Sei sulla pagina 1di 16

Castoriadis, la autonomía y lo imaginario colectivo: la agonía de la Ilustración

Emmánuel Lizcano

(Publicado en Revista Anthropos, num. 198, 2003, pp. 189-209)

La reflexión sobre el imaginario es la gran aportación de Cornelius Castoriadis1 al pensamiento


social y a la crítica de la ausencia de autonomía. Al menos, esa noción es la que a mí más sugerencias me
ha aportado. Es verdad que en el propio Castoriadis emerge esa pulsión, tan característica del imaginario
francés, desde Descartes al menos, de no con-descender a lo que suele llamarse realidad más que a título
de ejemplo (y ejemplo no desarrollado, sólo mencionado como de pasada) que ilustra un aparatoso
aparato conceptual girando aparentemente en el vacío. Apenas encontramos un par de ejemplos (que él
mismo tilda de meras ‘ilustraciones’) de esos ‘magmas’ que pueblan el mundo de lo imaginario. Uno
ilustra el ‘imaginario radical’, nombre que suele reservar para los componentes imaginarios del psiquismo
(un psiquismo que nunca entiende como ‘individual’): “la totalidad de las representaciones de que [uno]
es capaz, (...) todo lo que se puede presentar y ser representado como percepción presente de la ‘realidad’,
como recuerdo, como fantasía, como ensueño, como sueño” (DH: 194). El otro ilustra más bien el
‘imaginario social’2, término que se reserva para las variedades más manifiestamente colectivas: “la
totalidad de las significaciones de que es vehículo, o puede ser vehículo, el francés contemporáneo”.

1. La potencia del imaginario

La ausencia casi total de aplicaciones a fenómenos concretos de sus propias elaboraciones


conceptuales abre, quizá desmesuradamente, el abanico de las interpretaciones que se puedan hacer de sus
conceptos. Pero también amplía el ámbito de sugerencias posibles (se diría que su propia teoría es más
un magma que un sistema conceptual bien determinado). Sobra aclarar que, en adelante, es mi
interpretación la que se explicita, una interpretación modelada por las particulares intenciones que me han
movido a poner en juego el pensamiento de Castoriadis ante casos bien concretos.
En su concepción del ‘imaginario’ yo destacaría una serie de rasgos que, a mi juicio, lo
distinguen de nociones más o menos próximas, a las que sin embargo aventaja en sensibilidad y en
dinamismo a la hora de captar lo que de irreductible y diferente –pero también de frágil y permeable-
tiene cada singularidad concreta. Esos rasgos serían:
A) Lo imaginario es in-definido e in-definible, no es formalizable. Esto es, no puede reducirse a
forma, de-fin-ición, ni de-terminación. Cualquier intento por trazar sus fronteras o bordes –ya sean éstos
conceptuales o empíricos- no sólo le vacía de todo su potencial para el análisis (o la interpretación) de los
fenómenos sino que es una empresa lógicamente contradictoria. No puede definirse ni determinarse
aquello en lo que toda definición y determinación se funda, ese magma sin forma del que emergen las
formas. Por ello, su indefinición no trasluce un defecto o carencia sino, por el contrario, un exceso o
riqueza: lo imaginario excede cuanto de él pueda decirse pues es por él por lo que puede decirse lo que se
dice.
De ahí que Castoriadis acierte al recurrir a procedimientos indirectos para referirse a él,
procedimientos que lo evocan más que revocarlo con enlucidos conceptuales. “Tratemos, dice, mediante
una acumulación de metáforas contradictorias, de dar una descripción intuitiva de lo que entendemos por
magma” (IIS: 289). Allí donde el concepto precisa ‘claridad y distinción’ (y se precisa mediante ellas), a
la actividad magmática del imaginario le conviene más bien la alusión metafórica. Las connotaciones que
arrastran metáforas como la del ‘magma’ o la de la ‘ebullición’ presentan, sin representarlo, algo que es
antes actividad que acto, verbo que sustantivo, potencia que dominio, presencia que representación, calor
que frío, líquido (o gaseoso) que sólido o solidificado...
B) Y, sin embargo, lo imaginario no es mera indefinición ni un nuevo ab-soluto. No es pura
indefinición pues, cuando menos, no es nada de aquello que excluye la red de metáforas con que se le
alude. En particular, no es ninguna de las emergencias concretas y contingentes en las que va tomando
forma en cada lugar y momento histórico. Por decirlo en positivo: es lo pre-su-puesto que hay en lo
puesto, aquello que late antes (pre) y por debajo (sub) de lo puesto (de los datos y los hechos), haciéndolo
posible y dándole sentido (al tiempo que hace imposibles otros hechos o los priva de sentido).

1
Por acotar por algún lado, limitaré el análisis a su obra más reciente, prescindiendo del Castoriadis de Socialisme ou Barbarie. Las
referencias a las ediciones de las tres obras citadas las abreviaré como: Los dominios del hombre: las encrucijadas del laberinto
(Gedisa): DH; La institución imaginaria de la sociedad, vol. 2 (Tusquets): IIS; Figuras de lo pensable (Cátedra): FP.
2
Castoriadis no hace esta distinción en la atribución de cada ‘ilustración’ a cada una de las dos formas de imaginario –radical y
social- que sí son distinción suya.

1
Tampoco se trata de un nuevo absoluto, de ningún avatar del espíritu hegeliano o de una
reformulación de los arquetipos jungianos (con los que a menudo se quiere identificar). Lo imaginario
sólo se da en los imaginarios locales, históricos, concretos. No sobrevuela el tiempo, el espacio y los
colectivos humanos como si fueran meros pretextos para su epifanía. Al contrario, se hace en el tiempo,
por lo que instituye cada ‘tiempo’ como algo singular (pero también destituye cada tiempo, al sustentarlo
en la posibilidad de su transformación en ‘otro tiempo’): el imaginario medieval no es el imaginario
ilustrado; pero también, en cierto sentido, lo pre-su-pone. Se hace en –y desde- el espacio, por lo que
instituye los ‘lugares’ en su singularidad, re-creándose en ellos -y desde ellos- como su imaginario
específico (pero también destituye cada localización, atravesando y difuminando las fronteras que hacían
que un lugar no fuera otro): el imaginario ideogramático chino no es el imaginario alfabético
indoeuropeo, pues cada uno posibilita –y bloquea- la emergencia de formas bien distintas; pero también,
en cierto sentido, los límites entre ambos se permean con cada intento de traducción o se con-funden en
muchos aspectos cuando se les enfrenta con un imaginario radicalmente ajeno, como el de una cultura
exclusivamente oral. No hay imaginarios ‘en sí’; por el contrario, lo ‘ensídico’, las ‘cosas como son’ es
una protuberancia suya que nunca lo agota ni permite comprenderlo.
C) La manera que tiene lo imaginario de determinar las formas concretas que de él emergen no
permite hablar de determinismo. Ciertamente, cada imaginario establece los límites, siempre imprecisos,
entre lo que, en cada situación, es decible y no es decible, lo que es imaginable y lo que no. Pero ni hay
leyes que regulan su dinamismo ni las formaciones a las que alumbra lo hacen según ley o necesidad
alguna: “[las significaciones imaginarias sociales] son ‘arbitrarias’ y radicalmente diferentes en las
diferentes sociedades” (DH: 71), dice a propósito de -¡nada menos!- las operaciones lógicas y físicas. De
ahí que sea en lo imaginario donde se fragua la identidad (como condensación o solidificación de ciertos
flujos suyos) pero también la alteración radical, la emergencia de lo nuevo (como liquida-ción o rari-
ficación de identidades con-solidadas). Al perder la presión que la hizo aflorar y venir a con-solidarse
como ‘ella misma’, cada ex-presión del imaginario que adquiere forma identitaria (ese poema, ese
concepto, esa nación) es reabsorbida e im-presa de nuevo en los flujos de ese imaginario, realimentándolo
pero también alterándolo. Es decir, nutriendo al propio imaginario pero abriendo también la posibilidad
de que ese imaginario se haga otro, se diferencie de lo que era antes de esas emergencias. Es, pues, el en
el orden –o mejor, en el desorden- de lo imaginario donde se juegan las tensiones entre lo instituyente y lo
instituido, entre lo nuevo y lo viejo, entre el poder/posibilidad y el dominio: islas de orden en un océano
caótico. Y permanente conversión de las islas en océano y del océano en islas. O una imagen quizá más
acertada: como el lenguaje corriente y moliente, en su moler, perfila, establece identidades, fija
significaciones precisas del mismo modo en que adquiere su forma el canto rodado; y en su correr se
diluyen las formas, se des-dicen y des-hacen las identidades igual que se fragmenta y pulveriza el canto
que fuera rodado.
D) Lo imaginario, por último, es denso en todas partes. Esto es, permanece inextirpablemente
adherido a sus emergencias, las cuales no pueden depurarse de su ganga imaginaria sin destruirse a sí
mismas. Cada dato, cada hecho, cada concepto, nunca es así un ‘mero dato’, un ‘hecho desnudo’, un
‘concepto puro’, pues carga con el significado del imaginario que lo ha hecho, in-corpora en su propia
carne los pre-su-puestos que lo han concebido. “No hay aritmética sin mito (aunque se trate del mito de la
‘racionalidad pura’ de la aritmética)” (DH: 209).
Este rasgo es capital frente a la obsesión neurótica por la limpieza y la pureza que enarbola el
pensamiento moderno. Incluso para un pensamiento como el de Bachelard, que otorga a lo imaginario un
peso comparable al que le da Castoriadis, las adherencias imaginarias y metafóricas que permitieron la
concepción de los conceptos (especialmente los conceptos científicos) acaban percibiéndose como un
obstáculo del que deben desprenderse, para que, una vez depurados de ellas, podamos hablar ya de
ciencia y no de meras intuiciones, imágenes o metáforas. Desde esa mentalidad, las habituales historias de
las ciencias parecen encargadas por la propia Inquisición: en ellas asistimos a toda suerte de depuraciones
y rituales de limpieza que terminan por alumbrar conceptos puros, libres ya de toda excrecencia
imaginaria, sujetos tan sólo a las leyes de ‘la lógica’ y a la exigencia de adecuarse a ‘la realidad’.
Frente a tanta higiene, un imaginario concebido como denso en todas partes desautoriza todo intento
de pensar el hecho como si estuviera abstraído de sus significados y del proceso de su hacerse, todo
intento de pensar cualquier concepto como si pudiera extirpársele la metáfora que lo habita y lo
constituye, todo intento de pensar un juicio (y juicios son desde los axiomas de la matemática o sus
ecuaciones hasta las leyes de la física o de la economía) sin el pre-juicio que –como su propio nombre
indica- lo antecede y lo hace posible.
Esta concepción de lo imaginario da a la obra de Castoriadis un carácter revolucionario, tanto en su
planteamiento teórico como en el político. Por un lado, frente al racionalismo dominante (incluso en sus
versiones más camufladas), proclama la centralidad de un imaginario colectivo que determina la actividad
y los productos de la razón, incorporando todo lo que los racionalismos niegan: deseos, recuerdos,

2
intenciones, significados prelógicos, creencias, representaciones, lenguajes, contextos históricos, sociales,
ocasionales... Por otro, frente a la reificación y perpetuación de lo dado, frente a la heteronomía que
instala en toda sociedad la convicción de la necesidad de sus instituciones y categorías, bloqueando así
cualquier cambio radical, proclama la permanente posibilidad de autonomía, la potencia del imaginario
colectivo para abrir “la posibilidad y la capacidad de poner en cuestión las instituciones y las
significaciones establecidas” (FP: 96). Las formas (políticas, culturales, conceptuales...) en las que se
identifica cada sociedad no son sino fantasmas que han cristalizado, fantasmas que, una vez reificados, se
le imponen desde fuera (heteronomía) y que las gentes pueden -y deben- devolver a su condición de
fantasmas, diluirlos de nuevo en la in-formalidad de los flujos imaginarios, recuperando así su capacidad
(autonomía) de redefinirse y reinstituirse de nuevo.
Pero (y este ‘pero’ orientará lo que resta de esta reflexión) si esto es lo que más o menos dice
Castoriadis, muy otra cosa es lo que de hecho hace (lo que se le impone) en buena parte de su obra. Lo
que en ella se le dice niega lo que dice. Hasta el punto de que acaso pudiera leerse incluso como otra –
otra más- vuelta de tuerca en la penetración de esos dos des-comunales fetiches contra los que se erige su
pensamiento: el racionalismo y la heteronomía. Media obra de Castoriadis se vuelve contra la otra media.
A mi juicio, toda su reflexión sobre lo imaginario se ve invadida, colonizada, por la potencia que atribuye
a lo normativo, lo ensídico, a lo conjuntista-identitario. Pero, al no percibir que éste no es sino un rasgo
particular de un imaginario particular (el suyo, ¿el nuestro?), es la radicalidad misma de la pujanza de lo
imaginario la que queda en entredicho. La crítica que en adelante ensayo no tiene, pues, otra intención
que la de restituir a Castoriadis lo que se expropia él mismo.

¿Pensar el pensamiento?

Es verdad que Castoriadis es bien consciente de las enormes, casi insalvables, dificultades de su
empeño. Es -¿casi?- un imposible lógico hablar de lo imaginario. No hay otro modo de hacerlo más que a
partir de las significaciones instituidas por la lengua, la tradición cultural y la sociedad a la que uno
pertenece. Pero esas significaciones no son sino unas formas muy particulares entre la multitud de modos
que tiene lo imaginario de manifestarse, por lo que mal a van a poder decir aquello de lo emana su propia
capacidad de decir. El puño es una forma de la mano: nunca podrá cerrarse sobre ella. O por decirlo con
sus propias palabras: “Sólo se puede hablar de los magmas en el lenguaje ordinario. Esto implica que sólo
se puede hablar de ellos utilizando la lógica conjuntista-identitaria de ese lenguaje. (...) Pero la situación
se agrava en la medida en que, al tratar de hablar de una manera rigurosa, tendré que apelar a términos y
conceptos que pertenecen a la lógica y a la matemática constituidas. (...) Se trata no sólo de un ‘círculo
vicioso’ sino además de una empresa que podría calificarse antinómica o inconsistente. Utilizaremos el
lenguaje y, en cierta medida, los recursos de la lógica conjuntista-identitaria para definir, esclarecer y
hasta justificar la posición de algo que sobrepasa la lógica conjuntista-identitaria y hasta la viola.
Valiéndonos de los conjuntos, intentaremos describir los magmas. E idealmente, partiendo de los
magmas, deberíamos tratar de describir los conjuntos como ‘inmersos’ en los magmas” (DH: 199).
El primero de los dos últimos propósitos mencionados, lo emprende inmediatamente: una
descripción de los magmas en términos de los desarrollos más recientes en teoría de conjuntos. Bajo una
forma u otra, reaparecerá con insistencia en toda su obra. El segundo no lo emprenderá jamás. Ya se veía
venir cuando lo formula en términos tan esquivos: ‘deberíamos’, ‘idealmente’... Y, sin embargo, habría de
ser el propósito principal para sus propios objetivos: ¿cuál es el modo en que los conjuntos (las
formaciones identitarias) estas inmersos en los magmas y emergen de ellos según condiciones históricas y
sociales particulares? Castoriadis no enfrenta esta cuestión, decisiva para su propia construcción teórica,
porque ello le supondría enfrentarse con su propio imaginario radical, le exigiría intentar relativizar
ciertos fetiches de su propia tradición que le constituyen y que sustentan el grueso de su reflexión.
Tales fetiches o idola pueden resumirse en dos: ‘la democracia’ y ‘la razón’ (ambos con su
artículo determinado: ‘la’), expresada ésta en su forma más excelsa como ‘la matemática’ (también con su
artículo bien determinado). ‘Democracia’, ‘razón’, ‘matemática’... resultan no ser instituciones
particulares de ciertos imaginarios históricos muy concretos y, menos aún, conceptos hipostasiados o
congelados que no admiten el plural ni el artículo indeterminado. Muy al contrario, para nuestro autor se
entrelazan de forma indisociable, aunque de distinto modo, con todo imaginario posible. No parece
casualidad que los imaginarios de los que emergen esos particulares conceptos sean el de la Grecia clásica
y el de la Ilustración francesa, precisamente las dos grandes tradiciones que constituyen el imaginario
radical de don Cornelius. Éste, efectivamente, se formó académicamente en Atenas (donde estudió
derecho, economía y filosofía) y desarrolló toda su obra intelectual en Francia. Todos necesitamos ver ‘lo
mismo’ en ‘lo otro’ para que no nos resulte del todo incomprensible, todos asimilamos las categorías y las
prácticas ajenas interpretándolas en términos de las nuestras. Pero de ahí a postular que ese ‘mismo’
forme parte constitutiva de ‘lo otro’, que sin mis particulares categorías el otro no podría ni expresarse

3
con propiedad sino balbucir como un bárbaro, que las matemáticas en que yo me he formado (la teoría de
conjuntos, construida a finales del s. XIX) urden la trama del imaginario bantú o del yanomamo... hay un
largo trecho que Castoriadis salta olímpicamente. Es el salto que da el “implica” del párrafo que abre la
cita anterior: “Sólo se puede hablar de los magmas en el lenguaje ordinario. Esto implica que sólo se
puede hablar de ellos utilizando la lógica conjuntista-identitaria de ese lenguaje”.
Si no hay tradición que no se asiente sobre ciertas ilusiones constituyentes, a la postre,
Castoriadis viene a prolongar esa ilusión específica en que se funda la llamada tradición occidental: la
reducción de cualquier posibilidad de sociedad autónoma a adoptar la forma de ‘su democracia’, la
condena a la sinrazón (aunque aquí esa sinrazón se valore positivamente como ‘lo imaginario’) de
cualesquiera otras razones que no sean ‘su razón’, y la erección de ‘su matemática’ en forma suprema de
razón, a expensas de ningunear no sólo otras razones sino también cuantas matemáticas han sido, son y
serán (pues, aunque todos hemos sido educados en que matemáticas, como Dios, no hay más que una,
resulta que, también como Dios, hay muchas). Pero esta ceguera de Castoriadis para percibirse
constituido por el imaginario de su tradición resulta especialmente peligrosa, pues instala sus particulares
productos como condición de posibilidad de cualquier pensamiento y de cualquier sociedad autónoma. Lo
cual, para las gentes que se constituyen desde otras tradiciones y otros imaginarios (entre las cuales me
incluyo) viene a querer decir que sólo pueden pensar (y pensarse) y lograr su autonomía a través de la
incorporación del imaginario greco-ilustrado, es decir, a través de una radical heteronomía. Usamos un
lenguaje más sofisticado, pero seguimos creyendo que los salvajes sólo pueden salvarse mediante su
conversión al verdadero Dios o, por no irnos tan lejos, que sólo se emanciparán las gentes del llamado
Tercer Mundo importando artefactos (tan de la Europa decimonónica que ya ni a ella le valen) como la
democracia o la escolarización (donde, de paso, se enseñe ‘la matemática’ como asignatura estrella,
obligatoria y universal, y así puedan ilustrarse de cómo están realmente constituidos). A Castoriadis, la
anthropología apenas le deja hueco para la antropología. Veámoslo con un poco de detalle.

2. El fetiche democrático o el ‘imperio de la ley’

Empecemos con los fetiches políticos, pues son más fáciles de poner en tela de juicio que los lógicos y
matemáticos, aunque –como veremos- los unos y los otros se construyen y refuerzan entre sí. Además, en
esto Castoriadis no se anda con rodeos. Refiriéndose a la ruptura que, en la historia de la humanidad,
supone la emergencia de la ‘autonomía’, es decir, “la aparición de sociedades que ponen en tela de juicio
sus propias instituciones y significaciones”, afirma sin titubear un instante: “Esa ruptura (todos conocen
mis tesis) sólo se produjo dos veces en la historia de la humanidad: en la antigua Grecia y luego de una
manera semejante, pero también profundamente diferente, en la Europa Occidental” (DH: 213). Este
remake del tópico ‘milagro griego’ y del no menos sacralizado ‘retorno de la Luces” se repite palabra por
palabra, sin cesar, como una letanía. En ocasiones, Castoriadis añade una coda para excluir explícitamente
de ‘Occidente’ a la inevitablemente ‘oscura Edad Media’ (que se limita a eso, a estar ‘en medio’,
estorbando las luces anteriores y las posteriores): “Esta ruptura sólo la encontramos dos veces en la
historia de la humanidad: en la Grecia antigua por vez primera, después, en Europa occidental desde el
final de la Edad Media” (FP: 115). En el fondo, ni siquiera se trata de dos emergencias diferentes. Como
en la construcción de su identidad personal por fusión de ambas nacionalidades, también históricamente
se trata de “una sola familia de sociedades: la familia europea o grecooccidental” (ibid.). Ahora bien,
contra lo que pudiera parecer a algún suspicaz, “esto no supone ningún etnocentrismo (...), es sólo la
constatación (...) de una enorme ruptura histórica –y que, por lo que sabemos, esta ruptura no se ha
producido en los nambikwara o en los bamilekes” (Ibid.).
Al menos aquí Castoriadis condesciende a dedicar casi una línea a otras gentes, siquiera sea para
que, por contraste con su oscura heteronomía, resplandezcan más las verdaderas luces grecooccidentales.
Desconozco la evolución política de los nambikwara, aunque supongo que para llegar a establecer sus
estructuras políticas actuales en algún momento debió hacerse algún cuestionamiento –y no trivial- de las
instituciones y significaciones de los homínidos que les precedieron. Otro tanto podría decirse de los
bamilekes, aunque este otro caso parece escogido con pinzas, pues ellos se organizan en régimen de
jefaturas sacralizadas y hereditarias que ilustran a la perfección una sociedad heterónoma. No obstante, el
sistema de contrapesos al poder del jefe (por las asociaciones religiosas, guerreras y de ayuda mutua)
permite un control por sus súbditos bastante mayor que el que los ilustrados occidentales ejercemos sobre
nuestra clase política, por no hablar de la financiera o la empresarial. Es más, a diferencia de la
‘autonomía’ de las polis griegas (construida sobre la heteronomía de la mayoría: mujeres, esclavos,
inmigrantes...), en las aldeas bamilekes, incluso a los extranjeros se les adjudica un terreno que les
permita siquiera esa mínima ‘autonomía’ que la polis niega.

4
La heteronomía de la ‘autonomía’

Sería injusto negar el esfuerzo emancipatorio de Castoriadis, tanto en lo conceptual como en su


actividad política, si es que tiene sentido esa distinción. Su lucha por recuperar la autonomía de la
sociedad es innegable y bien conocida. Pero su concepto de autonomía –y, más aún, su concreción en
sociedades históricas y concretas- hace agua por todas partes. Y tan hace agua que de su propia
bipartición fundamental, entre la sociedad greco-ilustrada y todas-las-otras, se sigue una inquietante
paradoja. Se postulan como ejemplo de autonomía precisamente ciertas sociedades de las que emerge esa
excepción histórica que es el aparato del Estado. Es decir, sociedades en las que una parte de ellas se
separa del resto; resto (o pueblo) para el que la parte separada dicta leyes. Y aquí las filigranas retóricas
por las que ‘en realidad’ es la sociedad la que se da a sí misma las leyes (eso significa literalmente ‘auto-
nomía’) -ya sea recurriendo a un mítico ‘pacto social’ instituyente, ya por ese ejercicio de ventriloquia
según el cual por los re-presentantes se oye la voz de los presentes que están ausentes- apenas ocultan la
incapacidad de esas sociedades para “poner en tela de juicio sus propias instituciones y significaciones”.
Celebrar tamaña heteronomía como máximo ejemplo de autonomía, si no es puro cinismo es sólo un
ejemplo más de ese miope narcisismo colectivo por el que toda sociedad tiende a erigir sus
particularidades en norma y criterio de toda sociabilidad posible.
La otra cara de la paradoja se muestra en que, para Castoriadis, resultan ser heterónomas todas
las sociedades sin Estado, todas las formas de convivencia y de decisión colectiva en las que los
concernidos se las arreglan para que ninguna instancia se escinda del común y dicte leyes sobre él (ni
siquiera mediante subterfugios representativos). ¿Será casualidad que casi todos los ejemplos de esta
autonomía, bastante más radical de la castoridiana, hayan de buscarse fuera del ámbito greco-europeo-
posmedieval? El antropólogo Pierre Clastres ha estudiado a fondo las costumbres instituidas por
numerosos pueblos de América del Sur para impedir que se desgaje de su seno ninguna forma de
gobierno; sociedades que Clastres caracteriza como ‘sociedades contra el Estado’, pueblos a los que los
primeros misioneros caracterizaron como gentes “sin rey, sin fe, sin ley”. Acaso aquí empecemos a
vislumbrar las aporías del concepto ilustrado de autonomía: en las diferencias entre lo ‘sin ley’ y lo ‘con
ley’ (aunque sea propia, si no es en la ‘propiedad’ de la ley donde radica precisamente la aporía), en la
oposición entre la costumbre y la legislación positiva. Una vez asumido el ‘imperio de la ley’, ¿no
estamos ya condenados a movernos, como bajo cualquier otro imperio, bajo una radical heteronomía?
Sin necesidad de hacer las américas, aquí mismo, en la Castilla donde escribo, era costumbre
reunirse la colectividad en concejo abierto o pleno para discutir y tomar entre todos las decisiones que a
todos afectaban. A diferencia de las ciudades-estado griegas, la asamblea concejil la constituían “todos los
habitantes sin distinción de edad, sexo o clase social”3, incluidos los forasteros que fueran vecinos de la
aldea o de la villa. Esa asamblea, inicialmente diaria y apenas organizada, fue poco a poco instituyéndose
como autoinstitución del común de los vecinos; y, como consecuencia de la reflexión sobre sí misma, fue
alterándose y reinstituyéndose, aunque no deja de ser paradójico que esta autonomía (en el sentido de
Castoriadis) autoinstituyente provocara en muchos casos la progresiva expulsión de las mujeres, primero,
y, más tarde, de los no vecinos, acercándose así cada vez más al ideal griego. Lamento que la Castilla de
los siglos VI al XIV fuera “prefilosófica y predemocrática” y que, por tanto, no pudiera -aunque sí lo
hiciera- “discutir y cuestionar la institución” (FP: 116). Lamento que Villavascones no caiga cerca de
Atenas y que fueran precisamente los demócratas ilustrados (‘afrancesados’ les decían cuando no
habíamos descubierto ‘nuestra secular vocación europea’) los que dieran la puntilla a estas –y a tantas
otras- formas de autogobierno comunal y local, pero no fui yo quien las puso en la historia para fastidiar
las bellas reconstrucciones de filósofos e historiadores modernos. Pese a quien pese, esos concejos se
instituyeron a sí mismos, y lo hicieron en ruptura radical con los intentos –primero romanos, después
monárquicos, y finalmente ilustrados- de la ley y la civi-lización.

Ley contra costumbre

No se trata de excepciones. Ejemplos como éstos se encuentran por doquier a lo ancho del
planeta y a lo largo de la historia. Quizá lo haya que revisar4 sea el concepto mismo de ‘auto-nomía’,
conservando lo que en ella hay de ‘autós’ y revisando lo que tiene de ‘nómos’ en cuanto ‘ley’. El propio
Castoriadis hace por un momento (pero sólo por un momento) la distinción: “en griego antiguo, nómos
hace referencia a aquello que es específico de cada sociedad o de cada etnia, es su institución/convención

3
M. del C. Carlé et al., La sociedad hispano medieval, vol. 2, p. 108, Gedisa, Barcelona, 2001.
4
Además de todos los tópicos heredados que constituyen los mitos incuestonados sobre los que construimos (como cualquier otra
tribu) nuestra originalidad histórica por oposición, no menos inventada, a un antes y a un fuera bárbaros y salvajes, o –como diría la
tribu moderna- predemocráticos, premodernos y acientíficos. Tópicos como el del ‘milagro griego’, la ‘oscura Edad Media’, el
‘Renacimiento’, la ‘Ilustración’, la ‘Modernidad’, los pueblos ‘atrasados’ y ‘predemocráticos’...

5
(...); y, al mismo tiempo, nómos es la ley, aquello sin lo cual los seres humanos no pueden existir en tanto
que tales” (FP: 117). Efectivamente, durante cierto tiempo, ‘nómos’ nombraba tanto la ‘ley civil’ como la
costumbre, el hábito: lo que era habitual hacer en un lugar o ‘morada’ que se caracterizaba por sus
‘mores’ específicas. El brutal enterramiento en vida de Antígona en aplicación del ‘nómos’/‘ley civil’
(escrito) por pretender que su hermano muerto fuera amortajado según el ‘nómos’/‘costumbre’ (no
escrito), narra míticamente la tensión entre esas dos formas ordenar la vida colectiva y la imposición de la
primera sobre la segunda. Antígona sepultada viva por defender sus tradiciones es una parábola de ese
‘nómos’/’costumbre’, “específico de cada sociedad o de cada etnia: su institución/convención”, también
sepultado vivo por Castoriadis, nada más nombrarlo, al decidir que sin el ‘nómos’/‘ley’ “los seres
humanos no pueden existir en tanto que tales”. No es sólo que Antígona, los indios sudamericanos o los
villanos castellanos no sean autónomos: ¡ni siquiera son humanos!
Como toda dicotomía tajante, la que aquí se propone entre ley y costumbre también es mentirosa,
aunque quizá se justifique, por un momento, a efectos heurísticos. La costumbre, ciertamente, puede ser
tan opresiva como la ley. Pero cabe resaltar una diferencia fundamental: mientras que la discusión y la
posible alteración de la ley siempre se juegan en campo ajeno (el de los representantes, cuya im-postura
funda el Estado de Derecho), la discusión y la posible alteración de la costumbre se juegan en campo
propio (el de los presentes, sin nadie que se ponga en su lugar). La transformación de la ley sólo puede
generar otra ley, sin romper nunca el círculo de la heteronomía; el cambio de la costumbre impuesta, por
el contrario, puede dar lugar a nuevas prácticas y hábitos negociados por los propios sujetos. P. Clastres
condensa así la diferencia entre ambas concepciones, a propósito de las jefaturas indígenas que estudió:
“(El jefe) no intentará zanjar el litigio según una ley ausente de la que él sería el órgano, sino apaciguarlo
apelando al sentido común, a los buenos sentimientos de las partes en conflicto, refiriéndose sin cesar a la
tradición”5. Parece que cabe algo más de ‘humanidad’, y desde luego bastante más ‘autonomía’, allí
donde las decisiones se toman por con-versación y acuerdo que donde se aplica una ley abstracta,
necesariamente escrita y ajena a las particulares circunstancias y agentes en conflicto. Es precisamente
esa característica la que fomenta un cambio permanente, aunque insensible, de las sociedades
tradicionales desde su propio interior, en contra del tópico creado ad hoc por el mito ilustrado que las
congela como una foto fija eternamente igual a sí misma (en un alarde de insensibilidad para lo otro
semejante al ‘todos los chinos son iguales’)6.
La teorización de Castoriadis se inscribe así en esa vasta tradición ilustrada que sólo puede
entenderse como un movimiento profunda y principalmente anti-popular. No es éste el lugar para
desarrollar este análisis7, que no haría sino aplicar reflexivamente a la propia institución greco-europea-
posmedieval el mismo “cuestionamiento de la institución” por el que ella misma se imagina a sí misma
como la única sociedad autónoma. Baste con mostrar, mediante un par de ejemplos, la falsedad de ese
supuesto monopolio suyo de “la capacidad de poner en cuestión sus propias instituciones y
significaciones”.
Uno es precisamente el de la sociedad medieval, cuyo imaginario Bajtin define como ‘cultura
grotesca’ y cuya razón (que sin duda para Castoriadis no sería tal) caracteriza como ‘razón burlesca’. Para
esta sociedad, el cuestionamiento y la denuncia de “la relatividad de las verdades y las autoridades
dominantes” 8 es toda una forma de vida; una forma de vida, además, no sesuda y letrada, sino gozosa y
popular. Acaso sea éste el motivo por el que, pese a cumplir con su definición de autonomía, Castoriadis
le niegue, explicita y reiteradamente, su condición de tal. A diferencia de la seriedad/serialidad ilustradas,
las fiestas de locos, los evangelios paródicos, los entierros jocosos, las parodias de los textos escolásticos
y de los métodos científicos del momento, las misas burlescas... recrean permanentemente un ‘’mundo al
revés’ que no respeta ni lo más sagrado (¿se imaginan a un payaso, situado tras el rey - frente a la cámara
de TV- en su discurso de Año Nuevo, ridiculizando cada uno de sus gestos y expresiones?).
5
P. Clastres, Investigaciones en antropología política, Gedisa, Barcelona, 1981, p. 114.
6
Ese tópico no puede dejar de correlacionarse con su complementario: el cuestionamiento permanente, la exigencia continua de
novedad (lo mismo en la ciencia, que en las artes, que en las modas)... se oponen ciertamente a la costumbre, pero sólo a la
costumbre de los otros porque, para la propia sociedad occidental, esa condena de todo a la obsolescencia permanente (hija de los
mitos de la Revolución y del Progreso) es una costumbre que la constituye en su misma entraña.
7
Pueden verse esbozos de esa crítica en mis artículos "Sociedad salvaje y cultura grotesca", Archipiélago, nº 1, 1988,
pp. 116-121; "El saber campesino", Archipiélago, nº 12, 1993, pp.135-136; o en mi “El sueño de la razón a-locada o
los no-lugares de la globalización”, International Conference on “Identity and Difference in the Global Era”, Unesco y
Universidad Candido Mendes, Río de Janeiro, 21-23 mayo 2001 (de próxima publicación). La idea central es que el
tópico ‘conflicto entre modernidad y tradición’ está viciado en su mismo modo de enunciarse, pues, por un lado, la
llamada modernidad no es sino otra tradición más y, por otro, ninguna tradición ha dejado de modernizarse
permanentemente, tanto desde su propio interior como asimilando influencias ajenas (lo que también ha hecho, en
particular, la ‘tradición moderna’, desde que abandonó las peluconas y el rapé).
8
M. Bajtin, La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento, Alianza, Madrid, 1987, p. 16. Para una revisión radical de la
idealización negativa de la Edad Media pueden verse también: R. Pénaud, Para acabar con la Edad Media, Olañeta, Palma de
Mallorca, 1998; J.Heers, Le moyen âge, une imposture, Perrin, París, 1992.

6
Otro caso significativo lo encontramos en la institución del trickster, una figura común no sólo
entre pueblos indígenas de América del Norte (sioux, dakota, winnebago...) sino en numerosos ámbitos
africanos (Ghana, Togo, Costa de Marfil, Nigeria...). El trickster de los winnebago, que ha estudiado
meticulosamente P. Radin9, es una figura enviada por el Hacedor de la Tierra para restablecer el orden
amenazado pero, desmañado y revoltoso como es, no cesa de remover todos los hábitos y papeles
consolidados. Entre risas, el público atento a la narración de sus proezas se encuentra, de repente,
riéndose de lo más sagrado, viéndose así llevado a repensar y rehacer hasta las instituciones más firmes:
la estricta separación tradicional entre el poder político y el militar, los tabúes sexuales que deben
observarse durante ciertos rituales sagrados... Por “cuestionar todas las instituciones y significaciones”, el
trickster de los winnebago cuestiona incluso lo que toda la filosofía griega y la ilustrada dan por
evidencias incuestionables: la institución del ‘individuo personal’ y la de la physis como algo autónomo,
independiente de la forma humana de pensarla. Este héroe pícaro pierde sus intestinos por el camino y
debe repensar su recolocación, habla con su ano (‘hermanito’ le llama) como si fuera otro, ridiculiza al
espíritu protector de cada uno, sin el cual el winnebago pierde su identidad, tanto personal como dentro
del grupo...
Mientras esto escribo, llegan noticias de un amplio movimiento popular en la Cabilia argelina:
barricadas para boicotear las inminentes elecciones, robo y quema de urnas... La paradoja, desde la
teorización de Castoriadis, está en que se trata de un movimiento por la autonomía que se instituye como
antidemocrático10 y en defensa de las tradiciones beréberes: la lucha se organiza en torno a los archs,
comités de aldeas y tribus. Claro que siempre puede objetarse que ni eso es verdadera autonomía ni la
argelina una verdadera democracia, aunque como tal la reconozcan todas las democracias realmente
existentes. La teorización de Castoriadis sobre la autonomía podría así seguir resistiendo, aunque al
precio de convertirse en metafísica: una metafísica legitimadora de esa forma de fundamentalismo tan
greco-occidental que es el fundamentalismo democrático. O, por el contrario, también podría repensarse
la cuestión de la autonomía: asumir que las tradiciones tienen capacidad para reinstituirse desde su propio
interior y que pueden –y seguramente deben- hacerlo cuestionando precisamente los tópicos ilustrados
que las condenan a la heteronomía. No deja de ser significativo que la ideología del actual Estado
argelino, contra el que se alza el autonomismo beréber, amalgame11 allí las dos grandes ilustraciones de
Occidente: la europea de las Luces, heredada de la época colonial, y la ilustración islámica, que es la
equivalente de la primera en el mundo árabe (misma reivindicación del libro frente a las culturas orales
circundantes, mismo espíritu redentor, unificador y expansivo ante la ‘superstición y barbarie’ de las
poblaciones locales...) y a la que, desde hace siglos, se viene oponiendo la cultura beréber.
Estos ejemplos, como tantos otros que podrían aportarse12, muestran sobradamente cómo no es
necesario ser habitante de la pólis ni de ningún burgo centroeuropeo para tener una capacidad de
autonomía y de autoinstitución incluso considerablemente mayor que la habida en esos lugares míticos
que fundan la cultura que hoy domina el planeta.
Ciertamente, en algunas intervenciones esporádicas, Castoriadis parece apartarse de su cuerpo
teórico principal y poner en cuestión alguna de sus elaboraciones centrales. Así, en sus Reflexiones sobre
el “desarrollo” y la “racionalidad”13critica ambos conceptos y prácticas, pero esa crítica no la hace
desde su cuerpo teórico sino que, más bien, se vuelve contra él, sin sacar de ahí las necesarias
consecuencias. Desmonta, y en esto fue casi pionero, el marxismo burocrático, pero salva a un Marx
cuyos escritos, “cuando se miran un poco de cerca, lo que se encuentra en ellos es Hegel y Aristóteles”
(RDR: 212). Desautoriza todas las democracias existentes, pues “ser soberano quiere decir serlo las 24
horas del día; la democracia excluye la delegación de poderes, pues consiste en el poder directo de los
hombres sobre todos los aspectos de la vida” (RDR: 215), pero la idealiza acto seguido en términos de un
demos ateniense ignorando toda otra forma, histórica o actual. Hace una crítica radical del ‘desarrollo’,
pero aclarando que el concepto sufre un “verdadero trastorno” de su significado griego primigenio al caer
en manos del cristianismo medieval (RDR: 212). Relativiza “el paradigma de ‘racionalidad’ con que hoy
vive todo el mundo” al mostrar que “no es más que una creación histórica particular, arbitraria,
contingente” (RDR: 214), pero no puede avanzar dos líneas más sin matizar que “si ese paradigma ha
9
P. Radin, The Trickster: A Study on American Indian Mythology, Schoken Books, Nueva York, 1972. Para los tricksters africanos:
M. Bennet, West African Trickster Tales, Oxford University Press, Oxford, 1994.
10
Las consignas así lo evidencian: “Ulac L’vote Ulac” (“No al voto NO”), “Votar es dar confianza al poder”...
11
Amalgama bien incrustada en el imaginario colectivo moderno, como evidencia el titular de El Mundo del día siguiente a las
elecciones: “Beréberes ensombrecen las legislativas argelinas”: la metáfora de la sombra asocia la oscuridad atribuida a los
tradicionalistas beréberes con su enfrentamiento a las luces de la razón que se expresan en las elecciones democráticas.
12
Ejemplos tomados de todos los continentes, de formas de autonomía que no pasan por ley, en R. S. Manglapus, La voluntad del
pueblo, Siruela/Sociedad Estatal V Centenario, Madrid, 1992. Para el continente africano en particular: R.G. Armstrong et al.,
Aspectos sociopolíticos del parlamento tradicional en algunos países africanos, Serbal/Unesco, Barcelona, 1982; y S. Mbah y I.E.
Igariwey, África rebelde. Comunalismo y anarquismo en Nigeria, Alikornio, Barcelona, 2000.
13
En J. Attali et al., El mito del desarrollo, Kairós, Barcelona, 1979 (en adelante, RDR).

7
podido funcionar (...) es porque no es totalmente arbitrario: (...) hay una dimensión que no se puede
eliminar de nuestro lenguaje y de todo lenguaje que es necesariamente ‘lógico-matemática’, que encarna
de hecho lo que es, bajo su forma matemática pura, la teoría de conjuntos”. Al margen de que ningún
paradigma histórico es “totalmente arbitrario” (y de ello no se deduce que alguna de sus creaciones haya
de constituir necesariamente “todo lenguaje”), queda sin explicar, una vez más, cómo es posible que una
racionalidad que, como la occidental, “no es más que una creación histórica particular, arbitraria,
contingente” consiga el milagro de producir algo (la ‘lógica matemática’ y la ‘teoría de conjuntos’) que
se postula como universal, necesario y absoluto, pues “no se puede eliminar de nuestro lenguaje y de todo
lenguaje” (lo que le supone incluso, dicho sea de paso, efectos retroactivos). Por no hablar de esa
particular –y ahora más platónica que aristotélica- ontología que permite decir que “lo que es” (to ón)
encarna “bajo su forma matemática pura”. ¿O es al revés?: la ‘matemática pura’ la que encarna en ‘lo que
es’; da lo mismo, lo determinante es toda la metafísica sobre el ente (‘lo que es’) y esa creencia
inconmovible en una ‘matemática pura’ que destila todo un discurso orientado a introducirlas como
universales ahistóricos y necesarios. A ello dedicaremos el próximo apartado.

3. La colonización matemática del imaginario

En el punto anterior hemos asistido a una operación de colonización política, por la que se condenaba a la
heteronomía a cualquier sociedad que no se conformara a los particulares modos de instituirse la sociedad
greco-occidental-posmedieval. Nos preguntaremos ahora por una la posibilidad de una análoga
colonización epistémica, que se llevaría a cabo mediante una operación semejante en el ámbito de lo
imaginario: para Castoriadis, en todo imaginario laten, indisolublemente enquistadas en cualesquiera de
sus emergencias, las categorías fundamentales del modo greco-occidental-posmedieval de pensar.
Lo imaginario social, cualquier imaginario social, es imposible e impensable, para Castoriadis,
sin cierta urdimbre fundamental. Ahora bien, tal urdimbre no es diferente para los diferentes imaginarios,
el de la China de los Reinos Combatientes, el de la Europa romántica, el del neoyorquino actual o el de
quienes hoy hablan yoruba en Nigeria. Castoriadis caracteriza esa urdimbre común de diferentes maneras:
en ocasiones es la actividad del legein y del teukhein, en otras es ‘la matemática’, en otras –en fin- se trata
de la lógica conjuntista-identitaria, a la que en ocasiones se referirá como ‘lo ensídico’.
Veamos cómo define estos universales y el lugar que les atribuye. “El legein es la dimensión
identitaria del representar/decir social: legein (de donde logos, lógica) significa distinguir-elegir-poner-
reunir-contar-decir. (...) El teukhein es la dimensión identitaria (o funcional, o instrumental) del quehacer
social: teukhein (de donde techné, técnica) significa reunir-adaptar-fabricar-construir” (FP: 22, n. 12). Su
papel en la constitución de lo social no puede ser más decisivo, se trata de “dos instituciones sin las cuales
toda vida social resulta imposible: (...) el legein, componente ineliminable del lenguaje y de la
representación social, y el teukhein, componente ineliminable de la acción social” (FP: 22).
Ahora bien, ambos conceptos, sin mayor precisión, de tanto abarcarlo todo, corren el riesgo de
no decir nada. ¿Qué actividad queda fuera de ese distinguir-elegir-poner-reunir-contar-decir-adaptar-
fabricar-construir? Seguramente, cualquier verbo del diccionario podría redefinirse en esos términos. Es
más, tal colección de actividades cubre, no sólo toda la vida social, sino la vida en general: humana,
animal, vegetal... y divina. ¿No dicen los biólogos que hasta las bacterias patógenas alojadas en un
organismo son capaces de adaptarse a él, reunirse, contarse, comunicarse -o decirse entre sí-si su número
alcanza un umbral mínimo para, en función de tal distinción, poder elegir si ponen o no en marcha la
fabricación de las sustancias patógenas? Parece, pues, necesario precisar bastante más. Y Castoriadis lo
hace en dos direcciones, sólo aparentemente opuestas. Una, al intentar dotar de una mayor determinación
a ambos términos, le sumerge en lo más profundo de la metafísica clásica griega. La otra, al ensayar
subsumirlos –o mejor, suprasumirlos- en la moderna teoría de conjuntos, le encarama al olimpo
matemático en su versión moderna más formalista. Que ambas instituciones (pues instituciones, y bien
particulares, son la metafísica de la Grecia clásica y la matemática bourbakista) queden fuera del
imperativo castoridiano de ‘poner en tela de juicio la institución’ y, más aún, que hayan de fundamentar
todo lo social no parece exagerado considerarlo tanto una flagrante forma de heteronomía como una
auténtica expedición colonial.

Descenso al Hades metafísico

Empecemos por su intento de precisar qué debe entenderse por legein. De entrada, “el legein es
la dimensión identitaria del representar/decir social”. ¿Qué hacemos entonces con las sociedades cuyo
representar/decir se instituye precisamente sobre la insignificancia -cuando no radical negación- de la
identidad?. Tal es el caso, por ejemplo, de la sociedad china instituida sobre el imaginario taoísta, para la
cual lo evidente, lo pre-su-puesto, es el cambio y la alteración incesantes, frente a un imaginario greco-

8
europeo constituido sobre la evidencia y presuposición de la identidad y la permanencia. Baste recordar
que el libro sobre el que se construye todo el pensamiento chino es el I Ching o Libro de las mutaciones,
o que el equivalente a la Metafísica de Aristóteles es allí el Chuang Tzu, cuyo magnífico segundo capítulo
lleva por título precisamente “Contra la identidad”. No en vano, la fijación greco-europea en la identidad,
y su consiguiente dificultad para pensar el cambio y el movimiento, acarreará a su física siglos de
esfuerzo hasta llegar a formular el ‘principio de inercia’. Mientras que, para cualquier chino, tal principio
ha sido evidente desde siempre: algo no deja de moverse si no hay algo que lo pare, pues ‘lo natural’ es el
movimiento. Veintitantos siglos antes de la que en nuestros libros figura como “gran hazaña newtoniana”,
puede leerse en un texto chino: “Si no hay fuerza opuesta, el movimiento nunca se detendrá. Esto es tan
evidente como que una vaca no es un caballo”14.
Si no fuera porque el pensamiento tradicional chino parece sentir por lo singular y extra-
ordinario una fascinación semejante a la que al greco-ilustrado le producen las identidades permanentes y
las leyes universales, podríamos imaginar un Castoriadis chino que postulara con igual razón “la
dimensión anti-identitaria del representar/decir social”. ¿Qué hacer, entonces, con ambos postulados,
mutuamente excluyentes? La ley griega del ‘tercio excluso’, que Castoriadis también invoca como
constitutiva del legein, y por tanto de toda forma social, exige excluir uno de ambos. ¿Excluiría
Castoriadis el hipotético postulado chino, siendo así que es precisamente el más próximo a su esfuerzo
teórico en pro de la creación y el cambio radicales? ¿Por qué, entonces, esa fijación con la universalidad
de la identidad, del tercio excluso y de tantas otras distinciones tajantes? Él mismo reitera que no es ese el
camino: “La obsesión por la unidad, que se convierte en obsesión por el sistema, es una manifestación de
la influencia continuada de lo conjuntista-identitario sobre el pensamiento filosófico(...) Son éstas
tendencias casi invencibles del pensamiento, pero han de combatirse en lo posible mediante una crítica
interna” (FP: 109). No es ése el camino, pero él no cesa de andar por él, de postularlo incluso como
camino insoslayable. Ahí es donde su pensamiento muestra su carácter agónico, un pensamiento que se
construye –que se le construye- con categorías, e incluso con postulados explícitos y centrales, que
desdicen lo que con ellos se quiere decir.
En cuanto a ‘la lógica’ a la que también se asocia el legein, a Castoriadis (se) le ocurre algo
semejante: “La lógica-ontología heredada está sólidamente arraigada en la institución misma de la vida
histórico social; hunde sus raíces en las necesidades inexorables de esta institución (...) Su núcleo es la
lógica identitaria o de conjuntos (...), que campea soberana e ineluctable” (IIS: 22). Una vez más, en su
lucha con el lenguaje, éste parece querer advertirle, pero Castoriadis no le escucha. La ‘lógica’ se le
asocia con la ‘ontología’, cuando él sabe bien que esa asociación es exclusiva de la muy particular lógica
aristotélica y que las lógicas formales modernas no se plantean en esos términos. Efectivamente, la lógica
aristotélica, que él imagina “campeando soberana e ineluctable”, está presa de toda una metafísica sobre
‘el ser’ que sólo tiene sentido para quien habla una lengua de la particular estirpe indoeuropea 15.
Cualquier otra lengua no indoeuropea, como el euskara o el chino, funciona sobre -y desarrolla- lógicas
no identitarias. Su propia selección del adjetivo ‘heredada’ para esa ‘lógica-ontología’ podía haberle
puesto sobre la pista de que, efectivamente, se trata de una herencia y, dado que la biología aún parece
lejos de encontrar el gen de la lógica-ontología, como toda herencia, se da en el seno de una familia
particular, en este caso, una familia de lenguas fuera de las cuales no hay ontología posible. Pues bien,
Castoriadis no sólo bebe de esa herencia sino que lo hace hasta las heces, llegando a desarrollar toda una
teorización sobre “los estratos del ser” que llegan a dar a ‘lo que es’ una consistencia literalmente
geológica. Como de costumbre, en ocasiones Castoriadis es consciente de esa limitación: “Toda la
filosofía grecooccidental, y el pensamiento y la teoría o las teorías que nosotros construimos, deben
mucho a ciertos rasgos de la gramática de las lenguas indoeuropeas- y en particular del famoso verbo
eînai, ‘ser’. Muchas lenguas (...) carecen del verbo ser. (...) Yo puedo elucidar mi relación con la lengua,
pero no puedo hacer abstracción de mí mismo y ‘mirar’ esta relación” (FP: 114). Puede elucidar su
relación con la lengua, pero en ningún momento lo intenta; como tampoco intenta someter los universales
que esa lengua le suministra, y que él postula para toda lengua, a la prueba de la lingüística comparada ni
a la de la antropología cultural o la antropología cognitiva. Como si ese tipo de contriciones esporádicas
le exoneraran ya de toda culpa, una vez cumplido el ritual, se zambulle en la anthropología sin el menor
remordimiento antropológico.
Pero mejor que seguir argumentando, acaso sea proponer el siguiente ejemplo, donde a un anciano
kepelle se le enfrenta a la supuesta ineluctabilidad de un si-logismo típico de la lógica-ontología heredada
(no por él, ciertamente, como veremos):

14
Citado en J. Piaget y R. García, Psicogénesis e historia de la ciencia, Siglo XXI, México, 1982, p. 232.
15
Véase el magnífico ensayo de J. Baltza, Un escorpión en la madriguera. Indoeuropeo y euskara: mito e identidad, Hiria
Liburuak, Gipuzkoa, , sin fecha. (En especial, el capítulo “‘Es’, costumbre indoeuropea”, pp. 88-112).

9
“Interrogador: Una vez, araña fue a una fiesta; le dijeron que tenía que responder a esta pregunta
antes de poder comer algún alimento. La pregunta es: araña y venado negro siempre comen juntos.
Araña está comiendo. ¿Está comiendo venado negro?
Sujeto: ¿Estaban en el monte?
Interrogador: Sí.
Sujeto: ¿Estaban comiendo juntos?
Interrogador: Araña y venado negro siempre comen juntos. Araña está comiendo. ¿Está comiendo
venado negro?
Sujeto: Pero yo no estaba allí, ¿cómo puedo responder a esa pregunta?
Interrogador: ¿No puedes constarla? Aun cuando no hayas estado allí, puedes contestarla. (Repite
la pregunta).
Sujeto: ¡Ah, sí! Venado negro está comiendo.
Interrogador: ¿Cuál es su razón para decir que venado negro está comiendo?
Sujeto: La razón es que venado negro camina todo el día comiendo hojas verdes en el monte.
Después descansa un rato y se levanta de nuevo a comer”16

.Entre los antropólogos se ha debatido si éste es un pensamiento pre-lógico, si estamos ante diferentes
lógicas o, como también se ha escrito, si se trata de una “incapacidad para el pensamiento lógico”.
Cualquiera de las tres opciones desmentiría la universalidad de esa lógica castoridiana. A mi juicio, se
trata más bien de que nuestro buen kpelle no acepta razonar en términos de esa ‘lógica pura’ que
comparten el antropólogo y Castoriadis. Yo diría que su forma de razón se resiste activamente a someterse
a la ‘pura forma’ lógica, sin por ello dejar en absoluto de razonar. Tan es así que, como el silogismo no
parece tener fuerza suficiente como para imponerle ninguna conclusión ‘necesaria en sí’, es el
interrogador quien ha de corre en su ayuda (en ayuda del silogismo, claro): “Aún cuando no hayas estado
allí, puedes [o sea, debes] contestarla”. El anciano resiste impasible a la autoridad de la lógica, la que le
vence es la autoridad del lógico.
De entrada, al anciano kpelle el problema ‘puramente lógico’ no le dice nada, el ‘puro legein’ es
para él literalmente in-significante. Sólo empieza a significar -¡y esto es lo decisivo!- cuando él interviene
y pone en juego su saber adquirido. Enfrentado al problema lógico, lo primero que hace es intentar
establecer el contexto o situación en el que se da el problema: “¿Estaban en el monte?, ¿estaban comiendo
juntos?”. Por mucha lógica que se le plantee desde fuera, para él es evidente que, si no estaban en el
monte, mal iban a poder comer, ni juntos ni separados. Esta primera reacción es un intento de objetivar el
problema, pero se trata de una objetivación concreta y no –como la del legein griego- abstracta, es decir,
separada del contexto y con pretensiones de validez universal.
La segunda exigencia de nuestro buen kpelle trata de vincular el problema con su propia
experiencia como sujeto: “¡Pero yo no estaba allí, ¿cómo puedo responder?”. Para él no hay razonamiento
sin sujeto que razone. La lógica que empieza a desarrollarse en Grecia no quiere hacer abstracción sólo
del contexto sino también del sujeto. No trata sólo de extraer la cuestión de su lugar propio, sino también
de extirpar también al sujeto de su actividad propia: ser él el que razona. La lógica del interrogador, lejos
de ser ‘puro legein’, responde a una costumbre muy típica entre ciertos grupos de occidente: construir la
ilusión de hacer como si nadie razonara sobre algo que, en el fondo, también es nada, es decir, como si el
razonamiento discurriera por sí mismo. Sólo es ‘puro legein’ en la medida en que consiga ocultar que
obedece a una singular costumbre, es decir, logre legitimarse como legein purificado.
Cuando, por fin, el anciano se decide a cooperar, pese a que el interrogador va descartando sus
exigencias (es decir, cuando seguramente queda convencido de que con la mentalidad greco-europea del
interrogador no hay manera de razonar), acierta en la respuesta (si por ‘acertar’ entendemos llegar a la
misma conclusión que mediante el si-logismo). Acierta, sí, pero la razón que da no tiene nada que ver con
la supuesta fuerza ineluctable del silogismo: “La razón es que el venado negro camina todo el día....”.
Para nada aparece la araña, que era pieza clave del razonamiento. En cambio, observamos que el sujeto
no se resigna a quedar excluido de una conclusión que –para el interrogador- debería haber llegado por sí
misma: lo que el kpelle hace es producir información nueva que apoye su respuesta. En resumen, para
que la lógica (le) diga algo (ese ‘decir’ que Castoriadis supone constituido por el legein) debe dejar de ser
lógica, debe mandar al legein de vuelta a Atenas, y poner en su lugar circunstancias tan poco ‘universales
y necesarias’ como el contexto de la acción, el sujeto que la piensa, y el conocimiento adquirido que él
mismo decide poner en juego. En este sencillo diálogo, el anciano y analfabeto kepelle refuta toda la
metafísica sobre la necesidad y universalidad del legein.
Lo que sí puede observarse en este ejemplo es que al hombre no alfabetizado ‘la lógica’ le cae de
fuera. No es ‘ensídica’ para su decir/razonar sino ‘exídica’, por así decirlo. Es la lógica del antropólogo, a
la que súbitamente se ve enfrentado. Es bien significativo que todos los estudios de este tipo coincidan en
16
Citado en M. Cole y S. Scribner, Cultura y pensamiento, Limusa, México, 1977, p. 158.

10
que la “capacidad para aceptar la tarea lógica” es directamente proporcional al grado de escolarización17.
La Ilustración exporta, junto a su ideal de escolarización universal, la forma de conocimiento propia de la
escuela: una lógica tan abstracta como lo es la escuela, también abstraída/extraída de su entorno (muros,
rejas, alambradas...) y de las formas tradicionales de transmisión del saber (no curriculares, ligadas a las
prácticas...). Quizá, cuando todas las formas de vida social se hayan ahormado según el molde escolar,
por fin se realice la tesis castoridiana de un legein ‘inexorable’, ‘ensídico’ y ‘universal’.

... y ascenso al Olimpo matemático

La otra dirección en la que Castoriadis intenta precisar el significado del legein apunta a las matemáticas.
Éstas ejercen sobre Castoriadis una fascinación especial. ‘Matemáticas’ e ‘imaginario’ dibujan los dos
polos de su teorización; en su tensión y com-penetración se juega toda la vida social. En las matemáticas
se condensan lo dado, lo necesario, las identidades... la dimensión instituida de toda institución. En el
imaginario se cifra lo posible, la creación, la alteración radical, lo imprevisible... la dimensión instituyente
de toda institución.
El papel de ambos, matemáticas e imaginario, se postula como un papel simétrico: tanto la una
como el otro “son densos en toda actividad social”, no hay decir ni hacer sociales que no participen de
ambos componentes, que –en última instancia- no se fundamenten en ambos. Dicho de otro modo: “No
hay sociedad sin mito y no hay sociedad sin aritmética” (DH: 209).
Sin embargo, en su manera de tratar ambos polos se da una profunda y radical asimetría. ¿A
favor de la que parecería ser su apuesta fundamental: lo imaginario radical y social? No, a mi juicio es la
fascinación por la matemática la que se impone. La asimetría se intuye ya en la frase con la que se remata
la anterior afirmación: “Y, más importante aún, no hay mito (o poema o música) sin aritmética... y por
cierto tampoco hay aritmética sin mito”. Ahí todo el énfasis está puesto en la primera mitad de la frase; la
segunda, tras ese ‘por cierto’, tiene todo el aspecto de una concesión que salve la apariencia de simetría.
De hecho, la asimetría se manifiesta por toda su obra. Es constante el uso de términos, modelos y teorías
matemáticas para hablar de lo imaginario, de la forma de ser de los magmas. Nunca asistimos, sin
embargo, al menor intento de tratar las matemáticas desde la actividad del imaginario social; nunca
aparecerán las matemáticas en el proceso de su hacerse, con todas sus dudas e incoherencias, con el lastre
cultural que arrastran, en cada momento, sus conceptos y procedimientos. No, las matemáticas son ‘la
matemática’, ‘la aritmética’, ‘el número’... puras formas hipostasiadas, congelaciones eternas de un
momento muy particular de su devenir: la forma que toman en el momento en que Castoriadis escribe (y
previo olvido de las discusiones que, incluso en ese momento, conmuevan alguno de sus cimientos o
procedimientos, como –por ejemplo- las tesis mantenidas por los matemáticos intuicionistas). No ya sólo
‘las matemáticas’ como un todo ideal son “un código sentado en el puro legein” (DH: 231). Los propios
conceptos y procedimientos matemáticos particulares, cuya construcción (y destrucción) a lo largo de la
historia es evidente hasta para los historiadores más platonizantes, son formas eternas petrificadas: “Todas
las entidades matemáticas están perfectamente determinadas” (DH: 195). En verdad, su visión de las
matemáticas es propia del platonismo más acrítico, menos histórico-social, que quepa imaginar. (Este
maridaje de materialismo e idealismo extremos es cosa que a mí se me escapa, pero que seguramente las
argucias de la dialéctica sabrán justificar).
Pero si las matemáticas no se piensan nunca desde el imaginario que –se supone- debería
instituirlas (a no ser que –como parece ser- su institución no sea social sino divina), lo imaginario no cesa
de pensarse y de decirse matemáticamente. Podría quizá disculparse por una extrema obsesión por la
claridad, la distinción y la precisión. Pero, primero, esas son características en cuya ausencia consisten
precisamente los magmas imaginarios, y segundo, lejos de introducir precisión, crean –para quien
conozca los conceptos matemáticos que Castoriadis aplica- muchas más paradojas, ambigüedades y
sinsentidos de los que resuelven. Veamos algunos ejemplos.
“La novedad es la indeducibilidad y la improducibilidad, es decir, la inconstructibilidad de X a
partir del conjunto de la situación precedente” (FP: 272). ¿Por qué ‘X’ y no sencillamente ‘algo’? ¿en qué
se parece la novedad a la incógnita de una ecuación algebraica, que será cualquier cosa menos ‘nueva’?
¿y por qué ‘la situación precedente’ ha de constituir ‘conjunto’?¿hay incluso alguna situación, por simple
que sea, que se constituya como mero conjunto? O cuando afirma: “Sin duda, y en primer lugar, esta
lógica [la conjuntista-identitaria] se apoya y se sostiene en un estrato de lo que es, en otras palabras, esa
lógica ‘corresponde’ a una dimensión del ser. Y hasta se puede decir: o bien que existe una parte
conjuntizable del ser que es siempre densa, o bien que el ser es conjuntizable ‘localmente’ (o por
fragmentos o por estratos)” (DH: 208). ‘Densa’, ‘localmente conjuntizable’, ‘dimensión’... adjetivos
todos ellos prestados de una retórica matematizante que sólo es pseudo-matemática pues todos esos
17
Véase el trabajo pionero de A.R. Luria, Desarrollo histórico de los procesos cognitivos, Akal, Madrid, 1987, y los reunidos por
M. Cole y S. Scribner, op. cit.

11
términos, fuera de su riguroso contexto matemático, no son –en el mejor de los casos- sino metáforas o –
en el peor- meros absurdos sin sentido. Que yo sepa, sólo en un espacio vectorial puede hablarse
propiamente de dimensiones, ¿debemos entonces entender ‘el ser’ como un espacio vectorial?. La
‘densidad es un concepto topológico que sólo puede predicarse de conjuntos: se habla de un conjunto
‘denso en sí’ o de un subconjunto ‘denso en otro’ conjunto que lo contiene. Así, que ‘el ser contenga una
parte conjuntizable densa en él’ es expresión que sólo tiene sentido si el ser es, como totalidad, otro
conjunto: pero ¡toda su obra se basa en reiterar que el ser nunca es reducible a lo conjuntista-identitario!
Asímismo, decir que ‘el ser es conjuntizable localmente’ significaría, rigurosamente hablando, que, dado
cualquier punto del ser, y dado cualquier entorno –por pequeño que sea- de ese punto, siempre es posible
encontrar un conjunto que esté contenido en ese entorno. Lo cual implica, nada menos, que el ser está
constituido por puntos (o ‘átomos ensídicos’, como dice en otra parte), implica también que sobre esos
puntos se ha definido una función de medida (o, cuando menos, una topología) que permita definir un
concepto de vecindad sobre el que construir los entornos de esos puntos.... lo cual implica, en fin, que el
ser queda del todo agotado, no sólo por la pedantería matematizante, sino porque ya se trata de un ser que
se reduce a puro conjunto de puntos, en el que los magmas (para cuya defensa se suponía que se urdía
toda esta trama) no tienen ya la menor cabida. ¿Tan difícil sería decir en lenguaje corriente lo que al
parecer quiere decir, a saber, que no hay nada que no tenga algo de conjuntista dentro de sí?
No se entiende, pues, el sentido de tanto aparato matemático para hablar, precisamente, de lo no
matematizable. A no ser que se trate una estrategia retórica para infundir cierta sensación de pseudo-
rigor, o de apartar los conceptos implicados de la crítica –pero también de la cabal comprensión- de todo
aquél que no tenga formación matemática superior, o –sencillamente- de dejarse seducir por la misma
fascinación que ejercieron las matemáticas en sus tan queridos momentos míticos: la Grecia clásica y el
racionalismo de la Ilustración. Esta última posibilidad se deja entrever en salpicadas ocasiones: El de las
matemáticas es “un ámbito maravillosamente mixto” (FP: 102), “¿A qué se debe la fantástica fuerza de la
lógica conjuntista-identitaria? (DH: 208). Maravilla, fantasía... no constituyen a las matemáticas como a
toda otra actividad poética (música, literatura...), más bien son el efecto que producen sobre quienes
sacrifican en su templo, son los fantasmas que habitan el imaginario radical del propio Castoriadis,
llevándole al extremo de –querer- definir incluso los magmas –que él mismo caracteriza como
irreductibles a categorías conjuntista-identitarias- a partir de ¡una axiomática.! (DH: 200 ss.)
Intentemos atravesar la maraña ontologizante y matematizante, para interpretar lo que
Castoriadis parece querer decir. A mi juicio se trata de que el ser, o sea, todo lo que hay, lo que ha habido
y lo que puede haber, tiene dos caras. Como en una moneda, cada cara está indisociablemente unida a la
otra; no podemos suprimir la una sin arrancar también la otra. En una está lo fijo, lo cosificado, lo
encerrado en su identidad; en la otra está la actividad, lo bullicioso y lo en ebullición, las potencialidades
siempre latentes. Esta cara, la de los magmas que bullen en la potencia de lo imaginario social y lo
imaginario radical, es la que hemos intentado caracterizar al comienzo de este artículo. La otra cara se
caracteriza por el legein y el teukhein, que vienen a condensarse –o explicitarse- en la lógica conjuntista-
identitaria. Ésta, a su vez, se explicita –o se condensa- en una serie de principios y de operaciones o
estructuras. De los primeros, destacan los ya establecidos por Aristóteles, es decir, los de identidad, no
contradicción, y tercio excluso. De las segundas, sobresalen las operaciones consistentes en contar y en
clasificar, que a su vez, se sintetizan, respectivamente, en ‘la aritmética’ y ‘el álgebra’, dado que “el
resultado más extremo y más rico de la lógica identitaria es la elaboración de las matemáticas” (IIS: 96).
No puedo detenerme aquí en una crítica de tantos y tan complejos asuntos. Para un estudio
exahustivo del trasfondo imaginario tanto de esos principios como de esas operaciones y estructuras,
remito al lector a mis trabajos sobre ello18. Ellos deben buena parte de su aliento precisamente a la
reflexión castoridiana; pero fue precisamente el ensayo de aplicarla, junto a otras, a ciertos imaginarios,
concretos y diferentes entre sí, el me fue revelando también los límites de esa aportación, en especial en
lo que se refiere a la consideración de esos aparatos formales (lógicos, algebraicos, geométricos,
aritméticos...) que él postula como ensídicos, asociales y ahistóricos, y que a mí se me fueron mostrando
como emergencias particulares de ciertos imaginarios concretos.
Me limitaré, en lo que queda, a la cuestión de ‘el número’ y ‘la aritmética’, mostrando –a través
de algún ejemplo- la dificultad de mantener la tesis castoridiana que postula (pero, evidentemente, nunca
demuestra) la presencia insoslayable de tales entes de ficción en toda forma de lenguaje y de vida social.
Dicha tesis admite dos interpretaciones. La más fuerte vendría a postular la existencia de una sola
aritmética (‘la aritmética’) y su omnipresencia en toda sociedad; esta interpretación es la que parece
18
En especial a mi Imaginario colectivo y creación matemática. La construcción social del número, el espacio y lo
imposible en China y en Grecia, Gedisa, Barcelona, 1993. Hay también desarrollos parciales en: "De Foucault a Serres:
notas para una arqueología de las matemáticas", Theoria, 2ª época, VII(1992)16-17-18: 499-507; "El tiempo en el
imaginario social chino", Archipiélago, nº 10/11, 1992, pp. 59-67; "El caos en el pensamiento mítico", Archipiélago, nº 13,
1993, pp. 70-84; "Álgebra e imaginario colectivo: elementos para una sociología de las matemáticas", Revista Internacional
de Sociología, 3ª época, nº 4, oct. 1993, pp. 39-64.

12
abonar la permanente remisión a la teoría de conjuntos, desde la cual no cabe más aritmética que ‘la
aritmética’ que todos conocemos (aunque se extienda a la aritmética transfinita, obviamente menos
popular). La interpretación más débil usaría el término ‘aritmética’ sólo como nombre que abarca una
multitud de prácticas y teorizaciones con algo a lo que podríamos llamar -más o menos- números, de
modo que sería el denominador común (si es que lo hay más allá de nuestra propia necesidad de
encontrarlo) de construcciones como ‘la aritmética maya’ o ‘la aritmética yoruba’. Los siguientes
ejemplos pretenden mostrar la inconsistencia de la versión fuerte de la tesis castoridiana, al tiempo que
dejan la interpretación débil abierta para la discusión.

¿Cuentan los que no cuentan?

Consideremos, por ejemplo, la aritmética que, en la antigua China, se despliega en el espacio


formado por un tablero de jade de forma oval (pi sien) inscrito en un rectángulo19. En ella se urde la
siguiente historia:

“El Tso tchouan narra los debates de un Consejo de guerra: ¿se debe atacar al enemigo? Al Jefe le
atrae la idea de combatir, pero necesita comprometer la responsabilidad de sus subordinados, por lo
que empieza por consultar su opinión. Asisten al Consejo doce generales, entre los que se cuenta él
mismo. Las opiniones están divididas. Tres jefes rechazan entrar en combate; ocho quieren entrar en
guerra. Éstos son mayoría y así lo proclaman. Sin embargo, para el Jefe, la opinión que cuenta con
ocho votos no tiene más importancia que la que cuenta con tres: tres es casi unanimidad, que es algo
muy distinto de la mayoría. El general en jefe no combatirá. Cambia de opinión. La opinión a la que
se adhiere, dándole su única voz, se impone a partir de ahí como la opinión unánime”20.

En esta particular aritmética, el número –y cada número- tiene un significado que no es el que tiene
en la aritmética de los libros en los que tantos hemos sido escolarizados y socializados. ¿O debemos
llamar a esta última ‘la aritmética’ y decidir que la del Tso tchouan no es en absoluto aritmética? ¿Qué es
lo que hace entonces el Jefe con los números? ¿Será que cuenta mal? ¿O será que ni siquiera cuenta?
¿Cómo puede distinguirse ‘mayoría’ de ‘unanimidad’ sin contar?21 ¿O es que esos números no son
propiamente números? De demasiadas cosas hemos de despojar al otro para aparecer, nosotros, como los
únicos poseedores de la verdad (en este caso, de la verdadera aritmética). Y demasiadas cosas hemos de
inyectar, nosotros, en el otro para poder descubrir en él –precisamente en lo que ponemos en él y que no
es suyo- indicios de verdad o racionalidad (en este caso, de racionalidad aritmética).
Según M. Granet, para los chinos “los números no tienen como función la de expresar magnitudes:
sirven para ajustar las dimensiones concretas a las proporciones del Universo (...) En vez de servir para
medir, sirven para oponer y para asimilar. Las cosas, en efecto, no se miden. Ellas mismas tienen sus
propias medias. Ellas son sus medidas”. ¿Qué son, entonces, los números? “Los números no son más que
emblemas: los chinos se cuidan mucho de ver en ellos signos arbitrarios que expresan forzosamente la
cantidad”. El número chino, más que medir, clasifica, tiene una función principalmente protocolaria. Así,
el ‘uno’ es el ‘entero’, expresa el hueco o pivote (que también se dice como tao) sobre el que gira la
rueda, desencadenando las alternancias, las oposiciones y trans-fusiones de los opuestos entre sí. Estas
oposiciones son las que se dicen en el ‘dos’, que nada tiene que ver con la suma de ‘uno’ más ‘uno’: ‘dos’
es la Pareja en la que alternan, distinguiéndose y con-fundiéndose, el yin y el yang. La serie de los
números no comienza, pues, sino con el ‘tres’: a partir del ‘tres’, primer número, los restantes números
son etiquetas de ‘lo numeroso’, de lo cual el ‘tres’ es la síntesis: de ahí que en él se exprese la una-
nimidad. Sólo ahora empezamos a entender la lógica que lleva al Jefe a no declarar la guerra.
¿Habremos de salvar el desconcierto diciendo, como hiciera Cassirer siguiendo a Kant, que los
números de otras culturas (como esa aritmética pi sien), tienen una ‘función simbólica’ mientras que los
de la aritmética (o sea, los nuestros) no, pues son números puros? Una mirada no anthropológica, sino
antropológica, ¿no debería estar atenta a la operación de purga o depuración en cada aparición del término
‘puro’? ¿Por qué cuando ‘el salvaje’ califica algo de puro corre el antropólogo a ver ahí un tabú, algo
intocable para esas gentes, y sin embargo, cuando el mismo adjetivo aparece en el contexto cultural en el
que el antropólogo se ha formado, ‘puro’ deja de significar intocable, es decir incuestionable, para venir a
significar ‘en sí’, ‘abstracto’ y otras coartadas por el estilo? Nuestros números, nuestra aritmética, nuestra
matemática son puros por la misma razón que ciertos animales lo son para los salvajes: porque no deben
19
Véase M. Granet, La pensée chinoise, Albin Michel, París, 1968, pp. 216-248.
20
Citado en Ibid., p. 248.
21
Quizá esa aritmética no sea tan diferente a la de políticos y periodistas, para quienes la expresión “in-mensa mayoría” tiene un
claro significado. O de la que, al parecer, emplean los pastores –éstos no de ganado humano- que saben reconocer si les falta o no
una cabra sin proceder a contarlas, sino observando la forma del rebaño.

13
tocarse, pues forman parte de ese magma de creencias fundamentales que les/nos constituyen y sin las
cuales se desfondaría su/nuestro orden social. ¿Es más simbólico el ‘uno’ excluido por la aritmética pi
sien de la serie numérica que el ‘uno’ de ‘la aritmética’ que inaugura dicha serie por reiteración sumativa
de él consigo mismo progresivamente (o sea, la nuestra)? Ciertamente, con el primero se funda una
política (¿o es fundado por ella?) que construye una-nimidades en detrimento de las mayorías, lo cual es
muy antidemocrático. Pero, del mismo modo, sin el segundo no podría procederse a un recuento de votos
que exige que cada votante sea tan ‘uno’ como ‘uno’ es otro (votante) distinto, para poder proceder,
mediante esta identificación de lo diferente, a una suma progresiva que permita arrojar mayorías en
detrimento de las unanimidades, lo cual es muy democrático. Al margen de que las mayorías
democráticas, a diferencia de las unanimidades, con frecuencia resultan ser ‘aplastantes’ o ‘abrumadoras’
(como no puede ser de otra forma), un ‘uno puro’ ¿no debería estar al margen de lo políticamente
correcto? ¿O no será más bien que tanto el ‘uno pi sien’ como el ‘uno democrático’ son salvajes en el
mismo sentido? Y si cada aritmética es indisociable de unas adherencias simbólicas y políticas que la
constituyen como tal aritmética ¿no sería más propio hablar de una ‘aritmética ilustrada’ o ‘aritmética
democrática’ como hablamos de una ‘aritmética pi sien’ o una ‘aritmética yoruba’? Más aún, ¿qué
pueden tener todas en común que dé pie a nombrarlas con un mismo nombre: ‘aritmética’?
La que hemos llamado aritmética yoruba revela con especial nitidez la excepcionalidad de la
‘aritmética democrática’, aunque de esa excepción haya hecho regla el poder expansivo de la ideología
ilustrada. Para quienes hablan yoruba (unos 30 millones de personas, contadas democráticamente, una a
una), la unidad usada para contar no es ese ‘uno’ indivisible que se corresponde con el individuo que
cuentan los censos a partir de Napoleón. La unidad aritmética se corresponde más bien con la unidad
social, la cual, en un régimen comunal como el suyo, es una unidad colectiva. Los números yoruba no son
adjetivos o adjetivos sustantivizados, como los nuestros (otra vez el sustancialismo griego), sino verbos, y
verbos cuya actividad proyecta lo comunitario sobre los objetos a contar 22. Así, su sistema numeral
tampoco comienza por el uno, pero por razones bien distintas a las chinas o las platónicas. Su sistema
numeral comienza con agregados, en los que sólo después, por un proceso de desagregación o
sustracción, se van produciendo fracturas, mediante el uso concurrente de las bases veinte, diez y cinco.
Nada que ver, pues, con el proceso conjuntista-identitario de construcción de la serie numérica de los
números naturales: 1, 1+1, 1+1+1, ... Los que, desde pequeños hemos llamado ‘números naturales’ son
tan naturales como el individuo, el mercado, la e-vidente salida del sol cada mañana o cualquier otra
construcción social.
Más riguroso –y más respetuoso- sería asumir que el número no tiene una significación ‘en sí’
(significación ensídica que casualmente (!) viene a coincidir con la de cierta tribu: la moderna) y aceptar
que tal significación depende de los usos y significados, particulares y concretos, con que cada cultura
cuenta, clasifica y ordena el mundo23. Ejemplos como éste, que pueden multiplicarse, confirman que,
ciertamente, “no hay aritmética sin mito”. Pero afirmar que “no hay mito sin aritmética”, como
Castoriadis se apresura a añadir a continuación (DH: 209), es afirmación que no sólo desmienten estos
ejemplos (es decir, la existencia de diferentes aritméticas) sino que pone en evidencia la compulsiva
obsesión ilustrada por hacer de su particular forma de razón (comprendida su aritmética) la condición
necesaria de toda razón (y aritmética) posible24. Al margen de su estructuración interna, que es
radicalmente diferente en cada caso, ¿qué es lo que diferencia a unas aritméticas de otras? La diferencia
es, en el fondo, política: no se sabe de ningún chino al que se le haya ocurrido decir que la aritmética pi
sien es ‘la aritmética’, que sin ella no hay sociedad posible, y que, en consecuencia, la democracia es una
forma más de heteronomía, pues se basa en una tradición que asume acríticamente que los individuos son
iguales, numerables y sumables25, a semejanza de esa aritmética mítica occidental-posmedieval, en la que
la función simbólica del número se adapta a su manera de entender el individuo y la sociedad. De la
política aritmética opuesta, por el contrario, la aritmética política de Castoriadis es una buena muestra.
22
H. Watson, “Investigating the social foundations of mathematics: Natural number in culturally diverse forms of live”, Social
Studies of Science, 20 (1990): 283-312.
23
‘Clasificar’ y ‘ordenar’ que, al igual que el ‘contar’, tampoco parecen traslucir ningún universal conjuntista. No porque existan
distintos criterios de clasificación u ordenación (lo cual no haría sino reforzar la hipótesis de que existe por doquier una misma
actividad clasificatoria), sino porque el modo de clasificar que impone la teoría de conjuntos seguramente sólo se da, en la mente de
los matemáticos y en las fantasías cartesianas que exigen por doquier ‘claridad y distinción’. Las clasificaciones (si así pueden
llamarse) que la gente hace se parecen bastante más a aquella clasificación imposible que Borges hiciera de los animales que a la
partición de un conjunto en clases de equivalencia, cuya intersección es vacía y cuya unión recompone el conjunto original. (Véase
FP: 277).
24
De poco vale que Castoriadis deje caer, como excusándose y pasando de puntillas, que el mito sin el cual no hay aritmética
comprende, en particular, “el mito de la ‘racionalidad pura’” (DH: 209), pues ese mito es el que de hecho él hace funcionar en la
afirmación complementaria: “no hay mito sin aritmética”.
25
Ese espíritu desmitificador que reclama la Ilustración, y que tan difícil se le hace aplicarse a sí misma, suelen ejercerlo,
paradójicamente, espíritus más bien anti-ilustrados: “por más vueltas que le doy, decía Juan de Mairena, no encuentro manera de
sumar individuos”.

14
Este colonialismo epistémico es especialmente grave cuando, como en el caso chino, el colonizado
resolvía complejos sistemas de ecuaciones allí donde los misioneros jesuitas, formados en ‘la
matemática’, sólo veían inocentes juegos con palillos y se quejaban de la dificultad para meter en sus
cabezas el torpe modo europeo de resolver las ecuaciones aisladas más sencillas. Tuvo Europa que
expropiarles su método y llamarlo –veintitantos siglos más tarde- ‘método de Gauss’, para reconocer que
ahí había matemática sólo en el momento en el que pasaba a ser ya matemática europea. Mientras era
matemática china, no era matemática, era un estúpido juego con palillos. Y cuando ya sí es matemática,
ya no es matemática china, es “el método de Gauss”. En estos juegos de presdigitación, la modernidad
ilustrada exhibe sin pudor su incapacidad para pensarse como otro otro entre los otros, mostrando su
barbarie constitutiva. La modernidad nunca fue ‘moderna’: se ha limitado a dar ese nombre a una
barbaridad que tampoco en esto se diferencia de tantas otras.
Con todo, lo que me parece decisivo para una indagación sobre lo imaginario es, como
acertadamente plantea Castoriadis, la posibilidad que esa indagación abre para la constitución de una
sociedad como sociedad autónoma. Y eso se consigue averiguando cómo cada imaginario, y
especialmente el propio, instituye un cerco impensable para cada sociedad: impensable, pues es
precisamente ese imaginario el que establece lo que, para esa sociedad, puede pensarse y lo que no, lo que
tiene sentido y lo que es absurdo. En eso consiste precisamente el pre-juicio: aquello que es previo al
juicio y que, por tanto, permite no sólo hacer juicios sino incluso distinguir lo que, para una sociedad, es
un juicio de lo que es un enunciado sin sentido. Eliminar el prejuicio o, al menos, hacerlo consciente, es
decir, hacer al pre-juicio objeto de juicio, es condición necesaria para que una sociedad pueda re-pensarse
en lo que la instituye y pueda, en consecuencia, re-instituirse de forma autónoma. Ahí se cifra toda
posibilidad de creación radical, toda posibilidad de ir más allá de la mera recombinación de lo dado según
cualquiera de sus muchas variantes.

Conclusión: autonomía y aritmética

Para este propósito, el interés que pueda tener la cuestión de la aritmética no está en absoluto en
discutir si existe ‘la aritmética’, ni menos aún en postular su existencia. El interés está en ver cómo cierta
aritmética expresa –a la vez que da forma- a cierto imaginario colectivo; cómo una cultura, al contar las
cosas de una manera (y no de otra), es a ella misma a la que se está contando o narrando de esa manera (y
no de otra); cómo en cada forma de contar se expresa –de forma elíptica, como en el negativo de una
foto- lo que esa colectividad da por des-contado, lo que no cuenta (lo que no se cuenta) porque es
precisamente lo que permite contar. Ésa es precisamente la razón de que el ‘uno’ pi sien, como también el
‘uno’ platónico, no forme parte de la serie de los números: ¿cómo va contarse aquello con lo que se
cuenta? Para estas gentes, aquello con lo que se cuenta ha de darse, necesariamente, por des-contado. Las
aritméticas se manifiestan así como un analizador especialmente sensible para revelar la singularidad de
cada imaginario: para celebrar su diferencia pero, también, para conocer sus límites, ese cerco con que
cada imaginario instituye lo evidente y, en consecuencia, lo que no se puede ver26.
Pues bien, a ese papel central de cada aritmética en la institución de cada imaginario es
precisamente al que Castoriadis bloquea el acceso al postular una aritmética como ‘la aritmética’. Al
uniformar lo que para cada modo de pensar cuenta (y lo que no) y la manera en que lo hace, se arrasan las
diferencias y, por tanto, la posibilidad de observar los límites, las fronteras, tanto entre dos imaginarios
como entre cierto imaginario y lo que él instituye como su exterior: lo no pensable, lo que no cuenta, lo
que da por descontado. Si, además, esa ‘aritmética’ –literalmente arrasadora- resulta ser la particular
aritmética en la que se ha formado el propio investigador, no sólo se incapacita para acceder a
componentes fundamentales de otros imaginarios sino también, y sobre todo, se incapacita para acceder a
su propio imaginario, al que le constituye a él mismo. Es decir, se incapacita para cualquier autonomía:
ciego para lo que le constituye, está condenado a no verse sino a sí mismo por doquier, a no ver en lo otro
sino otro modo de lo mismo: mismo legein, misma aritmética, misma lógica conjuntista-identitaria...
La paradoja en la que se juega la obra última de Castoriadis estriba en que toda su estimulante
reflexión sobre el imaginario no necesita para nada de esos universales que se empeña en postular. ¿Qué
necesidad hay, entonces, de fijar la razón y la autonomía en dos momentos históricos privilegiados, uno
ateniense y el otro parisino? ¿Qué aporta postular como universal absoluto lo ensídico, la matemática o la
lógica conjuntista-identitaria? Tal postulado, ¿no contradice más bien su reivindicación de “una
transformación psíquica y antropológica profunda y la creación paralela de nuevas formas de vida y de
nuevas significaciones en todos los ámbitos” (RDR: 216)? ¿De dónde esa fascinación por esos dos
momentos míticos y por esa matemática no menos mítica, que se le sitúan más allá de toda duda e
indagación? Me temo que, a su indudable radicalización del proyecto ilustrado, hasta llevarlo más allá de
sus propios límites, se le imponen –o mejor: se le yuxtaponen- dos determinaciones decididamente pre-
26
La creencia, decía también Machado, no consiste en ‘creer sin ver’ sino en ‘creer que se ve’.

15
ilustradas. Una, la necesidad del lugar, de un anclaje firme en un topos determinado, que Castoriadis
reconstruye como una fusión mítica de su Atenas natal con el París que lo acogió. La otra, la necesidad de
un Dios, para él –¡y para tantos!- encarnado en ‘la matemática’, que proporcione un suelo inamovible a la
par que, penetrándolo todo, permita comprender las desasosegantes multiplicidad y contingencia como si
estuvieran dotadas de un sentido permanente y unificado. Ahí es donde, a mi juicio, el pensamiento de
Castoriadis se despliega en la agonía de lo que quiere decir y lo que, de hecho, se le dice, muy a pesar
suyo.

16

Potrebbero piacerti anche