lo
lejos y dimos gracias a Alá y a su Profeta por nuestra extraordinaria salvación. Aquel
día y la noche siguiente navegamos en dirección a alguna costa, y por la mañana del
séptimo día nos pareció ver una ciudad, no muy lejos; a duras penas, bajamos el ancla,
que encontró tierra enseguida, echamos al agua un bote que estaba en cubierta, y
remamos en dirección a aquella ciudad, tan deprisa como pudimos. Al cabo de media
hora llegamos a un río que desembocaba en el mar y desembarcamos en su orilla. En la
puerta de la ciudad nos dijeron su nombre, y supimos que era una ciudad india que no
quedaba muy lejos de donde yo quería ir cuando me embarqué. Entramos en un
campamento de caravanas, donde estuvimos descansando de aquel viaje tan ajetreado.
Allí mismo supe que había un hombre sabio y prudente, el tipo que yo andaba
buscando, y que yo mismo había insinuado al hostelero. Aquel hombre sabía algo de
brujería. Me acompañó por unos parajes alejados hasta una modesta casa, llamó con el
picaporte, y me invitó a entrar en ella con la indicación expresa de que sólo debía
preguntar por un tal Muley.
En la casa me recibió un hombrecillo anciano, con una barba gris y la nariz larga, y
me preguntó qué quería. Le dije que buscaba al sabio Muley y me respondió que era él
mismo. Entonces le pedí que me aconsejara sobre qué debía hacer con los muertos y
cómo debía apañarme para sacarlos del velero. Me respondió que a la tripulación del
velero seguramente la habían embrujado en el mar a causa de alguna fechoría; según él,
para poderlos llevar a tierra, debía deshacer yo mismo el embrujo; era un hecho que el
velero con todo lo que había dentro me pertenecía, ya que yo lo había encontrado, por
decirlo de alguna forma; por tanto, debía hacerlo en secreto y debería llevarle un
pequeño regalo de mis abundantes pertenencias y, a cambio, me ayudaría a sacar los
muertos con sus esclavos. Le prometí que le recompensaría ricamente y, ayudado de
cinco esclavos equipados con sierras y hachas, nos pusimos en camino. Durante el
trayecto, el mago Muley no cesó de elogiar la idea que habíamos tenido de meter
versículos del Corán entre las velas. Nos dijo que aquel era el único medio posible para
salvarnos.
Ya casi era de día cuando llegamos al velero. Todos nos pusimos a trabajar al
momento y, al cabo de una hora ya teníamos a cuatro cadáveres en el bote. Unos
esclavos remaron hasta la costa para enterrarlos. Cuando volvieron, nos explicaron que
los muertos les habían ahorrado el trabajo de enterrarlos, porque tan pronto los dejaban
en el suelo, se convertían en polvo. Nos apresuramos a despegar a los muertos y, por la
tarde, al anochecer, ya los habíamos llevado todos a tierra. Ya no quedaba ninguno más
a bordo, sólo el que estaba clavado en el palo mayor. Intentamos sin éxito desclavar el
clavo de la madera; no existía fuerza capaz de moverle siquiera un pelo. No sabíamos
qué se podía hacer; no íbamos a arrancar el palo mayor para llevarlo a tierra. Mientras
estábamos atareados con todo esto, el mago se puso a recitar hechizos secretos a la vez
que desparramaba tierra por la cabeza del muerto. Entonces, empezó a brotar sangre de
la herida que el clavo le había hecho en la cabeza; enseguida, pudimos sacar el clavo
con facilidad y el herido se desplomó en brazos de uno de los esclavos.
—¿Quién me trajo aquí? —dijo cuando aparentemente se había repuesto un poco.
Muley me señaló a mí, y me acerqué— Gracias, desconocido forastero, tu me has
liberado de un largo suplicio. Hacía cincuenta años que mi cuerpo navegaba con estas
penas y que mi alma estaba condenada a volver cada noche a este lugar, pero ahora mi
cabeza ha tocado tierra y puedo irme tranquilo a la casa del padre.
Le pedí que me explicase cómo había llegado a aquel horrible estado y dijo:
—Hace cincuenta años yo era un hombre poderoso y distinguido que vivía en
Argelia. La ambición para tener más beneficios me impulsó a organizar un velero y
salir al mar a hacer de pirata. Estuve en este negocio durante un tiempo. Una vez, en
Zacint4, dejé subir a bordo un derviche que quería viajar gratis. Yo y mi tripulación
éramos gente ruda y no paramos atención a la santidad de aquel hombre y, encima,
estuve burlándome de él. Un día me riñó santamente indignado por los pecados que
había cometido y, aquella noche, en el camarote, cuando mi timonel y yo estábamos
completamente borrachos, me cegó la ira; furioso por todo lo que me había dicho el
derviche, y que yo no había permitido me dijese jamás ni un sultán, me precipité a
cubierta y le clavé mi daga en su pecho. Moribundo, nos lanzó la maldición, a mí y a mi
tripulación, de que no podríamos vivir ni morir hasta que no tocásemos tierra con la
cabeza. El derviche murió y nosotros le lanzamos al mar y nos burlamos de sus
4
Una de las islas Jónicas.
amenazas. Pero sus palabras hicieron efecto aquella misma noche. Una parte de mi
tripulación se sublevó contra mí. Luchamos con una furia tremenda hasta que mis
secuaces se rindieron y yo acabé clavado en el palo mayor. Los sublevados también
sucumbieron a las heridas y mi velero pronto se convirtió en una gran sepultura. A mí
también me sacaron los ojos, me aguanté la respiración y me quedé como si estuviese a
punto de morir, pero sólo era una rigidez que me tenía trabado. La noche siguiente, a la
misma hora en que nosotros habíamos lanzado el derviche al mar, yo y mis secuaces nos
despertamos; nos había vuelto la vida, pero no podíamos decir ni hacer otra cosa que lo
que habíamos dicho y hecho la noche anterior. De esta forma hemos navegado
cincuenta años, sin poder vivir ni morir porque ¿Cómo lo podíamos hacer para llegar a
tierra? Cada vez navegábamos a toda vela en medio de la tempestad, locos de alegría
porque pensábamos que finalmente embarrancaríamos en algún escollo y nuestra
fatigada cabeza podría descansar tranquila en el fondo del mar. No lo pudimos
conseguir. Por esto, moriré ahora. Os doy las gracias otra vez y, por eso, ¡tomad el
velero como prenda de mi gratitud!
Al terminar de hablar, el capitán inclinó la cabeza y expiró. De la misma forma que
había ocurrido con sus compañeros, también él quedó convertido en polvo en aquel
mismo instante. Lo recogimos en una arqueta y la enterramos en tierra.
Hice que vinieran trabajadores de la ciudad para que me ayudaran a poner el velero
en condiciones.
En cuanto hube cambiado las mercancías que había en el velero por otras, con gran
beneficio, contraté marineros, obsequié espléndidamente a mi amigo Muley, y puse el
velero rumbo a mi patria. Durante el viaje fui amarrando en un montón de islas y países
y llevando género a los mercados. El Profeta bendijo mis negocios. Al cabo de nueve
meses llegué a Basora el doble rico de lo que me había hecho el moribundo capitán. Mis
compatriotas se quedaron boquiabiertos con mi fortuna y mi suerte, y pensaron que
había encontrado el valle de diamantes de Sindbad el Marino. Dejé que se lo creyeran y,
a partir de aquel momento, los jóvenes de Basora, al cumplir los dieciocho años, han de
salir al mundo a buscar suerte. Desde entonces vivo en paz y tranquilidad, y cada cinco
años viajo a la Meca con objeto de dar gracias al señor de la ciudad santa por su
bendición, y para pedirle que acepte al capitán y a su tripulación en el paraíso.
Al día siguiente, la caravana continuó el viaje sin contratiempos, y cuando ya
estabamos descansando en el campamento, Selim, el forastero, dirigiéndose a Muley, el
más joven de los mercaderes, empezó a decirle:
—Vos, que sois el más joven de todos nosotros, y que siempre estáis contento,
seguro que conocéis alguna buena historia. ¡Explicádnosla, y así nos repondremos del
calor que hoy ha hecho!
—De buena gana os explicaría alguna historia que os hiciera pasar un buen rato—
respondió Muley—, pero conviene que la juventud sea ante todo modesta; por eso han
de tener preferencia mis compañeros de viaje mayores. Zaleukos está siempre tan serio
y es tan introvertido, ¿no os parece que nos podría explicar qué es lo que le ha hecho la
vida tan seria? Quizás podríamos mitigar sus preocupaciones, si es que tiene, ya que
nosotros ayudamos al hermano aunque sea de otra fe.
El interpelado era un mercader griego, un hombre de mediana edad, fuerte y bien
parecido, pero muy serio. Si bien era lo que llamamos un infiel (no musulmán), sus
compañeros de viaje le querían porque con su conducta se había ganado su respeto y
confianza. Por cierto, le faltaba una mano y sus compañeros se figuraban que, quizás,
esta pérdida era la causa de su seriedad.
Zaleukos respondió a la ingenua pregunta de Muley así:
—Me siento muy honrado con vuestra confianza; de preocupación no tengo
ninguna, por lo menos ninguna en que me pudieseis ayudar con vuestra buena voluntad.
Pero, ya que Muley tiene ganas de hacerme perder la seriedad, si es que soy más serio
que los demás, os explicaré algo que lo puede justificar. Ya habéis visto, que me falta la
mano izquierda. No es que me falte de nacimiento, sino que la perdí el día más horrible
de mi vida. Si tengo la culpa de ello, si lo hice mal, que sea más serio desde el día en
que quedé así, lo podréis juzgar vosotros cuando hayáis oído La historia de la mano
cortada.
La historia de la mano cortada
Nací en Constantinopla, mi padre trabajaba de dragomán (intérprete) en la Puerta
(de la corte turca) y, muy cerca, tenía una tienda bastante lucrativa, de ricas esencias y
tejidos de seda. Me dio una buena educación, de una parte de la cual fue él mismo el
instructor, y la otra parte me la dio mandándome recibir clases de nuestro cura. Desde el
principio dispuso que yo me haría cargo de su negocio; tal como lo había previsto,
cuando tuve más conocimientos, y siguiendo el consejo de un amigo, decidió que debía
estudiar medicina, porque un médico, habiendo aprendido algo más que los vulgares
charlatanes del mercado, tiene más posibilidades de hacer fortuna en Constantinopla.
Por nuestra casa pasaban muchos franceses, y mi padre trabó amistad con uno con el
que me envió a París, en donde aquellos estudios se podían hacer gratuitamente y de la
mejor manera; aquel francés le ofreció pagarme el viaje cuando regresara a Francia. Mi
padre, que cuando era joven también había viajado, lo aceptó y el francés me dijo que
debía estar preparado para partir a los tres meses. Yo no cabía en mí de tan contento
como estaba por poder ir al extranjero y esperaba ansioso el momento de embarcar. Por
fin, el francés terminó de arreglar sus negocios y se preparó para el viaje. El día antes de
salir, mi padre me llevó a su habitación, donde había colocado espléndidos vestidos y
armas encima de la mesa. Pero lo que más me llamó la atención fue un gran montón de
oro, ya que nunca había visto tanto junto. Mi padre me abrazó allí mismo y me dijo:
—Mira, hijo mío, te he preparado ropa para el viaje. Estas armas son tuyas; son las
mismas que me dio tu abuelo cuando yo salí al extranjero. Sé que las sabes utilizar, pero
hazlo sólo si te atacan y, si se da el caso, sé contundente. No tengo un gran patrimonio;
ya lo ves, lo he dividido en tres partes una de ellas es tuya, otra es para mantenerme y de
reserva, y la tercera, que considero un patrimonio sagrado e inviolable, te servirá para
cuando tengas un momento de necesidad.
Esto es lo que me dijo mi anciano padre mientras se le anegaban los ojos, quizás
porque presentía que no volveríamos a vernos.
El viaje fue bien desde el principio; acabábamos de poner los pies en tierra francesa
y al cabo de seis días de viaje ya estábamos en París. Una vez allí, mi amigo francés me
alquiló una habitación y me aconsejó que tuviera cuidado con el dinero, que en conjunto
ascendía a dos mil táleros. Estuve viviendo tres años en aquella ciudad, y aprendí lo que
debe saber un buen médico; pero mentiría si dijese que estuve a gusto allí, porque las
costumbres de aquella gente no me gustaban; tampoco tenía muchos amigos, pero los
que hice eran personas generosas. La añoranza acabó afectándome; en ningún momento
me llegaron noticias de mi padre y aproveché una ocasión favorable para volver a casa.
Se trataba de una delegación francesa de viaje a la Sublime Puerta. Trabajé como
médico cirujano del ministro plenipotenciario i volví feliz a Constantinopla. Pero
encontré cerrada la casa de mi padre y los vecinos, sorprendidos al verme, me dijeron
que mi padre había muerto hacía dos meses. Aquel cura, que había sido mi maestro
cuando era joven, me trajo la llave de casa; solo y desvalido entré en la desolada casa.
Todo lo encontré tal como lo dejó mi padre, sólo faltaba el oro que había prometido
sería para mí. Pregunté al cura qué sabía de ello y éste se inclinó y dijo:
—Vuestro padre murió como un hombre santo, porque legó su oro a la Iglesia.
Esto no lo entendí ni entonces ni lo entiendo ahora, pero ¿qué podía hacer? No tenía
ningún testigo para contradecir al cura y, aún podía estar contento de que no hubiese
considerado también la casa y los otros bienes como una herencia. Aquella fue la
primera desgracia que me ocurrió. Desde entonces me ocurrieron una tras otra. De mi
prestigio como médico no se enteró nadie, porque me daba vergüenza hacer de charlatán
y, sobre todo, me hacían falta las recomendaciones de mi padre, que me habrían
introducido en el mundo de los ricos y de la aristocracia, que en aquellos momentos ya
ni se acordaba del pobre Zaleukos. Ah, las mercancías de mi padre no tuvieron salida
porque los clientes de siempre ya se habían dispersado, y los nuevos se hacen poco a
poco.
Cuando reflexionaba seriamente, desesperado por mi nueva situación, se me ocurrió
que con frecuencia se veían franceses por mi pueblo que recorrían el país y vendían el
género en los mercados; recordé que a la gente le gustaba comprarles cosas a ellos,
porque venían del extranjero y en este tipo de comercio se puede obtener el cien por
cien. Tomé una decisión inmediatamente. Vendí la casa de mi padre, di una parte del
dinero a un buen amigo para que lo guardase, y con el resto compré cosas que en
Francia van escasas; como los mantones, tejidos de seda, ungüentos y aceites. Compré
un billete en un velero y empecé mi segundo viaje a Francia. Tan pronto hubimos
pasado los Dardanelos, ya tuve la impresión de que la suerte volvía a serme favorable.
El viaje fue corto y venturoso. Atravesé ciudades grandes y pequeñas y, por todas
partes, encontré clientes deseosos de comprarme el género.
Mi amigo de Constantinopla no cesaba de enviarme provisiones y día tras día me
fui haciendo con un patrimonio. Cuando me pareció que había ahorrado lo suficiente
como para arriesgarme a montar un negocio mayor, me marché, con toda la mercancía,
hacia Italia. Sin embargo, os he de confesar que hubo algo que no me ayudó mucho a
hacer dinero; me había traído el equipo de cirujano para hacer algo más. Cuando llegaba
a una ciudad, ponía anuncios de que había un médico griego que ya había curado a
mucha gente y la verdad es que mis bálsamos y medicamentos me hicieron ganar muy
pocos cequines5.
Bien, pues por fin llegué a Florencia. Tenía la intención de quedarme una buena
temporada en aquella ciudad, en parte porque me gustaba mucho y en parte, también,
porque quería descansar un poco de tanto rodar por el mundo. Alquilé unos bajos en el
barrio de Santa Croce y, no muy lejos de allí, un par de habitaciones que, pasando por
una galería, daban a una taberna. A continuación repartí anuncios por todas partes
presentándome como médico y comerciante; tan pronto tuve abierto el local, los clientes
ya acudieron en masa y, si se daba la circunstancia que tenía precios más altos que los
demás, pues aún venía más gente, ya que procuraba ser agradable y hacerme amigo de
los clientes.
Hacía ya cuatro días que me lo pasaba bien en Florencia cuando, una tarde, en que
estaba revisando las provisiones de ungüentos de los pequeños recipientes después de
cerrar la tienda, como era mi costumbre, encontré un pedazo de papel, que no había
visto antes, en una de las cajitas. Lo abrí y vi que se trataba de una invitación para
encontrarme con alguien aquella misma noche, a las doce en punto, en un puente que le
llaman Ponte vecchio. Estuve un buen rato pensando quien podía ser aquel que me
invitaba de esta forma; dado que casi no conocía a nadie en Florencia, pensé debía ser
alguien que me quería acompañar en secreto hasta algún enfermo, cosa que ocurría con
bastante frecuencia. Por tanto, decidí comparecer a la cita; sin embargo, por precaución,
me até a la cintura el sable que de aquella forma tan solemne me había regalado mi
padre.
Cuando se acercaba la medianoche, me puse en camino y enseguida estuve en el
Ponte vecchio. En el puente no había nadie y, con todo desierto y solitario, esperé a que
apareciera quien me había citado. Era una noche fría, de luna llena y brillante, y yo
5
Del italiano zecchino, moneda de oro antigua.
miraba las olas del Arno que de lejos brillaban a la luz de la luna. Dieron las doce en la
iglesia de la ciudad, me erguí y ante mí vi a un hombre alto, cubierto completamente
con una capa roja, con el extremo de la cual se tapaba la cara.
Al principio me asusté un poco, porque no lo había visto llegar, pero me serené
enseguida y le dije:
—Ya que me habéis hecho venir hasta aquí, decidme ¿qué queréis?
El de la capa roja se volvió y dijo pausadamente:
—¡Sígueme!
La verdad es que me resultaba un poco inquietante tener que ir solo con aquel
desconocido; me quedé donde estaba, y le dije:
—Pues no, estimado señor; si primero me quisieseis decir dónde; si también me
mostraseis un poco vuestra cara para ver si dispongo de vuestra benevolencia...
Pero el de la capa roja hizo como si eso no le importase nada.
—¡Si no quieres, Zaleukos, quédate! —Respondió y se marchó.
Entonces me puse rabioso.
—¿Queréis decir —dije gritando—, que un hombre, como yo, puede dejarse tomar
el pelo por cualquier desquiciado, habiendo tenido que esperar inútilmente en una noche
fría como esta?
En tres saltos lo alcancé, lo agarré por la capa y alcé aún más la voz mientras me
disponía a desenvainar el sable, pero me quedé con la capa en la mano, y el desconocido
desapareció en la primera esquina. Éste me enfureció aún más; pero tenía la capa, y
debía servirme de clave para aclarar aquella extraña aventura. Me la puse y volví a casa
por donde había venido. No había dado aún cien pasos, cuando alguien me pasó a rozar
y me dijo en voz baja y en francés:
—Vigilad, tened cuidado. Esta noche no hay nada que hacer.
No tuve tiempo ni de volverme que aquel alguien ya se había largado y sólo me dio
tiempo de ver una sombra que se deslizaba por las paredes de las casas. Que aquella voz
se había dirigido a la capa y no a mí, lo entendí, pero eso no me aclaraba nada de todo
aquel misterio. Al día siguiente estuve pensando qué se podía hacer. Al principio pensé
que seria conveniente utilizar la capa de señuelo, como si me la hubiese encontrado;
pero de esta forma el propietario podía enviar a un tercero a buscarla, y yo me quedaría
sin encontrar explicación alguna. La capa era pesada, de genuino terciopelo, rojo
púrpura, ribeteada con piel de astracán y ricamente bordada con hilo de oro. El aspecto
suntuoso de la capa me dio una idea, que decidí poner en práctica.
La llevé a la tienda y la puse a la venta, pero le fijé un precio tan alto que, estaba
seguro, no iba a comprarla nadie. Mi intención era no perder de vista cualquier persona
que preguntase por la capa, porque la figura del desconocido, que yo había visto cuando
perdió la capa y que se me había mostrado claramente, la habría reconocido entre un
millar. Vinieron muchos dispuestos a comprarla, ya que era una pieza
extraordinariamente bonita y que llamaba mucho la atención; pero ninguno se parecía ni
de lejos al desconocido, nadie me quería pagar el elevado precio de doscientos cequines
Para mí era una cosa sorprendente que, cuando preguntaba si no había nadie en
Florencia que pudiese llevar una capa como aquella, todo el mundo me respondía que
no y me asegurase que no había visto nunca una pieza tan cara y de un gusto tan
refinado.
Ya oscurecía cuando, por fin, vino un hombre joven, que ya había entrado en mi
establecimiento y ya había estado regateando el precio de la capa. Tiró una talega de
cequines sobre la mesa y me dijo, gritando:
—Vaya Zaleukos, quiero tu capa, aunque para ello tenga que mendigar —al tiempo
que empezaba a contar sus monedas de oro.
Me encontré en un buen compromiso, sólo había colgado la capa a modo de
reclamo para atraer al desconocido, y ahora se me presentaba un joven insensato
diciendo que quería pagarme un precio monstruoso. ¿Qué otra cosa podía hacer? Cedí
porque, por otro lado, no estaba nada mal que la aventura de la pasada noche me diese
aquellos beneficios. El joven se puso la capa y ya se iba, pero al llegar a la puerta se dio
la vuelta y me entregó un papel, que encontró pegado a la capa, me miró y me dijo;
—Toma Zaleukos, esto no es de la capa.
Inmediatamente cogí aquel pedazo de papel, y leí lo que decía: “esta noche, a la
hora que ya sabes, lleva la capa al Ponte vecchio. Allí te esperan cuatrocientos
cequines”. Me quedé de piedra. ¡Había dejado pasar la suerte y desaprovechado la
oportunidad de conseguir mi objetivo! Aún así, no me lo pensé dos veces; en un
arrebato cogí los doscientos cequines; salí corriendo tras el joven que me había
comprado la capa, y le dije:
—Tomad vuestros cequines, amigo mío, y devolvedme esta capa, me es imposible
venderla.
En el primer momento, el hombre se lo tomó como una broma, pero luego se dio
cuenta de que aquello iba de veras. Mi petición le hizo enfurecer como una mala cosa,
me trató como a un loco y acabamos a tortazos. Pero tuve suerte y se la pude quitar y,
cuando ya me disponía a huir, piernas para que os quiero, llegó la policía, alertada por
aquel joven, y se nos llevó al juzgado, a los dos. El juez encontró que el caso era un
poco extraño y adjudicó la capa a mi adversario. Yo no desistí. Ofrecí a aquel joven
veinte, cincuenta, ochenta, hasta cien cequines, a más de los doscientos que él me había
pagado, si me devolvía la capa. Lo que no consiguieron mis palabras lo consiguió mi
oro. Cogió todos mis cequines y yo salí triunfante con mi capa, pero tuve que tragarme
que todo Florencia me llamara loco. Ahora bien, me daba lo mismo lo que pensase la
gente, porque yo sabía mejor que nadie que me había salido con la mía.
Esperé a que llegara la noche con impaciencia. Fui hacia el Ponte vecchio, con la
capa bajo el brazo, a la misma hora que la noche pasada. Cuando el reloj dio la última
campanada, se me acercó el mismo personaje. Era el mismo hombre, sin duda alguna.
—¿Tienes la capa? —me preguntó.
—Si, señor —le respondí—, pero he tenido que pagar por ella unos cuantos
centenares de cequines al contado.
—Ya lo sé —respondió—. Mira esto con atención, aquí hay cuatrocientos.
Nos acercamos los dos hasta una barandilla ancha del puente y me ayudó a contar
las monedas de oro. Había cuatrocientas; a la luz de la luna lucían magníficas y aquel
brillo me ensanchó el corazón de contento. ¡Ni de lejos sospeché que sería la última
vez! Metí el dinero en mi bolsillo e intenté ver bien la cara de aquel desconocido, pero
llevaba un antifaz desde donde me miraban unos ojos negros, aterradores.
—Os doy las gracias por vuestra bondad —le dije—. Ahora decidme, ¿qué queréis
de mí? Pero antes debéis de saber que no voy a hacer nada impropio.
—No os preocupéis innecesariamente —respondió, mientras se echaba la capa
sobre su espalda
—Busco vuestra ayuda como médico, pero no para un vivo, sino para un muerto.
—¿Cómo es eso? —dije con estupor.
—Vine a tierras extranjeras con mi hermana —empezó a explicarme, al tiempo que
me hacía señas para que le siguiera—, estábamos aquí en casa de unos amigos de la
familia. Mi hermana se murió ayer a causa de una rápida enfermedad y los familiares la
quieren enterrar mañana. Pero es costumbre de nuestra familia que todos descansen en
la tumba del padre, por eso, a todos aquellos que han muerto en tierra extraña, los han
devuelto embalsamados. A los familiares, yo sólo les quiero dejar el cuerpo, pero a mi
padre le quiero llevar, como mínimo, la cabeza. Así la podrá ver otra vez.
Aquella costumbre y lo de cortar la cabeza de un familiar, me pareció espantoso. A
pesar de ello, no hice ningún comentario para no ofender al forastero. Por este motivo,
le dije que podía intentar embalsamar el cuerpo y le pedí me condujese donde estaba la
difunta. De todas formas, le dije que no entendía por qué tenía que hacerlo de noche y
en secreto, y me respondió que a sus familiares aquella idea les parecía cruel y que, de
día, ya no habían consentido en cortarle la cabeza. Pero una vez estuviera cortada, ya no
podrían quejarse; él hubiera preferido traerme la cabeza para embalsamarla, pero un
sentimiento natural le había reprimido de cortarla él mismo.
Mientras, habíamos llegado a una casa grande y lujosa. Mi acompañante me indicó
el objetivo de nuestro paseo nocturno. Pasamos de largo la puerta principal de la casa,
entramos por otra pequeña, que el forastero cerró con mucho cuidado tras de sí, y
subimos, a oscuras, por una escalera de caracol. Ésta daba a un pasillo casi oscuro que
conducía a una habitación iluminada por una lámpara que colgaba del techo. Entramos.
En aquella habitación yacía el cadáver en una cama. El forastero volvió la cabeza e
hizo como si quisiese ocultar las lágrimas. Me señaló la cama con el dedo, me ordenó
que hiciese enseguida lo que tenía que hacer, y se marchó.
Saqué el bisturí, que como cirujano llevo siempre conmigo, y me acerqué a la cama.
Sólo se podía ver la cabeza del cadáver, pero era una muchacha tan bonita que
instintivamente me embargó un sentimiento de compasión. El cabello largo y negro le
colgaba por los costados de la cama, su cara estaba pálida y tenía los ojos cerrados. En
primer lugar hice una incisión en la piel, tal como hacen los cirujanos cuando han de
cortar algún miembro. Acto seguido tomé el bisturí más afilado y, con un movimiento,
le corté el cuello. Pero ¡qué horror! El cadáver abrió los ojos y aunque los volvió a
cerrar enseguida, emitió un profundo gemido. Me dio toda la impresión que expiraba al
tiempo que un chorro de sangre me salpicaba. Estaba convencido de que había matado a
la pobre chica porque muerta, seguro que lo estaba. Con aquella herida no había
salvación posible. Me quedé allí unos minutos angustiado por aquella pesadilla en que
me había metido. ¿Me engañó el de la capa roja o la chica sólo aparentaba que estaba
muerta? Esto último era lo más probable. Pero no le podía decir al hermano de la
difunta que un corte no tan drástico podrá haberla reanimado, sin matarla. Por eso quise
volver a separar la cabeza enseguida, pero la moribunda se volvió a quejar, tuvo una
convulsión horrorosa y murió. Me quedé desencajado por el miedo y salí
precipitadamente de la habitación. Fuera, el pasillo estaba del todo a oscuras porque
habían apagado la lámpara. No vi ningún rastro de aquel hombre, y tuve que adivinar a
tientas el camino hacia la escalera de caracol. Finalmente, a patinazos y trompicones, la
encontré. Abajo tampoco había nadie; la puerta estaba sólo entornada, y respiré aliviado
al llegar a la calle, porque aquella casa se me estaba echando encima. Empujado por el
miedo, no paré de correr hasta llegar a casa y me hundí en los almohadones de mi cama,
intentando olvidar la monstruosidad que acababa de cometer. Me venció el sueño y la
luz del día me sorprendió en la cama. Estaba seguro que el hombre que me había
empujado a cometer aquel crimen tan perverso, que es lo que entonces yo me figuraba,
no me denunciaría. Decidí ir a mi establecimiento y volver a mi negocio, y hacer como
si nada hubiese ocurrido. ¡Pobre de mí! En aquel momento me di cuenta que debía
afrontar otro inconveniente. Eché en falta el sombrero y el cinturón, y también el bisturí.
Estaba seguro de que me lo había olvidado todo en la habitación de la difunta o, como
mínimo, de haberlo perdido al salir corriendo. Desgraciadamente, la primera posibilidad
era la más probable y, siendo así, podían culparme del asesinato.
Abrí la tienda a la hora de costumbre. El vecino se me acercó como hacía cada día,
ya que era un hombre muy hablador.
—¿Ea, que pensáis de eso tan terrible? —empezó diciendo—. ¿De eso que ha
ocurrido esta noche?
Hice como si nada supiese.
—¿Cómo es posible que no sepáis nada? ¿Si la noticia ha corrido como reguero de
pólvora? ¿No sabéis que la flor más bonita de Florencia, la joven Bianca, hija del
gobernador, ha sido asesinada esta noche? Ay señor, ayer mismo la vi tan contenta
paseando por la calle con su prometido, con quien, hoy precisamente, se tenía que casar.
Cada palabra del vecino era como si me clavasen un puñal en el corazón. Aquella
tortura fue larga, porque todos los clientes me explicaban la misma historia una y otra
vez. Cada vez me la contaban de una forma más aterradora y, con todo, nadie la podía
explicar tan aterradora como yo la había visto. Cerca del mediodía vino a la tienda un
oficial del juzgado y me pidió que hiciese salir a la gente.
—Signore Zaleukos —dijo a la vez que me mostraba todo lo que yo había echado
en falta—, ¿son suyas estas cosas?
Dudé un momento si debía negarlo o no, pero cuando, por la puerta entreabierta de
la tienda, vi a mi casero y muchos conocidos que podían testificar en mi contra, decidí
no empeorar las cosas con una mentira y reconocí que aquellas cosas eran mías. El
oficial me pidió que le siguiese y me condujo hasta un gran edificio que, constaté, se
trataba de la prisión. Me asignó una celda y dijo que me esperase.
Cuando, al quedarme solo en la celda, pude reflexionar, vi con claridad que mi
situación no era nada buena. No podía dejar de pensar que había matado a la chica,
aunque lo había hecho sin querer. Tampoco podía dejar de pensar que el brillo del oro
me había ofuscado, de lo contrario no hubiese caído en la trampa tan ciegamente. Al
cabo de dos horas de mi detención, me sacaron de aquel sitio y me llevaron al final de
una larga escalera hasta una gran sala. Allí había doce hombres, la mayoría ancianos,
sentados tras una mesa tapizada de color negro. Había bancos a ambos lados de la sala,
donde estaba sentada toda la aristocracia de Florencia. En los palcos había una multitud
de espectadores. Estando ya delante de la mesa, un hombre de aspecto lúgubre se
levantó; era el gobernador. Se dirigió a los allí reunidos y les dijo que como padre de la
víctima no podía ser juez en aquel caso y que, por aquel motivo, cedía su lugar al
senador más anciano. Aquel senador era un anciano de, como mínimo, noventa años. Se
puso de pié, medio encorvado, unas greñas de cabellos blancos le colgaban de las
sienes, pero tenía los ojos enérgicos y la voz fuerte y segura. Empezó preguntándome si
me confesaba culpable del asesinato. Le pedí que me escuchase y le expliqué de forma
clara y precisa lo que sabía y lo que había hecho. Me di cuenta que, mientras yo
hablaba, el gobernador empalidecía y enrojecía sucesivamente y, al terminar, explotó de
rabia.
—¡Que desvergüenza! —me dijo gritando— ¿Cómo te atreves, un criminal como
tú, imputar a otra persona lo que has cometido por codicia?
El senador le llamó la atención por haber interrumpido y haberse adjudicado
espontáneamente el derecho a hablar; además, no estaba comprobado que yo hubiese
cometido el delito porque, según había dicho antes él mismo, no había habido robo a la
difunta. Eso es verdad. El senador continuó, y le dijo al gobernador que debía dar
cuenta de la vida de su hija, porque sólo así se podría decidir si yo decía la verdad, o no.
En aquel punto se suspendió la sesión para, tal como explicó, poder investigar los
papeles de la chica muerta, que el gobernador debía facilitarle. Me llevaron otra vez a
mi celda, donde pasé un día muy abatido, continuamente preocupado, con unas ganas
tremendas de que pudieran relacionar, de alguna forma, el asesinato con el hombre de la
capa roja. Al día siguiente entré esperanzado en la sala del juicio. Había un montón de
cartas encima de la mesa. El anciano senador me pidió si era mía aquella letra; las miré
y vi que las había escrito la misma persona que me envió las notas. Lo hice saber al
senador, pero tuve la impresión de que no me hacían ningún caso y contestó que yo
podía, o quizás debía, haberlas escrito todas, ya que la firma de las cartas era
inequívocamente una Z, la primera letra de mi nombre. Las cartas estaban llenas de
amenazas a la chica muerta y de advertencias por el casamiento que debía de celebrarse.
Se notaba la influencia del gobernador por la forma más severa y más desconfiada
en que me trataban aquel día. Pedí que comprobasen mi letra con los papeles que
pudiesen encontrar en mi casa, pero me dijeron que habían ido y no habían encontrado
nada. De esta forma se desvanecieron mis esperanzas, al acabar el juicio y, cuando al
tercer día me condujeron de nuevo a la sala, me leyeron la sentencia en la cual me
hallaban culpable de asesinato premeditado. Esto fue lo que entendí. ¡Abandonado de
todos, sin lo que más quería, lejos de casa, debía morir de un hachazo, inocente y en la
flor de la vida!
La tarde de aquel día de mal recuerdo, que había decidido mi destino, estaba solo
sentado en mi calabozo; sin esperanza y con el pensamiento concentrado en una muerte
tétrica. Entonces se abrió la puerta de la celda y entró un hombre que me observó un
rato en silencio.
—Ya te he encontrado, Zaleukos —dijo.
Por la débil claridad de mi lámpara no le había reconocido, pero su voz me evocó
recuerdos. Era Valetty, uno de aquellos pocos amigos que hice en París cuando era
estudiante. Me dijo que estaba casualmente en Florencia, en donde vivía su padre que
era una persona conocida; se había enterado de mi historia y había venido para
volverme a ver, y para saber de viva voz si era capaz de haber cometido un asesinato tan
monstruoso. Le expliqué toda la historia. Creo que todo lo que le expliqué le sorprendió
mucho y me esforcé en hacerle ver, a él, mi único amigo, que todo lo que le había dicho
era cierto y que no le decía ninguna mentira. Le juré con el juramento más solemne que
todo era verdad y que no me sentía culpable de nada más que de, ofuscado por el brillo
del oro, no haberme percatado de lo absurdo de la explicación del desconocido.
—¿Entonces, tu no conocías a Bianca? —me preguntó.
Le aseguré que ni siquiera la había visto. Entonces Valetty me dijo que en aquel
asunto había un profundo secreto, que el gobernador había precipitado la tramitación de
la sentencia, y que corría el rumor que hacía tiempo que yo conocía a Bianca y la había
asesinado para vengarme de que se hubiese casado con otro. Me dio a entender que todo
aquello era cosa del hombre de la capa roja y que yo no podía demostrar su
complicidad.
Valetty me abrazó llorando y me prometió que haría todo lo posible para, como
mínimo, poder salvarme la vida. Yo no albergaba muchas esperanzas, sin embargo,
sabía que Valetty era un hombre listo, que tenía experiencia en cuestión de leyes y que
haría lo posible para salvarme. Pasé dos larguísimos días sin tener noticias y, por fin,
apareció Valetty.
—Te traigo consuelo pero también dolor. Vivirás y serás libre, pero perderás una
mano.
Le di las gracias, conmovido. Me dijo que el gobernador se había mostrado
inflexible, pero que, finalmente, para que no le acusaran de injusto, le permitió revisar
el caso con la condición de que si en libros de la historia florentina encontraba otro caso
semejante al mío, me debían aplicar la misma condena que hubiesen aplicado al otro.
Valetty y su padre habían trabajado día y noche leyendo libros antiguos y por fin habían
encontrado un caso idéntico al mío. La sentencia decía: se le cortará la mano izquierda,
se le confiscaran los bienes y será desterrado a perpetuidad. Esta era, por tanto, mi
sentencia y debía prepararme para las horas especialmente difíciles que me esperaban.
No quiero volver a revivir la imagen de aquel momento en que dejé la mano encima del
pilón del mercado y que la sangre me salía a borbotones.
Valetty me tuvo en su casa mientras estuve convaleciente, después me suministró
todo el dinero necesario para el viaje, ya que todo aquello que tanto me había costado
conseguir se había convertido en botín para los jueces. Viajé de Florencia a Sicilia y allí
tomé el primer velero que salía hacia Constantinopla. Puse todas las esperanzas en la
suma de dinero que había dejado confiada a mi amigo y también le pedí que me dejase
vivir en su casa, pero me sorprendió mucho cuando me contestó que ¡porqué no me
instalaba en mí casa! Me dijo que un forastero había comprado en mi nombre mi casa
del barrio de los griegos; el vecino añadió que también le dijo que volvería pronto.
Estos amigos me acompañaron enseguida y fui muy bien acogido por todos los antiguos
conocidos. Un anciano mercader me dio una carta que el forastero le había dado para
mí.
La leí: “Zaleukos, hay dos manos dispuestas a trabajar sin descanso para que tu no
eches en falta la tuya. Esta casa que ves ahí, y todo lo que hay en ella, es tuya y cada
año recibirás tanto que serás el más rico de tu pueblo. ¿Querrías perdonar a alguien que
es más desgraciado que tú?”. Me imaginé quien era, aquel que me había escrito la carta,
y el mercader, respondiendo a mi pregunta, me dijo que el hombre debía ser francés y
que llevaba una capa roja. Esto era suficiente para estar seguro de que el desconocido no
podría mostrar ningún otro sentimiento noble. En mi nueva casa encontré todo lo mejor
y, también, un establecimiento provisto con artículos aún más bonitos que los que yo
jamás había tenido.
Han pasado ya diez años de todo esto; continúo viajando por negocios más por vieja
rutina que por necesidad; eso sí, no he vuelto a ver aquella tierra en la que me sentí tan
desgraciado. Desde entonces, cada año recibo mil monedas de oro y, aunque no puedo
decir que la generosidad de aquel desgraciado me disguste, también es verdad que no
puede comprar el sufrimiento de mi alma, porque siempre tendré presente la imagen de
la pobre Bianka.
Zaleukos, el griego, había terminado su historia. Todos le habíamos escuchado con
emoción, además, nos dimos cuenta que el forastero estaba muy emocionado; tuvo que
respirar profundamente unas cuantas veces y Muley, incluso, le vio lágrimas en los ojos.
Estuvieron mucho rato hablando de aquella historia.
—¿Y no odias a este desconocido que tanto daño te ha hecho y que puso tu vida en
peligro? —le preguntó el forastero.
—Ya lo creo, al principio hubo momentos en que le odiaba —contestó el griego—.
Le acusaba ante Dios, de todo corazón, por haberme causado aquel sufrimiento y
haberme envenenado la vida, pero encontré consuelo en la religión de mi padre. Esta
religión me exhortaba a perdonar a los enemigos y, por otro lado, él es aún más
desgraciado que yo.
—¡Sois un hombre noble! —exclamó el forastero y, emocionado, estrechó la mano
del griego.
El jefe de la guardia interrumpió aquella conversación. Entró en la tienda con gesto
preocupado para informar que no debían perder la serenidad, pero que estaban en un
lugar en donde normalmente atacaban a las caravanas y que, además, sus vigías habían
visto acercarse un grupo de hombres a caballo.
A los mercaderes les aterrorizó la noticia. Pero Selim, el forastero, se extrañó de que
se preocuparan y les hizo comprender que si iban tan bien protegidos no debían
atemorizarse por un destacamento de ladrones árabes.
—¡Sí, tiene razón, señor! —le respondió el jefe de los vigías— Si sólo fuera por
esta gentuza, pero desde hace algún tiempo el terrible Orbassan ha vuelto a las andadas,
y con éste es mejor estar ojo avizor.
El forastero preguntó quién era este Orbassan y Achmed, el anciano mercader, le
contestó:
—La gente explica cosas de todo tipo de este hombre terrible. Unos le tienen por un
ser sobrenatural, porque frecuentemente se ha escapado de escaramuzas contra cinco o
seis hombres a la vez; otros le tienen por un francés intrépido, tocado por la mala suerte
pero, ante todo, seguro que es un ladrón y un malvado bandolero.
—Esto no podéis afirmarlo con seguridad —le replicó Lezah, uno de los
mercaderes—. Quizás sea un ladrón, pero también es un hombre noble. Así se lo
demostró a mi hermano y os puedo explicar una historia a modo de ejemplo. De su
pandilla ha hecho un grupo bien organizado y mientras ellos andan por el desierto,
ninguna otra banda se atreve a salir por ahí. Tampoco roba como los demás, sino que
recauda un impuesto de protección de las caravanas, y todo aquel que le paga
voluntariamente puede continuar sano y salvo.
Los viajeros hablaban de estas cosas en la tienda, pero los guardias que vigilaban el
lugar empezaron a intranquilizarse. Habían visto que les seguía un grupo bastante
considerable de hombres a caballo, a los que llevaban media hora de ventaja. Uno de los
vigilantes entró en la tienda para anunciar que realmente les asaltarían. Los mercaderes
pidieron la opinión de todos acerca de qué se debía hacer, si plantarles cara o esperar y
ver qué ocurría. Achmet y los dos mercaderes ancianos preferían esperar, pero el
exaltado Muley y Zaleukos querían plantar cara y pidieron al forastero que les diese
apoyo. Pero éste se quitó el pañuelo azul con estrellas rojas que llevaba metido en la
faja, tranquilamente lo ató a una lanza y ordenó a uno de los esclavos que lo clavase en
lo más alto de la tienda. Dijo que ponía su vida como prenda de que cuando los jinetes
vieran aquella señal pasarían sin hacer nada. Muley no se lo creyó, a pesar de ello el
esclavo clavó la lanza en lo alto de la tienda. Mientras, todos los que estaban en la
tienda cogieron las armas y esperaron tensos la llegada de los jinetes. Pues, sí que
vieron la señal, porque de pronto cambiaron de dirección y pasaron de largo la caravana,
dando un gran rodeo.
Los viajeros se quedaron unos momentos asombrados, mirando ora a los jinetes, ora
al forastero, que estaba delante de la tienda en actitud indiferente, como si no ocurriese
nada, y mirando hacia la explanada.
Finalmente Muley rompió el silencio:
—¿Quién eres, poderoso forastero —le gritó—, que con una señal puedes dominar
las hordas salvajes del desierto?
—Me dais más méritos de los que me merezco —respondió Selim Baruch—. Con
esta señal he procurado evitar que nos capturasen. Lo que significa no lo sé, sólo sé que
quién viaja con esta señal tiene una protección muy poderosa.
Los mercaderes le dieron las gracias y le nombraron su salvador. La verdad es que
aquella banda estaba formada por tantos hombres que los de la caravana no habrían
podido hacer nada contra ellos.
Se retiraron más calmados y, cuando el sol empezó a ponerse y el viento del
atardecer ya pulía de arena la llanura, levantaron el campamento y continuaron el viaje.
Al día siguiente acamparon aproximadamente a un día de camino de la salida del
desierto. Cuando ya los viajeros estuvieron otra vez reunidos en la tienda, el mercader
Lezah tomó la palabra.
—Ayer os dije que el temido Orbassan era un hombre noble. Permitídme que hoy os
dé constancia de esta cualidad con la narración del destino de mi hermano. Mi padre era
Cadí en Akara. Tuvo tres hijos. Yo era el mayor y me seguían un hermano y una
hermana que eran mucho más jóvenes que yo. Al cumplir los veinte años, un hermano
de mi padre me llevó con él, a su casa. Me hizo heredero de sus bienes con la condición
de que tenía que quedarme con él hasta que muriese. Pero vivió muchos años, de forma
que sólo hace dos que regresé a mi casa. Hasta entonces no me enteré del terrible
destino que había de afectar a mi familia y que Alá modificó con su benevolencia.
El rescate de Fatme
Mi hermano Mustafá y mi hermana Fatme eran casi de la misma edad. A lo sumo se
llevaban dos años. Vivían muy unidos y compartían todo lo que nuestro pobre padre
anciano y enfermo les podía facilitar. Cuando Fatme cumplió los dieciséis años, su
hermano le organizó una fiesta. Invitaron a todas sus amigas, prepararon una exquisita
merienda en el jardín y, al atardecer, la invitaron a dar un paseo en una barca que habían
alquilado y engalanado para la ocasión. Fatme y sus amigas accedieron encantadas
porque hacía muy buen tiempo y la ciudad, especialmente en los atardeceres, ofrecía
unas vistas magníficas. Las chicas estaban tan a gusto en la barca que convencieron a mi
hermano para que remara mar adentro. A Mustafá no le pareció buena idea, porque
últimamente había oído rumores de que se habían visto piratas por los alrededores. No
lejos de la ciudad, un cabo se adentraba en el mar. Las chicas querían ir hasta allí para
ver la puesta del sol desde aquel lugar. Al dar la vuelta al cabo avistaron un velero
cargado con un gran arsenal de armas. Mi hermano, que era quien remaba, temió lo peor
y quiso dar la vuelta y volver a tierra. Realmente sus temores se confirmaron, porque el
velero inmediatamente puso rumbo hacia ellos persiguiéndoles y, como llevaba más
remeros, les alcanzaron y navegaron un rato entre nuestra barca y tierra firme. Entonces
las chicas, al advertir el peligro, empezaron a chillar, y a moverse, y a quejarse; Mustafá
intentaba tranquilizarlas sin éxito, para que se estuvieran quietas, ya que moviéndose de
un lado para otro hacían tambalear la barca. No pudo evitarlo, cuando el velero se les
acercó, las chicas se precipitaron hacia la popa y volcaron.
Mientras, desde tierra firme se habían percatado de lo que pasaba y, como que todos
habían oído hablar de los piratas y aquel velero les dio mala espina, ya habían empezado
a salir barcas para ayudar a la nuestra. Sólo tuvieron tiempo de recoger a los náufragos.
En la confusión del momento, el velero enemigo huyó. Los de las barcas que habían ido
a ayudarles no estaban muy seguros de haberlos salvado a todos. Se acercaron para
comprobarlo y, ¡ay!, vieron que faltaba mi hermana y una de sus amigas, además,
descubrieron que en las barcas había un forastero que nadie conocía. Ante las amenazas
de Mustafá, el forastero les dijo que era un miembro de la tripulación del velero, que
fondeaba a unas dos millas al este de aquella zona, y que, al huir, sus compañeros le
habían dejado en la estacada mientras ayudaba a rescatar del agua a dos chicas; también
dijo que había visto como se las llevaban en el velero.
El dolor de nuestro anciano padre no tenía límites, y Mustafá también estaba tan
desconsolado que se quería morir, porque además de perder a su querida hermana y
sentirse culpable por ello, la otra compañera de aquella fatalidad era su amiga Zoraide,
cuyos padres se habían comprometido a dársela por esposa. Sólo nuestro padre no se
había decidido aún por este compromiso, porque los padres de ella eran de origen
humilde.
Sin embargo, nuestro padre era un hombre fuerte y, en cuanto estuvo algo repuesto
del disgusto, hizo comparecer a Mustafá a su presencia y le dijo:
—Tu insensatez me ha robado el consuelo de mi vejez y la alegría de mis ojos. Vete
para siempre de esta casa, te maldigo a ti y a tus descendientes y únicamente quedarás
libre de la maldición de tu padre si me devuelves a Fatme.
Mi hermano no se esperaba esto; antes ya había decidido solicitar la bendición del
padre, pero ahora debía salir a correr mundo con el lastre de su maldición. Y, si al
principio la desesperación le angustió, más tarde, todas aquellas desgracias, que no se
merecía, también le hicieron más valiente.
Fue a ver al pirata prisionero y le preguntó que rumbo llevaba el velero. Averiguó
que comerciaba con esclavos y que tenían por costumbre ir al gran mercado de Basora.
Al volver a casa a hacer los preparativos para ir hacia allí, pareció que nuestro padre
se había calmado un poco, porque le hizo llegar una bolsa cargada de oro para el viaje.
Mustafá se despidió llorando de los padres de Zoraide, así es como se llamaba su amada
prometida, y se encaminó hacia Basora. Mustafá viajó por tierra, ya que desde nuestra
pequeña ciudad no había ningún velero que hiciese el trayecto directo a Basora. Es por
esta razón que el viaje a Basora, para poder atrapar a los piratas, fue bastante duro. Al
llevar un buen caballo y poco equipaje, calculó llegar a aquella ciudad al final del sexto
día. Pero el cuarto día, hacia el atardecer, mientras hacía camino completamente solo, le
atacaron tres hombres por sorpresa. Como sea que éstos eran fuertes e iban muy bien
armados, y mi hermano amaba más la vida que el dinero y el caballo, les dijo gritando
que se lo daría todo. Aquellos hombres descendieron de los caballos y le ataron los pies
por debajo del vientre del caballo, dejándole encima inmovilizado, tiraron de las riendas
y, se pusieron al trote sin mediar palabra.
A Mustafá, le embargó una sorda desesperación, porque todo indicaba que se iba
cumpliendo la maldición de su padre. ¿Cómo se las arreglaría para rescatar a su
hermana y a Zoraide si le robaban lo que tenía, y ya bastante trabajo tendría para
liberarse él mismo? Cuando llevaban aproximadamente una hora cabalgando, Mustafá y
sus silenciosos acompañantes, se adentraron en un pequeño valle transversal, donde una
hierba verde y esponjosa y un riachuelo que discurría en medio invitaban a la paz. Vio
montadas, como mínimo, unas quince o veinte tiendas. Tenían atados los caballos y
camellos en sus estacas. De una de las tiendas salía el sonido claro de una cítara y de
dos agradables voces masculinas. A mi hermano se le ocurrió que gente capaz de
escoger un paraje tan bonito y agradable, no podía albergar malas intenciones contra él.
Y, cuando los que le hicieron prisionero le desataron y le indicaron con señas que
desmontara y les siguiese, lo hizo sin ninguna clase de temor. Le llevaron hasta una
tienda, la más grande de todas, que por dentro casi era elegante. Almohadones con
magníficos bordados en oro, vistosas alfombras, ceniceros dorados que delataban una
vida anterior de placeres y de riqueza, estaban expuestos como atrevidos botines de
ladrón. En uno de los almohadones, estaba sentado un hombre vetusto, de poca estatura,
feo, la piel casi negra y brillante, y con una mueca que le sesgaba la boca y los ojos
dándole un aire de socarrón astuto y un aspecto odioso. Con todo, el hombre se daba
importancia. Pero, Mustafá se dio cuenta enseguida de que la tienda no estaba tan
ricamente adornada precisamente para aquel chiquilicuatro y la conversación, que
mantuvieron los que le habían traído y aquel hombre, se lo confirmó.
—¿Dónde está el Mayor? —preguntaron al bajito.
—Está de cacería —respondió el otro—; pero me ha encargado que le guarde el
sitio.
—Esto no es nada prudente — replicó uno de los asaltantes—; porque hay que
decidir si este perro tiene que morir o pagar y esto lo sabe mejor el Mayor que tu.
El bajito se puso en pie, con la dignidad de su categoría, y alargó el brazo para
pegarle un sopapo, pero su contrincante sólo se dejó llegar a la oreja con la punta de los
dedos. Cuando vio que se había molestado por nada, el Enano empezó a insultarle y, en
verdad que no fue él solo, el culpable de que la tienda retumbase. En aquel momento se
abrió la puerta de la tienda y entró un hombre majestuoso, joven, de buena estampa
como un príncipe persa; sus armas y sus vestidos ricamente decorados, la daga también
adornada y la brillante espada, estrecha y lisa; pero los ojos eran serios y sus maneras
imponían respeto sin llegar a infundir miedo.
—¿Quién se atreve a pelearse en mi tienda? —dijo gritando a los desconcertados
hombres.
Tras un largo silencio, uno de los que había capturado a Mustafá le explicó cómo
había ocurrido. El “Mayor”, como ellos le llamaban, se puso como un energúmeno.
—¿Cuándo te dije, que te instalaras en mi tienda, Hasan? —se dirigió al Enano
gritando y con una voz aterradora.
El Enano se quedó tan encogido de miedo que todavía parecía más bajito que antes
y se escurrió hacia la puerta de la tienda. Una contundente patada del Mayor hizo que el
Enano saliera de estampida.
Cuando el Enano hubo desaparecido, los tres hombres llevaron a Mustafá ante el
señor de la tienda, que ya estaba sentado sobre uno de los almohadones.
—Aquí tienes a quien nos mandaste hacer prisionero.
El Mayor se lo miró un buen rato y luego dijo:
—Bassa6 de Suleika, tu conciencia te dirá porqué estas ante Orbassan.
Al oír esto mi hermano se echó al suelo y dijo:
—¡Señor! ¡Os equivocáis! ¡Soy un pobre desgraciado, pero no el Bassa que tu
buscas!
Todos los que estaban en la tienda se sorprendieron al oír esto. Pero el señor de la
tienda dijo:
—Te servirá de muy poco hacer teatro, porque voy a traer a gente que te conoce
bastante bien.
Entonces mandó a buscar a Zuleima. Se trataba de una mujer anciana que, cuando le
preguntaron si mi hermano era el Bassa de Suleika, respondió:
—¡Ya lo veo! —Y lo juró sobre la tumba del Profeta— Es el Bassa y nadie más.
—¿Lo ves infeliz? Tu argucia se ha deshecho como la nieve en el desierto— dijo el
Mayor enfadado—. ¡Eres tan miserable que ni tan siquiera voy a ensuciar mi daga con
tu sangre, pero mañana por la mañana haré que te aten a la cola de mi caballo y saldré
contigo a cazar por los bosques desde que salga el sol hasta que se ponga tras los
turones de Suleika!
Llegado a este punto sí que mi hermano perdió su coraje.
—¡Es la maldición de mi obstinado padre, que me va a conducir a una muerte
ignominiosa! —gritó llorando— ¡Tu también estás perdida, querida hermana! ¡Tu
también, Zoraide!
—Hacer teatro no te va a servir para nada —dijo uno de los ladrones, mientras le
ataba las manos a la espalda—. ¡Vamos, salgamos de la tienda, que el Mayor ya se está
mordiendo los labios y mirando su puñal! ¡Si quieres estar vivo una noche más,
salgamos!

Cuando aquellos ladrones se disponían a salir de la tienda con mi hermano,


tropezaron con tres más que llevaban otro prisionero por delante. Le hicieron entrar.
—Aquí te traemos al Bassa, tal como nos has ordenado —dijeron y le empujaron
ante el almohadón del Mayor.
Al pasar por su lado, mi hermano tuvo ocasión de verle detenidamente y, hasta él se
dio cuenta de cómo se parecían. Sólo que el otro era más moreno de cara y su barba era
negra. El Mayor se sorprendió de que apareciera otro prisionero.
—¿Quién de vosotros dos es el auténtico? —preguntó, mientras miraba a uno y a
otro.
6
La graduación más alta en el ejército turco.
—¡Si te refieres a quién es el Bassa de Suleika —respondió orgulloso el otro
prisionero—, ese soy yo!
El Mayor se lo miró un rato con aquellos ojos serios y aterradores y entonces hizo
una seña para que lo llevasen fuera. Luego se acercó a mi hermano, le cortó las ataduras
con su daga y lo invitó a sentarse a su lado, en los almohadones.
—Siento en el alma haberte tomado por este monstruo —le dijo—, puedes
agradecerlo a una jugada providencial del cielo que, en el momento en que el fin de
aquel malvado estaba decidido, te ha puesto en manos de mis compañeros.
Mi hermano le pidió un único favor: que le dejase marchar inmediatamente, ya que
cualquier demora podía ser fatal. El Mayor quiso informarse de aquel asunto tan urgente
y, cuando mi hermano se lo explicó todo, le convenció que se quedase en su tienda
aquella noche. Tanto al caballo como a él, les convenía descansar. Al día siguiente le
mostraría un atajo, que en un día y medio le llevaría a Basora. Mi hermano se quedó, le
obsequiaron de forma exquisita y durmió plácidamente en la tienda del ladrón hasta el
día siguiente.
Cuando se despertó, estaba solo en la tienda, pero oyó las voces del Mayor y del
hombre de piel oscura, al otro lado de la cortina de la tienda. Espió un poco y oyó
asustado que el Enano aconsejaba al otro que matara al forastero porque, si le dejaban
marchar, los podía traicionar a todos.
Mustafá enseguida se dio cuenta que el Enano le guardaba rencor, por haber sido la
causa de que lo tratasen de aquella forma tan desagradable, el día anterior. El Mayor
reflexionó unos momentos.
—No —dijo—, es mi huésped y para mí la hospitalidad es sagrada. Además, no me
da la impresión de que nos vaya a traicionar.
Dicho esto, apartó la cortina y entró.
—¡La paz sea contigo Mustafá! —dijo—. ¡Vamos a desayunar y preparémonos para
salir!
Obsequió a mi hermano con una jarra de sorbete y, cuando hubieron bebido los dos,
prepararon los caballos y Mustafá, que estaba sumamente contento, montó en el caballo
de un salto. El Mayor explicó a mi hermano que aquel Bassa, que habían capturado, les
había prometido que se podían quedar en su territorio sin peligro pero que, al cabo de
unas semanas, algunos de sus hombres más valientes habían sido capturados y, después
de infringirles torturas horripilantes, los habían colgado. Había esperado mucho tiempo
para poder atraparlo y ahora debía morir. Mustafá no se atrevió a poner objeción alguna,
porque ya había salvado su piel por los pelos.
A la salida del bosque, el Mayor detuvo el caballo, indicó el camino a mi hermano,
le alargó la mano para despedirse y dijo:
—Mustafá, has un sido huésped poco corriente del ladrón Orbassan; no te voy a
pedir que no expliques lo que has visto u oído. Has sufrido injustamente el temor a
morir y me siento culpable por ello. Toma esta daga como recuerdo y, si te encuentras
en apuros, házmela llegar y vendré inmediatamente en tu ayuda. Esta bolsa te puede ser
útil para el viaje.
Mi hermano le dio las gracias por aquella generosidad; cogió la daga, pero rehusó la
bolsa. Entonces Orbassan le volvió a estrechar la mano, dejó caer la bolsa al suelo y
salió al galope hacia el bosque. Cuando Mustafá vio que la bolsa se quedaría allí, salto
del caballo para recogerla y le sorprendió muchísimo la generosidad tan grande de su
amigo, porque la bolsa estaba repleta de oro. Dio gracias a Alá por haberle salvado,
encomendó aquel ladrón a su clemencia y continuó el camino de Basora
extraordinariamente animado.
En aquel punto Lezah calló y miró a Achmet, el mercader anciano, para ver qué
decía a todo aquello.
—No, si es así —dijo éste—, muy gustosamente corregiré la opinión que tengo de
Orbassan porque, tienes razón, es verdad que se comportó estupendamente con tu
hermano.
—Hizo como un musulmán cabal —dijo Muley gritando—; pero espero que con
esto no des tu historia por acabada, porque me parece que todos nos morimos de ganas
por saber qué se hizo de tu hermano, y si pudo liberar a tu hermana y a la hermosa
Zoraide.
—Si no os aburro, continuaré con mucho gusto —respondió Lezah— porque la
historia de mi hermano es realmente maravillosa y está llena de aventuras.
Al mediodía del séptimo de haber partido, Mustafá llegó a la puerta de Basora. Tan
pronto llegó al campamento de caravanas, preguntó cuándo empezaba el mercado de
esclavos que se celebraba anualmente. Pero le dieron la terrible noticia de que había
llegado dos días tarde. Entonces, se compadecieron de él y le explicaron lo que se había
perdido porque, en el último día de mercado, habían traído a dos esclavas tan hermosas
que todos los mercaderes se volvieron para mirarlas. Se hicieron las ofertas y regateos
normales en estos casos y, claro, llegaron a un precio tan elevado que sólo se lo podía
permitir su amo actual.
Pidió más detalles sobre las dos esclavas y ya no le quedó duda alguna que eran las
dos infortunadas que buscaba. También supo que el hombre que las compró se llamaba
Thiuli-Kos, y vivía a cuarenta horas de Basora, que era un hombre ilustre, rico, pero ya
anciano, que había sido el anterior Kapudan-Bassa7 del Gran Señor, y que ya se había
retirado con toda la fortuna que había podido amasar.
Al momento le vino a Mustafá el pronto de saltar encima del caballo y correr tras de
Thiuli-Kos, que aún no le llevaba un día de ventaja. Pero cuando se detuvo a pensar que
él solo no podía enfrentarse a un hombre tan poderoso ni siquiera para robarle, caviló
otra estrategia que se le ocurrió enseguida. La confusión con el Bassa de Suleika, que
casi le había dado un disgusto, le dio la idea de presentarse en casa de Thiuli-Kos con
este nombre y, de esta forma, tendría una posibilidad de intentar salvar las dos
infortunadas chicas.
Para hacerlo contrató criados y caballos con el dinero que, con mucho acierto, le
había dado Orbassan; él y sus criados se vistieron adecuadamente y se dirigieron al
castillo de Thiuli. Al cabo de cinco días llegaron cerca del castillo. Estaba edificado en
un hermoso llano y rodeado de unas murallas tan altas que casi no dejaban ver los
edificios. Una vez allí, Mustafá se tiñó de negro el cabello y la barba, y se untó la cara
con el jugo de una planta que se la dejó morena como la del Bassa. Envió a uno de sus
criados al castillo para pedir alojamiento para el Bassa de Suleika. El criado regresó al
poco rato acompañado de cuatro esclavos bien ataviados, los cuales cogieron el caballo
de Mustafá por las riendas y lo condujeron hacia el castillo. Una vez allí le ayudaron a
bajar del caballo y otros cuatro esclavos le escoltaron hasta Thiuli, por unas escaleras de
mármol.
El tal Thiuli, un hombre anciano y agradable, acogió a mi hermano deshaciéndose
en atenciones y le hizo servir lo mejor que sabía preparar su cocinero. Una vez en la
mesa, Mustafá fue llevando la conversación hacia las nuevas esclavas y el Thiuli elogió
su belleza y sólo se quejó de que estuviesen siempre tan tristes, pese a todo creía que ya
se les pasaría. Mi hermano estaba muy satisfecho por aquella buena acogida y se acostó
muy esperanzado.

7
Gran almirante.
Haría una hora que dormía cuando le despertó la claridad de una luz, que le
enfocaba a los ojos. Al volver en sí, pensó que aún soñaba porque enfrente tenía a aquel
enano de la tienda de Orbassan, con una lámpara en la mano y el hocico desfigurado por
su mueca torcida y sarcástica. Mustafá se pellizcó el brazo, se tiró de la nariz para
comprobar si estaba despierto, pero la aparición continuaba frente a él:
—¿Qué haces al lado de mi cama? —dijo gritando Mustafá, cuando se repuso de la
sorpresa.
—¡No os inquietéis, señor —dijo el Enano— Ya sé para qué habéis venido.
También recuerdo muy bien vuestra valiosa fisonomía. Pero, os puedo asegurar que me
habríais engañado si no hubiera sido yo mismo, con mis propias manos, quién ha
colgado al Bassa. Sin embargo, estoy aquí para preguntaros una cosa.
—¿Primero, dime cómo has llegado hasta aquí? —le preguntó Mustafá, molesto
porque se dio cuenta que estaba hablando con un traidor.
—Ya os lo diré —le respondió el otro—. Ya no aguantaba más al Mayor, por eso he
decidido marchar, pero tú, Mustafá, has tenido la culpa de que nos peleáramos y por eso
tendrás que concederme a tu hermana por esposa; a cambio, te ayudaré a escapar de
aquí, y si no me la concedes, voy a explicar a mi nuevo amo algun “detallito” del nuevo
Bassa.
Mustafá se puso fuera de sí por el miedo y la rabia; ahora que estaba a punto de
conseguir lo que quería, tenía que presentarse aquel miserable para estropearle su plan.
Sólo le quedaba una forma de poder llevarlo a cabo: tenía que matar a aquel monstruo.
Salió de la cama de un salto y se echó encima del Enano, pero éste lo intuyó y dejó caer
la lámpara, que se apagó, logrando escapar en la oscuridad gritando y pidiendo ayuda
como un condenado.
Ahora sí que se le habían torcido las cosas; lo de salvar a las chicas ya se lo podía
quitar de la cabeza y pensar sólo en su salvación. Se asomó a la ventana, para ver si
podía saltar. Era muy alta y más allá se debía saltar un muro de considerable altura.
Mientras lo pensaba, oyó unas voces que se acercaban a la habitación; ya se oían
bastante cerca cuando, desesperado, se deshizo de su espada y de su atavío y se tiró por
la ventana. Fue una caída dura, pero no se rompió ningún hueso; inmediatamente saltó
el muro que cerraba el castillo y, dejando a sus perseguidores con un palmo de nariz, se
encontró ya prácticamente fuera de peligro. Corrió hasta encontrar un bosquecillo, y se
echó al suelo agotado. Allí estuvo reflexionando qué debía hacer. Tuvo que dejar a los
criados y a los caballos, pero pudo salvar el dinero porque lo llevaba escondido en su
faja.
Su capacidad de inventiva pronto le ofreció otra idea para intentar de nuevo el
rescate. Continuó caminando por el bosque hasta que encontró un pueblo, en donde
pudo comprar, a buen precio, un caballo que en poco tiempo lo llevó a la ciudad. Allí,
preguntó dónde podría encontrar un médico y le recomendaron uno de anciano y
experimentado. Con un puñado de monedas de oro le convenció de que le
proporcionase un medicamento para hacer dormir a la gente como si estuviera muerta, y
un antídoto para despertarla. Una vez en posesión de estos potingues, se compró una
larga barba, un talar negro, y unos cuantos librillos y alambiques de forma que tenía el
aspecto de ser un médico ambulante bastante convincente. Cargó todas aquellas cosas
en un asno y volvió a dirigirse hacia el castillo de Thiuli-Kos. Esta vez debía asegurarse
de que no le descubriesen y aquella barba postiza lo tapaba de una manera que ni él
mismo se habría reconocido.
Una vez ya en casa de Thiuli se hizo anunciar como el doctor Xakamankabudibaba
y, tal como había previsto, se lo creyeron. Aquel nombre tan pomposo, le fue tan
extraordinariamente útil ante el viejo loco, que fue invitado a su mesa inmediatamente.
Xakamankabudibaba se presentó ante Thiuli y, apenas hacía una hora que hablaban, que
el viejo ya estaba convencido de que todas sus esclavas debían someterse a la revisión
del doctor. El doctor a duras penas podía esconder la emoción que sentía y, con el
corazón palpitando, siguió a Thiuli que le guiaba hacia el serrallo. Entraron en una sala
muy bien decorada, pero donde no había nadie.
—Xambaba o como te llames, estimado doctor —dijo Thiuli-Kos—. Fíjate en aquel
agujero que hay en la pared. Mis esclavas sacarán la mano por aquí una tras otra y tu les
podrás tomar el pulso y decidir si están sanas o enfermas.
Se suponía que Mustafá debía ir argumentando lo que le pareciese, ja que no podría
verlas. Sin embargo, Thiuli permitiría que le fuesen diciendo cómo se encontraban.
Entonces Thiuli se sacó una larga lista de su faja y empezó a llamar a las esclavas en
voz alta, una por una y por su nombre. Cada vez salía una mano del agujero y el doctor
la auscultaba. Ya había examinado seis y a todas las había encontrado sanas, Thiuli
gritó:
—¡Fatme! —Y una mano pequeña y blanca se deslizó por el agujero.
Temblando de contento Mustafá cogió aquella mano y con un gesto trascendental
dijo que estaba considerablemente enferma. Esto preocupó muchísimo a Thiuli que se
quedó muy preocupado y ordenó a Xakamankabudibaba que preparase un medicamento
inmediatamente. El médico salió de la sala y en un pedacito de papel escribió: ¡Fatme!
Te salvaré, si estás de acuerdo en tomar una poción que te dejará como muerta durante
dos días, contra la que tengo el remedio para volverte a la vida. Si así lo quieres, solo
tienes que decir que este jarabe no te ha ido bien y esta será la señal de que estás de
acuerdo.
Volvió enseguida a la sala en donde le esperaba Thiuli. Llevaba un jarabe
inofensivo; volvió a tomar el pulso a Fatme a la vez que le escondía el pedazo de papel
en el brazalete; y el jarabe se lo dio por una ventana de la pared. Thiuli estaba muy
preocupado por Fatme y aplazó la revisión de las demás para otro momento. Mientras
salía de la sala acompañado de Mustafá dijo tristemente:
—¿Xadibaba, dímelo sinceramente, qué sabes de la enfermedad de Fatme?
Xakamankabdibaba le respondió con un profundo suspiro:
—¡Ay, señor, si el Profeta me quisiese conceder el favor! Tiene una fiebre muy mala
que puede acabar con ella.
Entonces a Thiuli le cegó la ira.
—¿Qué me dices? ¡Maldito perro! ¡Estúpido médico! ¿Ella, por la que pagué dos
mil monedas de oro, se me ha de morir como una vaca? ¡Ándate con cuidado, que si no
la sanas te haré cortar la cabeza!
Mi hermano se dio cuenta de que la idea no había sido muy acertada y volvió a dar
esperanzas a Thiuli. Mientras hablaban, vino un esclavo del serrallo para dar al doctor
este mensaje: el jarabe no ha ido bien.
—Utiliza todo tu arte, Xakamadababelba, o como demonios firmes, te pagaré lo que
me pidas —gritó Thiuli-Kos, casi dando alaridos por temor a perder tanto dinero por
una muerte.
—Le daré un jarabe que le va a curar cualquier cosa —contestó el doctor.
—Sí, sí, dale un jarabe —dijo el anciano Thiuli lloriqueando.
De buen humor, Mustafá se fue a buscar la pócima somnífera y, una vez se la hubo
dado al esclavo y le dijo la dosis que debía tomarse la chica, se dirigió a Thiuli, le dijo
que debía ir al lago a recoger unas plantas medicinales y salió rápidamente por la
puerta. Al llegar a la orilla del lago, que no estaba muy lejos, se quitó el disfraz y lo tiró
al agua, en donde quedó flotando; entonces se escondió entre los matojos y esperó a que
oscureciera para meterse en el cementerio, situado al lado del castillo.
Hacía una hora que Mustafá había salido del castillo, cuando llevaron a Thiuli la
terrible noticia de que la esclava Fatme estaba muriéndose. Éste mandó a buscar al
doctor inmediatamente, pero los que envió no tardaron mucho en regresar solos, y le
explicaron que el pobre médico se había caído al agua y se había ahogado; que habían
visto flotar el vestido negro en medio del lago y habían visto aquella imponente barba
que de vez en cuando sobresalía por encima de las olas. Cuando Thiuli se convenció de
que no había nada más que hacer, lo maldijo, a él y a todos, se tiró de la barba y se
golpeó la cabeza contra la pared. Sin embargo, todo aquello era inútil, porque Fatme ya
daba el último suspiro en brazos de las otras mujeres.
Cuando le dijeron que estaba muerta, Thiuli ordenó que construyeran un ataúd lo
antes posible, porque no le hacia ninguna gracia tener un difunto en casa, y que llevaran
el cadáver al cementerio. Los portadores transportaron el ataúd, lo colocaron en su lugar
y salieron piernas para qué os quiero, porque habían oído suspiros y gemidos que salían
de su interior.
Mustafá, que se había escondido detrás de la tumba y que era quien había hecho
huir de miedo a los portadores, salió de su escondrijo, encendió una lámpara que llevaba
para poder hacer lo que debía y, entonces, sacó el recipiente que contenía la poción de
despertar y apartó la tapa del ataúd de Fatme. Pero, qué disgusto, la luz de la lámpara
iluminó una cara que no le era en absoluto familiar. La muchacha que yacía en el ataúd,
no era ni mi hermana ni la Zoraide, sino otra. Le hizo falta un rato largo para resignarse
a aquella nueva mala jugada del destino. Después, la rabia se convirtió en pena y puso
la poción en los labios de la chica. La muchacha empezó a respirar, abrió los ojos e hizo
como si pensase donde se encontraba. Finalmente, recordó lo que había pasado; salió
del ataúd y se precipitó a los pies de Mustafá.
—¿Cómo te lo podré agradecer, bondadosa criatura? —dijo gritando— ¡Tú, que me
has liberado de este terrible destino!
Mustafá interrumpió aquellas palabras de agradecimiento preguntándole qué había
pasado y cómo la había rescatado a ella en vez de a Fatme, su hermana.
—¡Ahora lo entiendo porqué me has salvado, a mí! ¡Ya me parecía extraño!
Respondió la chica—. Mira, en aquel castillo me llamaban Fatme. La nota escrita en
aquel pedazo de papel y el jarabe de la salvación me lo pasaste a mí.
Mi hermano suplicó a la chica rescatada que le diese noticias de la hermana y de
Zoraide y supo que las dos estaban en el castillo, pero que era costumbre de Thiuli
poner nombres nuevos a las chicas, y a ellas les había puesto Mirzah y Nurmahal.
Cuando Fatme, la chica rescatada, vio que mi hermano se quedaba tan
apesadumbrado por el error que había cometido, le consoló prometiéndole que le diría
la forma de salvar a las chicas. Reanimado con esta idea, Mustafá volvió a despabilarse
y pidió a la chica le explicase cómo podía hacerlo. Y ella se lo explicó:
—No hace aún cinco meses que soy la esclava de Thiuli, pero desde el primer
momento no he pensado más que en escapar. Hacerlo, yo sola, me habría sido muy
difícil: en el patio del castillo, habrás visto un pozo, de donde sale agua por diez caños.
Estas fuentes me dieron la idea. Recordé haber visto unas fuentes parecidas en casa de
mi padre, donde el agua afluye a través de una tubería. Hablando de la fuente con Thiuli
y elogiando su suntuosidad, le pregunté quien era el arquitecto “yo mismo la he
construido” me respondió “y esto que ves aquí sólo es una pequeña parte, porque el
agua viene de un riachuelo que está, como mínimo, a unos mil pasos de aquí y pasa por
una tubería que tiene casi la altura de una persona y, de todo esto, he hecho los planos
yo mismo”. Después de oir esta explicación, sólo pensaba en que ojalá tuviera la fuerza
de un hombre, aunque sólo fuera por un momento, para poder retirar la piedra que hay
al lado de la fuente, entonces podría escaparme donde quisiese. La tubería te la voy a
enseñar ahora mismo; por la noche puedes pasar por ella para entrar en el castillo y
rescatar a las chicas. Pero te harán falta por lo menos dos hombres para someter a los
esclavos que de noche vigilan el serrallo.
Esto fue lo que le dijo aquella chica. Mi hermano, pese a que había perdido las
esperanzas por segunda vez, volvió a armarse de coraje para llevar a término el plan de
la esclava y la esperanza que, con la ayuda de Alá lo conseguiría. Le prometió que, si le
ayudaba a entrar en el castillo, se ocuparía de que pudiese volver a su país. Pero había
algo que le preocupaba: dónde encontraría las dos o tres personas de confianza que le
hacían falta para esta tarea. Entonces se acordó de la daga de Orbassan, y la promesa
que le hizo de ir presto a ayudarle en cualquier momento que lo pudiera necesitar, y
salió del cementerio con Fatme para ir a buscar al ladrón.
En la misma ciudad en la que se había disfrazado de médico, se compró un caballo
y alquiló una habitación para Fatme en las afueras, con las últimas monedas que le
quedaban. Enseguida salió al galope hacia las montañas, donde había encontrado a
Orbassan la primera vez. Tardó tres días. Llegó ante una tienda que resultó ser la de
Orbassan, el cual le recibió con los brazos abiertos. Le explicó sus intentos fracasados
con los que Orbassan se hartó de reír y se reía aún más cuando se lo imaginaba de
doctor Xakamankabudibaba. Pero se enfureció enormemente por la traición del Enano y
juró que lo colgaría allí donde le encontrase, y con sus propias manos. A mi hermano le
prometió que estaría preparado para ayudarle tan pronto se hubiese repuesto del viaje.
Aquella noche Mustafá se quedó otra vez en la tienda de Orbassan para descansar;
salieron con la primera luz del día y Orbassan se llevó tres de sus hombres más
valientes, bien armados y con buenas monturas. Cabalgaron sin parar y, en sólo dos
días, llegaron a la ciudad, en la que Mustafá había dejado a la Fatme que había
rescatado. De allí continuaron hasta el bosquecillo, desde donde podían ver de cerca el
castillo de Thiuli. Esperaron a que oscureciera. Entonces, dirigidos por Fatme, se
deslizaron por el riachuelo, hacia la tubería de la fuente, que encontraron enseguida.
Dejaron a Fatme y los caballos con uno de los hombres, y se prepararon para meterse en
la tubería. Una vez preparados, Fatme se lo repitió todo otra vez: que entrarían en el
patio del castillo por la fuente, que en las tuberías a derecha e izquierda había dos torres,
que en la sexta puerta de la torre de la derecha estaban Fatme y Zoraide vigiladas por
dos esclavos negros.
Provistos de armas y herramientas, Mustafá, Orbassan y otros dos hombres se
metieron por la tubería; se hundieron en el agua hasta la cintura, con todo, siguieron
adelante a buen ritmo. Al cabo de una media hora, llegaron a la fuente y prepararon las
herramientas. La pared era gruesa y compacta, pero no aguantó mucho rato la fuerza de
los cuatro hombres juntos. En un momento abrieron un agujero lo bastante ancho como
para poderse introducir con comodidad. Orbassan se metió el primero y ayudó a los
demás y, ya en el patio, escudriñaron la parte del castillo que podían ver, buscando la
puerta descrita, pero no se pusieron de acuerdo en cual de ellas era porque, al contar las
puertas de derecha a izquierda, vieron una que estaba tapiada y no sabían si Fatme la
había contado o se la había saltado. Pero Orbassan no se lo pensó dos veces:
—Mi querida espada abrirá todas las puertas —dijo en voz alta, dirigiéndose a la
sexta puerta, y los demás le siguieron.
La abrieron y encontraron seis esclavos negros durmiendo en el suelo; pensando
que se habían equivocado, quisieron volverla a cerrar sin hacer ruido pero, justo en
aquel momento, alguien se levantó y gritó pidiendo ayuda con una voz que les era
familiar. Era el Enano del campamento de Orbassan. Pero antes que los negros se dieran
cuenta de lo que pasaba, Orbassan ya había saltado sobre el Enano; le partió la faja en
dos trozos; le tapó la boca, y le ató las manos a la espalda. Entonces se volvió hacia los
otros esclavos y vio que Mustafá y los otros dos hombres ya habían amordazado a la
mitad y estaban a punto de vencer a los restantes. Amenazaron a los esclavos con las
espadas y les preguntaron por Nurmahal y Mirzah, y les contestaron que estaban en la
sala de al lado. Mustafá entró allí sin pensarlo y encontró a Fatme y Zoraide que se
habían despertado con el alboroto de la pelea. Recogieron rápidamente sus joyas y sus
vestidos y siguieron a Mustafá; los otros dos ladrones propusieron a Orbassan desvalijar
lo que encontrasen, pero él se lo prohibió y les dijo:
—¡Nadie dirá que Orbassan entra de noche en las casas para robar!
Mustafá y las chicas rescatadas entraron rápidamente en la tubería, donde Orbassan
les prometió que les seguiría. Cuando ya estaban dentro, Orbassan y uno de los ladrones
cogieron al Enano y lo sacaron al patio; le ataron al cuello una soga de seda, que se
habían traído con esta intención, y le colgaron de la parte más alta de la fuente. Después
de castigar al traidor como se merecía, se metieron en la tubería y siguieron a Mustafá.
Las dos muchachas recatadas dieron las gracias a Orbassan con lágrimas en los ojos,
pero él las conminó a huir sin entretenerse ni un momento, ya que, estaba seguro,
Thiuli-Kos mandaría que los buscaran por todos los rincones.
Al día siguiente, Mustafá y las chicas rescatadas se despidieron de Orbassan con
una profunda emoción. De verdad que jamás lo olvidarían. Fatme, la otra esclava, se
marchó a Basora, disfrazada, para embarcarse hacia su país.
Después de un corto y agradable viaje, los míos llegaron a casa. Mi pobre padre de
poco se muere de la alegría de volverles a ver. Organizó una gran fiesta al día siguiente,
en la que tomó parte toda la ciudad y, ante una gran multitud de amigos y parientes, mi
hermano pudo explicar la historia y todos, unánimemente, alabaron su gesta y al
honorable ladrón.
Cuando mi hermano terminó, mi padre se levantó y le trajo a Zoraide.
—¡Con este gesto anulo la maldición —dijo jovialmente—, que pende sobre tu
cabeza! Tómala como recompensa ganada por haber luchando con esta infatigable
perseverancia. ¡Que mi bendición paterna te acompañe, y que a nuestra ciudad nunca le
falten hombres que, como tú, sean buenos hermanos, honrados y con talento!
La caravana había cruzado el desierto y los viajeros daban contentos la bienvenida a
los verdes prados y a los frondosos árboles, el querido paisaje que tanto habían echado
en falta. En un bonito valle había un lugar que escogieron para pasar la noche y, aunque
no era demasiado cómodo ni muy fresco, los compañeros de viaje se encontraban más
eufóricos que nunca; la sensación de haber superado los peligros y las dificultades que
comporta un viaje por el desierto, les había abierto los corazones y había favorecido la
alegría de los espíritus.
Muley, el mercader más joven y divertido, cantó y bailó una cómica danza que
incluso arrancó una sonrisa del serio griego Zaleukos. Pero no quedó satisfecho con
haberlos entretenido haciéndoles jugar y bailar, en cuanto se recuperó de las piruetas, les
prometió que les explicaría La historia de Pequeño Muck.
La historia de pequeño Muck
En Nicea8, la ciudad de mi padre, vivía un hombre a quien llamaban Pequeño Muck.
Me acuerdo muy bien, aunque entonces yo era un niño muy pequeño, además, fue la
causa de que mi padre me diera una buena zurra. Pequeño Muck era un hombre ya
anciano cuando yo le conocí; sin embargo, sólo medía unos tres o cuatro palmos de alto
y, de ahí, que tuviese un aspecto curioso, porque su cuerpo, tan pequeño y delicado
como era, debía acarrear una cabeza más grande y pesada que la otra gente. Vivía solo
en una casa grande e, incluso, cocinaba él mismo. Además, si no hubiese sido porque al
mediodía se veía salir un denso vapor de su casa, en la ciudad nadie habría sabido si
estaba vivo o muerto porque solamente salía de casa una vez cada cuatro semanas. Con
todo, por la noche acostumbraba a andar de acá para allá por el tejado, aunque desde la
calle parecía que era sólo su enorme cabeza, la que andaba por allá arriba.
Mis amigos y yo éramos unos mozalbetes traviesos, a quienes gustaba hacer broma
e imitar a todo el mundo; por eso, el día en que Pequeño Muck salía, era para nosotros
una fiesta. Por eso, el día que tocaba, nos reuníamos delante de su casa y esperábamos
hasta que aparecía. Cuando se abría la puerta y veíamos, primero su gran cabeza
envuelta con aquel turbante más grande aún; cuando después le seguía el resto de aquel
cuerpecillo, ataviado con una chilaba gastada, pantalones bombachos y una ancha faja
de la que colgaba una larga daga, tan larga que no se sabía si era Muck quien colgaba de
la daga o la daga la que colgaba de Muck. Así pues, cuando salía con aquel aspecto,
incluso el aire resonaba con nuestro grito de bienvenida: echábamos las gorras al aire y
saltábamos como locos a su alrededor.
Pese a ello, Pequeño Muck nos saludaba con formales movimientos de cabeza y
pasaba por la calle a paso lento y, al hacerlo, arrastraba los pies, ya que calzaba unas
babuchas grandes y anchas como jamás las había visto. Nosotros, chavales, corríamos
siempre detrás de él gritando:
Pequeño Muck, Pequeño Muck,
Sales poco de tu casa grande,
Sólo se te ve el turbante,
Eres tan valiente como un león,
Tu cabeza es grande como un peñón
Esto sí que es divertido,
Vamos a atrapar a Pequeño Muck.
Nos divertíamos con frecuencia de esta forma y, me da vergüenza decirlo, yo era el
más travieso de todos, porque muchas veces tiraba de su chilaba y, en una ocasión,
también le pisé por detrás sus grandes babuchas y le hice caer. Con aquella caída me
harté de reír, pero la risa se me cortó de golpe, cuando vi que Pequeño Muck se dirigía a
mi casa. Entró decidido y estuvo allí un buen rato. Me escondí en el portal de casa y vi
como Muck salía acompañado de mi padre, que le despidió y le hizo los honores
dándole la mano y haciendo reverencias. Me quedé muy acobardado y no me moví del
escondite durante mucho rato; finalmente fue el hambre quien me sacó de allí, pues, por
lo visto, me daba más miedo que los azotes, y entré en casa de mi padre con la cabeza
gacha y el rabo entre las piernas.
—¿Me han dicho que te has estado burlando de Pequeño Muck? —dijo mi padre
muy seriamente— te voy a explicar la historia de este tal Muck y seguro que no
8
Ciudad antigua de Bitinia, actualmente Iznik.
volverás a reírte de él; pero antes, y después que te la explique, tendrás que recibir lo
habitual.
Lo habitual significaba que me iba a arrimar los calzones a las nalgas con
veinticinco azotes, cosa que hacía con pasión. Aquella vez cogió el cañón de su pipa,
aseguró la cazoleta y me zurró con más ganas que nunca.
Cuando terminó de darme los veinticinco azotes, me ordenó que prestase atención y
me explicó lo de Pequeño Muck.
El padre de Pequeño Muck se llamaba Mukrah y, aunque era pobre, era una persona
muy bien considerada en Nicea. Vivió de una forma tan solitaria como más adelante
haría su hijo, a quien no soportaba porque se avergonzaba de su estatura y, por ello, le
dejó crecer en la ignorancia. Con todo, a los dieciséis años Pequeño Muck era un chico
alegre y su padre, hombre serio, le regañaba por ser tan infantil, por tan simple y
juguetón como era.
Pero, un día, el anciano se cayó con tan mala fortuna que murió por esa causa y dejó
a Pequeño Muck solo e ignorante. Sus antipáticos familiares, que debían al difunto más
dinero del que podían contar, echaron de casa al pobre pequeño y le convencieron que
se fuera por el mundo a buscar su suerte. Pequeño Muck respondió que ya estaba
preparado para hacerlo y sólo les pidió el vestido de su padre, a lo que ellos accedieron.
Su padre había sido un hombre grueso y fornido y, por eso, aquella ropa no le quedaba
nada bien al pequeño. Pero él sabía cómo arreglarlo: cortó lo que le sobraba de largo y
se puso el vestido. No se dio cuenta de que también era necesario arreglarlo de ancho,
de ahí viene este aspecto suyo tan anormal; el gran turbante; la ancha faja; los holgados
bombachos y la chilaba azul. Con todo esto que heredó de su padre y que, desde
entonces, lleva siempre puesto y con la larga espada de Damasco, también del padre,
metida en su faja, cogió un cacho de bastón y se dirigió hacia la puerta de la ciudad.
Caminó contento durante todo el día, porque había salido a buscar su suerte; si veía
un trozo de cristal luciendo al sol, se lo guardaba convencido de que se convertiría en el
diamante más bonito. Veía desde lejos la cúpula de una mezquita llameando como el
fuego, y para él era el mar brillante como un espejo y hacia allí se dirigía corriendo y
satisfecho, porque creía haber llegado a una tierra de maravillas. Pero ¡ay! todos
aquellos espejismos desaparecían al acercase y por poco ni se entera de que estaba
cansado y que las tripas le roncaban por no haber comido nada y, de poco que da con
sus huesos en la tierra de los muertos de hambre. De esta forma viajó durante dos días
con hambre, preocupación y desespero por encontrar su suerte; el único alimento que
tomaba eran frutas del bosque y el duro suelo le hacía de cama.
Al amanecer del tercer día, vio una ciudad desde la cima de una colina. Las tejas
iluminadas por la claridad de la media luna parecían gallardetes escalonándose por
encima de las casas e invitándole a acercarse. Maravillado, se estuvo quieto
contemplando la ciudad y sus alrededores. “Sí, aquí, Pequeño Muck va a encontrar su
suerte” y, aún con lo cansado que estaba, dio una voltereta: “aquí” o “en ninguna parte”.
Echó el resto y se dirigió a la ciudad. Pero, aunque no parecía estar muy lejos, no llegó
hasta el mediodía, porque sus cortas piernas no podían seguir a su amo quien, de vez en
cuando, tenía que detenerse a descansar a la sombra de una palmera. Finalmente llegó a
la puerta de la ciudad; se arregló la chilaba, se anudó el turbante; se ciñó la ancha faja y
se colocó mejor la espada; después se sacudió el polvo de las babuchas y entró,
valeroso, por el portal de la ciudad.
Ya llevaba andadas unas cuantas calles, pero nadie le había abierto aún ninguna
puerta, ni nadie le había gritado como él se lo había imaginado: “¡Pequeño Muck, entra
y come y bebe y deja descansar tus piececillos!”
Precisamente estaba mirándose con deleite un gran caserón cuando se abrió una
ventana y se asomó una vieja que dijo con voz cantarina.
¡Entrad, entrad!
Amigos míos oled,
Ya os he cocido las gachas,
No os las comáis con las patas,
A los amigos podeis traer,
Y en la mesa os dejaré comer.
Se abrió la puerta de la casa y Muck vió como entraban un montón de perros y
gatos. Estuvo un momento dudando si debía o no aceptar la invitación; finalmente se
animó y allí se metió. Delante de él marchaban dos gatitos y decidió seguirlos porque,
pensó, debían saber mejor que él por donde caía la cocina.
Cuando ya estaba en lo alto de la escalera, tropezó con aquella vieja mujer que
había visto en la ventana. La vieja se lo miró malhumorada y le preguntó qué quería.
—Has invitado a todo el mundo a comer gachas —respondió Pequeño Muck—, y
como yo tengo tanta hambre, pues he venido.
La vieja por poco se desternilla de risa, y entonces le dijo:
—¿Y pues, de donde viene este chiquito tan audaz? Toda la ciudad sabe que sólo
cocino para mis gatos y que, algunas veces, invito a sus compañeros del vecindario,
como has podido comprobar.
Pequeño Muck le explicó a la vieja lo que había tenido que pasar desde la muerte de
su padre y le pidió que le dejase comer con los gatos, sólo aquel día. La mujer, que se
había divertido mucho escuchando las desventuras del pequeño, le permitió ser su
huésped y le dio de comer y beber hasta saciarse. Cuando hubo comido hasta no poder
más, la mujer se quedó mirando un rato y le dijo:
—¡Pequeño Muck quédate conmigo y sé mi criado! No tienes mucho trabajo y
seguro que te hará falta.
Pequeño Muck, a quien las gachas de los gatos habían gustado bastante, pensó que
era una buena idea, y así fue como entró al servicio de la señora Ahavzi. Su trabajo era
peculiar y no muy pesado. Por aquel entonces, la señora Ahavzi tenía dos gatos y cuatro
gatas; Pequeño Muck tenía que untarles con cremas muy caras y cepillarles el pelo cada
mañana; cuando la señora salía, tenía que vigilar a los gatos; a la hora de las comidas,
les debía preparar los platos y, por la noche, les debía instalar en almohadones de seda y
tapar con edredones de terciopelo. En la casa también había algunos perrillos a quienes
también tenía que servir, aunque sin hacer tantos cumplidos como con los gatos, a los
que la señora Ahavzi trataba como si fuesen hijos suyos. Por cierto, Muck hacía allí una
vida tan solitaria como en casa de su padre, ya que, a parte de a la señora, no veía nada
más que a gatos y perros todo el día.
A Pequeño Muck le fueron bien las cosas durante mucho tiempo; siempre comía
bien y no tenía mucho trabajo, y la anciana señora parecía que estaba satisfecha con él.
Lo que ocurre es que, poco a poco, los gatos empezaron a tomarle el pelo; cuando la
anciana señora salía, saltaban como locos por toda la habitación, se dedicaban a tirarse
cosas y rompían las piezas de vajilla que se encontraban de por medio. Ahora bien, en el
momento en que oían a la señora, que subía la escalera, enseguida se comportaban
completamente al revés: se tumbaban en sus almohadones y movían la cola como si
nada hubiese ocurrido. Entonces, cuando encontraba todo aquel desorden en su
habitación, la señora Ahavzi se enfurecía mucho y le daba la culpa de todo a Muck. El
siempre intentaba defenderse, pero ella hacía más caso a los gatos, con aquella pinta de
inocentes, que a su criado.
Pequeño Muck estaba muy triste por no haber encontrado su suerte tampoco en
aquella casa y unilateralmente decidió dejar de servir en ella. En la primera parte del
viaje, ya había aprendido que vivir sin dinero era duro y resolvió procurarse de alguna
forma la paga que la dueña le había prometido, y que no le había dado. En casa de la
señora Ahavzi había una habitación, que siempre estaba cerrada, cuyo interior el no
había visto nunca. Sin embargo, a menudo había oído que la señora trasteaba en ella, y
él hubiera dado su vida para saber qué guardaba con tanto secreto. Entonces, mientras
pensaba en el dinero para marcharse, se le ocurrió que la señora debía tener tesoros
secretos escondidos allí. Pero la puerta siempre estaba cerrada y bien cerrada y, en
aquellas condiciones, no había nada que hacer.
Una mañana, en que la señora Ahavzi había salido, un perrillo, al que la señora
trataba a patadas, pero a quien Muck daba muy buenos tratos y caricias, le estiró de la
pierna de sus bombachos, y le dio a entender que le siguiera. A Muck, le gustaba mucho
jugar con el perrillo, y le siguió, y advirtió que éste le había conducido delante de una
puerta diminuta, que antes nunca había visto y que daba a la habitación de la señora
Ahavzi. La puerta se encontraba entornada. El chucho entró en el cuarto y Muck le
siguió, y se puso la mar de contento, cuando se percató de que estaba en la habitación
que hacía tiempo era objeto de su deseo.
Metió la nariz por todas partes por si encontraba algo de dinero, pero no. Sólo
encontró vestidos viejos, vajillas y platos de formas asombrosas colocados por toda la
habitación. Una de estas piezas llamaba la atención de forma especial. Era de cristal y
estaba adornada con unas elegantes figuras talladas. La cogió y se la miró por todos
lados. Pero, ¡oh, qué horror! No se dio cuenta de que la tapa estaba sólo puesta encima y
sin pegar; se le cayó al suelo y se rompió en mil pedazos.
Pequeño Muck se quedó allí de pié un buen rato. Muerto de miedo. Ahora sí que su
destino estaba decidido, debía salir pitando, de lo contrario, la vieja le mataría. En un
momento, decidió el viaje y sólo quiso echar un último vistazo por si alguna de las
pertenencias de la señora Ahavzi le podía ser útil para el trayecto. Entonces se fijó en un
par de babuchas grandes y resistentes; no eran muy bonitas, pero las suyas ya no
resistirían otro viaje; además, al ser aquellas más grandes que las que llevaba puestas,
todo el mundo se fijaría en que se había quitado los zapatos de cuando era niño. Así
pues, se quitó las suyas pequeñinas y se metió dentro de las grandes. También le llamó
la atención un bastón de paseo con una cabeza de león tallada en la empuñadura que, a
su parecer, de poco servía en aquel rincón, por lo que se lo apropió y salió de allí como
un rayo.
Se fue corriendo a su habitación, se puso la chilaba, se ató el turbante de su padre,
se ciñó la espada a la cintura y huyó, de aquella casa y ciudad, tan deprisa como le
permitían sus piernas. Fuera de la ciudad todavía corrió más, por temor a la vieja, hasta
que casi no le quedaba aliento. Jamás, en toda su vida, había corrido tanto. Era como si
no pudiese parar de correr, porque una fuerza invisible le empujaba a ello. Finalmente
se dio cuenta de que aquello de no parar de correr debía tener alguna relación con las
babuchas, porque no hacían más que tirar de él hacia delante, arrastrándole. Intentó
detenerse de todas las formas posibles, sin ningún éxito; entonces, desesperado, se gritó
a sí mismo, de aquella forma que se grita a las mulas:
—¡Sooo, altooo, sooo! —Y las babuchas se detuvieron, y Muck se dejó caer al
suelo extenuado.
Las babuchas le gustaron extraordinariamente. Por fin, con su esfuerzo, se había
ganado algo que le podría ayudar en la operación de busca de su suerte por el mundo.
Contento por todo ello se quedó dormido agotado, como un tronco, porque el cuerpo
menudo de Pequeño Muck, teniendo que acarrear una cabeza tan pesada, no lo resistía.
En sueños, se le apareció el perrillo, que lo había ayudado a encontrar las babuchas
en casa de la señora Ahavzi, y le dijo:
—Querido Muck, aún no sabes cómo se deben de utilizar las babuchas; debes de
saber que si las pellizcas tres veces en el talón, te llevarán volando a donde tú quieras, y
con el bastoncillo podrás encontrar tesoros porque, en donde haya oro enterrado, dará
tres golpes en el suelo y, si hay plata, dará dos.
Este fue el sueño que tuvo Pequeño Muck. Entonces, cuando se despertó, reflexionó
sobre aquella maravillosa revelación y, al momento, decidió comprobarla. Se calzó las
babuchas, levantó un poco el pié para poderlas pellizcar. A quien haya visto alguna vez,
la habilidad que se necesita para realizar esta operación, con unas babuchas enormes,
tres veces seguidas, no le parecerá en absoluto extraño que Pequeño Muck no
consiguiera hacerlo a la primera. Y aún más, si uno considera que debía mover su
pesada cabeza, primero hacia un lado, después hacia el otro.
El pobre pequeño cayó de bruces más de una vez, pero no se desanimó y no paró
hasta que lo consiguió. Salió que los talones le daban vueltas como una rueda; quiso ir a
la gran ciudad más próxima, pues las babuchas remaron hacia arriba y corrieron en
medio de las nubes, a la velocidad del viento, y Muck no tuvo tiempo ni de darse cuenta
de cómo había ocurrido, que ya estaba dentro de un gran mercado lleno de tenderetes y
de gente atareada yendo de un lado a otro. Él también circulaba de acá para allá por
debajo de la gente, pero enseguida le pareció conveniente dirigirse a una calle menos
transitada, porque en el mercado ya le habían pisoteado una babucha y de un tris que no
se cae; no hacía más que tropezar con unos y otros con la punta de la espada que le
sobresalía por el costado, y debía andar todo el rato con cuidado.
Pequeño Muck se detuvo a considerar seriamente cómo debía de arreglárselas, para
poderse ganar algunas monedas. La verdad es que tenía el bastoncillo que le indicaría
tesoros escondidos pero, de momento, ¿cómo podía él saber cual era el lugar adecuado
para indicarle donde había oro y plata? Por otro lado, si no había otro remedio, también
podía mendigar, pero tenía su amor propio. Finalmente, se acordó de la velocidad de sus
pies. Quizás, pensó, las babuchas serán la solución para ganarme el pan, y resolvió
buscar trabajo de corredor. Dedujo que el rey de una ciudad como aquella tenía que
pagar muy bien a sus corredores, por eso investigó por donde caía el palacio. En la
puerta de palacio había un centinela que le preguntó qué andaba buscando en aquel
lugar. Al responder que iba en busca de trabajo, el guarda le indicó donde estaba el
encargado de los esclavos. Le dijo que preguntara por el encargado y le pidió que le
proporcionase un sitio entre los mensajeros del rey. El encargado se lo miró de arriba
abajo, y le dijo:
—¿Cómo te atreves? ¿Con estos pies tan pequeños, que no miden ni un palmo,
quieres ser corredor del rey? Ya puedes volver por donde has venido, que no estoy yo
aquí para perder el tiempo con el primer loco que pasa.
Pero Pequeño Muck le aseguró, que su solicitud debía ser tenida seriamente en
cuenta y que se veía con ánimo de desafiar al más veloz. Al encargado le hizo mucha
gracia todo aquello. Le dijo que estuviera a punto para correr aquella misma tarde, le
mandó a la cocina y ordenó que le diesen de comer y beber en abundancia.
El rey era un hombre jovial, y le encantó la idea del encargado de los esclavos de
retener a Pequeño Muck para divertirse un rato. Ordenó que organizasen la carrera en
un descampado que había detrás de los edificios del castillo, para que él y su corte lo
pudiesen ver con comodidad, y recomendó que prestasen mucha atención al enano. El
rey anunció el espectáculo, que podrían ver aquella tarde, a los príncipes y princesas;
éstos lo dijeron a sus criados y por la tarde la expectación ya era enorme, y todos los
que pudieron salieron en tromba en dirección al campo, donde habían construido unas
cercas con objeto de facilitar la asistencia al espectáculo y ver correr a aquel
milhombres.
Cuando el rey, acompañado de sus hijos e hijas, se hubo instalado donde estaban las
cercas, Pequeño Muck salió al campo e hizo una reverencia, sumamente elegante, a las
autoridades. La multitud pegó un grito de entusiasmo al verle, porque nunca habían
visto a nadie con aquella pinta: el cuerpo pequeño con la cabeza grande, la chilaba y los
bombachos anchos, la larga espada metida en su ancha faja, aquellos pies chiquitines
dentro de aquellas babuchotas, ¡no! Era una visión demasiado cómica para no
desternillarse de risa. Sin embargo, Pequeño Muck no se dejó intimidar por aquellas
risas. Se quedó allí de pié y satisfecho, apoyado en su bastoncillo y esperando a su
contrincante. Tal como le había pedido el propio Muck, el encargado de los esclavos
escogió al mejor corredor, que llegó, se colocó delante de Muck y, juntos, aguardaron la
señal de salida. Entonces, tal como estaba estipulado, la princesa Amarza hizo un
movimiento con el velo, y los corredores salieron disparados, como dos flechas
dirigidas al mismo objetivo.
Ya desde el principio, el competidor de Muck ganó una ventaja considerable pero,
con la estratagema de las babuchas, Muck enseguida le atrapó, le avanzó y ya hacía rato
que le esperaba en la meta, cuando llegó el otro resoplando. Los espectadores,
fascinados y sorprendidos, se quedaron unos instantes estupefactos, pero cuando el rey
empezó a aplaudir, la multitud estalló y todos gritaban:
—¡Viva Pequeño Muck! ¡Ha ganado la carrera!
Mientras, habían acompañado a Pequeño Muck ante el rey. Entonces se le echó a
los pies y le dijo:
—¡Grande y poderoso señor rey! Aquí sólo os he hecho una demostración de mis
habilidades ¡Lo que de verdad quiero es hacerme un sitio entre vuestros corredores!
Pero el rey le respondió:
—No, tú has de ser mi corredor personal y has de estar siempre a mi lado, querido
Muck. Cada año te darán un salario de cien monedas de oro y comerás en la mesa de
mis servidores privados.
Así fue como Muck creyó que había encontrado su suerte que había estado
buscando durante tanto tiempo, y estuvo contento y alegre. También gozó de los favores
del rey, porque era a él a quien daba los encargos más secretos y urgentes, los cuales
realizaba con la más estricta puntualidad y la más increíble rapidez.
Pero no caía muy simpático al resto de servidores del rey, porque les hacía poca
gracia ver a aquel enano bajo la protección de su rey y, además, no entendían cómo
podía correr tan deprisa. Por este motivo conspiraban contra él para hundirle; pero todo
era inútil ante la enorme confianza que el rey tenía en su Corredor Mayor de la Corte,
que es la categoría a que le habían ascendido en tan poco tiempo.
Muck, a quien el revuelo a su alrededor no le pasaba desapercibido, no maquinaba
ningún tipo de venganza, porque tenía muy buen corazón. No. Lo que hacía era pensar
la forma de ser más querido y necesario a sus enemigos, entonces se acordó del
bastoncillo que, al tener tanta suerte, había dejado un poco olvidado. Pensó que si
encontraba algún tesoro, los señores serían más amables con él.
En alguna ocasión había oído decir que el padre del actual rey había enterrado
muchos de sus tesoros, cuando el enemigo atacó sus tierras; también oyó que se había
muerto antes de poder hacer partícipe del secreto a su hijo. Desde entonces Muck
llevaba siempre el bastón consigo, con la esperanza de que algún día pasaría por el lugar
en donde estaba enterrado el tesoro del anterior rey.
Un día al atardecer, paseaba casualmente por un apartado paraje del castillo, por
donde no pasaba con demasiada frecuencia y, de repente, el bastón se le escapó
bruscamente de la mano y dio tres golpes en el suelo. Él ya sabía cual era el significado
de aquellos golpes, por eso se quitó la espada, hizo una señal en los árboles que había
alrededor y se volvió procurando no hacer mucho ruido. Se proveyó de una pala y
esperó a que oscureciera.
La búsqueda del tesoro le dio más trabajo de lo previsto. Sus cortos brazos eran
demasiado débiles para manejar una pala tan grande y pesada y, después de unas buenas
dos horas cavando, a duras penas había logrado un agujero de dos pies de fondo. Al fin
tropezó con algo duro, que sonaba a metal. Cavó con más ganas y pronto tuvo
desenterrada una gran tapa metálica; saltó dentro del agujero para mirar qué había
debajo de aquella tapa y encontró una gran ánfora llena a rebosar de monedas de oro,
pero tenía tan poca fuerza que no podía sacar aquella jarra del agujero, por tanto se
metió tantas monedas como pudo dentro de los bombachos, dentro de la faja e, incluso,
se llenó la chilaba de ellas. Las que quedaron volvió a taparlas con mucho cuidado. Se
cargó todo aquello a su espalda. En realidad, si no hubiese tenido las babuchas, no se
habría podido mover de sitio de tanto como pesaban las monedas. De tal guisa, pudo
entrar en su habitación, sin que nadie le viese, y esconder aquel oro debajo de los
almohadones del sofá.
Cuando se vio en posesión de tanto oro, le pareció que las cosas cambiarían y que
tendría más partidarios y se ganaría las simpatías de los enemigos de la corte. En esto
enseguida se notaba que el buen Muck no había recibido una educación adecuada, de lo
contrario no se habría hecho ilusiones de ganar amigos con las monedas de oro. ¡Ojalá
que en aquel momento se le hubiese ocurrido pellizcar las babuchas y largarse él y su
chilaba cargada de oro!
El oro que empezó a gastar a manos llenas, despertó la envidia del resto de criados
del castillo. El Cocinero Mayor, dijo:
—Es un falsificador.
El encargado de los esclavos, Achmet, dijo:
—Los ha estafado al rey.
Archaz el Tesorero Mayor, su más fuerte enemigo, a quien gustaba de sisar algún
pellizco de la caja real, de vez en cuando, dijo directamente:
—Los ha robado.
Y, para estar seguros de ello, se reunieron en asamblea y un día Korchuz, el Copero
Mayor, se presentó ante el rey triste y afligido. Hizo que su aflicción fuese tan evidente
que el rey le preguntó qué le ocurría.
—Ay —le respondió— estoy triste, porque he perdido el favor de mi señor.
—¿Qué cosas se te ocurren, amigo Korchuz? —le replicó el rey—. ¿Desde cuando
he dejado de iluminarte con el sol de mi favor?
El Copero Mayor le respondió que estaba llenando de oro al Corredor Mayor y que
no daba nada a su fiel servidor.
Al rey le sorprendió mucho aquella noticia y se hizo explicar la historia del
despilfarro de dinero que hacía Pequeño Muck. Y les fue fácil a los conspiradores hacer
que el rey sospechara que Muck, de alguna manera, robaba el oro de la cámara del
tesoro. Al Tesorero Mayor, todo aquello le vino como anillo al dedo, ya que no le
gustaba demasiado tener que rendir cuentas. Resultando, que el rey ordenó vigilar
confidencialmente todo lo que hiciese Muck para, si fuera posible, sorprenderle en
flagrante delito.

Entonces, cuando por la noche, de aquel desafortunado día, Pequeño Muck se vio la
bolsa casi vacía a causa de su generosidad y cogió la pala y se escabulló del castillo para
ir a buscar más provisiones del tesoro escondido, le siguieron, a una prudencial
distancia, los vigilantes a las órdenes del Cocinero Mayor Ahuli y de Archaz, el
Tesorero Mayor y, justo en el momento en que se iba a meter el oro de la jarra en la
chilaba, se le echaron encima, le ataron y le llevaron inmediatamente ante el rey.
El rey, a quién, además, no le hizo ninguna gracia que le rompiesen el sueño,
recibió al pobre Corredor Mayor del reino de muy mal humor y le interrogó
inmediatamente. Lo que había sacado de la jarra hacía mucho volumen y todo ello,
junto con la pala y la chilaba llena de monedas, lo dejaron a los pies del rey. El Tesorero
Mayor dijo que él y sus vigilantes habían sorprendido a Muck cuando estaba enterrando
la jarra.
Por eso, el rey interrogó al acusado por si era cierto y para saber de donde había
sacado aquel oro que había enterrado.
En defensa de su inocencia, Muck dijo que había descubierto aquella ánfora en el
jardín y que él no la quería en-terrar, sino que la quería des-enterrar.
Todos los presentes se echaron a reír por aquella excusa; pero el rey, a quien aquella
argumentación descarada sacó de sus casillas, dijo gritando:
—¡Qué desvergonzado! ¿Quieres tratar a tu rey de estúpido, con estas solemnes
mentiras, encima de haber estado robando? ¡Tesorero Mayor, Archaz! ¡Te ordeno que
me digas si esta suma de dinero es la misma que se ha echado a faltar de mis arcas!
El Tesorero Mayor respondió que estaba muy seguro de que, desde hacía cierto
tiempo, tanto, y aún más, era lo que faltaba de las arcas reales, y que juraría que aquella
suma era precisamente la que allí faltaba.
Entonces el rey ordenó que llevasen a Pequeño Muck encadenado a la torre y
entregó el oro al Tesorero Mayor, para que lo devolviese a las arcas. Este, satisfecho de
que todo hubiese salido tan bien, cogió el oro y se fue a su casa a contarlo, y el muy
bergante no informó nunca de la nota que había en el fondo de la jarra y que decía: “El
enemigo ha inundado mis tierras, por eso he enterrado parte de mi tesoro en este lugar;
¡el castigo de la maldición caiga sobre aquel que lo encuentre y no lo entregue
enseguida a mi hijo! Rey Sadi”
Pequeño Muck reflexionaba entristecido en la mazmorra; sabía que el castigo por
robar al rey era la pena de muerte, y también sabía que no podía desvelar el secreto del
bastón porque tenía miedo, con razón, que se lo robasen junto a las babuchas.
Desgraciadamente las babuchas no le servían de nada porque estaba encadenado a la
pared de la mazmorra y, por mucho que se atormentase, no había forma de poderse salir
de ella. Cuando al segundo día le notificaron la pena de muerte, pensó que realmente
valía más estar vivo sin el bastón mágico que muerto con el bastón. Pidió audiencia al
rey para poderle explicar un secreto, y el rey se la concedió.
Al principio, el rey no se fiaba un pelo de todo lo que le decía, pero Pequeño Muck
le prometió que se lo demostraría si él correspondía conmutándole la pena de muerte. El
rey le dio su palabra e hizo enterrar un poco de oro, sin que Muck viese dónde, y
entonces le ordenó que buscase con el diminuto bastón. No tardó mucho en encontrarlo,
porque el bastón se comportó como debía y enseguida saltó y pegó tres veces en el
suelo. Al instante, el rey se dio cuenta de que era su tesorero quien le había engañado y,
como es costumbre en Oriente, ordenó que le enviaran un cordón de seda para que se
colgase él mismo. A Pequeño Muck le dijo:
—Te he prometido que te conmutaría la pena de muerte, pero me parece que aún
tienes algún otro secreto para explicarme y, por lo tanto, te dejaré a cadena perpetua si
no me explicas como es que puedes correr tan deprisa.
El pequeño Muck, que con la única noche que pasó en la torre ya tenía más que
suficiente, confesó que todo el secreto estaba en sus babuchas, pero no le dijo nada de
los tres pellizcos en el talón. El rey se calzó las babuchas para probarlo y se puso a
correr como un loco dando vueltas por el jardín. El sí que quería parar, pero no sabía la
forma de hacer que las babuchas estuvieran quietas, y Pequeño Muck, que bien se había
ganado esta pequeña venganza, le dejó correr hasta que cayó extenuado.
Cuando el rey se recobró estaba muy disgustado con Pequeño Muck por haberle
dejado que corriera hasta perder el aliento.
—¡Te he dado mi palabra de que te conmutaría la pena de muerte y te daría la
libertad, pero de aquí a doce horas has de estar fuera de mi país, de lo contrario, te haré
colgar!
Y el rey se guardó las babuchas y el pequeño bastón en su habitación.
De esta forma, Pequeño Muck se marchaba de aquellas tierras tan pobre como había
llegado a ellas y maldiciéndose a sí mismo por haber sido tan bobo; había podido tener
un cargo prestigioso en la corte y en cambio se dejó engañar completamente. Por suerte,
el país de donde le desterraban no era muy grande y al cabo de unas ocho horas ya
estaba en la frontera, aunque el camino se la hizo bastante pesado, porque ya se había
acostumbrado a las babuchas.
Una vez en la frontera, se le acabó el buen camino y tuvo que meterse por boscajes
deshabitados, y de buscarse un lugar para vivir solo, ya que su aspecto desagradaba a
todos. Encontró uno de apropiado en una parte muy espesa del bosque y decidió
quedarse allí. Un riachuelo de agua clara rodeado de grandes y sombreadas higueras y
hierba suave como una alfombra, eran una invitación para quedarse; se dejó caer encima
de la hierba decidido a no comer nada y esperar la muerte. Pensando cosas tristes sobre
la muerte, se quedó dormido, pero cuando se despertó y las ganas de comer comenzaron
a atormentarle, consideró que morir de hambre debía ser algo duro y buscó por los
alrededores por si encontraba algo para poder comer.
Del árbol, bajo el cual se había quedado dormido, colgaban unos higos maduros y
de aspecto delicioso; se encaramó para recoger unos cuantos y probó unos que estaban
exquisitos; luego se dirigió al riachuelo con la intención de apagar su sed pero, ¡qué
horror! ¡Cuándo en el espejo del agua vio su imagen con unas enormes orejas y una
nariz grande y larga pegados a su cabeza! Se puso las manos en las orejas desconcertado
y, la verdad es que abultaban más de una vara de largo.
—¡Me he ganado orejas de asno! —se dijo gritando—. Esto me pasa por haber
tratado mi suerte como un burro, a coces.
Anduvo cabizbajo por entre los árboles hasta que volvió a tener hambre y, como no
encontró nada más, tuvo que ponerle remedio arrancando otra vez higos de la higuera.
Al terminar quiso esconder sus orejas bajo el turbante para no tener un aspecto tan
cómico, y notó como si se le hubiesen encogido. Volvió corriendo al riachuelo para
comprobarlo y, ¡sí!, era cierto, las orejas eran de la medida que debían ser y ya no tenía
aquella nariz grande y deforme. Entonces fue cuando lo entendió todo; de la primera
higuera había recibido la nariz y las orejas gigantes y la segunda higuera los había
hecho desaparecer; estaba contento de haber aprendido que su buen destino le volvía a
echar una mano para ayudarle a encontrar su suerte. Recogió higos de las dos higueras,
tantos como podía llevar, y volvió a la ciudad de donde tuvo que marchar hacía poco
tiempo. De camino se detuvo en la primera aldea por la que pasó, para ponerse otra
ropa, de forma que no le pudiesen reconocer, y no tardó mucho en llegar a la ciudad, en
donde vivía aquel rey que le había desterrado.
Aquella era una época en que la fruta madura aún escaseaba; Pequeño Muck se
colocó al lado del portal de palacio, porque sabía muy bien que el Maestro Cocinero
acostumbraba comprar allí golosinas poco frecuentes para la real mesa. Muck no tuvo
que esperar mucho rato para ver salir al Maestro Cocinero a echar un vistazo. El
cocinero examinó los productos de los vendedores que había por los alrededores de la
puerta de palacio. Por fin, se fijó en la cesta de Muck.
—Ah, aquí tenemos un bocado excepcional —dijo—, que seguro complacerá
mucho a su majestad. ¿Cuánto quieres por todo el cesto?
Pequeño Muck pidió un precio razonable y enseguida se pusieron de acuerdo. El
Maestro Cocinero pasó el cesto a un esclavo y continuó con su tarea; en cambio
Pequeño Muck se escabulló de aquel lugar, porque ya se imaginaba que cuando
empezase a pasar algo en las cabezas de la corte, le querrían atrapar y castigar por
haberles vendido los higos.
El rey estaba en la mesa y de muy buen humor, y llenaba de elogio a su Maestro
Cocinero por los platos que cocinaba y por su buena disposición a buscarle siempre las
cosas más sabrosas; el Maestro Cocinero, que todavía le tenía reservada aquella
golosina que ya sabemos, le sonreía contento y satisfecho y sólo de vez en cuando
dejaba ir algo como: “lo mejor viene al final” o “ya veréis, ya veréis”. De esta forma las
princesas estaban cada vez más intrigadas para saber que más les serviría el maestro
cocinero, y cuando les dejó aquellos preciosos higos encima de la mesa, todos los
presentes soltaron un “oooh” unánime de admiración.
—¡Qué maduras! ¡Y, qué apetitosas! —dijo el rey en voz alta—. ¡Maestro
Cocinero, eres todo un personaje y te mereces toda nuestra estima!
Y, mientras lo decía, el rey en persona se puso a repartir parsimoniosamente aquel
exquisito manjar que tenía sobre la mesa. A cada príncipe y a cada princesa, le tocaron
dos, a las damas de la corte, y a los Visires y a los Agas, una, las que sobraron se las
colocó ante sí y las devoró con delirio.
—¿Pero, que Dios nos ampare, que te ha ocurrido, padre? —gritó de repente la
princesa Amarza.
Todos miraron al rey boquiabiertos. De la cabeza le colgaban unas orejas colosales,
y una nariz impresionante le descendía hasta encima de la barbilla; además, todos se
fueron mirando unos a otros con horror y estupor: todos estaban “adornados” casi de la
misma forma.
¡Os podéis imaginar el pánico que se apoderó de la corte! Inmediatamente enviaron
a buscar a todos los médicos de la ciudad; allí se acercaron multitudes y les recetaron
píldoras y pociones, pero las orejas y las narices no se movían. Operaron a uno de los
príncipes, pero las orejas volvieron a crecerle.
Muck, desde su escondrijo, se iba enterando de todas las noticias hasta que decidió
que ya había llegado el momento de actuar. Con el dinero que había cobrado por la
venta de los higos, se proveyó de un disfraz para hacerse pasar por sabio y con una larga
barba de piel de cabra acabó de redondear el camuflaje. Cogió un saco lleno de higos y
se fue al palacio real a ofrecer sus conocimientos en medicina. De entrada, no acababan
de creerle, pero después de haber invitado a uno de los príncipes a comer un higo, que le
dejó la nariz y las orejas como las tenía antes, todo el mundo quería hacerse visitar por
aquel médico forastero.
Pero, fue el rey, quien le cogió de la mano sin mediar palabra y se lo llevó hacia sus
habitaciones. Una vez allí, abrió una puerta que daba a la sala del tesoro, e hizo señal a
Muck que le siguiese.
—Aquí tengo mis tesoros —dijo el rey—. Coge lo que quieras, lo que sea, te lo
concedo, si me liberas de esta ignominiosa desgracia.
Para Pequeño Muck, aquellas palabras sonaban a música celestial. Nada más entrar
en la habitación vio sus babuchas y, a su lado también a su pequeño bastón. Sin
embargo, dio una vuelta por el lugar haciendo como si quisiese admirar los tesoros del
rey. Justo cuando llegó donde estaban las babuchas, se metió en ellas con decisión,
cogió el bastoncillo, se estiró la falsa barba y mostró al atónito rey la conocida
fisonomía del desterrado Muck.
—Eres un rey traidor —le dijo—-, porque pagas a tus servidores fieles con
ingratitud. Como castigo, ya te puedes quedar con esta cara de monstruo que bien que te
la has ganado y, las orejas te las dejo para que todos los días te acuerdes de Pequeño
Muck.
Una vez dicho esto, dio media vuelta y salió por la puerta piernas para que os quiero
y el rey no tuvo siquiera tiempo para pedir ayuda porque Pequeño Muck ya había
desaparecido.
Desde entonces no le falta de nada a Pequeño Muck, sin embargo, vive solo porque
la gente le menosprecia. Con todas aquellas experiencias se ha convertido en hombre
sabio, que, pese a su apariencia estrafalaria, ha de merecer tu admiración, Muley, en vez
de tus burlas.
Esta es la historia que me explicó mi padre. Le dije que me arrepentía de mi
comportamiento grosero con aquel pequeño gran hombre y mi padre me hizo pagar la
otra mitad del castigo que me había impuesto. Yo expliqué el maravilloso destino del
pequeño a mis compañeros, y llegamos a quererle tanto que nunca más volvimos a
insultarle. Al contrario, mientras vivió le respetamos y, en su presencia, siempre nos
comportamos tan correctamente como si estuviésemos delante de un juez o de un
consejero.
Los viajeros decidieron descansar en aquel campamento de caravanas, al objeto de
estar preparados, tanto ellos como los animales, para el próximo día de viaje. El jolgorio
del día anterior continuó durante todo aquel día y se divirtieron jugando a toda clase de
juegos y, después de cenar, no se olvidaron de recordar al quinto mercader, Alí Sizah,
que hiciese lo que le tocaba hacer y explicase una historia. Respondió que en su vida no
le habían ocurrido tantos acontecimientos como para explicar algo, por eso les contaría
algo diferente, como es: El cuento del falso príncipe.
El cuento del falso príncipe

I
Había una vez un honesto oficial de sastre que se llamaba Labakan y que aprendía
su oficio en el taller de un hábil maestro en Alejandría. No es que Labakan no supiese
trabajar con la aguja, más bien todo lo contrario, cosía muy fino. Tampoco se podría
calificar directamente de holgazán, pero sus compañeros no le encontraban del todo
normal porque, a menudo, se podía pasar tantas horas cosiendo sin parar que incluso
salía humo del hilo y la aguja le quemaba las manos, entonces le salían unas piezas
como a ningún otro; a veces, en cambio, y eso desgraciadamente ocurría con frecuencia,
se sentaba pensativo, con los ojos fijos mirando hacia delante y poniendo una cara y un
ademán algo curiosos. Entonces al maestro y a sus compañeros no se les ocurría otra
cosa que decir:
—Este Labakan ya vuelve a dárselas de importante.
Pero los viernes9 al salir de la plegaria, mientras que los demás se iban a casa a
hacer sus cosas, Labakan, con un vestido precioso en el que había trabajado cantidad,
salía de la Mezquita, y caminando de forma altiva pasaba lentamente por las plazas y las
calles de la ciudad y, si alguno de sus camaradas le saludaba con un “adiós” o un
“¿cómo va esto, amigo Labakan?”, le hacía una seña con la mano o, a lo sumo, le hacía
una elegante inclinación de cabeza. Si alguna vez el maestro en tono de broma le decía:
“tu has nacido para ser príncipe, Labakan”, casi reventaba de gozo y contestaba: “Es lo
que siempre he pensado”.
El respetable oficial de sastre Labakan pasó así mucho tiempo y, la verdad, aquel
comportamiento hacía sufrir a su maestro porque, pese a todo, era un trabajador
brillante. Un día, Selim, el hermano del sultán, que aquellos días viajaba por Alejandría,
mandó un vestido al maestro sastre para que lo arreglara, y el maestro lo dio a Labakan
porque él era quien trabajaba más fino. Al atardecer, cuando el maestro y sus
compañeros habían terminado la jornada, para descansar de las fatigas del día, a
Labakan le vinieron unas ganas irresistibles de volver al taller en donde tenían colgado
el vestido del augusto hermano. Estuvo un rato mirándoselo de pie pensativo y como un
pasmarote. Admiraba las puntadas maravillosas y los colores tornasolados de la pana y
la seda. No lo pudo remediar, tuvo que ponérselo y, mira por donde, le sentaba tan bien
que verdaderamente parecía que estaba hecho a su medida. “¿A qué parezco un
príncipe?” Se preguntaba a sí mismo mientras se paseaba por la estancia. “¿Incluso me
lo ha dicho el maestro, que he nacido para ser príncipe?” Al ponerse el vestido pareció
como si también se hubiese puesto una personalidad regia; no podía dejar de pensar que
podría ser hijo de algún rey desconocido y, como tal, decidió viajar por el mundo y dejar
aquel lugar en que, hasta entonces, la gente había sido tan necia de no darse cuenta que
detrás de su humilde origen se escondía una estirpe aristocrática. Estaba convencido de
que aquel majestuoso vestido se lo había enviado un hada y se guardaría mucho de
rehusar una regalo tan valioso. Cogió el escaso capital de que disponía y, aprovechando
la oscuridad de la noche, se marchó por la puerta de Alejandría.

9
El viernes es día festivo para los mahometanos.
Por dondequiera que pasaba, el nuevo príncipe despertaba admiración, ya que aquel
lujoso vestido y su presencia digna y majestuosa no eran como los de un viajero
cualquiera. Si alguien le preguntaba cuál era la causa procuraba dar a entender que
existían razones de peso, con un gesto misterioso. Pero cuando se dio cuenta que
aquella manera presuntuosa de andar provocaba risas entre la gente, se compró un
caballo no demasiado caro, cosa que le fue muy bien ya que, al ser tranquilo y manso,
no le metía en ningún compromiso y podía hacerse pasar por un caballero
experimentado, cosa que no era cierta.
Un día, mientras paseaba lentamente por las calles con su Marva, tal era el nombre
del caballo, le detuvo un caballero y le pidió si le permitía cabalgar a su lado, de esta
forma, hablando con otra persona, el camino no se le haría tan largo. El caballero era un
hombre joven y simpático, de trato agradable y cordial. Al momento empezó a hablar de
donde venía y a donde iba y Labakan se enteró de que, igual que el oficial de sastre, él
también iba sin rumbo por el mundo. Dijo que se llamaba Omar, que era sobrino de Elfi
Beis, el infortunado Bassa de El Cairo, y que el motivo del viaje era cumplir un deseo
que su tío le había encargado antes de morir. Labakan, sin embargo, no le habló de su
situación tan sinceramente; sólo le dio a entender que era de noble linaje y que viajaba
por placer.
Los dos caballeros se cayeron bien mutuamente y continuaron juntos el camino.
Cuando llevaban dos días viajando, Labakan preguntó a su compañero por el tipo de
encargo que debía de hacer, y le dejó cautivado con la historia siguiente:
“Elfi Beis, el Bassa del Cairo, había criado a Omar desde que era pequeño. Omar no
había conocido a sus padres. Cuando sus enemigos atacaron a Elfi Bei por sorpresa y
tuvo que huir herido de muerte, al cabo de tres días de infructuosos combates, hizo
saber a su protegido que no era su sobrino, sino que era hijo de un hombre poderoso
que, por temor de una profecía de su astrólogo, le había enviado lejos de la corte, con el
juramento de que quería volver a verle cuando cumpliese veintidós años. Elfi no le dijo
el nombre de su padre, sino que le encargó categóricamente que al quinto día del
próximo mes del Ramadán10, el día que cumpliría veintidós años, estuviese al pié de la
conocida columna de El-Serujah a cuatro días de camino al Este de Alejandría; una vez
allí debía entregar la espada, que le daba, a los hombres que habría al pié de la columna,
con las palabras “yo soy el que buscáis” y, si estos contestaban “alabado sea el Profeta
que te ha dado amparo”, entonces debía seguirlos porque le conducirían ante su padre”.
Al oficial de sastre Labakan le maravilló aquella confidencia y, a partir de entonces
se miró al príncipe Omar con envidia molesto porque el destino, pese a que, por decirlo
de alguna forma, le había otorgado un origen misterioso y una existencia vulgar, había
obsequiado a aquel joven con el linaje de hijo de monarca y de todo lo necesario,
aunque ya tenía suficiente con ser sobrino de un Bassa. Empezó a compararse con el
príncipe. Tuvo que admitir que el otro era un hombre de buena planta, mirada despierta
y una contundente nariz aguileña, de modales afables y serviciales, es decir, su aspecto
tenía tantos atractivos que podían llamar la atención a cualquiera. Pero con todas estas
reflexiones encontró tantos atractivos a su compañero que llegó a la conclusión que al
padre del príncipe tan oportuno le podía ser un tal Labakan como el verdadero príncipe.
Estos pensamientos no dejaron a Labakan en todo el día, ni cuando se detuvieron
para dormir en el hostal, pero al despertarse al día siguiente y ver a Omar, que dormía
tan tranquilo y quizás soñaba con su suerte indiscutible, acabó por hacer mella en él la
idea de pretender, con astucia o por la fuerza, aquello que un destino desfavorable le
había negado. La espada, la señal para reconocer al príncipe pródigo, colgaba del
cinturón del chico dormido; tiró de ella con mucho tiento con la intención de clavarla al
10
Noveno mes del año de los mahometanos durante el cual observan riguroso ayuno.
pecho de su propietario. Pero, ante la idea de la muerte, el alma pacífica del joven se
horrorizó y se contentó con quedarse la espada, poner las bridas al caballo del príncipe,
y cuando Omar despertase y viese que le habían robado las esperanzas, su fiel
compañero de viaje ya le llevaría unas cuantas millas de ventaja.
Precisamente, el día en que Labakan suplantó al príncipe, era el primero del
Ramadán y, por lo tanto, aún le quedaban cuatro días para llegar a la columna de El-
Serujah, que él conocía muy bien. Pese a que el lugar, donde se encontraba la columna,
debía de estar como máximo a unos dos días de camino, se apresuró a llegar allí, porque
temía que el príncipe le atraparía.
Al final del segundo día, Labakan se estaba acercando a la columna de El-Serujah.
Se detuvo en lo alto de una colina que había en un extenso altiplano desde donde se
podía ver de dos a tres horas a lo lejos. Al verla el corazón de Labakan latió con fuerza,
pese a que durante aquellos dos días había tenido tiempo suficiente para reflexionar
sobre la actitud que debía tomar, la mala conciencia hizo que le entrara miedo; pero la
idea de que había nacido para ser príncipe le envalentonó de tal forma que continuó en
dirección al objetivo, seguro de sí mismo.
Los alrededores de la columna de El-Serujah, estaban deshabitados y desiertos, y el
nuevo príncipe habría tenido algunas dificultades a causa de su subsistencia si no se
hubiese avanzado unos días. Acampó, con el caballo, debajo de unas palmeras y allí
esperó su próximo destino.
Hacia el mediodía del día siguiente vio una larga comitiva de caballos y camellos
que avanzaba por el llano en dirección a la columna de El-Serujah. El séquito se detuvo
al pié de la colina, donde estaba emplazada la columna; montaron sus lujosas tiendas, y
el conjunto parecía la caravana de un jeque11 o de un bassa. Labakan se imaginó que
toda aquella gente que veía estaba preocupada por él y de buena gana se habría dejado
ver por la zona donde estaban; pero reprimió su deseo de presentarse allí como príncipe,
porque ya tendría la ocasión al día siguiente de satisfacer aquel deseo tan arriesgado.
El sol matutino despertó al extremadamente feliz sastre aquel día en que iba a
experimentar el momento más importante de su vida, y en que ascendería de humilde y
desconocido mortal a poder sentarse al lado de un padre monarca. Lo cierto es que,
mientras ensillaba el caballo para acercarse a la columna, se acordó de la irregularidad
de sus actos, y del dolor que debía sentir el príncipe por sus esperanzas frustradas, pero
los dados estaban ya echados, ya no podía deshacer lo que había hecho y defraudar su
amor propio, y se dijo en voz baja que su aspecto era lo bastante magnífico como para
presentarse ante el rey en calidad de hijo suyo.
Animado con estos pensamientos, montó a caballo, se armó de coraje para
conducirlo a un galope conveniente y, en menos de un cuarto de hora, ya estaba al pié
de la colina. Bajó del caballo y lo ató a un arbusto de los que crecían por aquellos
andurriales, entonces desenvainó la espada del príncipe Omar y subió colina arriba. Al
pie de la columna habían seis hombres alrededor de un anciano con aspecto de
pertenecer a la alta aristocracia; iba vestido con un magnífico caftán de material dorado
ceñido con un chal de cachemira blanco, y el turbante, también blanco, bordado con
brillantes y piedras preciosas, lo cual le caracterizaba como hombre de categoría y
fortuna.
Labakan se le acercó, le hizo una profunda reverencia y le dijo, a la vez que le
ofrecía la espada: “yo soy el que buscáis”. “Alabado sea el Profeta que te ha amparado”,
respondió el anciano con lágrimas en los ojos.
—¡Abraza a tu padre, Omar, querido hijo!

11
Título que se da a los jefes de tribu árabes.
El buen sastre estaba muy conmovido por estas solemnes palabras y, con una
sensación mezcla de alegría y vergüenza, se dejó abrazar por el anciano monarca.
Pero sólo pudo gozar unos momentos, con tranquilidad, de aquella nueva posición.
Cuando el anciano acababa de abrazarle, vio a un caballero acercándose veloz a la
colina. El caballo y el caballero se comportaban de forma extravagante: el caballo
parecía que, sea por tozudez o por cansancio, no quería avanzar y llevaba una marcha a
trompicones que no era ni trote ni galope, el caballero le atizaba con las manos y con los
pies, para que corriese más. Muy pronto Labakan reconoció a su caballo Marva y al
verdadero príncipe Omar, pero ya estaba poseído por el mal espíritu de la mentira y
decidió que, si se daba el caso, mantendría sus usurpados derechos de forma inflexible.
Pronto vieron al caballero hacer señas a lo lejos. Pese al peculiar trote del caballo,
llegó al pié de la colina. Saltó del caballo y subió apresurado cuesta arriba.
—¡Deteneros! —gritó— ¡Vos, quien seáis, parad y no os dejéis engañar por el
estafador más grande que existe! ¡Me llamo Omar, y ningún mortal ha de atreverse a
profanar mi nombre!
En las caras de todos los allí presentes, se reflejó una intensa preocupación por el
cariz que tomaba el asunto. Además, el anciano parecía muy aturdido por la forma
inquisidora con que miraba a uno y otro. Sin embargo, Labakan, con una tranquilidad
dificultosamente conseguida, dijo:
—¡Honorable señor y padre, no os dejéis engatusar por este hombre! Por lo que yo
sé, es un loco oficial de sastre de Alejandría. Se llama Labakan y más merece
compasión que ira.
Estas palabras llevaron al príncipe al paroxismo y, echando chispas, intentó cargar
contra Labakan. Pero los demás se interpusieron y le detuvieron, y el monarca dijo:
—¡En verdad, querido hijo, este hombre no está sano! ¡Atádlo y sentádlo encima de
un dromedario! Quizás podamos ayudarle de alguna forma.
La rabia del príncipe se calmó y dijo llorando al monarca:
—El corazón me dice que sois mi padre, por la memoria de mi madre os lo suplico:
¡escuchadme!
—¡Uy! ¡Que Dios nos ampare! —respondió éste—. ¡Este hombre desvaría, cómo es
posible que se haya imaginado estas cosas!
Y mientras lo decía, agarró a Labakan del brazo y juntos emprendieron el descenso
de la colina. Montaron en unos caballos lujosamente enjaezados y cabalgaron por el
llano, encabezando la caravana. Mientras, ataron las manos al pobre príncipe, le
sujetaron encima de un dromedario y dos hombres, cabalgando a su lado, no le
perdieron de vista ni un momento.
El anciano monarca era Saaud, el Sultán de los wahhabitas12. Había tardado mucho
en tener hijos hasta que, por fin, le había nacido el príncipe que había deseado tanto
tiempo. Pero el astrólogo, al que consultó el oráculo del príncipe, le anunció este mal
presagio: “hasta que cumpla los veintidós años estará en peligro de que alguien le
suplante”. De manera que, con objeto de protejerlo, lo confió a su anciano y buen amigo
Elfi-Bei, para que lo criara y educara, y esperó veintidós años con añoranza e
impaciencia.
Por el camino, el Sultán iba explicando todo esto a su supuesto hijo, del que se
sentía extraordinariamente orgulloso por lo bien parecido que era y la buena educación
que demostraba tener.
Cuando estuvieron en el país del Sultán, fueron recibidos por sus habitantes con
gritos de alegría, porque la noticia de la llegada del príncipe corrió como un reguero de
pólvora por todos los pueblos y ciudades. Las calles por las que iban pasando estaban
12
Secta mahometana fundada en el siglo xviii.
engalanadas con ramos y guirnaldas de flores, de las casas colgaban espléndidas
guarniciones de muchos colores y todos elevaban alabanzas a Dios y a su Profeta por
haberles enviado un príncipe tan bien plantado. Con este recibimiento, el sastre iba que
no cabía en sí de satisfacción; tan satisfecho, como desgraciado debía sentirse el
verdadero Omar a quien todavía llevaban atado detrás de la caravana, desesperado y
silencioso. En medio de todo aquel barullo, que debía de ser en su honor, nadie se fijó
en el verdadero príncipe. El nombre de Omar lo gritaron mil veces y mil veces más,
pero a él, que llevaba este nombre con todo el derecho, nadie le hizo caso. Como
mucho, de vez en cuando había alguno que preguntaba quien era aquel que llevaban tan
bien atado, y a los oidos del príncipe llegaba la horrible respuesta de su compañero: “es
un sastre loco”.
Por fin, la caravana llegó a la capital del Sultán. Allí el recibimiento fue aún más
deslumbrante que en las otras ciudades. La Sultana, una señora mayor y venerable, les
esperaba en el salón más importante del palacio, con toda su corte. Habían cubierto el
suelo de esta habitación con una grandiosa alfombra, y las paredes estaban revestidas de
tela azul celeste, recogida con cordones y borlas doradas, que colgaban de inmensos
doseles plateados.
Cuando llegó la caravana ya era de noche, por eso habían encendido muchas
lámparas, redondas y de colores, con las que parecía que la noche se había vuelto día.
Las más luminosas de todas estaban al fondo del salón, donde la sultana se encontraba
sentada en un trono. Éste estaba situado al final de unos escalones y era de oro puro
revestido de amatistas. Los cuatro Emires13 más distinguidos sostenían un dosel de seda
roja en honor de la Sultana, y el jeque de Medina le daba aire con un largo abanico
hecho con plumas de pavo real.
—Aquí lo tienes —dijo—, te he traído el hijo que hacía tanto tiempo deseabas ver.
Pero la Sultana le interrumpió.
—¡Este no es mi hijo! —dijo a voz en grito—. ¡El hijo que el Profeta me ha
mostrado en sueños no tiene este semblante!
Justo en el momento en que el Sultán se disponía a censurar las supersticiones de su
mujer, se abrió la puerta del salón de golpe. El príncipe Omar entró hecho una furia y
perseguido por los guardias de los que a duras penas se había escapado. Se echó ante el
trono casi sin aliento.
—¡Quiero morir aquí! ¡Hazme matar, padre cruel, porque no voy a poder soportar
este estigma por más tiempo!
Todos estaban desconcertados con lo que ocurría. Los guardias se abrieron paso
para capturarlo de nuevo y, ya estaban a punto de esposarlo cuando la Sultana, que lo
había observado todo sorprendida y sin decir ni una palabra, se levantó de su trono.
—¡Alto! —gritó—. ¡Este y nadie más es el verdadero! ¡Este es el que mis ojos han
visto y mi corazón ha reconocido!
Los guardias soltaron instintivamente a Omar, pero el Sultán furioso y con rabia les
gritó que volviesen a atar a aquel loco.
—¡Aquí mando yo! —dijo, imponiendo su autoridad—, y no estamos supeditados a
lo que mi mujer haya podido soñar, sino a hechos reales e inequívocos. Éste de aquí —
continuó a la vez que señalaba a Labakan—, es mi hijo, porque me ha traído la
verdadera señal de mi amigo Elfi: la espada.
—¡La ha robado! —gritó Omar—. ¡Fui un ingenuo de confiar en él y me traicionó!
Pero el Sultán no escuchaba al que decía ser su hijo, porque estaba acostumbrado a
ganar en todo, y hacía lo que quería de forma obstinada, entonces mandó que sacasen a
Omar fuera del salón, mientras él se retiraba a sus habitaciones acompañado de
13
Entre los árabes, gobernador de una provincia, jefe de tribu.
Labakan, enfurecido con la Sultana, la esposa con la que había vivido veinticinco años
en paz.
Pero la Sultana muy disgustada por estos acontecimientos, estaba del todo
convencida que un embustero se había apropiado del corazón del Sultán, ya que un
montón de sueños le habían presentado al otro pobre desgraciado como hijo suyo.
Cuando se hubo calmado un poco de su disgusto, urdió una plan para hacer
reflexionar a su esposo de aquel error. Sin duda era una labor difícil, porque el que se
hacía pasar por hijo suyo presentó la señal, la espada. Además, ella misma lo había
podido comprobar, el impostor sabía tantas cosas de cuando Omar era pequeño que se
podía hacer pasar por él sin ponerse en evidencia.
La Sultana convocó en audiencia a los hombres que hicieron de escolta al Sultán en
la columna de El-Serujah, con objeto de que le explicasen exactamente lo que había
ocurrido y, además, pidió consejo a sus esclavas más fieles. Se encontraban cavilando
que es lo que podrían hacer, cuando habló Melechsalah, una circasiana anciana y astuta.
—¿Si no he entendido mal, honorable señora, el chico que reconocéis como hijo
vuestro dijo que quien trajo la espada se llamaba Labakan y que era un sastre
perturbado?
—Sí, eso mismo —respondió la Sultana—, pero, ¿porqué lo quieres saber?
—¿Qué os parece—continuó la circasiana—, la posibilidad de que este traidor haya
dado su propio nombre a vuestro hijo? Y, de ser así, dispondremos de una forma que nos
irá de perilla para atrapar al mentiroso, y os la quisiera transmitir muy secretamente.

La Sultana prestó atención a su esclava y esta, en voz baja, le dio un consejo, que
pareció que era de su agrado, porque se levantó inmediatamente para ir a ver al Sultán.
La Sultana era una mujer lista, que conocía muy bien los puntos débiles del Sultán y
sabía como tratarlo. Aparentó que transigía y que quería reconocer al hijo, y le pidió
solo una condición. El Sultán, a quien sabía mal haber enojado a su mujer, aceptó la
condición. Entonces ella dijo:
—Quisiera imponerles una prueba de su habilidad. Otro quizás les pediría una
carrera a caballo, o bien los haría luchar, o les haría lanzar la jabalina; pero estas son
coas que cualquiera sabe hacer; yo no, yo quiero pedirles algo muy ingenuo. Se trataría
de que cada uno de ellos confeccionase un caftán y un par de bombachos, y luego
veríamos quien de los dos los habría hecho más bonitos.
El Sultán, después de hartarse de reír, respondió:
—Vaya, que treta más ingeniosa que has preparado. ¿Mi hijo ha de competir con tu
sastre loco para ver quién sabe coser el caftán más bonito? No, por aquí no paso.
Pero la Sultana insistió, porque él había aceptado la condición que le había pedido y
el Sultán, que era un hombre de palabra, accedió al fin. Con todo, el Sultán juró que
aunque el sastre loco hiciese el caftán más bonito, no lo reconocería como hijo suyo.
El Sultán fue a decirselo personalmente a su hijo, y le pidió el favor de acceder al
capricho de su mujer, que quería comprobar si era capaz de confeccionar un caftán.
El buen Labakan se puso a regir con ganas; “si esto es todo lo que quiere”, se dijo
para sí, “la señora Sultana tendrá motivos para estar satisfecha”.
Prepararon dos habitaciones, una para el príncipe y la otra para el sastre, para que
pudiesen demostrar sus habilidades, y únicamente les dieron el trozo de tela de seda
necesario, tijeras, aguja e hilo.
El Sultán estaba muy intrigado para ver qué clase de caftán sería capaz de coser su
hijo, pero la Sultana también tenía el corazón alterado por saber si había o no acertado
la estratagema. Les asignaron dos días para hacer el trabajo. El tercer día el Sultán hizo
llamar a su mujer y una vez estuvieron los dos juntos, mandó a buscar los dos caftanes y
a sus realizadores. Labakan estaba triunfante y extendió su caftán ante el estupefacto
Sultán.
—¡Mirad, padre —dijo—. ¡Mirad honorable madre, si este caftán no es una obra de
arte! A que ni el sastre más capacitado de la corte sería capaz de hacer una labor como
esta.
La Sultana se puso a reír y se volvió hacia Omar:
—¿Y tu, que me has traído, hijo mío?
Desanimado, el chico echó al suelo la seda y las tijeras.
—¡A mí me enseñaron a domar caballos y a blandir las armas, y a hacer que mi
lanza se clave en un blanco a sesenta canas... pero el arte de la aguja no lo conozco!
Además eso no es digno del ahijado de Elfi Beis, el señor del Cairo.
—¡Oh, tú eres el verdadero hijo de mi señor! —dijo la Sultana gritando—. ¡Ah,
déjame abrazarte y decirte hijo! Perdonad esposo y señor mío, que os haya urdido esta
trampa —continuó ella mientras se volvía hacia el Sultán—. ¿No os dais cuenta, ahora,
quién es el príncipe y quién el sastre? ¡Efectivamente, el caftán que ha hecho vuestro
señor hijo es muy elaborado, y me gustaría preguntarle qué maestro le enseñó!
El Sultán estaba sentado muy pensativo e incrédulo mirando a su mujer, y a
Labakan y, a pesar de la vergüenza y la consternación que sentía al darse cuenta de lo
que era obvio, quería encontrar la forma de rebatirlo.
—No es suficiente con esta demostración —dijo el Sultán—. Pero tengo una forma,
doy gracias a Alá, de descubrir si me engañáis.
Ordenó que le ensillasen el caballo más veloz, lo montó y cabalgó en dirección a un
bosque que había no muy lejos de la ciudad. Según una antigua leyenda, allí vivía una
hada buena, de nombre Adolzaide, quien a menudo ayudaba con consejos a los reyes de
su linaje cuando se encontraban en un grave apuro. El Sultán salió en su busca.
En medio del bosque había un claro rodeado de cedros colosales. La tradición decía
que era el lugar en donde vivía el hada y a donde casi nunca se acercaba ningún mortal,
porque daba auténtico miedo y éste se había transmitido de padres a hijos.
Al llegar al lugar, el Sultán descabalgó, ató su caballo a un árbol, se colocó en mitad
del claro y dijo en voz alta y clara:
—¡Si es verdad que aconsejaste a mi padre en momentos de necesidad, no rehuyas
la petición de su descendiente y aconséjale en aquello que su capacidad humana no es
capaz de desentrañar!
No había acabado aún de pronunciar la última palabra cuando se abrieron las ramas
de un cedro, y salió de ellas una señora vestida de blanco hasta los pies y cubierta de
velos.
—Ya se porqué has venido, Sultán Saaud. Lo haces de buena fe y por eso te
ayudaré. ¡Toma estas dos arquetas! ¡Haz que cada uno de los que dicen ser hijos tuyos
escoja una! Sé que quien sea el verdadero no se va a equivocar.
Así habló aquella señora cubierta de velos y a continuación le dio las dos arquetas
de marfil adornadas a rebosar con oro y perlas. En la tapa, que el Sultán intentó abrir sin
resultado, había unas inscripciones hechas con diamantes.
Al volver a casa, el Sultán iba cavilando qué podría haber en aquellas pequeñas
arcas, que había intentado abrir sin éxito. La inscripción que traían tampoco le daba
pista alguna de lo que podrían contener, porque en una de ellas se podía leer Honor y
Gloria y, en la otra, Suerte y Riqueza. El Sultán pensaba que, si él tuviese que escoger,
también se le haría difícil decidir entre dos cosas que veía igual de tentadoras e igual de
atractivas.
Al llegar a palacio, mandó llamar a la Sultana y le explicó la predicción del hada, y
ella se sintió invadida por una maravillosa esperanza de que aquel que su corazón había
elegido sería quien escogería el arca que probaría su linaje real.
Prepararon dos mesas ante los tronos de los Sultanes. El propio Sultán puso las
arquetas encima, luego se sentó en el trono e hizo una señal a uno de los esclavos para
que abriesen las puertas del salón. Una espectacular multitud de emires y bassas de todo
el reino, que el Sultán había invitado, se apresuró a entrar por la puerta que acababan de
abrir. Se acomodaron en los lujosos almohadones que había por todo el salón.
Una vez estuvieron todos sentados, el Sultán hizo una señal y mandó entrar a
Labakan. Este atravesó el salón con paso arrogante, se postró delante del trono y dijo:
—¿Qué me ordenáis, padre y señor mío?
El Sultán se puso en pié y dijo:
—¡Hijo mío! Hay dudas sobre la autenticidad del derecho que puedas tener a
pretender este nombre. ¡Una de estas pequeñas arcas contiene la confirmación de tu
verdadero nacimiento! ¡Elige! ¡Estoy seguro de que vas a elegir la buena!
Labakan se levantó y se colocó ante las arcas. Finalmente, después de estar
pensándolo un buen rato, dijo:
—¡Honorable padre! ¿Qué otro don podría haber mayor que la Suerte de ser tu hijo,
cuál más honorable que la Riqueza de tu gloria? ¡Elijo la arqueta que lleva la
inscripción Suerte y Riqueza!
—¡Después sabremos si has escogido la buena! ¡De momento, siéntate allá en el
almohadón del bassa de Medina! —Dijo el Sultán e hizo una señal a su esclavo.
Hicieron entrar a Omar. Con su mirada tétrica, el aspecto triste y su pose provocó la
compasión de los allí presentes. Se echó ante el trono y pidió cual era la voluntad del
Sultán.
El Sultán le informó que debía escoger una de aquellas dos arquetas. Entonces se
levantó y se fue hacia la mesa.
Leyó atentamente las inscripciones de las arcas y dijo:
—Estos últimos días he aprendido cómo es de insegura la suerte y qué efímera es la
riqueza. Pero también he aprendido que la bondad está presente en el corazón de los
valientes, el Honor y la brillante estrella de la Gloria no se desvanecen cuando se acaba
la suerte. Aunque renuncie a la corona, los dados ya están echados... ¡Honor y Gloria,
yo os he escogido!
Puso la mano encima del arca que había escogido, pero el Sultán le ordenó que se
quedara quieto, entonces hizo una seña a Labakan para que también se acercase a su
mesa, y éste puso asimismo la mano encima del arca que había escogido.
Antes, sin embargo, el Sultán se hizo traer un lavamanos con agua de la fuente santa
Zemzem14 de la Meca. Se lavó las manos para rezar, se volvió de cara al Este, se postró
en el suelo y rezó:
—¡Dios de mi padre! ¡Tú que has preservado nuestro linaje y lo has mantenido
claro y legítimo, no dejes que un indigno deshonre el nombre de los Abbasidas 15, sé el
protector de mi verdadero hijo en estos momentos de prueba!
El Sultán se levantó y se sentó de nuevo en el trono. Existía una gran expectación
entre los presentes. Ni a respirar se atrevían. Se habría oído pasar a un ratón por el
salón, de tan silenciosos y tensos como estaban todos. Los de atrás se erguían para
poder ver las arquetas. Entonces el Sultán dijo:
—¡Abridlas!

14
Fuente santa en la Meca. Mahoma prometió el perdón de los pecados a aquellos que bebieran de sus
aguas.
15
Dinastía mahometana descendiente de Abbas, tío de Mahoma.
Y las arquetas, que antes ningún poder pudo abrir, se abrieron solas.
En la que escogió Omar, había un pequeño almohadón, una corona y un cetro
diminutos de oro. En la de Labakan, había una aguja grande y un hilo de seda. El Sultán
les ordenó que le acercaran las arquetas. Entonces tomó la corona entre sus manos y, fue
un hermoso espectáculo ver que al tiempo de cogerla, la pequeña coronita se iba
haciendo grande y más grande hasta que quedó como una corona de verdad. El Sultán
puso la corona en la cabeza de su hijo Omar, que se arrodilló, le dio un beso en la frente
y le hizo sentar a su derecha. Entonces se volvió a Labakan y le dijo:
—¡Ya lo decían nuestros abuelos: no debemos de desear lo que no nos pertenece!
Según parece tenías que quedarte con la aguja y por eso te perdono la vida, infeliz.
¡Pero si quieres oír un buen consejo, sal de mi país lo antes posible!
Avergonzado y abatido como estaba, el oficial de sastre nada pudo responder. Se
echó a los pies del príncipe y, con lágrimas en los ojos, le dijo:
—¿Me podréis perdonar, príncipe?
—¡Afecto para los amigos, generosidad para los enemigos! Es la divisa de los
Abbasidas —respondió el príncipe, mientras le ayudaba a levantarse—. Vete en paz.
—¡Oh, tú eres mi verdadero hijo! —gritó el Sultán mientras se precipitaba en sus
brazos.
Los Emires y Bassas, y todos los grandes del reino se pusieron en pié y gritaron:
—¡Viva el nuevo hijo del rey!
Y en medio de aquel alboroto, Labakan se escabulló del salón del trono con su
arqueta bajo el brazo.
Bajó a las cuadras del Sultán, ensilló a su caballo Marva y salió cabalgando hacia la
puerta de la ciudad, camino de Alejandría. La vida como príncipe ahora se le aparecía
como un sueño y sólo aquella valiosa pequeña arca, llena de perlas y diamantes, le
recordaba que lo había sido.
Cuando finalmente llegó a Alejandría, se dirigió a casa de su antiguo maestro, se
apeó del caballo, lo ató a la puerta y entró en el taller. El maestro, que no le reconoció al
principio, le recibió con gran ceremonia y le preguntó en qué podía servirle, pero
cuando le miró más de cerca y se dio cuenta de que se trataba de Labakan, llamó a los
otros oficiales y aprendices y, todos a una, se echaron sobre el pobre Labakan, que no
esperaba un recibimiento como aquel: le empujaban y le golpeaban con los compases y
las varas de medir, le pinchaban con agujas y le pellizcaban con las afiladas tijeras hasta
que cayó agotado sobre un montón de vestidos viejos.
Se encontraba aún tendido cuando el maestro le soltó un sermón por aquel vestido
que había robado. De nada sirvió que Labakan jurase que había vuelto precisamente por
esta razón, para restituirlo, y fue inútil que le dijese que le pagaría el triple de lo que
valía. El maestro y sus compañeros volvieron a echársele encima, volvieron a apalearle
y lo lanzaron a la calle. Destrozado y hecho unos zorros montó en su caballo Marva y se
dirigió hacia un campamento de caravanas. Mientras descansaba su entumecido y
resentido cuerpo, reflexionaba sobre las miserias terrenales, los méritos, con frecuencia
desconocidos, y la futilidad y fugacidad de todos los bienes. Se durmió decidido a
renunciar a sus aires de grandeza y a comportarse como un honrado ciudadano.
Y al día siguiente no se arrepintió de esta decisión, porque se sentía como si las
duras manos del maestro y de sus compañeros le hubiesen extraído las majestades a
golpes.
Vendió su arca a buen precio, en una joyería; se compró una casa, donde
acondicionó un taller adecuado para realizar la labor de su ramo. Cuando lo tuvo todo
bien dispuesto y hubo colgado un rótulo que rezaba “Labakan-Sastre”, se sentó en el
taller y, con el hilo y la aguja que había encontrado en la arqueta, empezó a zurcir la
falda del caftán, que el maestro le había roto completamente. Le llamaron en la tienda y
cuando volvió a coger la labor que había dejado, ¡qué cosa más extraña vio! La aguja
estaba cosiendo sin parar, sin nadie que la sujetara. Daba unas puntadas tan elegantes
como las podía haber dado el propio Labakan en sus momentos más artísticos.
¡De verdad que, incluso el regalo más insignificante de una hada buena es
provechoso y de gran valor! Pero aquel regalo aún tenía otra ventaja: el hilo de seda
tampoco tenía fin, la aguja podía coser tanto como quisiese.
Labakan atrajo muchos clientes y enseguida fue el sastre más conocido de todos
aquellos alrededores. Cortaba la ropa, le daba la primera puntada y, en un periquete, la
aguja continuaba sin parar hasta que el vestido estaba acabado. El maestro Labakan
tenía casi a toda la ciudad entre su clientela, porque lo hacía bien y a unos precios
extraordinariamente económicos. Sólo había una cosa que algunos no encontraban muy
normal, es decir, les parecía extraño que no tuviese aprendices y trabajase con las
puertas cerradas.
Por lo tanto, lo que representaba la inscripción Suerte y Riqueza de la arqueta eran
augurios de prosperidad. La suerte y la riqueza acompañarían, aunque en proporciones
discretas, los pasos del buen sastre, y cuando le llegaban noticias de la gloria del joven
Sultán Omar, de quien todo el mundo habla, cuando le explicaban que era tan valiente y
se había convertido en el orgullo y la pasión de su pueblo y el terror de sus enemigos,
entonces el antiguo príncipe se decía para sí: “es mucho mejor que vuelva a ser sastre,
porque eso del honor y la gloria son cosas muy peligrosas”. Así fue como vivió
Labakan, contento con lo que tenía, respetado por sus conciudadanos, y si la aguja aún
existe, seguro que sigue cosiendo con el inacabable hilo de seda del hada buena
Adolzaide.

II
Al salir el sol, levantaron la caravana y acto seguido se dirigieron hacia Birket el-
Had o la fuente de los peregrinos, desde este punto sólo quedan tres horas de camino
hasta El Cairo, donde ya se esperaba a la caravana y los mercaderes tendrían la alegría
de ser recibidos por sus amigos de El Cairo, contentos de volverles a ver. Entraron en la
ciudad por la puerta de Bebel Falch, porque dicen que trae buena suerte pasar por esta
puerta al volver de la Meca, ya que es por la misma por donde entró el Profeta.
Al llegar al mercado, los cuatro mercaderes turcos se despidieron del forastero y del
mercader griego Zaleukos y se fueron a casa con sus amigos. Mientras Zaleukos
indicaba al forastero en donde había un buen campamento y le invitaba a comer. El
forastero aceptó la invitación y le prometió que volvería en cuanto se hubiese cambiado
de ropa.
El griego hizo todos los preparativos necesarios para obsequiar al forastero, a quien
durante el viaje había llegado a apreciar, y cuando tuvo la comida y las bebidas
preparadas de forma correcta, se sentó a esperar a su invitado.
Oyó unos pasos lentos y pesados que se acercaban por el pasillo que conducía a sus
habitaciones. Se levantó para recibirle como a un amigo y darle la bienvenida en la
puerta, pero al abrirla se echó atrás preso de pánico porque quien se le acercaba era, sin
ninguna duda, la terrorífica capa roja. Se la volvió a mirar, pero no era ningún
espejismo: la misma altura, la máscara, desde donde miraban aquellos ojos oscuros y
brillantes, la capa roja con los bordados dorados, todo aquello lo tenía muy presente
desde aquellos días, los más terribles de su vida.
Un cúmulo de sentimientos contradictorios sacudió el corazón de Zaleukos. Ya
hacía tiempo que había hecho las paces con aquel personaje y le había perdonado, pero
al verle se le abrieron de nuevo todas las heridas. Aquellos momentos de angustia por la
horrible muerte, aquel dolor, que le había envenenado la sangre, todo lo revivió otra
vez.
—¿Qué andas buscando aquí, monstruo? —dijo el griego gritando, mientras la
aparición seguía delante de su puerta—. ¡Vete de aquí, yo no te he maldecido!
—¡Zaleukos! —dijo una voz conocida que salía de detrás de la máscara—.
¡Zaleukos! ¿Es así como recibes a tus invitados?
Se quitó la máscara, se despojó de la capa: era Selim Baruch, el forastero.
Pero Zaleukos, no se tranquilizó. Le asustaba la presencia del forastero, que le
recordaba muy claramente la del desconocido del Ponte vecchio. Sin embargo
prevaleció el hábito de la hospitalidad, e hizo una seña al forastero para que pasase y se
sentase en el convite.
—Entiendo tus sentimientos —una vez sentados, el forastero tomó la palabra—.
Tus ojos me miran inquisidores. Debería haber callado y no dejar que me vieses nunca
más, pero soy el culpable de tus penas y por este motivo me he atrevido a presentarme
de esta forma, exponiéndome a que me llamases de todo. Una vez me dijiste “la fe de
mi padre me ordenó que le amase, porque debe ser tan infeliz como yo”. ¡Puedes estar
seguro de ello, amigo mío y, escucha esto que te quiero explicar!
“Tendré que empezar desde el principio, con objeto de que pueda hacerme entender.
Soy hijo de Alejandría, de padres cristianos. Mi padre, hijo menor de una antigua y
conocida familia francesa, era cónsul de su país en Alejandría. Yo viví en Francia, en
casa de un hermano de mi madre, desde que tenía diez años. Dejé el país de mi padre
unos años después de la revolución y, junto con mi tío, que ya no se sentía seguro en la
tierra de sus antepasados, volvimos a casa de mis padres en busca de refugio. Llegamos
a tierra esperanzados por volver a encontrar, en la casa paterna, la tranquilidad y la paz
que el revolucionado pueblo francés nos había arrebatado. ¡Pero, ay! La casa de mi
padre no estaba como debía. Las revoluciones exteriores de aquella época aún no habían
llegado, por eso fue más inesperada la desgracia que había de afectar de lleno a mi casa.
Mi hermano, un hombre joven en la plenitud de la vida, primer secretario de mi padre,
hacia poco que se había casado con una chica, hija de un aristócrata florentino que vivía
en el mismo barrio. La chica desapareció, dos días antes de que llegásemos, sin que ni
mi familia ni su padre hubiesen podido encontrar ningún rastro de donde podía estar.
Finalmente, llegaron a la conclusión de que cuando paseaba se alejó demasiado y una
banda de ladrones la había secuestrado. Si he de ser sincero, para mi hermano, hubiera
sido más reconfortante esta idea que la verdad, que no tardamos mucho en saber.
La infiel se embarcó con un joven napolitano que conoció en casa de su padre. Mi
hermano, que estaba extremadamente indignado con aquella conducta, hizo todo lo
posible para hacerle pagar lo que había hecho. No lo consiguió. Todo lo que hizo
escandalizó a las ciudades de Nápoles y Florencia y únicamente sirvió para acabar de
rematar la desgracia; la de él y la de todos nosotros. El aristócrata florentino volvió a su
país, eso sí, para tomar la decisión de hacer justicia por su cuenta, para causarnos la
ruina. En Florencia, abortó todas las investigaciones que mi hermano consiguía atar y
supo utilizar muy bien sus influencias, ya que logró que el gobierno sospechase de mi
padre y de mi hermano, y que fuesen detenidos, por medio de vergonzosas trampas, y
enviados a Francia, donde murieron bajo el hacha del verdugo. Mi madre se volvió loca
y después de diez largos meses, la muerte la liberó de aquel penoso estado, que en los
últimos días se había convertido en clara lucidez.
Sólo existía un pensamiento que atormentaba mi alma, sólo una cosa me hacía
olvidar las penas, y era aquel fuego que mi madre había prendido dentro de mí antes de
morir.
En los últimos momentos, como ya te dije, mi madre recuperó su cordura. Me hizo
llamar y me habló con sosiego de su destino y de su final. Después mandó salir a todos
de la habitación, se enderezó con movimientos solemnes todo lo que le permitía su
estado y me dijo que me podría dar la bendición, si le prometía cumplir lo que me
pediría. Emocionado por estas palabras de mi madre en su lecho de muerte, la
reconforté con el juramento de que haría lo que me pidiera. Entonces estalló en
maldiciones contra el florentino y su hija, con las amenazas más horribles, para que me
vengase por todas las desgracias que había sufrido nuestra familia. Murió en mis brazos.
Aquel sentimiento de venganza, que ya hacía mucho tiempo que yo acarreaba
adormecido en el alma, se me despertó entonces con toda su fuerza. Reuní todo el
patrimonio de mis padres y juré que todo lo dedicaría a tomar venganza.
No tardé mucho en llegar a Florencia, donde procuré pasar de incógnito tanto como
me fue posible. Sin embargo, teniendo en cuenta la posición de mis enemigos, mi plan
era bastante complicado. Al viejo florentino, le habían nombrado gobernador y, por lo
tanto, tenía todos los medios a su alcance para poder destruirme si sospechaba lo más
mínimo. Me ayudó un hecho casual. Un día hacia al atardecer, vi por la calle a un
hombre vestido con una librea que me era conocida. En su caminar inseguro, su mirada
huraña y el hecho de que fuese soltando a media voz “Santo sacramento” y “Maledetto
diavolo”, reconocí al anciano Pietro, un criado de los florentinos, a quién conocía de
Alejandría. Me di perfecta cuenta de que refunfuñaba contra su amo y decidí
aprovecharme de su estado de ánimo. Me dio la impresión de que se había sorprendido
mucho al verme y se lamentó de la forma como le trataba su amo, ya que nada de lo que
hacía le parecía bien, desde que era gobernador. Con aquel malhumor que llevaba
encima y la ayuda de mi oro me lo puse de parte mía.
La tarea más delicada la tenía ya resuelta. Tenía un hombre a sueldo, que me abriría
la casa de mi enemigo a cualquier hora, y ya podía poner en marcha el resto del plan.
Para mí, la vida del anciano florentino tenía muy poco valor comparado con el mal que
causó a mi familia. Aquel hombre debía sufrir por la muerte de quién más quisiese: su
hija Bianca. La misma que ofendió a mi hermano de aquella forma tan indecente y, por
tanto, la causa principal de nuestra desgracia.
Muy oportunamente, para la sed de venganza que yo sentía, me llegó la noticia de
que uno de aquellos días Bianca se casaba por segunda vez; estaba decidido, aquella
chica debía morir. Pero me asustaba la idea de cometer el crimen yo mismo y, tampoco
tenía suficiente confianza en la capacidad de Pietro. Por eso buscamos un hombre
capaz de consumar la operación. No me arriesgué a buscarlo entre los florentinos, ya
que seguramente no habríamos encontrado ninguno que quisiese intentar nada de este
tipo contra el gobernador. Entonces, a Pietro se le ocurrió un plan, que puse en marcha
inmediatamente, y enseguida te escogí a ti como la persona más apropiada por el hecho
de ser a la vez extranjero y médico. Lo que ocurrió luego ya lo sabes. Sólo que, a causa
de tu enorme prudencia y tu gran honradez, mis trasiegos estuvieron a punto de fracasar.
De ahí viene el asunto de la capa.
Pietro fue quien nos abrió la puerta del palacio del gobernador. Asimismo, nos
habría guiado también a la salida, si no hubiésemos huido de tan asustados como
estábamos por aquella horrible escena que presenciamos a través de la puerta entornada.
Llevado por el miedo y el arrepentimiento, salí corriendo por lo menos durante
doscientos metros hasta que me dejé caer en los escalones de una iglesia. Allí recapitulé
y mi primer pensamiento fue para ti y lo que te podría ocurrir si te encontraban dentro
de la casa.
Volví a deslizarme dentro del palacio, pero no había ni rastro de Pietro, aunque la
puerta estaba abierta y, por eso, tuve la esperanza de que habías podido aprovechar la
oportunidad para escapar.
Sin embargo, cuando se hizo de día, el miedo a que me descubriesen y un verdadero
arrepentimiento no permitieron que me quedara ni un instante más dentro de las
murallas de Florencia. Salí inmediatamente hacia Roma. Pero me quedé abatido cuando,
al cabo de unos días, me explicaron esta historia con el añadido de que ya habían cogido
al asesino y que era un médico griego. Volví a Florencia preso de una inquietud
aterradora, convencido de que mi venganza había sido demasiado dura, y ahora la
maldigo porque, comprometiéndote a ti, la he pagado muy cara.
Llegué el mismo día en que te cortaron la mano. No te diré nada de lo que sentí al
verte encima del patíbulo enfrontándote a aquel tormento con tanta entereza. Pero
cuando vi brotar la sangre, decidí ayudarte el resto de tu vida. Lo que ocurrió a partir de
aquel momento, ya lo sabes. Sólo me queda decirte porqué he hecho este viaje contigo.
Como la idea de que no me ibas a perdonar nunca era una carga muy pesada para
mí, se me ocurrió pasar unos días contigo y luego rendirte cuentas por lo que hice”.
El griego le escuchó en silencio hasta que acabó. Entonces, con una mirada afable,
requirió el turno para hablar:
—De verdad que deseé con todas mis fuerzas que fueras tan desgraciado como lo
era yo y que aquel atroz suceso fuese una negra nube que oscureciera tus días
eternamente. Lo deseé de todo corazón. Pero permíteme que te haga una pregunta.
¿Porqué apareciste por el desierto de aquella forma? ¿ Qué hiciste después de
comprarme la casa de Constantinopla?
—Volví a Alejandría —respondió el interpelado—. Tenía el corazón confundido por
el odio que sentía contra todos; un odio que quemaba especialmente contra aquellos
pueblos que se consideraban tan civilizados. ¡Créeme, me sentía mucho mejor en mi
condición de musulmán! Apenas hacía un mes que estaba en Alejandría, cuando hubo
aquel desembarco de gente de mi país. En todos sólo podía ver la cara del verdugo de
mi padre y de mi hermano; por eso organicé un grupo con gente joven que pensaba
como yo y nos unimos a aquellos intrépidos mamelucos, que tantas veces fueron la
pesadilla de las tropas francesas. Una vez terminada la campaña, no acabé de decidirme
por el ejercicio de la paz. Con mi pequeño grupo de correligionarios, hice una vida
fugitiva y nómada, dedicada a la lucha y a la caza. Vivo orgulloso con esta gente, que
me respeta como su príncipe y, aunque mis asiáticos no son tan civilizados como
vuestros europeos, también están muy lejos de la envidia, la calumnia, el egoísmo y la
ambición.
Zaleukos dio las gracias al forastero por aquella confidencia, pero también quiso
decirle que hallaba más adecuado para su posición y educación que viviese en países
cristianos y europeos. Le cogió la mano y le pidió que continuase con él, en su casa,
hasta morir. El invitado le miró conmovido:
—¡Ahora ya sé que me has perdonado del todo! —dijo—. ¡Que me quieres! ¡Te doy
las más efusivas gracias!
Se puso en pié, con su enorme estatura, delante del griego, quien casi se asustó de
aquella actitud marcial, aquellos ojos brillantes y oscuros, y de aquella voz profunda y
enigmática de su invitado.
—Tu propuesta es preciosa —continuó el invitado—, sería muy atractiva para
cualquier otra persona. Yo no la puedo aceptar. Ya tengo el caballo ensillado, mis
servidores ya me esperan. ¡Larga vida, Zaleukos!
Los amigos, que el destino había reunido de aquella forma tan sorprendente, se
dieron una abrazo de despedida.
—¿Y cómo debo llamarte? ¿Cómo se llama mi invitado, a quien recordaré
eternamente? —preguntó el griego.
El forastero se lo quedó mirando, volvió a cogerle la mano y le dijo:
—Me llaman Señor del Desierto; soy el ladrón Orbasan.

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